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ALEX despegó del aeropuerto de Malpensa a las 7.12 horas del 28 de noviembre de 2014. En menos de una hora y media estaba previsto el aterrizaje en el Charles de Gaulle de París, la primera de las dos escalas previstas.

Gracias a Marco, había podido pagar todo con la tarjeta. Más de un tercio del presupuesto se había ido en la reserva del vuelo. De lo que quedaba, una parte estaba destinada al alojamiento en Australia, a menos que Jenny tuviera modo de hospedarlo. Pero la idea de que aquella chica que hasta hacía unos días era poco más que una alucinación ahora pudiera alojarlo en su casa le parecía inconcebible.

El tiempo de espera antes del segundo vuelo era de tres horas y media. Durante la primera hora Alex vagó sin meta por el aeropuerto. Se detuvo en una tienda para comprar unos auriculares nuevos para el lector MP3, luego se sentó en un bar y sacó de la mochila el libro que llevaba, Ejecución inminente de Andrew Klavan.

De vez en cuando miraba alrededor. Había un continuo trasiego de personas que se abrazaban, se despedían emotivamente antes de dejarse o se alegraban de reencontrare después de un tiempo.

«Son todas líneas», pensó y comenzó a ver cada una de aquellas personas como una raya trazada sobre un hipotético mapa. Un gigantesco enredo de calles que se cruzaban, se rozaban, se unían y luego proseguían adelante. Allí fuera, en los caminos del mundo, había miles de millones de líneas, de recorridos de vida. Miles de millones de direcciones. Calles enfiladas, desviadas por azar, a veces interrumpidas bruscamente. Pensó que dos enamorados no eran más que dos recorridos a merced del azar. Podían dibujar los trayectos más absurdos en el mapamundi, dirigirse a cualquier parte y no encontrarse jamás. O bien cruzarse también varias veces y no reconocerse. Podían tomar el mismo autobús todas las mañanas, sin saber nada el uno del otro. Así hasta el fin de sus días, sin relacionarse. Pero bastaba muy poco: un intercambio de frases, incluso casual, y las líneas se habrían mágicamente unido. Dos grises trazos de un solitario recorrido se habrían convertido en una sola calle compartida.

A mediodía, de acuerdo con el plan previsto, despegó el vuelo París-Kuala Lumpur.

El aterrizaje estaba previsto para las 6.35 hora local. En el avión de Malaysia Airlines, Alex consiguió dormir. Cuando despertó faltaban solo dos horas para la llegada. «Ni siquiera con un somnífero habría dormido tanto», pensó, mientras, algunas filas por detrás, un niño en brazos de su madre no paraba de chillar.

La espera antes del último vuelo era bastante larga. Se trataba de pasar casi todo un día en la capital de Malasia. Nada menos que quince horas entre el aterrizaje y la posterior partida hacia Melbourne.

El aeropuerto asombró a Alex por sus dimensiones. Para atravesarlo hasta la salida necesitó casi veinte minutos. A pesar de que millones de personas lo transitaban cada día, no había ni sombra de basura en el suelo y los amplios ventanales que daban a la pista parecían no existir, de tan limpios que estaban.

Con la mochila a la espalda, Alex llegó a las puertas automáticas y salió del aeropuerto. Lo embistió una inesperada ráfaga de calor. La humedad era insoportable.

No tenía ni idea de cómo pasar el tiempo. Se encaminó por una ancha carretera no demasiado transitada. Lo primero que vio fueron las indicaciones para llegar al circuito de Sepang, casi pegado al aeropuerto. Había visto varias carreras de coches en aquella pista. Como amante de los videojuegos conocía bastante bien el trazado. Lo había estudiado en numerosas ocasiones, a menudo en casa de Marco, durante los desafíos con la PlayStation. Decidió continuar en aquella dirección.

No se podía entrar al circuito a causa de unas obras, pero con un inglés chapurreado Alex preguntó a un operario si podía indicarle un sitio donde comer y relajarse unas horas. Luego subió a un autobús que lo llevó hacia la costa. Se apeó cuando vio aparecer la playa a un lado de la carretera. Se encontraba en Balan Lalang Beach, la fascinante extensión de arena que separaba el barrio de Sepang del océano Índico. Atravesó la carretera tras una fila de bicicletas que pasaron zumbando por un carril que corría a lo largo de la calzada. Luego llegó a un murete más allá del cual se extendía el espléndido manto arenoso, bañado aquel día por olas demasiado plácidas para hacer posible el entrenamiento de los surfistas.

«Vaya por Dios, dónde me encuentro… ¡Es increíble!», pensó dándose cuenta de que estaba al otro lado del mundo, solo por primera vez en su vida.

La atmósfera de Balan Lalang Beach era mágica. El silencio y la tranquilidad de aquel sitio parecían la banda sonora ideal para todos sus pensamientos. Sentía que su vida estaba a punto de cambiar de dirección, aunque no conseguía imaginar hacia dónde.

Después de un centenar de metros, se encontró frente a un bar con mesitas al aire libre. El letrero ponía CHUCK BERRY’S y en una columna exterior colgaba un cartel de uno de los singles más célebres del cantante estadounidense, Johnny B. Goode.

