7

La lección de otro día fue de escritura.

Un mago no sólo tenía que saber pronunciar las palabras mágicas de forma correcta, sino que también tenía que saber escribirlas, dar a cada letra la forma apropiada. Las palabras del lenguaje arcano debían escribirse con precisión, exactitud, limpieza y cuidado sobre el pergamino o, en caso contrario, el conjuro no funcionaba. Escribir la palabra conjuradora shirak, por ejemplo, con el redondel de la «a» un poco torcido y el trazo de la «k» demasiado apretado daba por resultado que el mago, en lugar de tener la luz deseada, se quedaba a oscuras.

Casi todos los alumnos de maese Theobald, de acuerdo con la natural torpeza de los niños, se enredaban con estos menesteres. Las plumas, a las que tenían que sacar punta ellos mismos, se partían, se despuntaban, se doblaban, se rompían o escapaban de entre los dedos, demasiado apretados. Invariablemente, los chiquillos acababan con más tinta encima que sobre el pergamino, a menos que el tintero no se volcara, cosa que ocurría con bastante frecuencia.

Cualquiera que hubiera visitado la escuela las tardes de clase de escritura podría haber imaginado, viendo las caras y las manos llenas de tinta de innumerables demonios pequeños, que se había metido en el Abismo por equivocación.

Esta idea le pasó por la mente a Antimodes en el instante en que cruzó la puerta, así como un repentino y fugaz recuerdo de sus días en la escuela evocado, principalmente, por un olor muy peculiar —una mezcla de cuerpecillos sudorosos por el excesivo calor, sopa de berza que habían tenido que tragarse en el almuerzo, tinta y badana— que lo hizo sonreír.

—El archimago Antimodes —anunció la sirvienta o algo aproximado a eso, ya que se enredó completamente con el nombre.

Antimodes se paró en la puerta. Los rostros frustrados, encendidos, y manchados de tinta de doce niños se levantaron de su trabajo para mirarlo con un brillo esperanzado en los ojos. Tal vez era un salvador, alguien que los liberaría del suplicio de su tarea. El otro niño, el decimotercero, también levantó la cabeza, pero no con la prontitud de sus compañeros. En aquel rostro se advertía que estaba absorto en su trabajo y sólo cuando lo terminó alzó la cara para mirar al visitante.

Antimodes se sintió complacido, y mucho, al comprobar que aquella cara estaba casi completamente limpia de tinta, salvo por un tiznajo sobre la ceja izquierda, y que no había en ella una expresión de alivio, sino más bien de irritación, como si al niño le molestara que lo hubieran interrumpido.

Esa expresión irritada se borró rápidamente, empero, cuando reconoció a Antimodes, al igual que el archimago reconoció al chiquillo.

Maese Theobald se levantó de la silla con presteza, obsequioso y circunspecto, celoso e inseguro como siempre. No le gustaba Antimodes porque el maestro sospechaba, y con razón, que el archimago se había opuesto a su nombramiento como instructor y había votado en contra en el Cónclave. Su oposición se vio superada por la opinión de la mayoría, entre ellos Par-Salian, quien había expuesto argumentos poderosos a favor de Theobald, siendo el principal que no había otros candidatos. ¿Qué otra cosa podían hacer con él?

Hasta sus propios amigos coincidían en que Theobald no llegaría nunca a ser más que un mago mediocre. Hubo otros, Antimodes entre ellos, que cuestionaron el que hubiera conseguido superar la Prueba, para empezar. Par-Salian se mostraba evasivo cada vez que Antimodes sacaba el tema a colación, y el archimago terminó por creer que Theobald la había superado con la condición de que aceptara un puesto como docente, tarea a la que nadie quería dedicarse. No se le ocurrió ninguna otra explicación mejor.

Él mismo, de dársele a escoger, habría preferido ir al Monte Noimporta a instruir a los gnomos en el arte de la pirotecnia antes que enseñar magia a unos mocosos. En consecuencia, se puso de parte de la mayoría aunque a regañadientes.

Posteriormente no tuvo más remedio que admitir que Par-Salian y los demás tenían razón.

Theobald no era un maestro particularmente bueno, pero se ocupaba de que sus chicos —las niñas tenían su propia escuela en Palanthas, dirigida por una hechicera algo más competente— adquirieran los conocimientos básicos, y eso era lo único que hacía falta. Jamás encendería la llama del saber en los alumnos mediocres; pero, si el fuego de la grandeza ya ardía por sí mismo, maese Theobald lo avivaría.

