24

ALEX miró en derredor. Se encontraba en una explanada semidesierta similar a la que, en su realidad, era desde hacía años una cancha de baloncesto municipal. Cada tanto se reunía allí con algunos alumnos de otras clases, a pesar de la advertencia del entrenador, que había prohibido los partidos extraescolares pues temía que sus jugadores se lesionaran, perjudicando así la temporada.

Agachó la cabeza y observó su cuerpo.

Llevaba unos vaqueros y una camisa hecha jirones. Se pasó una mano por la cabeza y notó que estaba rasurada al cero. Del bolsillo posterior extrajo una cartera. Contenía unos billetes que no reconoció y algunos documentos. Vio su foto en un documento de identidad correspondiente a Karl Weser.

Confuso y alterado, buscó instintivamente alguna pista sobre su vida alternativa, tal como había hecho en aquel vestuario. Echó a andar y tomó por una calle más adelante cruzada por un puente peatonal. Alrededor, montones de escombros la hacían parecer el escenario tras la explosión de una bomba. También había algunos cráteres humeantes, como si el asfalto se hubiera partido después de un terremoto. Más allá, los coches aparcados estaban envueltos en llamas.

«Parece mi ciudad… pero ¿cómo ha terminado así?».

Alex comenzó a recordar algo sobre su identidad alternativa, datos confusos sobre una guerra civil, enfrentamientos en las calles, atentados y matanzas. De pronto visualizó una Milán sacudida por una especie de revolución popular que había conmocionado la ciudad y subvertido el poder mediante el asesinato de los más notorios representantes de la clase política. Mientras caminaba hacia el puente supo que, en Roma, Ciudad del Vaticano había sido pasto de las llamas. Aquello de lo que estaba enterándose de aquel mundo en pocos minutos era estremecedor. Habría querido escapar, pero no sabía dónde. De improviso empezó a oír voces a lo lejos, a su espalda.

Eran gritos. Alex se volvió, pero no vio a nadie. Un manto de humo obstaculizaba la visual. Apenas podía vislumbrar el puente, que le parecía muy similar al de la estación de Lambrate.

Cuando empezó a reconocer algunas figuras humanas, se detuvo en seco y se le heló la sangre. Una horda de personas marchaba hacia él, todos vestidos de negro y encapuchados, esgrimiendo todo tipo de armas: fusiles, palos, pistolas, cuchillos…

Y coreaban a voz en cuello cánticos indistinguibles.

No titubeó ni un segundo: echó a correr como alma que lleva el diablo. Tenía unos cien metros de ventaja. Cada poco se volvía para comprobar que aquella especie de ejército irregular no le ganase terrero, pero la distancia se mantenía estable. En cierto momento avistó un tramo de escaleras que descendía a un nivel inferior. Parecía una entrada al metro, aunque no estaba señalada. Alex recordó que un paso subterráneo atravesaba la explanada y desembocaba delante de la estación de Lambrate. En cuanto bajó las escaleras, se dio cuenta de cómo estaban verdaderamente las cosas en aquel universo paralelo: el túnel subterráneo estaba lleno de cadáveres.

Allá donde mirase, vislumbraba cuerpos mutilados, con el rostro desfigurado, masacrados. Estaba así hasta el final del paso subterráneo. Pero las voces se iban acercando. La horda casi lo había alcanzado, los más veloces ya estaban en la escalera. Alex comenzó a temblar y sudar frío. Sentía las piernas paralizadas, como si ya no le respondieran. Estaba aterrorizado. Se arrodilló, dispuesto a lo peor.

Cerró los ojos y trató de aislarse pensando en Jenny, en su esplendor. Imaginó sus ojos, intentó revivir su primer beso. Acto seguido volvió a ver las imágenes de aquel increíble viaje que lo había llevado al otro lado del mundo, luego a una dimensión desconocida, para encontrar a Jenny. De pronto, sintió una mano en el hombro.

—Despierta, Alex —susurró Jenny.

El muchacho tenía la cabeza ladeada. El conferenciante estaba explicando el origen de las manchas solares cuando Alex abrió con esfuerzo los ojos, encontrándose con la oscuridad de la sala. La mano de Jenny estaba sobre la suya.

