21

MARCO estaba calentando pan en el microondas y reflexionaba sobre las palabras de Alex. Imaginaba a su amigo tumbado en la playa, boca arriba y los ojos fijos en el cinturón de Orión.

El rumor procedía de la sala y llamó su atención, haciéndole abrir los ojos. Un zumbido de fondo, continuo y fastidioso, como la señal de una línea perturbada por interferencias.

Marco condujo la silla de ruedas hacia la sala.

—¿Qué demonios…? —exclamó en cuanto vio una imagen a toda pantalla en el portátil.

La transmisión estaba distorsionada por líneas horizontales blancas y negras que pasaban de arriba abajo. El encuadre estaba fijo en un sillón de piel negra. Más allá, una tabla de madera sostenida por dos caballetes y llena de papeles y libros.

Un viejo apareció en escena y fue a sentarse. La débil luz de la habitación se reflejó sobre su nuca calva mientras se abotonaba un jersey hasta el cuello.

Mirando a cámara, comenzó a hablar.

«El Multiverso está a punto de ser destruido».

«¡Es él!», pensó Marco sobresaltado.

«Memoria existe».

Becker hizo una pausa, mirando alrededor. La transmisión empeoraba. La imagen aparecía a saltos y se oscurecía.

«En el momento en que se anulen las conciencias, Memoria será la única y última alternativa».

«Pero ¿qué significa?», se preguntó Marco.

«El día final está cerca».

Un escalofrío recorrió al muchacho mientras la pantalla volvía a ponerse negra. El breve y lapidario mensaje de Becker había terminado. La ventana del lector multimedia se cerró y dejó sitio al fondo de escritorio, una foto de la bandera americana plantada sobre el suelo lunar.

—El día final… —repitió Marco sin inflexiones, la mirada abstraída.

Luego movió el ratón y volvió a abrir el programa, buscando en la cronología el archivo recién reproducido.

No había ni rastro del vídeo.

Una rápida mirada al cuaderno de notas junto al teclado del Mac le devolvió a la mente aquel nombre: «Memoria». Cogió el bolígrafo y escribió: «En el momento en que se anulen las conciencias, Memoria será la única y última alternativa».

Marco se quitó las gafas, las apoyó sobre la mesa y levantó la mirada hacia el techo, espantado y confuso. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba mucho más ansioso por el destino de su amigo que por la revelación apocalíptica del hombre.

«¿Cómo demonios puedo hacer para advertirle?», pensó antes de accionar la silla hacia la cocina. El pan se había carbonizado. Marco renunció al tentempié y arrojó las rebanadas en la bolsa de la basura. Luego apagó la luz y condujo la silla hacia el dormitorio.

«El día final…», las palabras de Becker continuaron resonando en su cabeza mientras hacía fuerza con los brazos para levantarse y arrastrarse hasta la cama. Se sentía cansado, flojo y asustado. La de Thomas Becker sonaba como una verdadera profecía.

Sentado con las piernas cruzadas en la playa de Altona, Alex estaba ensimismado. Estaba oscureciendo, el sol era un gran disco anaranjado en la línea del horizonte. El mar estaba en calma, el cielo límpido. «Esta noche veré otra vez el cinturón de Orión», pensó.

En el mismo momento Jenny tenía la cabeza apoyada contra la ventanilla del avión y de vez en cuando lanzaba un vistazo hacia la pantalla de vídeo. Daban El show de Truman, pero la conocía de memoria. Tenía sueño. Continuaba bostezando, pero no conseguía dormirse. Le dolían las piernas y no veía la hora de aterrizar.

Marco, en cambio, acababa de despertar. Un par de horas de sueño era lo máximo que lograba concederse. Cuando volvió a la silla, el primer pensamiento fue al videomensaje de Becker. Era preciso advertir a Alex. Pero ¿cómo?

Entró en la sala con el mando a distancia verde en la mano. Apretó un botón y las ventanas empezaron a subir. El cielo estaba gris, la típica jornada invernal milanesa. Acercó la silla a los ordenadores y apretó la tecla de encendido de cada uno.

Cuando los sistemas se iniciaron, notó que el indicador del wifi daba cero marcas sobre cuatro de recepción de la señal.

«¿Qué sucede?». Se desplazó con la silla al lado opuesto de la mesa, donde estaba el nudo gordiano telefónico. Se inclinó hacia delante para echar un vistazo. Los pilotos de la señal wifi estaban apagados.

Bufando, sacó el móvil del bolsillo de la sudadera y marcó el número verde de la asistencia. Una voz automática le respondió: «En este momento todos nuestros técnicos están ocupados. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde».

—¡Joder! —exclamó Marco y apretó con fuerza el stop rojo del móvil.

Una ráfaga de viento cálido envolvió a Alex. Permanecía sentado con las piernas cruzadas en la playa de Altona desde hacía dos días.

Un aislamiento interrumpido por poquísimas pausas. El día anterior se había hecho preparar unos bocadillos en un bar, había comprado varias botellas de agua y llenado su mochila para no tener que moverse de la playa. Necesitaba anular todo estímulo externo, sumirse en un estado contemplativo que, según él, le daría la solución al problema. Estaba decidido, pues, a dedicarle todo el tiempo necesario, aunque no era en absoluto fácil y, además, tampoco tenía muy claro qué debía hacer y cuál era su objetivo real. Pero una nueva seguridad parecía guiar sus acciones: la idea de que cualquier acontecimiento, cualquier gesto suyo, no era casual.

