4

Un mes después de aquella tarde en la posada, Antimodes estaba cómodamente instalado en los elegantes aposentos de Par-Salian de los Túnicas Blancas, jefe del Cónclave de Hechiceros.

Los dos hombres eran muy distintos y seguramente no habrían sido amigos en circunstancias normales. Tenían más o menos la misma edad, alrededor de los cincuenta años, pero Antimodes era un hombre de mundo, mientras que Par-Salian era un ratón de biblioteca. Al primero le gustaba viajar, tenía buena cabeza para los negocios y le encantaban la buena cerveza, las mujeres bonitas y las posadas cómodas.

Era entrometido y curioso, rebuscado en su estilo de vestir y sibarita en sus costumbres. Par-Salian era un estudioso cuyo conocimiento del arte de la magia era, indiscutiblemente, más amplio que el de cualquier otro hechicero que pisaba Krynn en esos días. Aborrecía viajar, no gustaba del trato con otras personas y era sabido que sólo había amado a una mujer, un asunto desdichado que todavía hoy lamentaba. No le preocupaba su apariencia ni la comodidad. A menudo estaba tan inmerso en sus estudios que se olvidaba de comer.

Era responsabilidad de algunos aprendices de mago preocuparse de que su maestro tomara algún sustento, cosa que conseguían, por ejemplo, colando una rebanada de pan por debajo de su brazo mientras leía; entonces, sin percatarse realmente de lo que hacía, empezaba a comérsela. Los aprendices solían bromear entre ellos comentando que, si en lugar de pan le pusieran serrín, Par-Salian no advertiría la diferencia. No obstante, le profesaban tal respeto y veneración que ninguno se atrevió jamás a llevar a cabo el experimento.

Esa noche Par-Salian hacía de anfitrión con su viejo amigo y, por lo tanto, había renunciado a enfrascarse en sus libros aunque no sin cierto pesar. Antimodes había llevado como regalo varios pergaminos de magia negra que el archimago había obtenido por casualidad durante uno de sus viajes. Una de sus colegas, una hechicera Túnica Negra, había muerto violentamente a manos de la plebe. Antimodes llegó demasiado tarde para salvarla, cosa que habría intentado a pesar de pertenecer a Órdenes opuestas, porque todos los hechiceros estaban unidos por la magia, fuera cual fuera el dios o la diosa a quien sirvieran.

Sin embargo, sí que pudo persuadir a los lugareños, un puñado de palurdos supersticiosos, de que le permitieran llevarse los efectos personales de la hechicera antes de que le prendieran fuego a la casa. Antimodes había llevado esos rollos de pergamino a su amigo, Par-Salian, aunque conservó para sí un amuleto con el que se invocaba a los muertos vivientes. Antimodes no podía —ni quería— utilizar el amuleto, entre otras cosas porque los muertos vivientes eran unos tipos malolientes y repulsivos, a su forma de entender. Aun así, tenía planeado hacer un trueque con sus colegas Túnicas Negras que estaban en la Torre a cambio de algún artefacto que pudiera utilizar él.

A pesar de que Par-Salian era de los Túnicas Blancas y estaba dedicado por completo al dios Solinari, supo leer e interpretar los conjuros de la hechicera, bien que a costa de sufrir cierto daño. Era uno de los pocos magos con el poder de salvar las barreras de las otras Órdenes.

Nunca haría uso de tales conjuros, pero sí anotaría las palabras utilizadas para llevarlos a cabo, sus efectos, los componentes que se precisaban para su ejecución, su duración y cualquier otra información que encontrara. Su investigación quedaría registrada en los archivos de la Torre de Wayreth. Los propios rollos de pergamino se depositarían en la biblioteca, con su correspondiente evaluación.

—Qué modo tan espantoso de morir —comentó Par-Salian. Sirvió a su invitado una copa de vino elfo, fresco y dulce, con un ligero buqué a madreselva, que recordaba a quien lo bebía bosques verdes y vaguadas soleadas—. ¿La conocías?

—¿A Esmila? No. —Antimodes sacudió la cabeza—. Y ten por seguro que se lo buscó. El materialismo de la gente pasará por alto el secuestro de uno o dos chiquillos, pero ponte a pasar monedas falsas y te...

—¡Oh, vamos, mi querido Antimodes! —Par-Salian estaba escandalizado. No tenía mucho sentido del humor—. Estarás bromeando, supongo.

