Hacía calor en la escuela de magia. La fuerte lumbre encendida en la chimenea caldeaba la estancia sin ventanas hasta un punto casi insoportable. La voz de maese Theobald zumbaba entre las corrientes de aire caliente que podían verse irradiando del hogar; uno de los conjuros que gozaba de las preferencias del maestro era uno de fuego, y le encantaba hacer una demostración de su talento cada vez que se le presentaba la ocasión.
A Raistlin no le importunaba tanto como a los otros chicos el excesivo calor e incluso habría disfrutado de él de no ser porque a no tardar tendría que salir al frío y la nieve. El cambio de un extremo a otro, aventurándose en las bajas temperaturas del exterior con las ropas húmedas de sudor, repercutía negativamente en la frágil salud de Raistlin. Ahora empezaba a recuperarse de una fiebre alta y dolor de garganta que lo habían dejado sin voz durante varios días, por lo que se vio obligado a quedarse en casa y guardar cama.
Detestaba perder las clases. Era más inteligente que el maestro y, en el fondo de su alma, sabía que era mejor hechicero que maese Theobald. Aun así, había cosas que podía aprender de él; cosas que eran necesarias. La magia ardía en su interior como una fiebre y le proporcionaba una sensación tan placentera como dolorosa. Lo que el maestro sabía, y Raistlin no, era cómo controlar aquel fuego, cómo conseguir que la magia estuviera al servicio del hechicero, cómo transmitir dicha fiebre a palabras que pudieran escribirse y pronunciarse, cómo utilizarla para crear.
No obstante, maese Theobald era tan inepto en su tarea didáctica que a menudo Raistlin tenía la impresión de estar al acecho, a la espera de abalanzarse sobre el menor atisbo de información útil que por casualidad pasara ante él.
Los alumnos de maese Theobald se sentaban en los altos taburetes e intentaban desesperadamente mantenerse despiertos, cosa nada fácil con aquel calor y después de un copioso almuerzo. Cualquiera que fuera sorprendido dormitando despertaba por un seco fustazo sobre los hombros propinado con la flexible vara de sauce. Maese Theobald era un hombre grande y fofo, pero cuando quería era capaz de moverse rápida y silenciosamente. No había nada que le gustara más que pillar a un alumno dando una cabezada.
El primer día de escuela Raistlin había hablado con desenvoltura a su hermano respecto a ser azotado, pero desde entonces sus delgados hombros habían sentido el trallazo de la vara de sauce, bien que el daño ocasionado fue más profundo en su alma que en su carne. Nunca lo habían golpeado, salvo alguno que otro cachete suave de su hermana, quien siempre los propinó con un espíritu de cariño fraternal. Además, si alguna vez Kitiara golpeaba con más fuerza de lo que se proponía, los gemelos sabían que era la intención lo que contaba.
Por el contrario, cuando maese Theobald descargaba la vara había en sus ojos un brillo y una sonrisa en su rolliza cara que denotaban sin lugar a dudas lo mucho que disfrutaba impartiendo el castigo.
—La letra «a» en el lenguaje de la magia —estaba diciendo el maestro con su monótono y soporífero tono de voz— no se pronuncia «a» como en la lengua vernácula Común ni se pronuncia «ae» como oiréis a los elfos ni tampoco «aj» como la articulan los enanos.
«Sí, sí —pensó Raistlin, aburrido—. Continúa con la clase y deja de darte aires. Seguramente no has oído hablar elfo en tu vida, viejo estúpido, zoquete gordinflón».
—La letra «a» en el lenguaje de la magia se pronuncia «ei» —continuó el maestro.
Raistlin atendió con los cinco sentidos de manera instantánea. Aquí estaba la información que necesitaba; escuchó atentamente mientras maese Theobald reiteraba la pronunciación:
—«Ei». Y ahora, caballeretes, repetid conmigo.
