La Exposición Bioagrícola de los Seis Mundos fue toda una decepción para Haviland Tuf.
Había pasado un día largo y agotador en Brazeloum, recorriendo las cavernosas salas de exposición, con pausas ocasionales para inspeccionar por encima nuevos cereales híbridos o insectos mejorados genéticamente. Aunque la biblioteca celular del Arca albergaba material clonable de, literalmente, millones de especies de plantas y animales procedentes de un incontable número de mundos, Haviland Tuf no perdía ocasión de ampliar sus recursos.
Pero las muestras de Brazelourn no eran muy prometedoras, y con el paso de las horas, Tuf estaba cada vez más aburrido e incómodo en medio de la multitud indiferente, que no dejaba de empujarlo. Había gente arremolinada en todas partes: granjeros de los túneles vagabundianos, vestidos con pieles de color tierra; terratenientes emperifollados y perfumados de Areen; habitantes sombríos del lado oscuro de Nuevo Jano junto a los del eterno mediodía, con sus atuendos de colores vivos, y una plétora de nativos brazeleanos. Todos hacían ruido, demasiado ruido, y lo obsequiaban con miradas de curiosidad cuando se cruzaban con él. Algunos incluso lo rozaban al pasar, y el rostro de Tuf se contraía en un rictus de pocos amigos.
Al final, con tal de escapar de la multitud, Tuf se dijo que tenía hambre. Se abrió camino entre los asistentes sin disimular un circunspecto desprecio y salió de la abovedada sala de exposiciones de Ptolan, de cinco pisos de altura. Fuera, de los centenares de puestos diseminados entre los gigantescos edificios, el que parecía menos ocupado era el de empanadillas de cebolla, así que Tuf concluyó que una empanadilla de cebolla era exactamente lo que le pedía el cuerpo.
—¿Me da una, caballero? —pidió.
El vendedor era un sujeto rollizo, de rostro sonrosado, y llevaba puesto un delantal sucio y grasiento. Sacó una empanada caliente con la mano enguantada y, al ponerla en el mostrador, se quedó mirando detenidamente a Tuf.
—Vaya, sí que es usted grande.
—Ciertamente, señor —contestó Haviland Tuf. Cogió la empanadilla y le dio un mordisco sin inmutarse.
—No es de este planeta, ¿eh? Ni de ninguno cercano.
Tuf se terminó la empanadilla en tres bocados y se limpió la grasa de los dedos con una servilleta.
—Se empeña usted en señalar lo obvio, señor. —Alzó un dedo largo y calloso—. Deme otra.
El vendedor acusó el rechazo y le sirvió la segunda empanadilla sin hacer más observaciones, de modo que Tuf pudo comérsela tranquilo. Mientras saboreaba la masa de hojaldre y el regusto ligeramente ácido del relleno, observó a los asistentes que iban y venían entre los puestos de la feria, las filas de tenderetes ambulantes y las cinco salas enormes que dominaban el paisaje. Cuando acabó de comer, se volvió de nuevo hacia el vendedor, con rostro inexpresivo.
—Señor, ¿puedo hacerle una pregunta?
—¿De qué se trata? —contestó con brusquedad.
—Desde aquí veo cinco salas de exposiciones —señaló Haviland Tuf—. Las he visitado una por una: Brazeloum, Valle Areen, Nuevo Jano, Vagabundo y esta, Ptola. —Tuf entrelazó los dedos sobre la barriga prominente—. Cinco, señor. Cinco salas, cinco mundos. Sin duda, al ser foráneo, no estoy familiarizado con ciertos aspectos sutiles de las costumbres locales, pero aun así, me resulta desconcertante. En todos los lugares que he visitado sería de esperar que un evento llamado Exposición Bioagrícola de los Seis Mundos incluyese exposiciones de seis mundos. Está claro que aquí no es el caso. ¿Podría iluminarme y decirme por qué?
—No ha venido nadie de Namor.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf.
—A causa de los problemas —añadió el vendedor.
—Queda aclarado. Si no todo, al menos parte. ¿Tendría la bondad de servirme otra empanadilla y explicarme la naturaleza de tales problemas? Es solo por curiosidad, señor; me temo que es mi peor vicio.
El vendedor volvió a ponerse el guante y abrió el receptáculo donde conservaba la mercancía caliente.
—Ya sabe lo que se dice. La curiosidad da hambre.
—Ciertamente. He de reconocer que no lo había oído hasta ahora.
—No, no, es al revés. —Frunció el ceño—. El hambre despierta la curiosidad, eso es. No importa. Mis empanadillas lo saciarán.
—Ah. —Tuf cogió la que le tendía—. Continúe, por favor.
Así que el empanadillero le contó, no sin muchos circunloquios, los problemas del mundo de Namor.
—Entenderá que no hayan venido —concluyó—, con todo ese jaleo. No hay gran cosa que exponer.
—Claro —asintió Haviland Tuf mientras se relamía—. Los monstruos marinos son una verdadera molestia.
Namor era un mundo verde oscuro, solitario y sin luna, envuelto en jirones de nubecillas doradas. El Arca dejó de propulsarse, sufrió una sacudida y entró pesadamente en la trayectoria orbital. En la larga y estrecha sala de comunicaciones, Haviland Tuf iba de un asiento a otro para estudiar el planeta desde una docena de las cien pantallas repartidas por la habitación. Lo acompañaban tres gatitos grises que saltaban entre las consolas sin parar más que para lanzarse zarpazos juguetones. Tuf no les hacía caso.
Namor era un mundo acuático: solo había una masa continental visible desde la órbita, y ni siquiera era demasiado grande. Pero, al aumentar la imagen, Tuf pudo ver millares de islas dispersas que se agrupaban sobre los profundos y verdes mares en alargados archipiélagos con forma de media luna, como gemas de tierra dispersas por los océanos. Las pantallas mostraron las luces de docenas de ciudades grandes y pequeñas en la parte donde era de noche, y destellos intermitentes de energía allí donde los asentamientos estaban a la luz del día.
Después de observarlo todo bien, Tuf se sentó definitivamente, encendió otra consola y se puso a jugar a un juego de guerra con el ordenador. Un gatito se le arrebujó en el regazo y se quedó dormido. Tuvo mucho cuidado de no despertarlo. Poco después, un segundo gatito se abalanzó sobre el primero, y empezaron a pelearse. Tuf los empujó con suavidad al suelo.
Tardó algo más de lo esperado, pero por fin llegó la orden, tal como sabía que sucedería.
—Nave en órbita, nave en órbita. Aquí control de Namor. Especifique su nombre y el motivo de su visita. Nombre y motivo de su visita, por favor. Los interceptores ya están en camino. Especifique nombre y motivo de su visita.
La transmisión llegaba de la masa continental. El Arca la localizó y, al mismo tiempo, detectó la nave solitaria que se dirigía hacia ellos y la proyectó en otra pantalla.
—Soy el Arca —transmitió Haviland Tuf al control de Namor.
El control de Namor era una mujer de cara redonda y pelo castaño muy corto. Estaba sentada frente a una consola y llevaba un uniforme verde oscuro con ribetes dorados. Frunció el ceño y miró de soslayo, sin duda hacia un superior u otra consola.
—Especifique su origen, Arca. Origen y a qué se debe el motivo de su visita, por favor.
El ordenador indicó que la otra nave había abierto comunicación con el planeta. Se encendió otro par de pantallas. En una apareció una joven delgada de nariz grande y ganchuda en el puente de una nave; en la otra, un hombre mayor frente a una consola. Ambos llevaban uniforme verde y conversaban en clave con mucha animación. Al ordenador le llevó apenas un minuto descifrarlo, así que Tuf escuchó.
—… me lleven los demonios —estaba diciendo la mujer del puente de mando—. En mi vida he visto una nave tan grande. ¿Tú te has fijado bien? ¿Ha contestado?
—Arca —seguía diciendo la mujer de rostro rechoncho—, especifique origen y motivo de su visita, por favor. Aquí control de Namor.
Haviland Tuf interrumpió la otra conversación para hablar con los tres a la vez.
—Aquí el Arca. No tengo origen, caballeros. Mis intenciones son exclusivamente pacíficas: comercio y asesoramiento. He tenido noticia de sus trágicas circunstancias y, conmovido por la situación, vengo a ofrecer mis servicios.
—¿Qué demonios…? —preguntó sobresaltada la mujer de la nave.
El hombre también estaba perplejo, pero no dijo nada y se limitó a contemplar boquiabierto el pálido rostro de Tuf.
—Arca, aquí el control de Namor. Estamos cerrados al comercio. Repito, estamos cerrados al comercio. Nos encontramos bajo la ley marcial.
La mujer de la nave recuperó la compostura.
—Arca, aquí la guardiana Kefira Qay, al mando de la Navaja Solar Estamos armados. Expliqúese. Es mil veces más grande que cualquier nave comercial que hayamos visto nunca. Arca, explíquese, o abriremos fuego.
—Entiendo —respondió Haviland Tuf—. Las amenazas son fútiles, guardiana. Me siento profundamente ofendido. He recorrido un largo camino desde Brazeloum para ofrecerles ayuda y consuelo, y me reciben con hostilidad e intimidaciones. —Un gatito se le encaramó al regazo. Tuf lo cogió con una mano blanca y enorme y lo depositó en la consola que tenía enfrente, donde quedaba a la vista de la cámara. Lo miró con pesar—. El género humano ya no confía en nada —le dijo.
—No disparen, Navaja Solar —intervino el anciano—. Arca, si sus intenciones son realmente pacíficas, será mejor que se explique. Qué aquí estamos bajo mucha presión, y Namor es un mundo pequeño y subdesarrollado. Nunca habíamos visto nada parecido. Expliqúese.
—Siempre he de enfrentarme a la desconfianza. —Haviland Tuf acarició al gatito—. Menos mal que tengo buen corazón; de lo contrario, me marcharía y los abandonaría a su destino. —Clavó la mirada en su interlocutor—. Caballero, soy el Arca. Me llamo Haviland Tuf, capitán, dueño y única tripulación de esta nave. He oído que tienen problemas con grandes monstruos de las profundidades marinas. Vengo a librarlos de ellos.
—Arca: aquí la Navaja Solar ¿Cómo se propone lograrlo?
—El Arca es una sembradora del Cuerpo de Ingeniería Ecológica —explicó Haviland Tuf con rígida formalidad—. Soy ingeniero ecológico y especialista en guerra biológica.
—Imposible —replicó el anciano—. El CIE fue desmantelado hace tnil años junto con el Imperio federal. No queda ninguna sembradora.
—Es preocupante —suspiró Haviland Tuf—. Estoy sentado en un espejismo. Sin duda, ahora que me ha informado de la inexistencia de mi nave, caeré al vacío y moriré consumido por el fuego en cuanto entre en su atmósfera.
—Guardián —intervino Kefira Qay desde la Navaja Solar—, puede que ya no existan esas sembradoras, pero según mis sensores, estoy acercándome a un objeto que mide treinta kilómetros de largo. No parece un espejismo.
—Todavía no he caído —admitió Haviland Tuf.
—¿De verdad puede ayudarnos? —preguntó la mujer desde el control de Namor.
—¿Por qué siempre se me pone en entredicho? —Tuf se dirigía al gatito gris.
—Gran guardián, tenemos que darle la oportunidad de demostrar lo que dice —rogó el control de Namor.
Tuf alzó la mirada.
—A pesar de que me han insultado, amenazado y puesto en duda, la empatia que siento por su situación me impulsa a quedarme. Me permito sugerir que la Navaja Solar atraque aquí, en mi nave, por así decirlo. La guardiana Qay podría subir a bordo y cenar conmigo mientras conversamos. Por mucho que desconfíen, no se asustarán de una simple charla, que es el pasatiempo más civilizado de los humanos.
Los tres guardianes deliberaron apresuradamente entre sí y con otras personas que no aparecían en pantalla, mientras Haviland Tuf se apoltronaba en el asiento y jugaba con el gatito.
—Te llamaré Sospecha —dijo—, para conmemorar mi recibimiento en este planeta. Tus hermanos se llamarán Duda, Hostilidad, Ingratitud y Estupidez.
—Aceptamos su propuesta, Haviland Tuf —transmitió la guardiana Kefira Qay desde el puente de la Navaja Solar—. Prepárese para ser abordado.
—Ciertamente —respondió Tuf—. ¿Le gustan las setas?
La cubierta de atraque del Arca era tan grande como la pista de aterrizaje de un puerto estelar importante, y casi parecía un desguace de naves espaciales abandonadas. Las lanzaderas del Arca estaban preparadas en sus plataformas de despegue: cinco naves negras idénticas, conservadas en muy buen estado, de perfil aerodinámico y alas cortas y triangulares curvadas hacia atrás, diseñadas para vuelos atmosféricos.
No podía decirse lo mismo de otras. Había un navio mercante de Avalón, con forma de lágrima, precariamente inclinado sobre tres patas del tren de aterrizaje; a su lado se encontraban un caza mensajero lleno de cicatrices de guerra y una leonave de Karaleo con ornamentos desdibujados por el paso del tiempo. Las rodeaban otras naves de diseño aún más extraño.
