Cuando lo encontró el hombre delgado, Haviland Tuf estaba bebiendo a solas en el rincón más oscuro de una cervecería de Támber, con los codos sobre la mesa y la cabeza, completamente calva, casi rozando la viga de madera del techo. Su única compañía eran cuatro jarras vacías con restos de espuma, y una quinta aún medio llena que sostenía amorosamente entre las enormes y pálidas manos.
Si Tuf se daba cuenta de las miradas de curiosidad que le lanzaban de vez en cuando los demás clientes, no daba muestras de ello; su rostro, tan blanco y lampiño como el resto de su cuerpo, permanecía impasible, concentrado como estaba en beber metódicamente trago tras trago de cerveza. Haviland Tuf era un hombre de dimensiones descomunales, un gigante de barriga igualmente gigantesca, y su figura solitaria no podía dejar de llamar la atención.
Aunque, en realidad, no estaba del todo solo; Dax, un ovillo de pelaje negro, dormitaba enfrente de él, encima de la mesa. Cada tanto, Tuf dejaba la jarra y acariciaba distraído a su silencioso compañero. Dax, cómodamente instalado entre las jarras vacías, ni se inmutaba; comparado con otros gatos, era tan grande como Haviland Tuf comparado con otros hombres.
Tuf no dijo nada cuando se acercó a la mesa el hombre delgado. Se limitó a alzar la mirada, parpadear y esperar a que el otro empezara a hablar.
—Usted es Haviland Tuf, el vendedor de animales —dijo el hombre delgado.
Era en verdad tan delgado que parecía enfermo. El atuendo, todo cuero negro y pieles grises, le sobraba por todas partes; sin embargo, los dedos cargados de anillos y la fina diadema de metal que le adornaba la frente bajo la mata de pelo negro revelaban a las claras que se trataba de una persona de posibles.
Tuf clavó la vista en Dax y lo acarició.
—¿Has oído? —preguntó al gato con su pausada voz de bajo y sin apenas modularla—. Soy Haviland Tuf, el vendedor de animales. Eso soy para la gente. —Levantó la mirada hacia el impaciente hombre delgado—. Ciertamente, caballero —dijo—, soy Haviland Tuf, y trabajo con animales. Sin embargo, no me consideraría exactamente vendedor de animales; me consideraría más bien ingeniero ecológico.
El hombre delgado sacudió la mano con ademán irritado y, sin esperar a que nadie lo invitase, se sentó a la mesa delante de Tuf.
—Sé que posee una antigua nave sembradora del Cuerpo Ecológico/; pero eso no lo convierte en uno de ellos, Tuf. Los ingenieros ecológicos llevan siglos muertos. En cualquier caso, si prefiere que lo llame así, por mí no hay problema. Necesito contratar sus servicios. Quiero comprarle, un monstruo, una bestia grande y fiera.
—Ah. —Tuf volvió a dirigirse al gato—. Resulta que este desconocido que se sienta a mi mesa sin que yo lo invite quiere comprar un monstruo.
—Mi nombre es Herold Nom, ya que tanto le preocupa. Soy el maestro de bestias de mi casa, que pertenece a las Doce Grandes Casas de Lyronica.
—Lyronica —repitió Tuf—. Ese nombre no me resulta del todo desconocido. El planeta más cercano en dirección al Confín, ¿no? Tiene fama por sus arenas de juego.
—Sí, sí. —Nom esbozó una sonrisa.
Haviland Tuf rascó a Dax detrás de la oreja con un particular gesto rítmico, y el Gatazo se desperezó lentamente, bostezó y echó una ojeada al hombre delgado. Tuf sintió una oleada de tranquilidad; al parecer, el visitante tenía buenas intenciones y decía la verdad, al menos según Dax. Aunque todos los gatos tuviesen una pizca de psi, la de Dax iba mucho más allá, gracias a los genios del extinto Cuerpo Ecológico. Era el lector de mentes de Tuf.
—Empiezo a comprender —dijo Tuf—. ¿Sería tan amable de proporcionarme más detalles, maestro Norn?
—Cómo no, cómo no. ¿Qué sabe sobre Lyronica? Mejor aún, ¿qué sabe de las arenas de juego?
Los duros rasgos del rostro ancho y blanco de Tuf no revelaron emoción alguna.
—Poca cosa, ciertamente; con toda seguridad, insuficiente para tratar con usted. Explíquese como guste, y Dax y yo consideraremos el asunto.
Herold Nom se frotó las manos y asintió.
—¿Dax? Claro, claro, su gato. Hermoso animal, aunque personalmente nunca me han interesado las bestias que no pueden luchar. Es lo que siempre digo: la verdadera belleza radica en la capacidad de matar
—Una actitud peculiar —comentó Tuf.
—No, no, para nada. Espero que el hecho de haber trabajado aquí no le haya contagiado los remilgos de los habitantes de Támber.
Tuf apuró la cerveza en silencio y con una seña pidió dos más, que el camarero sirvió con premura.
—Gracias, gracias —dijo Norn cuando le pusieron delante la jarra llena de líquido dorado y espuma.
—Por favor, continúe.
—Muy bien. En las arenas de juego compiten las Doce Grandes Casas de Lyronica. Todo empezó hace…, uf, hace siglos. Antes, las casas combatían entre sí, pero este método es mucho mejor. Se defiende el honor de la familia, se amasan fortunas, y nadie resulta herido. Debe saber que cada casa controla grandes extensiones de tierra repartidas por todo el planeta; como el número de habitantes es tan exiguo, abundan los animales. Hace muchos años, durante un periodo de paz, los señores de las Grandes Casas empezaron a organizar peleas de fieras. Se trataba de una agradable distracción, profundamente arraigada en nuestra historia. Quizá haya oído hablar de la antigua costumbre de las peleas de gallos, y de los habitantes de la Vieja Tierra llamados «romanos», en cuyos circos combatía todo tipo de bestias extrañas.
Norn hizo una pausa para tomar un sorbo de cerveza. Esperaba una respuesta, pero Tuf se limitó a acariciar a Dax, que permanecía en calma sin bajar la guardia, y se mantuvo en silencio.
—No importa —siguió por fin el delgado lyronicense, limpiándose la espuma de la boca con el dorso de la mano—. El caso es que fueron los inicios de nuestro deporte. Cada casa posee unas tierras y unos animales característicos. La casa de Varcour, por ejemplo, abarca terrenos cálidos y pantanosos en el sur, y le gusta competir en las frenas de juego con inmensos lagartos león. Feridia, un reino montañoso, ha acumulado grandes riquezas con un simio de las rocas al que, claro está, llamamos «feridiano». Mi propia casa, Norn, ocupa los pastos del gran continente del norte. Hemos enviado multitud de bestias distintas a combatir en el ruedo, pero son especialmente célebres nuestros colmillos de hierro.
—Colmillos de hierro —repitió Tuf.
—Así es —asintió Norn con una sonrisa maliciosa no desprovista de orgullo—. Como maestro de bestias, los he entrenado a miles. ¡Son animales muy hermosos! Tan altos como usted, con maravilloso pelaje negro azulado, feroces e implacables.
—¿Cánidos?
—¡Y qué cánidos! —asintió Norn.
—Pese a todo, viene a pedirme un monstruo.
Norn bebió otro trago de cerveza.
—Cierto, cierto. A Lyronica llega público de una docena de mundos para contemplar los combates de las bestias en el ruedo y hacer apuestas. Acuden sobre todo a la Arena de Bronce, que domina desde hace seis. Y cientos años la Ciudad de Todas las Casas. En ella se libran los combates más épicos. La riqueza de nuestras casas y de todo nuestro mundo gira en torno a ese espectáculo; sin él, la próspera Lyronica sería tan pobre como los campesinos de Támber.
—Sí —dijo Tuf.
—Pero el reparto de esa riqueza entre las casas se hace en función de su honor, según las victorias obtenidas. La casa de Ameth se ha convertido en la mayor y más poderosa debido a la variedad de bestias letales que pueblan sus territorios; la posición de las demás depende siempre de sus logros en la Arena de Bronce. Los ingresos procedentes de cada combate, es decir, el dinero que pagan los espectadores y apostadores, son para el vencedor.
—La casa de Nora ocupa el último lugar y el menos importante de las Doce Grandes Casas de Lyronica —señaló Tuf mientras rascaba a Dax detrás de la oreja; la sensación que le envió el gato le confirmó que estaba en lo cierto.
—¿Lo sabía?
—Caballero, era obvio. Y, según las normas de esa Arena de Bronce, ¿no se considera poco ético adquirir e introducir una especie que no sea autóctona de su mundo?
