Aquel verano, en el que los gemelos tenían dieciséis años, la vida para la familia Majere siguió mejorando. A Gilon lo habían contratado para ayudar en la tala de un soto de pinos, en las laderas del Pico del Orador. El dueño de la propiedad era un lord que se hallaba ausente y que se hacía enviar la madera hacia el norte para construir una empalizada. El trabajo estaba bien remunerado y tenía visos de durar bastante tiempo ya que la estacada iba a ser grande.
Caramon trabajaba a jornada completa para el granjero Juncia, que seguía prosperando y había ampliado sus labrantíos, de modo que en la actualidad enviaba cereales, frutas y vegetales a los mercados de Haven. Caramon trabajaba largas horas por un porcentaje de la cosecha, parte del cual vendía y el resto lo destinaba a casa.
A la viuda Judith se la consideraba ya un miembro más de la familia y, aunque conservaba su pequeña casa, en la práctica vivía en la de los Majere. Rosamun no podía pasar sin ella; su salud también había mejorado mucho, ya que no había caído en uno de sus trances desde hacía varios años. Las dos mujeres realizaban las tareas de la casa y hacían muchas visitas.
Si Gilon hubiera sabido lo que acarreaban dichas visitas, se habría preocupado por su esposa, pero daba por sentado que Rosamun y la viuda no hacían otra cosa que chismorrear sobre los vecinos. No podía imaginar, ni lo habría creído posible, el verdadero fondo del asunto.
Tanto a Gilon como a Caramon les caía bien la viuda Judith. Por su parte, la desconfianza de Raistlin hacia ella aumentó tal vez porque durante el verano estuvo en casa con ella, al contrario que su padre y su hermano. Vio la influencia que ejercía sobre su madre, cosa que no le gustaba y despertaba su recelo. En más de una ocasión sucedió que al acercarse a las dos mujeres mientras departían en voz baja la conversación se interrumpía bruscamente.
Intentó escuchar a escondidas para enterarse de lo que hablaban, mas la viuda tenía un excelente oído y lo sorprendía casi siempre. Un día, sin embargo, dio la casualidad de que las dos mujeres se encontraban charlando, sentadas a la mesa de la cocina, cerca de la ventana donde se enfriaban unas empanadas. Al aproximarse hacia ellas caminando por el exterior, las pisadas del joven se disimularon con el susurro de las hojas del Vallenwood, mecidas por la brisa, y Raistlin escuchó sus voces. Se paró al resguardo de las sombras.
—El sumo sacerdote no está contento contigo, Rosamun Majere. He recibido una carta suya hoy, y se pregunta por qué no has llevado a tu esposo y a tus hijos a los brazos de Belzor.
La respuesta de Rosamun fue mansa, a la defensiva. Según ella, lo había intentado, le había hablado a Gilon sobre Belzor en varias ocasiones, pero su marido se había limitado a reírse de ella y a comentar que no necesitaba creer en ningún dios, que tenía fe en sí mismo y en la fuerza de sus brazos. No había habido forma de hacerle cambiar de opinión. Caramon le dijo que estaba dispuesto a asistir a las reuniones de los belzoritas, sobre todo si en ellas servían comida.
En cuanto a Raistlin... La voz de Rosamun se desvaneció dejando la frase en el aire.
El joven estaba deseoso de escuchar algo más, pero en ese momento la viuda se levantó para echar un vistazo a las empanadas y lo vio plantado en la esquina de la casa. Judith y él se miraron fija, intensamente, durante un instante. La viuda metió las empanadas y cerró las contraventanas, y Raistlin se puso de nuevo en camino hacia su jardín.
En el trayecto se preguntó quién demonios era el tal Belzor y por qué quería abrazarlos.
—Es una cosa de mamá —dijo Caramon cuando le preguntó—. Ya sabes, asuntos de mujeres. Se reúnen y hablan y hablan, no sé de qué. Fui una vez, pero me quedé dormido.
Rosamun nunca le dijo a Raistlin nada acerca de Belzor, con gran contrariedad del joven, que se planteó la posibilidad de sacar él mismo el tema a colación. No lo hizo por temor a que ello significara tener que hablar con Judith, y Raistlin evitaba en lo posible el contacto con ella. El maestro estaba de viaje para asistir a la asamblea de magos y la escuela había cerrado hasta el otoño, de modo que el aprendiz pasaba los días plantando, cultivando y aumentando su colección de hierbas. Empezaba a tener cierta reputación entre los vecinos por sus conocimientos como herbolario, y el joven vendía lo que no necesitaba para sus trabajos, contribuyendo así a los ingresos familiares. Se olvidó por completo de Belzor.
