image

El hombre con forma de pera

image

El hombre con forma de pera vive abajo, al final de la escalera. Tiene los hombros estrechos y encorvados, y las nalgas enormes, imponentes.

O quizá solo lo parezca por la ropa que lleva; nadie ha confesado jamás haberlo visto desnudo, y mucho menos desearlo. Viste gruesos pantalones marrones de poliéster, con los bajos anchos y el culo raído, que le quedan demasiado holgados, de bolsillos grandes y profundos, tan abarrotados de chismes y trastos que le forman una protuberancia a cada lado. Los lleva muy altos, por encima del barrigón, ceñidos en torno al pecho con un fino cinturón de cuero. De hecho, los lleva tan arriba que se le ven perfectamente los calcetines medio caídos, y muchas veces también cuatro o cinco centímetros de piel lechosa. Siempre va con camisa de manga corta, normalmente blanca o azul claro, con el bolsillo de la pechera lleno de bolígrafos Bic, esos baratos de tinta azul. Seguramente pierde los capuchones, o los tira, porque alrededor del bolsillo de la camisa siempre hay un rosario de manchas. Su cabeza es como una segunda pera montada sobre la primera; tiene una buena papada, mofletes gordos y la coronilla casi acabada en punta. La nariz es ancha y chata, con poros grandes y grasientos; los ojos, pequeños y claros, muy juntos. Tiene el pelo fino, moreno, lacio y casposo; parece que no se lo lave jamás, y hay quien dice que se lo corta él mismo con un cuenco y un cuchillo romo. Además, el hombre con forma de pera huele raro; es un aroma dulzón, un poco agrio, una mezcla de mantequilla rancia, carne pasada y verduras podridas del cubo de la basura. Su voz es aguda, débil y chillona; una vocecita que sería graciosa viniendo de un hombre tan grande y tan feo, pero lo cierto es que resulta inquietante, y más aún lo es su sonrisa forzada. Tiene los labios gruesos y húmedos, y sonríe sin abrir la boca, sin mostrar los dientes.

Ya se sabe de quién hablo. Todo el mundo conoce a un hombre con forma de pera.

Jessie conoció al suyo nada más llegar al barrio, cuando Angela y ella se mudaron al piso del primero. Angela y su novio, Donald, estudiante de psiquiatría, al meter a rastras el sofá, habían movido sin querer el ladrillo que mantenía abierto el portal. Mientras tanto, Jessie había sacado el sillón reclinable del camión de mudanzas ella sola y lo había subido a trancas y barrancas por los escalones de la calle, y al apoyar la espalda contra el portal, con el sillón en brazos, descubrió que se había cerrado. Estaba acalorada, cansada e irritable, a punto de llorar de rabia.

Entonces, el hombre con forma de pera salió de la vivienda del sótano, situada abajo, al final de la escalera. Subió hasta la acera y se quedó mirando a Jessie desde el pie de los escalones que llevaban al edificio con aquellos ojos pequeños, claros y acuosos. No hizo el menor gesto de ayudarla. Tampoco la saludó, ni se ofreció a abrirle el portal. Solo parpadeó y esbozó su sonrisa húmeda de labios prietos, sin enseñar los dientes, y habló con aquella voz chillona, que daba dentera como el chirrido de las uñas rasgando una pizarra.

—Ah —dijo—. Aquí está.

Luego se dio la vuelta y se marchó con su andar bamboleante.

Jessie soltó el sillón, que cayó rebotando dos escalones y quedó boca abajo. De repente, pese al calor sofocante de julio, sintió frío. Contempló como se alejaba el hombre con forma de pera. Así fue su primer encuentro. Entró y se lo contó a Donald y a Angela, pero no mostraron demasiado interés.

—En la vida de toda chica debe haber un hombre con forma de pera —entonó Angela, con sarcasmo de urbanita curtida—. Seguro que alguna vez hasta habré tenido una cita a ciegas con uno.

Donald, que no vivía con ellas pero pasaba tantas noches con Angela que a veces parecía que sí, tenía preocupaciones más apremiantes.

—¿Dónde queréis que ponga el sillón?

Más tarde se bebieron unas cervezas, y Rick y Molly y los Heatherson acudieron a ayudarlas a calentar el piso, y cuando Molly no estaba cerca, Rick se ofreció (con abundantes guiños y codazos de complicidad) a posar para Jessie, y Donald bebió demasiado y se fue a dormir al sofá, y los Heatherson tuvieron una bronca que terminó con Geoff marchándose cabreado y Lureen llorando; en pocas palabras, fue una noche como cualquier otra, y Jessie se olvidó por completo del hombre con forma de pera. Pero no por mucho tiempo.

A la mañana siguiente, Angela despertó a Donald, y se marcharon; Angie, al centro, a la gran empresa donde trabajaba como secretaria de asuntos legales, y Don a estudiar psiquiatría. Jessie era ilustradora publicitaria por cuenta propia. Trabajaba en casa, cosa que, a ojos de Angela, de Donald, de su madre y del resto de la civilización occidental quería decir que no trabajaba, y punto.

—¿Te importaría hacer la compra? —le preguntó Angie antes de irse. En las dos semanas previas a la mudanza habían dejado la nevera a dos velas para no tener que acarrear un montón de comida de una punta a otra de la ciudad—. Ya que vas a estar en casa todo el día… La verdad es que necesitamos provisiones.

De modo que Jessie empujaba un carrito de la compra lleno de comida por un atestado pasillo de la tienda de la esquina, el Mercado de Santino, cuando vio al hombre con forma de pera por segunda vez. Estaba en la caja contando monedas y depositándolas en la mano de Santino. A Jessie le entraron ganas de darse la vuelta y entretenerse con algo hasta que se marchase, pero le pareció una tontería. Ya tenía todo lo que necesitaba, y al fin y al cabo era una mujer adulta; además, solo había una caja abierta. Decidida, se puso en la cola detrás de él.

Santino dejó caer las monedas del hombre con forma de pera en la vieja caja registradora y embolsó los artículos: una botella grande de Coca-Cola y una bolsa de cuarto de kilo de ganchitos de queso Cheez Doodles. Al coger la bolsa, el hombre con forma de pera la vio y le ofreció su sonrisa húmeda e insincera.

—Los Cheez Doodles son los mejores —dijo—. ¿Quieres uno?

—No, gracias —respondió Jessie educadamente.

El hombre con forma de pera metió la bolsa de papel marrón en una cartera informe de piel como las que llevan los colegiales y salió de la tienda con paso bamboleante. Santino, un hombre corpulento de pelo entrecano y calvicie incipiente, empezó a pasar las compras de Jessie.

—Menudo tipo, ¿no? —dejó caer.

—¿Quién es? —se interesó ella.

—Buf, ni idea —dijo Santino, encogiéndose de hombros—. Todo el mundo lo llama «el hombre con forma de pera». Lleva toda la vida por aquí. Viene todas las mañanas a comprar una botella de Coca-Cola y una bolsa grande de Cheez Doodles. Una vez se nos acabaron y le dije que probase los Cheetos, o yo qué sé, patatas fritas, ya sabe, por variar un poco. Pero ni de coña.

—Seguro que compra algo más que Coca-Cola y ganchitos —dijo Jessie, perpleja.

—¿Se apuesta algo, señorita?

—Pues hará las compras en algún otro sitio.

—Aparte de mi tienda, el supermercado más cercano está a nueve manzanas. Charlie, el de la tienda de golosinas, me ha dicho que el hombre con forma de pera va todas las tardes a las cuatro y media y se toma un batido de chocolate. Que sepamos, no come nada más. —Calculó el total en la caja registradora—. Son setenta y nueve con ochenta y dos, señorita. ¿Es nueva en el barrio?

—Vivo justo encima del hombre con forma de pera —confesó Jessie.

—Felicidades.

Aquella misma mañana, tras llenar los estantes y guardar las compras, establecer su estudio de trabajo en el cuarto libre, hacer cuatro retoques en la cubierta que estaba pintando para Pirouette Publishing, comer, lavar los platos, enchufar el equipo de música, escuchar un rato a Carly Simón y redistribuir la mitad de los muebles del salón, Jessie acabó por admitir que se sentía algo inquieta y pensó que era un buen momento para darse una vuelta por el edificio y saludar a sus nuevos vecinos. Sabía que no era lo habitual en la gran ciudad, pero en el fondo seguía siendo una chica de pueblo, y se sentía más segura si conocía a la gente que la rodeaba. Decidió empezar por el sótano, con el hombre con forma de pera. Bajó la escalera y se plantó ante la puerta. Entonces la sobrecogió una sensación extraña. Se fijó en que no había ningún nombre en el timbre. Se arrepintió de haber bajado, así que volvió escaleras arriba y fue a visitar a los demás vecinos.

