16

CUANDO Jenny volvió a abrir los ojos estaba en el suelo, junto a los lavamanos, en el lavabo de mujeres. Las paredes eran blancas, frías, silenciosas y anónimas: un marco propicio para extraviar la propia identidad sin distinguir ya el delirio de lo real. Jenny se llevó una mano a la frente, segura de que tenía fiebre. Luego levantó la mirada y se encontró con una compañera de clase, Olivia Stamford. Estaba inclinada sobre ella, con una diadema deportiva sobre la cabeza encima de su espeso pelo rizado y la montura de las gafas torcida.

—La profe se está preguntando si te has arrojado por la ventana por culpa de tu desastrosa prueba —bromeó la amiga.

Jenny se sentía exhausta y le costaba encontrar una respuesta. La idea de sonreír por el sarcasmo de Olivia no le pasó por la cabeza. Bajó la mirada.

—Pero bueno, ¿qué te pasa? —La amiga la ayudó a levantarse y le apoyó las manos en los hombros—. ¿Te encuentras bien? Estás pálida.

—Sí… sí, no te preocupes. Vamos a clase.

Cuando volvió al aula, sus compañeros estaban en su sitio. Las habituales caras de siempre. Detrás del escritorio, la profesora le lanzó una mirada interrogativa.

Jenny se sentó en su pupitre, aturdida. Continuó durante toda la clase pensando en aquel torbellino de emociones, formas y sonidos. Le parecía haber pasado a través de él.

En aquellos pocos minutos antes del timbre, Jenny recordó aquel extraño retrato del salón. Su padre, fallecido. El aula con compañeros desconocidos. Y la incongruente fuente en el patio.

«¿Qué me está sucediendo?».

En cuanto estuvo en casa, Jenny dejó caer la mochila en la entrada y se arrojó en el sofá, sin fuerzas. Permaneció allí un momento, casi temiendo dormirse de nuevo. Luego subió al piso de arriba y fue al baño, demorándose un momento delante del espejo.

—Un baño caliente —dijo a su imagen reflejada—. Eso es lo que necesito. Caliente y perfumado.

Abrió el grifo del agua caliente de la bañera y empezó a desvestirse lentamente, dejando las prendas sobre la cesta al lado de la lavadora. Luego cogió unas bolitas de un frasco de vidrio que había sobre una repisa. Se las llevó a la nariz para sentir el olor de la lavanda y las dejó caer en el agua. Después encendió dos velas y apagó la luz; un estremecimiento la hizo temblar.

Poco más tarde, sumergida hasta el cuello, finalmente cerró los ojos. El delicado perfume la envolvió y la mimó como un abrazo materno. Una de las terapias antiestrés más eficaces que conocía.

El baño caliente le devolvió la serenidad. Cuando salió del agua respiró profundamente y le pareció que el peso que le oprimía el pecho se había disuelto, al menos en parte.

Envuelta en un albornoz blanco, se dirigió hacia su dormitorio. Las fotografías de las primeras victorias como nadadora de competición colgaban de la pared a lo largo de todo el pasillo del primer piso. «Un buen botín de oros», solía decir en broma. Su padre, Roger, estaba orgulloso de ella y esta era sin duda su mayor satisfacción. Una vez en su habitación, acomodó dos cojines contra la cabecera de la cama, se recostó y apoyó la cabeza. Aún la sentía un poco pesada.

Cogió el mando del cajón de la mesilla y encendió el estéreo. La música se difundió por la habitación. Era un tema de Sarah McLachlan que adoraba: In the Arms of the Angel. La lluvia repiqueteaba sobre la ventana mientras la delicada voz de la cantante canadiense hacía de banda sonora a aquella lúgubre tarde.

Jenny se levantó y dejó caer lentamente el albornoz. Se quedó desnuda frente al espejo del armario, observando su cuerpo atlético de piel dorada. Luego empezó a mirar alrededor. La puerta estaba entornada y se hallaba sola en casa. Pero, por una razón que no sabía explicar, se sentía observada.

