UNA PIZCA DE TUF
A lo largo de mi carrera he ido dejando un reguero de cadáveres de series.
Empecé la serie del anillo estelar con «Esa otra clase de soledad» y «Nor the Many-Colored Fires of a Star Ring», pero luego perdí el interés y no llegué a escribir el tercer cuento. Tras «A Peripheral Affair» iba a haber más aventuras de la nave Mjolnir y la Good Ship Lollipop. No se publicaron porque no las escribí. La serie de los manipuladores de cadáveres marcó un récord: tres. Empezó con «Nobody leaves New Pittsburg» y siguió con «Desobediencia»; «El hombre de la casa de carne» supuso el…, bueno, algo parecido a la conclusión, porque fue la última. Tengo un cuarto cuento que en realidad son cuatro páginas de párrafos sueltos, y notas para otra docena de historias. Juro que en su momento tuve toda la intención de escribirlas, enviarlas a revistas y compilarlas en un libro que llamaría Canciones que cantan los muertos, pero no llegué a acabar el cuarto cuento, y los otros ni los empecé. Al final, cuando utilicé ese título para una recopilación que se publicó en Dark Harvest en 1983, el único cuento que me pareció que estaba a la altura era «El hombre de la casa de carne».
La serie de Refugio del Viento fue mejor en parte porque la escribí con Lisa Tuttle, ya que tenía a alguien que me daba un empujoncito cada vez que me quedaba sin ideas. Lisa también aportó alguna que otra suya, claro. Al principio queríamos escribir un cuento, pero gracias a Ben Bova, director de Analog, acabó por convertirse en la novela corta «Tormentas», perdedora del Hugo y del Nébula. Luego vinieron «El Alimanco» y «La caída», otras dos novelas cortas, y al final, Lisa y yo juntamos las tres, escribimos un prólogo y un epílogo, y publicamos Refugio del Viento, ejemplo típico de fix-up: un libro que reúne novelas cortas o cuentos ya publicados con anterioridad.
En teoría, Refugio del Viento no debía suponer el final de la serie de Refugio del Viento. Lisa y yo queríamos continuar la historia de otras dos generaciones a lo largo de dos libros más, en los que se vería la transformación del mundo provocada por Maris en «Tormentas». El segundo libro iba a titularse «Alas pintadas», y la protagonista sería la niñita que habíamos presentado en «La caída», ya mayor.
No llegamos a escribirlo. Durante años y años hablamos de escribirlo, pero nunca coincidíamos. Cuando yo quedaba libre, Lisa estaba en pleno proceso de gestación de una novela. Cuando la que quedaba libre era ella, yo me había ido a Hollywood, o estaba con un ‘Wild Cards’ o con alguna novela. Cuando más cerca estábamos mediaban mil quinientos kilómetros de distancia; más tarde yo me mudé al oeste (a Santa Fe y Los Angeles) y ella al este (a Inglaterra y Escocia), y nuestros encuentros eran cada vez menos frecuentes. También fuimos madurando, desarrollamos cada uno nuestro propio estilo, nuestra propia voz y nuestra propia visión del mundo, lo que dificultaba el trabajo conjunto. Las colaboraciones literarias son para escritores jóvenes. O para escritores viejos y cínicos que quieren exprimir su nombre al máximo. Y por eso nuestras «Alas pintadas» no emprendieron el vuelo.
Como ya he mencionado en estos comentarios, mis otras series fueron aún más cortas. Tuve la serie del Angel de Acero (un cuento), la de Sharra (un cuento), la de Alys la Gris (un cuento), la de Wo y Shade (un cuento), la del tráfico de piel (un cuento)… Parece más que suficiente para sospechar que nos encontramos frente a un grave caso de creatus interruptus.
Pero ahí es donde entra Tuf.
Haviland Tuf, ingeniero ecológico, dueño del Arca y protagonista de Los viajes de Tuf, que puede considerarse una serie de relatos o un fix-up (los críticos dicen lo primero, y los editores, lo segundo). Tuf acabó de un plumazo con mi pánico a las series y abrió las puertas para «Wild Cards» y Canción de hielo y fuego.
Por supuesto, como lector, tenía mis protagonistas de series preferidos. En el terreno de la fantasía me atraían el Elric de Moorcock y el Solomon Kane de Howard, y me encantaba la pareja de bribones de Fritz Leiber, Fafhrd y el Ratonero Gris. En ciencia ficción, tenía cariño a Retief y a Dominic Flandry, a Lije Baley y a R. Daneel Olivaw, pero mis favoritos, como no podía ser de otra manera, siempre fueron Magnus Ridolph, el detective galáctico de Jack Vanee, y Nicholas van Rijn, el astuto y obeso príncipe mercader del espacio creado por Poul Anderson.