La gran cúpula que cubría la cubierta se dividió en un centenar de segmentos como porciones de un pastel y, al retirarse, dejó a la vista un pequeño sol amarillo rodeado de estrellas y una nave en forma de mantarraya color verde mortecino, de tamaño semejante al de las lanzaderas de Tuf. La Navaja Solar se posó en la cubierta; la cúpula se cerró tras ella, y cuando ocultó las estrellas, la atmósfera llenó el espacio de nuevo. Al rato llegó Haviland Tuf.
Kefira Qay bajó de la nave. Bajo la nariz grande y torcida fruncía los labios en gesto severo, pero no conseguía esconder el asombro que se le reflejaba en los ojos, por mucho que se controlara. La seguían dos hombres armados con monos dorados ribeteados de verde.
Haviland Tuf se acercó a ellos en un vehículo abierto de tres ruedas.
—Por desgracia, la invitación a cenar era para una sola persona, guardiana Qay —dijo al ver a la escolta—. Lamento el malentendido, pero debo insistir.
—Muy bien. Esperadme con el resto; tenéis órdenes —indicó la guardiana a sus acompañantes—. Si no vuelvo sana y salva dentro de dos horas, la Navaja Solar hará pedazos su nave —advirtió a Tuf al montarse a su lado.
—Es terrible. —Haviland Tuf la miró, pestañeando—. Dondequiera que voy, mi calidez y hospitalidad obtienen desconfianza y violencia por toda respuesta. —Puso en marcha el vehículo.
Atravesaron en silencio un laberinto de salas y corredores interconectados hasta entrar en una gigantesca galería en penumbra que parecía recorrer toda la longitud de la nave en ambas direcciones. Las paredes y el techo estaban cubiertos de depósitos transparentes de cien tamaños distintos hasta donde alcanzaba la vista, casi todos vacíos y polvorientos, pero unos cuantos contenían líquidos de colores donde se movían siluetas borrosas. El único sonido era un goteo viscoso que provenía de alguna parte a sus espaldas. Kefira Qay lo miró todo sin perder detalle, pero no pronunció palabra. Recorrieron unos tres kilómetros de la gran galería, hasta que Tuf se desvió hacia una pared desnuda que se abrió ante ellos. Poco después, estacionaron el vehículo y se apearon.
Tuf acompañó a la guardiana Kefira Qay hasta un comedor pequeño y espartano en el que los aguardaba una cena suntuosa. Empezaron con sopa helada, dulce, picante y más negra que el carbón, seguida de una ensalada de neohierba aliñada con jengibre. El manjar principal era un hongo empanado tan grande como el plato en que se presentaba, acompañado de una docena de verduras distintas, cada una con su salsa. La guardiana comió con entusiasmo.
—Parece ser que mi humilde cocina ha sido de su gusto —observó Haviland Tuf.
—Ya ni recuerdo la última vez que comí bien —le contestó Kefira Qay—. En Namor siempre hemos dependido del mar para nuestro sustento, y suele suministrárnoslo en abundancia, pero desde que empezaron los problemas… —Alzó un tenedor lleno de verduras oscuras de aspecto indefinido cubiertas de una salsa ocrácea—. ¿Qué es esto? Tiene un sabor delicioso.
—Raíz del pecador rhianesa con salsa de mostaza.
Qay la engulló y dejó el tenedor en la mesa.
—Pero Rhiannon está muy lejos. ¿Cómo es posible…? —Dejó la pregunta en el aire.
—Desde luego —dijo Tuf. Apoyó la barbilla en la punta de los dedos y miró a la guardiana—. Todas estas provisiones proceden del Arca, aunque su origen podría remontarse a una docena de mundos distintos. ¿Quiere un poco más de leche especiada?
—No —murmuró ella. Contempló los platos vacíos—. Entonces, no mentía. Es quien afirma ser, y la nave es una sembradora de… ¿Cómo ha dicho que se llamaban?
—El Cuerpo de Ingeniería Ecológica, del difunto Imperio federal. Tenían pocas naves, y todas quedaron destruidas por las vicisitudes de la guerra. Solo sobrevivió el Arca, que estuvo abandonada durante un milenio entero. Los detalles carecen de importancia; baste decir que la encontré y conseguí que funcionara.
—¿La encontró?
—Eso he dicho, con esas mismas palabras. Por favor, preste atención. Me molesta repetirme. Antes de encontrar el Arca, vivía modestamente del comercio. Mi antigua nave aún sigue en la cubierta de atraque; no sé si se habrá fijado en ella.
—Entonces, en realidad es un simple mercader.
—¡Por favor! —exclamó Tuf, indignado—. Soy ingeniero ecológico El Arca es capaz de reconstruir planetas enteros, guardiana. Es cierto, yo soy solo uno, y en sus tiempos esta nave llegó a contar con doscientos tripulantes. También carezco del amplísimo entrenamiento oficial al que debían someterse hace siglos quienes portaban la zeta de oro, emblema de los ingenieros ecológicos. Pero, a mi humilde manera, me las arreglo Si Namor decide confiar en mis servicios, no me cabe duda de que podré ayudar.
—¿Por qué? —preguntó con recelo la esbelta guardiana—. ¿Por qué tiene tantas ganas de ayudamos?
Haviland Tuf extendió las pálidas y enormes manos en un gesto de impotencia.
—Lo sé; a veces parezco iluso. No puedo evitarlo. Soy humanitario por naturaleza, y me conmueven las dificultades y el sufrimiento. Sería tan incapaz de abandonar a su gente en esta situación de asedio como de hacer daño a mis gatos. Los antiguos ingenieros ecológicos estaban hechos de otra pasta y eran más duros que yo, pero soy incapaz de cambiar mi naturaleza sensible. Así que aquí estoy, sentado ante usted, dispuesto a hacer cuanto pueda.
—¿No quiere nada?
—Trabajaré de manera totalmente desinteresada —declaró Tuf—. Naturalmente, tendré gastos operativos, así que debo cobrar por adelantado una pequeña cantidad que los cubra. Digamos… tres millones de estándares. ¿Le parece bien?
—Bien, bien… —dijo ella con sarcasmo—. Bien caro. Ha habido otros como usted, Tuf: comerciantes de armas y soldados de fortuna que han venido a enriquecerse gracias a nuestra miseria.
—Me ofende gravemente, guardiana —reprochó Tuf—. No me llevo casi nada. El Arca es enorme y muy costosa. ¿Le parecería mejor dejarlo en dos millones? No puedo creerme que me niegue esa suma ridícula. ¿Acaso su mundo vale menos?
Kefira Qay suspiró con una expresión de agotamiento en el rostro de rasgos afilados.
—No —reconoció—. Si puede llevar a cabo lo que promete, no. Pero no somos un mundo rico. Tendré que consultar con mis superiores; esta decisión no me corresponde solo a mí. —Se levantó con brusquedad—. ¿Dónde está su sistema de comunicaciones?
—Salga por esa puerta y gire a la izquierda por el pasillo azul. La quinta entrada a la derecha. —Tuf se puso en pie con pesada dignidad y empezó a limpiar la mesa en cuanto la mujer se fue.
Cuando regresó la guardiana, Tuf había abierto una botella de licor rojo intenso y acariciaba una GATA blanca y negra que se había instalado en la mesa.
—Lo contratamos, Tuf —dijo Kefira Qay tras sentarse—. Dos millones. Recibirá el pago después de ganar la guerra.
—De acuerdo. Analicemos la situación mientras tomamos una copa de esta deliciosa bebida.
—¿Tiene alcohol?
—Es ligeramente narcótica.
—Un guardián no consume estimulantes ni depresores. Somos un cuerpo de luchadores. Ese tipo de sustancias contamina el cuerpo y disminuye los reflejos. Un guardián siempre debe estar alerta. Guardamos y protegemos.
—Muy loable —dijo Haviland Tuf. Se sirvió una copa.
—La Navaja Solar no sirve de nada aquí. El control de Namor ha pedido que vuelva; abajo hace falta para el combate.
—Entonces haré que parta cuanto antes. ¿Qué hay de usted?
—Me han relevado —contestó con gesto torvo—. Estamos a la espera, y tengo informes sobre la situación en el planeta. Mi cometido es proporcionarle los datos: seré su oficial de enlace.
El agua estaba en calma, como un plácido espejo verde que abarcaba de horizonte a horizonte.
Era un día caluroso. La luz del sol, amarilla y brillante, se filtraba a través de la tenue capa de nubes doradas. La nave descansaba inmóvil en el agua; los flancos metálicos despedían reflejos azules y plateados, y la cubierta era una isla de actividad en medio de un océano de paz. Hombres
y mujeres pequeños como insectos, con el torso desnudo para sobrellevar mejor el calor, se afanaban con redes y dragas. Una enorme garra llena de barro y algas emergió chorreando del agua y soltó la carga por una escotilla abierta. Por doquier, contenedores llenos de medusas enormes de color blanco lechoso se cocían al sol.
De repente se produjo un tumulto: sin razón aparente, unos empezaron a correr, y otros dejaron lo que estaban haciendo y miraron a su alrededor, confusos. Los hubo que siguieron trabajando, ajenos a las circunstancias. La gran garra metálica, abierta y vacía, regresó sobre la superficie del agua y se sumergió de nuevo, mientras otra emergía por el lado opuesto. Cada vez eran más los que coman; dos hombres chocaron Y y cayeron.
Fue entonces cuando apareció el primer tentáculo: surgió de debajo de Y la nave y subió y subió, retorciéndose. Era mucho más largo que las dragas; en el lugar donde emergía del mar verde oscuro tenía el grosor del torso de un hombre corpulento, y se reducía al tamaño de un brazo al final. Era blanco, de una blancura deslucida y viscosa. Brillantes círculos rosados grandes como platos recorrían su parte interior, enroscándose y palpitando, mientras se cernía sinuoso sobre el enorme barco granja. El extremo se dividía en un confuso haz de apéndices más pequeños y oscuros que se agitaban igual que serpientes.
Subió y subió, después giró y bajó, y se hizo con el barco. Al otro lado, algo se movió, algo blancuzco que se agitaba bajo todo aquel verde, y salió el segundo tentáculo. Luego, un tercero y después un cuarto. Uno forcejeó con una garra de dragado, y otro se enredó en los restos de una red, pero ni así se detuvo. Todo el mundo corría; todos, menos quienes caían presas de los tentáculos. Uno se enroscó alrededor de una mujer armada con un hacha, que lo golpeó furiosamente para librarse del pálido abrazo, hasta que arqueó la espalda y se quedó inmóvil. Con un fluido blanquecino manándole lentamente de las heridas, el tentáculo la soltó y atrapó a otra persona.
Veinte tentáculos rodeaban ya el barco cuando escoró violentamente a estribor. Fue inclinándose más y más: algo tiraba de él hacia las profundidades. Los supervivientes resbalaron por la cubierta al mar. El agua barrió la superficie y entró por las escotillas abiertas, y la embarcación empezó a partirse en dos.
Haviland Tuf detuvo la proyección y congeló la imagen en la gran pantalla: el mar verde y el sol dorado, el navio destrozado y los tentáculos blancuzcos que lo apresaban.
—¿Este fue el primer ataque? —preguntó.
—Sí y no —contestó Kefira Qay—. Ya habían desaparecido en circunstancias misteriosas otra cosechadora y dos hidroplaneadores de pasajeros. Investigamos, pero no encontramos la causa. Esa vez resultó que había un equipo de noticias sobrevolando la zona en un planeador para grabar un programa educativo. El reportaje que consiguieron no era precisamente lo que buscaban.
—Ciertamente —dijo Tuf.
—La emisión del programa, aquella misma noche, estuvo a punto de desatar el pánico colectivo. Pero las cosas no se pusieron feas de verdad hasta que cayó la siguiente nave; entonces fue cuando los Guardianes comenzamos a ver el auténtico alcance del problema.
Haviland Tuf contempló la pantalla con rostro imperturbable e inexpresivo y las manos apoyadas en la consola. Un gatito blanco y negro empezó a juguetearle con los dedos.
—Déjame, Estupidez. —Lo cogió y lo dejó con delicadeza en el suelo.
—Amplíe una sección del tentáculo —sugirió la guardiana.
Tuf obedeció en silencio. Se encendió una segunda pantalla, que mostró un primer plano granuloso en el que se veía una gran porción de tejido blanco que formaba un arco sobre la cubierta.
—Fíjese bien en las ventosas —señaló Qay—. Son esas zonas rosadas. ¿Las ve?
—La tercera empezando por el final es oscura por dentro. Y eso parecen dientes.
—Sí —confirmó Kefira Qay——. Todas tienen dientes. Los labios externos de esas ventosas forman un borde cartilaginoso. Cuando se despliegan contra algo, crean un vacío y se agarran con tanfa fuerza que es imposible soltarse. Pero, además, son bocas. En el interior del borde hay una parte más blanda de carne rosada que, al retraerse, deja al descubierto tres hileras de dientes en forma de sierra, mucho más afilados de lo que se imagina. Mueva la imagen hacia los apéndices finos del extremo.