Cuando también la luna comenzó a surgir sobre el mar dejando una estela de luz sobre el agua que llegaba hasta él, Alex empezó a escrutar el cielo con más atención.

En el manto negro que dominaba el océano, la constelación que esperaba ver empezó a brillar. Con una forma similar a una clepsidra, Orión comenzó a resplandecer en el firmamento. El cinturón constituido por las tres estrellas cercanas estaba delante de él.

Mientras Jenny aterrizaba en el aeropuerto de Malpensa, el muchacho finalmente consiguió encontrar la clave. El torbellino arrastró su pensamiento lejos de aquella visión. Desprendió con violencia la mente del cuerpo, que cayó hacia atrás en la arena. Fue como un viaje a través de una rapidísima secuencia de rostros y paisajes. Sintió retumbar un coro de gritos, lamentos, llantos y risas… y tuvo la sensación de precipitarse como un bólido dentro de un túnel hasta que todo desapareció. El estruendo terminó de golpe. El silencio lo envolvió.

En torno a él, todo estaba negro.

«¿Dónde estoy?».

Transcurrieron unos minutos. Ninguna percepción de la realidad circundante.

De pronto, un resplandor caliente, cada vez más cercano e insoportable. Le parecía hacer todo el esfuerzo posible para enfocar lo que tenía enfrente, pero ningún color, ninguna forma, nada de nada era nítido a los ojos de su mente. En realidad, aún no estaba mirando.

Su primera percepción real fue el lejano tañido de una campana. Repiques, uno tras otro. Su mente empezaba a habituarse a la sensación de calor, mientras los primeros rumores del exterior comenzaban a sucederse.

Alex abrió desorbitadamente los ojos. Una luz cegadora le impidió ver dónde se encontraba. Trató de enfocar, pero las sensaciones corporales llegaron todas juntas. Alex empezó a sentir las articulaciones y el movimiento de los brazos mientras el ambiente tomaba forma a su alrededor. Ante sus ojos comenzaron a hacerse nítidos unos azulejos blancos. También el olfato percibía los primeros olores y el oído captaba voces a lo lejos.

Una de estas se hizo cada vez más cercana.

—¿Te mueves o no? —le dijo.

Consciente de que desplazaba la cabeza hacia su izquierda, Alex se volvió y vio a un muchacho pelirrojo, en chándal. Lo miraba con aire interrogativo.

—Tenemos Filosofía. ¿Quieres mover el culo?

Alex abrió los ojos y echó un vistazo alrededor. «¡Estoy en un vestuario!». Acto seguido se levantó y siguió a su compañero.

A medida que avanzaba por los pasillos de la escuela, su mente recibía una miríada de informaciones, como si hubiera despertado después de un coma o recuperado la memoria tras un grave accidente.

Recorrió el trayecto hasta su aula. Le parecía conocer aquellos pasillos de toda la vida. Con la misma desenvoltura se sentó en el pupitre al fondo de la clase. Lo hacía todo con naturalidad y, al mismo tiempo, con asombro.

Mientras la profesora cerraba la puerta y saludaba a los muchachos, Alex bajó la mirada a su ropa. Llevaba un chándal gris, zapatillas de gimnasia y una camiseta negra con la inscripción PARENTAL ADVISORY.

Su mente le informó de que acababa de terminar la hora de gimnasia. Habían jugado un partido de voleibol en el gimnasio. El equipo de Alex había perdido, pero él recordaba perfectamente un par de tapones con que había evitado sendos mates de un compañero de clase llamado Stefano, que no le caía demasiado simpático.

Su mirada fue precisamente hacia ese rival, mientras la profesora de Filosofía pedía a una compañera que leyese un pasaje del libro de texto. Stefano se volvió para devolverle una mirada desafiante.

«¡Me acuerdo de este chico! Nos dimos de puñetazos en el pasillo, tuvo que intervenir el bedel para separarnos…».

Alex mantuvo los ojos clavados en los del muchacho mientras su memoria repescaba elementos de un mundo aparentemente desconocido. Intentó explorar en busca de otros detalles de una vida que evidentemente le correspondía solo en parte.

No había ni rastro de Marco.

Quizá no había tomado parte en el torneo de videojuegos y no se habían conocido. O acaso no había habido ningún torneo. En cambio, sus padres estaban presentes en los recuerdos y parecían llevar una existencia bastante similar. Él vivía en Viale Lombardia, practicaba los mismos deportes —baloncesto y tenis— y con un rápido examen de sus gustos musicales se dio cuenta de que no había demasiada diferencia entre la vida de su alter ego y la suya.

Aparte de Marco, pues, muchos aspectos de aquella dimensión paralela eran del todo similares a la de partida, si no idénticos. Pero había una diferencia fundamental, Alex lo sabía bien: si el viaje lo había llevado al sitio justo, en aquella realidad Jenny estaba sana y salva.

Por su parte, mientras Alex se familiarizaba con su mundo alternativo, Jenny pasaba por el control de aduanas del aeropuerto de Malpensa.