Los dos magos se saludaron con fingida cordialidad delante de los niños.

—¿Cómo estáis, señor?

—Muy bien, ¿y vos, mi querido señor? —Antimodes fue elegante en el saludo y generoso en sus alabanzas de la clase, en la que a su modo de ver hacía un bochorno insoportable, además de estar mal ventilada y sucia.

Maese Theobald se mostró pródigo en su bienvenida, aunque desde el primer momento tuvo la certeza de que Par-Salian había enviado a Antimodes para hacer una inspección, y despertó en él un amargo resentimiento el hecho de que el archimago llevara con despreocupada naturalidad una lujosa capa de fina lana que debía de costar el salario de maestro de todo un año.

—Bueno, bueno, archimago, ¿siguen las calzadas cubiertas de nieve?

—No, no, maestro. Están bastante transitables, incluso en el norte.

—Ah, entonces ¿venís de allí?

—Sí, de Lemish —respondió suavemente Antimodes. En realidad había estado mucho más al norte que aquella pintoresca villa rodeada de frondosos bosques, pero no tenía la menor intención de hablar de sus viajes con Theobald.

Al maestro no le gustaba viajar, de modo que arqueó las cejas en un gesto de crítica y mostró su desaprobación dándose media vuelta y poniendo fin a la conversación.

—Muchachos, tengo el inmenso honor de presentaros al archimago Antimodes, hechicero de los Túnicas Blancas. —Los chiquillos saludaron con entusiasmo—. Estábamos practicando con la escritura —dijo Theobald—, y casi habíamos terminado el trabajo por hoy. ¿Os gustaría, tal vez, ver algunas de esas tareas, archimago?

En realidad sólo había un alumno en el que estaba interesado Antimodes, pero caminó solemnemente por los pasillos entre los pupitres y observó con fingido interés las letras que tenían todo tipo de formas salvo la correcta, así como un juego de tres en raya cuyo autor trató en vano de ocultar volcando el tintero sobre el papel.

—No está mal —dijo—. Muy... creativos... algunos de estos trabajos. —Llegó al pupitre de Raistlin, que era su verdadera meta, y allí se detuvo y manifestó con total sinceridad—: Bien hecho.

Un niño que había detrás de Raistlin hizo un ruido grosero. Antimodes se volvió hacia él.

—Disculpad, señor —dijo el chico, aparentemente arrepentido—. Es por la col del almuerzo.

Antimodes sabía que aquel ruido no lo había provocado la col, y también comprendió lo que tal cosa implicaba; de inmediato se dio cuenta de su error. Recordó la forma de ser de los niños; de hecho, él mismo había sido una buena pieza de pequeño. No tendría que haber halagado a Raistlin; los otros chicos eran envidiosos y vengativos, y se lo harían pagar.

Intentando remediar su desliz, se preparó para apuntar alguna falta —después de todo, nadie era perfecto— y se volvió hacia Raistlin.

En los labios del niño había una sonrisa complacida, un gesto que casi podría interpretarse como un gesto de burla.

Antimodes se tragó lo que iba a decir, con el resultado de estar a punto de atragantarse. Tosió para aclararse la garganta y continuó caminando, aunque no vio nada más porque estaba absorto en sus pensamientos, de manera que hasta que se encontró frente a maese Theobald no fue consciente de que seguía en la clase.

Se paró bruscamente y levantó la cabeza al tiempo que daba un respingo.

—Oh... eh... Buen trabajo el de vuestros alumnos, maestro. Excelente, sí. Si no os importa, me gustaría tener una conversación con vos en privado.

—Sinceramente, no puedo dejar la clase...

—Será un momento. Estoy seguro de a que estos jóvenes caballeros —Antimodes les sonrió a los chicos— no les importará continuar con su trabajo durante vuestra ausencia.

Era plenamente consciente de que los «jóvenes caballeros» aprovecharían la oportunidad para jugar a las canicas, hacer dibujos obscenos en sus pizarras de prácticas y salpicarse con tinta unos a otros.

—No os haré perder vuestro valioso tiempo más que lo imprescindible, maese Theobald —dijo el archimago con sumo respeto.

