CUANDO Alex llegó al hotel, ya tenía la ropa pesada y pegajosa. El recepcionista torció el gesto cuando miró cómo dejaba las huellas de los zapatos mojados en las alfombras rojas de la entrada.
Subió al ascensor y empezó a toser. El espejo le devolvió la imagen de su rostro morado.
«Enfermaré, joder».
Entró en su habitación. Dejó caer la mochila junto a la cama, se quitó los vaqueros y la camiseta empapados y los tiró al suelo, quedándose en calzoncillos. Luego sacó el móvil de la mochila y trató de encenderlo. No había nada que hacer, ni siquiera el cargador logró que arrancara. No era un problema de batería. El agua había penetrado en los circuitos. Alex palpó con la mano el interior del bolsillo de la mochila y constató que estaba empapado.
—¡Mierda! —exclamó mientras se dirigía al teléfono fijo sobre la mesilla—. Esto me costará caro, paciencia… —murmuró mientras levantaba el auricular y pulsaba 0. Había línea. Ahora solo quedaba acordarse del número de Marco.
«Marco me enseñó un truquito para recordar de memoria su número. Veamos… El prefijo de Italia es 348… y luego… ¡ah, sí! El año de la victoria en el Mundial de España al revés: 2-8-9-1. ¿Y después?».
Alex miró alrededor. El mobiliario refinado y elegante del hotel distaba mucho de sus gustos. Una Virgen con niño descollaba en el centro de la pared, sobre el televisor de pantalla plana. Las cortinas eran blancas, bordadas. La manta de la cama, beige, estaba adornada con escenas de caza estilizadas, semejantes a algunas pinturas rupestres que había visto en un aburrido documental proyectado en el anfiteatro del instituto.
«¡Eso es! ¡El número de la policía norteamericana: 911! ¡Vamos allá!».
Marcó el número y permaneció a la espera, con la mirada clavada en el menú para los pedidos en la habitación, nada económicos.
—¿Sí? —atendió Marco con un tono de desconfianza.
—¡Soy yo! ¡Alex! ¡Gracias a Dios que te encuentro!
—¡Alex! ¿Dónde creías que iba a estar? Dime, ¿cómo va todo? ¿Dónde estás? ¡No te imaginas lo que me ha ocurrido!
—Estoy en un hotel. Mi móvil se ha jodido. Así que de ahora en adelante no estaré localizable. Escucha: he desentrañado la frase de Jenny, sé qué es el cinturón… Pero ¿qué ha sucedido?
—Esto es un follón de padre y señor mío. Creo que estás en peligro, pero no sé mucho más.
—¿A qué te refieres?
—Escúchame. He hablado con una persona, una persona que tiene respuestas para nosotros.
—¿Respuestas para qué preguntas?
—Escúchame, me temo que el asunto es chungo. Esta persona me ha dicho que debes encontrar algo llamado Memoria antes de que sea demasiado tarde. No me preguntes qué es, no tengo ni idea. Quizá sea un lugar. Ha dicho que lo encontrarás, ha dado a entender que es un sitio accesible a los que son como Jenny y tú.
Marco contó cómo había entrado en contacto con Thomas Becker y las explicaciones que este le había proporcionado. Al parecer, el viaje entre las dimensiones generaba un poder especial, un poder reservado solo a quienes estaban en condiciones de acometer esa experiencia.
—¿Qué ridiculez es esa? ¿Por qué deberíamos encontrar una vía de salvación, y de qué? ¿Te ha dicho algo más? —preguntó Alex, desconcertado.
Marco vaciló un instante antes de responder. Becker le había dicho que morirían: «Pueden salvarse, pero la muerte los alcanzará igualmente». Marco no quería revelarle eso a su amigo. O quizá no estaba dispuesto a creerlo.
—No me ha dicho nada más… pero cuéntame qué has descubierto.
—Se trata del cinturón de Orión, esas tres estrellas cercanas que se ven a simple vista… Creo que quería decir que debo esperar a la noche. Y a que el cielo esté sereno. Ahora está dejando de llover. Quizá mañana… Claro que no tengo ni idea de qué deberé hacer.
—«Nuestra mente es la clave», dijo la niña en tu visión. Quizá debas encontrar la concentración para… «viajar», ¿no?
—Es probable. Por tanto, el viaje…
—¡… te conducirá a ella!
—Pero ¿por qué me preguntó si me acordaba? ¿Qué debo recordar?
—Pues Jenny y tú estáis ligados desde hace mucho, muchísimo tiempo, así que…
Alex se despidió de su amigo y se volvió sobre la mullida manta. Semidesnudo, con los músculos doloridos y el cuello adormecido, alargó un brazo para apagar la luz. Cerró los ojos, abandonándose a la oscuridad.
