Era muy temprano en Solace, tanto que aún no había salido el sol, cuando los niños se despertaron en la pequeña casa escondida en la sombra del Vallenwood. Con sus postigos desvencijados, las raídas cortinas y las plantas medio muertas, la casa tenía un aspecto tan abandonado y descuidado como los chiquillos que vivían en ella.
Su padre —Gilon Majere, un hombretón de ancho y cordial rostro, cuya placidez natural echaban a perder las arrugas de preocupación marcadas en el entrecejo— no había regresado a casa la noche anterior, ya que se había marchado lejos de Solace para hacer un trabajo para un lord que poseía una hacienda en el lago Crystalmir. Su madre estaba despierta, pero lo había estado desde medianoche.
Rosamun se encontraba en la mecedora, con una madeja de lana en las manos que, una vez más, devanaría en un prieto ovillo para deshacerlo a continuación y empezar de nuevo a devanarlo.
Mientras trabajaba no dejaba de canturrear con un escalofriante tono agudo pero quedo, aunque en ocasiones se interrumpía para sostener conversaciones con gente que sólo ella veía.
Si su esposo, un hombre afable y cariñoso, hubiera estado en casa, habría intentado convencerla para que dejara de «tejer» y se fuera a la cama. Aunque tampoco eso habría arreglado las cosas ya que, en el lecho, habría seguido cantando y al cabo de una hora habría vuelto a levantarse.
Rosamun tenía algunos días buenos con períodos lúcidos en los que era consciente de lo que ocurría a su alrededor, aunque no se mostraba particularmente interesada en tomar parte de ello.
Hija de un comerciante acomodado, siempre había tenido sirvientes que cumplieran sus mandatos, pero ahora no podía permitirse tales lujos y Rosamun era incompetente para llevar una casa. Si tenía hambre, entonces tal vez preparaba algo de comida y quizá quedaba suficiente para el resto de la familia, siempre y cuando no se olvidara por completo de ella y la dejara que se quemara en la olla.
Cuando imaginaba que estaba remendando las ropas, tomaba asiento en la silla con un cesto de prendas rotas sobre el regazo y se quedaba mirando a través de la ventana. O se echaba la desgastada capa sobre los hombros e iba a «hacer visitas», y vagaba por las pasarelas hasta que decidía pararse y hablar con alguno de sus vecinos, quienes por lo general miraban hacia otro lado y la eludían. La gente sabía que olvidaba dónde estaba y se quedaba en casa de quien fuera durante horas hasta que sus hijos la encontraban.
A veces recordaba historias sobre su primer esposo, Gregor Uth Matar, un truhán y un mujeriego, del que se sentía absurdamente orgullosa y al que todavía amaba a pesar de que la había abandonado hacía años.
—Gregor era un Caballero de Solamnia —decía, hablando a invisibles oyentes—. Y me amaba mucho. Era el hombre más apuesto de Palanthas, y todas las chicas estaban locas por él, pero me eligió a mí. Me compraba rosas, entonaba canciones bajo mi ventana y me llevaba a pasear en su caballo negro. Está muerto, lo sé. Está muerto o habría regresado a buscarme. Murió como un héroe, ¿saben?
En cualquier caso, a Gregor Uth Matar se lo había declarado fallecido, ya que nadie lo había visto ni había sabido de él durante siete años, y la mayoría era de la opinión que, si no tenía la decencia de estar muerto, entonces debería estarlo. Su pérdida no despertó tristeza en general.
Tal vez fuera un solámnico, pero en tal caso debían de haberlo expulsado de la Orden años atrás. Se sabía que él, su joven esposa y su hija, un bebé por entonces, habían partido de Palanthas en plena noche y con precipitación. Los rumores lo siguieron desde Solamnia hasta Solace, y se comentaba entre susurros que había cometido un asesinato y había escapado del verdugo recurriendo al soborno y a un veloz caballo.
Era enigmáticamente atractivo. El ingenio y el encanto personal lo convertían en un agradable compañero de taberna, así como su gran valor —ni siquiera sus enemigos podían acusarlo de lo contrario—, su buena disposición para beber, jugar y luchar. Rosamun tenía razón en cuanto a uno de sus rasgos: las mujeres lo adoraban.
