6

La lluvia repicaba en el techo cuando Raistlin despertó. Los truenos retumbaban en el cielo y los Vallenwoods se estremecían. La luz gris del amanecer se teñía con el resplandor de los relámpagos, y el agua de la tormenta se precipitaba sobre las tumbas recién abiertas, creando charcos alrededor de los retoños de Vallenwood plantados en las cabeceras.

Desde la cama contempló cómo se aclaraba paulatinamente el plomizo día a medida que la tormenta pasaba. Ahora reinaba un profundo silencio, excepto por el incesante goteo del agua acumulada en las hojas. Siguió tendido, sin moverse, porque hacerlo representaba un gran esfuerzo y se sentía demasiado cansado. La pesadumbre lo había dejado desmadejado, como vacío por dentro. Si se movía, el sordo y lacerante dolor de su pérdida volvería a henchirlo y, aunque el vacío que sentía era malo, peor sería el sufrimiento.

No notaba la sábana debajo de su cuerpo, ni la manta que lo cubría. No tenía peso ni sustancia.

¿Sería esto lo mismo que ocurría dentro de aquel féretro, en aquella tumba? ¿Este no sentir nada, nunca más? ¿No saber nada? La vida, el mundo, la gente que lo poblaba, continuando y uno sin tener conciencia de nada, rodeado para siempre por la fría, vacía, silente oscuridad.

El llanto llegó sin ruido, para no despertar a Caramon. Y lo hizo no tanto por consideración al cansancio de su hermano como por vergüenza de su propia debilidad.

Las lágrimas cesaron de manar, dejándole un gusto a sal y hierro en la boca, la nariz congestionada y la garganta constreñida a causa de contener los sollozos. Las sábanas estaban húmedas, por lo que dedujo que la fiebre debía de haber roto en sudor durante la noche. Sólo guardaba un vago recuerdo de haber estado enfermo; un recuerdo teñido de horror ya que en sus sueños febriles Rosamun y él eran una sola persona. Él era su madre, un cadáver consumido, y la gente rodeaba el lecho y lo contemplaba fijamente.

Antimodes, maese Theobald, la viuda Judith, Caramon, el enano y el kender, Kitiara. Les pedía, suplicante, que le dieran comida y agua, pero ellos respondían que estaba muerto y que no lo necesitaba. Se veía sumido en un constante estado de terror pensando que lo echarían en el ataúd y lo meterían bajo tierra, en una tumba que era el laboratorio de maese Theobald.

Evocar los terribles sueños hizo que éstos perdieran parte de su efecto aterrador; el miedo continuaba, pero ya no era arrollador. Sentía el tacto áspero de la manta de lana que lo cubría y que le irritaba la piel; notó que estaba desnudo.

Apartó la manta y se puso de pie, inestable y debilitado por la enfermedad. El frío ambiente lo hizo tiritar, así que buscó a tientas la camisa, que estaba tirada sobre el respaldo de la silla. Pasó la prenda por la cabeza y metió los brazos en las mangas, tras lo cual se quedó plantado en medio del pequeño cuarto, preguntándose tristemente: «Y ahora ¿qué?»

En la habitación había dos pequeñas camas, cada una pegada a una de las paredes, y Raistlin fue hacia la otra y contempló a su gemelo dormido. Caramon era de los que se despertaban tarde y tenía un sueño pesado. Por lo general yacía boca arriba, plácidamente, despatarrado, con los brazos extendidos, una pierna colgando por el borde de la cama y la otra doblada por la rodilla, apoyada contra la pared. Por el contrario, Raistlin dormía hecho un ovillo, con las rodillas y los brazos pegados contra el pecho.

Sin embargo, el sueño de Caramon era inquieto hoy, tan desasosegado como el de su gemelo. El cansancio lo mantenía atado a la cama; se hallaba tan exhausto que ni siquiera las pesadillas más horribles conseguían despertarlo. Daba vueltas y se agitaba, sacudía la cabeza atrás y adelante.

La almohada yacía tirada en el suelo, junto con las mantas, y la sábana estaba tan retorcida alrededor de su cuerpo que parecía una mortaja.

No dejaba de mascullar y jadear, dando tirones al cuello de la camisa. Tenía la piel húmeda y el cabello empapado de sudor. Parecía encontrarse muy enfermo y Raistlin, preocupado, le puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre.

La piel estaba fresca. Lo que quiera que lo agitara así estaba en su mente, no en su cuerpo. Al sentir el roce de los dedos de Raistlin se estremeció.

