Gilon Majere fue enterrado a la mañana siguiente debajo de los vallenwods y se plantó un vástago de éstos árboles a la cabecera de su tumba, como era costumbre entre los habitantes de Solace. Sus hijos estuvieron presentes en la ceremonia, pero no así su esposa.
—Está dormida —la excusó Caramon, que enrojeció por la mentira—. No quisimos despertarla.
La verdad era que no les había sido posible sacarla de su mundo de visiones.
Por la tarde, en Solace todo el mundo sabía que Rosamun pasaba por uno de sus trances; esta vez era muy profundo, tanto que no oía la voz de nadie, ni la de sus seres más queridos, cuando la llamaban.
Los vecinos fueron a verla, a ofrecer sus condolencias y a hacer sugerencias para su recuperación; Raistlin probó con algunas de ellas, como por ejemplo que inhalara extracto de alcanfor, pero no otras, como pincharla repetidamente con un alfiler.
Por lo menos, no lo hizo al principio, antes de que surgiera el terrible miedo.
Los vecinos trajeron comida para abrirle el apetito, ya que se había corrido la voz de que Rosamun no quería comer. Otik en persona llevó una gran cesta con los platos más exquisitos de la posada El Ultimo Hogar, incluida una cazuela dentro de la cual todavía humeaban sus famosas patatas picantes, ya que el posadero tenía la firme creencia de que ningún ser vivo, y muy pocos de los que estaban muertos, eran capaces de resistirse al delicioso aroma a ajo.
Caramon cogió la cesta de comida con una sonrisa triste y un quedo «gracias». No dejó que Otik entrara en la casa, y mantuvo bloqueado el paso con su corpachón.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó el posadero mientras estiraba el cuello para ver por encima del hombro del mocetón.
Era un buen hombre, de lo mejor que había en Solace. Habría renunciado a su amada posada si con ello hubiera ayudado a que la mujer recobrara la salud. Pero le encantaba el chismorreo, y la trágica muerte de Gilon, seguida de la extraña enfermedad de su mujer, era la comidilla de la taberna de la posada.
Caramon consiguió finalmente cerrar la puerta; se quedó un momento escuchando los fuertes pasos de Otik alejándose por la ancha pasarela y lo oyó pararse para hablar con algunas comadres de la ciudad. El joven oyó pronunciar frecuentemente el nombre de su madre en la conversación. Suspiró y llevó la comida a la cocina, donde la amontonó con el resto de las provisiones.
Echó las patatas picantes en un plato hondo, añadió una apetitosa loncha de jamón fresco asado con sidra, y sirvió una copa de vino elfo. Se proponía llevárselo a su madre, pero se detuvo en el umbral del dormitorio.
Caramon quería a Rosamun. Se suponía que un buen hijo amaba a su madre, y el joven había sido todo lo buen hijo que sabía ser. No se sentía identificado con ella. Con Kitiara sí, ya que su hermanastra había hecho más que Rosamun para sacarlos adelante a Raistlin y a él. Compadecía a su madre con todo su corazón, y estaba extremadamente triste y preocupado por ella, pero tuvo que detenerse en aquel umbral para templar el ánimo antes de cruzarlo, como habría hecho antes de entrar en batalla.
La habitación de la enferma estaba a oscuras y hacía calor; el aire resultaba fétido y desagradable de respirar. Rosamun yacía boca arriba en el lecho, mirando al vacío. Empero, debió de ver algo ya que sus ojos se movieron y cambiaron de expresión. A veces los tenía desorbitados, con las pupilas muy dilatadas, como si estuviera contemplando algo que la aterraba. En tales ocasiones, su respiración era jadeante. Otras veces estaba tranquila, e incluso de tanto en tanto sonreía, una mueca lúgubre que daba congoja ver.
Jamás hablaba, al menos nada que resultara comprensible. Hacía ruidos, pero eran sonidos guturales, incoherentes. Nunca cerraba los ojos. Nunca dormía. Nada la hacía reaccionar ni apartar la mirada de cualesquiera que fueran las visiones que la tenían en trance.
Sus funciones corporales continuaban, y Raistlin se ocupaba de limpiarla, de bañarla. Habían pasado tres días desde el entierro de Gilon, y Raistlin no se había apartado de su lado un solo momento. Dormía sobre un jergón en el suelo, despertándose con el menor sonido que hacía. Le hablaba constantemente, contándole historias divertidas sobre las travesuras que los chicos hacían en la escuela, haciéndola partícipe de sus propios sueños y esperanzas, explicándole detalles sobre su jardín y las diversas plantas medicinales que crecían en él.
La obligaba a tomar líquido escurriendo un paño mojado sobre sus labios, sólo un chorrito pequeño cada vez porque si no, se atragantaba. También había intentado hacer que comiera algo, pero su madre no había conseguido tragarse ni un bocado y el joven tuvo que darse por vencido. La atendía con mimo, con infinita ternura y una paciencia inagotable.