Ceñudo, el maestro salió de la clase a regañadientes y condujo a su huésped a sus aposentos.

Una vez allí, cerró la puerta y se volvió hacia Antimodes.

—Bien, señor, os ruego que os deis prisa—. Antimodes oía el clamor que había estallado ya en la clase.

—Me gustaría hablar con cada alumno individualmente, maese Theobald, si no es molestia. Querría hacerles unas cuantas preguntas.

Al oír la petición del archimago, al maestro casi se le salieron las cejas de la frente. Después se unieron en el entrecejo, con desconfianza. Nunca, en todos los años que llevaba dedicándose a la enseñanza, un archimago se había molestado en visitar su clase y mucho menos pedir una entrevista en privado con los estudiantes. Maese Theobald sólo podía llegar a una conclusión, y así lo hizo.

—Si el Cónclave no está satisfecho con mi labor... —empezó con aire enojado.

—Pues claro que lo está. Y mucho —se apresuró a asegurarle Antimodes para tranquilizarlo—. Es sólo un trabajo de investigación que estoy realizando. —Agitó la mano—. Un estudio acerca del razonamiento filosófico que induce a los jóvenes a emplear su tiempo en este tipo de conocimientos. —La explicación hizo que el maestro resoplara con desdén—. Por favor, mandádmelos de uno en uno —pidió Antimodes.

Maese Theobald volvió a resoplar, giró sobre sus talones, y regresó a la clase.

Antimodes se instaló en una silla y se preguntó qué demonios iba a decirles a estos galopines.

En realidad, sólo quería hablar con un alumno, pero no estaba dispuesto a hacer distinciones con Raistlin otra vez. Seguía estrujándose el cerebro cuando el primero, el chico mayor de la escuela, entró en la habitación y se quedó plantado delante del archimago, intimidado.

—Soy Gordon, señor. —El chico hizo una inclinación desmañada.

—Y bien, Gordon, muchacho —empezó Antimodes, tan azorado como el chiquillo pero procurando ocultarlo—, ¿cómo te propones incorporar el uso de la magia en tu vida cotidiana?

—Bueno, s... señor —balbució Gordon, obviamente desconcertado—. No lo sé muy bien. —Antimodes frunció el ceño y el chico se puso a la defensiva.

»Sólo estoy aquí, señor, porque mi madre me obliga a venir. Yo no quiero tener nada que ver con la magia.

—Entonces, ¿a qué quieres dedicarte? —preguntó Antimodes, sorprendido.

—Quiero ser carnicero —respondió con prontitud Gordon.

Antimodes suspiró.

—Tal vez deberías sostener una charla con tu madre, explicarle lo que piensas.

El chico sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

—Ya lo he intentado. Da igual, señor; estaré aquí hasta que sea lo bastante mayor para servir como aprendiz, y entonces cortaré por lo sano y me largaré.

—Gracias —dijo, cortante, Antimodes—. Todos lo agradeceremos. Por favor, dile al siguiente que pase.

Al final de las cinco primeras entrevistas, la antipatía de Antimodes por maese Theobald se había convertido en una profunda compasión. También se sentía alarmado y consternado. Había descubierto más en quince minutos charlando con estos cinco chiquillos que en los cinco meses que llevaba viajando por todo Ansalon.

Era plenamente consciente —Par-Salian y él lo habían hablado a menudo— de que el populacho sentía desconfianza y recelo hacia los magos. Como tenía que ser. A los hechiceros debía envolverlos un halo de misterio, y sus conjuros tenían que inspirar sobrecogimiento y la debida dosis de miedo.

Empero, entre estos chicos no había hallado ni sobrecogimiento ni miedo. Ni siquiera mucho respeto. Podría culparse de ello a maese Theobald y, de hecho, Antimodes lo hacía responsable de parte del problema. Ciertamente, el maestro no hacía nada para alentar la inspiración en sus estudiantes, para sacarlos del cotidiano estercolero de ignorancia en el que estaban sumidos.

