ENCERRADA en su cuarto, con el iPod apoyado sobre el escritorio y los enormes auriculares de la Sennheiser ajustados sobre el largo cabello castaño, Jennifer Graver pasó media mañana haciendo indagaciones en la web.
Quería ponerse en la piel de Alex, tratar de entender a qué tipo de empresa se estaba enfrentando para conocerla.
Tendría que coger un avión, atravesar medio mundo, encontrar un hotel para pasar la noche y esperar que al despertar su sueño se convirtiera en realidad. Jenny estaba exultante porque él hubiera decidido emprender aquel viaje. Sus padres nunca se lo habrían permitido. Por un instante procuró imaginar a la familia de Alex, su mundo, su vida, todo lo que rodeaba el rostro que se había dejado ver por breves instantes durante su último diálogo.
Luego, cerró los ojos y recordó sus últimas frases.
«Eres el sueño más hermoso que nunca haya tenido».
«Nunca he sentido nada semejante».
«Quiero verte, aunque tenga que atravesar todo el mundo».
Aquellas palabras habían confortado su corazón durante aquellos días, consolándola a la espera del momento en que, eso esperaba, le cambiaría la vida para siempre.
Cuando Clara gritó su nombre desde la planta baja de la casa, ella no la oyó. En aquel momento, el estribillo de 1979 de los Smashing Pumpkins la aislaba del resto del mundo. Con la mirada embelesada y perdida en las páginas de su diario, Jenny seguía la letra canturreando. Había reflexionado a menudo en él, pensando en la melancolía de las palabras con que Billy Corgan hablaba de su adolescencia rebelde. «Y me importa un pimiento quitarme estos vaqueros con cremallera./ Y no sabemos dónde reposarán nuestros huesos./ Quizá se conviertan en polvo, olvidados bajo la tierra».
Su madre subió por las escaleras mientras terminaba de ponerse el anorak y entró en su cuarto agitada.
—Tesoro, siempre con esos auriculares… —dijo, cerrándose la cremallera.
—Dime.
—¡La compra! Te había pedido que me acompañaras.
Jenny hizo un gesto de asentimiento con la cabeza mientras se quitaba los auriculares y se arreglaba el pelo.
—Por cierto, anuncian lluvia —añadió Clara saliendo de la habitación.
Jenny acabó de apuntar la fecha de su último «encuentro» con Alex en su diario, lo cerró y se levantó.
Aquel diario era testigo de la relación entre Alex y ella desde 2010. Cada episodio era reproducido en lo que en realidad no era más que una carpeta con anillas, siempre lista para registrar todos los pensamientos de la muchacha. Se amontonaban en aquellas páginas en busca de orden. Era un cofre de secretos al que solo ella tenía acceso.
Nadie sabía de Alex.
Jenny siempre había protegido aquel secreto, lo sentía exclusivamente suyo. Como un don especial, lo celaba y lo mantenía a buen recaudo. Además, en los últimos tiempos los desvanecimientos habían cesado y la comunicación se había hecho más fácil y menos dolorosa. Todo esto le permitía custodiar aún mejor aquello que se estaba convirtiendo a todos los efectos en una relación.
En el diario, Jenny se hacía mil preguntas. ¿Quién era aquel muchacho? ¿Una alucinación? ¿Un amigo imaginario? ¿Era posible enamorarse de una sensación? Al principio se había negado a creer en una historia a distancia tan absurda, pero cuanto más tiempo pasaba más sentía la necesidad de estar físicamente cerca de aquella voz que ahora sonaba tan familiar en su cabeza. El sueño debía transformarse en realidad. Jenny quería encontrarse delante de aquellos ojos que hasta ahora solo había entrevisto, y el momento estaba muy cercano.
En la entrada del 18 de agosto de 2014, el primer párrafo citaba una definición encontrada en Wikipedia:
La telepatía, llamada también transmisión del pensamiento, es la hipotética capacidad de comunicarse con la mente, es decir, sin la utilización de otros sentidos o instrumentos. El término telepatía fue introducido en 1882 por Frederic William Henry Myers y deriva del griego tele (lejos) y pátheia (sentimiento). Como la precognición y la clarividencia, la telepatía forma parte de las llamadas percepciones extrasensoriales o ESP y, más en general, de las presuntas facultades paranormales. Entra en el campo de indagación de la parapsicología.
¿Era este el poder que los ligaba? ¿Era este su don?
En las películas y novelas Jenny ya se había topado con el término «telepatía», pero siempre se trataba de una facultad utilizable en determinado momento y lugar, con una persona presente en el mismo campo de acción que el sujeto telepático. En su caso, el misterio más difícil de explicar era la enorme distancia que la separaba de Alex.
Jenny se puso un chándal, guardó el diario en un cajón, dirigió un último pensamiento a Alex y se dispuso a bajar a la planta baja, donde su madre la estaba esperando.
«Quién sabe cuándo llegará…».
El jueves y el viernes por la noche Alex durmió en casa de Marco y el sábado por la mañana reservó el vuelo a Melbourne. Una semana, excluidos los días del viaje. Pensó que para esta primera «cita» era suficiente.
El domingo por la mañana tuvo otro encuentro telepático con la muchacha, y ahora estaba claro que algo en sus conversaciones había cambiado.
