6

NOVIEMBRE fue un mes rico en encuentros, como jamás hubieran podido imaginar. Cada tres o cuatro días, durante al menos treinta segundos, establecían contacto. Era precedido por el acostumbrado escalofrío en la espalda, al que seguía un estado de bienestar psicofísico, una sensación de paz y serenidad. Ningún rumor o lamento perturbaba aquella quietud. Y ningún sufrimiento, salvo un ligero dolor de cabeza al final del encuentro.

Diálogo que, ahora era evidente, ocurría a través del pensamiento. Para demostrarlo, Alex cogió la filmadora digital de su padre y se encerró en su habitación todo el fin de semana.

Montado sobre un caballete junto a la mesa de estudio, el objetivo encuadraba la zona de la cama. Bastaban pocos segundos para que empezara a grabar. Durante uno de los habituales escalofríos que preludiaban la conexión con Jenny, lo consiguió.

—Alex, eres tú…

El muchacho sintió una oleada de calor. Algo se estaba abriendo en su mente.

Alex —repitió la voz femenina en su cabeza.

Un suspiro sacudió su pecho, precisamente cuando toda sensación física estaba a punto de abandonar su cuerpo.

—Jenny, debemos vernos.

A Alex le pareció advertir el esbozo de una sonrisa.

—No es posible. ¿Cómo podríamos reunimos? Oye, yo sé que estás ahí, siempre lo he sabido, pero todo esto es demasiado extraño… Me da miedo.

—También a mí, aunque no me preocupa. No sé cómo explicarlo, pero ya no puedo prescindir de ti, tu sonrisa existe en mi cabeza. Sé que quizá será distinto, que quizá serás distinta, y aun así no puedo pensar en irme a dormir aceptando que nunca te veré, aceptando que seas solo un sueño.

Las palabras de Alex permanecieron sin respuesta unos instantes.

—Pero quizá sí sea solo un sueño.

—Sí, el sueño más hermoso del mundo.

—Pero los sueños están destinados a desaparecer.

—Entonces no quiero despertar nunca.

Jenny no añadió nada, pero ahora, además de su sonrisa, en la mente de Alex aparecieron dos grandes ojos brillantes, y la expresión de quien intenta contener la emoción mordiéndose el labio.

Nunca he sentido algo semejante —añadió Alex.

En su mente, aquellas palabras iluminaron el rostro de Jenny. Su perfil apareció en torno a los ojos brillantes, sus labios temblorosos, su frente ligeramente arrugada.

Me parece verte —dijo Jenny—. Tu rostro ha aparecido en mi mente.

Era exactamente lo que le estaba sucediendo a Alex.

—¿Y si fuera distinto?

—¿Y si fuera distinta?

Las dos preguntas se persiguieron unos instantes en los pensamientos de ambos.

—Tú no eres un sueño, Jenny, ahora formas parte de mi vida. Quiero conocerte, aunque deba cruzar todo el mundo.

Esta declaración pareció vencer las reticencias de la muchacha, en cuyo corazón lidiaban dos emociones contrapuestas. Por una parte, el sentimiento que siempre había experimentado, el que le encendía el corazón, el que la hacía sentir sola entre sus amigos, sola en el mundo real de cada día. Por la otra, el miedo de haberse enamorado de un sueño, el temor a despertarse de pronto viendo desaparecer aquella ilusión.

Los pensamientos continuaron persiguiéndose sin que ninguno de los dos pudiera hacer nada por contenerlos. El diálogo mental escapaba a su control dando voz a sus pensamientos más profundos.

Cuando poco más tarde Alex abrió los ojos, la imagen desenfocada del techo de su habitación lo devolvió lentamente a la realidad. La luz en su cabeza se había desvanecido, la voz de Jenny ya era solo un eco lejano. Pero el piloto rojo de la cámara indicaba que lo había filmado todo.

Se levantó de la cama lentamente, con las articulaciones entumecidas, y conectó la cámara al ordenador.