Tuf manipuló la consola y amplió otra imagen en una tercera pantalla para distinguir claramente las serpientes que se retorcían.
—Ojos —dijo Kefira Qay—, en la punta de cada uno. Veinte ojos. Los tentáculos no van a ciegas: ven perfectamente su objetivo.
—Fascinante. ¿Qué hay bajo el agua? ¿De dónde salen esos terribles brazos?
—Tenemos disecciones y fotografías de especímenes muertos, así como alguna simulación digital. Casi todos los ejemplares que hemos encontrado están en mal estado. El cuerpo de esas bestias se asemeja a una copa invertida, algo así como una vejiga a medio inflar, y está rodeado por un gran anillo de hueso y músculos, de donde salen los tentáculos.
La vejiga absorbe y expulsa agua para permitir que la criatura emerja a la superficie o descienda a gran profundidad: funciona igual que un submarino. No pesa gran cosa, pero es sorprendentemente fuerte. Se vacía para subir, se agarra y comienza a llenarse otra vez. La capacidad de esa vejiga es asombrosa, y como puede observar, la criatura es enorme. Es incluso capaz de bombear agua por los tentáculos y expulsarla por las bocas para inundar una nave y acelerar el proceso. Así que esos tentáculos son a la vez brazos, bocas, ojos y mangueras vivientes.
—¿Y su gente no sabía nada de semejantes criaturas hasta que se produjo el ataque?
—Pues no. Existía un primo de esa cosa, la carabela namonana, muy común al principio de la colonización. Podría decirse que era un cruce entre medusa y pulpo, con veinte brazos, por así llamarlos. Muchas í especies nativas poseen las mismas características: una vejiga central, o cuerpo, o concha, o lo que sea, rodeado por un anillo del que salen veinte patas, palpos o tentáculos. Las carabelas eran carnívoras, como ese monstruo, pero no tenían los ojos en el extremo de los apéndices, sino alrededor del cuerpo. Y los brazos no actuaban de mangueras. Eran mucho más pequeñas, del tamaño de un ser humano. Solían flotar cerca de la superficie, en los arrecifes de la plataforma continental, especialmente sobre los lechos de conchas de barro, donde más peces había. Los peces eran su presa habitual, aunque más de un nadador imprudente sufrió una muerte horrible y sangrienta entre sus tentáculos.
—¿Qué fue de ellas, si se me permite preguntar? —preguntó Tuf.
—Eran un incordio. Sus zonas de aprovisionamiento coincidían con las nuestras: aguas poco profundas con abundancia de pescado, algas y frutas marinas; lechos de conchas de barro y zanjas llenas de almejas camaleón y brincorrincos. Si queríamos pescar o cosechar con seguridad, teníamos que deshacernos de las carabelas, así que acabamos con ellas. Bueno, todavía queda alguna, pero son poco comunes.
—Entiendo. Y esta formidable criatura, este submarino viviente devorador de naves que los invade de manera tan atroz, ¿cómo se llama?
—Acorazado namoriano. La primera vez que apareció, nuestra teoría fue que se trataba de un habitante de las grandes simas que había acabado en la superficie a saber por qué motivo. Al fin y al cabo, Namor solo lleva habitado un centenar de años estándar; podríamos decir que acabamos de empezar a explorar las regiones abisales y sabemos poco de lo que vive ahí abajo. Pero a medida que se incrementaban los ataques y aparecían más barcos hundidos, fue haciéndose patente que luchábanlos contra un ejército de acorazados.
—Una armada —corrigió Haviland Tuf. Kefira Qay puso cara de pocos amigos.
—Lo que sea; un montón, no solo un espécimen aislado. La primera teoría fue que en las profundidades del océano había tenido lugar alguna catástrofe inimaginable que había forzado a toda la especie a subir a la superficie.
—No parece dar mucho crédito a tal teoría —opinó Tuf.
—Ni yo ni nadie. Está rebatida. Los acorazados no serían capaces de soportar la presión a tanta profundidad. Así que no sabemos de dónde salen, pero están aquí —concluyó con una mueca.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Supongo que ustedes respondieron a los ataques.
—Desde luego. Pero es una batalla perdida. Namor es un planeta joven, sin población ni recursos a la altura del combate en el que nos hemos visto envueltos. Hay tres millones de namorianos dispersos por nuestros mares, en más de diecisiete mil islas pequeñas. Nueva Atlántida, el único continente, aunque es muy pequeño, acoge a otro millón. La mayoría son pescadores y granjeros de mar. Cuando empezó el conflicto, los Guardianes no llegábamos a cincuenta mil. Nuestro gremio proviene de las tripulaciones de las naves que trajeron aquí a los colonos de Viejo Poseidón y Acuario. Siempre los hemos protegido, pero, antes de que llegaran los acorazados, era una tarea sencilla. Este era un mundo pacífico con pocos conflictos importantes; había cierta rivalidad étnica entre poseidonitas y acuarianos, pero era sana. Los Guardianes nos encargábamos de la defensa planetaria con la Navaja Solar y otras dos naves de la misma categoría, pero nuestro trabajo se reducía a apagar fuegos, controlar inundaciones, ayudar en caso de catástrofe natural, hacer respetar el orden…, cosas de esas. Teníamos unas cien patrulleras hidroplaneadoras armadas. Las usamos un tiempo como escolta y llegamos a causar algunas bajas, pero nunca fueron rival para los acorazados. De todas formas, no tardamos en descubrir que había más acorazados que patrulleras.
—Y además, las patrulleras no se reproducen, como imagino que hacen los acorazados —dijo Tuf. Estupidez y Duda jugueteaban en su regazo.
—Exactamente. Aun así, lo intentamos. Arrojábamos cargas de profundidad cada vez que detectábamos alguno bajo el mar y les lanzábamos torpedos cuando salían a la superficie. Matamos centenares, pero había otros cientos más, y cada barco que perdíamos era irreemplazable. Namor carece de recursos tecnológicos; en los buenos tiempos, nos valía con importar lo que necesitábamos de Brazelourn y de Valle Areen, porque llevábamos una vida sencilla, y nos gustaba. De todas formas, el planeta no podría abastecer un sector industrial: es muy pobre en metales pesados y casi no tiene combustible fósil.
—¿Cuántas patrulleras les quedan? —preguntó Haviland Tuf.
—Unas treinta. No nos atrevemos a seguir utilizándolas. Un año después del primer ataque, los acorazados ya dominaban completamente nuestras rutas marítimas. Hemos perdido todas las grandes cosechadoras; cientos de granjas marinas han quedado abandonadas o destruidas; la mitad de los pescadores ha muerto, y la otra mitad, asustada, buscó refugio en los puertos. Nadie se atreve a navegar por los mares de Namor.
—¿Las islas están incomunicadas?
—No del todo —respondió Kefira Qay—. Los Guardianes teníamos veinte planeadores armados, y había otros ciento y pico en manos de particulares, además de algún aerocoche. Los requisamos y los equipamos para luchar. También teníamos nuestros dirigibles. El mantenimiento de los planeadores y los aerocoches es difícil y caro en este planeta; es complicado conseguir las piezas, y tenemos muy pocos técnicos capacitados, así que antes de todo esto la mayor parte del tráfico aéreo consistía en dirigibles: grandes, de helio, propulsados por energía solar… Había una flota bastante considerable, casi un millar. Algunos se encargaban de aprovisionar las islas pequeñas, donde el hambre era una amenaza constante. El resto se destinó al combate, junto con los planeadores. Desde la seguridad que nos proporcionaba el aire arrojamos agentes químicos, venenos, explosivos y similares, y así destruimos miles de acorazados, aunque a un alto coste. Se concentraron en nuestras mejores zonas de pesca y en los lechos de conchas de barro, así que nos vimos forzados a destruir y envenenar las áreas que más necesitábamos. Pero no teníamos otra opción. Durante un tiempo pensamos que íbamos ganando. Incluso hubo unos cuantos barcos pesqueros que consiguieron salir y regresar a salvo, con un planeador guardián como escolta.
—Obviamente, el conflicto no terminó así —dijo Haviland Tuf—, de lo contrario no estaríamos aquí sentados, hablando. —Duda le propinó un buen zarpazo a Estupidez en la cabeza, y el gatito cayó de la rodilla de Tuf al suelo. Tuf se inclinó, lo recogió y se lo entregó a Kefira Qay—. Tenga. Cójalo un momento, por favor. Su pequeña guerra está distrayéndome de la de ustedes, que es mucho más grande.
—Eh… Sí, claro. —La guardiana cogió al gatito blanco y negro con cuidado, y él se le acurrucó en la palma de la mano—. ¿Qué es esto? —preguntó.
—Un gato —aclaró Tuf—. Pero acabará escapándosele si lo coge como si fuera una fruta podrida. Póngaselo con suavidad en el regazo. Le aseguro que es inofensivo.
Muy poco convencida, Kefira Qay dejó caer el gatito sobre sus rodillas. Estupidez maulló y casi acaba de nuevo en el suelo, pero consiguió agarrarse a la tela del uniforme de la mujer con las uñitas.
—¡Ay! —exclamó Kefira Qay—. Tiene uñas.
—Zarpas —corrigió Tuf—. Pequeñas e inofensivas.
—No serán venenosas, ¿verdad?
—No me parece probable. Acaricíelo desde la cabeza hacia atrás. Eso lo calmará.
Kefira Qay tocó la cabeza del gatito con gesto inseguro.
—A ver —dijo Tuf—, he dicho que le dé caricias, no golpecitos.
La guardiana acarició al gatito. Inmediatamente, Estupidez empezó a ronronear. Ella se detuvo y miró a Tuf, horrorizada.
—Está temblando —se lamentó—, y hace ruido.
—Eso se considera una respuesta favorable —explicó Tuf para tranquilizarla—. Le ruego que continúe con sus atenciones y también con su informe, si es tan amable.
—Por supuesto. —Siguió acariciando a Estupidez, que se asentó cómodamente en sus rodillas—. Si quiere, pasamos a la siguiente grabación —sugirió.
Tuf hizo desaparecer el barco hecho astillas y el acorazado de la pantalla principal. Los reemplazó otra escena: un día invernal, ventoso y muy frío, al parecer. El agua estaba oscura, agitada y salpicada de espuma blanca provocada por el viento. Un acorazado flotaba sobre el indómito mar, con los enormes apéndices blancos extendidos a su alrededor. Parecía una flor grotesca e hinchada que flotara sobre las olas. En cuanto lo sobrevolaron, alzó despacio dos tentáculos y sus respectivas y ondulantes serpientes, pero estaban a buena altura, fuera de peligro. Por lo que podía apreciarse, viajaban en la góndola de un dirigible largo y plateado, con fondo de cristal grueso que permitía ver lo que había debajo. Hubo un cambio de perspectiva, y Tuf observó que formaban parte de un convoy de tres naves inmensas que sobrevolaban con majestuosa indiferencia las aguas azotadas por la guerra.
—El Espíritu de Acuario, el Lila D. y el Sombra del Cielo —dijo Kefira Qay—. Estaban en misión de rescate y se dirigían hacia un pequeño grupo de islas más al norte, donde el hambre estaba causando estragos. Iban a evacuar a los supervivientes y llevarlos a Nueva Atlántida. —Su voz sonaba tensa—. Esta grabación la realizó un equipo de noticias que iba a bordo del Sombra del Cielo, la única nave que sobrevivió. Observe.
Los dirigibles avanzaban poderosos y serenos por el aire. De pronto, justo delante de la silueta azul plateada del Espíritu de Acuario hubo un movimiento bajo el agua, algo que se agitaba bajo el velo verde oscuro. Algo grande, pero no un acorazado: no era blanco, sino oscuro. El agua empezó a tomarse negra y a abombarse hacia arriba. A la vista apareció una gran cúpula de ébano que crecía y crecía, como si fuera una isla que emergiera de las profundidades: negra, coriácea e inmensa, rodeada de veinte tentáculos negros y largos. Fue hinchándose y haciéndose cada vez más alta y más ancha, y salió completamente del mar, con los tentáculos colgando, chorreando, hasta que los levantó y los extendió. Aquella cosa tenía el mismo tamaño que el dirigible que avanzaba hacia ella. Cuando se encontraron, fue como si se hubieran j untado para aparearse dos enormes leviatanes del cielo. La inmensidad negra se situó encima del dirigible azul plateado y lo rodeó con los tentáculos en un abrazo mortal. Lo vieron desgarrar la membrana exterior de la nave y presenciaron cómo se arrugaban y se deshacían las celdas de helio. El Espíritu de Acuario se retorció igual que si estuviera vivo y se marchitó en el negro abrazo de su amante. Cuando terminó, la oscura criatura dejó caer los restos al mar.
Tuf congeló la imagen y clavó una mirada solemne en las pequeñas figuras que saltaban de la góndola destrozada.
