22

—ALEX…

La voz le penetró en la cabeza de repente, mientras el reloj colgado en la pared del aula marcaba la una menos cuatro minutos. La última hora de clase casi había terminado. La voz de Jenny le resultó tan clara y nítida, tan cercana…

—Te siento. Existo, Jenny. ¡Estoy aquí!

—Estoy temblando…

—¿Dónde estás?

—En Milán. Acabo de salir del aeropuerto, he cogido un tren que me llevará al centro de la ciudad.

—Bien. Llegarás a la parada de Cadorna. Baja allí y te estaré esperando. Dentro de unos minutos saldré de la escuela e iré a buscarte.

—¿Nos reconoceremos?

—Estoy seguro.

Mientras se comunicaba con el pensamiento, Alex continuaba mirando el reloj. La profesora lo miraba cada tanto, frunciendo el entrecejo. Pero el Alex de aquella dimensión tenía un promedio de ocho en Filosofía. Se le podía conceder incluso una clase despistado.

«Estará enamorado», pensó la profesora, no tan alejada de la realidad.

Una vez fuera del edificio, Alex echó a correr hasta la parada del metro de Loreto. Subió al primer tren de la línea verde. En el vagón, los pensamientos se le amontonaron de manera confusa. Estaba a punto de encontrar a la muchacha que había vivido en sus pensamientos desde que tenía memoria.

Entonces ocurrió algo singular. Un muchacho de pelo rizado que llevaba un libro de Isaac Asimov e iba apoyado contra las puertas, levantó los ojos y dirigió una mirada torva a Alex sin motivo aparente. «También en este mundo las costumbres son las mismas, la gente se mira mal sin razón», pensó él, y repentinamente se imaginó que el libro caía de las manos del joven. Un par de segundos después, el muchacho dejó caer la novela al suelo. Sacudió la cabeza, asombrado de su despiste, se inclinó para recogerla y, enarcando las cejas, continúo con su lectura.

Tras bajar del tren en Cadorna, Alex cogió la escalera mecánica para subir al vestíbulo de la estación. Delante de él, dos muchachas iban hablando animadamente sobre un tema, bastante fútil: la elección del local para el sábado por la noche. Alex cerró los ojos e imaginó que las dos muchachas se abrazaban. Un instante después una abrazó a la otra súbitamente:

—¿Por qué has hecho eso? —se asombró esta.

La primera se encogió de hombros dándole a entender que no tenía idea de lo que había sucedido.

«¿Ha ocurrido de verdad o solamente lo he pensado?», se preguntó Alex. No conseguía comprender si lo que estaba ocurriendo en torno a él era real o, en cambio, algo reconstruido por su mente, como el recuerdo de algo que nunca ha ocurrido.

Cuando se encontró frente a los indicadores luminosos de Llegadas, el corazón se le aceleró. El tren procedente de Malpensa estaba previsto para las 13.30. Faltaban diez minutos.

Alex se dirigió hacia el andén; todo a su alrededor parecía muy similar a la realidad de la cual provenía. La estación estaba bastante abarrotada. Docenas y docenas de personas eran presa de los ritmos frenéticos de la metrópolis.

De pronto, un cincuentón, abriéndose paso entre el gentío, tropezó y empujó a Alex, pero prosiguió sin pedir disculpas. Pocos instantes después, el muchacho cerró los ojos y vio al mismo hombre haciendo subir a una prostituta a su coche, para darle unos billetes y luego hacer que le desabrochara los pantalones. Se sacudió esa visión.

—¿Qué está sucediendo aquí? —exclamó mientras seguía al hombre con la mirada. Su mente le estaba jugando malas pasadas y ya no conseguía distinguir entre imaginación y realidad.

Un rápido vistazo al reloj de la estación le indicó que faltaban pocos minutos para la llegada del tren.

Sentada cerca de la ventanilla, Jenny miró el móvil, que por precaución había apagado, y pensó en su madre. Debía de estar preocupadísima. Recordó sus teorías a propósito del plano espiritual de la vida y los designios del destino, que no dejaban lugar a la casualidad. Según decía, había una razón superior detrás de cada encuentro, en especial detrás de aquellos que podían parecer simples golpes de suerte. Sin embargo, Jenny estaba segura de que las convicciones de su madre no le habrían servido para tranquilizarse cuando descubrió que su hija se había escapado a Italia.

Se volvió hacia los asientos de la izquierda y vio a una mujer dando una bofetada a un niño. Parecía furiosa.

—¡No te atrevas a llorar! —le chilló al pequeño.

Jenny cruzó su mirada con la del niño, que había vuelto la cabeza hacia la derecha.

—Mamá, ¿quién era esa mujer que estaba ayer con papá?

—¿De qué hablas?

—Cuando estabas en el trabajo papá me acompañó al campo de fútbol y luego se marchó con una mujer rubia. Los vi darse un beso. ¿Quién es?

—¿Qué dices? ¡No te inventes historias! Y ahora cállate, y termina la cena.

Jenny sacudió la cabeza y se restregó los ojos mientras un estremecimiento la paralizaba.

—¿Qué…? —balbuceó, pero se quedó bloqueada.

No había sido una fantasía o un pensamiento extraño. Acababa de ver, estaba segura. Como si aquel niño hubiera querido hacerle ver algo.

«¿Qué demonios me está sucediendo?».

La megafonía del tren anunció primero en italiano y luego en inglés la llegada a la estación de Cadorna.

La emoción que experimentaba iba en aumento. No era comparable a la sensación experimentada en el muelle de Altona, cuando aún las dudas le colapsaban la mente. Ahora estaba más cerca que nunca el encuentro que esperaba desde hacía cuatro años.

O que quizás había esperado siempre.