—Hay precedentes. Hace unos setenta años, un jugador procedente de la Vieja Tierra trajo consigo una criatura denominada lobo gris que había entrenado personalmente. La casa de Colin, en un alarde de enajenación, decidió respaldarlo. La pobre bestia se enfrentó a un colmillo de hierro de Nora y demostró a las claras su inferioridad. Y no ha sido el único caso.
»Por desgracia, en los últimos años, los colmillos de hierro no se han reproducido demasiado bien. En las llanuras quedan escasos ejemplares salvajes, y los pocos que se encuentran son rápidos y esquivos, y nuestros hombres tienen serias dificultades para capturarlos. En los criaderos, la raza parece haberse vuelto más mansa, a pesar de mis esfuerzos y los de los maestros de bestias que me han precedido. Nora apenas ha obtenido victorias en los últimos tiempos, y yo no podré conservar mi posición a menos que haga algo al respecto. Somos cada vez más pobres. Cuando supe que había llegado a Támber una sembradora, vine a su encuentro. Con su ayuda, abriré el camino a una nueva era de esplendor para Nora.
Haviland Tuf no se movió.
—Lo comprendo, pero no tengo por costumbre vender monstruos. El Arca es una antigua nave sembradora creada por el Imperio terrestre hace miles de años para la ecoguerra contra los hranganos. Puedo desencadenar una plétora de enfermedades, y las bibliotecas celulares almacenan material para la clonación de bestias procedentes de incontables mundos. Pero me temo que no entiende usted bien qué es una ecoguerra. Los enemigos más letales no son depredadores de gran tamaño, sino insectos diminutos capaces de devorar todas las cosechas de un planeta, o especies que se reproducen tan deprisa que acaban por imponerse sobre las demás.
Herold Norn miró a Tuf con expresión abatida.
—Entonces, ¿no tiene nada?
—Muy poca cosa. —Tuf acarició a Dax—. Un millón de clases de insectos, cien mil pájaros pequeñitos, otros tantos peces… Pero monstruos, lo que se dice monstruos, casi ninguno. Un millar, como mucho. Solo se utilizaban de cuando en cuando, sobre todo en estrategias psicológicas.
—¡Mil monstruos! —exclamó Norn con renovado entusiasmo—. ¡Es una selección más que suficiente! ¡No me cabe la menor duda de que entre ellos encontraremos una bestia para Norn!
—Es posible —dijo Tuf—. ¿A ti qué te parece, Dax? —preguntó al gato—. ¿De veras? Sea, pues. —Volvió a dirigirse a Norn—. Reconozco que este asunto me interesa, maestro Norn. Ya he proporcionado a los habitantes de Támber un pájaro para controlar la plaga de gusanos del maíz, y todo va según lo previsto, así que mi trabajo aquí ha terminado. Dax y yo iremos en el Arca a Lyronica, y estudiaré las arenas de juego para decidir qué es lo más adecuado.
—Excelente. —Norn sonrió—. Permítame, pues, que invite a esta ronda.
Dax comunicó en silencio a Haviland Tuf que el hombre delgado estaba exultante con su victoria.
La Arena de Bronce se alzaba en pleno centro de la Ciudad de Todas las Casas, en el punto donde convergían, como trozos de una gran tarta, los sectores dominados por las doce casas. Cada sector de la laberíntica ciudad de piedra estaba rodeado por un muro y enarbolaba una bandera con los colores de la casa a la que pertenecía; cada sector se distinguía por un estilo y un ambiente característicos, pero todos se encontraban allí, en la Arena de Bronce.
La Arena no era propiamente de bronce, sino sobre todo de piedra negra y madera pulida. Era el edificio más alto de la ciudad, aparte de unas cuantas torres y atalayas dispersas, y la coronaba una brillante cúpula de bronce que relucía a la luz anaranjada del ocaso. Por unas estrechas ventanas asomaban gárgolas esculpidas en piedra o forjadas en bronce o Doce grandes puertas metálicas se abrían en los negros muros, pétreos, cada una encarada hacia un sector diferente de la Ciudad de Todas las Casas. Los colores y los grabados de cada entrada eran los emblemáticos de su casa correspondiente.
La llamarada roja del sol de Lyronica se perdía ya por el horizonte occidental cuando Herold Norn condujo a Haviland Tuf a los juegos.
Los empleados acababan de encender antorchas de gas, unos obeliscos de metal que formaban un anillo de dientes oscuros alrededor de la / Arena de Bronce, y el antiguo y colosal edificio quedó envuelto por columnas de titilante fuego azul y anaranjado. En medio de una multitud de jugadores y apostadores, Tuf siguió a Herold Norn por un camino de grava desde las calles semidesiertas de los suburbios de Norn, pasando entre una docena de colmillos de hierro con las fauces abiertas y amenazadoras, eternamente inmóviles a ambos lados de la calle, hasta la puerta de Norn, una intrincada obra de artesanía de ébano y metal. Los guardias y uniformados, con el mismo atuendo de cuero negro y pieles grises que lucía Herold Norn, reconocieron al maestro de bestias y les franquearon el paso, mientras que otros tenían que detenerse a pagar con monedas de hierro y oro.
La Arena de Bronce era el mayor ruedo de Lyronica, un coso de tierra hundido a gran profundidad bajo el nivel del suelo y rodeado por una pared de piedra de cuatro metros de altura. Por encima de ella, las gradas ascendían en círculos hasta llegar a las puertas. Tenía treinta mil localidades, aunque los que ocuparan las posiciones más alejadas gozarían, en el mejor de los casos, de una visión deficiente de la arena, o incluso nula, si les tocaba sentarse detrás de alguna columna. Había ventanillas de apuestas por todo el edificio y a lo largo de los muros exteriores.
Herold Norn llevó a Tuf a los mejores asientos, en la primera fila de la sección de Norn, donde solo los separaba un parapeto de piedra de la zona de combate, a cuatro metros de profundidad. En contraste con los desvencijados asientos de hierro y madera de las últimas filas, allí disponían de tronos de cuero de una lujosa comodidad, y lo suficientemente grandes para dar cabida incluso a la formidable mole de Tuf sin dificultad alguna.
—Los asientos están tapizados con pieles de bestias que han muerto noblemente en el ruedo —comentó Herold Norn a Tuf mientras se sentaban. Abajo, varios trabajadores ataviados con monos azules arrastraban hacia una puerta el cuerpo sin vida de un animal flaco con plumas—. Un ave de pelea de la casa de Wrai Hill —explicó Norn—. El maestro de bestias de Wrai la ha enfrentado a un lagarto león de Varcour, una elección no muy acertada.
Haviland Tuf, sentado muy erguido y rígido, no dijo nada. Iba vestido con un capote gris de vinilo que le llegaba a los tobillos, con galones brillantes en los hombros, y tocado con una gorra de visera verde y marrón marcada con la zeta dorada del Cuerpo de Ingeniería Ecológica. Tenía las manazas blancas entrelazadas sobre el abultado estómago mientras Herold Norn hablaba sin tregua.
La voz retumbante del presentador de la arena se impuso a todas las conversaciones.
—Quinto combate —anunció—. De la casa de Norn, un colmillo de hierro macho de dos años de edad, con un peso de 2,6 quintales, entrenado por el aprendiz de maestro de bestias Kers Norn, en su primera participación en la Arena de Bronce.
Justo por debajo de ellos se escuchó un áspero chirrido de metal contra metal, y una criatura de pesadilla saltó a la arena. El colmillo de hierro era un gigante peludo, con ojos rojos hundidos y una doble fila de dientes curvados que chorreaban saliva; algo así como un lobo de tamaño desproporcionado cruzado con un tigre de dientes de sable, con patas como troncos, y una velocidad y una elegancia letales mal disimuladas por el pelaje negro azulado que ocultaba el movimiento de los músculos. El animal lanzó un gruñido que retumbó por toda la arena, y en Torno a Tuf y Norn empezaron a oírse vítores dispersos.
—Kers es mi primo, y uno de los aprendices con más futuro. —Herold Norn sonrió—. Dice que esta bestia será todo un orgullo para nosotros. Sí, sí, me gusta su aspecto. ¿Y a usted?
—Soy un recién llegado a Lyronica y a su Arena de Bronce, de modo que carezco de patrón con el que comparar —dijo Tuf con voz neutra.
—De la casa de Arneth del Bosque Dorado —intervino de nuevo el presentador—, un simio estrangulados de seis años de edad y 3,1 quintales de peso, entrenado por el maestro de bestias Danel Leigh Arneth. Veterano de la Arena de Bronce, tres veces participante y tres veces superviviente.