—Otro destruyó el Lila D. cuando regresaba a casa —continuó Kefira Qay—. El Sombra del Cielo sobrevivió para poder narrar la historia, pero no volvió de su siguiente misión. La semana que aparecieron los globos de fuego perdimos más de un centenar de dirigibles y doce planeadores.
—¿Globos de fuego? —preguntó Haviland Tuf. Acarició a Duda, que se había instalado sobre la consola—. No he visto fuego.
—Acuñamos ese nombre la primera vez que destruimos una de esas malditas criaturas. Un planeador guardián le disparó una ráfaga de proyectiles explosivos, y estalló como una bomba. Luego se hundió en el mar, envuelta en fuego. Son extremadamente inflamables. Si les das con un láser, el resultado es espectacular.
—Hidrógeno —señaló Haviland Tuf.
—Eso es —confirmó la guardiana—. Nunca hemos logrado capturar uno entero, pero hemos llegado a entender cómo funcionan investigando sus restos. Las criaturas generan una corriente eléctrica interna y realizan una especie de electrólisis biológica con el agua que recogen. Expulsan el oxígeno al agua o al aire para propulsarse, como haría un reactor. El hidrógeno los llena y los hace elevarse. Cuando quieren volver al agua; abren un pliegue en la parte superior (mire, justo ahí), el gas escapa, y los globos de fuego vuelven a caer al mar. La piel exterior es correosa, muy resistente. Son lentos, pero inteligentes. A veces se esconden en bancos de nubes y logran atrapar planeadores despistados que vuelan por debajo de ellos. No tardamos en descubrir que, para colmo de males, se reproducen tan rápido como los acorazados.
—Fascinante —dijo Haviland Tuf—. Me atrevo a adivinar que, al aparecer estos globos de fuego, perdieron el cielo, además del mar.
—Más o menos —admitió Kefira Qay—. Los dirigibles eran demasiado lentos para arriesgamos. Intentamos mandarlos en grupo, escoltados por planeadores guardianes y aerocoches, pero tampoco funcionó. Yo estaba allí la mañana del Amanecer de Fuego… Iba al mando de un planeador de nueve cañones… Fue terrible.
—Continúe.
—El Amanecer de Fuego —murmuró con una voz un tanto lúgubre la guardiana—. Estábamos… Teníamos treinta dirigibles, treinta. Un convoy enorme protegido por doce naves armadas. El viaje desde Nueva Atlántida hasta Mano Rota, un gran archipiélago, era largo. Justo antes del amanecer del segundo día, cuando el este empezaba a teñirse de rojo, el mar que sobrevolábamos nosotros empezó a… hervir. Como un caldero de sopa que hubiera entrado en ebullición. Eran ellos, que expulsaban oxígeno y agua para subir. Miles, Tuf, eran miles. El mar enloqueció, y de repente se elevaron. Todas esas enormes sombras negras se dirigían hacia nosotros; las veías dondequiera que mirases. Los atacamos con láseres, con proyectiles explosivos, con todo lo que teníamos. Parecía que estuviese en llamas el cielo entero. Estaban hasta los topes de hidrógeno, y el aire estaba tan cargado del oxígeno qué expulsaban que resultaba mareante. Lo llamamos «el Amanecer de Fuego». Fue horrible. Por todas partes se oían gritos; los globos ardían; nuestros dirigibles quedaban destrozados y caían por doquier; había cuerpos en llamas. Y abajo esperaban los acorazados. Vi como atrapaban a los que habían caído de los dirigibles e intentaban nadar; aquellos tentáculos blancos coleaban alrededor de ellos y los hundían. Cuatro planeadores consiguieron escapar de la batalla. Cuatro. Perdimos todos los dirigibles y a cuantas personas iban a bordo.
—Es una historia trágica —dijo Tuf.
Los ojos de Kefira Qay estaban cargados de angustia. Seguía acariciando a Estupidez sin prestarle atención, con los labios apretados y la mirada fija en la pantalla, donde aún se veía al primer globo de fuego flotando sobre el cadáver caído del Espíritu de Acuario.
—Desde entonces —continuó por fin—, la vida se ha convertido en una pesadilla que no acaba. Hemos perdido los mares. En tres cuartas partes de Namor reina el hambre y la miseria. Solo Nueva Atlántida tiene algo de comida, porque es el único sitio donde hay amplias extensiones de tierra de cultivo. Los Guardianes hemos seguido luchando. La Navaja Solar y las otras dos naves espaciales trabajan sin descanso arrojan bombas y veneno, y ayudan a evacuar las islas pequeñas. Hemos conseguido mantener más o menos el contacto con las islas remotas a través de los aerocoches y los planeadores rápidos, y aún tenemos la radio, claro, pero ya no nos quedan fuerzas. El último año, más de veinte islas han quedado incomunicadas. En media docena de casos enviamos patrulleras para investigar. Todas las que regresaron contaron la misma historia: cadáveres putrefactos al sol; edificios derrumbados y en ruinas; alimañas y gusanos dándose un festín con los cadáveres… Y en una expedición encontraron otra cosa, aún más terrorífica. La isla se llama Estrella de Mar; tenía casi cuarenta mil habitantes y era un puerto espacial importante antes de que se interrumpiese el comercio. Nos echamos a temblar cuando dejaron de transmitir sin ningún aviso. Mire la siguiente imagen, Tuf, adelante.
Tuf pulsó una serie de luces en la consola.
En la playa había un ser muerto que yacía en la arena color índigo, inerte y putrefacto. Era una fotografía, no una grabación. Haviland Tuf y la guardiana Kefira Qay se tomaron un buen rato para examinarla. A su alrededor y por encima de ella había un reguero de cadáveres humanos cuya presencia permitía apreciar las dimensiones de la cosa muerta: tenía forma de cuenco invertido y era del tamaño de una casa. Su piel correosa, moteada de manchas verdes grisáceas, estaba agrietada y rezumaba un líquido purulento. En torno a la criatura, dispersos por la arena como si fueran los radios de una rueda, había diez tentáculos verdes y retorcidos, salpicados de bocas rosadas, y otros diez apéndices rígidos, duros, negros y obviamente articulados.
—Patas —dijo Kefira Qay con amargura—. Antes de que acabaran con él, caminaba. Solo hemos descubierto ese espécimen, pero es suficiente. Ahora sabemos por qué dejaron de comunicarse las islas. Salen del mar, Tuf, criaturas iguales que esa. Grandes, pequeñas, con diez patas como las arañas para caminar, y diez tentáculos para hacer presa y devorar. El caparazón es grueso y resistente. Es imposible matarlas como a un globo de fuego, con un simple proyectil explosivo o un láser. Imagino que ahora lo entiende. Primero el mar, luego el aire y ahora la tierra. Nada menos que la tierra. Emergen del agua a millares; inundan la arena como una marea salvaje. Solo durante la semana pasada invadieron dos islas. Pretenden barremos del planeta. Me imagino que unos cuantos podríamos sobrevivir en las altas montañas del interior de Nueva Atlántida, pero sería una vida corta y penosa. Hasta que Namor vuelva a asolamos con algo nuevo, con otra criatura de pesadilla. ——La voz de la mujer estaba volviéndose aguda, histérica.
Haviland Tuf desconectó la consola, y todas las pantallas se apagaron.
—Cálmese, guardiana. Sus temores me resultan comprensibles, pero son innecesarios. Me hago cargo de la complejidad de su situación, la cual es indudablemente trágica, pero no imposible de resolver.
—¿Todavía cree que puede ayudamos? —dijo ella—. ¿Usted solo, con esta nave? Por favor, no piense que pretendo desanimarlo. Nos aferraríamos a un clavo ardiendo. Pero…
—Pero no me cree. —A Tuf se le escapó un suspiro—. Duda —dijo al gatito gris, y lo alzó en la enorme mano blanca—, ciertamente, tu nombre resulta de lo más apropiado. —Volvió a mirar a Kefira Qay—. No soy un hombre rencoroso, y ya han pasado por demasiadas penalidades, así que haré caso omiso de la pobre opinión que tiene de mí y de mis capacidades. Ahora, si me disculpa, tengo trabajo. Su gente me ha enviado una gran cantidad de informes detallados de esas criaturas y tratados generales sobre ecología de Namor. Es de vital importancia que los estudie para analizar y comprender la situación. Muchas gracias por su ayuda.
Kefira Qay frunció el ceño, se quitó a Estupidez de las rodillas, lo dejó en el suelo y se levantó.
—Muy bien. ¿Cuándo podrá empezar?
—No estaré en condiciones de ser preciso al respecto hasta que pueda llevar a cabo alguna simulación —respondió Tuf—. Quizá podamos ponemos en marcha en un día. Quizá en un mes. Quizá más tarde.
—Si tarda mucho, le resultará difícil cobrar sus dos millones —contestó ella con sequedad—. Habremos muerto todos.
—Ciertamente. Me esforzaré por evitar tal eventualidad. Ahora, si me permite, debo trabajar. Charlaremos de nuevo durante la cena. Habrá estofado de verdura al estilo de Arión, con setas de fuego de Thorit para abrir boca.
Qay lanzó un ruidoso suspiro.
—¿Otra vez setas? —se quejó—. Ya hemos tomado setas salteadas con pimientos a la hora de comer y crujiente de setas en crema amarga para desayunar.
—Me gustan las setas —dijo Haviland Tuf.
—A mí me aburren. —Estupidez se restregó contra su pierna, y ella lo miró con el ceño fruncido—. ¿Puedo sugerir carne o pescado? ¿o marisco? —Tenía una expresión nostálgica—. Hace años que no como una concha de barro. A veces sueño con ellas. Se abren, se les pone mantequilla, se saca la carne blanda… No se imagina lo ricas que están.
O aleta de sable. ¡Mataría por un poco de aleta de sable sobre un lecho de algas!
Haviland Tuf no se inmutó.
—En esta nave no se comen animales. —Le dio la espalda y se puso a trabajar. Kefira Qay se marchó, y Estupidez salió corriendo tras ella—. Adecuado —murmuró Tuf—. Ciertamente adecuado.
Cuatro días y muchas setas después, Kefira Qay empezó a presionar a Haviland Tuf y a pedirle resultados.
—¿Qué está haciendo exactamente? —preguntó durante la cena—. ¿Cuándo piensa entrar en acción? Se pasa el día aquí encerrado con sus ordenadores, y las circunstancias de Namor empeoran por momentos. Hace una hora he hablado con el gran guardián Harvan. Tuf, mientras estábamos aquí perdiendo el tiempo, han caído Pequeña Acuario y las Hermanas Bailarinas.
—¿Perdiendo el tiempo? —dijo Haviland Tuf—. Guardiana, yo no estoy perdiendo el tiempo. Nunca lo he hecho, ni tengo intención de empezar ahora. Estoy trabajando. Hay mucha información que digerir.
Kefira Qay soltó un bufido.
—Lo único que parece digerir son cantidades ingentes de setas le replicó. Se puso en pie, tirando a Estupidez de su regazo. En los últimos días, el gatito y ella se habían vuelto compañeros inseparables. En Pequeña Acuario vivían doce mil personas —añadió—, y otras tantas en Hermanas Bailarinas. Piense en eso mientras digiere, Tuf. —Se volvió y; salió de la estancia.
—Ciertamente. —Haviland Tuf volvió a concentrarse en su pastel de flor dulce.
Una semana más tarde, tuvieron otro encontronazo. La guardiana; interceptó a Tuf en el pasillo, cuando se dirigía a su estudio con su característico paso pesado y digno.
—¿Bien?
—Bien —repitió él—. Buenos días, guardiana Qay.
—No tienen nada de buenos —dijo ella con voz quejumbrosa—. El control de Namor me informa de que hemos perdido las islas del Amanecer. Las han invadido. Y en la defensa han caído una docena de planeadores, junto con todas las naves que estaban atracadas en sus puertos. ¿Qué dice a eso?
—Es una tragedia lamentable.
—¿Cuándo estará listo?
—Aún no lo sé —respondió Tuf tras encogerse de hombros—. No me han encargado una tarea nada simple. Es un asunto muy complejo. Sí, complejo, esa es la palabra; yo diría que casi enigmático. Sin embargo, le aseguro que las tristes circunstancias que asolan Namor gozan de toda mi comprensión, y que este problema acapara toda la atención de mi intelecto.
—Para usted solo es eso, ¿verdad, Tuf? Un problema.
Haviland Tuf frunció levemente el ceño y cruzó las manos sobre el prominente estómago.
—Es ciertamente un problema.
—No. Es más que un problema. No se trata de ningún juego: la gente se muere de verdad. Mueren porque los Guardianes no pueden afrontar la situación, y porque usted no hace nada. ¡Nada!
—Cálmese. Le garantizo que trabajo sin descanso. Tienen que entender que mi tarea no es tan fácil como la suya. Está muy bien eso de lanzar bombas a los acorazados, o proyectiles explosivos a un globo de fuego para verlo arder. Pero esos métodos tan sencillos como espectaculares no han aportado gran cosa, guardiana. La ingeniería ecológica exige muchísima dedicación. Tengo que estudiar los informes de sus superiores, los de sus biólogos marinos y los de sus historiadores. Reflexiono y analizo desde distintos puntos de vista, y llevo a cabo simulaciones en los potentes ordenadores del Arca. Más tarde o más temprano daré con la respuesta.