El vídeo empezaba con él después de haber apretado el rec y echándose sobre la cama. Alex vio que sus párpados temblaban en los segundos previos al contacto. Luego, la caída en estado de trance, con los músculos relajados y los ojos cerrados. No entendió bien qué mascullaba en los segundos precedentes al despertar, solo captó las palabras «sueño» y «mundo».

Al final de aquel diálogo, el 23 de noviembre de 2014, Alex había prometido a Jenny que la conocería, que convertiría aquel sueño en realidad, aun a costa de su propia vida.

No había elección: debía hacerlo. Así se lo dictaba su corazón. Pero no solo.

En efecto, la mañana anterior Valeria lo había mandado al sótano. Hacía años que no bajaba a aquel espacio de dos metros por tres en el estrecho y polvoriento túnel subterráneo al que se accedía desde el patio interior de la señorial casa.

La tradición marcaba que en casa de los Loria se adornara el árbol de Navidad exactamente un mes antes de la fecha. Y así, Alex había sido enviado abajo a buscar las cajas con las bolas y los festones, la alargada caja de cartón con el árbol artificial y una bolsa con un intrincado cable luminoso.

Lo recibió el chirrido de la desquiciada puerta de madera. Por suerte, el interruptor aún funcionaba. Dentro era un caos. Cajas sobre cajas, una vieja tabla de planchar, dos muletas, trozos de una mountain bike que ni siquiera recordaba haber tenido de pequeño y baratijas variopintas.

Alex localizó la caja del arbolito en un rincón. Asomaba a medias. En un lado tenía representado un árbol estilizado. Luego se concentró en las otras cajas, apiladas unas encima de otras. La de más abajo tenía una inscripción diagonal roja que ponía «MARCOS». La de encima tenía un adhesivo blanco con un garabato azul. Era la caligrafía de su padre. Alex se acercó y leyó «AZULEJOS». La siguiente carecía de inscripciones. Inclinó la cabeza para ver el lado opuesto.

—Hela aquí —dijo satisfecho al leer «ADORNOS NAVIDAD».

Luego, mientras buscaba la bolsa del cable luminoso, Alex tropezó con una rareza que no recordaba, un juguete que adoraba de pequeño. Era un robot de treinta centímetros de altura, azul, con manos y pies rojos, y un escudo en el pecho que retrotrajo al muchacho diez años atrás. Conservaba pocos detalles de aquella época, pero recordó que el robot servía de contenedor. Bastaba presionar un botón detrás del cuello y el tórax se abría en dos.

Cuando Alex lo hizo, se quedó de piedra.

—¿Y esto qué es? —dijo al ver la cinta de vídeo que contenía el robot.

La sacó y leyó la inscripción del adhesivo: «VER EL 22/11/2014».

«Vaya —pensó antes de meterse el casete en un bolsillo la felpa—. Es hoy…».

Cuando volvió a casa, dejó las cajas navideñas en la sala, se encerró en su cuarto y examinó el VHS. Le temblaban las manos. Se moría de curiosidad.

En cuanto sus padres salieron a hacer las compras, Alex corrió a la sala en busca del reproductor de vídeo que en los últimos años había sido reemplazado por un lector BluRay. Lo encontró en un arcón detrás del sofá, sepultado debajo de un montón de papeles. Por lo que recordaba, el aparato funcionaba perfectamente, pero cuando lo conectó al televisor e introdujo la cinta, la desilusión se le dibujó en el rostro. Enarcó las cejas mientras en la pantalla el DeLorean de Marty McFly corría a ciento treinta kilómetros por hora hacia 1955.

Regreso al futuro… ¿Y qué? —dijo mientras buscaba la tecla de «stop».

Estaba a punto de presionarla cuando las imágenes de la película se interrumpieron de golpe. La pantalla se volvió gris y borrosa, como si la cinta hubiera sido regrabada. Una imagen cobró forma: él mismo de niño. De cinco o seis años. A sus espaldas, el viejo cesto de mimbre de los juguetes. A su lado, un enorme oso de peluche cabeza abajo sobre un viejo sillón burdeos. Todas cosas que ya no formaban parte de la decoración de su habitación desde hacía mucho tiempo. En la pared había pegados pósteres de deportistas como Ayrton Senna y Michael Jordan. El pequeño Alex estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Llevaba unos pantaloncitos azules y una camiseta con la imagen del Tío Gilito zambulléndose desde un trampolín para aterrizar sobre una montaña de monedas de oro. El pelo rubio le formaba una especie de cúpula sobre la cabeza, con el flequillo cayéndole casi hasta los ojos. Cuando levantó la mirada hacia el objetivo de la cámara, pronunció con su voz infantil unas palabras tan nítidas como horripilantes:

«Este mensaje es para mí, para cuando sea mayor. En noviembre de 2014 deberé partir al encuentro de ella. Antes de que sea demasiado tarde».

