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CLARA Graver se quitó los guantes de cocina y corrió al piso de arriba tras oír la caída de Jenny, como un peso muerto. Subió las escaleras, jadeante, arriesgándose a tropezar, y cuando estuvo delante de la puerta entornada la abrió de golpe. Su hija estaba tendida en el suelo, con baba en la boca y un hilo de sangre saliéndole entre los labios.

—¡Jenny! —exclamó y se arrodilló junto al cuerpo inconsciente. Los ojos de la muchacha estaban desencajados, la mirada perdida en el vacío—. Cariño… estoy aquí. Mírame.

Con unas caricias en las mejillas Clara consiguió despertar a su hija. Una técnica sencilla pero eficaz, ya convertida en hábito.

Roger subió los escalones de dos en dos y llegó agitado al baño. Miró primero a su mujer y luego a su hija, que iba recuperándose poco a poco.

—¿Cómo está?

Clara se limitó a encogerse de hombros.

—¿Ha sucedido otra vez? —la apremió él, aunque conocía perfectamente la respuesta.

Jenny enfocó lentamente la expresión preocupada de su padre e intentó calmarlo:

—Estoy bien.

—¿Te has golpeado la cabeza?

—No, creo que no.

Roger se acercó y le frotó la nuca. Los dedos se mancharon de rojo.

—Esto es sangre, Jennifer. —Su tono no transmitió preocupación, sino más bien resignación.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Clara.

—Tranquila, es superficial —la serenó él mientras Jenny se masajeaba la cabeza.

—¿Puedes ponerte en pie? —le preguntó su madre tendiéndole una mano.

Jenny inclinó el busto y sintió una punzada de dolor en el lado derecho de la frente. Logró levantarse.

—Ahora te vas a la cama. Te prepararé una tisana —dijo con tono afectuoso la madre, forzando una sonrisa.

Roger sacudió la cabeza.

—Dios santo, Clara, ¿cuándo entenderás que con tus tisanas no curaremos a nuestra hija? El doctor Coleman había dicho que…

—¡No me importa lo que haya dicho el doctor!

—Si tomaras en consideración la terapia…

—Ya hemos hablado de eso, y la respuesta es ¡no! —lo interrumpió, resuelta—. Jenny está… Jenny estará muy bien.

Entretanto, la muchacha se había acercado a la ventana, donde permanecía con la mirada perdida. Más allá de la cortina bordada a mano por su abuela se entreveían los tejados de las casas adosadas de Blyth Street.

Aquella disputa entre sus padres era una escena que Jenny conocía muy bien.

Los desvanecimientos habían empezado cuatro años antes. Ella acababa de festejar su duodécimo cumpleaños y estaba jugando con los regalos traídos por amigos y parientes. Su madre estaba desempolvando los muebles de la sala cuando ella, de pie delante del televisor, se había desplomado súbitamente. Apenas había conseguido decir «Mamá» al notar que la cabeza le pesaba y la vista se le nublaba. La última imagen que distinguió antes de desvanecerse fue el diploma de su madre, enmarcado y colgado en la pared de la sala: Clara Mancinelli, doctora en Letras summa cum laude. Abajo, junto a la firma del rector, el sello de la Universidad la Sapienza de Roma. El pergamino estaba fechado el 8 de mayo de 1996, exactamente una semana antes de que Clara conociera a Roger, que estaba de vacaciones en la capital con un amigo, y decidiera cambiar el curso de su destino siguiéndolo a Australia. A su madre le gustaba recordar que si no hubiera entrado en aquel café para ir al lavabo, Roger y ella no se habrían conocido. Y Jenny nunca habría nacido.

Los exámenes médicos a que sometieron a Jenny no arrojaron ningún resultado preocupante. La niña no tenía problemas de tensión ni de corazón, su salud era perfecta y sus éxitos deportivos así lo demostraban con creces. Había ganado dos años seguidos la medalla de oro del torneo provincial y había sido seleccionada para participar en las Olimpíadas Escolares, para alegría de Roger, que la entrenaba personalmente cuatro tardes por semana en el Melbourne Sports & Aquatic Centre.

Desde entonces, episodios de aquel tipo se habían producido cada vez con mayor frecuencia. A veces presentaban los síntomas de un ataque epiléptico, otras parecían simples desvanecimientos. Según los médicos a los que Clara consultaba, no se daban los supuestos para un tratamiento contra la epilepsia. La pasión de su mujer por las flores de Bach y la homeopatía contrariaba la visión tradicional de Roger, pero hasta entonces ella se había salido con la suya. Nada de fármacos, ninguna terapia.

En los años siguientes, Jenny aprendió a convivir con aquello que llamaba «el ataque». Le había ocurrido en las situaciones más dispares. Durante la excursión escolar a Brisbane, cuando se había desmayado en el vestíbulo del hotel mientras la profesora pasaba lista y distribuía a las muchachas por parejas en las habitaciones. En el cine, cuando ni siquiera sus amigas se habían percatado de que, mientras ellas veían la película, Jenny se había derrumbado en la butaca con la cabeza ladeada y los brazos colgando. Y también en la pizzería, cuando Roger la había llevado a festejar su primera medalla de oro, y en el Burger King, donde el equipo de natación se reunía los viernes con el entrenador. Por no hablar de todas las veces que le había ocurrido en casa, en la cama o en cualquier habitación. Por suerte, pensaba a menudo, el ataque nunca se había producido en la piscina. Su vida habría corrido peligro.

Lo que sus padres no sabían era lo que ocurría durante los desvanecimientos.