—Que sea temprano —dijo Kefira Qay con dureza—. Namor quiere resultados, y no puedo estar más de acuerdo. El Consejo de Guardianes está perdiendo la paciencia. Temprano, Tuf, no tarde. Se lo advierto. —Se apartó y lo dejó pasar.
Kefira Qay se pasó semana y media esquivando a Tuf todo lo posible. Se saltaba la cena y lo miraba con cara avinagrada cuando se encontraban en algún pasillo. Todos los días iba a la sala de comunicaciones, mantenía largas discusiones con sus superiores y se ponía al tanto de las últimas noticias. Eran malas. Siempre eran malas.
Un día, las cosas llegaron a un punto limite. Pálida y enfurecida, Kefira Qay irrumpió en la oscura estancia que Tuf denominaba «la sala de guerra». Allí lo encontró, sentado frente a una hilera de pantallas, observando unas líneas rojas y azules que se daban caza entre sí en una cuadrícula.
—¡Tuf! —rugió. Él apagó la pantalla y se volvió, al tiempo que apartaba a Ingratitud. La miró, impávido, desde las sombras—. Tengo órdenes del Consejo de Guardianes.
—Me alegro —respondió Tuf—. Últimamente, la falta de actividad la ha llevado a un estado de gran nerviosismo.
—El consejo quiere acción inmediata, Tuf. Inmediata. Hoy. ¿Lo ha entendido?
Tuf juntó las puntas de los dedos bajo la barbilla, casi como si estuviera rezando.
—¿Acaso debo tolerar que, además de ser hostiles e impacientes, insulten mi inteligencia? Los entiendo a ustedes, Guardianes, mejor de lo que me gustaría, se lo aseguro. Es la naturaleza peculiar y perversa de Namor lo que se me escapa. Hasta que no la comprenda por completo, no puedo hacer nada.
—Claro que sí. —De repente, en la mano de Kefira Qay apareció una pistola láser que apuntaba directamente a la ancha barriga de Tuf—. Y lo hará ahora mismo.
Haviland Tuf no hizo el menor movimiento. Cuando habló, en su voz había un leve reproche.
—Violencia. Quizá quiera escuchar una explicación antes de agujerearme y condenarse a sí misma y a su mundo.
—Adelante —accedió ella—, escucharé. Un rato.
—Excelente —dijo Haviland Tuf—. Guardiana, en Namor ocurre algo muy extraño.
—Vaya, se ha dado cuenta —respondió secamente, sin dejar de apuntar.
—Desde luego. Están siendo destruidos por una plaga de lo que, a falta de un término mejor, llamaremos «monstruos marinos». En poco más de un decenio han aparecido tres especies distintas, aparentemente nuevas, o al menos desconocidas. Me parece extremamente improbable Su gente lleva cien años en Namor, pero no había tenido noticia de esos seres a los que denominan acorazados, globos de fuego o caminantes, hasta ahora. Es casi como si un oscuro análogo de mi Arca les hubiera declarado la guerra biológica, aunque obviamente no es el caso. Viejos o nuevos, estos monstruos marinos son nativos de Namor, producto de la evolución local. Sus familiares cercanos pueblan sus mares: las conchas de barro, los brincorrincos, las medulusas y las carabelas. ¿Adonde nos lleva todo esto?
—No lo sé —admitió Kefira Qay.
—Yo tampoco —convino Tuf—. Vayamos un poco más allá. Estos monstruos marinos se reproducen por millares. El mar está repleto de ellos; invaden el aire y las islas habitadas. Matan. Pero no se matan entre sí, ni parecen tener otros enemigos naturales. No los afectan las duras reglas de un ecosistema normal. He estudiado los informes de sus científicos. Lo que dicen sobre los monstruos resulta fascinante, pero lo más misterioso es que solo los hayan visto en su forma adulta. Vastos acorazados que invaden el mar y hunden barcos, descomunales globos de fuego que danzan en el cielo… Y yo pregunto: ¿dónde están los pequeños acorazados? ¿Y los globos alevines? ¿Dónde?
—En el fondo del mar.
—Quizá, guardiana, quizá. Ni usted ni yo lo sabemos con seguridad. Estos monstruos son criaturas excepcionales, pero he visto predadores igualmente excepcionales en otros mundos, y no se cuentan por cientos o miles. ¿Por qué? Pues porque los pequeños, o los huevos, o las crías, son algo menos excepcionales que sus padres, y la mayoría muere mucho antes de llegar a su terrible madurez. No parece suceder así en Namor; no sucede en absoluto. ¿Qué significa? Ciertamente, ¿qué? —Tuf se encogió de hombros—. No lo sé, pero estoy trabajando, o al menos me esfuerzo, para resolver el enigma de sus mares superpoblados.
Kefira Qay no parecía demasiado convencida.
—Y mientras tanto, seguimos muriendo. Seguimos muriendo, y le trae sin cuidado.
—¡No es así…! —empezó a decir Tuf.
—¡Silencio! —exclamó ella mientras hacía aspavientos con el láser—. Ahora hablaré yo; usted ya ha soltado su discurso. Hoy hemos perdido contacto con la Mano Rota. Cuarenta y tres islas, Tuf. No me atrevo ni a pensar de cuántas personas se trata. Todos desaparecidos, en un solo día. Unas cuantas transmisiones confusas por radio, histeria…, y el silencio. Y usted ahí sentado, hablando de sus acertijos. Se acabó. Se pondrá en marcha ahora mismo. Insisto. O amenazo, si prefiere verlo así. Ya resolveremos los porqués y los cómos de todo esto. De momento, los mataremos, sin detenernos en preguntas.
—Hace tiempo —dijo Haviland Tuf—, existió un mundo idílico que solo tenía un pequeño defecto: un insecto del tamaño de una mota de polvo. Era inofensivo, pero estaba por todas partes. Se alimentaba de las esporas microscópicas de un hongo que flotaba en el aire. Los habitantes de ese mundo odiaban a aquellos diminutos insectos, que a veces volaban formando nubes tan densas que oscurecían el sol. Cuando los ciudadanos salían al exterior, los insectos se posaban en ellos a millares y les cubría el cuerpo como un velo vivo. Así que un aspirante a ingeniero ecológico se ofreció a resolver el problema. Trajo otro insecto más grande de un mundo lejano, para que cazase aquellas motas de polvo vivientes. El plaijil funcionó a la perfección: los insectos nuevos, al no tener ningún enemigo natural en aquel ecosistema, se multiplicaron y multiplicaron hasta barrer por completo a la especie nativa. Fue una gran victoria. Lamentablemente, hubo efectos secundarios que no habían previsto. El invasor, tras destruir una forma de vida, pasó a la siguiente, más beneficiosa. Se extinguieron muchísimos insectos autóctonos. El análogo local de los pájaros, desprovisto de sus presas habituales e incapaz de digerir al invasor, también salió gravemente perjudicado. Las plantas ya no se polinizaban como antes. Bosques y selvas enteros cambiaron y se marchitaron. Y las esporas del hongo, las que habían servido de alimento al molesto insecto original, se reprodujeron sin medida, pues no había especie que las devorara. Se expandieron por todas partes: edificios, plantaciones, incluso en animales. Resumiendo, el ecosistema se colapso. Debería visitarlo se encontraría con un planeta muerto, a excepción del terrible hongo Tales son las consecuencias de la acción precipitada y de la falta de estudio. Cuando se actúa sin conocimiento, los riesgos son graves.
—Y si no hacemos nada, el riesgo es una destrucción segura —repuso Kefira Qay con obstinación—. No, Tuf. Sus historias son aterradoras, pero estamos desesperados. Los Guardianes darán cualquier riesgo por bueno. Tengo órdenes. Si no hace lo que le pido, usaré esto. —Señaló el láser.
Haviland Tuf se cruzó de brazos.
—Eso sería una estupidez —afirmó—. Seguro que, con el tiempo, aprenderían a manejar el Arca, pero les llevaría años; años que no tienen, según admite. Trabajaré para ustedes y perdonaré su grosera bravuconada y sus amenazas, pero solo cuando me encuentre preparado. Soy ingeniero ecológico. Tengo mis principios, tanto personales como profesionales. Y debo señalar que, sin mis servicios, no tienen ninguna esperanza. Ninguna. Así que, ya que ambos lo sabemos, vamos a ahorrarnos todo este teatro. No va a usar ese láser.
Durante unos segundos, el rostro de Kefira Qay fue una máscara de angustia.
—Se… —dijo, confusa. El láser vaciló unos milímetros. Luego su mirada se endureció—. Se equivoca, Tuf Lo usaré.
Haviland Tuf no dijo nada;
—Pero no contra usted —añadió Kefira Qay—. Lo usaré con sus gatos. Mataré a uno cada día, hasta que reaccione. —Movió ligeramente la muñeca, y el láser dejó de apuntar a Tuf y se enfocó en la pequeña silueta de Ingratitud, que revoloteaba por la habitación cazando sombras—. Empezaré con este. A la de tres.
El rostro de Tuf no reflejaba ninguna emoción. Solo observaba.
—Uno —dijo Kefira Qay.
Tuf seguía sentado, inmóvil.
—Dos —continuó.
Tuf frunció el ceño, y la frente blanca como la tiza se le llenó de arrugas.
—Tres —espetó Qay.
—No —se apresuró a decir Tuf—. No dispare. Haré lo que me pide. Puedo empezar el proceso de clonación dentro de una hora.
La guardiana enfundó el láser.
Y así fue como Haviland Tuf, a regañadientes, comenzó la guerra.
El primer día lo pasó en la sala de guerra sentado frente a la gran consola, en silencio y con los labios apretados. Estuvo todo el rato accionando mandos y pulsando botones luminosos y teclas holográficas. En el corazón del Arca, turbios líquidos de diversos colores y matices empezaron a gorgotear y a derramarse en los depósitos vacíos de la tenebrosa galería principal. Pequeños robots manipuladores, precisos como las manos de un cirujano, extraían, preparaban y rociaban los especímenes de la gran biblioteca celular. Tuf no observaba esas acciones; permanecía sentado en su puesto, creando un clon tras otro.
El segundo día hizo lo mismo.
Al tercero se levantó y recorrió lentamente los kilómetros de la galería, donde ya habían empezado a desarrollarse sus creaciones: formas difusas que se agitaban débilmente o permanecían quietas en los tanques de líquido traslúcido, algunos tan grandes como la cubierta de atraque del Arca y otros tan pequeños como una uña. Concentrado y en silencio, Haviland Tuf fue parándose delante de cada uno y estudiando los diales, los medidores y las relucientes mirillas. A veces hacia pequeños ajustes. Al final del día había llegado solo a la mitad de la larga y silenciosa hilera.
El cuarto día terminó la ronda.
Al quinto día, puso en marcha el cronobucle.
—El tiempo es su esclavo —dijo respondiendo a una pregunta de Kefira Qay—. Puede hacer que todo vaya lento o más rápido. Lo aceleraremos para que los guerreros que he criado alcancen la madurez mucho más deprisa que si siguieran su ritmo natural.
El sexto día lo pasó ocupado en la cubierta de atraque. Modificó dos lanzaderas para que transportasen las criaturas que estaba diseñando y añadió tanques grandes y pequeños llenos de agua.
A la mañana del séptimo día se reunió con Kefira Qay a la hora de desayunar.
—Guardiana, estamos listos para empezar.
—¿Tan pronto? —Parecía sorprendida.
—No todas mis bestias han alcanzado la plena madurez, pero así es como debe ser. Algunas son monstruosamente grandes, y hay que trasladarlas antes de que hayan crecido del todo. Seguiré con las clonaciones, por supuesto. Debemos crear colonias lo bastante numerosas para que sean viables a largo plazo. Sin embargo, ya hemos alcanzado el estadio en que es posible comenzar a poblar los mares de Namor.
—¿Cuál es su estrategia? —preguntó Kefira Qay.
Haviland Tuf apartó el plato y apretó los labios.
—Guardiana, mi estrategia es tosca y prematura, basada en un conocimiento insuficiente. No me responsabilizo de su éxito ni de su fracaso. Sus crueles amenazas me han impulsado a obrar con una premura muy poco conveniente.
—No me importa —replicó—. ¿Qué tiene en mente?
—El armamento biológico, al igual que cualquier otro, se presenta en diversas formas y tamaños. —Tuf cruzó las manos sobre el vientre—. La mejor manera de acabar con un humano es dispararle con un láser en el centro de la frente. En términos biológicos, el equivalente sería un enemigo natural o depredador, o una plaga que afectase solamente a una determinada especie. La falta de tiempo me ha impedido preparar una solución así de simple.