Pero había algo más. A esta escuela no asistía ningún hijo de familia noble y, por lo que sabía Antimodes, eran muy pocos los niños nobles que había en cualquier escuela de magia de Ansalon. Sólo entre los elfos se consideraba adecuado el estudio del arte arcano para las clases altas, e incluso a éstos se los disuadía de su intención de dedicar sus vidas a tal menester. El rey Lorac de Silvanesti había sido uno de los últimos elfos de sangre real que había pasado la Prueba. La mayoría era como Gilthanas, el hijo menor del Orador de los Soles de Qualinesti, que podría haber sido un excelente mago si hubiera dedicado el tiempo necesario a estudiar el arte, pero que sin embargo se limitó a tocar el tema superficialmente, se negó a someterse a la Prueba, rehusó comprometerse.

En cuanto a los humanos, estos chiquillos eran hijos de comerciantes y artesanos de clase media en su gran mayoría, lo que no estaba mal; el propio Antimodes procedía de una familia así. Pero al menos él sabía lo que quería y había estado dispuesto a luchar por conseguirlo a pesar de que sus padres eran totalmente contrarios a la mera idea de que estudiara magia. A estos niños, en cambio, se les había enviado aquí porque sus padres no sabían qué otra cosa hacer con ellos, porque no los consideraban aptos para hacer cualquier otra cosa.

¿Realmente estaban tan mal considerados los magos?

Deprimido, Antimodes se arrellanó en el sillón excesivamente mullido, que había apartado de la chimenea todo lo posible, y se puso a darle vueltas al asunto. Su desánimo se había ido incrementando desde el viaje a Solamnia.

Los caballeros y sus familias se habían mostrado corteses, pero así trataban siempre a cualquier viajero humano acomodado y con buenos modales. Invitaron a Antimodes a quedarse en sus moradas, le sirvieron carnes asadas y buenos vinos, y lo entretuvieron con trovadores. Pero ni una sola vez hablaron de magia ni le pidieron que los ayudara con sus conjuros ni hicieron siquiera alusión a su condición de hechicero. Si Antimodes lo sacaba a colación, respondían con vagas sonrisas y cambiaban de tema. Actuaban como si el archimago sufriera algún tipo de deformidad o enfermedad. Eran demasiado corteses, demasiado educados para rechazarlo o insultarlo abiertamente, pero Antimodes era plenamente consciente de que apartaban la mirada de su persona cuando creían que no los veía. En realidad, les repugnaba.

Y ahora sentía asco de sí mismo, al verse por primera vez a través de los ojos de estos chiquillos. Había soportado mansamente el trato distante y frío de los solámnicos, incluso los había adulado con una total falta de dignidad para ganarse su voluntad. Había callado quién y lo que era. Ni una sola vez durante el viaje sacó su blanca túnica; guardó las bolsitas con los componentes de hechizos y escondió bajo la cama los estuches de pergaminos.

—A mi edad debería haberlo previsto —se reprochó amargamente—. Qué ridículo tan espantoso debo de haber hecho. Sin duda pusieron los ojos en blanco y soltaron hondos suspiros de alivio cuando me marché. Menos mal que Par-Salian no lo sabe, y doy gracias porque no le mencioné mi intención de viajar a Solamnia.

—Saludos de nuevo, archimago —dijo una voz infantil. Antimodes parpadeó, volviendo al momento presente, y vio que Raistlin había entrado en el cuarto. El archimago había esperado ansioso este encuentro, ya que el niño había despertado un profundo interés en él desde que se conocieron. Las conversaciones con los otros chiquillos sólo habían sido un ardid, ideado con el propósito de hablar en privado con este crío extraordinario. No obstante, sus recientes descubrimientos habían tenido un efecto tan devastador en Antimodes que ahora no encontraba placer en charlar con el único estudiante que mostraba aptitudes para la magia.

¿Qué futuro le aguardaba a este niño? ¿Una época en la que lapidarían a los magos? Al menos, pensó Antimodes amargamente, el populacho le había tenido miedo a Esmila, la hechicera Túnica Negra, y el miedo llevaba implícito cierto respeto. ¡Cuánto peor habría sido si se hubieran limitado a reírse de ella! Mas, ¿no se encaminaban hacia ese destino? ¿Acabaría la magia en las manos de carniceros desilusionados?

Raistlin tosió suavemente y rebulló, inquieto, cambiando el peso de uno a otro pie. Antimodes comprendió que se había quedado mirando al niño fijamente, en silencio, el tiempo suficiente para hacer que se sintiera incómodo.

—Discúlpame, Raistlin. —Le hizo una seña para que se acercara a él—. He viajado muy lejos y estoy cansado, aparte de que no ha sido del todo satisfactorio.