—Bueno, quizá sí. —Antimodes sonrió y tomó un sorbo de vino.

—Sin embargo, comprendo a lo que te refieres. —Par-Salian golpeó el brazo de su sillón con impaciencia—. ¿Por qué esos estúpidos magos se empeñan en malgastar sus conocimientos en hacer unas cuantas monedas de mala calidad que cualquier tendero, desde aquí hasta las islas de los minotauros, es capaz de reconocer como producto de la magia? Es absurdo. No lo entiendo.

—Sí. Habida cuenta de la energía que uno gasta para producir dos o tres monedas de acero, un hechicero podría llevar a cabo cualquier otra labor mundana con menos esfuerzo y con un resultado mucho más provechoso. Si nuestra difunta colega hubiera seguido contratando sus servicios para librar de ratas a la ciudad, como había hecho durante años, sin duda la habrían dejado en paz. Por el contrario, las monedas creadas con magia generaron un pánico generalizado. Al principio, la mayoría creía que estaban embrujadas y les aterraba tocarlas. Los que no lo creían, temieron que nuestra colega empezara a acuñarlas a un ritmo tal que rivalizaría con el Señor de Palanthas y que a no tardar sería dueña de la ciudad y de cuanto había en ella.

—Es precisamente por esa razón por lo que hemos establecido normas respecto a la reproducción de monedas del reino —comentó Par-Salian—. Todos los magos jóvenes lo intentan alguna vez. Yo mismo lo hice y estoy seguro de que igual te pasó a ti. —Antimodes asintió y se encogió de hombros.

»Pero la mayoría de nosotros aprendemos que, simplemente, no merece la pena el esfuerzo y el tiempo empleado, por no mencionar el grave impacto que podría tener en la economía de Ansalon. Esta mujer era lo bastante mayor para haberse dado cuenta. ¿En qué estaría pensando?

—¿Quién sabe? Tal vez estaba un poco chiflada. O puede que fuera simple codicia. Lo que es evidente es que encolerizó a su dios, porque Nuitari la abandonó a su suerte. Todos los hechizos que intentó realizar se malograron.

—Nuitari no es de los que permiten dar un uso pueril a sus dones —apuntó Par-Salian con un tono solemne y severo.

Antimodes tuvo un escalofrío y corrió su silla más cerca del fuego que crepitaba en la chimenea.

Siempre sentía cercana la presencia de los dioses cuando visitaba la Torre de la Alta Hechicería; de todos los dioses de la magia: la blanca, la neutral y la negra. Esta proximidad le resultaba incómoda, como si siempre tuviera a alguien tan pegado a la espalda que notara su aliento en la nuca, y aquélla era la principal razón de que el hechicero no viviera en la Torre y prefiriera hacerlo en el mundo exterior por muy peligroso que fuera para los magos.

—Y hablando de niños... —empezó, deseoso de cambiar de tema.

—¿Lo hacíamos? —inquirió Par-Salian, sonriente.

—Por supuesto. Dije algo respecto a secuestrarlos.

—Ah, sí, ya recuerdo. Muy bien, hablemos pues de niños. ¿Qué tienes que decir de ellos? Creía que no te gustaban.

—Y no me gustan, pero conocí a un chiquillo realmente interesante en mi viaje hacia aquí. Opino que debería tenérselo en cuenta. De hecho, creo que hay tres que ya lo hacen. —Antimodes miró por la ventana al cielo nocturno, donde brillaban dos de las tres lunas consagradas a los dioses de la magia. Asintió con certeza.

—¿Ese niño tiene dotes innatas? —Par-Salian estaba interesado—. ¿Le hiciste pruebas? ¿Qué edad tiene?

—Unos seis años. Y no, no le hice pruebas. Me encontraba en la posada de Solace, y no era el lugar ni el momento para eso. Además, no me merecen mucha confianza. Cualquier crío listo podría pasarlas. No, fue lo que ese niño decía y cómo lo decía lo que me impresionó. Y también me asustó, no me importa admitirlo. Hay en él una gran ambición y sangre fría. Temible, en alguien tan joven. Claro que podría venir motivado por las circunstancias de su entorno. La familia no es acomodada.

—¿Qué hiciste con él?