Con su belleza, cabello castaño rojizo, ojos del color de un bosque estival y la blanca y sedosa piel, Rosamun fue quien lo conquistó. Se enamoró de ella con toda la intensidad de su naturaleza apasionada, y siguió amándola más tiempo del que nadie habría esperado, pero para ese hombre, cuando el amor moría, jamás volvía a alentar su llama.
Se instalaron en Solace, y Gregor hizo viajes periódicos a Solamnia, principalmente cuando andaba corto de dinero. Al parecer, su acomodada familia le pagaba bien con tal de que estuviera lejos. Después llegó el día en que volvió con las manos vacías, y corrió el rumor de que, finalmente, la familia de Gregor había cortado la fuente de ingresos, y sus acreedores lo presionaron de tal modo que tuvo que viajar al norte, a Sanction, para poner su espada al servicio de quien quisiera contratarlo. Continuó haciéndolo así, y regresaba a casa de vez en cuando, pero nunca se quedaba mucho tiempo. Rosamun, loca de celos, lo acusaba de abandonarla por otras mujeres, y sus peleas podían oírse en casi toda Solace.
Y entonces un día Gregor se marchó y ya no volvió. Se comentaba que debía de haber muerto, ya fuera de una estocada frontal con una espada o, más probablemente, con una daga clavada en la espalda.
Hubo una persona que no creyó que estuviera muerto. Kitiara vivía pensando en el día en que podría marcharse de Solace para ir en busca de su padre.
Casi no habló de otra cosa mientras hacía lo que podía, con su estilo impaciente, para preparar a su hermanito para el viaje a la escuela. Hizo un hatillo con las escasas ropas del niño —un par de camisas, algunos pantalones y unos pares de medias muy remendadas— con una gruesa capa de invierno.
—Bueno, esto es una despedida —le dijo al pequeño— Seguramente me habré marchado en primavera, porque no aguanto más este sitio. —Puso en fila a sus hermanos para inspeccionarlos—. Pero ¿qué demonios haces? ¡No puedes ir así a la escuela! —Agarró a Raistlin y señaló sus pies descalzos y llenos de polvo—. Tienes que llevar zapatos.
—¿En verano? —Caramon no salía de su asombro.
—Los míos no me servirán —contestó el niño, que había crecido últimamente. Ahora era tan alto como su gemelo, pero con la mitad de peso y sólo una cuarta parte de su corpulencia.
—Toma, ponte éstos. —Kit cogió un par viejo de Caramon, del pasado invierno, y se los tendió a Raistlin.
—Me apretarán los dedos —protestó éste a la par que los miraba con gesto sombrío.
—Póntelos —ordenó Kit—. Todos los otros chicos de la escuela llevarán zapatos, ¿no? Sólo los palurdos van descalzos. Es lo que decía mi padre.
Raistlin no respondió y metió los pies en los desgastados zapatos.
Kit cogió un paño de cocina sucio, lo mojó en el cubo de agua, y empezó a restregar la cara y las orejas del niño con tanto brío que Raistlin estuvo seguro de que por lo menos le había arrancado la mitad de la piel.
Mientras tanto, Rosamun había dejado caer el ovillo de lana al suelo. Su belleza se había marchitado, al igual que desaparece un arco iris cuando las nubes ocultan el sol; su cabello tenía un color pardo y estaba sin lustre, mientras que en sus ojos había un brillo excesivo, el brillo de la fiebre o de la locura, y la pálida tez tenía un matiz grisáceo. Contempló con aire ausente sus manos vacías, como preguntándose qué hacer con ellas. Caramon recogió el ovillo y se lo tendió.
—Aquí tienes, madre.
—Gracias, pequeño. —Volvió la mirada vacua hacia él—. Gregor está muerto, ¿lo sabes, pequeño?
—Sí, madre —respondió Caramon sin escucharla realmente.
Rosamun solía hacer a menudo comentarios incongruentes como éste, y sus hijos estaban acostumbrados a ello y por lo general hacían caso omiso. Pero esta mañana Kitiara se volvió hacia su madre con repentina ferocidad.
—¡No está muerto! ¿Qué sabrás tú? ¡Jamás te quiso, vieja bruja, loca! ¡No vuelvas a decir una cosa así!
Rosamun sonrió y empezó a trenzar la lana mientras canturreaba en voz baja. Los dos niños guardaban silencio, con expresión desdichada. Las palabras de Kit les habían hecho más daño que a Rosamun, quien no hacía caso alguno a su hija.
