ALEX no soñó durante toda la noche. O si lo hizo, su cerebro estaba demasiado cansado para recordarlo al despertar.
A las diez de la mañana volvió a la calle por la que había venido el día anterior y giró en la esquina de Blyth Street. Había cogido un plano en el hotel y, como había podido verificar, la calle estaba muy cerca de Esplanade.
Casi a la altura del número 23, el corazón comenzó a palpitarle. Asomó la cabeza por encima de la cancela y oyó un timbre de bicicleta procedente de la parte trasera de la casa. No tuvo tiempo de llamar. Una muchacha de largo pelo rojizo apareció en bicicleta de improviso y se detuvo delante de la entrada de la casa. Los separaba solo el sendero al otro lado de la cancela.
«Tiene mi edad… Dios mío… es ella», se dijo Alex mientras levantaba tímidamente un brazo para hacerse notar.
La muchacha se volvió, lo miró y frunció el entrecejo.
Alex se volvió hacia la calle, embarazado. Permaneció unos segundos con la espalda vuelta hacia la entrada de la casa y los ojos cerrados.
«¿Qué me pasa? He atravesado el mundo para este momento…».
Tímidamente, se dio la vuelta hacia la cancela y vislumbró la figura de la muchacha, que en ese momento se apeaba de la bicicleta.
—Jen… —empezó, pero las sílabas permanecieron en la garganta. Le salió un sonido ronco, como un ataque de tos.
La muchacha se volvió de nuevo mientras sacaba del bolsillo de los vaqueros la llave de la cadena de la bici. Su mirada era temerosa, como la de quien se siente indefenso, observado y amenazado.
«¡Parezco un maníaco, maldición!».
Alex apartó la mirada.
Con el rabillo del ojo vio que la muchacha retrocedía para apoyar la bici en el muro de la casa.
—Mom? —llamó hacia una ventanita que daba al patio.
La puerta se abrió y salió una mujer con un delantal rojo.
—Susan, you’re fnally here! —exclamó.
La muchacha lanzó a Alex una última mirada de desconfianza y entró con paso rápido.
Solo entonces Alex se volvió, decepcionado, hacia el buzón. WELLER, ponía. ¡Otra desilusión!
El anciano del restaurante había sido preciso sobre la calle, pero no respecto al número de la casa. Alex siguió hasta la casa del 21. Estaban adosados, como en los barrios residenciales americanos que se ven en los telefilmes.
THOMPSON, leyó en el buzón. «¡Maldición, tampoco es esta!».
Pensó un instante, luego decidió que tanto daba tratar de pedir alguna información a estos Thompson. El viejo no podía haberlo tergiversado todo y si había alguien en condiciones de darle noticias sobre los Graver, era sin duda quién vivía en aquella calle.
La cancela estaba abierta. Alex avanzó con cautela por el sendero del pequeño jardín casi idéntico al de la casa anterior y se acercó a la puerta de madera blanca. Subió los dos peldaños de la entrada y llamó al timbre.
La familia Graver podía haberse mudado, pensó, era muy posible. En su pensamiento resonaron las palabras de Marco sobre las infinitas posibilidades que ofrecían las realidades paralelas, pero Alex sacudió la cabeza para concentrarse en lo más pragmático: encontrar la casa de Jenny.
Una cincuentona de pelo rojo rizado, baja y bastante entrada en carnes, abrió la puerta.
—Who are you, little boy?
—I’m sorry, madam —respondió él con un ligero temblor en la voz debido al nerviosismo—. I guess this is the wrong address.
Alex fingió darse cuenta de que se había equivocado de dirección. Trató de hacerse entender en inglés, pero su acento revelaba sus orígenes italianos. La señora le preguntó a quién estaba buscando y Alex improvisó: se presentó como un viejo compañero de escuela de una muchacha llamada Jenny Graver. Había conservado aquella dirección y esperaba encontrarla allí. Se había trasladado a Italia a los ocho años y no la veía desde hacía mucho tiempo. Era la historia más sencilla que se le ocurrió para obtener información.