—Bueno… ¿qué te ha sucedido? —susurró la muchacha.

—¿Quién… quién eres? ¿Qué quieres? —respondió él mientras erguía el busto y giraba el cuello como en un ejercicio de stretching.

Jenny se apartó, asombrada.

—¿Qué te pasa?

—¿Dónde me encuentro?

—Alex… soy yo, Jenny. Estamos en el Planetario. Debes de haberte dormido.

—Pero… un momento. Era la hora de educación física, hemos jugado, luego hemos ido a cambiarnos…

—Pero ¿de qué hablas? ¿Bromeas?

Alex se levantó de pronto, agitado. El conferenciante interrumpió un instante su exposición mientras el muchacho se escabullía entre las sillas y salía de la sala. Jenny corrió tras él. Lo alcanzó en el exterior de la cúpula del observatorio.

—Explícame quién y qué quieres de mí —espetó Alex, volviéndose. Jenny tenía una expresión despavorida.

—¿Es posible que no…? Estábamos aquí juntos, ¿no te acuerdas? En aquel banco. —Lo señaló con un gesto de la cabeza—. Incluso nos hemos…

—No te conozco. Y lo único que recuerdo es que me estaba cambiando en el vestuario para volver a clase para la última hora. Ahora me despierto en la sala del Planetario y con una desconocida que asegura que me conoce. ¿Qué me has hecho? ¿Alguien me ha drogado? ¿Qué ha sucedido?

Alex se volvió y se alejó a paso rápido. Salió por la verja de entrada a los jardines públicos de Porta Venezia.

—¡Alex, te lo ruego… no puedes hacerme esto! —gritó Jenny.

Él ni siquiera se dio la vuelta.

En aquel momento se oyó la primera sirena.

Llegaba de la plaza San Babila y era como un aullido que se propagaba por toda la zona, atrayendo la mirada de los curiosos que desde los jardines afluían a las aceras de la avenida. Después de tres ecos de sirena, se oyó una voz metálica proveniente de un megáfono:

«Se ruega a los ciudadanos que regresen inmediatamente a sus casas, en cumplimiento de la pertinente orden gubernamental. Mantened la calma y volved a vuestras viviendas. A partir de las cinco de esta tarde quedará impuesto el toque de queda… Repito…».

Las personas se miraron, asombradas. Algunos esperaron a oír dos o tres veces más el aviso, luego se encaminaron a paso rápido hacia las escaleras del metro de Palestro. Por las calles se formaron corros que se preguntaban qué había sucedido.

Jenny permaneció inmóvil observando la escena.

Nadie entendía la razón de semejante medida, y la angustia se reflejaba en los rostros de muchas personas. En aquellos pocos minutos que sirvieron para despejar la calle y dejarla desierta, Jenny oyó hablar de guerra, de atentado terrorista, de un virus pandémico y de otras hipótesis catastróficas barajadas por los ciudadanos. Nadie tenía respuestas y cada cual se lanzaba a fantasiosas conjeturas.

Cuando la zona estuvo vacía, Jenny se dirigió hacia el Corso Buenos Aires casi desierto. Toda la gente había obedecido la inexplicable orden.

Jenny no tenía idea de qué hacer o dónde ir. Solo sabía que debía encontrar un sitio donde refugiarse. Prosiguió en aquel silencio irreal, solo interrumpido por la sirena que se oía entre aviso y aviso, hasta que en las proximidades de la plaza Lima vio a un grupo de militares al otro lado de la calle y se detuvo.

Uno de ellos la vio y agitó su metralleta en el aire.

—Chica, ¿has oído la orden? ¡Vuelve inmediatamente a casa!

«Pero yo aquí no tengo casa», pensó Jenny, sin saber qué responder.

—¿He sido claro? Vamos, vuelve donde tus padres, que dentro de poco se producirá un desastre.

Jenny asintió con la cabeza, pero las piernas le temblaban.

—Está bien, está bien… —respondió y echó a andar hacia una calle lateral—. Ya vuelvo a casa. Vivo aquí cerca.

Los militares volvieron a hablar entre ellos y la ignoraron.