—Lamento oír eso, señor —dijo el chiquillo, que lo observaba con aquellos azules ojos demasiado viejos y sabios.

—Y yo lamento haber alabado tu trabajo en la clase. —Antimodes sonrió tristemente—. Debí darme cuenta.

—¿Por qué, señor? —Raistlin estaba perplejo—. ¿Acaso no estaba bien, como dijisteis?

—Bueno, sí, pero tus condiscípulos... No tendría que haberte hecho sobresalir. Conozco a los chicos de tu edad, ¿comprendes? Yo mismo fui un tanto buscapleitos, siento decirlo. Me temo que te lo harán pasar mal.

—Son unos patanes ignorantes. —Raistlin se encogió de hombros.

—¡Ejem! Sí, bueno, eh... —Antimodes frunció el ceño en un gesto de desaprobación. Pase que él, un adulto, lo pensara, pero no parecía apropiado que lo dijera un niño. Resultaba desleal.

—No llegan a mi nivel —continuó Raistlin—, de modo que quieren arrastrarme al suyo. En ocasiones me hacen daño. —Los azules ojos que sostenían la mirada del archimago eran tan claros y brillantes como un pedazo de hielo.

—Lo... lo siento —dijo el archimago, consciente de que era una frase manida e insuficiente, pero este niño lo desconcertaba hasta tal punto con su frialdad y sus agudas observaciones que no se le ocurría nada más inteligente.

—¡No me compadezcáis! —estalló el chiquillo, y en el hielo hubo un destello ardiente—. No me importa —añadió con más calma y volvió a encogerse de hombros—. En realidad lo tomo como un halago. Me tienen miedo.

El populacho le había tenido miedo a Esmila, la hechicera Túnica Negra, y el miedo llevaba implícito cierto respeto. ¡Cuánto peor habría sido si se hubieran limitado a reírse de ella!

Antimodes recordó sus propias reflexiones, y oírlas repetidas en la atiplada voz infantil le produjo un escalofrío en la espina dorsal. Un niño no tendría que ser tan avisado, no debería verse obligado a cargar con el peso de un discernimiento cínico tal a tan temprana edad.

Entonces Raistlin sonrió y fue una sonrisa ingenua.

—Es un martillazo. He pensado en lo que me dijisteis, señor. Lo de los golpes de martillo que forjan el alma y el agua que la templa. Sólo que no lloro. O, si lo hago —agregó, endureciendo la voz—, es cuando no me ven.

Antimodes lo miraba desconcertado, sorprendido. Una parte de él deseaba estrechar contra sí a este chiquillo precoz en tanto que otra parte lo instaba para que lo cogiera y lo arrojara al fuego, que lo aplastara como se hace con el huevo de una víbora. Esta dicotomía emocional lo perturbó hasta el punto que tuvo que levantarse del sillón y dar una vuelta por el cuarto antes de sentirse capaz de reanudar la conversación.

Raistlin permaneció callado, esperando pacientemente a que el archimago acabara de entregarse a ese comportamiento inexplicable y extraño que tan a menudo exteriorizaban los adultos. La mirada del niño se apartó de Antimodes y vagó por el cuarto hasta detenerse en los estantes de libros, donde se quedó prendida intensa, vorazmente.

Aquello le recordó a Antimodes algo que tenía intención de decirle al niño y que, a causa de la inquietante conversación, había estado a punto de olvidar. Regresó al sillón, donde tomó asiento echado ligeramente hacia adelante.

—Quería comentarte, jovencito, que vi a tu hermana cuando estuve en... Durante mi viaje.

Los ojos de Raistlin se volvieron hacia el archimago con un brillo de interés.

—¿A Kitiara? ¿La visteis, señor?

—Sí. Me quedé bastante sorprendido, para ser sincero. Uno no espera que... Bueno, que una chica de su edad... —Calló al no saber muy bien cómo continuar bajo la intensa mirada del pequeño. Raistlin comprendió el motivo de su vacilación.

—Se marchó de casa poco después de que empezara en la escuela, archimago. Creo que deseaba marcharse antes, pero estaba preocupada por Caramon y por mí. Sobre todo por mí. Supuso que ya podía valerme por mí mismo.