Todos los inquilinos lo conocían; casi todos habían hablado con él una o dos veces, por pura cortesía. La vieja Sadie Winbright, que llevaba doce años viviendo en la otra puerta del primero, dijo que era muy tranquilo. Billy Peabody, que compartía con su madre inválida el gran piso del segundo, opinaba que el hombre con forma de pera era muy inquietante, especialmente su sonrisita. Pete Pumetti trabajaba de noche, y le contó que, llegase a la hora que llegase, las luces del sótano estaban siempre encendidas, aunque no era fácil darse cuenta, porque el hombre con forma de pera había condenado las ventanas con tablones. A Jess y Ginny Harris no les gustaba que sus mellizos jugasen en la escalera que llevaba a la vivienda de aquel hombre y les habían prohibido hablar con él. Jeffries, el barbero, cuyo pequeño local de solo dos sillones estaba al lado de la tienda de Santino, lo conocía y no tenía especial interés en que formase parte de su clientela. Todos sin excepción lo llamaban «el hombre con forma de pera». Era la descripción perfecta.

—Pero ¿quién es? —había preguntado Jessie. Nadie lo sabía—. ¿Y cómo se gana la vida?

—Creo que cobra alguna ayuda social —dijo la anciana Sadie Winbright—. El pobre debe de ser retrasado.

—Ni idea —contestó Pete Pumetti—. Desde luego, no da un puto palo al agua. Seguro que es marica.

—A veces pienso que pasa droga —opinó Jeffries el barbero, cuya experiencia con las drogas no iba más allá de algún que otro ungüento de herboristería.

—Apuesto a que se pasa el día encerrado escribiendo libros pornográficos —sugirió Billy Peabody.

—No se gana la vida de ninguna forma —dijo Ginny Harris—. Esa es la conclusión a la que hemos llegado Jess y yo. Seguro que es un pordiosero, no hay otra explicación.

Aquella noche, durante la cena, Jessie le habló a Angela del hombre con forma de pera y de los otros inquilinos y sus comentarios.

—Probablemente sea abogado —fue la respuesta de Angie—. Pero, a ver, ¿por qué te preocupa tanto?

Jessie no tenía una respuesta clara.

—No lo sé —dijo—. Me pone la piel de gallina. No me acaba de hacer gracia pensar que justo debajo de nosotras pueda vivir un maníaco.

—Ese es el encanto de la gran ciudad —señaló Angela, con un gesto de indiferencia—. ¿Ha venido el de la compañía telefónica?

—Quizá la próxima semana. Ese es el encanto de la gran ciudad.

Jessie no tardó en darse cuenta de que era imposible evitar al hombre con forma de pera. Cuando iba a la lavandería que había al otro lado de la manzana, allí estaba él, lavando una montaña de calzoncillos de rayas y camisas de manga corta manchadas de tinta, y Tomándose un tentempié a base de Coca-Cola y Cheez Doodles de la máquina expendedora. Trataba de no mirarlo, pero en cuanto se daba la vuelta se tropezaba con su sonrisa húmeda y su mirada fija en ella, o quizá en la ropa interior que cargaba en la secadora.

Una tarde que bajó a la tienda de golosinas de la esquina para comprar el periódico, allí estaba él, encaramado a un taburete, sorbiendo un batido, con las nalgas rebosándole por los lados del asiento.

—Es casero —le chilló.

Ella frunció el ceño, pagó el periódico y se marchó.

En cierta ocasión en que Angela había ido a ver a Donald, Jessie cogió un viejo libro de bolsillo y salió a los escalones de la entrada a leer y tal vez hacer algo de vida social, y de paso disfrutar de la brisa fresca que soplaba en la calle. Estaba concentrada en la lectura hasta que le llegó una vaharada desagradable. Al levantar la vista de la página, allí estaba él, a menos de un metro, mirándola fijamente.

—¿Qué pasa? —le espetó Jessie al tiempo que cerraba el libro.

—¿Quieres bajar a ver mi casa? —preguntó el hombre con forma de pera, con su voz aguda y gimiente.

—No —contestó ella, y se metió en su piso.

Pero media hora después, cuando se asomó, el tipo seguía plantado exactamente en el mismo sitio, con la cartera marrón en la mano, mirando a sus ventanas, mientras caía la noche. La invadió el desasosiego. Tenía ganas de que Angela volviese a casa, pero sabía que aún faltaban horas. De hecho, era muy posible que decidiese pasar la noche en el piso de Don.

Jessie cerró las ventanas pese al calor que hacía, comprobó que estuviese echada la llave de la puerta y luego se fue a trabajar al estudio. Pintar le ayudaría a quitarse de la cabeza al hombre con forma de pera. Además, en Pirouette querían la cubierta a finales de semana.

Dedicó el resto de la tarde a dar los últimos toques al fondo y repasar los detalles del vestido de la heroína. Cuando terminó, no le acababa de convencer el aspecto del protagonista masculino, así que se puso a trabajar en él. Era el típico héroe moreno, viril y de mandíbula cuadrada, pero Jessie decidió darle algún toque más personal, cosa que la tuvo entretenida hasta que oyó la llave de Angie en la cerradura.

Dejó a un lado las pinturas, se lavó y fue a tomarse un té antes de acostarse. Angela la esperaba en el salón, con las manos a la espalda, conteniendo una risilla; parecía algo achispada.

—¿De qué te ríes? —preguntó Jessie.

—Qué calladito te lo tenías —dijo, con otra risita—. Tienes novio nuevo y no me lo habías dicho.

—¿Qué estás diciendo?

—Cuando he llegado, estaba ahí fuera como un clavo. —Angie sonrió burlona y cruzó el salón—. Me ha pedido que te dé esto. —Sacó una mano de detrás de la espalda. Estaba llena de gruesos gusanos anaranjados, pequeños y retorcidos rizos de maíz y queso que le sobresalían entre los dedos y le manchaban de polvillo las palmas de las manos—. Para ti. —Angie era incapaz de controlar la risa tonta—. Para ti.

Aquella noche tuvo una pesadilla larga y terrible, pero al llegar el día solo recordaba un pequeño fragmento. Estaba al final de la escalera, frente a la puerta del piso del hombre con forma de pera, en la oscuridad, esperando, esperando a que pasase algo, algo horrible, lo peor que podía imaginarse. Lenta, muy lentamente, la puerta comenzó a abrirse. La luz se derramó sobre su cara, y Jessie se despertó, temblorosa.

Tal vez fuera peligroso, se dijo Jessie por la mañana, mientras desayunaba té y arroz tostado. Quizá estuviera fichado por la policía. O quizá se tratara de un enfermo mental. No estaría de más comprobarlo. Pero antes tendría que saber cómo se llamaba. No podía llamar a la policía y preguntar: «¿Tienen ustedes fichado al hombre con forma de pera?».

Cuando Angela se marchó a trabajar, puso una silla junto a la ventana que daba a la calle y se sentó a esperar. El correo solía llegar a las once. Vio al cartero subir la escalera y oyó como depositaba el correo en el gran buzón del portal. Pero sabía que el hombre con forma de pera recibía el correo aparte; tenía su propio buzón justo debajo de su timbre, y si no recordaba mal, era uno de esos sin cerrojo. En cuanto se marchó el cartero, Jessie se levantó y bajó a toda prisa. No había ni rastro del hombre con forma de pera. Su puerta estaba al final de la escalera que empezaba en la calle; allá también vislumbró cubos de basura llenos hasta arriba, y le llegó su hedor denso y malsano. La mitad superior de la puerta era de vidrio, tapada con tablones. Estaba oscuro ahí abajo. Al revolver en el buzón, Jessie se despellejó los nudillos contra el ladrillo; agarró la tapa metálica medio suelta y consiguió abrirla y sacar dos sobres delgados. Tuvo que entrecerrar los ojos y moverse un poco hacia la luz para leer el nombre del destinatario. Ambas cartas estaban dirigidas a «Inquilino».

Estaba metiéndolas de nuevo en el buzón cuando se abrió la puerta. La silueta del hombre con forma de pera se recortó contra la luz que brotaba de la vivienda. Sonrió. Estaba tan cerca que podía contarle las espinillas de la nariz y percibir el brillo de saliva del labio inferior. No dijo nada.

—Me… —dijo ella, sobresaltada—. Esto… Me han entregado parte de tu correo por error. El cartero que hace la ruta debe de ser nuevo. He bajado a dártelo.

El hombre con forma de pera extendió la mano hacia el buzón; rozó un instante la mano de Jessie. Tenía la piel blanda y húmeda, más fría de lo normal; el contacto le puso la piel de gallina por todo el brazo. El hombre cogió las dos cartas, les echó un vistazo rápido y se las guardó en el bolsillo del pantalón.

—Solo mandan basura —se quejó el hombre con forma de pera—. No debería estar permitido que enviasen basura. Tendrían que prohibirlo. ¿Quieres ver mis cosas? Dentro tengo cosas para ver.

—¿Eh? No. No, no puedo. Disculpa.

Se volvió bruscamente, subió la escalera deprisa, de vuelta a la luz, y entró en el edificio tan rápido como pudo. Todo el rato sintió sus ojos clavados en ella.

Consagró el resto del día a trabajar, y también el día siguiente, sin echar ni una ojeada fuera por miedo a encontrárselo allí plantado. El jueves ya había terminado la ilustración. Decidió llevarla en persona a Pirouette y aprovechar para comer en el centro, y quizá ir de compras. Pasar el día lejos del piso y del hombre con forma de pera le vendría bien, la calmaría un poco. Estaba dejándose llevar por la imaginación. Al fin y al cabo, el tipo no había hecho nada. Pero daba una grima…

Adrián, el director artístico de Pirouette, se alegró de verla, como siempre.

