DESPUÉS de aquel breve y absurdo diálogo mental con Alex, Jenny había vuelto a casa. Había esperado otros diez minutos, hasta que había admitido que seguir esperando no tenía sentido.
La casa de los Graver estaba en silencio. Quitándose la chaqueta, alargó la mano palpando la pared hasta encontrar el interruptor junto a la puerta. La luz del vestíbulo iluminó un par de estampas de cuadros impresionistas, un paragüero en hierro forjado, un mueblecito antiguo, una alfombrilla con el motivo de dos border collies abrazados y las escaleras que llevaban al piso de arriba.
—¿Por qué? —se preguntó mientras subía, dirigiéndose a su cuarto.
Cuando estuvo dentro, dio un portazo y se quitó las botas. Luego se sentó en el borde de la cama.
Las lágrimas ya le resbalaban por el rostro. Se apretó un cojín contra la cara y luego lo lanzó con violencia contra el armario.
—¡No existe nada! ¡Soy una estúpida! ¡Nada más que una estúpida!
Mientras gritaba, observó sus libros escolares sobre el escritorio. Tenía varias pruebas de control en los días siguientes, pero la espera de Alex le había hecho olvidarse de todo. Así que ahora se encontraba retrasada con el estudio, segura de haber perdido demasiado tiempo en una locura y poco preparada para el regreso a clase.
«Ya no quiero oír esa voz».
Se levantó de golpe, aferró su diario y salió de la habitación. Unos pocos pasos decididos y estuvo en las escaleras. Cuando llegó a la planta baja, entró en la cocina y tiró airadamente el diario en el cubo de la basura selectiva.
—¡Basta! —gritó, los ojos enrojecidos e hinchados de lágrimas.
En la escuela, en los últimos días, había estado demasiado distraída. La profesora de Matemáticas le había llamado la atención el día anterior cuando, durante una explicación, la había sorprendido con la mirada perdida más allá de la ventana. Y también había sacado una C en el control de Historia, ella, que tenía todas A.
«Mejor concentrarse en el estudio —pensó antes de sentarse en el escritorio—. Así evitaré pensar en que me he convertido en una pobre loca que oye voces y cree que existen de verdad».
Antes de abrir el libro de Matemáticas, Jenny echó un último vistazo fuera, hacia el cielo.
—Cómo he podido pensar que era real… —se dijo en voz alta mientras observaba cómo las nubes se condensaban y se volvían amenazantes.
No podía saber que, más allá de la ventana que daba a la calle, el aire fresco de Melbourne era el mismo que respiraba Alex.
Multiverso. Cuando Marco pronunció aquella palabra, Alex decidió interrumpir la llamada, como impulsado por un reflejo espontáneo. Las manos le temblaban, le costaba ordenar aquel cúmulo de informaciones. Lo único seguro era que había atravesado medio mundo para encontrarse solo en el supuesto punto de encuentro.
Se encaminó por Esplanade mientras el viento se alzaba y agitaba las ramas de los árboles a lo largo de la costa. Con las manos en los bolsillos, avanzaba a paso rápido, sin rumbo. Había hecho todo aquel camino para demostrarse a sí mismo la existencia de Jenny y ahora debía aceptar que la muchacha vivía en una dimensión paralela.
—Supongamos que es así —dijo en voz alta antes de detenerse a tomar aliento.
Algunos transeúntes lo observaron con curiosidad. La expresión de su rostro era un fresco de la confusión que sentía en aquel momento.
Luego, en un instante, la vista se le nubló de golpe.
—Mi madre se enfada cuando hablo de nosotros…
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero yo te quiero.
—Yo también.
—No veo la hora de hacerme mayor.
—¿Vendrás a buscarme? —Claro, Jenny.
Alex volvió a abrir desmesuradamente los ojos y se encontró frente a la cara de asombro de un viejo que se cruzaba en su camino. Había recordado algo. Pero ¿de qué recoveco había sacado aquel intercambio de frases? ¿Cuán profundamente había ido? Estaban tanto él como Jenny, de pequeños. Era un recuerdo vago de voces infantiles, o quizá solo una fantasía. Pero estaban juntos.
Sacó el móvil del bolsillo y pulsó la tecla verde para llamar a Marco.
—Dime qué pasa —pidió con tono decidido.
—Entonces me crees… —Marco rio satisfecho.
—No he dicho que te crea.
—La llaman Teoría del Multiverso. Es un conjunto de universos alternativos fuera de nuestro espacio-tiempo.
Alex vaciló un momento antes de responder.
—No esperarás que me trague esa historia, ¿verdad?
—Te la tragarás, te la tragarás… pero en bocados pequeños.
—Déjame entender… Yo estaba allí y ella estaba allí. ¿Nos hablábamos a través del pensamiento, pero estábamos en dos mundos diferentes?
—Más o menos… Si prefieres, dos realidades diferentes del mismo mundo.
—¿Y cuántas crees que existen? ¿Cuántos muelles de Melbourne y cuántas farolas habría?
—Por lo que sé, las dimensiones podrían ser infinitas. Pero solo son hipótesis.
—Solo son tus hipótesis, Marco. Esta historia es un despropósito. Pensaba que había enloquecido, pero me parece que ahora el loco eres tú.
—¿Más o menos loco que tú, que te lanzas al ancho mundo en busca de muchachas imaginarias?
—Vale —admitió Alex, tratando de serenarse—. Tocado y hundido. Continúa.
—Jenny y tú os estáis hablando desde dos dimensiones paralelas.
Alex se mesó el pelo tirando hacia atrás el mechón rubio. Un perro apareció desde detrás de un árbol y corrió a su encuentro, sin ladrar. Cuando estuvo cerca de sus pies, levantó la cabeza, la ladeó y lo miró con unos ojazos tiernos, como pidiéndole una caricia. Al cuello tenía una correa que acababa en la mano de un energúmeno de casi dos metros de altura, carne de gimnasio, en chándal ajustado de jogging, y que tiraba hacia sí al cachorro, con expresión ceñuda.
—Marco, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿Y yo, entonces? ¿Quién soy yo en la dimensión de Jenny? O mejor: ¿existo?
—Deberías existir, sí, aunque no podemos darlo por sentado.
—¡Pues en mi dimensión ella existe! Ella, u otra versión de ella.
—En tu dimensión, la vida de Jenny probablemente ha seguido un curso diverso. Y lo mismo vale para ti en su mundo paralelo. Ella esperaba encontrarte en ese muelle, pero en su realidad tú probablemente estás en Milán y no tienes idea de quién es Jenny. No obstante, sea en tu dimensión o en la suya, muchas cosas son invariables. Evidentemente el alcalde de Sídney es el mismo, así como el muelle de Altona. Por eso te ha parecido que las informaciones coincidían y les has dado crédito.
Alex miró alrededor. El muelle, la playa, el océano. ¿Era verdaderamente posible que existiera otro mundo con un muelle, una playa, un océano igual que aquellos que tenía ante los ojos? Acaso con una sola y pequeña diferencia: en aquel mundo estaba la Jenny con la cual él hablaba.
Alex inspiró profundamente y se llenó los pulmones. Ahora le correspondía a él decidir qué hacer: creer en la teoría de su amigo y seguir buscando a Jenny o renunciar a todo y volver a Milán, a su tranquila vida de estudiante.
No tenía dudas al respecto.
Aún creía en la existencia de Jenny, habría hecho lo que fuera por encontrarla.
Ella, en cambio, ya no quería saber nada de él.