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A las nueve y media de la noche del jueves, en un apartamento de Viale Gran Sasso sonó el interfono. No era el habitual y fastidioso ruido, sino más similar al de un móvil y reproducía el tema central de la banda sonora de Rocky IV. Marco apretó un botón en el pequeño mando verde y el portal se abrió. Alex subió la escalera de dos en dos y entró con la bolsa de baloncesto en bandolera.

—¡He recibido tu mensaje! —le gritó el amigo desde el baño—. ¿Quieres explicarme qué demonios sucede?

Marco apretó otro botón del mando y la puerta del apartamento se cerró. Alex estaba habituado a esos tricks, como los llamaba su amigo. Truquitos geniales. En casa de Marco casi todo se accionaba por medio de botones, mandos o incluso órdenes impartidas de viva voz. Puertas, calefacción, electrodomésticos de la cocina, estéreo y luces respondían todos a un control remoto, como algunos apartamentos modernos diseñados según las leyes de la inteligencia artificial, con la particularidad de que en este caso cada microchip había sido construido y patentado por el mismo Marco.

En febrero de 2004, más de diez años antes, sus padres habían decidido pasar unos días en una localidad de montaña. Tenían la idea de comprar una casa de vacaciones y habían aprovechado la inspección de aquella zona para pasar un fin de semana en familia. El padre de Marco, exesquiador profesional, había contagiado su pasión a su mujer y su hijo. Se anunciaba un fin de semana de magníficos descensos libres y tranquilas cenas en el refugio de la montaña.

Una ligera lluvia había acompañado su partida de Milán. Entrados en el Piamonte, les sorprendió un verdadero aguacero. Abandonaron la autopista para seguir la carretera que los habría llevado hasta la montaña y el temporal quedó a sus espaldas. Lo peor había pasado. Pero mientras ascendían de cota el tiempo fue empeorando. Una violenta tempestad de nieve se abatió de pronto sobre la curvada carretera de montaña. El fuerte viento hizo derrapar el vehículo y un árbol se inclinó peligrosamente sobre el parabrisas, obligando al todoterreno a un brusco volantazo que lo hizo precipitarse por la ladera. El muchacho, zarandeado en el asiento trasero, ni siquiera vio cómo su padre perdía el control del vehículo. Solo sintió el impacto del choque ladera abajo. Luego silencio.

La vida de Marco quedó marcada para siempre. Sus padres murieron en el acto. Él se salvó de milagro y fue confiado a sus abuelos maternos, con los que vivió hasta los diecinueve años. Luego decidió independizarse y encontró casa en Viale Gran Sasso.

Durante sus primeros veinte años de vida se había dedicado al estudio de la informática y la electrónica. Le agradaba desmontar artilugios, estudiar sus componentes, llenar la casa de sistemas de accionamiento mecánico. Tenía una serie de mandos electrónicos dispersos por todas las habitaciones. Estaba el verde, que accionaba puertas y ventanas. El azul, cuyas teclas estaban dedicadas al horno eléctrico, el microondas y los hornillos. El amarillo, para regular la temperatura del apartamento. El rojo, para gestionar la instalación de las luces: un panel de colores cambiantes en el dormitorio, hileras de neón azul en la sala para conferir un aspecto futurista a su «reino», como le agradaba definirlo, y una serie de pequeñas bombillas dispersas por el apartamento, que lo transformaban en una especie de gigantesco flipper. Marco estaba orgulloso de su obra.

Desde hacía diez años su cerebro discurría a un ritmo notablemente superior a la media y le permitía estudiar y proyectar artilugios cada vez más sofisticados, desde mandos para la casa hasta software. En informática era una especie de monstruo. Cualquier problema que pudieran tener sus amigos, Marco lo solucionaba. Como decía Alex, estaba «años luz por delante».

Pero la diferencia entre los dos muchachos no estaba solo en los conocimientos tecnológicos y los cinco años que le llevaba su amigo. Estaba también en las piernas. Las de Marco habían quedado en el fondo de la ladera.

La silla de ruedas eléctricas de Marco asomó del baño y giró por el pasillo en dirección a la habitación que llamaba «sala de máquinas».

—Te veo bien —comentó dando la espalda a su amigo.

