Caramon estuvo durmiendo a lo largo de todo el día y de la noche. Despertó a la mañana siguiente sin recordar nada de sus sueños y escuchó divertido e incluso escéptico la explicación de su hermano.
—¡Bah, Raist! —dijo—. Ya sabes que yo nunca sueño.
Su gemelo no discutió. El propio Raistlin estaba recuperando las fuerzas rápidamente, hasta el punto de sentarse a la mesa de la cocina con su hermano. El día era cálido y una suave brisa traía el sonido de unas voces femeninas que hablaban y reían. Era el día de la colada, y las amas de casa tendían la ropa en las ramas de los Vallenwoods para que se secara. El sol de principios de otoño se filtraba entre las hojas de color cambiante y arrojaba sombras que aleteaban por la cocina como si fueran pájaros.
Los gemelos desayunaron en silencio. Tenían mucho de que hablar, mucho que discutir y decidir, pero podía esperar.
Raistlin aferró cada momento que pasaba, lo retenía en su mente hasta que se le escapaba al ser reemplazado por otro. El pasado, con toda su tristeza, quedó atrás; nunca volvería a revivirlo. El futuro, con sus promesas y sus temores, estaba ante él brillando esplendoroso como los rayos de sol y oscureciendo su rostro como las sombras de las hojas. Pero en este momento estaba suspendido entre el pasado y el futuro, flotando libre.
Fuera, sonó el trino de un pájaro y la respuesta de otro. Dos jovencitas dejaron caer una sábana mojada sobre uno de los guardias de la ciudad que caminaba allá abajo, haciendo su ronda habitual. La sábana lo envolvió, a juzgar por su ahogada exclamación y su juramento afable. Las muchachas rieron tontamente y protestaron que había sido un accidente. Bajaron corriendo la rampa para recoger la sábana y pasaron unos minutos agradables coqueteando con el apuesto guardia.
—Raistlin —dijo Caramon hablando de mala gana, como si también él estuviera bajo el hechizo del sol, de la brisa, de las risas, y detestara romper el encanto del momento—, tenemos que decidir qué vamos a hacer.
A causa del sol Raistlin no podía ver el semblante de su hermano, pero era plenamente consciente de su presencia, sentado en la silla frente a él. Una presencia fuerte, firme, que inspiraba seguridad. Recordó el miedo que había sentido cuando creyó que Caramon había muerto.
El cariño por su gemelo brotó impetuoso dentro de él; fue como una punzada en sus párpados.
Se retiró del sol y parpadeó rápidamente para aclararse la vista. Los preciados momentos habían empezado a deslizarse más y más aprisa, sin que pudiera retenerlos.
—¿Qué alternativas tenemos? —preguntó.
Caramon movió el corpachón en la silla con nerviosismo.
—Bueno, rechazamos la oferta de Kit de irnos con ella... —Hizo una pausa, como si diera tiempo a su hermano para que reconsiderara esa decisión.
—Sí —dijo Raistlin, un monosílabo que dejaba zanjado el tema.
—Lady Brightblade —continuó su gemelo tras carraspear para aclararse la garganta— se ofreció a acogernos, a darnos un hogar.
—Lady Brightblade —repitió Raistlin con sorna.
—Es esposa de un Caballero de Solamnia —subrayó Caramon, a la defensiva.
—Eso dice ella.
—¡Oh, vamos, Raist! —Caramon sentía afecto por Lady Brightblade, que siempre se había mostrado amable con él—. Me enseñó un libro con el escudo de armas de su familia. Además, se comporta como una dama, Raist.
— ¿Y cómo sabes tú el modo en que se comporta una dama, hermano mío?
Caramon meditó sobre ello unos instantes.
—Bueno, actúa como supongo que haría una dama de la nobleza. Igual que las de esos relatos...
Se calló sin haber terminado la frase, aunque los dos gemelos supieron cómo seguía: las de esos relatos que nos contaba mamá. Hablar de ella en voz alta era como invocar a un fantasma que todavía seguía en la casa.
Por otra parte, Gilon también había muerto. Nunca había estado mucho tiempo en casa y todo cuanto dejó tras de sí fue un vago y agradable recuerdo. Caramon echaba de menos a su padre, pero Raistlin ya tenía que esforzarse para recordar que Gilon había pasado a mejor vida.
—No me hace gracia la idea de tener a Sturm Brightblade por hermano —comentó Raistlin—. El señor «mi honor es mi vida», tan afectado y arrogante, paseando por las calles su probidad, alardeando de rectitud. Dan ganas de vomitar.
—Oh, vamos, Sturm no es tan estirado —dijo Caramon—. Lo ha pasado muy mal. Por lo menos nosotros sabemos cómo murió nuestro padre —añadió, sombrío—. El ni siquiera sabe si el suyo está vivo o muerto.
