10

JENNY seguía mirándose en el espejo. Después de haber dormido poco y mal la noche anterior, hacia las ocho y media se había dado un relajante baño caliente, perfumado y suavizado por la miel de almendras disuelta en el agua. Luego había pasado media hora alisándose el pelo castaño, habitualmente ondulado. Sus padres se habían marchado de casa a las ocho y en aquel momento ya se hallaban en sus respectivos trabajos. Jenny les había dicho que saldría una hora más tarde debido a la ausencia de la profesora de inglés, pero en realidad, mientras sus padres la creían en la escuela, ella afrontaba el dilema de elección del vestido más adecuado para el encuentro.

Nunca había estado tan emocionada y trataba de no pensar qué absurdo era todo.

Se puso una de sus faldas preferidas, blanca y larga hasta la rodilla, con unas purpurinas que dibujaban sobre un lado la forma de un cometa. Luego, unas botas marrones y una chaqueta clara sobre una camiseta azul de manga corta. Con el rabillo del ojo seguía mirando el reloj de pared de su cuarto. Eran casi las diez. Alex ya debía de haber aterrizado, probablemente en aquel momento se estaba dirigiendo hacia el punto de encuentro. El aeropuerto estaba a poco más de treinta kilómetros de la playa, mientras que Jenny vivía a cinco minutos del muelle, pero había decidido llegar con suficiente antelación. Ya no cabía en sí de nerviosismo. Le era imposible permanecer en casa.

Debía salir.

La casa de los Graver se encontraba en Blyth Street, segunda calle paralela respecto de Esplanade, la carretera que bordeaba el océano Pacífico. A pocos pasos de allí, Pier Street conducía recta hasta el muelle de Altona. Superado el cruce con Queen Street, Jenny sintió que sus palpitaciones aumentaban de intensidad.

Una bicicleta pasó por su lado y enfiló bruscamente Esplanade, haciéndola dar un respingo de susto. Estaba tensa como una cuerda de violín. Respiró hondo antes de cruzar la carretera.

Frente a ella, el muelle.

Había llegado con anticipación, lo sabía perfectamente.

Subió cuatro peldaños y se encontró en el Altona Beach Pier. Avanzó unos pasos con las manos en las caderas, apoyándose de vez en cuando en la barandilla de protección, más allá de la cual el viento fresco levantaba y arrastraba la arena. Recorrió toda la estructura de madera del muelle y al fin decidió regresar y sentarse en un peldaño de la escalinata que bajaba a la playa. Esperaría allí. Alex debía de estar cerca. Intentó relajarse contemplando la relajante visión de las olas del Pacífico. Lo hacía a menudo cuando necesitaba un momento de reflexión. Bajaba a la playa, se recostaba cerca de la orilla y se dejaba llevar por aquel sonido mágico, que la subyugaba y le estimulaba la mente.

El corazón le latía a mil. Era casi la hora.

El taxista que lo llevó a Altona era un treintañero que no estuvo callado un momento durante toda la carrera. Lo agobió con informaciones turísticas, mientras Alex no hacía más que mirar por la ventanilla limitándose a un gesto de asentimiento de vez en cuando. Le hizo también algunas preguntas, que Alex eludió declarando que no entendía muy bien el inglés. En realidad en la escuela tenía una media de siete y se las apañaba también en la conversación, pero no tenía ganas de perder el tiempo en chácharas.

Hacia las diez y cuarenta el taxi giró a la derecha y enfiló Esplanade, bordeando el océano hacia el muelle. La vista de aquella enorme extensión azul encantó a Alex.

Ahora era cuestión de minutos.

El coche se detuvo y el muchacho pagó la carrera. El taxista le indicó el muelle con un gesto de la cabeza, pero él ya lo había localizado por la ventanilla.

«Misión cumplida». Alex atravesó la carretera mientras el taxi volvía a arrancar. La estructura del muelle estaba cercana. No quedaba más que superar un puesto de helados con un letrero que ponía «ICE CREAM PARADISE». Mientras algunos muchachos se perseguían en bici a toda velocidad por el paseo marítimo, Alex dejó atrás el puesto y llegó al inicio del muelle. A continuación dio sus primeros pasos por Altona Beach Pier.

Solo vio una figura masculina que venía a su encuentro. Ni rastro de una muchacha de su edad. Quizá Jenny aún no había llegado.

Alex avanzó titubeante. A su derecha, cerca de una farola, vio una escalinata que bajaba del muelle a la playa. Se acercó y miró. Sentada en un peldaño había una figura de espaldas, de largo pelo castaño, contemplando el mar. Temeroso, con el corazón desbocado, Alex descendió el primer escalón.

Luego cogió valor y la llamó.

—¿Jen… Jenny? —Su voz se rompía en su garganta. La figura se volvió de repente.

What do you want? —preguntó un chaval de pelo ondulado, largo hasta la mitad de la espalda, mirándolo ceñudo.

I’m sorry… —se excusó Alex.

El chaval se levantó y bajó los peldaños hasta la playa. Alex lo observó alejarse.

—¿Dónde estás, Jenny?

A las once y cuarto Jenny comenzó a pensar que quizá se había ilusionado para nada. A fin de cuentas, ¿cómo podía ser posible todo aquello?

Quizás era de verdad una esquizofrénica. Quizá las voces que oía y las imágenes que veía eran el fruto de una enfermedad mental.

Se le hizo un nudo en la garganta. En el muelle no había rastro de Alex. Durante la espera se había cruzado con un señor que llevaba de paseo a su labrador, una pareja de treintañeros que iba de la mano, una viejecita acompañada por una cuidadora y algunos muchachos que seguramente habían hecho campana de la escuela, como ella. Ni rastro de Alex.

Esperó hasta las once y media, luego recordó las palabras del muchacho durante su último diálogo. Él había conseguido establecer contacto con la única fuerza de su voluntad. Ya no un ataque, como los primeros años, ni un estado de trance imprevisto y pasivo, como en los últimos meses. Había sido una verdadera «llamada» ordenada por su cerebro.

¿Dónde estás, Jenny? —preguntó en aquel momento una voz en su cabeza. Era Alex.

El muelle se desvaneció y Jenny advirtió nuevamente una vibración poderosa, una fuerza que la envolvía y arrastraba como una barca en plena tempestad.

Cerró los ojos y fijó un punto en su mente. Cualquier otro pensamiento desapareció.

Alex —pensó Jenny, tímida.

De repente, el fragor de un trueno y el chirrido de un rayo semejante a una descarga eléctrica.

Un escalofrío recorrió a Jenny, que trató de cerrar los ojos pero no lo consiguió. Permaneció inmóvil mirando el océano. En su cerebro empezó a resonar el rumor de las olas que tenía enfrente.

—Alex…

—Te oigo, Jenny.

—Alex, ¿dónde estás? No me digas que no existes, por favor.

—Ya he llegado. Existo. He venido hasta aquí, he venido por ti.

—¿Dónde estás?

—Estoy aquí, en el muelle.

—No es posible, Alex. Yo estoy en el muelle desde hace más de una hora, no hay un alma en este embarcadero. ¿Estás seguro de que estás en Altona, frente a Pier Street?

—Sí, Jenny. Estoy a unos diez metros de la carretera, en el primer tramo del muelle. Frente a mí hay una farola, y a pocos pasos una escalinata que baja a la playa.

Alex calló, mientras en su mente nacía un nuevo miedo.

Respiró profundamente. Tenía miedo de perder el contacto de un momento a otro.

—¿Aún me oyes?

—Alex, yo estoy enfrente de la misma farola, cerca de esa escalinata. Exactamente donde dices que estás.