»Hay otros métodos, pero dan peores resultados. Podría introducir una enfermedad que limpiase su mundo de acorazados, globos de fuego y caminantes, por ejemplo. Existen varias candidatas. Sin embargo, sus monstruos marinos son parientes cercanos de otros habitantes de los mares, y esos primos y tíos también saldrían perjudicados. Mis cálculos indican que tres cuartas partes de la vida oceánica de Namor serían vulnerables a un ataque de tales características. Como alternativa, tengo a mi disposición hongos de crecimiento rápido y animales microscópicos que invadirían por completo sus mares y aniquilarían cualquier otra forma de vida. Esa elección tampoco es muy adecuada: a la larga, Namor ya no podría albergar vida humana. Por seguir con mi anterior analogía, estos métodos serían el equivalente biológico de matar a un solo enemigo humano mediante una explosión termonuclear de baja potencia en la ciudad donde resida, así que los he descartado.
»He optado por lo que podríamos denominar una estrategia de alcance disperso. Introduciré muchas especies nuevas en el ecosistema namoriano, con la esperanza de que algunas se conviertan en enemigos naturales eficaces, capaces de diezmar los ejércitos de sus monstruos marinos. Algunos de mis guerreros son enormes bestias mortíferas, formidables hasta el punto de poder dar caza hasta a sus terribles acorazados. Otros son pequeños, veloces y semisociales, cazan en grupo y se reproducen muy rápido. También los hay muy, muy pequeños. Tengo esperanzas de que encuentren a las crías de sus criaturas de pesadilla y se alimenten de ellas cuando aún sean diminutas y menos poderosas, y así mermen su número. Así que, como ve, tengo muchas estrategias. Estoy usando el mazo completo en vez de jugármelo todo a una sola carta. Debido a su agrio ultimátum, es la única forma posible. —Tuf inclinó la cabeza hacia ella—. Espero que esté satisfecha, guardiana Qay.
Ella frunció el ceño sin responder.
—Si ya ha terminado con esa deliciosa crema de champiñones dulces —dijo Tuf—, podemos comenzar. No me gustaría que pensara que estoy perdiendo el tiempo. Asumo que es una piloto experimentada, ¿verdad?
—Sí —respondió ella con rudeza.
—¡Excelente! —exclamó Tuf—. Le daré instrucciones sobre las peculiares idiosincrasias de mis lanzaderas. Ya están preparadas para nuestra primera incursión. Realizaremos trayectorias largas a baja altura sobre los mares y soltaremos la carga en sus problemáticas aguas. Yo volaré en la Basilisco sobre el hemisferio norte; usted coja la Mantícora y diríjase hacia el sur. Si el plan le parece aceptable, sigamos las rutas que tengo planeadas. —Tuf se levantó con dignidad.
Durante los veinte días siguientes, Haviland Tuf y Kefira Qay cruzaron de un extremo a otro los peligrosos cielos de Namor y sembraron los mares siguiendo minuciosamente el patrón de una cuadrícula. La guardiana realizaba sus incursiones con ímpetu, satisfecha de volver a la acción, y además colmada de esperanza. Los acorazados, los globos de fuego y los caminantes ya tenían sus propias pesadillas contra las que luchar, provenientes de medio centenar de mundos dispersos.
De Viejo Poseidón llegaron las anguilas vampiro, las nessies y unas marañas flotantes de mortíferas telarañas vegetales, transparentes y afiladas como cuchillas.
De Acuario, Tuf clonó los rapiñeros negros; los rapiñeros rojos, aún más veloces; cachorros globo venenosos, y la fragante y carnívora prenda de la dama.
Del Mundo de Jamison, los tanques de clonación habían generado dragones de arena, sombraullantes y una docena de especies de serpientes acuáticas de brillantes colores, grandes y pequeñas.
De la Vieja Tierra, la biblioteca celular sacó enormes tiburones blancos, barracudas, calamares gigantes y oreas semiinteligentes.
Sembraron Namor con monstruosos krákens grises de Lissador y krákens azules de Anee, más pequeños; con colonias de medusas de Nobom; con flagelos daronianos; con sanguicuerdas de Cathaday; con nadadores enormes como la pseudoballena de Gulliver, el pez fortaleza de Dam Tullían o el ghrin’da de Hruun, y pequeños como las burbujas aleta de Avalón; con el parásito caesni de Ananda y los mortales nidos de avispas de agua de Deirdre. Para dar caza a los globos de fuego trajeron numerosos voladores: mantas látigo; alas de cuchilla de un llamativo color rojo; bandadas de aullantes semiacuáticos, una especie cruel; y una criatura terrible de color azul pálido, medio planta, medio animal, tan liviana que se dejaba llevar por el viento y se metía en las nubes como si fuera una tela de araña viviente y hambrienta. Tuf la llamaba la «hierba que llora y susurra», y aconsejó a Kefira Qay que no volase a través de ninguna nube.
Plantas, animales y seres que eran ambas cosas y a la vez ninguna; depredadores y parásitos; criaturas más oscuras que la noche, o brillantes y maravillosas, o incoloras; entes extraños y tan hermosos que era imposible describirlos, o tan horribles que era imposible imaginárselos, procedentes de mundos cuyos nombres ardían con brillo propio en la historia de la humanidad y de otros de los que nadie había oído hablar jamás.
Y más, muchos más. Día tras día, la Basilisco y la Mantícora surcaban los mares de Namor y soltaban sus armas vivientes con impunidad. Eran tan veloces y mortíferas que los globos de fuego no intentaban darles alcance ni atacarlas.
Cuando acababa el día regresaban al Arca. Haviland Tuf se retiraba con uno o más gatos en busca de soledad, mientras que Kefira Qay solía llevarse a Estupidez a la sala de comunicaciones para escuchar los informes;
—El guardián Smitt informa del avistamiento de seres extraños en el estrecho Naranja. No hay señales de los acorazados.
—Han visto un acorazado en Batthem, enzarzado en combate con xitia criatura enorme con tentáculos que le doblaba el tamaño. ¿Cómo dice? ¿Un kraken gris? De acuerdo, iremos aprendiendo todos esos nomines, guardiana Qay.
—La franja de Mullidor informa de que una familia de mantas látigo se ha instalado en los escollos del litoral. La guardiana Horn dice que atraviesan los globos de fuego igual que cuchillos vivientes. Los globos se bambolean indefensos, se desinflan y acaban cayendo. ¡Es fantástico!
—Hoy hemos tenido noticias de Playa índigo, guardiana Qay. Es una historia extraña. Tres caminantes salieron corriendo del agua, pero no era ningún ataque. Iban como locos y se tambaleaban como si padecieran fuertes dolores. Les rezumaba una sustancia blanca y pegajosa por los orificios y las articulaciones. ¿Qué era eso?
—La marea arrastró el cuerpo de un acorazado a las costas de Nueva Atlántida. La Navaja Solar avistó otro durante su patrulla occidental; estaba pudriéndose en el agua. Había un puñado de peces extraños despedazándolo.
—La Espada Estelar se desplazó ayer a las Cumbres de Fuego y vio menos de media docena de globos de fuego. El Consejo de Guardianes está pensando en reanudar, a modo de prueba, los trayectos cortos en dirigible a las Perlas de la Concha. ¿Qué opina, guardiana Qay? ¿Nos arriesgamos, o le parece prematuro?
Todos los días llegaban informes a raudales, y cuantas más rondas hacía Kefira Qay a bordo de la Mantícora, más se ensanchaba su sonrisa. Pero Haviland Tuf seguía callado e impávido.
Cuando ya llevaban treinta y cuatro días de guerra, el gran guardián Lysan habló con ella.
—Bueno, hoy hemos encontrado otro acorazado muerto. Ha debido de ser una batalla dura. Nuestros científicos han analizado el contenido de sus estómagos, y parece que se alimentaba solo de oreas y de krákens azules.
Kefira Qay torció levemente el gesto y luego se encogió de hombros.
—Hoy ha encallado un kraken gris en Boreen —le comentó unos días después el gran guardián Moen—. Los habitantes se quejan del olor. Informan de que tiene marcas de mordiscos gigantescas, redondas. Obviamente, ha sido un acorazado, pero uno más grande de lo habitual.
La guardiana Qay se rebulló, incómoda.
—Todos los tiburones parecen haberse esfumado del mar de Ámbar. Los biólogos no encuentran ninguna explicación. ¿Qué opina? ¿Puede preguntarle a Tuf?
Kefira Qay escuchó en silencio y sintió un leve estremecimiento de alarma.
—Mire qué cosa más extraña: hemos avistado algo que se movía de un lado a otro por la fosa Coherina. Tenemos informes tanto de la Navaja Solar como de la Cuchillo Celeste, y las patrullas de planeadores lo confirman. Dicen que es enorme, una auténtica isla viviente, que se lo lleva todo por delante. ¿Es de los suyos? Si lo es, puede que hayan cometido un error de cálculo. Cuentan que está comiéndose las barracudas, las burbujas aleta y las navajas anfibias a millares.
El rostro de Kefira Qay reflejaba tensión.
—Han vuelto a avistar globos de fuego cerca de la franja de Mullidor. Cientos. Me cuesta dar crédito a estos informes, pero dicen que las mantas látigo ahora los esquivan. ¿Sabe…?
—¡Otra vez carabelas! ¿Puede creérselo? Pensábamos que no quedaba ninguna. Hay muchísimas, y devoran los peces pequeños de Tuf como si nada. Tienen que…
—Los acorazados utilizan sus chorros de agua para abatir a los aullantes…
—Novedades, Kefira, algo que vuela…, mejor dicho, algo que planea. Enjambres enteros. Se lanzan desde encima de los globos de fuego. Ya han derribado tres planeadores, y las mantas no pueden con ellos…
—… en todas partes, se lo repito, esas cosas que se esconden en las nubes… Los globos están destrozándolas. El ácido ya no los afecta, y están abatiéndolas a todas…
—… más avispas acuáticas muertas, cientos, miles, ¿dónde están…?
—… otra vez los caminantes. Castillo del Amanecer ha dejado de transmitir, creemos que la han invadido. No entendemos nada. La isla estaba rodeada de sanguicuerdas y colonias de medusas. Se suponía que estaba a salvo, a no ser que…
—… hace una semana que no sabemos nada de Playa índigo…
—… acaban de ver treinta o cuarenta globos de fuego en los alrededores de Cabben. El consejo teme que…
—… no hay noticias de Lobbadoon…
—… un pez fortaleza muerto, casi tan grande como la propia isla…
—… los acorazados entraron al puerto…
—… caminantes…
—… guardiana Qay, hemos perdido la Espada Estelar, ha caído sobre el mar Polar. La última transmisión era bastante confusa, pero creemos que…
Kefira Qay se obligó a ponerse en pie, temblando, con intención de abandonar la sala de comunicaciones, donde las pantallas no cesaban de farfullar noticias sobre muerte, destrucción y derrota. Al volverse se encontró cara a cara con Haviland Tuf, con su inexpresivo rostro blanco e Ingratitud sentado tranquilamente en su enorme hombro izquierdo.
—¿Qué pasa aquí? —quiso saber la guardiana.
—Guardiana, creo que resulta obvio para cualquier persona de inteligencia media. Estamos perdiendo. Quizá ya hayamos perdido.
Kefira Qay intentó con todas sus fuerzas no chillar.
—¿No va a hacer nada? ¿No piensa contraatacar? Todo es culpa suya, Tuf. No es ingeniero ecológico, solo un comerciante que no sabe lo que hace. Por eso…
Haviland Tuf alzó la mano para pedir silencio.
—Por favor —dijo—. Ya me ha causado vejaciones de sobra. Deje de insultarme. Soy un hombre generoso, de naturaleza amable y benevolente, pero hasta yo tengo límites y puedo enfadarme. Y está acercándose demasiado a ese punto. No me hago responsable de este desafortunado giro de los acontecimientos. Esta guerra biológica en la que nos hemos embarcado apresuradamente no fue idea mía. Su incivilizado ultimátum me forzó a emprender acciones poco inteligentes para que se calmase. Afortunadamente, mientras usted se pasaba las noches celebrando victorias ilusorias y pasajeras, yo he continuado con mi trabajo. He trazado un mapa de su mundo en mis ordenadores y he observado el curso de su guerra en todas sus etapas. He replicado su biosfera en uno de mis tanques y la he sembrado con muestras de vida de Namor, clonadas a partir de especímenes muertos: un tentáculo por aquí, un pedazo de caparazón por allá… He observado, analizado y llegado a ciertas conclusiones. No son definitivas, por supuesto, aunque la última secuencia de acontecimientos en Namor me reafirma en mi hipótesis. Así que deje de difamarme, guardiana. Después de una reparadora noche de descanso descenderé a Namor e intentaré acabar con esta guerra.
Kefira Qay lo miró, sin atreverse a creerle del todo. Sus temores volvían a convertirse en esperanza.
—Entonces, ¿tiene la solución?
—Exactamente. ¿No es lo que acabo de decir?
—¿De qué se trata? ¿Nuevas criaturas? ¡Eso es! Ha clonado algo, ¿verdad? ¿Una plaga? ¿Un monstruo?
Haviland Tuf alzó nuevamente la mano.