—Si eso le preocupa tanto, ¿por qué no regresa y descubre la verdad? —inquirió con impaciencia Raistlin—. Tiene edad suficiente para hacerlo.
—No puede dejar sola a su madre. La noche que huyeron, le prometió a su padre que cuidaría de ella, y está comprometido con ese juramento. Cuando la chusma atacó su castillo...
—¡Su castillo! —resopló, desdeñoso, Raistlin.
—... escaparon con vida por los pelos. El padre de Sturm los hizo salir a su madre y a él en mitad de la noche, con una escolta de sirvientes. Les dijo que viajaran a Solace, donde se reuniría con ellos en cuanto pudiera. Y eso es lo último que supieron de él.
—Algo tuvieron que hacer los caballeros para provocar el ataque. A la gente no se le pasa de golpe por la cabeza asaltar una fortaleza bien defendida.
—Sturm dice que hay gente extraña desplazándose hacia el norte, a Solamnia. Gente perversa que sólo busca provocar problemas a los caballeros y expulsarlos para así instalarse allí y hacerse con el control.
—¿Y quiénes son esos desconocidos tan malvados? —preguntó Raistlin con tono cáustico.
—No lo sabe, pero cree que tienen algo que ver con los antiguos dioses —contestó Caramon al tiempo que se encogía de hombros.
—¿De veras? —De repente Raistlin se había quedado pensativo, recordando la oferta de Kitiara, su conversación sobre dioses poderosos. También meditó sobre su propia experiencia con los dioses; una experiencia que le había planteado interrogantes desde entonces. ¿Había ocurrido realmente o sólo fue producto de su imaginación, debido a que lo deseaba con tanta vehemencia?
Caramon había derramado un poco de agua en la mesa y ahora la paraba con el cuchillo y el tenedor en un intento de desviarla de su curso para que no goteara al suelo. Cuando le habló a su hermano no lo miró, aparentemente enfrascado en lo que hacía.
—Le dije que no. No te habría permitido que siguieras estudiando.
—¿De qué hablas? —replicó Raistlin, cortante, a la par que alzaba la vista—. ¿Quién no me permitiría seguir con mis estudios?
—Lady Brightblade.
—Eso fue lo que dijo, ¿no?
—Ajá. —Echó otra cucharada de agua a la ya vertida en la mesa—. No es nada personal contra ti, Raist —añadió. Alzó los ojos hacia su hermano y vio que el rostro delgado había asumido una expresión fría y dura—. Los Caballeros de Solamnia creen que los hechiceros están fuera del orden natural de las cosas. Nunca utilizan magos en las batallas, según Sturm. Los magos carecen de disciplina y son demasiado independientes.
—Sí, nos gusta pensar por nosotros mismos —espetó Raistlin—, no obedecer ciegamente a cualquier estúpido comandante que a lo mejor no tiene dos dedos de frente. Aun así, cuentan que Magius combatió al lado de Huma y que era su mejor amigo.
—Sé quién fue Huma —dijo Caramon, contento de poder cambiar de tema—. Sturm me cuenta cosas sobre ese caballero de vez en cuando, de cómo luchó, hace mucho tiempo, contra la Reina de la Oscuridad y expulsó a todos los dragones. Pero nunca mencionó al tal Magius.
—Sin duda a los caballeros les gustaría olvidar esa parte de la historia. Al igual que Huma fue uno de los guerreros más grandes de todos los tiempos, también Magius fue uno de los hechiceros más poderosos. Durante la batalla librada contra las fuerzas de Takhisis, Magius quedó separado de Huma. El hechicero combatió solo, rodeado de enemigos, hasta que, herido y exhausto, fue incapaz de reunir la fuerza necesaria para realizar sus conjuros. Por aquel entonces a los magos no les estaba permitido llevar ninguna arma salvo su magia. A Magius lo capturaron vivo y lo arrastraron al campamento de la Reina Oscura.
»Lo torturaron durante tres días con sus noches, intentando obligarlo a revelar la ubicación del campamento de Huma para así enviar asesinos que mataran al caballero. Magius murió sin decir una palabra. Cuentan que, cuando Huma se enteró de que Magius había muerto y supo de su tortura, lo afectó tanto y lloró de tal modo a su amigo que sus hombres temieron que también lo perderían a él.
»Huma ordenó que, a partir de entonces, a los magos se les permitiera llevar consigo una pequeña arma blanca para utilizarla en su defensa en casos extremos, si la magia ya no estaba a su alcance. Y, hasta el día de hoy, así lo hacemos, en nombre de Magius.