Aquel verano, la familia Majere fue feliz y próspera, y los gemelos guardarían su recuerdo como una época dorada que quedaría aún más marcada en su memoria a causa de la negrura que se avecinaba.
Raistlin y Caramon iban andando por el camino que llevaba a Solace desde la granja de Juncia.
Caramon volvía del trabajo y Raistlin había ido a la finca para entregar un abultado manojo de espliego seco. Sus ropas aún conservaban la agradable fragancia de la planta aromática y, a partir de entonces, el joven fue incapaz de soportar el olor a lavanda.
Estando ya cerca de Solace, un niño los vio y empezó a agitar los brazos al tiempo que echaba a correr hacia ellos. Llegó, jadeante, junto a los hermanos.
—Hola, pequeño Ned —saludó Caramon, que conocía a todos los crios de la ciudad—. No puedo jugar a la pelota goblin ahora, pero después de cenar, si quieres...
—Calla, Caramon —instó Raistlin, lacónico. El niño tenía los ojos muy abiertos y con una expresión tan solemne como una cría de búho—. ¿Es que no te das cuenta? Pasa algo malo.
—¿Qué es? ¿Qué ha ocurrido?
—Ha habido un accidente —consiguió articular el crío, falto de aliento—. Vuestro... Vuestro padre...
Habría añadido algo más, pero se había quedado sin auditorio. Los gemelos habían echado a correr hacia casa. Raistlin mantuvo el ritmo rápido durante una corta distancia, pero ni siquiera el miedo y la adrenalina consiguieron insuflar energía a su débil cuerpo demasiado tiempo. Se quedó sin fuerzas y no tuvo más remedio que aminorar la marcha. Caramon continuó corriendo pero, al cabo de unos segundos, se dio cuenta de que se había quedado solo. Se paró para mirar hacia atrás y Raistlin le indicó por señas que prosiguiera él.
La preocupada mirada del mocetón pareció preguntar a su gemelo si estaba seguro. «Lo estoy», respondieron los ojos de Raistlin.
Caramon asintió con la cabeza, se volvió y reanudó la carrera. Raistlin continuó tan deprisa como le era posible; era tal su ansiedad que se le había hecho un nudo en el estómago, y sentía tanto frío que estaba temblando a pesar del sol estival. Al joven le sorprendió su reacción. No imaginaba que profesara tanto afecto por su padre.
Habían traído a Gilon en una carreta desde el Pico del Orador hasta Solace. Cuando Raistlin llegó a casa se encontró con que Gilon seguía tendido en la carreta, alrededor de la cual se agolpaba una multitud. Al divulgarse la noticia del accidente, todos los vecinos que podían dejar su trabajo habían acudido corriendo y contemplaban al desdichado hombre con una mezcla de horror y curiosidad.
Rosamun estaba junto a la carreta; sostenía la ensangrentada mano de su esposo entre las suyas y sollozaba. La viuda Judith se encontraba a su lado.
—Ten fe en Belzor —decía la mujer—, y tu marido sanará. Ten fe.
—La tengo —musitaban los pálidos labios de Rosamun una y otra vez—. Tengo fe. Oh, mi pobre esposo, te pondrás bien. Tengo fe...
Las personas que estaban cerca se miraban entre sí y sacudían la cabeza. Alguien fue en busca del dueño del establo, que supuestamente sabía cuanto había que saber sobre huesos rotos. Otik llegó de la posada, su rechoncha cara macilenta y apesadumbrada; traía una botella de su mejor brandy, que por costumbre ofrecía en cualquier emergencia médica.
—Ponedlo en una camilla y atadlo —dijo la viuda Judith—. Lo subiremos por la rampa. Lo curaremos mejor en su propia casa.
Un enano, un vecino al que Raistlin conocía de vista, la miró con el ceño fruncido.
—¿Estás chiflada, mujer? —replicó—. ¡Zarandeándolo así de acá para allá lo matará!
—¡No morirá! —lo contradijo la viuda en voz alta—. ¡Belzor lo salvará!