Un adormilado coro de «eis» flotó en la caldeada atmósfera de la habitación, subrayado por el «ei» más fuerte y preciso pronunciado por Raistlin. Generalmente su voz era la más queda entre las de sus condiscípulos, ya que no le gustaba atraer sobre sí la atención, principalmente porque el resultado era casi siempre doloroso. Su excitación por haber aprendido algo útil y el hecho de que era uno de los pocos que estaban despiertos y atendiendo al maestro lo habían inducido a hablar en un tono más alto de lo que era su intención.
De inmediato lo lamentó. Maese Theobald lo miró con un brillo aprobador en los ojos —al menos, hasta donde podía advertirse entre las bolsas de grasa que los rodeaban— y golpeó suavemente el escritorio con la vara de sauce.
—Muy bien, maese Raistlin —dijo.
Los condiscípulos más próximos al niño le asestaron miradas malignas con disimulo, y Raistlin supo que le harían pagar el cumplido. El chico que estaba a su derecha, el mayor de la clase con sus casi trece años y al que habían mandado a la escuela porque sus padres no soportaban tenerlo en casa, se inclinó hacia él para susurrar:
—Te he oído besar su gordo trasero todas las mañanas, «maese Raistlin».
El chico, llamado Gordon, hizo un vulgar sonido de besuqueo y los que estaban a su alrededor soltaron risitas contenidas.
El maestro los oyó y, sin quitarles la vista de encima, se puso de pie, de modo que los chicos guardaron silencio al instante. Se dirigió hacia ellos con la vara de sauce en la mano, pero se distrajo al ver a un alumno pequeño que se había quedado profundamente dormido, con la cabeza recostada en los brazos y los ojos cerrados.
Maese Theobald sonrió y la vara se descargó sobre los pequeños hombros. El niño se incorporó bruscamente al tiempo que lanzaba un grito de dolor y sobresalto.
—Así que durmiendo en mi clase, ¿eh? —reprendió el maestro con voz atronadora al pequeño malhechor, que se encogió al ver su expresión iracunda y se limpió las lágrimas disimuladamente.
Durante el incidente Raistlin oyó cierta agitación a su espalda, roces y cuchicheos, pero no se molestó en mirar hacia atrás. Las payasadas de los otros chicos le parecían absurdas y ridículas.
¿Por qué perderían tiempo, un tiempo tan valioso, con tonterías?
Repitió «ei» quedamente, para sus adentros, hasta estar seguro de que lo pronunciaba correctamente, e incluso escribió el sonido de la vocal en su pizarra con el propósito de practicar después. Absorto en su trabajo, hizo caso omiso de las ahogadas risitas que sonaban a su alrededor. Tras haber desmoralizado completamente a uno de estos pilluelos, el maestro volvió a su escritorio muy satisfecho, tomó asiento pesadamente y continuó con la lección.
—La siguiente vocal del lenguaje arcano es la «o». No se pronuncia «o» ni «oj» sino «ou». La pronunciación es de suma importancia, caballeros, y por lo tanto sugiero que prestéis atención. Si un conjuro se pronuncia incorrectamente no funcionará. Recuerdo que siendo yo alumno del gran hechicero...
Raistlin tamborileó los dedos con irritación al comprender que el maestro se disponía a relatar una de sus anécdotas que siempre resultaban aburridas y que, invariablemente, servían para ensalzar su mediocre talento. El niño se dedicaba a escribir con cuidado la letra «o» con la pronunciación fonética «ou» al lado cuando, repentinamente, el taburete en el que estaba sentado salió disparado hacia atrás.
Cayó al suelo, y al ser tan inesperado, se dio un fuerte batacazo. Sintió un agudo dolor en la muñeca ya que, en un gesto instintivo, había extendido la mano para parar el golpe. El taburete se desplomó con estruendo y sus compañeros prorrumpieron en carcajadas que se acallaron de inmediato.
El maestro, con el semblante rojo como la grana en contraste con la blanca túnica, se incorporó bruscamente de su silla y se quedó plantado, tan furioso que todo él temblaba como si fuera un flan.