—Lo inscribí en la escuela de maese Theobald Morath. Sí, sí, ya sé. Theobald no es el maestro más brillante de la Orden. Es lento y puntilloso, carece de imaginación, tiene prejuicios y está chapado a la antigua, pero el chico recibirá unos buenos y sólidos conocimientos básicos, así como una estricta disciplina, cosa que no le vendrá mal. Me enteré de que está creciendo sin el control de un adulto. Está a cargo de una hermanastra mayor, que a su vez también es muy especial.

—La escuela de Theobald es cara —apuntó Par-Salian—, y has dado a entender que la familia del niño es pobre.

—Le pagué el primer semestre. —Antimodes hizo un gesto como desestimando que hubiera hecho algo loable—. Te advierto que la familia no debe enterarse nunca. Me inventé un cuento sobre que la Torre disponía de fondos para estudiantes meritorios.

—No es mala idea —musitó Par-Salian, pensativo—. Y tal vez la pongamos en práctica, sobre todo ahora que estamos viendo que la irrazonable mala disposición que existe contra nosotros empieza a desaparecer. Desgraciadamente, necios como Esmila siguen dándonos mala fama. Aun así, creo que, en general, la gente es más tolerante, empieza a apreciar lo que hacemos por ellos. Tú viajas por los países abiertamente y sin correr peligro. Eso no podrías haberlo hecho hace cuarenta años.

—Cierto —admitió Antimodes—. Aunque me parece que el mundo, en conjunto, es un lugar más oscuro en la actualidad. Me topé con una nueva orden religiosa en Haven. Adoran a un dios llamado Belzor, y por su doctrina me da la impresión de que planean algo muy parecido a los dislates cometidos por el Príncipe de los Sacerdotes antes de que los dioses, benditos sean, le arrojaran encima una montaña.

—¿De veras? Tienes que contármelo. —Par-Salian se arrellanó más en su sillón. Cogió un libro encuadernado en piel que había en la mesa, lo abrió por una página en blanco, le puso fecha y se dispuso a escribir. Estaban a punto de acometer los asuntos importantes de la velada.

La tarea principal de Antimodes era informar sobre la situación política del continente de Ansalon, que, como ocurría casi siempre, se encontraba enredado en embrollos y marañas. Esto incluía la nueva orden religiosa, sobre la que se habló y acabó descartándose.

—Un líder carismático de Haven —informó Antimodes—. Sólo tiene unos pocos seguidores y promete el habitual repertorio de milagros, incluida la curación. No tuve oportunidad de verlo, pero por lo que oí debe de ser un ilusionista extremadamente hábil con algunos conocimientos prácticos de las hierbas curativas. No hace nada nuevo en ese campo que los druidas no hayan practicado desde hace años, pero todo es nuevo para las gentes de Abanasinia. Puede que algún día tengamos que denunciarlo, pero de momento no hace nada malo, sino que de hecho está haciendo algún bien. Mi recomendación es que no iniciemos un conflicto con él. Nos daría mala fama, y la gente se pondría de su parte.

—Estoy completamente de acuerdo. —Par-Salian asintió e hizo una breve anotación en el libro—. ¿Y qué hay de los elfos? ¿Pasaste por Qualinesti?

—Sólo llegué al linde. Se mostraron amables, pero no me permitieron seguir más adelante. No han cambiado nada en los últimos quinientos años, y habida cuenta que el resto del mundo los deja en paz, las cosas seguirán igual. En cuanto a los silvanestis, están, por lo que se sabe, ocultos en sus bosques mágicos, bajo el liderazgo de Lorac. No te estoy contando nada que no sepas ya, empero —añadió Antimodes mientras se servía otra copa de vino elfo. El tema de conversación le había recordado el excelente sabor del caldo—. Imagino que habrás tenido ocasión de hablar con algunos de sus magos.

—No. Vinieron a la Torre, pero sólo por asuntos de negocios. Actuaron con un gran hermetismo y hablaron con nosotros, los humanos, lo estrictamente necesario. No accedieron a compartir su magia con nosotros, aunque sí estuvieron más que dispuestos a hacer uso de la nuestra.

—¿Tienen algo que nos interese? —preguntó Antimodes con una mueca algo burlona.