Los vecinos que estaban alrededor intercambiaron miradas. Algunos pusieron los ojos en blanco, pero otros parecieron interesados y prestaron atención.
—Entonces más vale que se dé prisa —rezongó el enano, que se puso de puntillas para asomarse a la carreta.
A su lado había un kender que no dejaba de dar brincos y gritaba:
—¡Déjame mirar, Flint! ¡Quiero verlo!
Caramon se había subido a la carreta. Nervioso e impotente, con el semblante casi tan pálido como el de su padre, se agachó junto a Gilon. Al ver las espantosas heridas —las costillas rotas del hombretón asomaban a través de la carne y una pierna era poco más que un amasijo de sangre y huesos machacados— un gemido hondo, como el de un animal, escapó de sus labios.
Rosamun no reparó en su afligido hijo. Seguía paralizada junto a la carreta, sosteniendo la mano de Gilon y musitando frenéticamente algo sobre tener fe.
—¡Raist! —gritó Caramon con voz hueca mientras miraba en derredor, dominado por el pánico.
—Aquí estoy, hermano —musitó quedamente Raistlin. Se encaramó a la carreta, junto a Caramon.
El mocetón aferró la mano de su gemelo con gratitud y soltó un suspiro estremecido.
—¡Raist! ¿Qué podemos hacer? Hemos de hacer algo. ¡Piensa!
—No hay nada que hacer, hijo —lo consoló bondadosamente el enano—. Excepto desear lo mejor a tu padre en su tránsito.
Raistlin examinó las heridas y al punto comprendió que el enano tenía razón. Lo sorprendente era que Gilon hubiera aguantado vivo tanto tiempo.
—Se dice que en los viejos tiempos, antes del Cataclismo, había clérigos en Ansalon —comentó Otik—. Rezaban a sus dioses y, con la intervención divina, curaban heridas tan horribles como éstas. Todos esos clérigos desaparecieron misteriosamente justo antes de que los dioses arrojaran la montaña de fuego y jamás regresaron. Es una de las razones de que la gente afirme que las propias deidades no volvieron nunca.
—¡Belzor está aquí! —clamó con voz estridente la viuda Judith—. ¡Belzor sanará a este hombre!
«Pues debe de deleitarse con el sufrimiento, porque se lo está tomando con calma», pensó amargamente Raistlin.
—¡Padre! —llamó Caramon.
El sonido de la voz de su hijo hizo que Gilon entreabriera los ojos y los moviera de un lado para otro, buscando a sus muchachos, ya que le era imposible girar la cabeza.
Los localizó y prendió la mirada en ellos.
—Cuidad... de vuestra madre —consiguió susurrar. Una espuma sanguinolenta se escurrió entre sus labios.
Caramon estalló en sollozos y hundió el rostro en la mano.
—Lo haremos, padre —prometió Raistlin.
La mirada de Gilon envolvió a sus dos hijos, como si los abrazara. Logró esbozar una fugaz sonrisa y después giró los ojos hacia Rosamun. Empezó a decir algo, pero un espasmo lacerante lo sacudió y el dolor le hizo cerrar los ojos; soltó un profundo gemido y se quedó muy quieto.
El enano se despojó del sombrero con gesto solemne y lo puso contra su pecho.
—Que Reorx camine con él —susurró.
—El pobre hombre ha muerto. ¡Oh, qué pena! —exclamó el kender, y una lágrima se deslizó por su mejilla.
Era la primera vez que la muerte llegaba tan cerca de Raistlin y el joven la percibió como una presencia física que pasara entre ellos con las negras alas extendidas sobre sus cabezas. Se sintió pequeño e insignificante, indefenso y vulnerable.
Tan repentino. Una hora antes Gilon caminaba entre los árboles, sin pensar en nada más importante que lo que habría de cena esa noche.
Tan tenebroso. Una oscuridad eterna, infinita. No era la ausencia de luz lo más aterrador, sino la ausencia de pensamiento, de conciencia, de conocimiento.
«Las vidas de los que seguimos respirando proseguirán. El sol brillará, las lunas saldrán. Reiremos y hablaremos. Y él no sabrá nada, no sentirá nada. Nada».
Tan definitivo. «Y nos llegará a todos. Me llegará a mí».