—Qué hermosa historia —dijo Caramon, tan impresionado que dejó que el agua resbalara y cayera al suelo. Fue a buscar un trapo para recogerla—. Tengo que contársela a Sturm.
—Sí, hazlo —comentó su hermano, irónico—. Me interesa saber qué opina al respecto. —Miró cómo Caramon limpiaba el suelo y agregó—: Hemos decidido no unir nuestras fuerzas con Kitiara, y también que no queremos ser acogidos bajo el amparo de una noble dama solámnica. ¿Qué sugieres que hagamos?
—Yo digo que nos quedemos a vivir aquí, Raist —respondió Caramon sin vacilar. Dejó de recoger el agua y puesto en jarras recorrió la casa con la mirada como lo haría un posible comprador—. La casa nos pertenece, sin cargas. Papá la construyó con sus propias manos y no dejó deudas pendientes. No le debemos nada a nadie y tus clases en la escuela están pagadas, así que por ese lado no tenemos que preocuparnos. Yo consigo alimento con mi trabajo en la granja de Juncia...
—Te sentirás solo cuando no esté yo en invierno —adujo Raistlin.
—Bueno —se encogió de hombros Caramon—, siempre puedo quedarme con los Juncia. De todos modos ya lo he hecho otras veces, cuando la nieve cerraba la calzada. O también puedo quedarme con Sturm o con alguno de nuestros otros amigos. —Raistlin se quedó callado, meditabundo, con el entrecejo fruncido.
»¿Qué pasa, Raist? ¿No te parece un buen plan? —preguntó, inquieto.
—Creo que es un plan excelente, hermano mío. Lo que no me parece bien es que tengas que mantenerme.
—¿Y eso qué importa? —La expresión preocupada del mocetón desapareció—. Lo que es mío es tuyo, Raist, ya lo sabes.
—Me importa a mí —repuso su gemelo con acritud—. Y mucho. He de hacer algo para ganar mi sustento.
Caramon dedicó por lo menos tres minutos a meditar seriamente sobre el asunto, pero por lo visto tanto pensar le levantó dolor de cabeza porque, al cabo de un momento, se la rascó y dijo que creía que era casi la hora de comer.
Se marchó a buscar algo a la alacena mientras Raistlin se planteaba qué podría hacer para contribuir a la manutención de ambos. No era lo bastante fuerte para las labores del campo, además de que sus estudios no le dejaban tiempo para dedicarse a cualquier otra actividad. Su aprendizaje estaba ahora ante todo y había cobrado mucha más importancia llevarlo a buen fin.
Había otros hechizos que debía aprender, y cada uno aumentaba sus conocimientos... y su poder.
Poder sobre otros. Recordó a Caramon, tan fuerte y musculoso, cayendo en un profundo sopor y quedando tendido como si lo hubieran dejado inconsciente con un golpe merced a la orden arcana de su débil hermano. Raistlin sonrió.
Caramon regresó con una hogaza de pan y un tarro de miel, y dejó un frasquito vacío en la mesa, delante de su hermano.
—Esto es de esa vieja bruja, Meggin la Arpía. Tenía dentro una especie de jugo de alguna clase de árbol que Kit te hizo tomar para bajarte la fiebre y creo que debería devolvérselo —dijo de mala gana y agregó con un tono sobrecogido—: ¿Sabes, Raist, que tiene un lobo que se tumba a dormir a su puerta y un cráneo humano colocado justo encima de la mesa de la cocina?
Meggin la Arpía. Raistlin empezó a darle vueltas a una idea; cogió el frasquito, lo abrió y olisqueó. Extracto de corteza de sauce. Sabía prepararlo sin ninguna dificultad. Cultivaba otras plantas en su jardín que también tenían propiedades curativas y podían utilizarse para esos fines.
Además, ahora tenía poder para ejecutar hechizos menores. La gente pagaría buenas monedas de acero si les calmaba los dolores de un cólico o bajaba una fiebre o hacía desaparecer los molestos picores de una erupción. Jugueteó con el frasquito.
—Yo mismo me encargaré de devolvérselo. Y no hace falta que vengas si no quieres.
—Pues claro que iré —dijo firmemente Caramon—. ¿A que no se te ha ocurrido pensar de dónde sacó esa horrible calavera, eh? No me gustaría entrar en su casa un día y ver tu cráneo en su sala de estar. Tú y yo, Raist. A partir de ahora, estaremos siempre juntos. El uno al otro, eso es todo lo que tenemos.
—No todo, mi querido hermano —susurró Raistlin. Se llevó la mano a la bolsita de cuero que llevaba colgada a la cintura; una bolsa que contenía sus componentes de hechizos. Ahora sólo guardaba pétalos de rosa secos, pero, a no tardar, habría más. Mucho más.
»No todo.