15

MIENTRAS Alex salía de la casa de Mary Thompson, Jenny era enviada de nuevo a su sitio después del control de Matemáticas.

Un completo desastre. Volvió a su pupitre después de haberse puesto en ridículo ante la clase, con los ojos brillantes y los nervios a flor de piel. Tenía ganas de escapar, de llorar. No era propio de ella hacer semejante papelón delante de todos. El promedio estaba arruinado. La profesora llamó a su compañero a la pizarra mientras ella pedía permiso para ir al lavabo.

Cuando estuvo en el corredor, se acercó a una ventana que daba al patio de la escuela y pegó un puñetazo sobre el alfeizar. Un grupo de muchachos estaba jugando a la pelota en la explanada. En teoría, no estaba permitido, pero la mayoría de los alumnos de St. Catherine ignoraban aquella regla.

Jenny se encaminó hacia los lavabos. «Mejor así», pensó mientras ponía la cara debajo del agua, frente al espejo que le devolvía una imagen terrible. Se había ilusionado durante años en que alguien, al otro lado de aquel puente telepático, existía de verdad. Pero no era así, y ahora pagaba las consecuencias.

Retrocedió unos pasos y apoyó la espalda contra la pared, luego se deslizó al suelo y se cubrió la cara con las manos. Lloró. Nadie podía oírla.

De improvisto, la cabeza le pesó y fue superada por el cansancio. Cerró los ojos anegados en lágrimas, pero en vez de la oscuridad vio un túnel de colores y formas indistintas. Gritos y lamentos se concatenaban sin darle tiempo de comprender o retener nada.

Luego, de golpe, el silencio.

Jenny abrió otra vez los ojos y sacudió la cabeza como para expulsar aquellas percepciones distorsionadas. Advirtió una sensación que no le resultaba nueva.

Se levantó del suelo, salió del lavabo y se dirigió a su aula. Entró y fue con la cabeza gacha hasta su sitio.

Pero estaba ocupado.

—Señorita, ¿tiene la amabilidad de decirme quién es usted? —le preguntó la profesora, una mujer frágil de más de setenta años. Se sostenía con la ayuda de un bastón.

—¿Dónde se ha metido la profe de Matemáticas? —preguntó Jenny, esperando la respuesta de alguno de sus compañeros. Miró alrededor. Jo, aquella no era su clase.

—Por Dios, perdone, ¡me he equivocado de aula! —exclamó.

La profesora la miró sacudiendo la cabeza mientras Jenny se alejaba. De nuevo en el pasillo, se volvió hacia la placa que había sobre la puerta.

—Pero esta es mi aula —susurró mientras miraba en derredor. Sentía crecer el miedo.

Su escuela. El pasillo que había recorrido asiduamente durante los últimos años. Su clase. Pero los estudiantes eran unos desconocidos y a la profesora nunca la había visto.

«¿Dónde estoy?», pensó mientras volvía a la ventana que daba al patio. Ya no había nadie jugando a la pelota. Ni siquiera habría sido posible: en medio del patio había una fuente.

En cuanto se encontró en la acera. Alex seleccionó el número de Marco en su móvil. En el cielo se estaban condensando amenazantes nubes negras. A lo lejos reverberó un trueno. El viento había empezado a soplar con más fuerza, agitaba a los árboles en medio de la rotonda al final de la calle y hacía temblar los buzones de las casas.

—¡Eh, Alex! —exclamó su amigo—. ¡Cuéntamelo todo!

—Jenny ha muerto —dijo a bocajarro.

Al otro lado de la línea hubo unos segundos de silencio, roto por las interferencias estáticas.

—¿Quieres decir que…? —balbuceó por fin Marco.

—He encontrado la casa de Jenny. Es el número veintiuno de Blyth Street, cerca del muelle. Vive una señora, una astróloga que dice haber sido la niñera de Jenny. Servía en casa de los Graver, que se mudaron dejándole la casa hace muchos años, después… de la muerte de la niña, en 2004.

—¡Fantástico! —exclamó Marco.

No era exactamente la reacción que Alex esperaba.