—Aún eres sólo un niño —argumentó severamente Antimodes, que había decidido que la precocidad ya había llegado demasiado lejos—. Un niño de seis años.

—Pero sé cuidar de mí mismo —repuso Raistlin y la sonrisa, la mueca burlona que el archimago ya había visto con anterioridad, asomó a sus labios. El rictus se hizo más amplio cuando la voz estentórea y arengadora del maestro resonó a través de la puerta.

»Kitiara volvió a casa al cabo de un par de meses tras su marcha —continuó Raistlin—, antes de que entrara el invierno. Le dio dinero a papá para pagar su estancia. Papá le dijo que no era necesario, pero ella insistió; no volverá a aceptar nada más de él. Llevaba una espada, una de verdad, y en la hoja había sangre seca. Le trajo otra a Caramon, pero papá se enfadó y se la quitó. Kitiara no se quedó mucho. ¿Dónde la visteis?

—No recuerdo el nombre del lugar —contestó, evasivo, Antimodes—. Esas ciudades pequeñas acaban pareciendo las mismas al cabo de un tiempo. Estaba en una taberna con algunos... compañeros.

Estuvo a punto de decir «malas compañías», pero no quería intranquilizar al niño, que parecía realmente encariñado con su hermanastra. La había visto entre soldados mercenarios de la peor calaña, de los que venden sus servicios e incluso sus almas si llegaba el caso de que alguien las quisiera.

—Me contó algo acerca de ti —se apresuró a continuar el archimago para no darle tiempo a que hiciera más preguntas—. Dijo que cuando tu padre te trajo aquí por primera vez, a la escuela, viniste a este cuarto y cogiste uno de los libros de magia de las estanterías, y que te sentaste y empezaste a leerlo.

Al principio Raistlin pareció sobresaltado, pero después sonrió. No la mueca burlona, sino una sonrisa traviesa que le recordó a Antimodes que este niño sólo tenía realmente seis años.

—Eso sería imposible —dijo Raistlin, que lanzó una mirada de reojo al archimago—. Estoy empezando ahora a aprender a leer y escribir el lenguaje de la magia.

—Sé que es imposible —replicó Antimodes, sonriendo para sus adentros. El niño podía ser encantador cuando se lo proponía—. Entonces ¿de dónde sacaría tu hermana esa historia?

—De mi hermano. Estábamos en la clase y mi padre y el maestro hablaban sobre mi ingreso en la escuela. El maestro no quería admitirme.

Antimodes arqueó las cejas, estupefacto.

—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso lo dijo?

—No con esas palabras, pero sí dijo que no estaba bien educado, que debería hablar sólo cuando se dirigiera a mí, que tendría que mantener gacha la vista y no «mirarlo con descaro». Eso dijo. Y que era «impertinente» y «deslenguado» e «insolente».

—Y lo eres, Raistlin —lo reprendió, creyendo que debía hacerlo—. Deberías mostrar más respeto a tu maestro y a tus condiscípulos.

Raistlin se encogió de hombros, y con ese gesto se desentendió de todos.

—Me cansé de oír a papá disculpándose en mi nombre —continuó con el relato de lo ocurrido—, así que Caramon y yo nos pusimos a explorar y vinimos aquí. Cogí un libro de las estanterías, uno de los de conjuros, pero sólo de prácticas. El maestro guarda los de verdad cerrados bajo llave en el sótano. Lo sé.

La voz del niño era serena, seria; sus ojos tenían un brillo anhelante. Antimodes se sintió alarmado y tomó nota mentalmente para advertir a Theobald que sus preciados libros de hechizos podrían no estar tan a salvo como imaginaba. Entonces Raistlin volvió a ser un niño de seis años.

—Quizá le dije a Caramon que el libro de hechizos era de verdad —dijo, reaparecida la sonrisa traviesa—. No lo recuerdo. En fin, el maestro entró disparado, resoplando y hecho una furia. Me reprendió por deambular por ahí curioseando e «invadiendo su intimidad», y cuando me vio con el libro se puso aún más furioso. Yo no estaba leyendo un conjuro, porque no sabía hacerlo.