Al otro lado del ruedo se abrió una puerta de forja decorada en rojos y dorados, y apareció la segunda bestia caminando pesadamente sobre dos patas cortas. Se detuvo y miró alrededor. El simio, aunque de baja estatura, tenía una complexión aterradora, con torso triangular, cabeza en forma de bala y los ojos hundidos bajo un formidable arco superciliar.
Arrastraba los brazos, musculosos y con doble articulación, por el suelo de arena. Su piel blancuzca carecía por completo de pelo, salvo por los mechones color rojo oscuro que le asomaban debajo de los brazos. Y apestaba. Haviland Tuf percibió el hedor almizclado desde el lado opuesto de la Arena.
—Es el sudor —explicó Nom—. Antes de sacarlo, Danel Leigh lo ha puesto furioso, con ganas de matar. Su bestia tiene la ventaja de la experiencia, desde luego, además de su ferocidad natural. A diferencia de su primo, el feridiano de montaña, el simio estrangulador es carnívoro por naturaleza y apenas necesita entrenamiento. Pero el colmillo de hierro de Kers es más joven. Creo que será un combate interesante.
El maestro de bestias de Norn se inclinó hacia delante; Tuf siguió inmóvil y tranquilo.
El simio se giró, lanzó un rugido desde lo más hondo y esperó al colmillo de hierro, que se le abalanzó, gruñendo y levantando remolinos de arena como una exhalación negra azulada. El estrangulador abrió los brazos, aguardó su llegada, y Tuf solo vislumbró un borrón cuando el gran asesino de Nom se alzó en un salto poderoso. Los dos animales se enzarzaron y rodaron en un abrazo formidable y fiero, y la arena se convirtió en una sinfonía de gritos.
—¡Al cuello! —gritó Nom—. ¡Clávale los dientes! ¡Al cuello!
Las dos bestias se separaron tan repentinamente como se habían encontrado. El colmillo de hierro se apartó y empezó a moverse despacio en círculos; Tuf vio que tenía rota una pata delantera, pero aun cojeando sobre las otras tres, seguía cercando al rival. El estrangulador no le daba ninguna oportunidad para atacar; iba girándose para ofrecerle constantemente la cara. El ancho pecho del simio mostraba profundas heridas donde habían hecho presa los dientes del colmillo de hierro, pero no parecía haberse debilitado. Tuf oía mascullar a Herold Norn.
Impaciente por la tregua, el publico de la Arena de Bronce empezó a entonar un cántico sincopado, grave y sin palabras, que aumentaba de volumen a medida que se sumaban al coro nuevas voces. Tuf notó de inmediato que el sonido afectaba a los animales del ruedo, que empezaron a gruñir, a bufar y a lanzar salvajes gritos de guerra; el simio estrangulador se balanceaba, trasladando el peso de una pata a la otra en un remedo de danza macabra, y de las fauces del colmillo de hierro chorreaban ríos de baba. El cántico creció y creció; el propio Herold Nom se unió a él, con el cuerpo flaco oscilando al ritmo del lamento, y Tuf no tardó en identificarlo como un sangriento himno de matanza. Abajo, un frenesí incontrolable se apoderó de las bestias. De pronto, el colmillo de hierro volvió a cargar, y el simio alargó los brazos para detener la embestida. El impacto del salto hizo retroceder al estrangulador, pero Tuf vio que las mandíbulas del colmillo de hierro se habían cerrado en el aire, y que el simio lo tenía agarrado por el cuello negro azulado. El cánido se debatió furiosamente mientras ambos animales rodaban por la arena, pero enseguida se oyó un chasquido seco, espantoso, y la criatura lobuna se convirtió en un muñeco de trapo peludo, con la cabeza colgando de forma grotesca a un lado.
Los espectadores olvidaron el cántico y empezaron a aplaudir y a silbar. La puerta dorada y carmesí se abrió de nuevo, y el simio estrangulador volvió al lugar de donde había salido. Cuatro hombres ataviados con el negro y gris de Norn salieron a llevarse el cuerpo del colmillo de hierro.
—Otra derrota —masculló Herold Norn, malhumorado—. Iré a hablar con Kers. Su bestia ha sido incapaz de alcanzarle el cuello.
—Ya he visto su Arena de Bronce. —Haviland Tuf se levantó.
—¿Se va? —preguntó Norn con un deje de inquietud—. ¿Tan pronto? Aún quedan cinco combates. ¡En el próximo, un feridiano gigante se enfrenta a un escorpión de agua de la isla de Amar!
—No me hace falta ver más. Es hora de dar de comer a Dax, de modo que he de volver al Arca.
Herold Norn se levantó también y le puso una mano en el hombro como si quisiera detenerlo.
—¿Nos venderá un monstruo, entonces?
Tuf se liberó del contacto del maestro de bestias.
—Caballero, le pido que contenga sus impulsos. Mé disgusta que me toquen. —Cuando Norn hubo retirado la mano, Tuf lo miró a los ojos—. Tengo que consultar las anotaciones y los datos de los ordenadores. El Arca está en órbita; suba a verme pasado mañana. Sin duda, aquí hay un problema, y me encargaré de resolverlo.
Sin más ceremonia, Haviland Tuf le dio la espalda y salió de la Arena de Bronce camino del espaciopuerto de la Ciudad de Todas las Casas, donde lo esperaba su lanzadera.
Obviamente, Herold Norn no sabía qué iba a encontrarse a bordo del Arca. Cuando atracó su lanzadera negra y gris, el maestro de bestias no se molestó en disimular su reacción.
—Tendría que haberlo imaginado —repetía sin cesar—. ¡Esta nave es gigantesca! ¡Gigantesca! Pero, claro, tendría que haberlo imaginado.
Haviland Tuf lo escuchó impertérrito sin dejar de acariciar a Dax, que dormitaba sobre su brazo.
—En la Tierra se construían naves más grandes que en los mundos de hoy en día —comentó, impasible—. Como sembradora, el Arca debía ser necesariamente grande. En su momento tuvo doscientos tripulantes. Ahora solo cuenta con uno.
—¿Usted es el único tripulante? —preguntó Nom, sorprendido.
Dax alertó a Tuf para que tuviera cuidado. De repente, el maestro de bestias albergaba pensamientos hostiles.
—Soy el único tripulante —asintió Tuf—. Pero tengo a Dax, claro.
Y hay defensas programadas para el caso de que alguien me arrebatara el control.
Según Dax, las intenciones de Nom cambiaron al instante.
—Ya, claro. En fin, ¿qué tiene para mí?
—Venga conmigo.
Salieron de la zona de recepción y recorrieron un pasillo corto que iba a dar a otro más amplio. Allí subieron a un vehículo de tres ruedas y pasaron por un largo túnel flanqueado de depósitos de cristal, de todas las formas y tamaños, llenos de líquido burbujeante. A un lado había una cubeta dividida en unidades del tamaño de una uña; al otro extremo, un receptáculo tan grande que podría hacer contenido la Arena de Bronce entera. Aquel estaba vacío, pero en algunos tanques medianos se veían formas oscuras que colgaban en bolsas translúcidas y se movían de manera espasmódica. Tuf no dejó de mirar al frente mientras conducía, con Dax en el regazo, mientras Nom lo observaba todo a derecha e izquierda.
Por fin dejaron atrás el túnel y llegaron a una estancia pequeña llena de ordenadores. En cada rincón había una poltrona con cuadros de mando en los brazos, y en el centro, una placa circular de metal azul. Haviland Tuf dejó a Dax en un asiento y luego se acomodó en otro. Nom miró a su alrededor y se decidió por el que estaba situado en diagonal al de Tuf.
—Debo proporcionarle cierta información —empezó Tuf.
—Sí, sí.
—Los monstruos son muy caros. Me veo obligado a pedir cien mil estándares.
—¡¿Cómo?! ¡Es un escándalo! Ya le he dicho que Nom es una casa pobre. Para reunir esa suma necesitaríamos un centenar de victorias en la Arena de Bronce.
—Vaya, entonces, quizá una casa más rica pueda pagar ese precio. El Cuerpo de Ingeniería Ecológica lleva siglos desaparecido, caballero. El Arca es la única nave aún en funcionamiento. Su ciencia ha caído prácticamente en el olvido. Las técnicas de clonación y de ingeniería genética que practicaban solo sobreviven en el distante Prometeo y en la Vieja Tierra; no obstante, la Tierra guarda celosamente sus secretos, y los prometeicos ya no tienen el campo de extasis, de modo que sus clones deben seguir el ritmo natural de crecimiento. —Tuf echó una mirada a Dax, quien seguía tumbado en su sillón, frente a las luces parpadeantes de las consolas—. Y pese a todo, Dax, el maestro Norn opina que mi precio es excesivo.