La señora pelirroja le dirigió una mirada recelosa.
—Yo también hablo italiano —dijo con un fuerte acento anglosajón, clavando sus ojos en el muchacho—. ¿Quieres pasar un momento?
La invitación lo atemorizó y pareció perder repentinamente el arrojo que lo había conducido hasta allí.
—No quisiera molestar… yo… —dijo retrocediendo un paso.
La mujer insistió:
—Yo creo que es mejor que entres.
La frase era cualquier cosa menos una invitación. Se trataba de una orden.
Alex asintió, perplejo e inseguro. La mujer le dio la espalda y entró en casa, dando por descontado que él la seguiría.
—Mi nombre es Mary Thompson, siéntate en el sofá —dijo.
Las paredes del salón estaban decoradas con cuadros de gruesos marcos dorados. La mirada del muchacho se demoró en una tela que representaba la tierra vista desde la luna. La superficie lunar parecía una ancha carretera que se asomaba al vacío, mientras a lo lejos se recortaba el contorno terrestre, enorme y suntuoso, iluminado en tres cuartas partes por el sol.
—Siéntate, chico —insistió la mujer. Alex permaneció de pie cerca de la puerta—. ¿Cómo te llamas?
—Alex. Alessandro.
—¿Y cuándo vivías aquí en Australia? —El tono de la pregunta era el de un interrogatorio.
—Hasta que cumplí ocho años viví aquí.
—¿Una taza de té? ¿Te gusta el té?
—Sí, pero no se moleste…
—No es ninguna molestia, little boy. Hace años que quería volver a practicar mi italiano… Había just… acababa de poner la bolsita en la tetera cuando has tocado el timbre. Como si hubieras venido por una taza.
—Qué coincidencia —dijo Alex con tono amigable, si bien estaba desconcertado por la actitud de la mujer, que alternaba sonrisas cordiales con miradas inquisidoras que le recordaban a la profesora de latín durante los controles.
—¡Las coincidencias no existen! Existen números, signos —aseveró la señora Thompson. Alex enarcó las cejas y ella sonrió—. Soy astróloga —añadió—. El cielo es un libro abierto para mí. Paso mis noches en la terraza observándolo… Tengo un potente telescopio, ¿sabes?
Alex asintió. Ya no sabía qué decir.
—Pero vayamos al grano. —El tono de la señora cambió de golpe y su mirada se puso seria—. ¿Recuerdas qué aspecto tenía tu amiga Jenny?
«Ahora sí que estoy jodido».
—Han pasado muchos años, recuerdo pocos detalles. Era una niña muy lista, simpática… Me gustaría saludarle, dado que estoy aquí de vacaciones con mis padres y había conservado su dirección de aquellos tiempos. Por lo visto se ha mudado de casa.
—Era una niña muy lista, es verdad. Y muy simpática.
—¿Usted la conocía?
—Claro.
Alex se puso rígido de improviso. La mirada empezó a pasearse por la habitación como buscando una vía de escape. La mujer lo observaba con mirada glacial.
—Entiendo… —musitó él.
Ella se limpió los labios con un pañuelito de tela bordado, los ojos siempre fijos en el chico, y añadió:
—Yo era su niñera.
«Perfecto. Ahora sí que la he cagado».
—¿En serio? Entonces quizá pueda decirme…
—Basta de sandeces —lo interrumpió Mary Thompson, tajante—. Stop! Dime qué pretendes.
Alex estaba contra las cuerdas. Su historia no se aguantaba. Quizás habría sido más conveniente sincerarse.
—Yo, señora, solo quiero saludar a Jenny… Pensaba que…
—Te daré una última oportunidad, muchacho. ¿Quieres aprovecharla o prefieres continuar con tu numerito en comisaría?
Alex pensó por un instante en contarle todo, pero temió empeorar aún más las cosas.
—Perdone, señora Thompson. No quería molestarla. Mis recuerdos son muy vagos. Teníamos siete u ocho años. Quizá me equivoque y…
—Jennifer Graver murió a los seis años.
