13

DEBERÍA buscarla… —Alex echó a andar con pasó frenético—. Si Marco tiene razón, y la vida de Jenny en la dimensión paralela no es tan distinta, probablemente en esta realidad viva en la misma casa.

Los pensamientos lo confundían sin pausa.

Estaba en la otra punta del mundo, solo. A la cita no había acudido nadie, pero él no quería dejar de creer en ella. Jenny ya formaba parte de su pasado, incluso desde su infancia.

«A menos que también aquel recuerdo sea una alucinación», pensó Alex mientras se ataba un zapato en el murete que separaba el paseo de la playa.

No, no podía serlo. Jenny debía existir, la buscaría por toda la ciudad y con una determinación aún mayor. Más tarde pensaría en un sitio donde dormir.

A medida que recorría Esplanade, decidió acercarse a los viandantes para intentar recabar información sobre la familia Graver. No se le ocurrió nada mejor y creyó que si hacía preguntas a todos los transeúntes hasta el atardecer, por un simple cálculo estadístico al final conseguiría algo concreto.

Interrogó primero a un vendedor ambulante de hot dogs. No obtuvo ningún dato útil, pero tuvo que pedir una salchicha para sacarle al asiático alguna respuesta comprensible.

—Muchas gracias… —dijo mientras se alejaba del puesto, con medio hot dog aún en la mano.

Unos minutos más tarde se cruzó con una señora que paseaba a un perro salchicha con la correa y la detuvo, pero el marcado acento local de la mujer hacía sus palabras incomprensibles para Alex. Después de algunos torpes intentos de comunicarse con gestos, renunció y prosiguió su camino.

Un trío de muchachas de más o menos su edad parecieron tomarle el pelo en una extraña jerga; un hombre con americana y corbata lo despachó de manera expeditiva; una pareja en la treintena pareció entender de quién hablaba Alex, mas resultó que confundían a los Graver con unos tal Braver; por último, lo asedió una mujer que distribuía panfletos de una así llamada Iglesia de Jesús. No sabía nada de la familia de Jenny, pero en compensación se prodigó en difundir la palabra de Cristo y en invitarlo a las reuniones de su parroquia.

Hacia las cinco de la tarde se sentó en un banco, exhausto.

—Jenny… ¿dónde estás?

Tras formular aquella pregunta un escalofrío le cerró los ojos y lo condujo a una dimensión más profunda de su mente. Sus pensamientos fluctuaban en el silencio, liberados de la realidad circundante.

¿Me oyes? —pensó Alex. Sus palabras esta vez resonaron en el vacío. Silencio.

—Jenny, ¿dónde estás? ¿Puedes oírme?

Silencio total.

De improviso, un grito.

Alex abrió desmesuradamente los ojos. Había sido ella. Sentada a su escritorio con la cabeza apoyada en la palma de la mano, con los libros abiertos ante sus ojos y el rotulador apretado entre los dientes, Jenny había oído claramente el pensamiento de Alex. Pero lo había rechazado.

Se había concentrado para tratar de no pensar. Era dificilísimo. Después de unos instantes de vacío, no había podido resistir y había gritado «¡Basta!». A continuación había corrido al baño para meterse bajo el chorro de la ducha y concentrarse solo en el rumor del agua que caía sobre su cabeza.

Alex se sobresaltó presa del espanto. El grito resonó durante un momento en su cabeza mientras se levantaba de golpe. Luego, el puente telepático se desvaneció.

—¡Qué demonios…! —exclamó mientras miraba alrededor—. ¿Qué sucede? ¿Por qué se comporta así?

Le dolían las piernas y el esfuerzo de ponerse en contacto con Jenny lo había debilitado. Se encaminó hacia el centro de la ciudad, metiéndose por una de las calles transversales que llevaban al corazón del barrio de Altona, dejando el océano a sus espaldas.

«He atravesado el planeta por ti, Jenny… te encontraré».

«Este debería estar bien», se dijo Alex observando el letrero de un hotel que brillaba al fondo de la calle.

Ponía ST. JAMES seguido por tres estrellas. Se acercó a las puertas automáticas y entró en el vestíbulo. En el mostrador de recepción, una pareja de alemanes estaba intentando hacerse entender por el recepcionista de color. Parecían alterados. A la derecha, a lo lejos, entrevió un televisor y se acercó. Algunos divanes estaban dispuestos en semicírculo frente a una pantalla de plasma Samsung. Alex se sentó, liberándose por fin del peso de la mochila. Estaban emitiendo un telediario.