»No está muerto, ¡lo sé! ¡Y voy a encontrarlo! —manifestó Kitiara como si hiciera un ferviente juramento. Caramon la miró de hito en hito.
—¿Cómo sabes que Gregor está vivo? —preguntó—. Y, si es así, ¿cómo piensas encontrarlo? Me han contado que en Solamnia hay montones de gente, mucho más que aquí, en Solace.
—Lo encontraré —repitió Kit, sin vacilar—. Él me dijo cómo. —Sus ojos se prendieron en los dos niños, reflexivos—. Veréis, probablemente no me volveréis a ver hasta dentro de mucho tiempo. Acercaos. Os enseñaré algo si me prometéis que no se lo contaréis a nadie.
Los condujo al cuartito donde dormía y sacó de debajo del colchón una bolsa pequeña de cuero, hecha a mano y bastante tosca.
—Aquí dentro está mi fortuna.
—¿Dinero? —preguntó Caramon, sonriente.
—¡No! —Kitiara resopló con desdén—. Algo mejor que dinero. Mis derechos de nacimiento.
—¡Déjame verlo! —suplicó Caramon.
—No. Le prometí a mi padre que jamás se lo enseñaría a nadie. Al menos, de momento, aunque algún día quizá lo haga. Cuando regrese rica, poderosa y cabalgando a la cabeza de mi ejército, entonces lo verás.
—Seremos parte de tu tropa, ¿verdad, Kit? —dijo Caramon —. Raist y yo.
—Seréis capitanes, los dos. Y yo vuestro comandante, por supuesto —agregó con aire práctico.
—Me gustará ser capitán. —Caramon estaba entusiasmado—. ¿Y a ti, Raist?
El niño se encogió de hombros.
—Me da igual. —Tras echar otra ojeada a la bolsita de cuero, añadió en voz queda—: Deberíamos marcharnos o llegaré tarde.
Kit los miró, puesta en jarras.
—Sí, supongo que sí. Y después de dejar a Raistlin vuelve derecho a casa, Caramon. No te quedes rondando por la escuela. Tenéis que acostumbraros a estar separados.
—Claro, Kit. —Ahora fue Caramon el que se puso triste. Raistlin se acercó a su madre y le cogió la mano.
—Adiós, madre —dijo con voz entrecortada.
—Adiós, querido —respondió ella—. No olvides taparte la cabeza cuando haga humedad.
Y ésa fue toda su bendición. Raistlin había intentado explicarle dónde iba, pero su madre había sido incapaz de entenderlo. «¿Estudiar magia? ¿Para qué? No digas tonterías, pequeño».
Raistlin se había dado por vencido. Caramon y él salieron de la casa justo cuando el sol empezaba a acariciar las puntas de las hojas del Vallenwood.
—Me alegro de que Kit no venga con nosotros. Tengo que decirte una cosa —susurró Caramon, que echó una mirada temerosa a su espalda, hacia su hermana, pero Kitiara, concluida su obligación, había vuelto a la cama.
Los niños caminaron por las pasarelas hasta donde les fue posible y luego, cuando éstas terminaron, los gemelos descendieron por una larga rampa al suelo del bosque. Un estrecho sendero, poco más que un par de rodadas de carro y una vereda de tierra dura, llevaba la dirección hacia la que se encaminaban.
Los chiquillos se comieron unos trozos de pan rancio que habían arrancado de una hogaza que estaba sobre la mesa.
—Mira, este pan tiene algo azul —señaló Caramon, haciendo un alto entre bocado y bocado.
—Es moho —dijo Raistlin.
—Oh. —Caramon se comió el pan, con moho incluido, comentando que «no sabía mal, sólo un poco agrio».
Raistlin quitó cuidadosamente la parte del pan que tenía moho, examinó los hongos con interés y después guardó el trocito dentro de la bolsa que llevaba consigo a todas partes. Al final del día, esa bolsa estaría llena de varios especímenes de plantas y vida animal. Pasaba las tardes estudiándolos.
—Hay una larga caminata hasta la escuela —observó Caramon, cuyos pies descalzos se arrastraban sobre el polvo de la vereda—. Casi ocho kilómetros, según papá. Y, cuando estás allí, tienes que sentarte en un pupitre todo el día, sin moverte, y no te dejan salir fuera ni nada. ¿Estás seguro de que te gustará eso, Raist?
Su gemelo había visto el interior de la escuela una vez, y consistía en una gran habitación sin ventanas, para que no hubiera distracciones del exterior, y con el suelo de piedra.