—Esta es mi Jessie —le dijo, tras abrazarla—. Ojalá todos mis dibujantes fueran como tú. No te retrasas nunca, y todo lo que entregas es de primera. Una auténtica profesional. Pasa a mi despacho; le damos el visto bueno a este trabajo y hablamos de los próximos. Y cotilleamos un poco.

Dijo a la secretaria que no le pasase llamadas y guió a Jessie a través del laberinto de diminutos cubículos ocupados por redactores. Adrián tenía un inmenso despacho esquinero con dos grandes ventanales, que venía a ser toda una muestra de su estatus en Pirouette Publishing. La invitó a sentarse y le sirvió una infusión; luego cogió el portafolios, extrajo la ilustración de cubierta y la sostuvo con el brazo extendido.

El silencio se prolongó demasiado.

Adrián movió una silla, apoyó el dibujo en ella y se apartó unos metros para examinarlo desde cierta distancia. Se acarició la barba e inclinó la cabeza a un lado y a otro. Al verlo, Jessie sintió una punzada de preocupación. Normalmente, Adrián era dado a exuberantes arranques de aprobación. Tanto silencio la inquietaba.

—¿Pasa algo? —preguntó, dejando a un lado la taza de té—. ¿No te gusta?

—Oh —dijo Adrián. Hizo con la mano un gesto de «así, así»—. Sin duda está bien hecho. Tu técnica es muy profesional, muy detallista.

—Me he documentado sobre la ropa —dijo ella, impaciente—. Es la que corresponde a la época, ya lo sabes.

—Sí, no me cabe duda. Y la heroína es espléndida, como siempre. Me dan ganas de arrancarle el corpiño. Los pechos se te dan de maravilla, Jessie.

—Entonces, ¿qué pasa? —preguntó ella, levantándose—. Llevo tres años haciendo cubiertas para ti, y jamás ha habido ningún problema.

—Bueno… —Sacudió la cabeza y sonrió—. Es una tontería, de verdad. Seguramente es que llevas demasiado tiempo haciendo lo mismo. Son cosas que suceden. Pintar un abrazo ardiente tras otro acaba por aburrir, y de repente te dan ganas de experimentar, de probar cosas un poquito diferentes. —La señaló con un dedo acusador—. Pero no puede ser. Nuestros lectores quieren siempre la misma historia con la misma cubierta de siempre. De verdad que te comprendo, pero no puede ser.

—Esta ilustración no tiene nada de experimental —replicó Jessie, nerviosa—. Es idéntica a las otras mil que he pintado antes. ¿Qué es lo que no puede ser?

—¿Qué va a ser? ¡El hombre! —explicó Adrián, realmente sorprendido—. Creía que lo habías hecho a propósito. —Señaló la figura—. En serio, fíjate. Casi se diría que no es atractivo.

—¿Qué? —Jessie se acercó a la ilustración—. Es el mismo memo viril que he pintado una y otra vez.

—En serio, mira —dijo Adrián, frunciendo el ceño. Empezó a señalar un detalle tras otro—. Ahí, en el cuello. ¿Parece o no parece que tenga una ligera papada? ¡Y el labio inferior! Técnicamente impecable, sí, pero resulta…, en fin, un poco asqueroso. Como si estuviese húmedo. Los protagonistas de Pirouette violan, saquean, seducen, amenazan, pero no babean, querida. Y quizá sea la perspectiva, pero juraría que… —Se calló, se inclinó para mirar más de cerca y negó con la cabeza—. No, no es la perspectiva. La parte superior de la cabeza es claramente más estrecha que la inferior. Parece retrasado. Y en los libros de Pirouette no puede haber retrasados, Jessie. Y además, tiene las mejillas demasiado hinchadas, como si estuviera guardando nueces para el invierno. —Adrián sacudió la cabeza de nuevo—. No puede ser, cariño. Mira, no te preocupes, no es tan grave. El resto del dibujo es perfecto. Llévatelo a casa y retócalo. ¿Qué te parece?

Jessie contemplaba horrorizada la ilustración, como si la viese por primera vez. Todo lo que había dicho Adrián, los detalles que había señalado: todo era cierto. Muy sutil, desde luego; a primera vista, el hombre parecía el típico protagonista de Pirouette, pero había algo casi imperceptible que no encajaba, y cuando uno se fijaba con más atención, saltaba a la vista. Sin saber cómo, el hombre con forma de pera se había colado en su dibujo.

—Eh… —empezó—, esto… Sí, tienes razón, lo arreglaré. No sé qué ha podido pasar. Hay un tipo que vive en mi edificio, un bicho raro e inquietante al que todos llaman «el hombre con forma de pera», que me ha tenido un poco intranquila. Te juro que no ha sido a propósito. Supongo que he pensado tanto en él que se me ha colado subconscientemente en lo que estaba haciendo.

—Entiendo —dijo Adrián—. Tranquila, no hay problema; retócalo y ya está. Pero vamos a ir justos con los plazos.

—Lo arreglaré este fin de semana y te lo traigo el lunes —prometió Jessie.

—Fantástico. Hablemos de otros encargos, venga. —Le sirvió más infusión, y se sentaron a charlar.

Cuando por fin abandonó la oficina, Jessie estaba mucho más tranquila. Más tarde disfrutó de una copa en su bar favorito, quedó con unos amigos y cenó en un restaurante japonés nuevo, excelente. Llegó a casa ya de noche. No había ni rastro del hombre con forma de pera. Con el portafolios en una mano, buscó las llaves en el bolsillo con la otra y abrió la puerta del edificio.

Al avanzar un paso, Jessie oyó un sonido suave y sintió crujir algo bajo los pies. Había pisado un nido de gusanos anaranjados, amontonados sobre el azul raído de la alfombra del portal.

Volvió a soñar con él. Era la misma pesadilla terrible e informe. Estaba abajo, en el rincón oscuro donde terminaba la escalera, junto a los cubos de basura desbordados, esperando frente a su puerta. Tenía miedo, tanto que era incapaz de llamar a la puerta o abrirla, pero tampoco podía marcharse. Al final, la puerta se abrió sola, y apareció él, sonriendo, sonriendo. «¿Te gustaría quedarte?», preguntó, y la última palabra resonó como un eco, quedarte quedarte quedarte quedarte, y el hombre extendió la mano y le rozó la mejilla con dedos blandos y carnosos como lombrices.

A la mañana siguiente, Jessie se plantó en la oficina de la Inmobiliaria Citywide casi antes de que abriesen las puertas. La recepcionista le dijo que Edward Selby había salido a hacer unas visitas; no sabía cuándo volvería.

—No pasa nada —dijo Jessie—. Esperaré. —Se sentó y hojeó las revistas, llenas de fotografías de casas que no podía permitirse.

Selby llegó un poco antes de las once. Pareció sorprenderse ligeramente al verla, pero enseguida se activó su sonrisa profesional.

—¡Jessie! —saludó—. Qué agradable sorpresa. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Tenemos que hablar. —Dejó las revistas.

Entraron en el despacho de Selby. Trabajaba por cuenta propia para la empresa, así que compartía el despacho con otra agente, pero como había salido tenían el espacio para ellos solos. Selby se apoltronó en su sillón y se reclinó. Era un hombre de aspecto agradable, cabello castaño rizado y dientes muy blancos, parapetado tras unas Ray-Ban de montura metálica.

—¿Hay algún problema? —quiso saber.

—El hombre con forma de pera. —Jessie se inclinó hacia delante.

—Ah, ya. —Selby arqueó una ceja—. Un excéntrico inofensivo.

—¿Estás seguro?

—Que yo sepa, aún no ha matado a nadie.

—¿Qué sabes de él? Para empezar, ¿cómo se llama?

—Buena pregunta —sonrió—. Aquí, en la Inmobiliaria Citywide, nos referimos a él como «el hombre con forma de pera». Dudo de que nos haya dicho nunca su nombre.

—¿Cómo? Eso no tiene ni pies ni cabeza. ¿Me estás diciendo que en sus cheques pone «El hombre con forma de pera»?

—No, claro que no. —Selby carraspeó—. En realidad, no paga con cheques. Me paso por allí a cobrar el primer día de cada mes, llamo a la puerta, y él me paga en efectivo. En billetes de un dólar. Yo me espero en la puerta, y él cuenta el dinero y me lo pone en la mano, dólar a dólar. Te confieso, Jessie, que nunca he entrado en su piso, y no es que me apetezca mucho, la verdad. Sale un olor raro. Pero, por lo que a mí respecta, es un buen inquilino. No se retrasa con los pagos ni se queja cuando hay una subida. Y, desde luego, no nos devuelven su cheques por falta de fondos. —Ensanchó cuanto pudo su sonrisa, repleta de dientes, para dejar bien a las claras que estaba bromeando.

Jessie no le veía la gracia.

—Algún nombre daría cuando alquiló el piso.

—Ni idea. Solo hace seis años que me encargo de ese edificio, y él lleva en el sótano desde mucho antes.

—¿Y por qué no miras el contrato?