—En lo que se refiere al trabajo escrito, no —contestó Par-Salian—. Es impresionante lo estancados que se han quedado los silvanestis. No es de extrañar, considerando su gran recelo y temor a cualquier tipo de cambio. La única mente creativa que hay entre ellos es la de un joven mago llamado Dalamar, y estoy convencido de que tan pronto como descubran en lo que está hurgando, lo agarrarán por su puntiaguda oreja y lo echarán a patadas. En cuanto a sus Túnicas Blancas más notables, estaban muy ansiosos de obtener algo de los nuevos logros con los conjuros de evocación, en especial los de naturaleza defensiva.

»Querían pagar con oro, que en estos tiempos no tiene valor. Tuve que mostrarme muy firme e insistir en que tenía que ser con monedas de acero que, naturalmente, no tienen, o hacer trueques. Entonces intentaron encajarme algunos conjuros rancios que ya estaban considerados obsoletos en tiempos de mi padre. Al final, acepté negociar a cambio de componentes para hechizos. En Silvanesti cultivan ciertas plantas hermosas y raras, y su joyería es exquisita.

»Hicieron el trato y se marcharon, y no los hemos vuelto a ver desde entonces. Me pregunto si no estarán enfrentándose a algún peligro o si tal vez habrán pronosticado algún mal que se avecina.

»Su rey, Lorac, es un mago poderoso y, en ocasiones, adivino.

—Si los amenaza un peligro, nunca lo sabremos —comentó Antimodes—. Antes prefieren ver a su pueblo barrido del mundo que rebajarse a pedirnos ayuda a cualquiera de nosotros.

Resopló con desdén. No sentía ningún aprecio por los silvanestis, cuyos magos Túnicas Blancas formaban parte de la Orden, pero que dejaban muy claro que lo consideraban un gesto de condescendencia y tremenda generosidad por su parte. No les gustaban los humanos, y lo demostraban de muy distintas maneras, como pretender que no sabían hablar Común, el idioma de todas las razas de Krynn, o dar la espalda con desprecio cuando algún humano osaba profanar el lenguaje elfo al hablarlo. Increíblemente longevos, los elfos veían los cambios como algo a lo que había que temer. Los humanos, con una esperanza de vida muchísimo más corta, una naturaleza fogosa y una constante necesidad de «superarse», representaban todo aquello que los elfos aborrecían. Los silvanestis no habían desarrollado una idea creativa en los últimos dos mil años.

—Los qualinestis, por otro lado, mantienen una férrea vigilancia en sus fronteras, pero permiten entrar a gentes de otras razas siempre y cuando tengan permiso del Orador de los Soles —continuó Antimodes—. Tienen en muy alta estima a los artesanos del metal enanos y humanos y los animan a visitar el país, aunque no a instalarse, y sus propios artesanos elfos de vez en cuando viajan a otras tierras. Por desgracia, topan frecuentemente con prejuicios y odio. —Antimodes conocía y apreciaba a muchos qualinestis y lamentaba que fueran víctimas de atropellos.

»Algunos de sus jóvenes, en especial el hijo mayor del Orador... ¿Cómo se llama?

—¿El Orador? Solostaran.

—No, el hijo mayor.

—Ah, debes referirte a Porthios.

—Sí, eso es, Porthios. Se comenta que es del parecer que los silvanestis tienen razón y que ningún humano debería pisar tierra de Qualinesti.

—En realidad no puedes culparlo por ello, habida cuenta de lo que ocurrió cuando los humanos entraron en Qualinesti después del Cataclismo. Pero no creo que debamos preocuparnos. Estarán discutiendo sobre el tema durante el próximo siglo a menos que algo los empuje en una u otra dirección.

—Claro. —Antimodes había advertido un cambio sutil en la voz de Par-Salian—. ¿Crees que algo podría empujarlos?

—He oído el retumbo de truenos lejanos.

—Pues yo no he oído nada —acotó Antimodes—. Los pocos Túnicas Negras con los que me he encontrado últimamente están un poco demasiado remisos. Actúan como si el guano de murciélago no fuera a prenderse en sus manos.

—Unos cuantos de los más poderosos han desaparecido a la chita callando —dijo Par-Salian.

—¿Quiénes?

—Bueno, Dracart, por ejemplo. Solía pasar periódicamente por aquí para ver qué nuevos artilugios habían aparecido y para echar una ojeada a posibles aprendices. Pero los únicos Túnicas Negras que han venido últimamente han sido de rango bajo, a los que no invitarían a compartir los secretos de sus superiores. E incluso éstos parecían un tanto nerviosos.