—Cincuenta mil estándares —dijo Norn—. No sé de dónde vamos a sacar esa cantidad.
Haviland Tuf guardó silencio.
—¡Ochenta mil estándares, y no puedo ofrecer más! ¡Será la ruina de la casa de Norn! ¡Derribarán las estatuas de bronce de nuestros colmillos de hierro y nos sellarán la puerta!
Haviland Tuf guardó silencio.
—¡Maldito sea! Cien mil pues, sí, sí. Pero solo en el caso de que su monstruo cumpla nuestras expectativas.
—Pagarán la suma completa a la entrega.
—¡Imposible!
Tuf volvió a guardar silencio.
—Bien, de acuerdo.
—En cuanto al monstruo propiamente dicho, he estudiado sus requisitos con atención y he consultado los ordenadores. Los bancos de células congeladas del Arca contienen miles y miles de depredadores, incluyendo muchos que ya se han extinguido en sus mundos de origen. Pero, en mi opinión, son pocos los que encajan con las necesidades de la Arena de Bronce, y además hay que limitar la selección a aquellos que podrían aclimatarse a las tierras de la casa de Norn. No sería una buena inversión una criatura incapaz de reproducirse: con el tiempo, el animal envejecería y moriría, y no habría más victorias para su casa.
—Excelente razonamiento —comentó Herold Norn—. En ocasiones hemos intentado criar lagartos león, feridianos y otras bestias de las Doce Casas, pero con muy escaso éxito. El clima, la vegetación… —Hizo un ademán de disgusto.
—Efectivamente —dijo Haviland Tuf—, por eso he descartado las formas de vida con base de silicio, que no sobrevivirían en su mundo basado en el carbono, así como a los animales de planetas con atmósfera muy diferente a la de Lyronica. He prescindido también de bestias de climas demasiado contrapuestos. Supongo que comprende las numerosas y variadas dificultades que entorpecen mi investigación.
—Sí, sí, pero vayamos al grano. ¿Qué ha encontrado? ¿Qué monstruo es ese que cuesta cien mil estándares?
—Puedo ofrecerle una selección de una treintena de fieras —respondió Tuf—. ¡Preste atención!
Tocó un botón iluminado del brazo del sillón, y de repente apareció una bestia agazapada sobre la placa metálica azul que separaba a los dos hombres. La criatura medía dos metros de altura; un ralo pelaje blanco cubría la piel, dura y de un color rosa grisáceo; la cabeza, de frente estrecha y morro porcino, estaba rematada por un par de cuernos curvados de aspecto amenazador, y las manos acababan en garras afiladas.
—No le importunaré con la nomenclatura formal, ya que he observado que la informalidad es la norma en la Arena de Bronce —dijo Haviland Tuf—. Este es el cerdo merodeador de Heydey, donde se encuentra tanto en bosques como en llanuras. Es principalmente carroñero, pero también le gusta la carne fresca, y es un luchador sanguinario cuando se ve atacado. Se dice que es bastante inteligente, pero imposible de domesticar Se reproduce con extrema facilidad. Los colonos de Gulliver acabaron por abandonar su asentamiento en Heydey a causa de este animal, hará unos doscientos años.
Herold Norn se rascó la cabeza entre la melena oscura y la diadema de metal.
—No. Es demasiado flaco, demasiado ligero. ¡Mire qué cuello! Un feridiano no tendría ni para empezar. —Negó enérgicamente con la cabeza—. Además, es feo. Y me ofende que me ofrezca un animal que se alimenta de carroña, por muy agresivo que sea. ¡La casa de Norn cría luchadores orgullosos, bestias que matan sus propias presas!
—Muy bien —dijo Tuf.
Apretó el botón, y el cerdo merodeador desapareció. Su lugar lo ocupó una inmensa bola acorazada de carne gris, tan carente de rasgos como un blindaje de combate y tan enorme que rebasaba el techo.
—El mundo del que procede esta criatura no ha sido colonizado, ni siquiera tiene nombre; sin embargo, un equipo explorador de Viejo Poseidón obtuvo muestras celulares. Durante un breve periodo existieron especímenes en algunos zoológicos, pero no llegaron a prosperar.
A la bestia se le dio el nombre informal de ariete rodante. Los adultos pesan unas seis toneladas. En las llanuras de su mundo de origen, los grietes rodantes llegan a superar los cincuenta kilómetros por hora y cazan aplastando a sus presas. Pueden exudar enzimas digestivas por cualquier punto de la piel, así que, en cierto modo, todo el animal es una boca: se limita a quedarse encima de su comida hasta haber absorbido por completo la carne.
Herold Nom, casi engullido por el enorme holograma, estaba muy impresionado.
—Oh, sí. Mejor, mucho mejor. Es una criatura imponente. Quizá… Pero no. —Cambió súbitamente de tono—. No, no, esto no nos conviene. Una criatura de seis toneladas de peso y capaz de correr así de rápido podría salir del ruedo y matar a centenares de espectadores. Además, ¿quién iba a pagar por ver cómo esa cosa aplasta un lagarto león o un estrangulador? No. No es deportivo. Su ariete rodante es demasiado monstruoso, Tuf.
Tuf, impertérrito, pulsó el botón de nuevo. La tremenda mole gris dio paso a un esbelto felino rugiente, tan grande como un colmillo de hierro, de ojos amarillos y rasgados, y poderosos músculos tensos bajo un espeso pelaje azul oscuro surcado con unas pocas rayas plateadas a lo largo de los flancos.
—Aaaaaah —dijo Norn—. Una verdadera belleza. Sí, señor.
—La pantera cobalto del Mundo de Celia —indicó Tuf—, también conocida como cobalgato. De entre los grandes félidos, es uno de los mayores y más mortíferos. Se trata de un cazador excepcional, cuyos sentidos son un milagro de la ingeniería biológica. Posee visión infrarroja para la caza nocturna, y las orejas, ¡fíjese, maestro de bestias, en el tamaño y la posición!, le proporcionan un oído de lo más sensible. El cobalgato es, de hecho, un felinoide, por lo que goza de capacidades psiónicas, pero en su caso están mucho más desarrolladas de lo habitual. El miedo, el hambre y la sed de sangre actúan como detonantes que hacen que el felino sea capaz de leer la mente.
Nom puso cara de asombro.
—¿Cómo?
—Capacidad psiónica, caballero. El cobalgato es un ser en extremo peligroso simplemente porque conoce los movimientos de su contrincante antes de que los lleve a cabo. Se anticipa, ¿comprende?
—Sí —asintió Nom con entusiasmo. Haviland Tuf miró a Dax; el Gatazo, que no se había inmutado en absoluto ante el desfile de fantasmas que aparecían y desaparecían sin dejar ningún rastro de olor, le confirmó que el entusiasmo del hombrecillo era sincero—. ¡Perfecto, perfecto! Me atrevería incluso a decir que podemos entrenarlos de la misma forma que a nuestras bestias, ¿verdad? ¡Y leen la mente! Perfecto. Hasta el color es apropiado, ya ve: azul oscuro, casi como el negro azulado de nuestros colmillos de hierro. ¡Estos gatos están hechos para Norn, sí, sí!
Tuf tocó el brazo de su sillón, y el cobalgato se desvaneció en el aire.
—Supongo, pues, que no hay necesidad de proseguir. La entrega, si le parece, se hará dentro de tres semanas estándar. Por la suma acordada incluiré tres parejas: dos parejas jóvenes, que convendrá dejar libres en los terrenos de cría, y una pareja de adultos, que puede enviarse inmediatamente a la Arena de Bronce.
—¿Tan pronto? —Norn estaba asombrado—. Es fantástico, pero
—Utilizo el campo de éxtasis, señor. Al invertirlo se logra una distorsión cronológica, una aceleración del tiempo, por así decirlo. Es el procedimiento habitual. La técnica prometeica requiere aguardar hasta que el clon alcance la madurez de manera natural, cosa no muy conveniente en ciertas circunstancias. También he de añadir que, aun cuando entregaré a Norn seis animales, solo habrá en realidad tres individuos distintos. El Arca alberga tres células de cobalgato. Voy a clonar dos veces cada espécimen, y esperemos que, cuando se crucen en Lyronica, la mezcla genética sea viable.
Dax transmitió una curiosa mezcla de triunfo, confusión e impaciencia a la mente de Tuf, quien se sintió inclinado a interpretarlo como que Herold Norn no había entendido ni una palabra.