—¡No me obligues ir allí, Raist! —gimió—. ¡No me hagas ir!

Raistlin le apartó un mechón húmedo de pelo rizoso que le caía sobre los ojos y se preguntó si debería despertarlo. Su hermano debía de haber pasado en vela muchas noches y necesitaba descansar, pero esto más parecía una tortura que un merecido reposo. Raistlin plantó la mano en el musculoso hombro de su gemelo y lo sacudió.

—¡Caramon! —llamó perentoriamente.

Los ojos de su hermano se abrieron de golpe; miró a Raist y se encogió.

—¡No me dejes! ¡No! ¡No me dejes, por favor! —sollozó y empezó a agitarse de tal modo que a punto estuvo de caerse de la cama.

Esto ya no era un sueño. A Raistlin le resultaba vagamente familiar pero, de repente, se tornó aterradoramente conocido.

Rosamun. Había estado así muchas veces.

A lo mejor esto no era un sueño, sino un trance similar a los que sufría su madre y de los que no sabía salir.

Caramon nunca había evidenciado síntomas de que hubiera heredado el talento sobrenatural de Rosamun. No obstante, era su hijo y la sangre de ella —con todas sus peculiaridades— corría por sus venas. Su cuerpo se hallaba debilitado por noches de vigilia y preocupación, atendiendo a su hermano. Su mente estaba afectada por la trágica muerte de su amado padre y por haber tenido que contemplar cómo iba apagándose la vida de su madre sin poder hacer nada. Con las defensas corporales bajas, la mente confusa y agobiada por los acontecimientos, su espíritu había quedado desnudo y vulnerable. No sería descabellado imaginar que se hubiera replegado a unas oscuras regiones cuya existencia desconocía y en las que se había refugiado de los avatares de la vida.

«¿Y si pierdo a Caramon?»

Se quedaría solo, sin familiares ni amigos, ya que no podía —ni quería— contar a Kitiara como familia. La crudeza de la joven y su naturaleza salvaje lo asqueaban. Tal era el razonamiento que Raistlin se hacía. Pero en realidad la temía. Preveía que algún día se plantearía una lucha de poderes entre ellos y no estaba seguro de que si estaba solo fuera capaz de resistir. En cuanto a los amigos, no podía engañarse al respecto. No tenía ninguno. Todas las amistades eran de Caramon, no suyas.

Su gemelo era a menudo irritante y, con frecuencia, molesto. Su lentitud para razonar resultaba frustrante para Raistlin, que en ocasiones se sentía tentado de sacudirlo con la remota esperanza de sacarle una idea sensata aunque fuera por casualidad. Ahora, sin embargo, al enfrentarse a la posibilidad de perderlo, Raistlin contemplaba el vacío que dejaría su hermano y se daba cuenta de lo mucho que lo echaría de menos, y no sólo por su compañía o por contar con alguien fuerte en quien apoyarse. Mentalmente hablando, Caramon no era un espadachín brillante, pero resultaba un buen compañero de esgrima.

Además, era la única persona que había estado más cerca de hacerlo reír. Haciendo figuras de sombras en la pared, ridículos conejos...

—¡Caramon! —Raistlin volvió a sacudir a su gemelo.

El muchacho gimió y levantó las manos como para frenar algún golpe.

—¡No Raist! ¡No lo tengo! ¡Te juro que no lo tengo!

Asustado, Raistlin se preguntó qué hacer. Salió del cuarto para buscar a su hermana y encargarle que trajera a Meggin la Arpía.

Pero Kitiara se había marchado. Su equipaje había desaparecido; debía de haber partido durante la noche.

Raistlin se quedó de pie en la salita de la silenciosa casa, silenciosa como una tumba. Kitiara había guardado las ropas y posesiones de Rosamun en un baúl de madera que había metido debajo de la cama. Empero, allí seguía la mecedora, la única pertenencia de su madre que Kit no había retirado, principalmente porque había pocas sillas en la casa. La presencia de Rosamun persistía en el mueble merced al tenue aroma a pétalos de rosa. El propio hecho de que la mecedora estuviera vacía, su misma ausencia, le trajo a la mente el vivido recuerdo de su madre.

Demasiado vivido. Rosamun estaba sentaba allí, meciéndose perezosamente atrás y adelante, acompañándose por el frufrú de la tela del vestido. Las puntas de sus menudos pies, calzados con zapatos de piel, tocaban el suelo y después desaparecían bajo el borde de la falda cuando la mecedora se inclinaba hacia atrás. Mantenía la cabeza y la mirada inmóviles, y sus labios le sonreían.