—Paciencia. Antes debo asegurarme. Se ha burlado tanto de mí y me ha acosado de una forma tan insistente que temo que me ponga en ridículo de nuevo si le confío mis planes. Primero haré las pruebas necesarias para validar mi teoría. Lo discutiremos mañana. Saldrá con la Mantícora, pero no a luchar: quiero que la lleve a Nueva Atlántida y concierte una reunión con el Consejo de Guardianes en pleno. Recoja a aquellos que viven en las islas más alejadas, por favor.
—¿Qué hará usted? —preguntó Kefira Qay.
—Me reuniré con el Consejo cuando llegue el momento. Antes, llevaré a mi criatura a Namor en una misión privada y procederé con mi plan. Bajaremos con la Fénix, creo. Sí, me parece que la Fénix es la más apropiada, como símbolo de un mundo que se alza de sus cenizas. Cenizas húmedas, pero cenizas al fin y al cabo.
Kefira Qay se encontró con Haviland Tuf en la cubierta de atraque minutos antes de la hora prevista para el despegue. La Mantícora y la Fénix estaban preparadas en sus plataformas de lanzamiento, entre los restos de otras naves.
Haviland Tuf pulsó unos números en un miniordenador que llevaba en la muñeca. Vestía un capote largo de vinilo gris lleno de bolsillos y con relucientes galones en los hombros. Sobre la cabeza calva lucía airoso una gorra de visera marrón y verde, adornada con la zeta dorada de los ingenieros ecológicos.
—He enviado el mensaje al control de Namor y al cuartel general de los Guardianes —dijo Kefira Qay—. El consejo va a reunirse. Transportaré a media docena de grandes guardianes desde los distritos más alejados, para que puedan asistir todos. ¿Está ya preparado, Tuf? ¿Tiene ya a bordo a su misteriosa criatura?
—Enseguida. —Haviland Tuf entornó los ojos, pero Kefira Qay no lo miraba a la cara, sino más abajo.
—Tuf, tiene algo en el bolsillo. Y se mueve. —Incrédula, Kefira Qay observó la ondulación del vinilo.
—Ah —dijo Tuf—. Ciertamente. —De su bolsillo asomó una cabeza que se puso a observar todo con curiosidad. Era de un gatito diminuto, negro como el azabache y con brillantes ojos amarillos.
—Un gato —murmuró Kefira Qay con tono agrio.
—Es usted increíblemente perceptiva —comentó Haviland Tuf. Sacó al gatito del bolsillo con delicadeza y lo sostuvo con una enorme mano blanca mientras lo rascaba detrás de la oreja con la otra—. Este es Dax anunció solemnemente. Su tamaño era apenas la mitad que el resto de los gatitos que pululaban por el Arca. Parecía una bola de pelo negra, de aspecto curiosamente frágil y somnoliento.
—Maravilloso —contestó la guardiana—. Así que Dax. ¿De dónde ha salido este…? No, no responda, ya me hago una idea. Tuf, ¿no cree que tenemos cosas más importantes que hacer que jugar con gatos?
—No, guardiana. No aprecia a los gatos en su justa medida. Son las criaturas más civilizadas que existen. Un mundo no puede considerarse culturízado de verdad si no tiene gatos. ¿Sabe que, desde tiempos inmemoriales, los gatos poseen cierto grado de poderes psíquicos? ¿Sabe que algunas sociedades antiguas de la Vieja Tierra los adoraban como a dioses? Es la verdad.
—Por favor —porfió Kefira Qay, irritada—. No hay tiempo para una disertación sobre gatos. ¿Piensa llevar esa pobre criatura con usted a Namor?
Tuf pestañeó.
—Desde luego. Esta pobre criatura, según acaba de calificarla despectivamente, es la salvación de Namor. Se merece cierto respeto.
Kefira Qay lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¿Qué? ¿Eso? ¿Dax? No lo dirá en serio. ¿De qué habla? Es broma, ¿verdad? Una broma absurda. Lleva otra cosa a bordo de la Fénix, un leviatán enorme que limpiará el mar de esos acorazados, o algo así, no sé. Pero no puede referirse a… esto.
—A… él —replicó Haviland Tuf—. Guardiana, me resulta agotador tener que repetir lo obvio no una, sino mil veces. Les he dado rapiñeros, krákens y mantas látigo, ya que insistieron. No han sido eficaces. Por lo tanto, tras muchas cavilaciones, he clonado a Dax.
—Un cachorro de gato —insistió ella—. Va a usar un simple cachorro de gato contra los acorazados, los globos de fuego y los caminantes. Un cachorro. De gato.
—Ciertamente. —Haviland Tuf la miró con desaprobación, volvió a meter a Dax en los espaciosos confines de su enorme bolsillo y echó a andar altivo hacia la Fénix, que lo aguardaba.
Kefira Qay estaba poniéndose muy nerviosa. En la sala del consejo, situada en lo alto de la Torre Rompeolas de Nueva Atlántida, los veinticinco grandes guardianes que estaban al mando de la defensa de Namor también parecían inquietos. Llevaban horas esperando; algunos se habían pasado allí todo el día. La ancha mesa de conferencias estaba repleta de comunicadores personales, ordenadores, documentos impresos y vasos de agua vacíos. Ya habían servido comida y habían recogido la mesa dos ‘j’ veces. El gran guardián Alis se encontraba junto al amplio ventanal curvo que dominaba la pared del fondo, donde conversaba en tono bajo y apremiante con el gran guardián Lysan, de complexión delgada y rostro adusto. De vez en cuando lanzaban miradas significativas a Kefira Qay. A sus espaldas atardecía, y la gran bahía iba tiñéndose de un bello color escarlata. Era una escena tan hermosa que casi no se fijaban en los pequeños puntos brillantes de los planeadores de los guardianes que patrullaban la zona.
La noche casi había caído. Los miembros del consejo gruñían y se revolvían con impaciencia en sus enormes sillas acolchadas. Haviland Tuf seguía sin aparecer.
—¿Cuándo dijo que llegaría? —preguntó por quinta vez el gran guardián Khem.
—No fue preciso al respecto, gran guardián —respondió por quinta vez Kefira Qay, incómoda.
Khem frunció el ceño y se aclaró la garganta.
Justo entonces, uno de los comunicadores empezó a sonar. El gran guardián Lysan se apresuró a cogerlo.
—¿Sí? Entiendo. Muy bien. Acompáñenlo hasta aquí. —Dejó el comunicador en la mesa y dio unos golpes para pedir silencio. Todos volvieron a sus asientos, interrumpieron sus conversaciones y se irguieron. Se hizo el silencio en la sala—. Era la patrulla. Han avistado la lanzadera de Tuf. Me alegra comunicarles que está en camino. —Miró a Kefira Qay—. Por fin.
La guardiana se puso aún más nerviosa. Ya era bastante malo que Tuf los hubiera hecho esperar, pero temía el momento en que entrase, con paso ponderoso y Dax en el bolsillo. Qay había sido incapaz de encontrar las palabras adecuadas para informar a sus superiores de que Tuf pretendía salvar Namor con un gatito negro. Se acomodó de nuevo en su asiento y se pellizcó la enorme nariz. Se temía cualquier cosa.
Pero fue mucho peor de lo que había imaginado.
Todos los grandes guardianes esperaron, rígidos, silenciosos y atentos, y por fin se abrieron las puertas y entró Haviland Tuf, escoltado por cuatro guardias armados vestidos con monos dorados. Estaba hecho un asco. Las botas chapoteaban al andar, y tenía el capote cubierto de barro. Dax sobresalía de su bolsillo izquierdo, con las patas agarradas al borde y la mirada atenta, pero los grandes guardianes no se fijaron en el gatito. Bajo el otro brazo, Haviland Tuf llevaba una roca del tamaño de la cabeza de un hombre, llena de barro. Estaba cubierta de una capa de cieno verde y gris, y chorreaba encima de la lujosa alfombra.
Sin decir palabra, Tuf fue directo a la mesa de reuniones y dejó la roca en el centro. Fue entonces cuando Kefira Qay vio la hilera de tentáculos, blancos y delgados como hilos, y se dio cuenta de que no era una piedra.
—¡Una concha de barro! —exclamó en voz alta, sorprendida.
No era extraño que no la hubiese reconocido a primera vista. Había visto muchas, pero cuando ya estaban lavadas, hervidas y sin tentáculos. Solían servirse con un martillo y un cincel para romper el duro caparazón, acompañadas de un plato de mantequilla derretida y especias.
Los grandes guardianes la miraron boquiabiertos, y de repente se pusieron a hablar todos a la vez. La sala del consejo se convirtió en un confuso montón de voces que se solapaban unas a otras.
—… es una concha de barro, no comprendo…
—¿Qué significa esto?
—Nos hace esperar todo el día y se presenta ante el consejo cubierto de barro. La dignidad del gremio…
—… dos años o tres que no como una concha de barro…
—… no puede ser el hombre que va a salvamos… ^
—… loco, fíjese en…
—¿Qué es eso que lleva en el bolsillo? ¡Miren! ¡Dios mío, se ha movido! Es un animal vivo, les juro que…
—¡Silencio! —La voz de Lysan atravesó el tumulto como un cuchillo. La estancia empezó a silenciarse a medida que los grandes guardianes se volvían para mirarlo—. Nos hemos reunido en respuesta a su petición —dijo a Tuf con tono ácido—. Esperábamos que viniera con respuestas, pero parece que solo trae la cena.
Alguien soltó una risita burlona al otro extremo de la mesa.
Haviland Tuf se contempló con desaprobación las manos embarradas y se las limpió con remilgo en el capote. Se sacó a Dax del bolsillo y lo depositó en la mesa. El adormilado gatito negro bostezó, se estiró y se dirigió hacia el gran guardián más cercano, que lo contempló horrorizado y se apresuró a mover la silla hacia atrás. Tuf se quitó el capote mojado y sucio, y buscó un sitio donde dejarlo, y al final lo colgó del rifle láser de un escolta. Entonces se dirigió a los grandes guardianes.
—Estimados grandes guardianes —comenzó—: lo que ven ante ustedes no es la cena. Esa actitud es precisamente la raíz de todos sus problemas. Este es el embajador de la especie que comparte Namor con ustedes, cuyo nombre, lamentablemente, escapa a mis modestas habilidades. A su pueblo le sentaría bastante mal que se lo comieran.
Al final, alguien trajo un mazo y se lo entregó a Lysan, que lo usó de manera contundente el tiempo necesario para captar la atención general hasta que el vocerío fue amortiguándose. Haviland Tuf permaneció impasible durante todo el proceso, con el rostro inexpresivo y los brazos cruzados. Solo habló cuando se restableció el silencio.
—Quizá debería explicarme.
—Está loco —exclamó el gran guardián Harvan, que miraba alternativamente a Tuf y a la concha—. Completamente loco.
Haviland Tuf cogió a Dax de la mesa, lo acunó en un brazo y lo acarició.
—Incluso en nuestro momento de gloria, se burlan de nosotros y nos insultan —se quejó al gatito.
—Tuf —dijo Lysan desde la cabecera de la larga mesa—, lo que afirma es imposible. Durante el siglo que llevamos en Namor hemos explorado lo bastante para estar seguros de que aquí no reside ninguna especie inteligente. No hay ciudades, ni carreteras, ni señales de ninguna civilización o tecnología anterior, ni ruinas, ni artefactos… No hay nada, ni sobre el mar ni bajo su superficie.
—Es más —añadió otra consejera entrada en carnes y de cara colorada—, es imposible que las conchas de barro sean inteligentes. De acuerdo, puede que el tamaño del cerebro sea el mismo que el de un humano, pero eso es todo. No tienen ojos, orejas, nariz ni prácticamente ningún sentido excepto el del tacto. Solo tienen esos tentáculos, y son tan débiles que no podrían levantar ni un guijarro. De hecho, no los usan más que para anclarse al lecho marino. Son hermafroditas y bastante primitivos; solo se mueven durante el primer mes de vida, antes de que el caparazón se endurezca y se vuelva pesado. Cuando echan raíces en el fondo del mar y se cubren de barro, no se mueven más. Se quedan ahí cientos de años.
—Miles —corrigió Haviland Tuf—. Son criaturas notablemente longevas. Todo lo que acaba de decir es correcto, sin duda. Sin embargo, se equivoca en las conclusiones. Se han dejado cegar por la beligerancia y el miedo. Si se hubieran parado a meditar la situación en profundidad, como he hecho yo, en lugar de centrarse en sus problemas, hasta una mentalidad militar se habría dado cuenta de que su desgracia no se debía a una catástrofe natural. El trágico curso de los acontecimientos en Namor solo podía deberse a las maquinaciones de una mente enemiga.
—No pretenderá hacernos creer que… —empezó alguien.