Sin embargo, no consiguió descansar.
Una imagen le volvía una y otra vez a la mente: el colgante de Jenny. El Triskell. Su colgante mágico.
Apretó los párpados como esforzándose, con el símbolo celta bien nítido en la mente.
—¡Escúchame, te lo ruego! —pensó intensamente, y lo repitió varias veces.
Jenny estaba sentada en el escritorio, con el libro de ciencias abierto delante y el lápiz entre los labios. La voz de Alex le llegó con la furia de un tren, la embistió de lleno y le hizo dilatar las pupilas. Se sujetó al borde de la mesa con ambas manos.
—¡Otra vez no! ¡Basta! Déjame en paz, te conjuro. ¡No existes!
—¡Sí existo, Jenny!
—¡No! Vete, ya no quiero hacerme ilusiones. No estoy enferma.
—¡Ninguno de los dos lo está! Escúchame, escúchame esta vez. He visto tu colgante. No sé si aún lo llevas… pero ¡lo he visto! Es un Triskell, un símbolo celta.
Jenny se quedó aturdida. Delante de ella, la pantalla del ordenador apagado parecía un espejo oscuro que le devolvía su imagen alterada. En el cuello, como siempre, la cadenita de la que pendía el colgante. Su amuleto de la suerte.
—¿Cómo lo sabes?
—Deja de creer que estás loca. No es así. Te pido que confíes en mí, y que hagas una búsqueda. Yo me llamo Alessandro Loria y vivo en Milán, Italia. Debo de estar, en alguna parte de tu mundo. Búscame, Jenny…
La voz de Alex se debilitó. Sus últimas palabras se perdieron en un eco lejano.
Jenny siguió pensando una pregunta, sin saber si Alex la había oído o no.
—¿Qué quieres decir con «en alguna parte de tu mundo»?
Se levantó, salió de la habitación y se apresuró hacia el baño. Cuando estuvo frente al espejo, apoyó las manos sobre el borde del lavabo y se miró intensamente.
—¡No estoy loca! —se gritó a sí misma.
Luego volvió al cuarto y encendió el MacBook. Comenzó a buscar el nombre de Alex en internet. «Es italiano, como mi madre», pensaba mientras clicaba con frenesí. Encontró decenas de contactos en Facebook, algunas respuestas en blogs deportivos, varios enlaces que no se abrían. La mayoría de las imágenes no se correspondía en absoluto con las visiones que había tenido en el pasado, durante los desvanecimientos. Otros avatares representaban a futbolistas, personajes del cine o los tebeos. Las correspondencias en los blogs no estaban conectadas a ninguna cuenta de correo electrónico.
Después de una hora y media de vanos intentos, la mirada de la muchacha se encendió de repente. Entre los distintos enlaces en la decimoquinta página de la búsqueda de Google, uno conducía al sitio de un equipo juvenil de baloncesto. Jenny lo abrió. El corazón empezó a latirle con fuerza: en el grupo de jugadores, una de las fichas ponía «Alex Loria, quinta de 1998». También había una foto de baja resolución del muchacho con atuendo de entrenamiento y aquel mechón rubio que Jenny, en algunos confusos momentos durante los primeros ataques, había logrado identificar.
—Jolín, este parece de veras él…
Su mirada estaba como hipnotizada por aquella imagen. La edad y el aspecto correspondían. Jenny clicó sobre el recuadro «Contáctanos» y cogió el teléfono, nerviosa y agitada. Acto seguido marcó el número de la sede del club.
—Polideportivo Senna, buenos días… —Una voz graznante salió de sopetón del auricular.
—Buenos días, señora… —empezó Jenny con su italiano de fuerte acento extranjero—. Necesitaría una información.
—Dígame.
—Buscaba el número o la dirección de un muchacho que juega en vuestro equipo de baloncesto. Alex Loria.
—¿Alex Loria? ¿El capitán? Lo siento, no podemos dar ningún dato personal por teléfono.
Jenny arrugó el entrecejo.
—¿Puede decirme al menos en qué ciudad vive?
—Chica, el código que has marcado es el cero dos. Los jugadores son todos de Milán, aparte de alguno que vive en los alrededores. ¿Algo más?
Jenny cerró los ojos, segura de que aquella información era suficiente.
—Muchas gracias —dijo antes de colgar.
No había necesidad de mayores indagaciones. Alex era el capitán de un equipo de baloncesto que formaba parte de un polideportivo milanés. Tenía su misma edad. Los datos que le había proporcionado coincidían perfectamente. No estaba loca, no sufría trastornos psíquicos, no se lo había inventado todo.
Alex existía. Y a ella le correspondía encontrarlo.