Como escritor, soñaba con crear mi propia serie, además de larga, popular, claro. Y tenía una idea potente en que basarla. Corría el año 1975, y la palabra ecología estaba en boca de todos. Se me ocurrió que una serie protagonizada por una especie de ingeniero biogenético que fuera de planeta en planeta resolviendo (o, en ocasiones, creando) problemas ecológicos me ofrecería posibilidades infinitas. Y lo mejor de todo era que nadie había escrito nada remotamente parecido, que yo supiera.
Pero ¿cómo sería ese ingeniero? Sabía que tenía una idea genial, pero para que la serie funcionara necesitaba también un protagonista genial al que los lectores quisieran seguir relato tras relato. Empecé a pensar en los personajes que me habían fascinado como lector: Nicholas van Rijn, Conan, Sherlock Holmes, Mowgli, Travis McGee, Horario Hornblower, Elric de Meniboné, Batman, Northwest Sinith, Flashman, Fafhrd y el Ratonero, Retief, Susan Calvin, Magnus Ridolph… Un grupo variopinto, sí. ¿Tenían algo en común?
Sin duda.
Enseguida vi dos cosas. Para empezar, todos tenían un nombre estupendo que les iba como anillo al dedo. Eran nombres inolvidables, nombres singulares. Nadie conocía a dos Horatio Hornblower. En la agenda telefónica de Melniboné no habría cuatro Elrics. Northwest Smith no tenía que firmar con la inicial de su segundo nombre para que no lo confundieran con otros Northwest Smiths.
En segundo lugar, todos eran imponentes. En aquel grupo no había ni un solo mediocre; ninguno corría el peligro de disolverse en la multitud gris. Casi todos eran los mejores de su ramo, ya fueran batallas navales (Hornblower), deducciones (Holmes), combates cuerpo a cuerpo (Conan) o cobardía y lujuria (Flashman). Casi todos tenían una idiosincrasia muy marcada, por decirlo suavemente. No me cabe duda de que en la ficción también hay lugar para personajes realistas, normales, menores, de personalidad anodina, pero, desde luego, no como protagonistas de una serie.
«Vale, ya lo tengo», me dije.
Y nació Haviland Tuf, comerciante, amante de los gatos, vegetariano, calvo y corpulento, bebedor de vino de setas y aficionado a jugar a ser dios, quisquilloso y formal, con una idiosincrasia tan peculiar que ya solo podía considerarse excentricidad. Tiene algo de Holmes y de Ridoph, una chispa de Nicholas van Rijn, un poco de Hércules Poirot y mucho de Alfred Hitchcock. Pero poco de mí. De todos los héroes que he creado, Tuf es el que menos se me parece (si bien es cierto que tuve un gato llamado Dax, pero no era telépata).
¿Y el nombre? Haviland es un apellido en el que me fijé una vez en unos carteles de un torneo de ajedrez que dirigí. No sé de dónde salió lo de Tuf, pero cuando junté nombre y apellido no me cupo ni la menor duda de que era mi protagonista.
En los setenta todavía intentaba colocar mis cuentos en sectores del mercado tan variados como me fuera posible. Quería demostrar que podía vender historias a cualquiera y no siempre a los mismos editores. Además, estaba convencido de que, cada vez que publicaba en un sector nuevo, llegaba a nuevos lectores que tal vez se interesaran por mis obras precedentes.
Basándome en esa teoría vendí el primer relato de Haviland Tuf para una antología británica en tapa dura titulada Andrómeda, a cargo de Peter Weston. Y es posible que con «Una bestia para Norn» consiguiera legiones de nuevos lectores ingleses, aunque no sabría decirlo; por desgracia, muy pocos de mis fieles lectores estadounidenses lo leyeron, y no fue hasta tres años más tarde, cuando St. Martin publicó una edición norteamericana de aquella antología. Para entonces yo ya había vendido a Ben Bova el segundo relato, «Llamadle Moisés», y a partir de entonces, Tuf se convirtió en un personaje habitual en las páginas de Analog. Ben y Stanley Schmidt, su sucesor, fueron siempre los primeros en leer cada nueva historia de Tuf, y las compraron todas.
Que tampoco fueron tantas. Me divertía mucho escribiendo esos cuentos, pero Tuf no era ni mucho menos la única pelota que tenía en el aire. Estábamos a finales de los setenta; seguía dando clases en el Clarke College, así que no escribía a tiempo completo, y tenía la cabeza llena de historias que contar. Después cuando me mudé a Santa Fe antes de que terminara el año 1979 para dedicarme plenamente a la escritura, preferí concentrarme en las novelas. Sueño del Fevre me ocupó casi todo 1981; The Armageddon Rag, casi todo 1982, y Black and White and Redall Over, 1984. (No pienso hablar de 1983, mi año perdido). Es más que probable que la serie de Tuf hubiera muerto entonces, con solo tres o cuatro relatos, de no ser por Betsy Mitchell.