Raistlin se dijo que debería estar angustiado o afligido por la muerte de su padre, pero lo único que sentía era pena de sí mismo, angustia por su propia mortalidad. Apartó los ojos del cadáver destrozado sólo para encontrarse con que su madre seguía aferrada a la mano inerte, acariciando la carne yerta, instando a Gilon a que le hablara.
—Caramon, tenemos que ocuparnos de mamá —susurró con tono urgente a su hermano—. Debemos llevarla a casa.
Pero al mirar a su gemelo se dio cuenta de que el propio Caramon necesitaba ayuda. Se había derrumbado cerca del cadáver de su padre y unos sollozos profundos, desgarradores, sacudían su corpachón. Raistlin posó la mano en el brazo de su hermano para consolarlo.
La manaza de Caramon se cerró, crispada, sobre la muñeca de su gemelo. Raistlin no podía soltarse, pero tampoco deseaba hacerlo porque el contacto de Caramon le resultaba reconfortante. Pero la expresión conmocionada, el aire de extravío de su madre, no le gustaba nada.
—Vamos, madre. Deja que la viuda Judith te acompañe a casa.
—¡No, no! —chilló Rosamun, frenética—. No puedo dejar solo a tu padre. Me necesita.
—Madre —dijo Raistlin, que ahora estaba realmente asustado—. Papá ha muerto. Ya no se puede hacer nada para....
—¡Muerto! —Rosamun parecía estupefacta—. ¡Muerto! ¡No, imposible! Tengo fe. —Se arrojó sobre su marido y sus manos aferraron la camisa empapada de sangre—. ¡Gilon, despierta!
La cabeza del hombretón se zarandeó, fláccida, y un reguerillo de sangre resbaló de su boca.
—Tengo fe —repitió Rosamun con un timbre quejumbroso, acongojado. Sus manos se habían manchado de sangre, pero seguían aferradas a la empapada camisa.
—¡Madre, por favor, ve a casa! —suplicó Raistlin con impotencia.
Otik agarró las manos de Rosamun y con suavidad la obligó a aflojar los dedos. Luego la apartó de la carreta, y otro vecino se apresuró a cubrir el cadáver con una manta.
—Para que te fíes de Belzor —rezongó entre dientes el enano.
No tenía intención de que se oyera su comentario, pero tenía una voz de timbre profundo y sonoro, así que todos los que estaban a su alrededor lo escucharon. Unos cuantos dieron un respingo y otros pocos sacudieron la cabeza. Uno o dos sonrieron torvamente creyendo que nadie los miraba.
La viuda Judith había llevado a cabo un buen trabajo como predicadora desde su llegada a la ciudad y había hecho bastantes conversos a la nueva fe. Algunos de ellos contemplaban al hombre muerto con consternación.
—¿Quién es Belzor? —inquirió la aguda vocecilla del kender—. Flint, ¿tú lo conoces? ¿Se suponía que tenía que sanar a este pobre hombre? ¿Tienes idea de por qué no lo ha hecho?
—¡Cierra el pico, Tas, cabeza de chorlito! —musitó ásperamente el enano.
Pero ésa era la pregunta que muchos de los nuevos prosélitos se estaban haciendo para sus adentros y miraron a la viuda Judith esperando una respuesta.
La mujer no había perdido la fe, y endureció el gesto. Asestó una mirada feroz al enano y otra aún más encarnizada al kender, que en este mismo momento se dedicaba a levantar una esquina de la manta para observar con curiosidad el cadáver.
—A lo mejor se ha curado y no nos hemos dado cuenta —comentó el pequeño personaje con ánimo de ayudar.
—¡No se ha curado! —gritó la viuda en tono plañidero—. Gilon Majere no ha sido sanado ni lo será. ¿Y por qué no?, os preguntáis. ¡Porque el mal anida en esta mujer! —Judith señaló a Rosamun—. ¡Su hija es una perdida! ¡Su hijo es un brujo! ¡Es culpa de ella y de sus hijos que Gilon Majere haya muerto!
Fue como si el dedo acusador hubiera disparado una lanza y ésta hubiera ensartado a Rosamun, que miró a Judith conmocionada y después exhaló un grito al tiempo que caía de rodillas, gimiendo.
Raistlin se puso de pie y saltó por encima del cuerpo de su padre.