A continuación, el niño se levantó y salió de la imagen. La pantalla se puso negra. Y segundos después reapareció Michael J. Fox en un pajar del Hill Valley de los años cincuenta.

«No es posible», pensó Alex mientras rebobinaba el último minuto de cinta. Cuando la reprodujo otra vez, tuvo la confirmación de que había oído bien. Luego guardó todo en su sitio y devolvió el vídeo al sótano, dentro del viejo robot, antes de que regresaran sus padres.

Aquel VHS llevaba la fecha del día en que lo había encontrado, y el mensaje que él mismo se había enviado no era en absoluto ambiguo. Antes bien, era demasiado preciso. Inexplicablemente preciso.

Había algo absurdo en toda aquello, y había que descifrarlo. Aunque para ello necesitara atravesar medio mundo.

Alex sabía que solo había una persona que podría ayudarlo a realizar aquella empresa.

—No estoy segura de que sea una buena idea —dijo Valeria Loria mientras disponía los platos sobre la mesa. El aroma del sofrito de ajo invadía la cocina. La madre de Alex apuntó el mando hacia el televisor y puso mute antes de verter agua en una jarra que depositó en el centro de la mesa.

—¿Cuánto quieres estar fuera? —la voz del padre de Alex, Giorgio, era decidida y bien timbrada—. ¿Un fin de semana largo?

Alex se limitó a asentir con un gesto de la cabeza.

—No entiendo la necesidad. Como si ya no os vierais bastante.

El hijo abrió la boca para protestar, pero la madre lo detuvo con un ademán de la mano.

Él se contuvo y fue a sentarse en su sitio. La amplia cocina de la casa de los Loria estaba decorada con muebles antiguos de madera oscura, con pomos de latón y adornos florales. Una larga mesa de madera maciza dominaba la estancia. Encima de la mesa, del techo colgaba una lámpara de cristal. En la pared opuesta a la zona de cocina, un aparador de los años cincuenta en roble con puertas de vidrio alojaba el servicio de plata reservado para las grandes ocasiones.

Alex odiaba aquella cocina. La detestaba, como también el resto de la casa. Para él no era más que una refinada jaula de oro.

—El viernes hay asamblea en la escuela —dijo titubeando—. Pero la asistencia no es obligatoria. Podría ir a casa de Marco el jueves por la tarde… y quedarme allí hasta el domingo.

El padre lo observó unos instantes sin decir nada, luego extendió la servilleta y la apoyó sobre las piernas.

Valeria miró a su marido y luego al muchacho. Sabía que debería encontrar una solución que contentara a ambos.

—¿El domingo no tienes partido? —preguntó.

—No, el domingo no.

—¿Y no tienes que entrenarte? —intervino Giorgio—. Falta poco para los play-off.

Alex no respondió. Sabía que su padre tenía razón.

—Sigues siendo el capitán del equipo, ¿no? Quizás esperen que no te pases el fin de semana jugando a la PlayStation con ese amigo chiflado.

—Marco no es un chiflado. Es un genio.

—Sí, sí, está bien.

Por segunda vez se contuvo. No podía arriesgarse a discutir precisamente en ese momento.

—O sea, ¿puedo ir o no?

Valeria intercambió una mirada con Giorgio, que ya había activado el volumen del televisor como dejándole a ella la tarea de dar o no el permiso a su hijo.

—Ve, ve —respondió ella mientras en la pantalla empezaba el sumario del telediario, momento que en su casa significaba «fin de las discusiones».

Hecho.

El primer obstáculo estaba superado.