—Podría, claro —dijo Selby, frunciendo el ceño—. Pero ¿qué te importa a ti cómo se llame? ¿De qué problema estamos hablando? Exactamente, ¿qué ha hecho el hombre con forma de pera?

—Me mira —dijo Jessie, recostándose en el asiento y cruzándose de brazos.

—Bueno —contestó Selby, con tacto—, lo cierto es que eres una mujer realmente atractiva, Jessie. Si no recuerdo mal, yo mismo te pedí una cita.

—No es lo mismo —replicó Jessie—. Tú eres normal. Él me mira de una forma extraña.

—¿Como si te desvistiese con los ojos? —sugirió Selby.

—No —contestó Jessie, algo perpleja—. No se trata de eso; no es sexual, al menos no de la forma habitual. No sé cómo explicarlo. No para de pedirme que baje a su piso. Siempre está rondando por allí.

—Bueno, es su casa.

—Me molesta. Se ha colado en mis cuadros.

—¿En tus cuadros? —Arqueó ambas cejas a la vez, divertido.

Jessie se sentía cada vez más desconcertada. La cosa no iba como había planeado.

—De acuerdo, ya sé que parecen tonterías, pero te digo que da grima. Siempre tiene los labios húmedos, ¡y cómo sonríe!; esos ojos, esa vocecilla tan desagradable… Y el olor. Por Dios, tú le cobras el alquiler, deberías saberlo mejor que yo.

El agente inmobiliario extendió las manos en un claro gesto de impotencia.

—El mal olor corporal no va contra la ley; ni siquiera infringe su contrato de alquiler.

—Ayer por la noche se coló en el edificio y dejó un montoncito de ganchitos justo donde yo tenía que pisar.

—¿Ganchitos? —exclamó Selby, sin poder disimular el sarcasmo—. ¡Oh, no, Dios mío, ganchitos, no! ¡Qué atrocidad! ¿Has llamado a la policía?

—No le veo la gracia. Para empezar, ¿qué hacía en el edificio?

—Vive allí.

—Vive en el sótano. Tiene puerta propia, no necesita entrar en el portal. Nadie debería tener llave del portal, aparte de los seis inquilinos.

—Y nadie más la tiene, que yo sepa —dijo Selby. Sacó un bloc de notas—. Bueno, algo es algo. A ver qué te parece. Haré que cambien la cerradura de la puerta exterior, y nos aseguraremos de que el hombre con forma de pera no reciba copia. ¿Te parece bien?

—Pse —dijo Jessie, algo más apaciguada.

—No puedo prometerte que no entre, claro —aclaró Selby—. Ya sabes lo que pasa. Si me dieran cinco centavos cada vez que un inquilino le pone cinta aislante al picaporte o coloca un tope para que no se cierre la puerta porque le resulta más cómodo…

—No te preocupes; ya me encargaré yo de que eso no pase. ¿Y qué hay de su nombre? ¿Vas a mirar el contrato?

—Lo que me pides es una invasión de su intimidad —dijo Selby, suspirando—. Pero lo haré, como un favor personal. Acuérdate de que me debes una.

Se levantó y se dirigió a un archivador metálico de color negro. Abrió un cajón, rebuscó en su interior y extrajo una carpeta de tamaño folio. La hojeó mientras volvía al asiento.

—¿Y bien? —preguntó Jessie, impaciente.

—Hum… —dijo Selby—. Este es tu contrato, Jessie, y aquí están los de los demás. —Volvió a la primera hoja de la documentación y pasó los papeles uno a uno—. Winbright, Peabody, Pumetti, Harris, Jeffries. —Cerró la carpeta y la miró con resignación—. No está. Bueno, el piso no es ninguna maravilla, y él lleva allí desde Dios sabe cuándo. Se habrá perdido el contrato, o puede que ni siquiera lo haya tenido jamás. A veces pasa, si la gente paga en efectivo cada mes…

—Genial —se quejó Jessie—. ¿Y no vas a hacer nada al respecto?

—Cambiaré la cerradura —dijo Selby—. Pero aparte de eso, no sé qué más quieres que haga. No voy a echarlo por ofrecerte ganchitos.

Cuando Jessie volvió a casa, el hombre con forma de pera estaba en los escalones de la entrada, con el viejo maletín bajo el sobaco. Sonrió al verla llegar.

«Que me toque —pensó Jessie—. Que se le ocurra tocarme cuando pase a su lado y le voy a meter una denuncia por agresión que esa cabeza de pera aún se le va a poner más de punta». Pero el hombre con forma de pera no intentó tocarla.

—Abajo tengo cosas que me gustaría enseñarte —dijo, mientras Jessie subía las escaleras. Pasó a un palmo de él; aquel día, el olor era insoportable, un hedor espeso como de levadura y hortalizas podridas—. ¿Te gustaría ver mis cosas? —insistió.

Jessie abrió la puerta, entró y cerró de un portazo.

«No voy a pensar en él», se dijo mientras tomaba una taza de té. Tenía trabajo. Le había prometido a Adrián enviarle la portada el lunes. Fue al estudio, descorrió las cortinas y se puso a trabajar, decidida a eliminar de la pintura hasta el último indicio del hombre con forma de pera. Borró la papada, dibujó una mandíbula firme, rehízo los labios húmedos y oscureció el cabello, haciéndolo más moreno y más revuelto por el viento para que la cabeza no pareciese puntiaguda. Dotó al protagonista de unos pómulos afilados, altos y muy marcados, como el filo de un cuchillo; le daban al rostro un aspecto casi demacrado. Hasta le cambió el color de los ojos. ¿Por qué se los había dibujado con ese color tan claro y débil? Se los pintó de un verde brillante, limpios, dominantes, rebosantes de vitalidad.

Terminó casi a media noche, exhausta, pero al retroceder un poco para evaluar mejor su obra, quedó encantada. El hombre era por fin un auténtico héroe de Pirouette: un calavera, un truhán, un buscapleitos cuya apariencia fuerte y vigorosa escondía un alma poética y melancólica. No tenía el más mínimo rasgo del hombre con forma de pera. Adrián daría palmas de entusiasmo.

Jessie se fue a dormir agotada, pero satisfecha. Quizá Selby tuviera razón: tenía la imaginación demasiado revolucionada y se había obsesionado con el hombre con forma de pera. Pero el trabajo, el trabajo duro de toda la vida, era el antídoto perfecto para aquellos temores vagos e infundados. Estaba segura de que esa noche, por fin, dormiría profundamente, sin pesadillas.

Se equivocaba. El sueño no le supuso ningún refugio. Se encontró de nuevo frente a aquella puerta, temblando. Ahí abajo, todo estaba oscuro y sucio. El hedor intenso de los cubos de basura era casi insoportable. Le pareció oír cosas que se movían en las sombras. La puerta empezó a abrirse. El hombre con forma de pera le sonrió y la tocó con sus dedos fríos y blandengues, como un nido de larvas. La cogió del brazo y la arrastró adentro, adentro, adentro…

A las diez de la mañana, Angela llamó a la puerta de su habitación.

—¡El desayuno de los domingos! Don está preparando gofres. Con pepitas de chocolate y fresas. Y beicon. Y café. Y zumo de naranja. ¿Quieres un poco?

—¿Don? —preguntó Jessie, incorporándose en la cama—. ¿Está aquí?

—Se ha quedado a dormir esta noche —explicó Angela.

Jessie se levantó y se enfundó unos tejanos manchados de pintura.

—No rechazaría un desayuno de Don ni harta de vino. No os oí llegar.

—Asomé la cabeza en el estudio, pero estabas pintando y no te diste ni cuenta. Tenías esa mirada de concentración que pones a veces, ya sabes, cuando sacas la punta de la lengua por un lado de la boca. Pensé que era mejor no molestar a una artista inspirada. —Soltó una risita—. Lo que no entiendo es que no oyeras los muelles de la cama.

El desayuno fue glorioso. A veces, Jessie no podía entender qué veía Angela en Donald, el estudiante de psiquiatría, pero jamás a la hora de las comidas. Era un cocinero magnífico. A las once, mientras Angela y Donald aún estaban dando cuenta del último café, y Jessie de su té, oyeron un ruido en la portería. Angela fue a mirar.

—Hay un tío cambiando la cerradura —dijo al volver—. Ni idea de por qué.

—Vaya —dijo Jessie—, en fin de semana. Menuda rapidez. No pensé que Selby fuera a darse tanta prisa.

—¿Y tú qué tienes que ver con eso? —preguntó Angela, con gran curiosidad.

Así que Jessie se lo contó todo: la visita a la inmobiliaria y sus tropiezos con el hombre con forma de pera. Angela soltó unas cuantas risitas, y Donald adoptó cara de psiquiatra sabio.

—Oye, Jessie —intervino cuando por fin terminó su historia—, ¿no te parece que estás exagerando un poco?

—No —cortó ella, tajante.

—No te cierres en banda —dijo Donald—. En serio, intenta analizar tus actos de forma objetiva. ¿Qué te ha hecho ese hombre?

—Nada, y eso es lo que quiero, que siga así —le espetó Jessie—. Disculpa, pero ¿cuándo te he pedido tu opinión?