—¡Maese Raistlin! ¿A qué viene interrumpir mi lección con ese escándalo?
—Se quedó dormido, señor, y se cayó del taburete —dijo Gordon amablemente.
Sentado en el suelo mientras se frotaba la muñeca dolorida, Raistlin reparó en el cordel que había tirado el taburete. Alargó la mano para cogerlo, pero el trozo de cuerda se soltó de la pata con un tirón y serpenteó sobre el suelo para desaparecer bajo la manga de Devon, uno de los secuaces de Gordon que se sentaba detrás de él.
—¡Durmiendo! ¡Interrumpiéndome! —Maese Theobald agarró la vara de sauce y se dirigió hacia Raistlin.
Viendo venir el golpe, encogió los hombros y levantó los brazos para protegerse en lo posible.
La vara se descargó y le hizo un corte en el brazo, a punto de darle en la cara. El maestro levantó la mano, dispuesto a golpear una vez más.
La rabia, ardiente como el fuego de una forja, hinchió a Raistlin y consumió su miedo y su dolor. El primer impulso fue incorporarse de un salto y atacar al maestro, pero un soplo de sentido común, frío como el hielo, recorrió su cuerpo. El niño lo sintió como algo físico, una frialdad que tocó cada terminación nerviosa y lo hizo temblar a pesar de su abrasadora cólera.
Se vio a sí mismo atacando al maestro, como un necio, un chiquillo debilucho de brazos flacos chillando con una vocecilla aguda, agitando con impotencia sus pequeños puños. Y, lo que era peor, se vio como el perdedor, porque maese Theobald lo vencería y los otros chicos, los responsables de su situación, se reirían y se refocilarían.
«No. Seré yo quien saldrá vencedor de este enfrentamiento».
Raistlin dio un ahogado respingo y se desplomó en el suelo, donde se quedó completamente quieto, tendido de espaldas y las piernas dobladas, con las rodillas juntas. Una mano se deslizó pesadamente hacia el suelo, y la otra quedó fláccida sobre el delgado tórax mientras sus párpados se cerraban. Respiró lo más levemente que le fue posible, sin hacer ruido.
Había estado enfermo muchas veces durante su corta vida y sabía cómo fingir una indisposición. Continuó tendido, pálido y aparentemente sin vida, a los pies del sorprendido maestro.
—¡Diantre! —Exclamó Devon, el chico que había atado el cordel a la pata del taburete—. ¡Lo habéis matado!
—Tonterías —dijo maese Theobald, aunque su voz se quebró al hablar. Bajó la vara de sauce—. Sólo está... desmayado, eso es todo. Gordon —carraspeó para aclararse la garganta y volvió a empezar—. Gordon, trae un poco de agua. —El chico corrió a hacer lo que le había mandado. Sus pies sonaban en el suelo, y Raistlin lo oyó manosear torpemente el cubo del agua. Siguió tendido sin moverse, con los ojos cerrados, sin hacer el menor ruido. Descubrió que estaba disfrutando con esto; disfrutando de la atención prestada, del miedo y del desconcierto de todos. Gordon regresó corriendo con el cacillo lleno de agua, gran parte de la cual derramó en el suelo y en la falda de la blanca túnica del maestro—. ¡Torpe zoquete! ¡Dame eso! —Maese Theobald le dio un bofetón a Gordon y le quitó el cacillo. Luego se arrodilló junto a Raistlin y con gran cuidado mojó los labios del niño.
»Raistlin —musitó en un quedo y ahogado susurro—. Raistlin, ¿puedes oírme?
El chiquillo sintió unas tremendas ganas de reír y tuvo que hacer todo un alarde de control para contenerse. Siguió inmóvil un minuto más y después, cuando sentía que la mano del maestro empezaba a temblar por la ansiedad, movió levemente la cabeza de lado a lado y soltó un quedo gemido.