«Todos nosotros en gran peligro… Tú, importante».

Las palabras del vidente malayo volvieron de improviso a su mente y fue como tenerlo a su lado, con aquella sonrisa enigmática y las cartas en las manos.

Alex volvió la cabeza de pronto, como para comprobar que todo estaba en su sitio, quizá temiendo que aquel hombre estuviese detrás de él, que lo siguiera como una sombra silenciosa. Se observó la mano derecha. Estaba temblando.

Cuando se volvió, la pareja de alemanes acababa de dejar la recepción y se estaba encaminando hacia la salida. Era su turno.

—Calma, Alex, calma —se repitió en voz baja antes de acercarse al mostrador y pedir una habitación individual.

Quizá por su juventud, quizá porque era extranjero, el recepcionista lo miró con desconfianza. Le pidió los documentos y la tarjeta de crédito. Comprobadas las señas, le entregó una tarjeta magnética y le señaló los ascensores.

Jenny cerró el libro a las siete y cuarto.

Sus padres habían vuelto. Clara estaba poniendo la mesa y Roger estaba en el baño. La muchacha salió de su cuarto, medio atontada tras las horas pasadas entre los logaritmos, y descendió a la planta baja. Se detuvo un instante frente a un cuadrito colgado en la pared a mitad de la escalera. Era una foto de sus abuelos. Reían a gusto, abrazados. Él tenía una mano encima de la de ella. Era una foto maravillosa, la adoraba. Prefería confiarse a ellos frente a aquel cuadrito más que arrodillarse sobre la grava en el St. Kilda Cemetery.

—Cariño, ¿vienes a echarme una mano? Está casi listo —llamó su madre desde la cocina.

—Voy enseguida —respondió Jenny mientras iba al salón y se dejaba caer sobre el diván. Se sentía cansadísima y habría dado lo que fuese por comer allí, cómodamente sentada con el plato sobre las rodillas.

—Enseguida ya lo habré hecho todo sola. ¿No puedes venir ahora?

—Vale, vale, ya voy.

Jenny extendió los brazos para cobrar impulso y levantarse del sofá, pero los tenía pesados y doloridos. Habría necesitado dormir, aunque fueran unos minutos. Los párpados le pesaban. En un instante todo se volvió oscuro. Cuando abrió de nuevo los ojos, no sabía decir si y cuánto había dormido.

Se levantó de pronto, lista para recibir los reproches de su madre. Volvió la cabeza hacia la cocina y vio que estaba vacía. ¿Era posible que la hubiera dejado dormir sin llamarla para la cena?

Fue lentamente hacia la cocina y le llamó la atención un cuadro nuevo en la pared de la sala, junto al sofá. Representaba a un hombre con americana y corbata, sentado en un sillón de piel negra. Su expresión mostraba seguridad en sí mismo, mirada intensa, el pelo bien peinado. Su madre debía de haberlo comprado hacía poco.

—¿Y este quién demonios es? —se preguntó en voz alta—. Mamá, ¿dónde estás?

Un rumor proveniente de la puerta de entrada la sacó de la contemplación del retrato. Acto seguido, la puerta se abrió y su madre entró en casa.

—Aquí estoy —dijo Clara, apoyando en el suelo tres grandes bolsas de la compra.

—Pero… ¿mamá? —Jenny la observó. Tenía un corte de pelo distinto—. ¿Cuánto he dormido?

—No lo sé, ¿dormías? Acabo de entrar. ¿Está todo bien?

—Pero la cena… estabas… —farfulló Jenny, confusa—. ¿Cuándo habéis colgado eso? No me gusta. —Señaló el cuadro con la cabeza.

—¿El retrato de Connor? Si te oye… ¿Qué preguntas me haces? Lo pusimos la pasada Navidad. Tú me ayudaste. Pero bueno, ¿acaso has bebido?

Jenny miró alrededor, sin responder, porque otros detalles de pronto atraían su atención. Una alta lámpara de pie, un mueble blanco que ocupaba toda la pared opuesta a la de la puerta de entrada, una alfombra persa y un teléfono-fax negro, de oficina, sustituyendo a su amado inalámbrico violeta. Todo había cambiado en el tiempo en que ella había dormido en el sofá. «No entiendo nada», pensó.

—¿Dónde está papá?

