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ALEX Loria estaba listo para la canasta decisiva. Camiseta amarilla-azul empapada de sudor, un mechón rubio cayéndole sobre la frente y la mirada de quien sabía que marcaría.

Era el capitán. Había conseguido forzar dos tiros libres en el último minuto. El primero había entrado. Aro-tablero-aro-canasta.

Faltaba un solo punto. No podía fallar.

Alex se secó las manos en los pantalones cortos y observó al árbitro mientras le pasaba la pelota. Una rápida mirada glacial al autor de la falta personal, un muchacho que asistía a un instituto vecino, y volvió a concentrarse en el tiro libre.

—Si encesto ganamos el partido, vamos, Alex… —se susurró para animarse, mientras con la cabeza inclinada hacía botar la pelota.

Sus compañeros permanecían en silencio, tensos y listos para saltar al rebote. Los habituales gritos de ánimo resonaron en el gimnasio de la escuela. Era solo un amistoso, no había pancartas agitadas por los padres en las gradas ni chicos con palomitas al borde de la cancha. Pero nadie quería perder, especialmente el capitán. De pronto le sobrevino aquella sensación de vacío. Las piernas flojas. Un escalofrío en la espalda. La vista nublada. Mientras compañeros y adversarios lo miraban desconcertados, Alex cayó de rodillas, apoyó una mano en el parqué sintético y comenzó a jadear.

Lo sentía.

Estaba a punto de suceder otra vez.

—¿Quieres hacer el favor de venir a la mesa? —llamó Clara desde la cocina.

—¡Un momento, mamá!

—¡Hace veinte minutos que dices «un momento»! ¡Muévete!

Jenny Graver bufó y sacudió la cabeza mientras con el ratón comenzaba a cerrar las aplicaciones en uso en su MacBookPro. Alzó la vista hacia el reloj de pared. Las ocho y cuarto. Por su tono, su madre no parecía dispuesta a admitir más retrasos.

Jenny se levantó y se miró en el espejo que había en la pared del escritorio. El pelo castaño le caía sobre los anchos hombros de nadadora profesional. A pesar de sus dieciséis años, Jenny ya ostentaba un rico palmarés de medallas, todas colgadas en las paredes del pasillo, en el primer piso de la casa de los Graver. Sus victorias eran el orgullo de su padre, Roger, excampeón de natación, en sus tiempos muy conocido en Melbourne.

Jenny salió de su habitación y atravesó el pasillo para ir al baño a lavarse las manos. Un exquisito aroma a carne asada subía por las escaleras.

De repente sintió aquel estremecimiento. Lo conocía muy bien.

Se le nubló la vista, avanzó dos pasos y trató de apoyarse en el borde del lavabo para mantenerse en pie. Su cuerpo cedió repentinamente, como si, salvo los brazos, sus músculos ya no respondieran a ninguna orden cerebral.

Estaba a punto de suceder otra vez.

—¿Dónde estás?

La voz retumbó en la cabeza de la chica. Un repentino silencio.

Gemidos a lo lejos, inquietantes como un llanto que resuena en el fondo de un abismo.

Dime dónde vives… —insistió el chico.

Mel… —Jenny trató de responder.

—Te oigo… Necesito saber dónde estás.

Cada sílaba proferida por Alex era como una aguja clavada en su cabeza. El dolor era punzante.

La respuesta llegó acompañada por una maraña de gritos y risas infantiles. Todo le giraba en la cabeza como un remolino, una confusa mezcla de emociones. Pero aquella palabra llegó por fin hasta él:

—Melbourne.

Te encontraré —fue lo último que dijo Alex antes de que todo se volviera negro.