Caramon se quedó en el umbral, observándolos a los dos. Raistlin estaba sentado junto al lecho y le cepillaba el largo cabello suavemente mientras le contaba historias de su propia infancia y juventud en Palanthas.
—Creéis que conocéis a mi hermano —musitó Caramon, dirigiéndose a unos rostros invisibles—. Vos, maese Theobald. Y tú, Jon Farnish. O tú, Sturm Brightblade. Y todos vosotros. Lo llamáis el Taimado y el Ruin. Afirmáis que es frío, calculador e insensible. Creéis que lo conocéis. Yo sí que lo conozco. —Caramon tenía los ojos llenos de lágrimas—. Lo conozco. Soy el único.
Esperó un instante más hasta que pudo volver a ver después de que se enjugó los ojos y se limpió la nariz con la manga de la camisa, derramándose encima la copa de vino en el proceso.
Hecho esto, inhaló una bocanada de aire fresco y entró en la oscura y triste habitación.
—He traído algo de comida, Raist —dijo.
Su hermano lo miró y después volvió tristemente la vista hacia Rosamun.
—No se la tomará.
—Eh... la traía para ti, Raist. Tienes que comer algo o caerás enfermo —añadió Caramon al ver que su hermano empezaba a hacer un gesto negativo—. ¿Qué haremos entonces, eh? No soy muy buen enfermero.
Raistlin levantó la cabeza y miró a su gemelo.
—No te tienes en todo lo que vales, hermano mío. Recuerdo algunas noches, siendo pequeños, que me despertaba aterrado por las pesadillas, y entonces tú hacías figuras de sombras en la pared, con las manos. Conejos... —Su voz se desvaneció.
Caramon sintió la garganta constreñida por el llanto. Parpadeó para librarse de las lágrimas y le tendió el plato.
—Vamos, Raist, come algo. Aunque sólo sea un poco. Son las patatas picantes de Otik.
—Su panacea para todas las enfermedades del mundo —comentó, esbozando una sonrisa—. De acuerdo.
Dejó el cepillo sobre una pequeña mesilla y cogió el plato. Comió un poco de las patatas y picoteó algo de jamón. Caramon lo observaba anhelante y en su franco rostro apareció una expresión decepcionada cuando Raistlin le devolvió el plato, todavía con más de la mitad de la comida.
—¿No te apetece más? ¿Seguro? ¿Quieres que te traiga alguna otra cosa? Tenemos montones de cosas que han traído.
Su hermano sacudió la cabeza.
Rosamun hizo un ruido, un lastimoso murmullo, y Raistlin se movió presuroso hacia ella y empezó a hablarle suavemente para tranquilizarla mientras la colocaba en una postura más cómoda. Le humedeció los labios con agua, le frotó las manos enflaquecidas.
—¿Está..., está mejor? —preguntó Caramon, impotente.
Sólo hacía falta mirarla para saber que no, pero esperaba estar equivocado. Además, sentía la necesidad de decir algo, de escuchar su propia voz. No le gustaba que hubiera tanto silencio en la casa ni estar encerrado en este cuarto oscuro, triste. Se preguntó cómo podía soportarlo su hermano.
—No —contestó Raistlin—. Si acaso, está peor. —Hizo una breve pausa y, cuando volvió a hablar, su tono era quedo, impresionado—. Es como si corriera por una calzada, Caramon, alejándose de mí. La sigo, la llamo para que se detenga, pero no me oye. No me hace caso alguno. Y corre muy deprisa, Caramon... —Raistlin enmudeció y, dándose media vuelta, simuló estar ocupado colocando las ropas de la cama—. Llévate el plato a la cocina —ordenó con voz áspera—, o atraerá a los ratones.
—Voy... voy a llevarlo —farfulló Caramon, que se marchó apresuradamente.
Una vez en la cocina, soltó el plato donde suponía que estaba la mesa; no veía con claridad porque tenía los ojos llenos de lágrimas. Alguien llamó a la puerta, pero no hizo caso y, al cabo de un momento, quienquiera que fuera se marchó. Caramon se apoyó en el hogar y respiró hondo varias veces seguidas al tiempo que parpadeaba rápidamente con el propósito de no llorar más.
Recuperada la compostura, regresó a la habitación de su madre. Tenía cierta noticia que, confiaba, daría un poco de ánimo a su gemelo.
Encontró a Raistlin sentado de nuevo junto al lecho. Rosamun yacía en la misma postura, y los ojos abiertos y fijos se notaban muy hundidos en la cara. Sus manos, consumidas, reposaban fláccidamente sobre el cobertor; los huesos de las muñecas parecían demasiado grandes. Daba la impresión de que su carne estuviera desapareciendo junto con su espíritu hasta el punto de que Caramon tuvo la sensación de que había empeorado en los escasos minutos que estuvo ausente.
Apartó precipitadamente la mirada de su madre y la enfocó en su gemelo.