«¿Y ahora dónde demonios voy?», se preguntó al enfilar una calleja estrecha al final de la cual se entreveía el letrero luminoso de un bar.

—Eh, tío, ¿quieres que te masacren? ¡Anda, larguémonos de aquí!

Alex vio a un muchacho negro, rapado al cero como él, que llevaba unos vaqueros y una sudadera negra. Le tendió la mano, él la aceptó y se levantó.

Cruzaron corriendo el túnel, pasando por encima de los cadáveres como en un horripilante videojuego splatter. Había sangre por doquier, mientras detrás de ellos la muchedumbre que parecía perseguirlos ganaba terrero. Cada pocos segundos, los hombres entonaban un lúgubre coro que acompañaba su marcha. Alex intentó averiguar qué decían, pero no hablaban en italiano, sino en una lengua dura y nórdica, seguramente alemán.

Cuando Alex y el negro subieron la escalera de tres en tres y estuvieron de nuevo al aire libre, este le indicó el camino señalando con la mano. El letrero amarillo-rojo de una estación de servicio ponía KRAFT-GAS. Entraron a la carrera en la pequeña tienda, donde los estantes de accesorios para móviles y ambientadores para coches habían sido destruidos, como también los ordenadores. La caja estaba abierta y vacía, y lo que quedaba de los productos estaba por el suelo.

—¿Qué diablos está sucediendo? —exclamó Alex, mientras el otro se arrodillaba bajo el mostrador en busca de algo.

—Yo me llamo Jamil. Tú eres de los nuestros, ¿verdad?

—¿Qué nuestros? Yo…

Jamil sacó fuera la cabeza del pequeño mueble en que estaba hurgando y miró a Alex con aire inquisidor.

—Eres italiano…, ¿no?

Alex casi tuvo miedo de responder.

—Pero ¿qué coño de preguntas me haces? ¿Te parezco chino?

—¿Vas de listillo, tío? ¿Eres italiano o no? ¿Finges que no entiendes?

La horda de encapuchados se detuvo enfrente de los surtidores de gasolina y un hombre que parecía el líder se apartó para volverse hacia los demás y gritar instrucciones. Ante cada parrafada en alemán seguía una respuesta que recordaba el énfasis de un coro militar.

Alex buscó en sus recuerdos algún asidero para responder a aquella pregunta, pero no había manera. Jamil, entretanto, había vuelto a meter la cabeza dentro del mueble y farfullaba: «Joder, si estaba aquí, tiene que estar aquí…».

—Oye… yo… creo que he perdido la memoria. ¿Quieres decirme dónde demonios estoy y qué está sucediendo?

—Es esta mierda de crisis. No me importa tu memoria. Solo quiero salvar mi culo. Están matando a todos, se dice que incluso han asesinado al Papa, y ahora quieren echar a todos los italianos.

—Pero ¿por qué a los italianos?

—¡Los italianos, tío! Los neutrales, como nos llaman. Pero ¿por qué coño te explico nada? Ve a hacerte matar, total, solo es cuestión de tiempo. —Y continuó buscando en el armario—. ¡Jo, aquí está! ¡Sabía que lo encontraría!

Alex se quedó tieso frente al mostrador viendo cómo Jamil sacaba una granada y la apoyaba junto al monitor del ordenador destrozado.

—¿Por qué todos hablan en alemán?

—¿Y qué lengua deberían hablar? Estamos en Milán, pringado, ¿lo sabes o no?

—¿Y en Milán se habla el alemán?

—El alemán y el italiano. Desde hace más de sesenta años.

Jamil sacudió la cabeza, se levantó y echó un vistazo por el escaparate a los encapuchados. Parecían listos para el asalto.

Alex miró alrededor, pero no había ni siquiera un baño donde refugiarse. No había ninguna escapatoria y, encima, todo lo dicho por aquel negro le sonaba absurdo. Claro que no lo sería si en aquella dimensión paralela del Multiverso la Segunda Guerra Mundial hubiera tenido un resultado distinto. Jamil hizo una mueca y le guiñó el ojo, luego cogió la granada y salió de la tiendecilla.

