Antimodes se cercioró de que Jenny estuviera cómodamente instalada, con una ración extra de forraje y con la promesa del mozo del establo de que se ocuparía del animal con mayor interés del que era habitual, para lo cual pagó, naturalmente, con buenas monedas de acero que ofreció con mano pródiga.
Hecho esto, el archimago se encaminó hacia la rampa más próxima que llevaba a una de las pasarelas colgantes. Los escalones eran numerosos, y cuando llegó arriba estaba sin resuello y sudando. No obstante, las frondosas copas de los Vallenwoods le dieron un respiro al ofrecerle sombra bajo su tupido dosel, y Antimodes echó a andar por la pasarela que conducía a la posada El Ultimo Hogar.
En el camino pasó ante varias casitas ubicadas sobre las ramas de los árboles. En Solace el diseño de cada casa variaba, a fin de acomodarse al árbol sobre el que descansaba. Según marcaba la ley, no se podía cortar parte alguna del Vallenwood ni quemar su madera ni perjudicarlo de ningún otro modo. Todas las casas utilizaban el ancho tronco como pared en al menos un cuarto, mientras que las ramas servían como vigas para los techos. Los suelos no estaban al mismo nivel, y en las casas se notaba un movimiento de balanceo muy pronunciado cuando había tormentas y se levantaba el viento. Los habitantes de Solace consideraban encantadoras tales peculiaridades que a Antimodes lo habrían vuelto loco.
La posada El Ultimo Hogar era la construcción más grande de la ciudad. Erigida a unos quince metros sobre el suelo, estaba construida alrededor del tronco de un gigantesco Vallenwood que formaba parte del interior de la posada. Un auténtico bosque de vigas sujetaba la posada por debajo. La sala comunal y la cocina se hallaban en el piso bajo, mientras que las habitaciones se encontraban en un nivel más alto y se podía llegar a ellas por una entrada independiente; los que buscaban intimidad no tenían que pasar a través de la taberna.
Las ventanas de la posada eran de cristales multicolores que, según la leyenda local, se habían hecho traer desde la mismísima Palanthas. Los cristales eran una excelente propaganda para el negocio, ya que los destellos de diversos colores que se percibían entre las sombras arrojadas por las hojas atraían la mirada; de no ser así, el establecimiento habría pasado inadvertido entre el follaje.
Antimodes había tomado un desayuno ligero y, por lo tanto, tenía suficiente hambre para hacer justicia a los afamados platos del posadero. La subida había incrementado su apetito, y también contribuyeron a ello los apetitosos aromas que salían de la cocina. Nada más entrar, el archimago fue recibido por Otik en persona, un hombre jovial, de rotundo vientre, que reconoció inmediatamente a Antimodes, aunque hacía unos dos años o más que el mago no era huésped de la posada.
—Bienvenido, amigo, bienvenido —saludó Otik al tiempo que inclinaba una y otra vez la cabeza, como hacía con todos los clientes, ya fueran aristócratas o plebeyos. El delantal era de un blanco impoluto, sin manchas de grasa como ocurría con los de otros posaderos. La propia posada estaba tan limpia como el delantal de Otik, ya que, cuando las camareras no estaban sirviendo a los clientes, se dedicaban a barrer o a frotar el cuidado mostrador de madera, que de hecho era parte del Vallenwood.
Antimodes manifestó su placer por estar de vuelta en la posada, y Otik demostró que recordaba al mago llevándolo a su mesa favorita, cerca de una de las ventanas desde la que se tenía una vista excelente del lago Crystalmir a través de los cristales coloreados. Sin que se lo pidiera, Otik trajo una jarra de oscura y fría cerveza y la puso delante de Antimodes.
—Recuerdo que dijisteis lo mucho que os gustaba mi cerveza oscura la última vez que estuvisteis aquí, señor —comentó Otik.
—Así es, posadero. Nunca había probado otra igual —contestó Antimodes. También reparó en el modo en que Otik evitaba hacer la menor referencia al hecho de que era un hechicero, un gesto delicado que Antimodes apreciaba en lo que valía, aunque él mismo detestaba ocultar quién era y lo que era ante nadie—. Tomaré una habitación para esta noche, incluidos almuerzo y cena —anunció. Sacó la bolsa del dinero, que iba bien provista pero no indecentemente llena.