Los pupitres estaban a cierta altura de ese suelo a fin de no tener los pies fríos en invierno, y los alumnos se sentaban en taburetes altos. Por su parte, el maestro ocupaba un escritorio grande en la parte delantera de la habitación. Colocadas a lo largo de dos paredes de la estancia había estanterías que contenían jarros con diversas hierbas y otras cosas que iban desde las horribles y repugnantes hasta las agradables y misteriosas. La mayoría de los pergaminos estaban en blanco, listos para que los estudiantes escribieran en ellos, pero no ocurría lo mismo con otros.
Raistlin pensó en aquella habitación silenciosa, en las apacibles horas dedicadas a estudiar sin la distracción de hermanos revoltosos y sonrió.
—No me importará —dijo. Caramon había cogido un palo y lo blandía haciendo que era una espada.
—Pues a mí no me gustaría ir allí, lo sé. Y menos con maestro, que tiene cara de sapo. Parece un mal tipo. ¿Crees que te azotará?
El maestro, maese Theobald, tenía realmente un aspecto ruin, y además, en su primer encuentro, el niño tuvo la impresión de que era altanero, prepotente y, seguramente, menos inteligente que la mayoría de sus alumnos. Al no conseguir ganarse su respeto, sin duda recurriría a la intimidación física. Raistlin había visto una larga vara de sauce ocupando un lugar destacado junto al escritorio del maestro.
—Si lo hace —dijo el chiquillo, pensando en lo que Antimodes le había dicho—, será simplemente otro golpe del martillo.
—¿Es que piensas que te atizará con un martillo? —demandó Caramon, aterrado, y se paró en mitad del sendero—. No deberías ir a ese sitio, Raist.
—No, no me refería a eso, Caramon —acotó Raistlin, que procuraba ser paciente con su ignorante gemelo. Después de todo, su comentario había estado un poco fuera de tono—. Procuraré explicártelo. Tú luchas ahora con un palo, pero algún día poseerás una espada, una de verdad, ¿no es así?
—Puedes apostar a que sí. Kit va a traerme una, y a ti también, si se lo pides.
—Yo ya tengo una espada, Caramon —dijo Raistlin—. No como la tuya. No una hecha de metal. Es una espada que está dentro de mí. Ahora mismo no es un arma muy buena, y necesita los golpes del martillo para moldearla. Por eso voy a esa escuela.
—¿Para aprender a hacer espadas? —preguntó Caramon, que tenía fruncida la frente de hacer un esfuerzo mental tan intenso—. Entonces ¿es una escuela para herreros?
Raistlin suspiró.
—No hablo de una espada de verdad, Caramon, sino mental. La magia será mi arma.
—Si tú lo dices. De todos modos, si ese maestro te azota, tú dímelo, ¿vale? —Caramon apretó los puños—. Yo me ocuparé de él. Oye, sí que es una buena caminata —repitió.
—Lo es —se mostró de acuerdo Raistlin. Habían recorrido sólo una cuarta parte del trayecto y ya estaba cansado, aunque no lo admitió—. No tienes que venir a acompañarme, ¿sabes?
—¡Pues claro que sí! —protestó su gemelo, escandalizado con la idea—. ¿Y si te atacan unos goblins? Me necesitarías para defenderte.
—Sí, con una espada de madera —dijo Raistlin, cáustico.
—Como has dicho, algún día tendré una de verdad —respondió Caramon sin que la lógica enturbiara su entusiasmo—. Kitiara me lo prometió. ¡Oye, eso me recuerda lo que tenía que decirte! Me parece que Kit se está preparando para ir a alguna parte. Ayer me topé con ella cuando salía de esa taberna que hay a las afueras de la ciudad, El Abrevadero.
—¿Y qué hacía allí? —preguntó, interesado, Raistlin—. En realidad, ¿qué hacías tú allí? Es un sitio que tiene muy mala fama.
—¡Y tanto! —se mostró de acuerdo su hermano—. Sturm Brightblade dice que es un lugar donde acuden ladrones y asesinos. Por eso estaba allí, para ver a un asesino.
—Oh, vaya, ¿y lo viste? —inquirió Raistlin esbozando una sonrisa.
—¡Quia! —Caramon estaba disgustado—. Al menos, creo que no, porque todos los hombres que había parecían muy corrientes. La mayoría no se diferenciaban mucho de papá, sólo que no eran tan grandes como él.