Betsy había sido redactora en Analog con Stan Schmidt, pero en 1984 dejó la revista para ocupar el puesto de editora en Baen Books. Poco después me llamó para preguntarme si había pensado recopilar las aventuras de Haviland Tuf. Claro que lo había pensado, pero «más adelante», en el futuro, cuando hubiera escrito suficientes relatos protagonizados por él. Por aquel entonces, lo que tenía daba para medio libro como mucho, pero la oferta de Betsy era de lo más tentador. Mi carrera atravesaba un momento muy difícil. Los lectores habían pasado olímpicamente de The Armageddon Rag conque no había editor que quisiera ver Black and White and Red All Over ni de lejos. Era mi oportunidad de volver a entrar en la maquinaria. Solo tenía que escribir más historias de Tuf, vender los derechos de la serie a Stan Schmidt para Analog, recopilarlas luego para Betsy y juntar lo suficiente para pagar unos meses más de hipoteca.
Así fue como nació «La estrella de la plaga», el relato en el que Tuf toma posesión del Arca, y más tarde el tríptico de Suthlam, que sería el eje del libro. Baen publicó Los viajes de Tuf en 1986, concretamente en febrero, en forma de novela, Mi quinta novela, como suele considerarse, aunque a mí siempre me ha parecido una recopilación de cuentos. Para mí, la quinta novela será siempre Black and White and Red All Over, por fallida e inacabada que sea.
Esto no sería un buen resumen de mi variopinta trayectoria si no incluyera una pizca de Tuf, así que he elegido dos cuentos. Quien quiera más, que se haga con un ejemplar de Los viajes de Tuf.
«Una bestia para Norn» fue el primer cuento de Tuf, y lo escribí en 1975, aunque se publicó en 1976. Cuando llegó el momento de recopilar los relatos para Betsy y dar forma a Los viajes de Tuf en 1985, ya había pasado una década; Haviland Tuf había cambiado, estaba mejor definido, por decirlo de alguna manera. El Tuf de «Una bestia para Norn» ya no encajaba, así que revisé el relato y le di más contenido para acercar el proto Tuf al personaje en que se había convertido en historias posteriores. Es esa versión revisada de «Una bestia para Norn» la que aparece en Los viajes de Tuf pero para esta retrospectiva me ha parecido más interesante incluir mi primera aproximación al personaje, así que lo que encontrarán a continuación es la versión original, tal como apareció en Andrómeda en 1976.
«Guardianes» es de una cosecha más tardía, ya que se publicó por primera vez en Analog en octubre de 1981. Fue el cuento más popular entre los lectores y ganó el Locus al mejor cuento largo del año, aparte de una nominación para los Hugo, donde quedó en segundo lugar, tras la sensacional «La variante del unicornio[9]» de Roger Zelazny. Por cierto, Roger era uno de mis mejores amigos, y la idea de «La variante del unicornio» se la había sugerido yo medio en broma un día en el coche mientras íbamos a Albuquerque a una comida de escritores. Roger lo reconoció caballerosamente llamando Martin a su protagonista, pero… luego me quitó el Hugo.
En su momento se habló de publicar un segundo libro de Tuf. Los viajes de Tuf se había vendido bien, por lo que Betsy propuso continuar la serie con una nueva recopilación de relatos o, ¿por qué no?, con una novela completa. Ganas no me faltaban, y tenía notas para otra docena de cuentos de Tuf, de modo que enseguida redactamos y firmamos el contrato, y hasta llegaron a anunciarlo en Locus. El título que barajábamos era Twice as Tuf («El doble de Tuf», que en inglés suena igual que «el doble de duro»), aunque si me hubiera decidido por escribir la novela probablemente la habría titulado Tuf Landing (que sonaría como «aterrizaje forzoso»).
Ni la recopilación ni la novela llegaron a ver la luz. Hollywood se cruzó por medio, y de repente me vi en Los Angeles ganando en dos semanas lo mismo que me habría dado el contrato de Twice as Tuf por un año de trabajo. En aquel momento me hacía mucha falta el dinero, debido a las desastrosas ventas de The Armageddon Rag y la falta de editor para Black and White and Red All Over. La fecha de entrega se nos echó encima, así que le propuse a Betsy contratar a un colaborador, a alguien que escribiera los relatos a partir de mis esquemas. Para mí los contratos son una cosa seria, y quería cumplir con Baen a toda costa. Pero lo del colaborador no era la mejor alternativa. A Betsy Mitchell tampoco se lo pareció, y me convenció para que lo dejara correr. La verdad es que le estoy agradecido. Si los relatos de Tuf los hubiera escrito otra persona, no habrían sido iguales; habría significado engañar a Baen Books, a mis lectores y a mí mismo. Al final rompimos el contrato a cambio de los derechos para reeditar algunos de mis títulos anteriores, y todos contentos. Menos los fans de Tuf.
De esos aún quedan muchos, a decir verdad. Durante más de una década me han seguido llegando cartas pidiendo que dejara de escribir Wild Cards, o cosas para la tele, o esas novelas tan gordas de fantasía, y me dedicara más a Haviland Tuf.
A eso solo puedo responder una cosa: «Tal vez, el día menos pensado, cuando nadie se lo espere…».