El torbellino.

Una serie de lamentos, palabras, formas indistintas y gigantescas. Millones de voces se concatenaban, mezcladas con imágenes inasibles que giran en la cabeza como en una terrible centrifugadora de sentimientos y visiones.

Pocos instantes.

Luego, el silencio.

Los ojos de Alex enfocaron la realidad circundante. Las casas de Blyth Street, enfiladas, todas similares entre sí, tan tradicionalmente previsibles. La lluvia incesante tamborileaba sobre los tejados y anegaba las plantas de los jardines interiores. Cuando miró adelante, Alex no distinguió nada. Solo la borrosa carretera. Un letrero en las proximidades del cruce a cincuenta metros ponía BLYTH STREET. Pero al final de la calle no estaba la rotonda con los árboles sacudidos por el viento que había notado antes. Solo había un semáforo que regulaba un cruce normal.

«¿Qué significa esto?».

Se acercó a la cancela de la casa de Mary Thompson. Leyó la plaquita del buzón: GRAVER.

Alex sintió el miedo como una navaja rozándole el cuello, pero al mismo tiempo estaba sorprendido y excitado. Avanzó, si bien no tenía ninguna percepción física del desplazamiento. Cuando se encontró frente a la cancela, la cruzó. No había necesidad de abrirla. Otro tanto hizo con la puerta de entrada. En pocos instantes estuvo dentro de la casa.

«He pasado a través de la puerta…».

El mobiliario era diferente del que recordaba. Ya no estaba el cuadro de la tierra vista desde la luna: la pared se veía desnuda. Alex subió un tramo de escaleras. En el piso de arriba entrevió una puerta entornada. Las paredes del pasillo estaban llenas de fotos de, por este orden, una muchacha de pelo castaño con un trofeo en la mano; una muchacha en traje de baño en el peldaño más alto de un podio; una muchacha con gorra y un hombre chocando esos cinco, los rostros radiantes, con las manos libres sosteniendo los extremos de una cinta de colores de la que pendía una medalla de oro.

Alex prosiguió hacia la puerta entornada. La tensión estaba por las estrellas, pero no sentía que el pecho le estallara de emoción. No tenía ninguna sensación corporal. La ansiedad era solo una idea a la cual no correspondía ningún síntoma físico.

Cuando llegó a la puerta, en un instante atravesó el umbral con la mirada.

Jenny estaba frente al armario, desnuda. Miraba alrededor, parecía espantada. Era ella. Él lo sabía. El albornoz blanco estaba en el suelo, a sus pies. El cuerpo de la muchacha era una visión al mismo tiempo sorprendente y hechizante. La figura esbelta, las piernas atléticas, la piel dorada y el pecho firme subyugaron la mirada de Alex. El pelo castaño, aun mojado, caía sobre su ancha espalda de nadadora. Sus ojos no podían engañarlo. Ya lo había visto. Ya la había soñado.

—Estoy aquí…

No tuvo tiempo de pensar nada más. El torbellino lo atrajo hacia sí.

Cuando volvió a abrir los ojos se hallaba en el suelo, al borde de una calzada. Seguía lloviendo y sus ropas estaban empapadas. El cielo estaba negro, como si ya fuera de noche. Algunos coches pasaban veloces por su lado. Alex se arrastró por la acera hasta el muro de un edificio y se levantó. El agua le empañaba la visión, le resultaba difícil distinguir a su alrededor. En la boca sentía el sabor de la sangre.

Achicando los ojos logró distinguir su mochila. La recogió y abrió el bolsillo exterior en busca del móvil. Lo encontró e intentó encenderlo. Debía hablar sin dilación con Marco, pero la pantalla se negaba a activarse.

—¡Muévete, joder! —gritó. No había nada que hacer. Quizá se había descargado la batería, pero era más probable que el agua hubiera entrado en los circuitos dañándolos irremediablemente.