Otik respondió que había habitaciones disponibles, de modo que Antimodes podía elegir la que gustara, y que se sentían honrados con su presencia. La comida para aquel día era cazuela con trece tipos diferentes de judías cocidas a fuego lento con hierbas y tocino veteado. En cuanto a la cena, había picadillo de carne de vaca y patatas picantes, una especialidad de la casa que le daba fama.
Otik aguardó con ansiedad a que su huésped dijera que encontraba satisfactorio el menú, y después, sonriendo de oreja a oreja, el posadero se marchó para ocuparse de las mil y una tareas que requería el funcionamiento de este tipo de negocio.
Antimodes se relajó y miró en derredor a los otros clientes. La hora habitual para el almuerzo había pasado ya, por lo que la taberna estaba relativamente vacía. Los viajeros se encontraban en el piso de arriba, en sus cuartos, echando una buena siesta después de una buena comida. Los jornaleros ya habían vuelto a sus trabajos; los propietarios de negocios dormitaban sobre sus libros de cuentas; las madres se ocupaban de que los pequeños durmieran la siesta. Un enano —un Enano de las Colinas a juzgar por su aspecto— era el otro cliente que había en la sala.
Un Enano de las Colinas que ya no vivía en las colinas, sino entre humanos, en Solace. Y le iban bien las cosas, a juzgar por sus ropas: una fina camisa hilada en casa, buenos calzones de cuero y el mandil, también de cuero, de su profesión. Era de mediana edad; en su barba de color castaño oscuro sólo había un mechón gris, bien que las arrugas de su rostro eran extraordinariamente profundas para un enano de su edad. Al parecer, había tenido una vida dura que lo había marcado. Sus ojos marrones eran más cálidos que los de sus congéneres que no vivían entre humanos y que parecían observar el mundo a través de altas barricadas.
Al encontrarse con la brillante mirada del enano, Antimodes levantó su jarra de cerveza.
—Por vuestras herramientas colijo que sois un trabajador del metal. Que Reorx guíe vuestro martillo, señor —dijo, hablando en el lenguaje enano.
El enano inclinó levemente la cabeza en un gesto de agrado y levantó su propia jarra.
—Que vuestra calzada sea recta y seca, viajero —respondió, hablando en Común.
Antimodes no ofreció compartir su mesa con el enano ni éste mostró disposición de querer compañía. El archimago miró por la ventana para admirar el paisaje y disfrutó del agradable calorcillo que bañaba su cuerpo en un grato contraste con la fría cerveza que suavizaba su garganta reseca del polvo del camino. La misión encomendada a Antimodes era escuchar con disimulo cualquier conversación, así que prestó atención, aunque distraídamente, a la charla que mantenían el enano y la camarera, aunque no le parecía que estuvieran hablando de nada siniestro ni fuera de lo común.
—Aquí tienes, Flint —dijo la joven, que puso un humeante plato de judías delante del enano—. Ración extra, y el pan está incluido. Tenemos que hacerte engordar, porque tengo entendido que piensas dejarnos pronto, ¿no es así?
—Sí, muchacha. Las calzadas empiezan a estar transitables. En realidad ya voy con retraso, pero estoy esperando a que Tanis regrese de la visita a sus parientes en Qualinesti. Se supone que tendría que haber vuelto hace una quincena, pero todavía no hay señales de su fea cara.
—Confío en que se encuentre bien —dijo la camarera afectuosamente—. No me fío de los elfos, te lo aseguro. Por lo que he oído, no se lleva muy bien con sus parientes.
—Es como un hombre que tiene un diente malo —rezongó el enano, aunque Antimodes percibió un timbre de ansiedad en el tono gruñón—. Tiene que moverlo de vez en cuando para comprobar que aún le duele. Tanis va allí sabiendo que sus finos parientes elfos no soportan verlo, pero abrigando la esperanza de que las cosas sean diferentes esta vez. Pero no. El condenado diente continúa tan podrido como la primera vez que lo tocó y no va a mejorar hasta que se lo arranque y acabe con el problema de manera definitiva. —A estas alturas, el rostro del enano estaba congestionado por la indignación, y puso punto final a su arenga con el comentario, hasta cierto punto incongruente, de:
»Y, mientras tanto, nuestros clientes esperándonos. —Dio un sorbo de cerveza.
—No tienes motivo para llamarlo feo —objetó la camarera, que sonrió con afectación—. Tanis parece humano; apenas se le nota la sangre elfa. Me encantará volver a verlo. Si no te importa, dile que pregunté por él, Flint, ¿vale?