—He de suponer, pues, que no has visto a la hermosa Ladonna —dijo Antimodes con maliciosa sorna.

Par-Salian esbozó una leve sonrisa y se encogió de hombros. Aquel fuego había muerto hacía años, y él era demasiado viejo y estaba demasiado absorto en su trabajo para sentirse complacido o molesto por la broma de su amigo.

—No, no he hablado con Ladonna desde hace un año y, lo que es más, creo que lo que quiera que esté haciendo me lo está ocultando deliberadamente. Rehusó asistir a la reunión de los jefes de las Órdenes, algo que no había hecho jamás. Envió a alguien para que la representara, un hombre que pronunció exactamente tres palabras durante su estancia aquí, y fueron «pásame la sal». —Par-Salian sacudió la cabeza—. Takhisis ha estado tranquila demasiado tiempo. Algo se está cociendo.

—Lo único que podemos hacer es esperar y vigilar, amigo mío. Y estar preparados para actuar cuando sea necesario. —Antimodes hizo una pausa y bebió un sorbo de vino elfo—. Una noticia buena que tengo es que los Caballeros de Solamnia empiezan por fin a rehacerse. Muchos de ellos han reclamado sus propiedades familiares y están reconstruyendo sus fortalezas. Su nuevo cabecilla, el caballero Gunthar, es un astuto político que tiene la habilidad de pensar con la cabeza, no con el yelmo. Se ha ganado la simpatía de la plebe limpiando unos cuantos reductos de goblins, arrestando algunos bandidos y patrocinando justas y torneos en diversas partes de Solamnia. No hay nada que divierta más al populacho que ver cómo hombres hechos y derechos se aporrean unos a otros.

Par-Salian parecía serio, casi alarmado.

—No considero buena esa noticia, Antimodes. Los caballeros no nos tienen aprecio. Si se conformaran con cazar goblins, vale, pero puedes estar seguro de que sólo será cuestión de tiempo el que añadan a los hechiceros a su lista de enemigos, como ocurrió en los viejos tiempos. Está escrito incluso en la Medida.

—Deberías conocer a lord Gunthar —sugirió Antimodes, a quien le hizo gracia ver que las blancas cejas de Par-Salian se arqueaban de tal modo que casi se le salían de la frente—. Lo digo muy en serio. No te sugiero que lo invites a venir aquí, pero...

—Desde luego que no —lo interrumpió Par-Salian, muy estirado.

—Pero deberías hacer un viaje a Solamnia. Visitarlo. Asegurarle que sólo deseamos el bien de Solamnia.

—¿Cómo voy a decirle eso cuando podría apuntar, y con razón, que muchos de los de nuestras Órdenes no desean tal cosa precisamente? Los caballeros desconfían de la magia, de nosotros, de todos nosotros, y he de decirte que no me siento particularmente inclinado a fiarme de ellos. En mi opinión, lo más prudente es mantenerse lejos de ellos y no hacer nada que atraiga la atención sobre nosotros.

—Magius era amigo de Huma —insistió Antimodes.

—Y, si no recuerdo mal la leyenda, Huma no gozaba del respeto de sus compañeros de caballería por esa misma razón —replicó duramente Par-Salian—. ¿Qué noticias se tienen de Thorbardin? —Cambió de tema bruscamente para indicar que el asunto anterior quedaba zanjado.

Antimodes era lo bastante diplomático para no insistir en lo mismo, pero para sus adentros decidió que visitaría Solamnia, quizás en el viaje de vuelta, aunque ello significaba desviarse bastante hacia el norte. Era tan curioso como un kender en lo referente a los caballeros, quienes habían sido objeto de la ira, la antipatía y el desprecio de las mismas gentes que antaño los consideraban como protectores y defensores de la ley. Ahora parecía que la caballería recuperaba parte de su antigua posición.

El hechicero deseaba verlo por sí mismo, de comprobar si podía sacar provecho de ello de algún modo. No mencionaría esta idea a Par-Salian, desde luego. Los Túnicas Negras no eran los únicos miembros de la Orden que guardaban en secreto sus actividades.

—Los enanos de Thorbardin siguen en Thorbardin, imagino, principalmente porque nadie los ha visto salir de allí. Son totalmente autosuficientes, y no tienen motivo para interesarse por el resto del mundo. En realidad, no veo razón de que lo hagan. Los Enanos de las Colinas están expandiendo su territorio, y muchos empiezan a viajar a otras tierras. Algunos incluso se están instalando fuera de sus hogares en las montañas. —Antimodes recordó al enano que había conocido en Solace.