—Justo el aspecto que tendría un buen asesino —apuntó Raistlin.
—¿Como papá?
—Por supuesto. De ese modo, podría acercarse a hurtadillas a su víctima sin que ésta se diera cuenta. ¿Cómo te imaginabas que era un asesino? ¿Vestido todo de negro, con una larga capa y una negra máscara cubriéndole la cara? —dijo Raistlin con sorna.
—Bueno, pues... sí —respondió su gemelo, pensativo.
—Qué tonto eres, Caramon.
—Supongo que sí —repuso su gemelo mansamente. Mantuvo la vista gacha y dio patadas al polvo unos instantes—. ¡Oye, si en realidad tienen un aspecto tan corriente, a lo mejor vi a algún asesino! —comentó alegremente.
—A quien viste fue a nuestra hermana —resopló Raistlin—. ¿Qué estaba haciendo allí? A papá no le gustaría saber que frecuenta sitios como ése.
—Eso mismo le dije yo —abundó Caramon con gazmoñería—. Me soltó un tortazo y me dijo que lo que papá no supiera no le haría daño, y que mantuviera la boca cerrada. Estaba hablando con dos tipos mayores, pero se largaron cuando me vieron acercarme. Kit tenía algo en la mano que parecía un mapa, y le pregunté qué era, pero me dio un pellizco en el brazo pero que bien fuerte —Caramon enseñó un cardenal entre rojo y azulado—, me alejó a empujones de allí y me hizo prometer sobre una tumba del cementerio que nunca se lo contaría a nadie, porque si lo hacía vendría un fantasma a cogerme una noche.
—Pero me lo has contado a mí, así que has roto la promesa —apuntó Raistlin.
—¡Anda, porque no se refería a ti! —Replicó Caramon—. Eres mi gemelo, así que decírtelo es como decírmelo a mí mismo. Además, sabe de sobra que te lo contaría, así que tuve que prometerlo en nombre de los dos, de modo que si el fantasma viene y me lleva, también te cogerá a ti. ¡Eh, pues no me importaría ver un fantasma! ¿Y a ti, Raist?
Raistlin puso los ojos en blanco, pero guardó silencio y no malgastó aliento. Todavía no había llegado a la escuela y ya estaba agotado. Odiaba su frágil cuerpo, que parecía decidido a echar a perder todos los planes que tenía, todas sus esperanzas, todos sus deseos. Miró con envidia a su robusto, fuerte y sano gemelo.
La gente decía que hubo un tiempo en que los dioses gobernaban a los hombres, pero que se enfadaron con ellos y se marcharon. Antes de irse, los dioses habían arrojado sobre Krynn una montaña de fuego que había destrozado el mundo, y luego los abandonaron a su suerte. Raistlin estaba convencido de que era verdad, porque ningún dios justo y magnánimo habría gastado una broma tan cruel: dividir a una persona en dos, dándole a un gemelo inteligencia sin cuerpo y al otro un cuerpo sin inteligencia.
Con todo, resultaba reconfortante pensar que tras esa decisión había una razón poderosa, un propósito; que su gemelo y él no eran simplemente un fenómeno de la naturaleza. Y sería un alivio saber que había dioses, aunque sólo fuera para poder echarles la culpa.
Kitiara le había contado muchas veces la historia de cómo él estuvo a punto de morir al nacer y cómo ella le salvó la vida cuando la partera le dijo que lo mejor para el bebé sería que se muriera y que lo dejara pasar a mejor vida. Kit parecía enojarse siempre un poco porque Raistlin no le estaba lo suficientemente agradecido. No podía imaginar, siendo fuerte como era, que a veces, cuando el cuerpo de Raistlin ardía por la fiebre y los músculos le dolían tanto que casi no podía aguantarlo, cuando tenía la boca reseca con una sed que era imposible de saciar, su hermano la maldecía en la noche.
Pero Kitiara había sido también la responsable de que hubiera entrado en esta escuela de magia; lo había compensado por lo demás.
Si es que conseguía llegar a esa escuela antes de sufrir un colapso, claro.
Una carreta de un granjero que pasó por el camino fue la salvación de Raistlin. El hombre se paró y preguntó a los chicos adonde iban. Aunque frunció el ceño cuando Raistlin le dijo su destino, aceptó llevarlos. Echó una ojeada al débil chiquillo, que tosía con el polvo y la paja del trigo que el aire traía de los campos.