—Sí, sí. Tú y todas las mozas de la ciudad —masculló el enano en voz tan baja que sólo debió de oírlo su barba, pero no la camarera, que se dirigía de vuelta a la cocina.
Un enano y un semielfo que eran socios, pensó Antimodes sacando conclusiones de lo que había oído. Un semielfo que había sido expulsado de Qualinesti. No, su deducción era equivocada, ya que si lo hubieran expulsado no podría regresar a casa, y éste lo hacía. Entonces, es que se había marchado voluntariamente de su patria. Bueno, no era de sorprender. Los qualinestis eran más liberales respecto a la pureza racial que sus parientes, los silvanestis, pero para ellos un semielfo era un semihumano y, como tal, un paño fino manchado.
Es decir, que el semielfo se marchó de casa, vino a Solace y se asoció con un Enano de las Colinas quien a su vez, probablemente, también había abandonado su clan o había sido expulsado. Antimodes se preguntó cómo se habrían conocido los dos y dedujo que sería una historia interesante.
Aunque seguramente no se enteraría de ella. El enano se había puesto a comer las judías con entusiasmo. También llegó el plato de Antimodes, y el archimago dedicó su atención a la comida, que lo merecía y bien.
Acababa de terminar y estaba rebañando el último resto de jugo con el trocito de pan que le quedaba, cuando la puerta de la posada se abrió. Otik apareció al momento para dar la bienvenida al nuevo cliente. El posadero se quedó perplejo al encontrarse con una jovencita, la misma muchacha de cabello rizoso que Antimodes había visto antes en el camino.
—¡Kitiara! —exclamó Otik—. ¿Qué haces aquí, chiquilla? ¿Algún recado de tu madre?
La muchacha le lanzó una mirada que habría levantado ampollas y sacudió el oscuro y corto cabello al tiempo que resoplaba.
—Tus patatas tienen más cerebro que tú, Otik —replicó—. Yo no hago recados a nadie.
Apartó sin contemplaciones al posadero, y sus oscuros ojos recorrieron la taberna hasta detenerse en Antimodes, cosa que molestó y sorprendió al archimago.
—He venido a charlar con uno de tus clientes —anunció la jovencita, que hizo caso omiso del revoloteo de manos de Otik.
—Vamos, vamos, Kitiara, no molestes al caballero —protestó el posadero. Kit se dirigió hacia Antimodes, se plantó junto a su mesa y lo miró fijamente.
—Sois un hechicero, ¿verdad? —preguntó. El archimago manifestó su desagrado no levantándose de la silla para recibirla como habría hecho con cualquier otra fémina. Esperando ser el blanco de las burlas de esta maleducada marimacho o recibir alguna propuesta rara de ella, adoptó un aire desaprobador.
—Lo que sea sólo me incumbe a mí, señorita —replicó, dando un énfasis sarcástico a la última palabra. Volvió deliberadamente la vista hacia la ventana para dejar claro que daba por terminada la conversación.
—Kitiara... —Otik se acercó a la mesa, inquieto—. Este caballero es mi huésped y, sinceramente, no es el momento ni el lugar para...
La muchacha plantó las manos sobre la mesa y se inclinó sobre el tablero. Antimodes empezaba a estar realmente furioso con la entrometida mozuela, de modo que volvió la cabeza hacia ella y reparó —tendría que haber sido de piedra para no hacerlo— en la curva de sus pechos marcados bajo el chaleco de cuero.
—Conozco a alguien que quiere convertirse en hechicero —dijo la chica con un timbre serio e intenso—. Deseo ayudarlo, pero no sé cómo. Ignoro qué hay que hacer. —Gesticuló con aire de frustración—. ¿Dónde he de ir? ¿Con quién debo hablar? Vos podéis decírmelo.
Si de repente la posada se hubiera ladeado sobre las ramas y Antimodes hubiera salido lanzado por la ventana, la sorpresa del archimago no habría sido mayor. ¡Esto era totalmente irregular!
¡Las cosas no se hacían así! Existían las vías normales para...
—Mi querida jovencita —empezó.
—Por favor. —Kitiara se acercó más a él.
Sus ojos eran oscuros y brillantes, enmarcados por las espesas pestañas negras, como también las cejas, que trazaban un delicado arco. Tenía la piel tostada por el sol; debía de hacer la vida al aire libre. Su cuerpo era esbelto y bien musculado, superada ya la desgarbada constitución de la adolescencia para alcanzar la gracia, no de una mujer hecha y derecha, sino de un felino. Lo atraía, y él se dejó llevar gustosamente a pesar de tener edad y experiencia de sobra para saber que no le permitiría llegar demasiado cerca. Era de las que dejarían que muy pocos hombres se solazaran con su calor, y que los dioses tuvieran compasión de aquellos que lo consiguieran.