—¿Fantástico?

—Claro, Alex, ¿no lo entiendes? Si Jenny está muerta, significa una única cosa. O estás hablando con un fantasma, hipótesis que descarto, o Jenny y tú… —La emoción interrumpió a Marco: la muerte de Jenny demostraba aquello que estudiaba desde hacía años. Sus ojos pasaron por los libros amontonados en los estantes a la izquierda de la mesa de trabajo. Una serie de ensayos que conocía de memoria, cuyas páginas había llenado de subrayados, notas y esquinas dobladas durante años de intenso estudio.

—Marco, ¿quieres aclararme qué debería entender? —lo despertó Alex.

—Tú te comunicas con otra Jenny, con la Jenny de otra dimensión del Multiverso. Una dimensión donde ella está sana y salva.

—Qué tontería.

—¿Aún te asombra? Alex, tu Jenny existe en otra realidad.

Alex sintió una gota sobre su brazo derecho. Levantó los ojos al cielo: pronto empezaría a llover.

—No, Marco, es demasiado absurdo. ¿A caso quieres decir que he… hablado con una muerta?

—Ya. Tampoco a mí me parece una hipótesis muy normal, ¿sabes? De todos modos, la estoy considerando. Pero te garantizo que… —hizo una breve pausa, tosió y se aclaró la voz— que la estimo científicamente muy improbable.

—En cambio, ¡que yo charle con otra dimensión te resulta del todo normal!

Alex volvió la mirada hacia la fachada de la casa de Mary Thompson y vio a la mujer observándolo desde una ventana. Lo miraba como si estuviera tratando de averiguar con quién hablaba por teléfono.

—Marco, estoy perdiendo la cabeza. Además, tampoco esta señora me parece en su sano juicio.

—Pídele que te cuente todo lo que recuerde de Jenny. Podría haber un episodio particular en vuestros respectivos pasados que ha condicionado los acontecimientos futuros y del cual haya surgido el desarrollo de vuestro yo paralelo.

Un relámpago rasgó el cielo. El temporal ya era inminente.

Alex se guardó el móvil y echó un vistazo alrededor. No había un alma por Blyth Street, y había empezado a llover. Miró la casa. La puerta estaba abierta y la señora Thompson estaba en el umbral. Era su única posibilidad de obtener datos sobre Jenny.

Se acercó lentamente. La mujer parecía segura de que él volvería.

—¿Qué quieres ahora? —le espetó.

—Ver una foto de Jenny. Solo eso, por favor.

Mary suspiró. Era imposible decir qué estaba cavilando y Alex temió que fuera a cerrarle la puerta en las narices. En cambio, se volvió y entró en la casa.

—Ven —dijo sin volverse.

Alex no se lo hizo repetir dos veces.

Mary atravesó el salón hacia un mueble antiguo de madera taraceada. Abrió una hoja, sacó una caja de cartón y la apoyó sobre la mesita baja, delante del sofá. Alex se sentó y la mujer hizo otro tanto a su lado.

Empezó a sacar de la caja papeles y fotografías.

—Esta era Jenny el día de su cuarto cumpleaños.

La niña sonreía a la cámara, sentada en el mismo sofá en que se encontraba Alex en aquel momento.

La mirada era la que él ya conocía.

Los ojos profundos e intensos, del mismo color que el pelo, castaño, peinado hacia atrás y sujeto por una diadema violeta. Miraban al objetivo y parecían dirigirse directamente a él.

—Es ella —dijo en voz baja.

—Hoy tendría dieciséis años —dijo la mujer entornando los ojos.

—Pero ¿de qué murió? —preguntó él, consciente de aventurarse por una senda peligrosa.

—Nunca se supo. —Mary se sobrecogió—. No tenía señales de parada cardíaca, nada de nada… Fue algo inesperado e incomprensible.

—Lo siento.

—Yo estaba con ella. Hasta el último momento. Quería abrazarla… Mira, este es uno de sus dibujos.

Alex cogió la hoja y lo observó.

Se fijó en la firma, abajo a la derecha: JENNIFER en mayúscula, y debajo la fecha, 2004.