Alex parecía radiante.

—Desde cierto punto de vista, es la época más hermosa de mi vida.

—¿Quieres algo de beber? —Marco volvió la cabeza hacia Alex, que estaba mirando en derredor. Cada vez que entraba en aquella sala, el primer vistazo acababa siempre en la foto de los padres de su amigo, sonrientes y felices el día de su boda.

—Sí, gracias.

Marco tenía un minibar rojo en forma de lata de Coca-Cola junto a uno de los tres ordenadores que ocupaban la mesa del centro de la habitación. Sacó un par de latas y tendió una a su amigo.

—Necesito tu ayuda —dijo Alex, saltándose todo preámbulo.

Marco sonrió y con un dedo se ajustó las gafas sobre la nariz. La barba desaliñada, el pelo negro desordenado con largos mechones despeinados: para Alex aquel había sido siempre su aspecto, desde su primer encuentro en la final del torneo de PlayStation.

—Deja de mirar mi silla —le había dicho aquel día—. No quiero ganar compasión. Mis piernas son falsas, pero las manos funcionan de maravilla.

Alex se había quedado impresionado por la seguridad de aquel muchacho que inicialmente solo le había dado pena. Antes de comenzar a jugar se habían estrechado la mano. Había ganado Marco, en los penaltis. Desde entonces, una especie de hermandad los había ligado para siempre.

Alex intentó volver a la realidad. Aquel recuerdo estaba impreso a fuego en su memoria como uno de los momentos más importantes de su vida. Un simple cruce del destino había hecho nacer una gran amistad. A menudo le ocurría que reflexionaba sobre el hecho de que si no hubiera visto la publicidad de competición en un periódico, el día anterior al torneo, por casualidad, nunca habría conocido a Marco.

—Adelante, ¿qué necesitas?

Alex miró la hilera de neones azules sobre el muro de enfrente y se vio obligado a frotarse los ojos.

—¿Los tienes siempre encendidos? —preguntó señalando las luces con un gesto de la cabeza.

—Solo cuando estoy aquí trabajando con el PC.

—Ah. Por tanto, siempre.

—Exacto.

Alex sonrió y empezó a beber la Coca-Cola. En los estantes en torno había numerosos ensayos sobre el cosmos, libros de ciencia, revistas de astronomía y tebeos de ciencia ficción. Su atención fue atraída por un ensayo de Stephen Hawking. Lo cogió de la librería y lo hojeó distraídamente hasta la foto del científico. Por un instante se detuvo a pensar en la triste decadencia física de una gran mente como la del cosmólogo británico. Luego devolvió el libro a su sitio.

—Ya sabes de mis dolores de cabeza —dijo Alex—. Aquellas… alucinaciones.

Marco prestó atención y lo miró con curiosidad.

—Nunca me has hablado de ello… en profundidad —dijo titubeante. Sabía que para Alex era un tema delicado.

—Bien, me parece que ha llegado el momento de decirte algo más.

—Te escucho.

—La cosa ha evolucionado.

Marco puso en standby los tres ordenadores, un PC, un Mac fijo y un MacBook portátil que trabajaban siempre en red.

—Pues bien —empezó Alex, sabedor de que se estaba sincerando con la única persona en el mundo a quien habría confiado su vida—, ahora es seguro que Jenny existe.

Y le contó todo.

Los encuentros con la muchacha, los desvanecimientos, sus diálogos telepáticos, y la certeza de que también ella anhelaba conocerlo. Y cómo había conseguido descubrir dónde vivía y cómo había tenido ocasión de comprobar que la información proporcionada por Jenny era verdadera.

Luego le habló de la cinta de vídeo y de aquel niño rubio y su recordatorio para el futuro.

Al final calló, exhausto. Se levantó y se acercó a la ventana bajo la mirada atenta de su amigo. Miró fuera y se percató de que había oscurecido. Las farolas iluminaban las calles y el tráfico había dado paso a la desolación. Un sin techo empujaba con esfuerzo un carro. «Quién sabe cómo habrá sido la vida de ese hombre —pensó—. Acaso antes era rico y ahora pide limosna. A veces basta un revés…».

—Alex —dijo Marco—, yo te creo, siempre te he creído, pero no sé cómo podría ayudarte.