—De acuerdo, lo que usted diga —comentó Norn—. Enviaré con puntualidad las naves con jaulas adecuadas para transportar los animales, y entonces le pagaremos.
Dax irradió engaño, desconfianza, alarma.
—Caballero —dijo Tuf—, pagará usted la totalidad del precio antes de la entrega de las bestias.
—¡Pero dijo a la entrega!
—Lo admito; reconozco que soy víctima de impulsos instintivos, y ahora mismo mi instinto me ordena que cobre con antelación en lugar de simultáneamente.
—¡Muy bien, de acuerdo! —respondió Norn—. Pero sepa que sus exigencias son arbitrarias y desmesuradas. Esperemos que estos cobalgatos nos permitan resarcimos del precio en breve.
Empezó a levantarse de su asiento, pero Haviland Tuf levantó un dedo.
—Un momento. No ha considerado usted adecuado informarme en demasía ni sobre el ecosistema de Lyronica, ni sobre el de los dominios específicos de la casa de Norn. Quizá esos terrenos contengan presas, pero debo advertirle que los cobalgatos no se aparearán mientras no tengan buena caza. Y buena caza quiere decir presas adecuadas.
—Sí, sí, desde luego.
—Por una tarifa adicional de cinco mil estándares podría clonar un grupo de cría de saltadores celianos, unos encantadores herbívoros peludos apreciados en una docena de mundos por su carne suculenta.
—Bah. —Herold Norn frunció el ceño—. Debería dárnoslos sin cobrar. Ya nos ha exprimido suficiente, mercader.
Tuf se levantó y se encogió de hombros con cansancio.
—El caballero me hace reproches. ¿Qué voy a hacer, Dax? Lo único que pretendo es ganarme la vida honradamente. —Miró de nuevo a Nora—. Volveré a dejarme llevar por mi instinto: tengo la sensación de que no está dispuesto a ceder, por mucho que le ofrezca un interesante descuento, de modo que seré yo quien ceda. Los saltadores son suyos sin cargo alguno.
—Muy bien. Excelente —dijo Nora, yendo hacia la puerta—. Nos los llevaremos al mismo tiempo que los cobalgatos y los soltaremos por nuestras fincas.
Haviland Tuf y Dax salieron con Norn de la sala y lo acompañaron a su nave sin intercambiar palabra.
La casa de Norn envió la cantidad estipulada el día antes de la entrega prevista. El día siguiente, por la tarde, se presentó en el Arca una docena de hombres con atuendos negros y grises para transferir los seis cobalgatos, previamente sedados, de los depósitos de Haviland Tuf a las jaulas que los aguardaban en sus naves. Tuf se despidió de ellos con semblante impasible y no volvió a tener noticias de Herold Norn, pero mantuvo el Arca en órbita alrededor de Lyronica.
No habían pasado aún tres de los cortos días de Lyronica cuando Tuf vio que sus clientes habían inscrito un cobalgato para un combate en la Arena de Bronce.
La tarde prevista, Tuf se disfrazó lo mejor que le permitía su tamaño, con una barba postiza, una peluca pelirroja que le llegaba al hombro y un llamativo traje de color amarillo canario con mangas abullonadas, que completó con un turbante de piel, y Tomó una lanzadera para bajar a la Ciudad de Todas las Casas, con la esperanza de no llamar la atención. En el momento en que se anunció el combate, el tercero de la velada, Tuf se hallaba sentado en la última fila de la Arena, en un estrecho asiento de madera que a duras penas sostenía su peso, con los hombros apoyados en el áspero muro de piedra. Había pagado unas cuantas monedas de hierro por la entrada, pero tuvo buen cuidado de esquivar las cabinas de apuestas.
—Tercer combate —dijo el presentador de la Arena antes de que los trabajadores hubiesen acabado de retirar los pedazos de carne del perdedor del segundo combate—. De la casa de Varcour, un lagarto león hembra, de nueve meses de edad y 1,4 quintales de peso, entrenado por el aprendiz de maestro de bestias Ammari y Varcour Otheni. Veterano de la Arena de Bronce, una vez participante, una vez superviviente.
Tuf había entrado por la puerta de Varcour, a la que se llegaba tras recorrer un camino de hormigón verde y atravesar las fauces abiertas de un monstruoso lagarto dorado. Al oír el anuncio, el público que lo rodeaba empezó a animar y a agitar las manos enérgicamente. Mucho más abajo, en la lejanía, se levantó una gran puerta esmaltada en verde y oro. Tuf se llevó los binoculares a los ojos y vio al lagarto león que avanzaba arañando el suelo con las patas. El reptil de dos metros, cubierto de escamas verdes, con una cola como un látigo tres veces más larga que el cuerpo, abría y cerraba el morro alargado, como los de los cocodrilos de la Vieja Tierra, sin hacer ningún tipo de ruido, exhibiendo una impresionante hilera de dientes.
—De la casa de Nom, importada de los mundos exteriores para su solaz, una hembra de cobalgato, de tres semanas… —El presentador se interrumpió—. De tres años de edad —rectificó—, 2,3 quintales de peso y entrenada por el maestro de bestias Herold Nom. Es su primera vez en la Arena de Bronce.
La bóveda metálica resonó con la disonante ovación del sector de Nom. Herold Nom había logrado llenar la Arena de Bronce de su gente y de turistas con estandartes grises y negros.
El cobalgato surgió despacio de la oscuridad, con una elegancia cautelosa, y sus grandes ojos dorados recorrieron la arena. Era exactamente como Tuf había prometido: un conjunto de músculos letales y movimientos controlados, de pelaje azul oscuro surcado por una única franja plateada. Tuf estaba tan lejos que apenas oyó el rugido, pero a través de los prismáticos pudo verle abrir la boca.
El lagarto león lo vio también y avanzó, pisando con fuerza, bamboleándose sobre las patas cortas y escamosas, mientras levantaba aquella cola de una longitud imposible, arqueándola sobre sí como si se tratara del aguijón de un escorpión reptiliano. Cuando los líquidos ojos del cobalgato se posaron sobre su enemigo, la cola cayó veloz con un latigazo terrible, pero el cobalgato ya se había escabullido, y lo único que azotó fue el aire y la arena.
Con la boca abierta, el gato describió un círculo alrededor de su rival. El lagarto león, implacable, se giró y volvió a levantar la cola, abrió las fauces y se lanzó hacia delante. El cobalgato esquivó tanto la mordedura como el latigazo. La cola chasqueó de nuevo, y de nuevo, el felino fue más rápido. Algunos empezaron a entonar el cántico de muerte; enseguida se les unieron otros. Tuf enfocó hacia la zona de Norn con los binoculares y vio que la multitud se mecía. El lagarto león, furioso, hizo rechinar los dientes y azotó la puerta más próxima con la cola, y luego se puso a sacudirla en el aire.
El cobalgato percibió una brecha y dio un grácil salto para situarse detrás de su verde enemigo; lo inmovilizó con una gran zarpa azulada y con la otra le hizo jirones las tripas y los flancos. Después de unas cuantas inútiles sacudidas del látigo, que solo sirvieron para entretener al felino, el lagarto león se quedó inmóvil.
Los vítores de los partidarios de Norn fueron ensordecedores. Haviland Tuf, enorme, barbudo, con su extravagante indumentaria, se levantó y se marchó.
Pasaron varias semanas, y el Arca continuaba orbitando alrededor de Lyronica. Haviland Tuf, que seguía con atención los resultados de la Arena de Bronce en las pantallas de su nave, observó que los cobalgatos de Norn ganaban combate tras combate. Herold Norn sufrió un par de derrotas cuando tuvo que recurrir a los colmillos de hierro para cubrir sus obligaciones de la Arena, pero quedaron ampliamente compensadas por una larga serie de victorias.
Tuf, mientras tanto, se dedicaba a beber jarras de cerveza negra producida en el Arca y a esperar, con Dax acurrucado en su regazo.
Había pasado un mes tras el debut de los cobalgatos cuando acudió a visitarlo una nave, una afilada lanzadera verde y oro que atracó después de las comunicaciones protocolarias. Tuf recibió a los visitantes con Dax en brazos; el gato los consideró amistosos, así que no activó las defensas.
Eran cuatro, todos con armadura de escamas doradas y esmalte verde. Tres estaban firmes, mientras que el cuarto, un hombre corpulento y muy emperifollado, tocado con un casco dorado con una brillante pluma verde que ocultaba la calva, se adelantó y le tendió una rolliza mano.