»En cuanto a los gnomos, ocurre igual que con los enanos de Thorbardin, con una salvedad: que suponemos que los gnomos todavía residen en el Monte Noimporta porque nadie lo ha visto explotar todavía. Los kenders parecen más prolíficos que nunca; están por todas partes, lo ven todo, roban la mayor parte de ello, descolocan el resto y no sirven para absolutamente nada.

—Oh, pues yo creo que sí —dijo Par-Salian seriamente. Se sabía que le caían bien los kenders, sobre todo (como Antimodes decía siempre con acritud) porque permanecía aislado en su Torre y nunca trataba con ellos—. Los kenders son los verdaderos inocentes de este mundo. Nos recuerdan que perdemos un montón de tiempo y energía preocupándonos por cosas que no son realmente importantes.

Antimodes no pudo menos de soltar un gruñido.

—Así pues, ¿cuándo te veremos abandonando tus libros, cogiendo una jupak y echándote a los caminos?

—No creas que no lo he pensado, amigo mío —sonrió Par-Salian—. Si llegara el caso, estoy convencido de que sería bueno manejando una de esas jupaks. Se me daba muy bien la honda cuando era un niño. Oh, en fin, ya es bastante tarde. —Era una señal para poner punto final a la entrevista—. ¿Nos veremos por la mañana? —preguntó con un dejo de ansiedad que Antimodes supo interpretar.

—No se me ocurriría interferir en tu trabajo, amigo —respondió—. Echaré un vistazo a los artefactos, los rollos de pergamino y los componentes de hechizos, en especial si tienes mercancía elfa. Hay un par de cosas que me gustaría conseguir. Después me pondré en camino.

—Eres tú quien resultaría un fantástico kender —comentó Par-Salian mientras se levantaba del sillón—. Jamás te quedas en un sitio el tiempo suficiente para que el polvo se pose en tus zapatos. ¿Adonde piensas ir?

—Oh, daré una vuelta por aquí y por allí. No tengo prisa para volver a casa. Mi hermano puede llevar el negocio muy bien sin mí y he hecho los arreglos oportunos para que inviertan mis ingresos, así que ganaré dinero aunque no esté allí. Un modo más fácil y más lucrativo de ganarse la vida que ejecutando hechizos sobre un pedazo de mineral de hierro. Buenas noches, amigo mío.

—Buenas noches. Que tengas un viaje agradable y seguro. —Par-Salian estrechó su mano cordialmente. Hizo una breve pausa, sin soltar la mano de su amigo, que lo miró sorprendido.

»Ten cuidado, Antimodes —le dijo seriamente—. No me gustan los signos ni los portentos que hay. El sol brilla sobre nosotros ahora, pero advierto las puntas de oscuras alas arrojando largas sombras. Sigue enviando tus informes, porque me son muy valiosos.

—Tendré cuidado —respondió el otro hechicero, algo preocupado por la seria advertencia de su amigo.

Sabía que Par-Salian no había dicho todo lo que sabía. El jefe del Cónclave no sólo era un experto en la predicción del futuro, sino que también gozaba del favor de Solinari, el dios de la magia blanca. Alas oscuras. ¿Qué habría querido decir con eso? ¿Se referiría a la Reina de la Oscuridad, a la vieja y querida Takhisis? La diosa había desaparecido del mundo, pero no estaba relegada al olvido, en especial por quienes estudiaban el pasado y sabían de lo que era capaz el Mal.

Alas oscuras. ¿Buitres? ¿Águilas? ¿Símbolos de guerra? ¿Grifos, pegasos? Éstas eran unas bestias mágicas a las que no se veía hoy en día. ¿Dragones?

«¡Que Paladine nos asista! Razón de más para que descubra qué ocurre en Solamnia», decidió Antimodes.

Los dos hechiceros se estrecharon de nuevo las manos, y Antimodes caminaba hacia la puerta cuando Par-Salian volvió a detenerlo:

—Ese joven alumno... del que me hablaste, ¿cómo se llama?

Antimodes tardó un momento en cambiar el hilo de sus pensamientos hacia un tema diferente, y otro par de segundos en recordar el nombre.

—Raistlin. Raistlin Majere.

Par-Salian hizo una anotación en su libro.