—Kitiara, deja en paz al caballero. —Otik le tocó el brazo.
La muchacha se volvió hacia él. No pronunció una palabra, sino que se limitó a mirarlo de hito en hito, y el posadero retrocedió.
—No importa, maese Sandhal —se apresuró a intervenir Antimodes. Le caía bien Otik y no quería causarle problemas. El enano, que había terminado de comer, observaba con interés la escena, al igual que dos de las camareras—. La... eh... señorita y yo tenemos que tratar de un asunto. Por favor, toma asiento, joven.
Se incorporó ligeramente e hizo una inclinación de cabeza. La muchacha se acomodó en la silla que había enfrente de él. La camarera se apresuró a recoger los platos, sin duda con la esperanza de satisfacer su curiosidad.
—¿Deseáis alguna otra cosa? —le preguntó a Antimodes.
—¿Quieres tomar algo? —ofreció educadamente el archimago a su joven invitada.
—No, gracias —fue la cortante respuesta—. Ocúpate de tus asuntos, Rita. Si necesitamos algo ya te llamaremos.
La camarera se marchó visiblemente ofendida. Otik dirigió una mirada de disculpa al archimago, que le sonrió para indicarle que no estaba molesto en absoluto, y el posadero, encogiéndose de hombros y agitando las manos en el aire, se alejó también. Por fortuna, la llegada de nuevos clientes, mantuvo ocupado a Otik.
Kitiara enlazó las manos ante sí, dispuesta a ir directamente al grano con una actitud de seria madurez que agradó a Antimodes.
—¿Quién es esa persona? —preguntó el archimago.
—Mi hermano pequeño. Es decir, mi hermanastro —rectificó.
Antimodes recordó la cáustica mirada que había asestado la chica a Otik cuando el posadero mencionó a su madre. Llegó a la conclusión de que no había una relación afectuosa entre ellas.
—¿Qué edad tiene el niño?
—Seis años.
—¿Y cómo sabes que desea estudiar para mago? —inquirió, aunque creía saber la respuesta.
Había oído lo mismo con anterioridad:
Le encanta vestirse como un mago y hacer que ejecuta hechizos. ¡Es tan listo! Tendríais que verlo arrojando tierra al aire como si estuviera llevando a cabo un conjuro. Por supuesto, asumimos que es una etapa difícil por la que está pasando y pero en realidad no lo aprobamos. Lo decimos sin intención de ofender, señor, pero no es la clase de vida que deseamos para nuestro hijo. En fin, si quisierais hacernos el favor de hablar con él y explicarle lo difícil que...
—Porque hace trucos —contestó la chica.
—¿Trucos? —Antimodes frunció el entrecejo—. ¿Qué clase de trucos?
—Bueno, ya sabéis, trucos. Sacar una moneda de la nariz de alguien. Lanzar una piedra al aire y hacerla desaparecer. Cortar un pañuelo por la mitad con un cuchillo y después devolvérselo a su dueño en una pieza, como nuevo. Ese tipo de cosas.
—Prestidigitación. Supongo que te das cuenta de que eso no es magia.
—¡Por supuesto! —Resopló Kitiara, desdeñosa—. ¿Por quién me tomáis? No soy una palurda.
»Mi padre, mi verdadero padre, me llevó una vez a presenciar una batalla, y había un hechicero que hizo magia de verdad. Magia de combate. Mi padre es un Caballero de Solamnia —añadió con un orgullo ingenuo que de repente la hizo parecer una niñita.
Antimodes no la creyó, por lo menos en lo relativo a que el padre fuera Caballero de Solamnia.
La hija de un solámnico no andaría zascandileando por Solace como un golfillo. Pero de lo que no le cabía la menor duda era de que a esta mozuela le interesaban las cosas militares. En más de una ocasión se había llevado la mano a la cadera izquierda como si estuviera acostumbrada a portar una espada o a simular que la llevaba.
La mirada de la jovencita se apartó de Antimodes y se quedó prendida en la ventana con una expresión ausente como contemplando, anhelante, tierras lejanas, aventuras, el final del aburrimiento que seguramente estaba a punto de ahogarla. Así pues no lo sorprendió lo que dijo a continuación:
—Veréis, señor, me voy a marchar de aquí muy pronto, y mis hermanos pequeños tendrán que arreglárselas solos cuando yo no esté.