Clara dejó el bolso sobre el sofá y se acercó a su hija. Le acarició la cara y apoyó las manos en sus hombros.

—¿Qué te pasa, tesoro?

—No me pasa nada —dijo Jenny, comenzando a sentir un gran malestar—. ¿Dónde está papá?

Su madre se llevó una mano a la boca, como para contener una repentina emoción.

—Papá ya no está. Lo sabes, tesoro.

—¿Qué dices?

—Oh, Jenny, ¿por qué me haces esto? También para mí es difícil, ¿sabes? Pero es algo que debemos aceptar. Cada tanto parece imposible que haya ocurrido. También yo a veces lo veo por todas partes.

Jenny permaneció inmóvil unos segundos, casi paralizada por el abrazo de su madre y con un nudo en la garganta. Luego se soltó de improviso, dio la espalda a Clara y subió la escalera de dos en dos. Entró en su habitación y cerró de un portazo. Antes de echarse de bruces sobre la cama presa de la desesperación, lo vio: un cuadrito con una foto de su padre, en el podio después de haber triunfado en un certamen de natación. Debajo en rojo, se leía: «Te echo en falta cada día, papá».

Cuando la muchacha abrió de nuevo los ojos, estaba otra vez en el sofá.

—¿Quieres venir a la mesa o no? —la llamaba Clara desde la cocina. Jenny sé levantó de golpe, respirando afanosamente. Miró alrededor.

«Mi inalámbrico violeta…». Las imágenes del sueño que acababa de tener volvían a su mente como fotografías lanzadas sobre una mesa.

Se levantó y buscó el retrato de aquel misterioso hombre de americana y corbata. No estaba. En su lugar, como siempre, colgaba el póster de Una mente maravillosa, una de las películas preferidas de la familia Graver. Luego fue a la cocina.

—¡Papá! —exclamó cuando vio a Roger sentado en su sitio, en la cabecera. Corrió hacia él y lo abrazó, estampándole un beso en la mejilla.

—¡Eh! ¿Qué sucede? ¿Necesitas dinero? —bromeó él.

—Tuve una pesadilla —respondió ella, con la mirada baja y pensativa—. Estabas…

—¿Cómo estaba, Jenny? —preguntó el padre, que parecía divertido por el extraño comportamiento de su hija.

—Nada, nada. Era solo un sueño.

«Sin embargo, parecía tan real…».

Alex salió de la ducha, se recostó sobre la cama y encendió la televisión. Era la primera vez que tomaba una habitación de hotel solo, y se sentía como el dueño del mundo.

Se secó y se vistió en pocos minutos, con idea de bajar a comer un bocado. Dejó el cuarto hacia las ocho, descendió a la planta baja y buscó el restaurante. Cuando la encontró, más allá de un largo corredor con retratos de grandes jazzmen, vio que estaba casi desierto. Solo había un camarero que estaba sirviendo un plato humeante a un anciano sentado en una mesa al fondo del salón.

Alex eligió un sitio y consultó el menú. Mientras esperaba al camarero, oyó el extraño ruido que hacía el anciano al sorber el caldo.

«No pierdo riada por intentarlo», se dijo Alex antes de levantarse y dirigirse a la mesa del viejo.

Im sorry, sir —comenzó, azorado—. Do you know a family… —Alex buscó las palabras exactas— called Graver?

El hombre levantó la mirada y frunció el ceño. Alex se sintió incómodo, pero el hombre empezó a hablar, silabeando bien las palabras en un inglés elegante y libre de inflexiones dialectales.

Le dijo que de esa familia no sabía mucho, pero que desde luego recordaba al buen Roger Graver, campeón de ajedrez del torneo de la ciudad tres años seguidos. Frecuentaba un círculo del que era socio. Por cuanto recordaba, vivían en Blyth Street, en el 21 o 23. Lo recordaba porque había enviado allí varias invitaciones para diversos torneos nacionales. Y también recordaba otro detalle: los Graver tenían una niña pequeña.

—¡Gracias! —exclamó Alex, radiante, olvidándose de hablar en inglés. Hizo una media reverencia y saludó torpemente al hombre que le había dado una valiosa información. Había interrogado a muchas personas a lo largo de la tarde sin obtener ningún resultado, pero había bastado entrar en aquel hotel para encontrar a la persona correcta.

Ya no tenía ninguna duda. Al día siguiente hablaría con Jenny.