Alex se quedó de una pieza. ¿Jenny… Jenny estaba muerta? ¿Cómo podía ser?
La mujer advirtió el desconcierto del muchacho y lo interpretó como una confirmación de sus sospechas.
—Yo fui su niñera desde el día de su nacimiento. Los Graver me eligieron porque sabía italiano. —Sus ojos se enrojecieron y sacó un pañuelo del bolsillo para secarse una lágrima que se deslizaba por su mejilla—. La familia vivió aquí un año más —continuó con voz conmovida—, y al final me dejaron la casa, para trasladarse a Brisbane. Jenny era una niña lista. Lista y simpática. Siempre sonreía. Luego un día murió ante mis ojos. Un segundo antes me estaba ayudando a preparar bizcochos, un segundo después estaba tendida en el suelo, con los ojos abiertos. Ahora dime cómo es que tienes esta dirección y quién eres, y deja de decir que a los ocho años ibais a la escuela juntos. Ella nunca llegó a los ocho años.
Alex estaba paralizado.
Jenny estaba muerta. Por tanto, Jenny existía, o mejor, había existido. ¿Con quién hablaba él, entonces? Aquella voz no podía pertenecer a un fantasma. Por enésima vez desde que había decidido emprender el viaje, Alex pensó que había enloquecido del todo.
La mujer cogió la taza de té y se lo acabó, serenándose. El muchacho, en silencio, bajó la cabeza y la apoyó sobre las palmas.
—Ahora debes decírmelo todo. La verdad, this time.
—Yo…
—¿Cómo demonios has llegado a mi casa?
—Gracias a Jenny —respondió Alex. Las palabras le salieron sin que pudiera evitarlo. Si Jenny estaba muerta, ya nada tenía sentido, todo se había vuelto demasiado absurdo—. Yo nunca la he visto. Nunca he sido su amigo. Siempre he vivido en Milán, es la primera vez que vengo a Australia y no estoy de vacaciones con mis padres. Estoy aquí solo. Cogí tres aviones, haciendo escala en París y Kuala Lumpur, y llegué a Melbourne directo al muelle de Altona. Todo para conocer a Jenny. Teníamos una cita.
—¡Qué disparates dices, muchacho! —exclamó la mujer. Parecía furiosa.
—Lo sé.
—¡Entonces intenta decirme algo razonable! ¡Estás jugando conmigo! No acepto que se juegue cuando está mi niña de por medio. Era lo más querido que tenía en el mundo. Los Graver eran mi familia, yo era parte de ella. Todo terminó cuando Jenny murió. Ellos se marcharon y yo he vivido sola hasta hoy. ¿Me quieres explicar cómo es posible que tú vengas ahora a contarme que debías encontrarte con Jenny en el muelle, en 2014, si ella se fue en 2004?
Alex suspiró hondo para armarse de valor. Se sentía como un animal en una jaula demasiado estrecha incluso para respirar. Con la mirada encontró una ventana que daba a la calle y vio un chico en bicicleta. Luego, recuperándose un poco, volvió a mirar a los ojos de la mujer.
—Yo hablo con ella —confesó.
Mary Thompson apoyó la taza que había sostenido hasta ese instante.
—¿Qué tú hablas… con Jenny?
—Sí.
—¿Qué eres, una especie de médium? ¿Un sensitivo?
—No tengo ni idea. —Alex se levantó de pronto—. No sé qué soy ni por qué me ocurre todo esto. Estoy trastornado y confuso, no tengo respuestas. Las estoy buscando. Por eso he llamado a su puerta.
Mary lo miró perpleja y Alex se quedó observando las fotos que había sobre una repisa. Varias retrataban a su anfitriona de joven, algunas eran más recientes. Otras en blanco y negro parecían fotos de época. No había ninguna de una niña de seis años.
—Debo marcharme —dijo al fin. Le faltaba el aire, le parecía que estaba atrapado en una pesadilla, sin posibilidad de despertarse. Recogió la mochila y se encaminó hacia la puerta.