Raistlin contempló fijamente el mueble, anhelando con todo su corazón que esta imagen fuera verdad aunque una parte de sí sabía que no lo era.

Rosamun dejó de mecerse y se levantó de la silla con movimientos gráciles y airosos. Raistlin fue consciente de la dulce fragancia que dejó al pasar junto a él; una fragancia de rosas...

En el otro cuarto, su hermano exhaló un grito aterrado, un aullido horrible, como si lo estuvieran abrasando vivo.

Con el aroma a rosas metido en la nariz, Raistlin recorrió la salita con la mirada y halló lo que buscaba: un platillo con pétalos marchitos que alguien había puesto sobre una mesa para aliviar el olor a enfermedad que había en la casa. Metió la mano en el plato y llevó los pétalos de rosa a la habitación.

Caramon aferraba los lados de la cama con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos y el lecho se sacudía bajo su cuerpo. Tenía los ojos desorbitados, contemplando fijamente alguna horrible visión que sólo era real para él.

Raistlin no tuvo que consultar con su libro de hechizos para recordar las palabras del conjuro porque era como si las tuviera grabadas a fuego en su cerebro. Y, al igual que el fuego se propaga por la hierba seca de una pradera agostada, así se expandió la magia desde su cerebro hasta su columna vertebral abrasando todos y cada uno de sus nervios, inflamándolo.

Aplastó los pétalos de rosa y los esparció sobre el atormentado cuerpo de su hermano.

Ast tasarak sinuralan kyrnawi.

Los párpados de Caramon se agitaron. El muchacho soltó un profundo suspiro, se estremeció, y luego cerró los ojos. Durante un momento permaneció tendido en la cama sin respirar, y Raistlin experimentó un miedo como jamás había sentido. Creyó que su gemelo había muerto.

—¡Caramon! —llamó con un susurro—. ¡No me dejes, Caramon! ¡No te mueras!

Retiró suavemente los pétalos caídos sobre el rostro inmóvil de su hermano.

Caramon inhaló honda, largamente. Soltó el aire y volvió a inspirar mientras su pecho subía y bajaba acompasadamente. Los rasgos de su rostro se relajaron; los sueños no habían profundizado excesivamente, no habían dejado su marca a fuego en él. Las arrugas de cansancio, de dolor y de tristeza también desaparecerían enseguida, como las ondas sobre el plácido estanque de su habitual talante tranquilo.

Tembloroso por la profunda sensación de alivio, Raistlin se dejó caer junto al lecho de su hermano y hundió el rostro en las manos. Fue entonces, con los ojos cerrados, sin ver nada excepto oscuridad, cuando se dio cuenta de lo que había hecho.

Caramon estaba durmiendo.

«He ejecutado el hechizo —se dijo para sus adentros—. Hice que la magia funcionara».

El fuego que conllevaba la realización de un conjuro titiló y desapareció, dejándolo débil y tembloroso hasta el punto de no poder tenerse en pie; pese a ello, lo embargaba una alegría tal como jamás había experimentado.

—¡Gracias! —musitó con los puños apretados, clavándose las uñas en las palmas. Volvió a ver el ojo blanco, rojo y negro contemplándolo con satisfacción—. ¡No os defraudaré! —repitió una y otra vez—. ¡No fracasaré!

El ojo parpadeó.

Entonces sintió un leve pinchazo de preocupación, de duda y celos, aguijoneándolo.

¿Había estado Caramon sumido en trance? ¿Sería posible que también hubiera heredado la magia?

Raistlin abrió los ojos y contempló intensamente, con dureza, a su dormido hermano. Caramon estaba tumbado boca arriba, con un brazo colgando por el borde de la cama y el otro sobre la frente. Tenía la boca abierta y soltó un sonoro ronquido. Jamás había tenido un aspecto más ridículo.

—Me equivoqué —dijo Raistlin al tiempo que se ponía de pie—. Sólo era una pesadilla, nada más. —Sonrió con sorna, burlándose de sí mismo—. ¿Cómo pude pensar ni por un momento que este grandísimo zoquete hubiera heredado la magia?

Salió del cuarto de puntillas, sin hacer ruido, para no despertar a su hermano y cerró suavemente la puerta tras él. Ya en la salita, Raistlin tomó asiento en la mecedora de su madre y empezó a balancearse lentamente atrás y adelante, gozando plenamente de su triunfo.