»Caramon no me preocupa —continuó, todavía con la mirada clavada en las brumosas colinas y la lejana extensión de agua—. Tiene madera de guerrero y le he enseñado cuanto sé. El resto lo irá aprendiendo con la práctica. —Habríase dicho que era una veterana baqueteada hablando de un nuevo recluta en lugar de una muchachita de trece años refiriéndose a un mocoso. El archimago casi se echó a reír, pero la seriedad de la chica era tal que, en lugar de ello, se sorprendió a sí mismo observándola y escuchándola completamente fascinado.
»Pero Raistlin me preocupa —prosiguió Kitiara, que frunció el entrecejo, perturbada—. Es distinto de los demás. No es como yo. No lo entiendo. He intentado enseñarle a luchar, pero es un niño enfermizo. No puede seguir el ritmo de los otros chiquillos. Enseguida se cansa y se queda sin resuello. —Miró de nuevo a Antimodes—. He de marcharme —repitió—, pero antes quiero saber si Raistlin será capaz de cuidar de sí mismo, si podrá ganarse la vida de algún modo. Se me ocurrió que si valía para estudiar magia ya no tendría que preocuparme por él.
—¿Qué edad dijiste que tiene el niño? —preguntó Antimodes.
—Seis años.
—Pero ¿y sus padres? Tus padres. Sin duda ellos...
Se calló porque la muchacha ya no lo escuchaba. Tenía esa expresión de extremada paciencia que los jóvenes adoptan cuando sus mayores están particularmente pesados dándoles una aburrida charla. Antes de que el archimago hubiera terminado de hablar ya se había puesto en pie.
—Voy a buscarlo para que lo conozcáis.
—Querida... —empezó a protestar Antimodes. Había disfrutado conversando con esta interesante y atractiva jovencita, pero no le apetecía nada dedicar un rato a un chiquillo de seis años.
La chica no hizo caso de sus objeciones, y salió por la puerta de la posada antes de que tuviera ocasión de detenerla. La vio correr ágilmente escaleras abajo, apartando bruscamente a cualquiera que se cruzaba en su camino.
Antimodes se encontraba en un dilema. No quería que le impusieran la obligación de atender a ese niño. Ahora que la chica se había marchado no deseaba tener que ver con ella nada más. Lo había alterado, provocándole una sensación molesta, como la resaca ocasionada por un exceso de vino. Un vino que había tomado con agrado, pero ahora tenía dolor de cabeza.
El archimago pidió la cuenta. Llevaría a cabo una retirada estratégica a su habitación; se sintió irritado al comprender que estaría enclaustrado como un prisionero lo que restaba de su estancia en la ciudad. Al levantar la vista se encontró con los ojos del enano que, según recordaba, se llamaba Flint. Había una beatífica sonrisa en su semblante.
Seguramente el enano ni siquiera estaba pensando en Antimodes y si sonreía debía de ser de satisfacción por la deliciosa comida que acababa de ingerir o por la sabrosa cerveza o simplemente porque se sentía a gusto. Pero el archimago, con su habitual prepotencia, dio por sentado que Flint se burlaba de él porque le hacía gracia que un poderoso hechicero huyera de dos chiquillos.
En consecuencia, Antimodes decidió en ese mismo instante que no le daría tal satisfacción al enano. No permitiría que nadie lo echara de la agradable y cómoda sala; se quedaría allí, se libraría de la muchacha despachando rápidamente al niño, y ahí acabaría todo.
—¿Os apetece compartir mi mesa, señor? —invitó al enano.
Flint frunció el ceño y se puso colorado; se llevó la jarra de cerveza a los labios mientras rezongaba entre dientes que prefería que se le quemara la barba antes que compartir mesa con un hechicero.
Antimodes sonrió fríamente. Era de todos sabido que los enanos albergaban una gran desconfianza y un mayor desagrado por cuanto estuviera relacionado con la magia. El archimago se había asegurado ahora de que Flint lo dejaría en paz. De hecho, el enano se apresuró a terminar la cerveza, echó una moneda sobre la mesa, se despidió de Antimodes con un leve cabeceo y salió precipitadamente de la posada.
Y en la puerta, casi topándose con él, apareció la muchacha arrastrando tras de sí no a un niño, sino a dos.
Antimodes suspiró y pidió a Otik otra jarra de su exquisita reserva de dos años. Mucho se temía que iba a necesitar algo fuerte.