—No tienes que pedírmela —dijo Donald—. Somos amigos, ¿no? Me preocupa verte tan alterada sin motivo. Me da la impresión de que estás desarrollando una especie de fobia hacia un vecino inofensivo.

—Lo que pasa es que está enamorado de ti —bromeó Angela—. Eres una rompecorazones.

Jessie estaba empezando a enfadarse de verdad.

—No os haría tanta gracia si los ganchitos os los dejase a vosotros —dijo, enfadada—. Pasa algo… No sé, algo raro. Lo noto.

—¿Algo raro? —Don extendió las manos—. Desde luego que sí. Es evidente que ese tipo está mal socializado. Es un poco repelente, estrafalario, no sigue las normas habituales de apariencia ni de higiene personal, tiene unos hábitos de alimentación insólitos y grandes dificultades para relacionarse con otras personas. Probablemente sea una persona muy solitaria, y sin duda profundamente neurótica. Pero eso no lo convierte en un asesino o un violador, así que, ¿por qué estás obsesionada con él?

—No estoy obsesionada con él.

—Está claro que sí —dijo Donald.

—Está enamorada —bromeó Angela.

—¡No estoy obsesionada con él! —Jessie se levantó de golpe—. ¡Y no hay nada más que discutir!

Aquella noche, en el sueño, Jessie vio el interior por primera vez. El hombre la arrastró adentro, y ella estaba demasiado débil para resistirse. Dentro, las luces eran muy brillantes, y hacía calor y había una humedad terrible… El aire parecía moverse, como si se hubiese adentrado en las fauces de una bestia inmensa, y las paredes eran de color anaranjado y crujientes, y desprendían un olor dulce y extraño, y había botellas vacías de Coca-Cola por todas partes, y también cuencos de ganchitos mordisqueados, y el hombre con forma de pera dijo: «Puedes ver mis cosas, puedes quedarte con mis cosas», y empezó a desvestirse, se desabotonó la camisa de manga corta y se la quitó, revelando una carne mortecina, blanca y sin vello, y dos tetas colgantes, la derecha manchada de tinta azul de los bolígrafos; y sonreía, sonreía, y se desabrochó el estrecho cinturón, y luego se bajó la bragueta de los pantalones marrones de poliéster, y Jessie se despertó gritando.

El lunes por la mañana, Jessie empaquetó la ilustración de la cubierta, llamó a un servicio de mensajería y la envió a Pirouette. No le apetecía ir al centro otra vez. Adrián tendría ganas de charla, y Jess no estaba de humor. Angela no paraba de chincharla con lo del hombre con forma de pera y la había puesto de mal humor. Nadie parecía darse cuenta de que había algo anormal en el hombre con forma de pera, algo serio, algo horrible. No era cuestión de broma. Daba miedo. Tenía que hacérselo ver a los demás. Tenía que averiguar su nombre; tenía que descubrir qué ocultaba.

Se le pasó por la cabeza la idea de contratar a un detective, pero eran caros. Algo habría que pudiese hacer ella sola. Quizá revolver de nuevo el buzón. Pero, en ese caso, sería mejor esperar a que llegasen las facturas del gas y de la electricidad. Su piso tenía luz, así que la compañía eléctrica tenía que saber su nombre. Lo malo era que faltaban dos semanas para que llegase la factura.

De pronto se dio cuenta de que las ventanas del salón estaban abiertas de par en par. Hasta las cortinas estaban descorridas. Angela debía de haberlo abierto todo antes de irse a trabajar. Jessie titubeó, pero se acercó a una ventana y la cerró; luego fue a la otra e hizo lo mismo. Se sintió más segura. Se dijo a sí misma que no miraría abajo. Mejor que no mirase.

¿Cómo no iba a mirar? Miró. Allí estaba él, plantado en medio de la acera, mirando hacia arriba.

—¿No querrías ver mis cosas? —preguntó con su vocecilla aguda—. Guando te vi supe que querrías mis cosas. Que te gustarían. Podríamos comer. —Metió la mano en un bolsillo abarrotado, sacó un ganchito y se lo ofreció, moviendo los labios en silencio.

—¡Márchate, o llamaré a la policía! —gritó Jessie.

—Tengo una cosa para ti. Ven a mi casa y será tuyo. Lo tengo en el bolsillo. Te lo daré.

—No vas a darme nada. Márchate. Lo digo en serio. Déjame en paz.

Dio un pasó atrás y corrió las cortinas. La habitación quedó sumida en la penumbra, pero era mejor eso que saber que el hombre con forma de pera estaba mirándola. Jessie encendió una lámpara, cogió una novela de bolsillo e intentó leer. Pronto se dio cuenta de que pasaba las páginas a toda velocidad y no tenía la menor idea de lo que estaba leyendo. Cerró el libro de golpe y fue a la cocina a prepararse un sándwich de ensalada de atún con pan integral. Quería acompañarlo con algo, pero no sabía con qué. Cortó un pepinillo en cuartos y los dispuso primorosamente en el plato. Luego buscó en la alacena hasta que encontró unas patatas fritas. Por último se sirvió un gran vaso de leche fresca y se sentó a desayunar.

Le dio un mordisco al emparedado y lo apartó con una mueca. Tenía un sabor raro. Como si la mayonesa estuviese caducada. El pepinillo era demasiado agrio, y las patatas no estaban crujientes, sino blandengues, y demasiado saladas. De todas formas, no le apetecía comer patatas fritas. Quería otra cosa. Ganchitos de queso. Podía imaginárselos perfectamente; casi notaba el sabor. Se le hizo la boca agua.

De pronto comprendió qué estaba pensando y casi vomitó. Se levantó y tiró el desayuno a la basura. Se puso muy nerviosa; tenía que salir de allí. Ver una película, hacer algo, quitarse de la cabeza al hombre con forma de pera durante unas horas. Podría ir a un bar de solteros, enrollarse con alguien, echar un polvo. En casa de él. Lejos del hombre con forma de pera. Era una solución. Le vendría bien una noche fuera del piso.

Se acercó a la ventana, apartó las cortinas y miró abajo. El hombre con forma de pera sonrió, balanceándose de lado a lado. Llevaba el amorfo maletín debajo del brazo. Los bolsillos parecían a punto de reventar. A Jessie se le puso la piel de gallina. Era repugnante, pensó. Pero no permitiría que la tuviese prisionera en su propia casa.

Cogió sus cosas, metió un pequeño cuchillo en el bolso por si las moscas y salió.

—¿Quieres ver lo que tengo en el maletín? —le preguntó el hombre con forma de pera en cuanto salió por el portal.

Jessie decidió fingir que no existía. Si no le respondía, si hacía como que no lo veía, quizá se aburriese y la dejase en paz. Bajó deprisa la escalera y enfiló calle abajo. El hombre con forma de pera echó a andar detrás de ella.

—Están por todas partes —susurró. Su olor y sus jadeos la seguían a un paso de distancia—. Están ahí. Se ríen de mí. No entienden nada, pero quieren mis cosas. Tengo pruebas. Están en mi casa. Sé que te gustaría venir a verlas.

Jessie continuó sin hacerle caso. La siguió hasta la parada del autobús.

No tuvo demasiada suerte con la película. Como se había saltado el desayuno, Jessie tenía hambre, así que se compró una Coca-Cola y unas palomitas de maíz con mantequilla. La Coca-Cola era tres cuartas partes hielo picado, pero aún así estaba buena. Las palomitas no pudo comérselas: el sucedáneo de mantequilla que usaban desprendía un olor ligeramente rancio que le recordaba al hombre con forma de pera. Se comió un par, pero le dieron asco.

Sin embargo, más tarde tuvo un poco más de suerte. Se llamaba Jack, dijo. Era técnico de sonido en una cadena de televisión local y tenía un rostro muy interesante: sonrisa fácil, orejas de Clark Gable y unos bonitos ojos grises con simpáticas patas de gallo. La invitó a tomar algo y le tocó la mano, pero con cierta torpeza, como si toda aquella escena le produjese cierta timidez, cosa que a Jessie le gustó. Bebieron un par de copas, y luego él le propuso cenar en su casa. Nada del otro mundo, dijo. Tenía un poco de embutido en la nevera; podía improvisar un buen bocadillo y enseñarle su equipo de sonido, que era un montaje superespecial que se había construido él mismo. A ella le pareció un buen plan.

Vivía en un rascacielos cerca del centro, en un vigesimotercero, y por las ventanas se veían los veleros en el horizonte. Jack puso en el tocadiscos el último disco de Linda Ronstadt y fue a preparar los bocadillos. Jessie contemplaba los barcos de vela. Finalmente, empezaba a relajarse.

—Tengo cerveza y té frío —ofreció Jack desde la cocina—. ¿Qué prefieres?

—Coca-Cola —dijo ella, distraída.

—No tengo Coca-Cola. Cerveza o té frío.

—Oh —dijo ella, algo molesta—. Té helado, entonces.

—De acuerdo. ¿De centeno o de trigo?

—Me da igual —contestó ella.

Los veleros eran muy elegantes. Le gustaría pintarlos algún día. También podría pintar a Jack. Seguro que tenía un cuerpo bonito.