»Pero —Raistlin lanzó una mirada astuta a Antimodes— hay un ilusionista en la ciudad que se llama Waylan. Le he oído utilizar fórmulas mágicas y aprendí de memoria algunas. Sé que los conjuros no funcionan así, pero las utilizaba para divertirme cuando los otros chicos jugaban a la guerra. Dije algunas palabras haciendo que las leía del libro, y Caramon se puso muy excitado y le dijo a papá que iba a invocar a un demonio del Abismo. El maestro se puso congestionado, todo rojo, y me quitó el libro bruscamente. Sabía que realmente no lo estaba leyendo —añadió fríamente Raistlin—. Sólo buscaba una excusa para librarse de mí.

—Pero maese Theobald te admitió en la escuela —apuntó el archimago severamente—. No se «libró de ti», como dices tú. Y lo que hiciste no estuvo bien. No debiste coger el libro sin su permiso.

—Tuvo que admitirme —acotó el niño, impasible—. Mi ingreso y enseñanza habían sido pagados ya. —Contempló duramente a Antimodes, quien, habiendo previsto algo así, estaba preparado y le sostuvo la mirada con afable inocencia.

El niño había encontrado la horma de su zapato. Apartó los ojos y los enfocó de nuevo en las estanterías de libros. Hubo una leve crispación en la comisura de sus labios.

—Caramon debió de contárselo a Kitiara. Creyó de verdad que iba a invocar a un demonio, ¿comprendéis? Caramon es como un kender, que cree cualquier cosa que le dicen.

—¿Quieres a tu hermano? —preguntó impulsivamente el archimago.

—Por supuesto —contestó Raistlin con suavidad—. Es mi gemelo.

—Sí, sois gemelos, ¿verdad? —Antimodes se quedó pensativo—. Me pregunto si tu hermano tendrá talento para la magia. Sería lógico que...

Se interrumpió, desconcertado, enmudecido por la mirada que Raistlin le asestó. Fue un impacto, como si el niño lo hubiera golpeado con los puños. Con una daga. El archimago se echó hacia atrás, desagradablemente sorprendido por la malévola expresión del chiquillo. El comentario había sido inofensivo, superficial, y por supuesto no había esperado una reacción así.

—¿Puedo regresar ya a clase, señor? —preguntó cortésmente Raistlin. Su semblante estaba relajado, aunque algo pálido.

—Mmmm, sí. Yo... eh... He disfrutado con nuestra conversación —dijo Antimodes.

Raistlin no hizo comentario alguno; inclinó la cabeza en un saludo educado, como les enseñaban a todos los niños, y se dirigió hacia la puerta, que abrió para regresar a la clase.

Una oleada de ruido y calor, que traía el olor a niños pequeños, col cocida y tinta, penetró en la biblioteca y le recordó a Antimodes la marea que entraba en las sucias playas de Flotsan. La puerta se cerró detrás del pequeño.

Antimodes se quedó sentado un rato en silencio, recobrando la serenidad. Al principio no le resultó fácil porque seguía viendo aquellos azules ojos, acerados, relucientes de rabia, hincándose en su carne. Finalmente, al caer en la cuenta de que la luz del día empezaba a menguar, y como estaba dispuesto a llegar a la posada El Ultimo Hogar antes de que se hiciera de noche, Antimodes se sacudió de encima las secuelas de la infortunada escena y regresó a la clase para despedirse de maese Theobald.

El archimago advirtió que Raistlin no levantó la cabeza al entrar él.

El trayecto a lomos de su plácida burra, Jenny, a través de los verdes campos salpicados con la primera floración de principios de verano, actuó como un sedante en el espíritu de Antimodes.

Para cuando llegó a la posada, fue capaz incluso de reírse de sí mismo, admitir que había sido un error por su parte hacer una pregunta tan personal, y encogerse de hombros desentendiéndose del incidente. Dejó a Jenny en el establo público y subió hacia la posada, donde alivió sus problemas con el aguamiel de reserva de Otik. Durmió profundamente por primera vez desde hacía un mes.

Aquella entrevista fue la última vez que Antimodes vería a Raistlin durante muchos años. El archimago siguió interesado en el chico y se mantuvo al corriente de su marcha en los estudios.

Cada vez que había una asamblea de magos, ponía empeño en encontrar a Theobald y le hacía preguntas sobre él. También siguió pagando la educación de Raistlin, y, al saber los progresos del alumno, daba por bien empleado el dinero.

Pero no se olvidaría de su pregunta respecto al hermano gemelo.

Y tampoco de la reacción de Raistlin.