—Debo ir a Australia. Debes a ayudarme a realizar ese viaje.

—Bromeas. ¿Quieres partir para Australia, así? ¿Ahora?

—Exactamente. Ya no puedo esperar. Me volveré loco si no afronto esto. Me parece vivir dos vidas. Yo… debo verla.

Marco suspiró y apretó los labios. Luego reactivó el Mac e hizo una búsqueda en internet.

—¿Tienes el pasaporte vigente? —le preguntó.

Alex no comprendió de inmediato el sentido de la pregunta.

—¿Y bien? —insistió Marco—. ¿Tienes pasaporte o no?

—¿Significa que me ayudarás?

—Claro que te ayudaré, qué pregunta.

—Tengo el pasaporte. Lo utilicé para la excursión de enero con mi clase. —Perfecto. Veamos qué puedo hacer. Alex se acercó con la silla a su amigo.

—Jo… —dijo Marco sin apartar los ojos de la pantalla—. Volar a Melbourne no es precisamente económico.

—Ya veo.

Los vuelos de ida y vuelta costaban un mínimo de 1350 euros. Con una antelación de tres meses, el precio bajaba unos trescientos euros, pero Alex no tenía ninguna intención de esperar.

—¿Qué quieres hacer?

Marco se estaba tomando en serio el asunto. Cualquier otro lo habría tomado por loco. Si se hubiera confiado a sus padres o a algún amigo, le habrían aconsejado un buen psicoanalista. Pero, como Alex ya sabía, Marco era una persona especial. Lo había tomado en serio desde que le había comentado el primer desvanecimiento. Habían pasado cuatro años.

—No lo sé. No tengo tanto dinero.

—Eso no es problema.

—¿En qué sentido?

Marco sonrió, como si diera por descontada la respuesta.

—Digamos que tengo mis recursos…

—Oye, no quiero que me prestes dinero.

—No tengo ninguna intención de prestártelo. Y, en cualquier caso, no sería mío… —Marco rio y se puso a rebuscar entre los papeles dispersos detrás del Mac. Encontró varios folios y se los tendió a Alex, que empezó a hojearlos mientras el amigo explicaba—: Estas son algunas fichas técnicas que he conseguido piratear con mis trabajos de hacker. Se trata de poner los datos de cuentas con las cuales puedo operar con cierta tranquilidad.

—Nunca dejarás de asombrarme. —Alex revisó las páginas sin entender la lista de cifras y nombres que contenía.

—De esta serie de fondos puedo sustraer pequeñas cantidades, actuando como haría cualquier empresa con la cual se pueda hacer una compra online con tarjeta de crédito.

—Pero ¿es seguro? —preguntó Alex.

—Claro que no, pero tengo mis sistemas, no te preocupes. Ante todo deben ser cantidades que no despierten sospechas. No quiero hacerme multimillonario con este sistema, sería imposible y antes o después me descubrirían. Estas sumas no las giro a mi cuenta. Las envío a una serie de tarjetas de prepago de empresas ficticias que…

—¿Crees que estoy entendiendo algo? —Alex frunció el ceño y contuvo una carcajada.

—En resumen, consigo entrar en posesión de este pellizco sin implicar mi cuenta bancaria y puedo retirar la cantidad a través de las tarjetas de prepago que tengo en aquella caja fuerte. —Señaló un pequeño cubo de metal sobre una repisa, la misma en que había puesto la foto de boda de sus padres.

—Mañana irás a que te den una tarjeta de prepago. De los tres mil euros que nos serán acreditados por la tarde me ocupo yo.

Alex se quedó sin palabras.

—No debes decir nada. —La mirada de Marco se posó en una fotografía colgada en la pared detrás del ordenador. Retrataba a una anciana que había labores de punto—. ¿Te acuerdas de 2011?

—Sí. —Alex sonrió con melancolía—. Lo recuerdo bien.

—Si no hubieras estado tú durante mi depresión, no lo habría conseguido. La muerte de mi abuela me había destruido. Era como una segunda madre para mí.

—Lo sé.

—Nunca olvidaré aquel año. Tres mil euros no equivalen ni a un céntimo de lo que hiciste por mí.