—Le agradezco la intención —dijo Tuf, manteniendo ambas manos sobre Dax—, pero no me agrada el contacto físico. ¿Podría interesarme por su nombre y el asunto que le trae por aquí, caballero?
—Morho y Varcour Otheni —empezó a decir el líder. Tuf levantó la mano.
—Bien. Usted es el maestro de bestias de la casa de Varcour y ha venido a comprar un monstruo. Con eso basta. Lo cierto es que solo deseaba, de manera un tanto instintiva, ver si me decía usted la verdad.
Los labios regordetes del maestro de bestias formaron una O.
—Sus ayudantes deberán quedarse aquí —dijo Tuf—. Usted sígame.
Haviland Tuf casi no dejó que Morho y Varcour Otheni abriese la boca hasta que estuvieron solos en la sala del ordenador, sentados en extremos opuestos en diagonal.
—Los Norn les han hablado de mí, si no me equivoco —aventuró Tuf. Morho sonrió mostrando los dientes.
—En efecto, así es. Persuadimos a un sirviente de la casa de Norn para que revelara el origen de los cobalgatos. Afortunadamente para nosotros, su Arca seguía en órbita. Se lo está pasando bien en Lyronica, ¿eh?
—Hay problemas, y me gustaría poder ayudar. Sin ir más lejos, el problema que lo aqueja a usted. Varcour es ahora, con toda seguridad, la última y la menos considerada de las Doce Grandes Casas. Sus lagartos león no son lo que se dice impresionantes, y tengo entendido, además, que su territorio comprende sobre todo tierras pantanosas; por tanto, su selección de combatientes es muy limitada. ¿He captado la esencia de sus tribulaciones?
—Hum… En efecto, así es. Se me ha adelantado, caballero, pero ha acertado en todo. Hasta que intervino usted, nos iba bastante bien. Desde entonces, sin embargo… En fin, digamos que no hemos podido vencer ni un solo combate contra Norn, que solía ser nuestra principal víctima. Unas pocas victorias miserables contra la casa de Wrai Hill y la casa de la isla de Amar, un golpe de suerte contra Feridia, un par de empates por muerte simultánea con Ameth y Sin Doon: esta ha sido nuestra suerte durante el último mes. Así no podemos sobrevivir. Me convertirán en criador y me enviarán de vuelta al campo, a menos que haga algo.
Tuf silenció a Morho con un gesto.
—No es necesario que me dé más detalles; me hago cargo de sus cuitas. Desde que hice negocios con Herold Norn, he tenido la gran fortuna de gozar de un número casi ilimitado de horas de ocio. Por consiguiente, y como ejercicio mental, me he dedicado a meditar sobre los problemas de las Grandes Gasas, una por una. No hace falta que perdamos un tiempo precioso: estoy capacitado para solucionar sus actuales dificultades. Hay un precio, claro está.
—He venido preparado —dijo Morho, sonriendo—. Sé cuál es el precio. No hay duda de que es alto, pero estamos dispuestos a pagar, siempre que pueda…
—Caballero —interrumpió Tuf—. Soy una persona caritativa. Nom era una casa pobre, y su maestro de bestias en poco se distinguía de un mendigo, de modo que me apiadé de él y le cobré un precio bajo. Los dominios de Varcour son más ricos, más esplendorosos sus estandartes y más reverenciadas sus victorias. En este caso debo cobrar trescientos mil estándares, para compensar las pérdidas sufridas en mi generoso trato con Nom.
Morho emitió un gimoteo de sorpresa, y las escamas tintinearon cuando se revolvió en el asiento.
—¡Es demasiado, es demasiado! —protestó—. Le ruego que reflexione. Es cierto: nuestra gloria supera a la de Nom, pero no tanto como supone. Si pagamos el precio que nos pide, nos moriremos de hambre. Los lagartos león derribarán nuestras fortificaciones. Los pilares que sustentan nuestras ciudades se hundirán en el pantano; el lodo las cubrirá, y los niños morirán ahogados.
Tuf no había apartado la vista de Dax.
—Comprendo —dijo Tuf cuando volvió a mirar a Morho—. Me conmueve usted. Doscientos mil estándares.
Morho y Varcour Otheni empezó de nuevo a protestar y suplicar, pero esta vez Tuf se limitó a quedarse sentado en silencio, con las manos reposando en los brazos del sillón, hasta que el maestro de bestias, agotado y con el rostro enrojecido y sudoroso, se avino a pagar el precio.
Tuf tocó un botón en el cuadro de mando. La imagen de un saurio de gran tamaño se materializó entre Morho y él; el reptil, de tres metros de altura, estaba cubierto de escamas grises y verdes, y caminaba sobre dos patas gruesas terminadas en garras. La cabeza, de tamaño desproporcionado, remataba un cuello corto, y las mandíbulas parecían capaces de arrancarle la cabeza a cualquiera de un mordisco. Pero lo que más llamaba la atención de aquella criatura eran las patas delanteras, formadas por tensos músculos cortos y rematadas por espolones óseos de un metro de largo.
—Este es el tris neryei de Desembarco de Cable —dijo Tuf—, o así lo llamaron los fyndii, cuyos colonos llegaron a ese mundo un milenio antes que el ser humano. La traducción literal del término sería «cuchillo viviente». Los humanos lo llamaron «tirano de filos», probablemente por su parecido con el tiranosaurio, el lagarto tirano, un reptil extinto de la Vieja Tierra. La similitud solo es superficial; le aseguro que este tris neryei es un carnívoro mucho más letal de lo que fue el tiranosaurio, gracias a esas patas delanteras, esas espadas de hueso que utiliza con una ferocidad instintiva temible.
Morho se inclinó hacia delante hasta que el asiento crujió bajo su peso, y Dax llenó de ardiente entusiasmo la mente de Tuf.
—¡Excelente! —exclamó el maestro de bestias—. Aunque el nombre resulta un poco enrevesado; lo llamaremos «tiranosable». ¿Qué le parece?
—Llámenlo como más les guste; me trae sin cuidado. Estos saurios poseen numerosas características favorables para la casa de Varcour; si opta por llevárselos, le entregaré también, sin cargo adicional, unas babosas arborícolas de Cathaday para que se reproduzcan en sus tierras. Le resultarán…
Cuando tenía ocasión, Tuf seguía las noticias de la Arena de Bronce, aunque nunca más se aventuró a pisar Lyronica. Los cobalgatos siguieron barriendo todo lo que se les ponía por delante; en un encuentro especial a tres bandas, una bestia de Norn acabó con un simio estrangulador de Arneth de primera clase y con una rana sanguinaria de la isla de Amar Pero la estrella de la casa de Varcour ascendía también; los recién presentados tiranosables se convirtieron en la sensación de la Arena de Bronce, con sus poderosos gritos, sus pesados andares y la muerte implacable que provocaban con sus formidables espadas óseas. En tres combates distintos, un enorme feridiano, un escorpión de agua y un gato-araña de Gneth se mostraron deplorablemente inferiores a los saurios de Varcour. Morho y Varcour Otheni estaba radiante. La semana siguiente, un cobalgato y un tiranosable iban a enfrentarse por la supremacía, y se esperaba un lleno total en la Arena.
Poco después de la primera victoria de un tiranosable, Herold Norn se puso en contacto con Tuf.
—¡Tuf! —protestó—. ¡No puede vender monstruos a las otras casas!
Haviland Tuf contempló el ceñudo rostro de Norn sin dejar de acariciar tranquilamente a Dax.
—No recuerdo que este tema saliera a colación. Sus monstruos se comportan según lo previsto. ¿Acaso protesta usted porque otra casa comparte ahora tan buena fortuna?
—Sí. No. Es que… Bueno, no importa. En fin, no puedo impedírselo. Sin embargo, si el resto de casas se hacen con animales que puedan derrotar a nuestros felinos, esperamos que nos proporcione algo que pueda derrotar a lo que les haya vendido. ¿Comprende?
—Por supuesto, señor. —Miró a Dax—. Ahora Herold Norn pone en duda mi capacidad de comprensión. —Alzó la vista de nuevo—. Vendo siempre que puedan pagar.
Herold Norn torció el gesto en la pantalla del comunicador.
—Sí, sí. Bueno, cuando necesitemos más monstruos, habremos conseguido tantas victorias que seremos capaces de satisfacer el extravagante precio que pretenda cobramos.
—Confío en que, en otros aspectos, todo marche según lo previsto —dijo Tuf.