—Ya está —dijo él, saliendo de la cocina con una bandeja—. Espero que tengas hambre.

—Estoy famélica —aseguró Jessie, volviéndose de la ventana.

Se acercó a la mesa, que él estaba terminando de poner, y de repente se quedó inmóvil.

—¿Qué pasa? —preguntó Jack.

Sostenía una bandeja blanca de gres en la que había un enorme bocadillo de jamón y queso suizo con pan de centeno profusamente untado de mostaza, y al lado, llenando el resto del plato, un montón de ganchitos de queso. Parecían moverse, retorcerse, arrastrarse hacia el bocadillo, hacia ella.

—¿Jessie? —dijo Jack.

Ella dejó escapar un grito ahogado y apartó la bandeja de un golpe. A Jack se le escapó de las manos, y el jamón, el queso suizo, el pan y los Cheez Doodles salieron volando en todas direcciones. Un ganchito rozó la pierna de Jessie. Se dio la vuelta y huyó del piso.

Jessie pasó la noche sola en un hotel y durmió mal. Incluso estando a kilómetros de su casa le fue imposible escapar de la pesadilla. Era siempre el mismo sueño, siempre igual, pero cada noche parecía un poco más largo, ir un poco más lejos. Estaba al final de la escalera, a la espera, temerosa. La puerta se abría, y él la arrastraba al interior, hacia la calidez anaranjada, el aire como aliento fétido, la sonrisa del hombre con forma de pera.

«Puedes ver mis cosas —decía—. Puedes quedarte mis cosas».

Y se desvestía. Primero se quitaba la camisa, dejando al descubierto aquella carne pálida y mortecina, las tetas enormes con una mancha de tinta azul; luego el cinturón, y los pantalones caían al suelo, dos montones arrugados de poliéster alrededor de los tobillos, y los objetos que atiborraban los bolsillos se desparramaban por el suelo, y era cierto que tenía forma de pera, no era solo por la forma de vestirse; y por fin, los calzoncillos, y Jessie miraba en contra de su voluntad, y no veía vello, solo una cosa pequeña, como un gusano amarillento, como un ganchito de queso que se estremecía, y el hombre con forma de pera decía: «Quiero tus cosas, dámelas, déjame ver tus cosas». Y ella era incapaz de huir, no sabía por qué, sus pies se negaban a moverse, pero las manos sí, las manos se movían, y empezó a desnudarse.

La despertaron los golpes en la puerta y los gritos del encargado de seguridad del hotel, que preguntaba qué ocurría y por qué gritaba de esa forma.

Calculó el momento de volver a casa de modo que coincidiese con la salida del hombre con forma de pera a la tienda de Santino, y así evitar encontrarse con él. No había nadie en casa. Angela ya se había ido a trabajar y había dejado otra vez las ventanas del salón abiertas de par en par. Jessie las cerró y corrió las cortinas. Con un poco de suerte, el hombre con forma de pera ni se enteraría de que había vuelto a casa.

Pese a lo temprano de la hora, ya hacía mucho calor. Iba a ser un día abrasador. Jessie se sentía sucia y sudorosa, así que se desnudó, echó la ropa en el cesto de mimbre del dormitorio y se dio el gusto de una ducha larga y fría. El agua estaba helada y casi dolía, pero era ese tipo de dolor que limpia y purifica, y le resultó vivificante. Se secó el pelo, se envolvió en una enorme y mullida toalla azul y regresó al dormitorio, dejando a su paso huellas húmedas en el parqué.

Con el calor que hacía, un top anudado al cuello y unos pantalones cortos serían más que suficientes. Tenía perfectamente clara la planificación del día: vestirse, trabajar un poco en el estudio, y luego leer o ver algún culebrón. No saldría para nada; ni siquiera miraría por la ventana. Si el hombre con forma de pera estaba de guardia, le esperaría una tarde calurosa, larga y aburrida.

Extendió los pantalones cortos y una camiseta blanca sobre la cama, colgó la toalla húmeda en el cabecero y fue al armario a coger ropa interior limpia. Pronto iba a tener que poner una lavadora, pensó mientras echaba mano a unas braguitas de color rosa.

Cayó un ganchito de queso.

Jessie reculó con un estremecimiento. Estaba dentro, pensó, fuera de sí; estaba envuelto en las braguitas. El polvillo del queso había dejado una mancha amarilla en el tejido. El ganchito había caído en el cajón abierto, encima de la ropa interior. La invadió un sentimiento de terror. Arrugó las bragas en el puño y las tiró con asco. Cogió otras, las sacudió, y cayó otro ganchito. Y otro. Y otro. De su garganta empezó a brotar un agudo chillido de histeria, pero siguió sacando una pieza de ropa interior tras otra. Cinco piezas, seis, nueve, no había más, pero era más que suficiente. Alguien había abierto el cajón, había sacado todas las bragas, había envuelto cuidadosamente un ganchito en cada una y las había vuelto a guardar.

«Esto es una cerdada», pensó.

Angela, seguro que había sido Angela, tal vez con Donald. Todo el asunto del hombre con forma de pera les parecía la mar de divertido, así que se les había ocurrido sacarla de sus casillas.

Pero no había sido Angela. Sabía perfectamente que no.

Jessie empezó a sollozar sin control. Tiró las bragas al suelo y salió corriendo de la habitación, aplastando ganchitos en la moqueta.

Al llegar al salón no supo adonde ir. No podía volver al dormitorio, no podía, no hasta que volviese Angela, y no quería acercarse a las ventanas, aunque las cortinas estuviesen corridas. El hombre aguardaba fuera, Jessie lo sentía, notaba cómo miraba hacia arriba, a las ventanas. De repente, fue consciente de su desnudez y se tapó con las manos. Paso a paso, vacilante, se apartó de la ventana y se retiró al estudio.

Allí encontró un gran paquete cuadrado, apoyado contra la puerta, con una nota de Angela: «Te llegó esto ayer por la tarde», y la firma de Angie, una gran A alada. Jessie se quedó mirando fijamente el paquete, sin entender nada. Venía de Pirouette. Era su cuadro, la cubierta que había rehecho a toda prisa. Adrián la había devuelto. ¿Por qué?

No quería saberlo. Pero tenía que saberlo.

Jessie rasgó salvajemente el envoltorio de papel, arrancándolo a tiras, y dejó al descubierto la ilustración que había pintado. Adrián le había dejado una nota en el margen; reconocía la letra. «No tiene gracia —decían las letras garabateadas—. Ya vale, ¿no?».

—No —gimió Jessie, retrocediendo.

Era su cuadro, el fondo de siempre, el abrazo trillado, los trajes de época cuidadosamente investigados, pero no, ella no lo había pintado; alguien lo había cambiado, no era obra suya, la mujer era ella, ella, ella, delgada y fuerte, con el pelo rubio y los ojos verdes y arrobados, y él la abrazaba con fuerza, la apretaba contra él, labios húmedos y piel pálida, y una mancha de tinta azul en la pechera de encaje de volantes, caspa en la chaqueta de terciopelo, y tenía la cabeza puntiaguda y el cabello grasiento, y los dedos enredados en los mechones de la mujer estaban manchados de amarillo, y tenía aquel atisbo de sonrisa inquietante y la atraía hacia él, y ella tenía la boca abierta y los ojos entrecerrados, y eran él y ella, y allí estaba su firma, allí, justo debajo.

—No —repitió.

Se apartó, tropezó con un caballete y se cayó. Se acurrucó en el suelo y se quedó allí tumbada, sollozando, y así fue como la encontró Angela horas después.

Angela la ayudó a tumbarse en el sofá, preparó una compresa fría y se la puso en la frente. Donald estaba en el umbral de la puerta que separaba el salón del estudio, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, mirando alternativamente a Jessie y al cuadro. Angela le llevó una taza de té energizante, le susurraba frases tranquilizadoras y la cogía de la mano. Poco a poco, la histeria fue desvaneciéndose.

—Esa obsesión tuya está yendo muy lejos —dijo por fin, cuando Jessie se secó hasta la última lágrima.

—Don, ahora no —dijo Angela—, está aterrorizada.

—Eso ya lo veo —replicó él—. Por eso tenemos que intervenir, cariño. Está imaginándoselo todo, y se hace daño.

Jessie, que estaba a punto de llevarse a la boca la taza de té, se detuvo en seco.

—¿Que estoy imaginándomelo todo? —repitió, incrédula.

—Desde luego que sí —dijo Donald.

Su tonillo presuntuoso desencadenó en Jessie un brusco ataque de furia incontrolable.

—¡Pedazo de cabrón, hijo de puta! —aulló—. ¡Que todo esto son imaginaciones mías! ¡Que yo estoy imaginándomelo todo! ¿Cómo te atreves a sugerir que son todo imaginaciones mías? —Tiró la taza, apuntándole a la cabeza gorda. Donald la esquivó, y la taza se estrelló contra la pared de color hueso, dejando tres largos regueros marrones.

—Adelante, desahógate —dijo Donald—. Es evidente que estás muy cabreada. Cuando te calmes podremos discutir de forma racional y quizá llegar a la raíz del problema.

Angela la sujetó del brazo, pero Jessie se soltó de un tirón y se levantó con los puños apretados.