—¿Piensas darte esta caminata todos los días? —le preguntó.
—No, señor —respondió Caramon por su hermano, que no podía hablar—. Va a la escuela de magia para aprender a hacer espadas, y se quedará allí solo.
El granjero era un hombre afable que también tenía hijos.
—Veréis, chicos, hago este mismo camino a diario; así que, si me esperáis en el cruce por la mañana, os puedo llevar, y por la tarde os traeré de vuelta. Así al menos estarás con tu familia por la noche.
—¡Eso sería estupendo! —exclamó Caramon.
—No tenemos dinero para pagarte —dijo Raistlin al mismo tiempo, rojo de vergüenza.
—¡Bah, no lo hago para que me paguen! —replicó el granjero con aire enfadado. Miró de reojo a los chicos, en especial al robusto Caramon—. Pero no me vendría mal un poco de ayuda en el campo. Mis hijos son todavía demasiado pequeños para eso.
—Yo podría trabajar para ti —se apresuró a ofrecer Caramon—. Te ayudaría mientras Raist está en la escuela.
—Entonces, de acuerdo.
Caramon y el granjero escupieron en las palmas de las manos y se las estrecharon para cerrar el trato.
—¿Por qué aceptaste trabajar para él? —demandó Raistlin después de instalarse en la parte posterior de la carreta vacía, con los pies colgando por el borde.
—Porque así podrás ir a la escuela y volver sin tener que andar. ¿Por qué? ¿Qué hay de malo en ello?
Raistlin se mordió la lengua. Tendría que haberle dado las gracias a su hermano, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta como una medicina amarga.
—Bueno, es que... No me gusta que trabajes por mí.
—Oh, diantre, Raist, somos gemelos —argumentó Caramon, sonriendo de oreja a oreja, y le dio un suave codazo en las costillas—. Tú harías lo mismo por mí.
Pensándolo mientras la carreta traqueteaba hacia la escuela de magos de maese Theobald, Raistlin no estaba tan seguro de ello.
La carreta del granjero estaba allí para recogerlos por la tarde, y Raistlin regresó a casa para descubrir que su madre no lo había echado en falta y que su padre no había vuelto todavía.
Kitiara se sorprendió al verlo y exigió saber el motivo. Se encolerizaba siempre si sus planes se frustraban; se había hecho a la idea de que Raistlin se quedaría en la escuela, y no le hacía gracia enterarse de que el niño había decidido hacer otra cosa.
Tuvieron que explicarle lo del granjero dos veces e incluso entonces siguió sospechando que el hombre no se proponía nada bueno. Además, la enfureció aún más la idea de que Caramon trabajara para él. Se convertiría en un agricultor, dijo, despectiva, con las botas manchadas de estiércol en vez de con sangre.
Caramon protestó diciendo que no sería así y estuvieron discutiendo un rato; Raistlin se fue a la cama con dolor de cabeza. Se despertó para encontrar que la disputa había quedado olvidada.
Kit parecía tener otras cosas en la cabeza; estaba preocupada y más irritable de lo habitual, de modo que los chiquillos tuvieron cuidado de estar fuera del alcance de su mano. Se ocupó de que comieran, sin embargo, friendo un poco de tocino veteado de dudoso aspecto que sirvió con lo que quedaba del pan rancio.
Más tarde esa noche, cuando Kitiara dormía ya, las pequeñas y ágiles manos de Raistlin soltaron la bolsa que la muchacha llevaba en el cinturón. Los dedos del niño, con un toque tan delicado como las patas de una mariposa, sacaron el contenido de la bolsita: un pedazo de papel roto y un trozo doblado de cuero grueso que llevó a la cocina, donde los examinó a la mortecina luz del rescoldo del hogar.
Dibujado en el papel había un blasón familiar que representaba un zorro plantado victoriosamente sobre un león muerto. El lema decía: «Nadie más poderoso», y debajo estaba escrito: «Matar». En el suave cuero había dibujado un mapa de la calzada entre Solace y Solamnia.
El niño dobló rápidamente el papel, lo metió en la bolsa y ató ésta al cinturón de Kit. Raistlin no habló de ello con nadie; había aprendido muy pronto que el conocimiento era poder, sobre todo si era el secreto de otra persona.
A la mañana siguiente, Kitiara se había marchado.