Alex se sentó en una mesita al aire libre y esperó. Cuando la camarera le trajo el menú con las fotografías de los platos, se fijó en uno llamado ikan baka y lo pidió. Se trataba de un pescado a la parrilla, especialidad local, que Alex hizo acompañar por una guarnición de patatas fritas.

A la muchacha que le sirvió le cayó simpático y le contó, a saber el motivo, qué hoteles y chalés de la zona de la playa en general de la Sepang Goldcoast, eran ocupados durante todo el año por turistas procedentes de las partes más diversas del planeta.

Después de comer, Alex volvió a caminar y descubrió un típico café sobre la costa, donde permaneció un par de horas leyendo hasta que el simpático encargado, un hombre achaparrado de piel aceitunada, con grandes bigotes negros, empezó a darle la lata. El sol pegaba fuerte y la humedad se había vuelto aún más intensa y fastidiosa.

You are looking for a girl, aren’t you? That’s the reason why you left Italy! —bromeó el encargado después de haber escuchado el pobre inglés del muchacho. Había acertado de pleno las intenciones del muchacho.

Él no respondió y se limitó a reír, volviendo la cabeza para contemplar el horizonte.

De nuevo en la carretera, mientras estaba tratando de situarse sobre qué recorrido hacer para regresar al aeropuerto, Alex pasó por delante de un hombre sentado a una mesita de madera en la acera.

—¿Italiano? Leer tu mano.

—No, gracias —dijo Alex y siguió andando.

—Solo cinco minutos.

—No tengo tiempo, debo coger un vuelo —fanfarroneó Alex sin detenerse.

—Tener todo tiempo del mundo. Tu vuelo hoy por la tarde, no antes.

Alex se paró y mantuvo la mirada al frente unos instantes. Luego volvió la cabeza lentamente sin decir palabra.

—Tú, inteligente —dijo el hombre tratando de halagarlo. El pelo gris desordenado, la ropa manchada, las piernas debajo de la mesita y las cartas ya entre las manos, listas para ser barajadas.

—¿Así que soy inteligente? —preguntó Alex, sarcástico—. Tú lo sabes todo, ¿eh?

—Yo saber todo. Coger una carta, vamos. Alex dudó unos instantes, pero la curiosidad se impuso.

—Esta —dijo indicando al azar en el mazo.

—Sostener en tu mano, no enseñar y no hablar.

Era un rey de tréboles, una carta plastificada y de dimensiones mayores de las que Alex conocía, pero lo fascinante estaba en el dibujo. Parecía casi más un tarot una baraja normal. El rey parecía mirarlo directo a los ojos.

—Yo ver a ti dando un grande salto.

—¿Ah, sí? —preguntó Alex, escéptico.

—Tú, grande salto en laguna negra.

—Y seguro que tú quieres dinero por estas revelaciones extraordinarias —bromeó el chico, pensando que estaba desperdiciando su tiempo.

El vidente lo miró con una sonrisa enigmática, luego sacó una carta y se la mostró. Representaba un pequeño rectángulo blanco y negro cortado por un rayo amarillo.

—Todos nosotros en gran peligro —continuó—. Tú, importante.

«Y tú, borracho», pensó Alex, pero no lo dijo. Luego se levantó, aferró un tirante de la mochila para acomodársela en el hombro derecho y reanudó su camino.

El vidente permaneció con la mirada fija delante de sí, la misma sonrisa estampada en el rostro y la ceja izquierda arqueada. No siguió al muchacho con los ojos. Se limitó a susurrar:

—Buen viaje, italiano, saludos de mi parte a muchacha de Melbourne.

Alex se volvió de golpe. No podía saberlo. Eso sí que no. Buscó rápidamente con los ojos la mesita. Ya no estaba. Ni la mesita ni el hombre.

—Dónde diablos… —Miró en todas direcciones, pero todo había desaparecido.

«Pero bueno. ¿Cómo ha hecho para esfumarse tan deprisa?». Sacudió la cabeza, luego se pasó la mano por el pelo y siguió andando.

Eran las seis de la tarde cuando llegó al aeropuerto. El despegue hacia Melbourne estaba previsto para las 21.35. Jenny estaba cada vez más cerca y Alex ardía en la espera. Trató de olvidar el episodio del vidente para no caer en fáciles paranoias.

Una vez en el aire, intentó dormir para despertarse en el aeropuerto de Tullamarine al día siguiente, pero su estado de excitación aumentaba con el paso de las horas. El vuelo parecía que no acababa nunca. Alex vio cuatro películas seguidas, a cuál más aburrida, con un par de incómodos auriculares de Malaysia Airlines que le costaron cinco dólares. También trató de continuar la lectura de la novela de Klavan. A pesar de que era apasionante y cautivadora, la mirada a menudo se le quedaba abstraída leyendo siempre las mismas líneas. Imposible mantener la concentración.

A las 9.50 del 30 de noviembre de 2014, dos días después de su partida de Milán, Alex aterrizó en Melbourne.

Encendió el móvil después de haber pasado el control de aduanas. El colapso de llamadas perdidas estaba descontado: quince llamadas del número de su madre. Por un instante sintió pena por haber causado preocupación a los suyos, luego apagó nuevamente el teléfono y lo metió en un bolsillo interior de la mochila.

«Ya estoy aquí», pensó en cuanto las puertas automáticas del aeropuerto se abrieron a su paso.

Había llegado. Estaba allí.

A un paso de Jenny.