Alex advirtió una percepción muy particular antes de que se estableciese el contacto con ella. Tuvo la sensación de haberla llamado, de haber captado su vibración, la frecuencia de su pensamiento, como si su mente o su alma hubiera sido una especie de antena.
—¿Lo has sentido también tú? —preguntó Alex, seguro de que Jenny entendería a qué se refería.
—Reconozco tu sonido… No, no es un sonido, es como una luz, algo que aparece dentro de mi mente. No sé cómo explicarlo.
—Estoy seguro de que te he llamado.
—Sí, lo sé.
—Dentro de dos días estaré en Australia, Jenny. Aterrizaré a las diez de la mañana.
En aquel instante Alex advirtió una vibración nueva y el rumor de un temporal que se acercaba. Un trueno le explotó entre las paredes del cerebro, pero no provocó dolor. Es más, le dio una extraña sensación de poder, como si hubiera expandido la mente, como si el trueno hubiera desquiciado los límites de su cavidad craneal.
—Dime dónde puedo encontrarte —pidió Alex mientras un nuevo estruendo se superponía a su comunicación.
—No lo sé.
—Dime un lugar, cualquier lugar donde podamos encontramos. La muchacha vaciló unos segundos antes de responder.
—Altona Beach Pier.
—¿Qué es? —preguntó Alex, pero el contacto se interrumpió.
Alex abrió desmesuradamente los ojos. Estaba recostado en el sofá del salón de Marco. Su amigo estaba a un metro de distancia y lo miraba con curiosidad.
—¿Estabas con ella? —le preguntó.
Alex miró un instante alrededor para recuperar el contacto con la realidad.
—Debo comprobar algo —dijo sentándose—. Si existe un sitio llamado Altona Beach Pier. Y dónde se encuentra.
—Veamos. —Marco se acercó al ordenador y tecleó rápidamente el nombre de aquel sitio.
Según parecía, un rápido vistazo a Google Maps determinó que se trataba de un muelle sobre el océano, en un barrio tranquilo al sudoeste de Melbourne.
A la mañana siguiente, mientras sus padres estaban en el trabajo, Alex recogió ropa, un libro y su fiel iPod y lo metió todo en la mochila que usaba para la escuela. Antes de salir escribió una breve misiva que dejó sobre la mesa de la cocina.
Queridos mamá y papá:
He salido de viaje. No estaré fuera mucho tiempo, no os preocupéis por mí.
Está todo bajo control, pero no puedo deciros de qué se trata. No lo entenderíais. Ya no puedo esperar y no habría tenido sentido pediros permiso.
Os quiero. Perdonadme.
Alex
Con la mochila a la espalda, Alex volvió donde Marco para pasar en su casa la última noche antes de la partida. El vuelo estaba previsto para la mañana siguiente, a las siete.
—Te envidio, ¿sabes? —dijo Marco. Estaba poniendo jamón sobre una rebanada de pan tostado.
—¿Por qué? —preguntó Alex mientras se sentaba a la mesa.
El amigo apretó un botón azul en el respaldo de la silla. En pocos segundos la mesa se abrió delante del sitio ocupado por el huésped. De allí emergió un estante de madera con un vaso, cubiertos y una servilleta dispuestos pulcramente.
—Es sencillo. Alguien te necesita y no ve la hora de encontrarse contigo.
—Sí, alguien que durante cuatro años ha hablado conmigo solo a través de ataques epilépticos…
—Anda ya. Lo importante es que tú sabes que existe —repuso Marco con tono decidido. Luego bajó la mirada hacia sus piernas inertes—. A mí nunca me ocurrirá nada semejante.
—No digas tonterías. Antes o después te ocurrirá también a ti. Solo debes esperar el momento justo.
Marco mordió el bocadillo y habló con la boca llena.
—Yo soy un minusválido.
Alex se sirvió agua en su vaso, sacudiendo la cabeza.
—Tú eres un genio, Marco. Eres una persona dotada de un intelecto fuera de lo común. No tienes piernas, vale, pero hay personas que tienen piernas y no obstante en la vida no toman ningún camino, se quedan inmóviles, vegetando.
—Quizá tengas razón… Antes o después encontraré alguna pobre desdichada dispuesta a pasar el resto de su vida con un chico sobre dos ruedas. —Marco rio. Tenía un agudo sentido de la ironía incluso consigo mismo, Alex estaba acostumbrado—. ¿Estás listo? Para mañana pondremos tres despertadores.
—Sí. —Alex cerró los ojos e imaginó que sobrevolaba el océano hacia Australia—. Estoy listo. En realidad, no quepo en mi piel de entusiasmo.
Acabada la cena, permanecieron un par de horas en la sala charlando frente al televisor antes de irse a dormir. Como era previsible, la madre de Alex llamó a casa de Marco, presa de una gran agitación. Él interpretó perfectamente su papel: respondió que también él había intentado localizar a Alex en el móvil y que estaba a punto de llamarlo a casa. La puesta en escena pareció funcionar. No vendrían a buscarlo, al menos de momento. Así lo esperaban.
De madrugada, el despertador sonó a las cuatro.
El viaje estaba empezando.