Alex lo miró a través de los cristales, mientras rogaba que no fuera a hacer aquello que precisamente parecía dispuesto a hacer.

—¡Comeos esta, asquerosos hijos de puta! —gritó a voz en cuello mientras arrancaba la espoleta y lanzaba la granada hacia los encapuchados.

Alex se quedó petrificado.

En cuanto el explosivo detonó y se elevó un coro de gritos de dolor y rabia, él salió del local y giró a la derecha, por detrás de la figura altiva de Jamil, que disfrutaba del espectáculo. Puso los pies en polvorosa, pero no pasó inadvertido a pesar de la capa de humo que envolvía el lugar.

Algunos supervivientes lo vieron y se lanzaron a perseguirlo. Alex saltó una hilera de matas como si fueran un obstáculo en una pista de atletismo y se lanzó a una huida desesperada. Solo se volvió cuando oyó una descarga de metralleta a sus espaldas y vio a lo lejos a Jamil cayendo abatido.

Corrió con más fuerza aún. Lo seguía media docena de encapuchados, más gordos, más viejos que él y quizá menos veloces, pero armados. Algunos disparos retumbaron mientras una voz aullaba:

Wir werden dich toten, italiano! —Sonaba como una expresión amenazante.

No pasaron más que unos segundos. El disparo que le dio en pleno muslo le arrancó un atroz grito de dolor. El proyectil le quemaba la carne como un tizón incandescente metido entre sus haces de nervios.

Sus perseguidores lo alcanzaron enseguida, mientras él se retorcía en el suelo con las manos ensangrentadas sobre la herida.

—¡Malditos cabrones! ¡Dejadme en paz, yo no he hecho nada! —gritó entre lágrimas, aterrorizado.

Seis encapuchados lo miraron en silencio. Después uno de ellos habló con otro, susurrando algo incomprensible.

Luego extrajo un largo cuchillo de la funda que llevaba al cinturón.

La hoja que atravesó el pecho de Alex entró lentamente. Se hundió en la carne mientras a él, tendido en el suelo, se le desorbitaban los ojos. Se quedó sin aliento y vio que el mundo se volvía plano y gris. El dolor de la pierna desapareció. En pocos segundos toda sensación corporal fue envuelta en un abrazo gélido.

El rostro de Jenny estaba sobre él, como una visión que cubría el cielo. La sangre brotaba de su pecho y se derramaba sobre el asfalto mientras los seis agresores se alejaban. El estallido de una bomba, atenuado y sordo, fue el último sonido que Alex consiguió distinguir. El reflejo del sol sobre las olas del océano fue la última imagen que lo acompañó.

Luego la nada.

De repente se abrió una puerta a espaldas de Jenny, sobresaltándola.

—Eh, tú, ¿no has oído el aviso? —preguntó un sesentón, con el delantal aún puesto. Debía de ser el encargado del bar.

—Sí… señor. Estoy yendo a casa.

—Entonces apártate de mi escaparate. Tengo que cerrar. Todos tenemos que cerrar.

Jenny se alejó sin responder. Empezó a correr, sin saber adónde ir ni cómo ponerse en contacto con Alex. Intentó concentrarse, pero ya no percibía su pensamiento.

Atajó por un par de callejas desiertas en el corazón del barrio. Las avenidas principales sin duda estaban más vigiladas por los militares, se habría arriesgado mucho dejándose ver aún por ahí. Miró alrededor mientras caminaba. De vez en cuando vislumbraba gente que llegaba a la carrera a un portal y desaparecía en el interior. Varios encargados de locales estaban cerrando, mientras también en las fachadas de los palacetes las ventanas estaban todas cerradas y las persianas bajadas.

Cuando pasó junto al escaparate de una tienda de electrodomésticos, vio un televisor de pantalla plana que encima tenía un cartelito de FULL HD - SUPER OCASIÓN sintonizado en un telediario. El audio estaba desactivado, pero la inscripción EDICIÓN ESPECIAL y el encuadre de un tanque bastaron para que Jenny entendiera que había sucedido algo grave.

Echó a correr, preguntándose qué habría sido de Alex. ¿Por qué no la había reconocido y la había tratado con aquella brusquedad?

Ahora estaba sola.