—Pues sí y no. En la Arena, sí, sí, sin duda. Pero en otro sentido… En Fin, por eso lo he llamado. Los cuatro gatos jóvenes no muestran interés en procrear. Y nuestro criador no hace más que quejarse de que están adelgazando. Según su opinión, no están sanos. No he podido comprobarlo personalmente, ya que vivo en la ciudad, y los animales están en las llanuras que rodean la casa de Nom; pero es preocupante. Los gatos, desde luego, están en libertad, pero los hemos equipado con dispositivos de seguimiento para…
Tuf levantó la mano para interrumpirlo.
—Sin duda, aún no están en época de apareamiento. ¿No lo han tenido en cuenta?
—No, claro. Bueno, tiene lógica. Supongo, pues, que es solo cuestión de tiempo. El otro tema son esos saltadores que nos dio. Los dejamos también en libertad, y esos sí que han criado. Han devorado toda la hierba de las praderas ancestrales de la casa de Nom. Es muy molesto, están por todas partes. ¿Qué podemos hacer?
—Críen cobalgatos —repuso Tuf—. Son depredadores eficaces y acabarán con la plaga de saltadores.
La expresión de Herold Nora era desconcertante y delataba cierta angustia.
—Sí, sí —dijo—, pero…
Tuf se levantó.
—Me temo que me reclaman otros asuntos —afirmó—. Una lanzadera ha entrado en la órbita y se aproxima a la zona de atraque del Arca. Puede que usted la conozca: es de acero azul, con grandes alas grises triangulares.
—¡La casa de Wrai Hill!
—Qué interesante —dijo Tuf—. Buenos días.
El maestro de bestias Denis Lon Wrai pagó trescientos mil estándares por su monstruo, un poderosísimo ursoide de pelaje rojizo, originado de las colinas de Vagabundo. Haviland Tuf completó la transacción con un buen lote de huevos de perezoso corredor.
La semana siguiente, cuatro hombres vestidos de seda naranja con capas color rojo fuego visitaron el Arca. Regresaron a la casa de Fendia con cuatrocientos cincuenta mil estándares menos y un contrato para la entrega de seis magníficos alces venenosos, además de una piara de cerdos herbívoros de Hranga de regalo.
El maestro de bestias de Sin Doon se llevó una serpiente gigante; el emisario de la isla de Amar se marchó encantado con su godzilla. Un comité compuesto por una docena de nobles de Dant vestidos con túnicas blancas como la leche con hebillas plateadas quedó ampliamente satisfecho con la babárgola que Haviland Tuf le ofreció, acompañada de un obsequio insignificante. Así, una por una, las doce casas recurrieron a él, y todas ellas se fueron con su monstruo, por el que pagaron un precio cada vez más alto.
A aquellas alturas, los dos cobalgatos que combatían por Nom habían muerto, el primero atravesado por el espolón de un tiranosable de Varcour, el segundo aplastado entre las titánicas garras de un ursoide de Wrai Hill (aunque, en ese último caso, también el ursoide había muerto). Tal vez los grandes felinos presintieron la suerte que los aguardaba, pero no habían podido hacer nada para evitarla. Herold Nom llamaba al Arca a diario, pero Tuf había programado el ordenador para que rechazase las llamadas.
El último en visitar a Haviland Tuf, cuando ya habían pasado por el Arca los representantes de las otras once casas, fue Danel Leigh Ameth, maestro de bestias de la casa de Ameth del Bosque Dorado, que, de ser la primera y más orgullosa de las Doce Grandes Casas de Lyronica, había pasado a ser la última y menos considerada. Ameth era un hombre sumamente alto, que podía mirar a Tuf cara a cara, pero no era gordo como él, sino todo músculo. Tenía la piel de color ébano, la nariz aguileña y el pelo corto, gris como el hierro. El maestro de bestias acudió a la reunión vestido con ropajes dorados, cinto y botas carmesí, y tocado con una pequeña boina ladeada del mismo color. Utilizaba como bastón una aguijada de adiestramiento.
Dax percibió en aquel hombre una hostilidad inmensa, intenciones traicioneras y rabia a duras penas controlada, así que Haviland Tuf se ocultó un láser bajo el capote, atado a la cintura.
——El punto fuerte de Arneth del Bosque Dorado ha sido siempre la variedad —empezó Danel Leigh Arneth—. Mientras las demás casas de Lyronica confiaban su fortuna a una única bestia, nuestros padres y abuelos trabajaban con docenas. Siempre disponíamos de una opción óptima, de una estrategia, para enfrentamos a cualquiera de sus animales. Ahí radicaba nuestro orgullo y grandeza. Pero no tenemos estrategia alguna contra sus bestias demoníacas, mercader. No importa a cuál de nuestros cien luchadores enviemos a la arena: siempre resulta muerto. Nos vemos obligados a negociar con usted.
—Lo dudo —replicó Tuf—. Yo no obligo a nadie. Pero, por favor, examine con toda libertad mis existencias. Puede que la fortuna le sonría y le devuelva sus opciones estratégicas.
Manipuló los controles del brazo del sillón, y los monstruos desfilaron ante los ojos del maestro de bestias Arneth: criaturas con pelo, escamas, plumas o coraza; bestias de las montañas, las selvas, los lagos y las llanuras; depredadores, carroñeros y letales herbívoros grandes y pequeños. Y Danel Leigh Arneth, con los labios apretados, terminó por encargar cuatro ejemplares de cada una de las doce especies más grandes y mortíferas, con un coste total de dos millones de estándares.
La transacción, completada con el regalo de un animalito inofensivo, como en el resto de casas, no sirvió para apaciguar ni un ápice el mal humor de Arneth.
—Es usted listo y taimado, Tuf, pero a mí no me engaña. —Haviland Tuf no respondió—. Se ha hecho inmensamente rico y ha tomado el pelo a cuantos le compraron algo creyendo que les convenía. Por ejemplo, la casa de Norn. Sus cobalgatos no sirven para nada. Eran una casa pobre, y el precio que le pagaron los llevó al borde de la ruina, igual que nos ha sucedido a todos. Tenían pensado recuperarse a base de victorias. ¡Bah! ¡Pero ya no habrá ninguna victoria más para Norn! Cada casa que recurrió a usted se situó por encima de las que habían comprado con anterioridad, de modo que la de Arneth, la última en comprar, seguirá siendo la más magnífica de todas. Nuestros monstruos causarán estragos. El ruedo de la Arena de Bronce se oscurecerá con la sangre de esas bestias inferiores.
Tuf entrelazó las manos sobre el vientre prominente, con una expresión plácida en el rostro.
—¡No ha cambiado nada! Las Grandes Casas siguen igual: Arneth es la más grande, y Norn, la menor. Lo único que ha hecho es lucrarse a costa nuestra, chupamos la sangre, y no ha habido gran señor que no se haya sacrificado para estar a la altura. Ahora nuestros rivales esperan la victoria, rezan por ella, dependen de ella, pero todas las victorias serán para la casa de Ameth. Somos los únicos a los que no ha podido engañar, porque yo ya tenía previsto ser el último en comprar y, por tanto, obtener el mejor trato.
—Pese a toda la sabiduría y sagacidad de la que sin duda hace gala, maestro —dijo Haviland Tuf—, comete un error en este caso. Niego haber engañado a nadie.
—¡Déjese de juegos de palabras! —rugió Ameth—. No volverá a tener trato alguno con las Grandes Casas. Norn no tiene dinero para comprarle nada, pero aunque lo consiguiera, usted no se lo venderá, ¿entendido? Este círculo vicioso se ha terminado.
—Por supuesto. —Tuf miró a Dax—. Danel Leigh Ameth pone en duda mi capacidad de entendimiento. Soy un incomprendido. —Clavó la mirada serena en el maestro de bestias vestido de rojo y oro—. Capto perfectamente sus intenciones, señor. Tal vez sea hora de que me marche de Lyronica. De cualquier manera, no volveré a hacer tratos con Nom ni con ninguna de las Grandes Casas. Es un capricho imprudente, por-que me priva de grandes beneficios, pero soy una persona tranquila y suelo dejarme llevar por mi instinto, así que me inclino ante el estimado Danel Leigh Ameth y acato sus exigencias.
Dax informó sin palabras de que Ameth estaba satisfecho y apaciguado: había acobardado a Tuf y había obtenido una gran victoria para su casa. Los demás rivales no volverían a sorprenderlo con nuevos combatientes, y la Arena de Bronce sería, una vez más, predecible. Se marchó muy contento.
Tres semanas más tarde acudió una flota de doce brillantes lanzaderas jaspeadas de oro, que transportaba una docena de cuadrillas de trabajadores ataviados en oro y carmesí, para recoger las adquisiciones de Danel Leigh Ameth. Tuf fue a despedirlos sin dejar de acariciar al perezoso Dax y regresó por los largos pasillos del Arca hasta la sala de control para responder a la llamada de Herold Nom.