—¡Bien! —suspiró maese Theobald con alivio—. Está recobrando el sentido. Echaos atrás, muchachos. Necesita aire. Lo llevaré a mis aposentos.
Los fuertes y carnosos brazos del maestro levantaron a Raistlin, que dejó floja la cabeza y los brazos y las piernas colgando fláccidos. Mantuvo cerrados los ojos y, de tanto en tanto, gemía.
De esta guisa fue llevado por el maestro hacia sus aposentos, seguidos de cerca por todos los otros chicos a pesar de que Theobald les ordenó varias veces, con voz destemplada, que se quedaran en la clase.
El maestro tumbó a Raistlin en un sofá e hizo que los demás muchachos regresaran a la clase con amenazas, aunque no con la vara de sauce, advirtió Raistlin a través de los párpados entreabiertos. Theobald llamó a voces a una sirvienta.
Luego regresó solo a la habitación y Raistlin parpadeó y abrió los ojos, aunque los mantuvo desenfocados, deliberadamente, durante unos segundos antes de volverlos hacia maese Theobald.
—¿Qué... ha ocurrido? —musitó con voz débil. Miró en derredor, como aturdido, mientras intentaba incorporarse—. ¿Dónde estoy?
Simulando que el esfuerzo había sido excesivo, se desplomó de nuevo en el sofá al tiempo que respiraba entre jadeos. El maestro se inclinó sobre él.
—Tuviste... eh... una mala caída —dijo, hurtando los ojos pero echando miradas de reojo al niño—. Te caíste del taburete.
Raistlin bajó la vista hacia su brazo, donde un feo verdugón rojizo se marcaba en la pálida piel.
Alzó los ojos hacia el maestro.
—Me escuece el brazo —susurró.
El maestro bajó la vista al suelo y se alegró cuando la sirvienta, una mujer de mediana edad que cocinaba, hacía la limpieza y se ocupaba de los chicos, entró en la habitación. Era extremadamente fea, con la cara señalada de cicatrices, y le faltaba el cabello en un lado de la cabeza. Se le había abrasado cuando, supuestamente, fue alcanzada por un rayo. Tal vez ésa era la razón de que tuviera tan pocas luces.
Marm, que así se llamaba, mantenía limpio el lugar y todavía no había envenenado a nadie con sus comidas. Eso era más o menos todo cuanto se podía decir sobre ella. Los chicos cuchicheaban que el estado de la mujer era el resultado de un conjuro fallido de maese Theobald y que éste la tenía empleada por un sentimiento de culpabilidad.
—El muchacho ha sufrido una mala caída, Marm —dijo el maestro—. Ocúpate de él, ¿quieres? Yo he de volver a la clase.
Lanzó un último vistazo ansioso a Raistlin y después salió de la habitación recurriendo al orgullo que le quedaba para adoptar un aire pomposo.
Marm abandonó el cuarto un momento y regresó con un paño húmedo y frío que puso sobre la frente de Raistlin, así como con una galleta. El paño estaba demasiado mojado y el agua grasienta resbaló sobre los ojos del chiquillo; la galleta estaba quemada por debajo y sabía como un pedazo de carbón. Gruñendo, Marm lo dejó solo y regresó a sus quehaceres, fueran cuales fueran. A juzgar por el agua grasienta, debía de estar fregando platos.
Cuando se hubo ido, Raistlin se quitó el trapo y lo arrojó a un lado con gesto de asco. Tiró la galleta a la chimenea que, como siempre, estaba encendida; después volvió a tumbarse cómodamente en el sofá, acurrucado entre los blandos cojines, y escuchó la voz del maestro con su tono monótono, y en cierto modo manso, a través de la puerta abierta:
—La letra «u» se pronuncia «ue». Repetid conmigo.
—«Ue» —dijo Raistlin, muy complacido consigo mismo. Observó cómo las llamas consumían los leños y sonrió.
Maese Theobald no volvería a golpearlo.