—Caballero —lo atajó Haviland Tuf—, es necesario que me escuche. Si dejan de interrumpirme, lo explicaré todo. Luego pueden decidir si creerme o no, según les resulte más apropiado. Yo cogeré mi dinero y me marcharé. —Miró a Dax—. Son idiotas, Dax. Estamos rodeados de idiotas. —Volvió su atención de nuevo a los grandes guardianes y continuó—: Como acabo de explicarles, estaba claro que detrás de todo esto se escondía algún tipo de inteligencia. Lo difícil era encontrarla. Examiné el trabajo de los biólogos de Namor, vivos y muertos, y leí mucho sobre su flora y fauna; recreé múltiples formas de vida nativas a bordo del Arca. A primera vista, ninguno de los candidatos era válido. Las señales tradicionales de vida inteligente son un cerebro grande, sensores biológicos sofisticados, movilidad y un órgano manipulativo, como el pulgar oponible. No encontré ninguna criatura con todos esos atributos en Namor. Sin embargo, mi hipótesis seguía siendo correcta. Así que, al no encontrar candidatos apropiados, busqué entre los que no lo eran tanto.
»Para ello, estudié los orígenes de su complicada situación, y las cosas enseguida empezaron a tener sentido. Creían que sus monstruos marinos emergían de las oscuras profundidades de los océanos, pero ¿dónde aparecieron por primera vez? En las orillas y en aguas poco profundas, es decir, las áreas de pesca y donde había granjas marinas. ¿Qué tenían todas esas zonas en común? Sin duda, vida en abundancia. Pero no el mismo tipo de vida. Los peces que poblaban las aguas de Nueva Atlántida no frecuentaban las de la Mano Rota. Pero encontré dos excepciones interesantes, dos especies que estaban casi en todas partes: las conchas de barro, que llevaban siglos inmóviles en sus grandes lechos, y lo que denominan carabelas. La antigua especie nativa los llama de otra manera: guardianes.
»Una vez llegado a tal punto, solo era cuestión de trabajar en ciertos detalles y confirmar mis sospechas. Habría llegado a estas mismas conclusiones mucho antes de no haber sido por las groseras intervenciones de la oficial de enlace Qay, que interrumpía sin cesar mi concentración y acabó forzándome sin piedad a perder un valioso tiempo con krákens grises, alas de cuchilla y un sinfín de criaturas. En el futuro me ahorraré í este tipo de amistades.
»Sin embargo, el experimento no fue inútil, pues confirmó mi teoría respecto a la situación real de Namor, así que persistí. Los estudios geográficos señalaban que la presencia de monstruos era más abundante cerca de los lechos de las conchas de barro. La lucha más encarnizada había tenido lugar en esas mismas zonas, mis grandes guardianes. Estaba claro que esas conchas que tan apetitosas les resultan eran sus misteriosos enemigos. Pero ¿cómo era posible? Esas criaturas tienen el cerebro grande, ciertamente, pero carecen de todas las demás características que hemos asociado siempre con la inteligencia tal como la conocemos. ¡Y ahí estaba todo el meollo! Son inteligentes de una forma desconocida. ¿Qué tipo de ser inteligente puede vivir en el mar, inmóvil, ciego, sordo, desprovisto de toda información sensorial? Lo medité, y la respuesta es obvia, caballeros. Ese tipo de inteligencia tiene que interactuar con el mundo de una manera que a nosotros nos resulta imposible; tiene que tener sus propios métodos de sentir y de comunicarse. Tiene que tratarse de una inteligencia telepática. Por supuesto. Cuanto más lo consideraba, más obvio me resultaba.
»Por lo tanto, solo era cuestión de poner a prueba mis conclusiones. A tal fin traje a Dax. Todos los gatos poseen algún tipo de habilidad psiómca, grandes guardianes; pero hace siglos, en los días de la Gran Guerra, los soldados del Imperio federal lucharon contra enemigos que tenían temibles poderes psíquicos: las mentes hranganas y los sorbealmas githyankl Para combatir a tan extraordinarios enemigos, los ingenieros genéticos trabajaron con felinos, y ampliaron y agudizaron sus habilidades psi para que pudieran comunicarse extrasensorialmente con los humanos. Dax es un animal muy especial.
—¿Quiere decir que ese bicho está leyéndonos la mente? —preguntó secamente Lysan.
—Si tienen mente, sí —dijo Haviland Tuf—. Pero lo más importante es que, a través de Dax, pude establecer contacto con esa antigua especie a la que ustedes bautizaron ignominiosamente como conchas de barro. Porque son completamente telépatas.
»Durante incontables milenios habitaron en paz y tranquilidad en los mares de este mundo. Son un pueblo lento, pensativo y filosófico. Eran miles de millones y vivían en comunidad, conectados unos con otros eran individuos y, a la vez, parte de un gran todo. En cierto sentido eran inmortales, puesto que, al compartir todas sus vivencias, la muerte de uno no implicaba nada. Sin embargo, la inmutabilidad del mar les brindaba
pocas experiencias. Dedicaban sus largas vidas al pensamiento abstracto, a la filosofía, a extraños sueños verdes que ni ustedes ni yo podríamos comprender. Son músicos silenciosos, por decirlo de alguna manera. Juntos han tejido grandes sinfonías de sueños, y esas canciones no acaban nunca.
»Antes de que el hombre llegara a Namor, pasaron millones de años sin tener enemigos de verdad. Pero no había sido siempre así. En el comienzo primordial de este húmedo mundo, los océanos rebosaban de criaturas que disfrutaban del sabor de los soñadores tanto como ustedes. Pero esta especie entendía la genética y la evolución. Mediante su vasta red de mentes entretejidas, pudieron manipular la misma esencia de la vida de manera mucho más hábil que los ingenieros genéticos. Y crearon sus guardianes, depredadores extraordinarios con el imperativo biológico de proteger a los que ustedes llaman conchas de barro: las carabelas. Desde entonces, montan guardia en los lechos marinos, y así los soñadores pudieron continuar con su sinfonía de pensamientos.
»Entonces llegaron los colonos de Acuario y Viejo Poseidón. Vaya si llegaron. Perdidos en sus meditaciones, los soñadores pasaron muchos años sin darse cuenta, mientras ustedes cosechaban, pescaban y descubrían el sabor de las conchas de barro. Tienen que entender que para ellos fue un golpe durísimo. Cada vez que metían a uno en una olla hirviendo, todos compartían sus sensaciones. Para los soñadores fue como si un depredador nuevo y terrible hubiera evolucionado en tierra, un lugar de poco interés para ellos. No tenían ni idea de que también fuesen inteligentes, porque no podían concebir una inteligencia no telepática, al igual que ustedes no entienden una ciega, sorda, inmóvil y comestible. Para ellos, seres que se movían, manipulaban objetos y comían carne eran animales, y no podían ser otra cosa.
»El resto ya lo saben o pueden imaginárselo. Los soñadores son un pueblo pausado, perdido en sus eternas canciones, y tardaron en responder. Al principio, sencillamente, no les hicieron caso, con la esperanza de que el propio ecosistema pusiera fin a sus incursiones. Pero eso no sucedió. Ustedes no parecían tener enemigos naturales y, a medida que se reproducían y se propagaban, iban quedando en silencio miles de mentes. Al final, los soñadores regresaron a los métodos más antiguos y olvidados de su oscuro pasado; se despertaron para defenderse. Aceleraron el ritmo de reproducción de sus guardianes hasta que los mares que cubrían los lechos donde habitaban estuvieron repletos de protectores, pero aquellas criaturas, que en tiempos los habían defendido admirablemente frente a otros enemigos, resultaron no ser rivales para ustedes. Así que tuvieron que tomar nuevas medidas. Sus mentes interrumpieron la gran sinfonía, se expandieron, y al final sintieron y comprendieron. Acabaron por diseñar nuevos guardianes, guardianes lo bastante formidables para mantenerlos a salvo de su nueva y aterradora némesis. Y así empezó todo. Cuando llegué con el Arca, y Kefira Qay me obligó a liberar nuevas y numerosas amenazas sobre sus pacíficos dominios, al principio quedaron desconcertados.
»Pero la lucha los había hecho más duros, y esta vez respondieron deprisa. Tardaron muy poco en soñar nuevos guardianes y enviarlos a batallar con las criaturas que desaté contra ellos. En este momento, mientras hablo en esta impresionante torre, muchas formas de vida atroces se agitan bajo las olas, y no tardarán en aparecer para perturbar sus noches de sueño durante años. A no ser, claro, que acuerden la paz. La decisión les corresponde solo a ustedes: yo no soy más que un humilde ingeniero ecológico, y no se me ocurriría imponerles tal curso de acción. Sin embargo, les recomiendo que lo hagan, con las condiciones más claras posibles. Ahora los soñadores están muy inquietos, porque cuando sintieron a Dax entre ellos y me tocaron a través de él, su mundo se multiplicó por un millón. Hoy han aprendido lo que son las estrellas y acaban de descubrir que no están solos en el cosmos. Estoy seguro de que serán razonables, ya que no les interesa lo más mínimo la tierra ni el sabor de los peces. Aquí tenemos al embajador que he sacado del mar, a costa de grandes molestias, debo añadir. También estamos presentes Dax y yo. ¿Comenzamos?
Pero cuando Haviland Tuf terminó, pasó un buen rato sin que nadie hablase. Los grandes guardianes tenían el rostro ceniciento y una expresión aturdida. Uno a uno dejaron de mirar los rasgos impasibles de Tuf y posaron los ojos sobre la concha enfangada que había sobre la mesa.
Por fin, Kefira Qay logró formular lo que todos estaban pensando.
—¿Qué quieren? —preguntó, nerviosa.
—Principalmente —aclaró Haviland Tuf—, quieren que no se los coman. Me parece una propuesta de lo más sensata. ¿Y a ustedes?
—Dos millones no es suficiente —dijo Haviland Tuf algún tiempo después, sentado en la sala de comunicaciones del Arca. Dax descansaba tranquilamente en su regazo, carente de la frenética energía que tenían los demás gatitos. Sospecha y Hostilidad se perseguían a toda velocidad por la habitación.
En la pantalla, los rasgos de Kefira Qay se torcieron en una mueca de suspicacia.
—¿A qué se refiere? Ese fue el precio que acordamos, Tuf. Si pretende engañamos…
—¿Engañarlos? —Tuf suspiró—. ¿La has oído, Dax? Después de todo lo que hemos hecho, siguen lanzándonos acusaciones desagradables como si tal cosa. Sí, como si tal cosa. Una frase extraña, ahora que lo pienso. —Volvió a mirar la pantalla—. Guardiana Qay, recuerdo perfectamente la suma que pactamos. Dos millones es el precio de resolver su conflicto. Lo analicé, lo estudié y les proporcioné el conocimiento y el traductor que tanto necesitaban. Les he dejado veinticinco gatos telépatas, uno a cada gran guardián, para facilitar cualquier comunicación cuando me haya ido. Eso está incluido en los términos de nuestro acuerdo inicial, ya que es parte necesaria de la solución. Y, siendo como soy más un filántropo que un hombre de negocios, además de profundamente sensible, hasta le he permitido quedarse con Estupidez, que, por alguna razón que no alcanzo a comprender, le ha cogido un cariño especial. Sin coste suplementario.
—Entonces, ¿por qué pide tres millones más? —preguntó Kefira Qay.
—Por forzarme con malas maneras a realizar un trabajo innecesario —respondió Tuf—. ¿Necesita un desglose detallado?
—Sí, lo necesito.
—Muy bien. Tiburones, barracudas, calamares gigantes, oreas, krákens grises, krákens azules, sanguicuerdas y medusas: veinte mil estándares cada uno. Por los peces fortaleza, cincuenta mil cada uno. Por la hierba que llora y susurra, ocho… —Siguió enumerando un buen rato.
Cuando terminó, Kefira Qay apretó los labios con gesto severo.
—Entregaré la factura al Consejo de Guardianes —accedió—. Pero le anticipo que sus demandas son injustas y desorbitadas, y nuestras cuentas no nos permiten tal desembolso. Puede esperar en órbita cien años si quiere, Tuf, pero no le daremos los cinco millones que pide.
Haviland Tuf levantó las manos en gesto de rendición.
—Ah. Así que, debido a mi naturaleza confiada, voy a perder dinero. Entonces, ¿no me van a pagar?
—Dos millones —dijo la guardiana—. Tal y como acordamos.
—Supongo que podría aceptar esta cruel e inmoral decisión, y asumirla como una dura lección de la vida. Muy bien. De acuerdo. —Acarició a Dax—. Se dice que quienes no aprenden de la historia se ven condenados a repetirla. Este lamentable giro de los acontecimientos es solo culpa mía. Resulta que hace apenas unos meses tuve la ocasión de ver un drama histórico de características similares. Una sembradora igual que la mía libró a un pequeño mundo de una molesta plaga, y el desagradecido gobierno planetario no le pagó. Si hubiera sido más listo, eso me hubiera enseñado que debo pedir el pago por adelantado. —Suspiró—. Pero no lo he sido y ahora sufro las consecuencias. —Volvió a acariciar a Dax e hizo una pausa—. Quizá su Consejo de Guardianes esté interesado en ver esta grabación que tengo aquí, por meros motivos lúdicos. Es un holograma teatralizado, bien interpretado y, lo que es más, da una visión fascinante del poder y las capacidades de una nave como esta. Resulta muy educativa. Se titula La sembradora de Hamelín.
Vaya si le pagaron.