Miró alrededor, desconsolado, y atisbó un letrero de neón azul y rosa, al final de la calle. Se veía borroso a causa de la incesante lluvia, pero Alex consiguió leer INTERNET POINT.

Pocos instantes después estaba hablando con su amigo a través de unos auriculares gastados y un chafado micrófono que tenía que sostener en la mano. El encargado del locutorio, un muchacho indio, lo miraba con recelo.

—Alex, ¿entiendes qué quiero decir? —Marco siempre quería que a Alex le quedara claro por dónde iban sus hipótesis—. Esto solo puede significar una cosa —continuó.

Su voz sonaba fuerte y clara. Con el móvil averiado, quedaba una sola manera de comunicarse con Marco: contactar con él por Skype. Alex estaba sentado en un rincón de la sala, junto a un muchacho bastante gordo y una mujer de rasgos orientales.

En Italia eran cerca de las diez de la mañana cuando el software se había abierto en el portátil. Marco estaba leyendo los periódicos. Por la ventana se filtraba una pálida luz que iba a reflejarse en la taza de té humeante que había sobre la mesa de trabajo.

Desde el PC del locutorio no era posible activar la videollamada, pero el audio era bastante decente. El muchacho notó las miradas de las personas sentadas a su lado. Quizá lo observaban porque estaba empapado de la cabeza a los pies. El mechón rubio caía sobre la frente y seguía goteando, mientras las ropas se habían vuelto pesadas y frías.

—Has estado en su mundo, has ido más allá de tu dimensión, con la mente.

Alex reflexionó un momento en las palabras de su amigo.

—Es la sensación que he tenido —asintió—. La de desprenderme del cuerpo; solo existía con mi mente.

—Así pues, posees la capacidad de atravesar el umbral entre dos mundos —meditó Marco casi para sí. Hasta poco tiempo antes, aquello no era más que una suposición bastante descabellada—. No sé cómo lo has conseguido, lo único claro es que tu cuerpo no estaba del otro lado.

—Y no tuvo nada que ver con cuanto sucedía en este mundo, en la casa de Mary Thompson. Marco… he visto a Jenny, la niña de seis años, y ella me ha hablado.

—¿Cómo?

Alex contó a Marco la visión que había tenido en el salón de la casa de la antigua chacha y de cómo él había corrido fuera para luego encontrarse en plena tormenta, antes de perder el conocimiento. Le refirió la frase de Jenny: «¿Te acuerdas, Alex? Para viajar mirábamos el cinturón».

Marco guardó silencio unos segundos, mientras la comunicación era perturbada por un zumbido intermitente.

—No te oigo bien —fueron las últimas palabras que Alex consiguió captar antes de que la comunicación se interrumpiera. Trató de restablecerla, pero vio que el ordenador se había apagado y, mirando a las otras personas presentes en el local, comprendió que no era solo un problema suyo.

Se levantó, pagó y se marchó. Llamaría a Marco más tarde. En la calle lo embistió una ráfaga de viento frío. Sacó el lector MP3 y se puso los auriculares. El arpegio introductorio de Getting Better de los Tesla empezó a sonar en sus oídos. Las primeras palabras de Jeff Keith, dedicadas a la lluvia, parecían describir algo muy similar a su situación: en efecto, el agua caía sin pausa y él estaba empapado y hambriento.

Jenny se vistió deprisa. Luego descendió a la planta baja. Presa de la agitación, entró en la cocina y se sentó a reflexionar sobre lo que había ocurrido. Había alguien en la habitación con ella. Estaba segura. No era una alucinación. Era una persona.

«Estoy aquí…». Las palabras retumbaban en su cabeza. Las había oído de manera nítida. Era la voz de Alex.

Jenny se levantó de nuevo, se acercó a los hornillos y abrió una hoja del mueble de cocina. Cogió una bolsita de manzanilla y activó el hervidor.

«Debo calmarme —se dijo—. Nada de esto existe. Está solo en mi cabeza».