El maestro de bestias, antes delgado, ahora estaba esquelético.
—¡Tuf! Las cosas están yendo muy mal. Necesitamos su ayuda.
—¿Mal? Si les resolví el problema…
Nom hizo una mueca y se rascó bajo la diadema de metal.
—No. no, escúcheme. Todos los cobalgatos están muertos o enfermos. Cuatro murieron en la Arena de Bronce; comprenderá que, a pesar de que sabíamos que la segunda pareja era demasiado joven, cuando perdimos a la primera no nos quedó más remedio: era eso o volver a los colmillos de hierro. Ahora solo nos quedan dos, y están más bien desganados: cazan algún que otro saltador, y nada más. Y tampoco podemos entrenarlos. Cuando el entrenador entra en el redil con la aguijada, los puñeteros gatos le adivinan las intenciones. Van siempre un paso por delante de él, ¿me explico? En la arena no responden al cántico de muerte. Es terrible.
Y lo peor es que ni siquiera crían. Necesitamos más. Si no, ¿qué vamos a inscribir en los combates?
—Aún no es la temporada de celo de los cobalgatos —dijo Tuf
—Sí, sí. ¿Cuándo llega la temporada de celo?
—Interesante pregunta; lástima que no la formulase antes. Según tengo entendido, en el Mundo de Celia, la hembra de pantera cobalto entra en celo en primavera, coincidiendo con la floración del penacho de nieve. Si no me equivoco, el acontecimiento está relacionado con una especie de activador biológico.
Herold Nom volvió a rascarse por debajo de la fina diadema de latón.
—Pero… ¡esto es una trampa! ¡Lo tenía todo pensado! En Lyronica no hay esas cosas de nieve, como sea que las haya llamado. Supongo que ahora pretenderá cobramos una fortuna por estas flores.
—Por supuesto que no, caballero. Si estuviera en mi mano, donaría gustosamente, y gratis, los necesarios penachos de nieve de Celia a la casa de Nom. Su situación me conmueve. Sin embargo, se da la circunstancia de que he llegado a un acuerdo con Danel Leigh Ameth para no volver a comerciar con las Grandes Casas de Lyronica. —Se encogió de hombros, impotente.
—Hemos logrado victorias con sus felinos. —La voí de Nom estaba cargada de desesperación—. Ahora disponemos de unos cuarenta mil estándares. Son suyos. Véndanos esas flores. O mejor, un animal nuevo. Más grande. Más salvaje. He visto las espectrárgolas de Dant. Véndanos algo así. ¡No tenemos nada que inscribir en la Arena de Bronce!
—¿Nada? ¿Qué me dice de los colmillos de hierro? El orgullo de Nom, según me dijo.
Herold Nom hizo un ademán de impaciencia.
—Compréndalo, hemos tenido problemas. Esos saltadores que nos dio se comen cualquier cosa, todo. Están totalmente descontrolados. Los hay por todas partes, miles, quizá millones; devoran el pasto y todas las cosechas. Los cultivos… Es increíble lo que han hecho con ellos… A los cobalgatos les encantan, sí, pero no tenemos suficientes cobalgatos. Y los colmillos de hierro salvajes no quieren ni acercarse a los saltadores; supongo que no les gusta el sabor. Bueno, en realidad no tengo ni idea del motivo. Pero, entiéndalo, esos saltadores han expulsado al resto de los herbívoros, y con ellos se han ido los colmillos de hierro. Supongo que a los terrenos libres, más allá de los dominios de Norn.
Hay por allí unos cuantos poblados, algunos granjeros, pero no quieren ni oír hablar de las Grandes Casas. Son de Támber, ni siquiera tienen peleas de perros. ¡Probablemente intenten domesticar a los colmillos de hierro!
—Entiendo. Pero aún tienen los criaderos, ¿no es así?
—Ya no. —Norn parecía angustiado—. Ordené que los clausuraran.
Los colmillos de hierro estaban perdiendo todos los combates, sobre todo después de que empezase usted a comerciar con las otras casas. Me pareció una tontería arrastrar esa carga, y eso aparte de los costes: nos dejó las arcas vacías, así que nos vimos en la necesidad de hacer recortes. Teníamos que pagar las tarifas de la Arena, necesitábamos efectivo para las apuestas y, además, nos hemos visto obligados a comprar comida a Támber para alimentar a nuestros entrenadores y al personal de la casa. En serio, no puede usted imaginarse lo que los saltadores han hecho con las cosechas.
—Caballero —dijo Tuf—, le ruego que me conceda un cierto margen de confianza. Soy ecólogo y poseo amplios conocimientos sobre los saltadores y sus costumbres. ¿Debo entender, entonces, que han cerrado los criaderos de los colmillos de hierro?
—Sí, sí. Soltamos a esos inútiles, y ahora se han ido, junto con los demás. ¿Qué vamos a hacer? Los saltadores están invadiendo las llanuras; los felinos no crían, y pronto, si seguimos viéndonos obligados a importar alimentos y a pagar las tarifas de la Arena sin esperanza alguna de victoria, nuestro dinero se agotará también.
—Se enfrentan, eso es obvio, a una serie de problemas peliagudos, y yo soy la persona indicada para ayudarles. —Tuf entrelazó las manos—. Por desgracia, he dado mi palabra a Danel Leigh Arneth.
—¿No hay esperanza? Se lo suplico, Tuf; yo, un maestro de bestias de Norn. Pronto tendremos que abandonar por completo los juegos, porque nos quedaremos sin fondos para las tarifas de la Arena y para las apuestas, y tampoco tendremos animales que inscribir. La mala fortuna se ha cebado en nosotros. Ninguna Gran Casa ha dejado nunca de proporcionar su cuota de luchadores; ni siquiera la casa de Feridia cuando padeció la Sequía de los Doce Años. Quedaremos deshonrados. La casa de Norn sufrirá la ignominia de tener que enviar gatos y perros al combate, para que los despedacen los monstruos terribles que ha vendido a las otras casas.
—Caballero —dijo Tuf—, si se me permite una observación poco pertinente, que quizá carezca de fundamento, tengo la corazonada… Eso es: corazonada es la palabra justa; un término curioso, por cierto… Tengo la corazonada, decía, de que los monstruos a los que tanto teme empezarán a escasear en las semanas y meses venideros. Por ejemplo, es posible que los jóvenes ursoides de Vagabundo entren en hibernación en breve. Tienen menos de un año de edad, ¿sabe? Espero que los señores de Wrai Hill no se sientan desconcertados en exceso por ello; aunque temo que tal esperanza sea vana. Vagabundo, como sin duda sabe, tiene una órbita extremadamente irregular alrededor de su cuerpo central, de modo que sus largos inviernos duran aproximadamente veinte años estándar. Los ursoides están adaptados a ese ciclo, así que sus procesos corporales empezarán pronto a hacerse cada vez más lentos, hasta el punto de que un observador que no conozca la circunstancia podría juzgar que están muertos; y me temo que no es fácil despertarlos. Quizá los entrenadores de Wrai Hill, personas de altísimo nivel y agudo intelecto, averigüen la forma de hacerlo. Pero me inclino a suponer que dedicarán la mayor parte de sus energías y recursos monetarios a alimentar a la población, a la luz de la voracidad de los perezosos corredores. De modo similar, la casa de Varcour tendrá que enfrentarse a una explosión de babosas arborícolas de Cathaday. Las babosas arborícolas son unas criaturas fascinantes. En determinado momento de su ciclo vital se convierten en verdaderas esponjas y duplican su tamaño. Un grupo lo bastante numeroso es capaz de desecar por completo una extensión considerable de terreno pantanoso. —Tuf hizo una pausa mientras se tamborileaba rítmicamente el vientre—. Lo lamento, estoy divagando. Pero ¿entiende adonde quiero llegar? ¿Mis intenciones?
Herold Nom tenía el aspecto de un cadáver.
—Está usted completamente loco. Ha acabado con nosotros. Nuestra economía, nuestros ecosistemas… ¿Por qué? Le hemos pagado bien. Las casas… ¡Las casas! ¡Sin bestias! ¡Sin fondos! ¿Cómo organizaremos los juegos? ¡Nadie enviará luchadores a la Arena de Bronce!
Haviland Tuf levantó las manos, conmocionado.
—¿De veras?
Apagó el comunicador, se levantó con una sonrisa en los labios apretados y se puso a hablar con Dax.