—Otik estuvo aquí —dijo, innecesariamente, ya que su hermano seguramente lo habría deducido por las patatas—. Dijo que la viuda Judith se marchó de Solace esta mañana.
—Se marchó, ¿eh? —Era más una manifestación que una pregunta. Miró en derredor. Un atisbo de fuego destelló en sus enrojecidos ojos—. ¿Y adonde fue?
—De vuelta a Haven. —Caramon consiguió esbozar una mueca—. Va a denunciarnos a Belzor. Ha dicho que regresará y hará que nos arrepintamos de haber nacido.
Una frase desafortunada. Raistlin hizo un gesto de dolor y lanzó una rápida ojeada hacia su madre. Caramon se adelantó con presteza hacia su hermano, le puso la mano en el hombro y apretó.
—¡No debes pensar eso, Raist! —lo reconvino—. ¡No puedes creer que esto es por tu culpa!
—¿Y no lo es? —replicó amargamente su hermano—. Si no hubiera sido por mí, Judith habría dejado en paz a madre. Esa mujer vino por mi causa, Caramon. Me buscaba a mí. Madre me pidió una vez que renunciará a la magia y entonces me pregunté por qué decía algo así. Era por Judith, que la estaba acosando. Si entonces lo hubiera sabido, yo...
—¿Qué habrías hecho, Raist? —lo interrumpió Caramon. Se puso en cuclillas junto a la silla de su hermano y lo miró seriamente—. Dime, ¿qué habrías hecho? ¿Dejar la escuela? ¿Renunciar a la magia? ¿Lo habrías hecho?
Raistlin permaneció callado un momento; absorto, empezó a dar suaves pellizcos a la desgastada camisa, como si le quitara motitas de polvo.
—No —respondió finalmente—. Pero habría hablado con mamá, se lo habría explicado.
Volvió los ojos hacia Rosamun. Cogió la consumida mano entre las suyas y la apretó, con fuerza, esperando ver alguna reacción, incluso un gesto de dolor.
Podría habérsela aplastado, machacado como una cáscara de huevo, y Rosamun ni siquiera habría parpadeado. Suspiró y giró la cabeza hacia Caramon.
—Habría dado igual, ¿no es cierto, hermano mío? —musitó Raistlin.
—Completamente igual —dijo Caramon—. Tenlo por seguro.
Raistlin soltó la mano de su madre. Las huellas de sus dedos aparecían como manchas rojizas sobre la pálida piel. Agarró la mano de su hermano y la mantuvo apretada. Los dos se quedaron callados un buen rato, encontrando consuelo el uno en el otro, y después Raistlin miró a su gemelo de un modo extraño.
—Eres muy perspicaz, Caramon. ¿Lo sabías?
El mocetón se echó a reír; fue una profunda carcajada que resonó como un trueno en el oscuro cuarto. Se tapó la boca con la mano y se puso colorado.
—No, no lo soy, Raist —contestó en un susurro comedido—. Ya me conoces. Necio como un enano gully, lo dice todo el mundo. Tú eres el inteligente, el que tiene cerebro, pero no me importa. Te hace falta y a mí, no, mientras estemos juntos.
Raistlin soltó su mano bruscamente y volvió la cara hacia otro lado.
—Existe una diferencia entre ser muy perspicaz y ser inteligente, hermano mío. —El timbre de su voz era frío—. Una persona puede ser lo primero sin ser lo segundo. ¿Por qué no te vas a dar un paseo o vuelves a trabajar con el granjero Juncia?
—Pero, Raist...
—No hace falta que los dos estemos aquí. Puedo arreglármelas solo.
Caramon se incorporó lentamente.
—Raist, no...
—¡Por favor, Caramon! Si quieres que te sea sincero, no haces más que ir de acá para allá, metiendo ruido y alborotando, y acabas volviéndome loco. A ti te vendrá bien tomar un poco de aire fresco y hacer ejercicio, y a mí, un poco de soledad.
—Claro, Raist, si es eso lo que quieres... En fin, creo que iré a ver a Sturm. Su madre vino para preguntar cómo iban las cosas y trajo un poco de pan recién cocido. Iré y le daré las gracias.
—Sí, hazlo —instó Raistlin con timbre seco.
Caramon no entendía nunca qué provocaba en su hermano estos repentinos estados de ánimo sombríos y desabridos; no sabía qué había dicho o hecho para apagar la luz en su hermano con tanta efectividad como si le hubiera echado un jarro de agua fría. Aguardó un momento para ver si su gemelo se aplacaba, si decía algo más, si le pedía que se quedara y le hiciera compañía.
Pero Raistlin estaba ocupado mojando el pico del paño en la jarra de agua, y después lo puso sobre los labios de Rosamun.
—Tienes que beber un poco, madre —susurró.
Caramon suspiró, giró sobre sus talones y se marchó.
Al día siguiente, Rosamun murió.