—Ve a mi dormitorio, gilipollas, ve ahora mismo y echa un vistazo, y luego vuelves y me cuentas lo que hayas visto.

—Si te empeñas… —dijo Donald.

Fue hasta la puerta del dormitorio, entró y salió unos segundos más tarde.

—Ya está —dijo con calma.

—¿Y bien? —exigió saber Jessie.

—Está todo revuelto —explicó Donald, encogiéndose de hombros—. La ropa interior, tirada por ahí, y un montón de ganchitos aplastados en el suelo. Cuéntame qué crees que significa.

—¡Que ha entrado en casa! —dijo Jessie.

—¿El hombre con forma de pera? —preguntó Donald con suavidad.

—¡Pues claro que sí! ¿Quién si no? —gritó Jessie—. Se coló aquí mientras estábamos fuera y se metió en mi dormitorio y toqueteó mis cosas y puso ganchitos de queso en mis bragas. ¡Ha estado aquí, tocando todas mis cosas!

—Jessie, querida —dijo Donald, haciendo gala de su mejor cara de sabiduría paciente y comprensiva—, quiero que pienses bien en lo que acabas de decir.

—¡No hay nada que pensar!

—Claro que sí —dijo él—. Sopesémoslo bien. ¿Crees que el hombre con forma de pera ha estado aquí?

—Sí.

—¿Para qué?

—Para… para hacer lo que ha hecho. Es asqueroso. Es un tío realmente asqueroso.

—Vale —dijo Don—. ¿Cómo ha entrado? Han cambiado la cerradura del portal, ¿te acuerdas? Ni siquiera puede entrar en el edificio. Y jamás ha tenido la llave de este piso. No hay ninguna señal de que hayan forzado la puerta. ¿Cómo ha entrado aquí con su bolsa de ganchitos?

Jessie ya lo había pensado.

—Angela se dejó abiertas las ventanas del salón —apuntó.

—Es verdad —admitió Angela, contrita—. Ay, Jessie, cariño, lo siento mucho. Hacía calor, y quería que entrase un poco de brisa. Qué iba a saber…

—Las ventanas están demasiado altas; no se puede acceder desde la acera —señaló Donald—. Le haría falta una escalera o algo para auparse.

Y habría tenido que hacerlo a plena luz del día, en una calle muy transitada, con gente yendo y viniendo continuamente. Y para salir, lo mismo.

Y además están los mosquiteros. Por no mencionar que no parece un tipo precisamente muy atlético.

—Ha sido él —insistió Jessie—. Ha estado aquí, ¿verdad?

—Sé que tú crees que sí, y no pretendo negar lo que dices, solo examinarlo un poco. ¿Alguna vez habéis invitado al hombre con forma de pera a entrar aquí?

—¡Por supuesto que no! —protestó Jessie—. ¿Qué pretendes decir?

—Nada, Jessie. Pero piénsalo. Se cuela por la ventana con la intención de poner en secreto unos ganchitos de queso en tu cajón. Vale, de acuerdo. ¿Cómo sabe cuál es tu dormitorio?

—Pues… no sé… —Jessie frunció el ceño, pensativa—. Supongo que miró por la casa.

—¿Y qué le dio la pista definitiva? Hay tres dormitorios, uno es un estudio, y en los otros dos hay ropa de mujer. ¿Cómo supo cuál era el tuyo?

—Quizá hizo lo mismo en los dos.

—Angela, ¿podrías ir a tu dormitorio y comprobarlo, por favor? —le pidió Donald.

—Hombre… —dijo Angela, con cierto titubeo—. Sí, claro. —Se levantó y salió. Jessie y Donald se miraron en silencio hasta que volvió, un minuto más tarde—. Está todo normal —dijo.

—No tengo ni puta idea de cómo supo cuál era mi habitación —dijo Jessie—. Lo único que sé es que fue él. Tuvo que ser él. Si no, ¿cómo explicas lo que ha pasado? ¿Crees que lo hice yo?

—No lo sé —dijo Donald suavemente, encogiéndose de hombros. Miró de reojo hacia el estudio—. Pero hay una cosa curiosa. Ese cuadro en el que aparecéis los dos debe de haberlo pintado en algún otro momento, después de que tú lo terminases, pero antes de que lo enviases a Pirouette. Y está muy bien hecho, casi tan bien como los tuyos.

Jessie, que estaba haciendo un gran esfuerzo para no pensar en el cuadro, abrió la boca para replicar, pero no le salió nada, y volvió a cerrarla. Se le agolparon las lágrimas en las comisuras de los ojos. De pronto se sentía cansada, confusa y muy, muy sola. Angela se había sentado junto a Donald, y ambos la observaban.

—¿Qué voy a hacer? —dijo Jessie, mirándose las manos con impotencia—. Dios mío, ¿qué voy a hacer?

Dios no respondió, pero Donald sí.

—Solo puedes hacer una cosa —contestó, con energía—. Enfréntate a tus miedos. Exorcízalos. Baja ahí abajo y habla con el tío ese, trata de entenderlo. Cuando salgas de su casa, puede que sientas lástima de él, que lo desprecies o que te desagrade, pero ya no te dará miedo. Verás que no es más que un ser humano, y bastante patético.

—¿Estás seguro, Don? —le preguntó Angela.

—Segurísimo. Enfréntate a tu obsesión, Jessie. Solo así te podrás librar de ella. Baja al sótano y hazle una visita al hombre con forma de pera.

—No tienes nada que temer —le repitió Angela.

—Se dice fácil.

—Mira, Jess, en cuanto entres, Don y yo saldremos y nos sentaremos en la escalera. Estaremos al alcance del oído. Si sueltas el menor gritito, nos lanzaremos de cabeza a salvarte. Así que, en realidad, no estarás sola.

Y además, llevas un cuchillo en el bolso, ¿verdad? —Jessie asintió—. Vamos, acuérdate de aquel tío que quiso robarte el bolso de un tirón. Lo dejaste despatarrado en el suelo. Si el hombre con forma de pera intenta algo, eres muy rápida. Le pegas una cuchillada, sales corriendo y nos llamas a gritos. No corres ningún peligro.

—Supongo que tienes razón —aceptó Jessie con un leve suspiro.

Por supuesto que tenían razón, y ella lo sabía. No tenía ningún sentido. Era un hombre sucio, apestoso y de aspecto repulsivo, quizá hasta un poco retardado, pero ella se bastaba y se sobraba para enfrentarse a él, no tenía nada que temer, y además, no quería volverse loca, había dejado que esa ridícula obsesión la concomiese, y eso tenía que acabar. Donald estaba en lo cierto, eran todo imaginaciones suyas, iba a coger el toro por los cuernos y terminar con aquel asunto de una vez por todas. Pues claro, todo tenía sentido y no había nada de qué preocuparse, no tenía nada que temer, porque ¿qué podía hacerle el hombre con forma de pera?, ¿qué le haría que fuese tan terrorífico? Nada. Absolutamente nada.

Angela le dio una palmadita en la espalda. Jessie respiró hondo, agarró con firmeza el pomo del portal y salió del edificio, al calor húmedo de la tarde. Lo tenía todo bajo control.

Y, pese a todo, ¿por qué tenía tanto miedo?

Empezaba el crepúsculo, pero al final de la escalera ya había caído la noche. Allí siempre era de noche. Al estar bajo tierra, no llegaba la luz matinal, y el edificio tapaba la de la tarde. Estaba oscuro, muy oscuro. Tropezó en una grieta del pavimento y dio una patada sin querer a un cubo metálico de basura. Se estremeció al imaginarse moscas y larvas y cosas peores que se movían y se reproducían allí donde la luz del sol no brillaba jamás.

«No, no pienses esas cosas, solo es basura, que se pudre con el calor y la humedad, y rezuma en la oscuridad; no pienses en eso».

Llegó a la puerta. Levantó la mano con intención de llamar, pero el miedo volvió a atenazarla. Era incapaz de moverse. «No hay nada que temer —se dijo—. Nada en absoluto. ¿Qué podía hacerle él? Y aun así». No se sentía capaz de llamar. Se quedó plantada delante de la puerta, con la mano en alto, respirando con agitación. El calor era sofocante. Costaba respirar. Tenía que salir de allí, del final de la escalera, y volver adonde hubiera un poco de aire fresco.

Una delgada línea vertical de luz amarilla partió la oscuridad.

«No —pensó Jessie—. No, no, por favor».

La puerta se abría.

¿Por que sé abría tan despacio? Lentamente, como ocurría en sus sueños. De hecho, ¿por qué se abría?

La luz del interior era tan brillante que Jessie tuvo que entrecerrar los ojos.

El hombre con forma de pera estaba en el umbral y le sonreía.

—Eh… —trató de decir Jessie—. Esto…

—Aquí está —dijo el hombre con forma de pera con su vocecilla estridente.

—¿Qué quieres de mí? —le espetó.

—Sabía que vendría —dijo como si ella no estuviera allí—. Sabía que vendría a por mis cosas.

—No —dijo Jessie. Quería huir, pero los pies no la obedecían.

—Puedes pasar ——dijo él.