—¿Cómo te atreves? —susurró amenazadoramente a la viuda. Bajó de un salto por encima del costado de la carreta y se plantó delante de la viuda Judith—. ¡Fuera de aquí! ¡Déjanos en paz!
—¿Lo veis? —La viuda retrocedió precipitadamente y su dedo enhiesto apuntó a Raistlin— ¡Es perverso! ¡Obedece el mandato de dioses malignos!
Un fuego abrasador estalló dentro del joven y consumió sentido común y raciocinio. El ardiente resplandor no lo dejaba ver; no le importaba que el fuego lo destruyera, siempre y cuando acabara con Judith.
—¡Raist! —Una mano lo agarró; una mano fuerte y firme que se abrió paso entre las rugientes llamas y lo contuvo—. ¡Raist, detente!
Aquella mano, la de su hermano, lo sacó del fuego, y el terrible resplandor que lo cegaba se apagó, las llamas se consumieron y lo dejaron frío y tembloroso, con un regusto a ceniza en la boca. Los fuertes brazos de Caramon le rodearon los hombros.
—No la toques, Raist —estaba diciendo Caramon. Tenía la voz enronquecida de llorar—. ¡No le des la razón!
La viuda, pálida y desencajada, había reculado contra un árbol y miraba a los vecinos.
—¡Lo habéis visto, buena gente de Solace! Trató de matarme. ¡Os digo que es un demonio encarnado en un ser humano! ¡Expulsad a esta madre y a su camada de diablos! ¡Echadlos de Solace! ¡Mostrad a Belzor que no consentís semejante maldad en esta ciudad!
La multitud guardaba silencio y sus semblantes estaban sombríos e impasibles. Lentamente formaron un círculo protector, con la familia Majere en el centro. Rosamun cayó de hinojos en el suelo, inclinada la cabeza. Raistlin y Caramon permanecían muy juntos y cerca de su madre.
Aunque Kitiara no estaba allí —hacía años que no visitaba a la familia— su espíritu había sido invocado y también se hallaba presente, aunque sólo fuera en la mente de sus hermanastros.
Gilon yacía muerto en la carreta, su cadáver cubierto con una manta; la sangre empezaba a empapar la lana de la prenda. La viuda Judith se había quedado fuera del círculo, y todo el mundo seguía callado.
Un hombre se abrió paso a codazos entre la muchedumbre, desde la parte posterior. Raistlin sólo captó vagamente su imagen, ya que los rescoldos del abrasador fuego interior todavía le emborronaban la vista, pero después recordaría su porte alto, el rostro afeitado, el largo cabello que le cubría las orejas y le llegaba hasta los hombros. Vestía ropas de cuero rematadas con flecos y llevaba un arco al hombro. Caminó hacia la viuda.
—Me parece que eres tú quien debería marcharse de Solace —dijo. Su voz sonaba tranquila, sin el menor rastro de amenaza, limitándose a exponer un hecho.
Judith le asestó una mirada ceñuda y luego echó un rápido vistazo a la multitud apiñada detrás de él.
—¿Vais a permitir a este mestizo que me hable así? —demandó.
—Tanis tiene razón —intervino Otik, que se adelantó para apoyarlo. Agitó la regordeta mano, con la que todavía sujetaba la botella de brandy—. Será mejor que regreses a Haven, buena mujer. Y llévate a Belzor, que aquí no lo necesitamos. Sabemos cuidar de los nuestros.
—Andad, hijos, llevad a vuestra madre a casa —dijo el enano—. No os preocupéis por vuestro padre, que nosotros nos ocuparemos del entierro. Querréis asistir, por supuesto, así que ya os avisaremos cuando llegue el momento.
Raistlin asintió con la cabeza, tan cansado que era incapaz de hablar. Se agachó y agarró a su madre. Rosamun estaba desmadejada, destrozada, como una muñeca de trapo que hubieran hecho trizas unos perros rabiosos. Miró en derredor con expresión ausente, un gesto que Raistlin recordaba muy bien; el corazón se le puso en un puño.
—Madre —musitó suavemente—, nos vamos a casa.
Rosamun no reaccionó, como si no lo hubiera oído siquiera. Raistlin intentó levantarla, pero era como un peso muerto entre sus brazos.
—Caramon —llamó a su hermano.
El mocetón asintió; tenía los ojos llenos de lágrimas.
Entre los dos condujeron a su madre a casa.