—Fue uno de los últimos que hizo —añadió Mary.

Representaba unos caballos estilizados, rodeados por trazos verdes que debían de ser la hierba. El sol resplandecía en lo alto, a la izquierda del papel, con dos ojos y una sonrisa que daban al círculo amarillo un aspecto humano y feliz.

Otra foto retrataba a Jenny montando un poni. Una niña alegre con una sonrisa contagiosa y la despreocupación típica de su edad.

—¿Hablas con ella? —preguntó de pronto la mujer, y él no supo si en su voz había más desconfianza que curiosidad.

—Me temo que sí…

—Por lo tanto, tú hablas con… los muertos. ¿Puedes oír lo que dicen? —Su voz sonó más ronca y profunda.

—No, no lo creo, pero… ya no estoy seguro de nada.

Alex observó el material que la señora Thompson sacaba de la caja. Había varias notitas, la mayoría dirigidas por la niña a su «sweet Mary».

En un momento dado, entre los distintos dibujos, Alex tropezó con un esbozo que le quitó el aliento. Representaba a una niña y un niño de la mano. Este último tenía un mechón rubio y el bocadillo al lado de su rostro decía: MI AMIGO SECRETO. Un escalofrío le recorrió la espalda. Permaneció en silencio y puso la hoja debajo de las demás.

—Y este era su colgante —dijo la mujer sacando de la caja un collarcito—. Decía que era mágico: con él podía cerrar los ojos y despertarse en otro mundo. Triskell, así se llama el símbolo que pende de la cadenita. Mira las tres medialunas… Es celta.

—¿Puedo? —Alex tendió la mano hacia el colgante y Mary se lo deslizó en la palma. Le parecía familiar. Tres formas de C. la mujer las había definido como «medialunas» porque tal parecían. Se encajaban la una en la otra, dando origen a una espiral.

—Es muy hermoso. ¿Se lo regaló ella?

—No se separaba nunca del colgante —dijo la mujer, abstraída, ignorando la pregunta de Alex. Sacudió la cabeza y pareció despertar de una breve ensoñación. Volvió a hablar con tono seco y determinado—: No tengo más que decirte, muchacho. Ahora es mejor que te vayas. ¿Me oyes?

Alex se había quedado quieto inclinado hacia delante, el colgante en la mano derecha, la izquierda apoyada en el sofá, la mirada perdida en el vacío, ausente.

—Alex, ¿me oyes? —dijo la mujer levantando la voz, mientras agitaba una mano frente al rostro del muchacho.

En aquel preciso instante, Jennifer Graver, la niña de seis años fallecida en 2004, estaba ante los ojos de Alex, en el salón.

Los contornos esfumados de la silueta de la pequeña se confundían con el fondo de la sala. Una bata larga hasta el suelo le cubría los pies y hacía que Jenny pareciera suspendida en el aire. Los dos se observaron durante un interminable momento. De pronto, en torno a ellos ya no existían muebles, paredes, personas, ciudades… como si fluctuaran en un limbo más allá de los confines espacio-temporales, el uno delante de la otra en medio de la nada. Los ojos de ella estaban desmesuradamente abiertos, fijados en Alex, capaces de penetrar en los rincones más recónditos de su ánimo.

Nuestra mente es la clave —dijo la niña con la mirada clavada en los ojos de Alex.

La suya era una expresión neutra que no traslucía ninguna emoción. La silueta dibujada por el contorno de su cuerpo aparecía cada vez más transparente a los ojos de Alex, como si pudiera ver a través de ella.

—¿Te acuerdas, Alex? Para viajar mirábamos el cinturón.

La visión se desvaneció de golpe. El muchacho dejó caer el colgante al suelo, se levantó bruscamente y corrió hacia la puerta.

Mientras el temporal arreciaba sobre Melbourne y la lluvia repiqueteaba incesante sobre el pavimento, Alex Loria salió a la calle y echó a correr por el medio de la calle, alejándose del cofre de los recuerdos de Jenny, que se había abierto para liberar los fantasmas del pasado.