Alargó la mano y se la acercó al rostro. La tocó. Cinco gruesos gusanos blancos que olían a ganchitos se le arrastraron por la mejilla y se le enredaron en el pelo. El meñique le rozó la oreja y trató de introducírsele dentro. Jessie no se había dado cuenta de que la otra mano se movía hasta que sintió cómo le sujetaba el brazo y tiraba de ella, tiraba hacia dentro. Tenía la piel húmeda y fría. Jessie gimió.

—Entra a ver mis cosas —dijo el hombre—. Tienes que entrar. Ya sabes que tienes que entrar.

Y, sin saber cómo, estaba dentro, y la puerta se cerró tras ella, y allí estaba, en el interior de la casa, sola con el hombre con forma de pera.

«No hay nada que temer —se repitió como una letanía, un conjuro, un mantra, haciendo un esfuerzo por controlarse—. No hay nada que temer…, ¿qué puede hacerte? ¿Qué puede hacer?».

La habitación, sucia y de techo bajo, tenía forma de ele. El hedor, dulzón y malsano, era asfixiante. En el techo había cuatro bombillas, y a lo largo de una pared, una fila de viejas lámparas sin pantalla derramaban una luz deslumbrante. Una mesa de tres patas descansaba contra la pared opuesta; la cuarta esquina se apoyaba sobre un televisor averiado con los cables brotando del tubo catódico roto. En la mesa había un gran cuenco de Gheez Doodles. Jessie apartó la vista, asqueada. Dio un paso atrás, golpeó con el pie una botella de Coca-Cola vacía y casi se cayó, pero el hombre con forma de pera la sujetó con sus manos blandas y húmedas.

Jessie se soltó de un tirón y se apartó de él. Metió la mano en el bolso y la cerró en torno a la empuñadura del cuchillo, cosa que la hizo sentirse mejor, más fuerte. Se acercó a la ventana condenada con tablones. Fuera se oía hablar a Donald y a Angela. El sonido de sus voces, tan cercanas, también la ayudó. Hizo acopio de fuerzas.

—¿Por qué vives así? —preguntó—. ¿Necesitas ayuda para limpiar el piso? ¿Estás enfermo? —Le costó muchísimo gran esfuerzo pronunciar las palabras.

—Enfermo… —repitió el hombre con forma de pera—. ¿Te han dicho que estoy enfermo? Todo lo que dicen de mí es mentira. Siempre mienten. Alguien tendría que taparles la boca. —Ojalá dejase de sonreír con aquellos labios tan húmedos, pero la sonrisita no se le borraba—. Sabía que vendrías. Toma. Esto es para ti. —Se lo sacó del bolsillo y se lo ofreció.

—No —dijo Jessie—, no tengo hambre. De verdad.

Pero se dio cuenta de que sí tenía hambre. Estaba famélica. No pudo evitar clavar la vista en el grueso ganchito anaranjado que él sostenía entre los dedos, y de pronto le apeteció irresistiblemente.

—No —repitió, pero con voz débil, apenas un susurro, y el ganchito de queso estaba tan cerca…

Se le abrió la boca. Sintió el ganchito en la lengua, la aspereza del queso en polvo, el dulzor. Crujió suavemente entre sus dientes. Se lo tragó y se lamió las migajas anaranjadas del labio inferior. Quería más.

—Sabía que eras tú —dijo el hombre con forma de pera—. Ahora tus cosas son mías.

Jessie lo miró. Era igual que en su pesadilla. El hombre con forma de pera dobló los brazos y empezó a desabrocharse los pequeños botones de plástico de la camisa. Jessie hizo un esfuerzo por recuperar un hilo de voz. El hombre se quitó la camisa. Debajo llevaba una camiseta amarilla, con grandes manchas de sudor en los sobacos. Se la quitó y la dejó caer al suelo. Se acercó a ella; las tetas blanquecinas se le bamboleaban en el pecho. La derecha estaba cubierta por una gran mancha azulada. Su lengüecilla oscura se le asomó entre los labios. Los dedos gruesos y pálidos se afanaron en el cinturón como una troupe de babosas danzarinas.

—Estos son para ti —dijo.

Jessie apretaba la empuñadura del cuchillo con tanta fuerza que ya tenía los nudillos blancos.

—Para —dijo con un susurro ronco.

Los pantalones resbalaron hasta el suelo.

No aguantaba más. Ni un segundo más. Sacó el cuchillo del bolso y lo empuñó por encima de la cabeza.

—¡Para! —gritó.

—Ah —dijo el hombre con forma de pera—, aquí está.

Lo apuñaló.

El cuchillo se hundió en la carne blanda y pálida hasta la empuñadura. Empujó hacia abajo y lo sacó. La piel se abrió, dejando un tajo enorme. El hombre con forma de pera conservaba su sonrisa fría. No había sangre, nada de sangre. La carne era fofa y tupida, como un bistec blanco y muerto.

El hombre se le acercó, y Jessie volvió a apuñalarlo, pero él levantó la mano y apartó la de ella de un manotazo. Tenía el cuchillo clavado en el cuello; la empuñadura se movía de un lado a otro al ritmo de sus pasos. Alargó los brazos blancos y muertos hacia Jessie; ella lo empujó, y su mano se hundió en el cuerpo del hombre como si estuviese hecho de pan húmedo y putrefacto.

—Oh —dijo él—. Oh, oh, oh.

Jessie abrió la boca para gritar, pero el hombre con forma de pera apretó sus gruesos labios húmedos contra los de ella y se tragó el sonido Los ojos pálidos la absorbieron. Sintió cómo la lengua del hombre, redonda y negra y grasienta, se abría camino hacia su interior, como una serpiente, tocando, saboreando, sintiendo todas sus cosas. Se ahogaba en un mar de carne fofa y húmeda.

Se despertó con el sonido de la puerta que se cerraba. Solo fue un pequeño clic, el pestillo que encajaba en el cerradero, pero bastó. Abrió los ojos y se incorporó. Le costaba mucho moverse. Se sentía pesada y agotada. Se oían risas en el exterior. Se reían de ella. Era un sonido lejano y apagado, pero sabía que ella era la causa.

Tenía la mano sobre el muslo. La miró durante unos instantes. Abrió y cerró los dedos, que se movieron como cinco gruesas larvas. Tenía una sustancia blanda y amarilla metida bajo las uñas y manchas de un amarillo intenso en la punta de los dedos.

Cerró los ojos y se pasó la mano por el cuerpo, por las blandas redondeces, las acumulaciones de grasa, los extraños valles y colinas. Hizo presión, y la carne cedió y cedió y cedió. Se puso torpemente de pie. Su ropa estaba tirada por el suelo. Recogió las piezas una a una y cruzó la habitación. Su cartera estaba junto a la puerta; la cogió y se la puso bajo el brazo; quizá la necesitase, sí; llevar la cartera estaba bien.

Abrió la puerta y salió a la cálida noche. Arriba se oían voces.

—… teníais toda la razón —decía una mujer—. No entiendo cómo he podido ser tan tonta. La verdad es que no tiene nada de siniestro, solo da lástima. Donald, no sé cómo darte las gracias.

Subió la escalera y emergió al exterior. Le dolían los pies. Cambió el peso de uno a otro varias veces. Las personas habían dejado de hablar y la miraban: Angela, Donald y una mujer delgada y bonita con vaqueros azules y camiseta.

—Vuelve —le dijo, y oyó que su voz era aguda y débil—. Devuélvemelas. Te has llevado mis cosas. Tienes que devolvérmelas.

La risa de la mujer sonó como el entrechocar de los cubitos de hielo en un vaso de Coca-Cola.

—Creo que ya has molestado bastante a Jess —dijo Donald.

—Tiene mis cosas —respondió—. Por favor.

—La he visto salir, y no llevaba nada —replicó Donald.

—Se ha llevado todas mis cosas.

Donald frunció el ceño. La mujer de pelo rubio y ojos verdes se rió de nuevo y le tocó el brazo.

—No te pongas tan serio, Don —dijo—. No está bien de la cabeza.

Estaban en contra de ella, lo sabía, se lo veía en las caras. Se apretó la cartera contra el pecho. Le habían robado sus cosas, no recordaba qué, exactamente, pero no le robarían la cartera, tenía cosas dentro y no se las iban a quedar. Se giró para marcharse. Se dio cuenta de que tenía hambre. Quería comer algo. Se acordó de que le quedaba media bolsa de ganchitos. Abajo. Al final de la escalera.

Mientras bajaba, el hombre con forma de pera les oía hablar de ella. Abrió la puerta y entró para quedarse. Olía a hogar. Se sentó, dejó la cartera en las rodillas y se puso a comer. Se llenaba la boca con puñados de ganchitos y los engullía con tragos de Coca-Cola tibia de la botella que había abierto esa misma mañana, o quizá ayer. Qué rico estaba. Nadie podía hacerse idea de lo bueno que estaba. Se reían de él, pero qué sabían ellos, no sabían nada de las cosas bonitas que tenía. Nadie lo sabía. Nadie. Algún día vería a alguien diferente, alguien a quien darle sus cosas, alguien que le daría todas sus cosas. Sí. Eso estaría bien. Lo sabría en cuanto la viese.

Sabría exactamente qué decir.