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El tratamiento del mono

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Kenny Dorchester estaba gordo.

No siempre había estado gordo, claro. Cuando llegó al mundo, era un bebé normal de peso medio. La normalidad duró poco, sin embargo, y Kenny no tardó en convertirse en un angelito de mejillas regordetas bien albardádo en grasa infantil. Luego todo se vino abajo, y la báscula se vino arriba. Se convirtió en un niño rechoncho, en un adolescente orondo, en un universitario porcino, una cosa detrás de otra, y para cuando llegó a la madurez ya había dejado atrás todos esos estadios intermedios y tenía un doctorado en obesidad.

La obesidad puede tener muchas causas, a veces psicológicas, a veces físicas. La de Kenny Dorchester era sencilla: comer. A Kenny le encantaba la comida. Entre guiños de complicidad solía decir a sus amigos, parafraseando a Will Rogers, que nunca se había topado con una comida que no le gustara. No era del todo cierto: detestaba el hígado y el zumo de ciruela. Tal vez si su madre le hubiera puesto delante ambas cosas más a menudo cuando era niño, no habría llegado a adquirir semejante masa y perímetro; pero, por desgracia, Gina Dorchester tenía más tendencia a la lasaña, al pavo relleno, a los boniatos, al budín de chocolate, a los libritos de ternera, al maíz chorreante de mantequilla y a las tortitas con mermelada de arándanos (si bien no todo en la misma comida) que al hígado y al zumo de ciruela, y después de que Kenny la hiciera partícipe de sus preferencias vomitando el hígado en el plato, tuvo la amabilidad de no volver a servírselo jamás, igual que hizo con el zumo de ciruela. Así, sin saberlo, encaminó a su hijo por el mullido sendero de grasa que llevaba al tratamiento del mono. Pero aquello había sucedido mucho tiempo atrás, y la pobre mujer tampoco tenía la culpa: era Kenny, él sólito, quien se había abierto aquel camino a bocados.

A Kenny le encantaba la pizza de pepperoni, la pizza sin nada y la pizza con todos los ingredientes, anchoas incluidas. Kenny era capaz de comerse un costillar entero a la parrilla, ya fuera de ternera o de cerdo, y cuanto más picante fuera la salsa, mejor. Le gustaba el chuletón poco hecho, el pollo asado, el picantón relleno de arroz, y tampoco le hacía ascos a un buen solomillo, a una fuente de gambas fritas o a una rica pieza de embutido. Pedía las hamburguesas con todo lo que hubiera, y patatas fritas grandes para acompañar, sí, por favor, y aros de cebolla también. Nada que se le hiciera a su amiga la patata podía ponerlo en su contra, pero también era un incondicional de la pasta y el arroz, el boniato

con sirope, el boniato sin sirope, hasta del puré de colinabo. «A mí lo que me pierden son los postres», solía decir, porque le gustaban los dulces con locura, sobre todo la tarta de chocolate, los cannoli y el pastel caliente de manzana con nata montada. «A mí lo que me pierde es el pan», decía en otras ocasiones si no había ningún postre en perspectiva, al tiempo que arrancaba otro buen pellizco a la hogaza, o untaba otro panecillo con mantequilla, o cogía una rebanada más de pan de ajo, por el que sentía debilidad. Kenny sentía debilidad por muchas cosas. Se consideraba una autoridad tanto en restaurantes de postín como en franquicias de comida rápida, y era capaz de dar auténticas y eternas conferencias sobre cualquiera. Le encantaba la comida griega, la china, la japonesa, la coreana, la alemana, la italiana, la francesa y la india, y siempre andaba en busca de nuevos grupos étnicos «para ampliar mis horizontes culturales». Al enterarse de la caída de Saigón, Kenny solo pudo pensar en cuántos refugiados vietnamitas abrirían restaurantes. Siempre que viajaba, dedicaba buena parte de sus energías a atiborrarse de las especialidades locales; era capaz de recomendar los mejores restaurantes de veinticuatro ciudades importantes de Estados Unidos y se deleitaba rememorando los deliciosos manjares que había comido en cada uno. Sus escritores favoritos eran James Beard y Calvin Trillin.

—¡Llevo una vida de lo más sabroso! —proclamaba Kenny Dorchester con una amplia sonrisa.

Y era cierto. Sin embargo, Kenny tenía un secreto. No solía pensar en ello y nunca lo decía en voz alta, pero allí estaba, en lo más hondo de su ser, bajo las capas de grasa. Ni todas las salsas del mundo bastaban para ahogarlo, ni su fiel tenedor era capaz de mantenerlo a raya.

A Kenny Dorchester no le gustaba estar gordo.

Estaba dividido entre dos amores: adoraba la comida con pasión desenfrenada, pero también soñaba con otras amantes, con mujeres, y sabía que para tener a las segundas se vería obligado a renunciar a la primera. Aquello le dolía en el alma, y a menudo se debatía, víctima de su conflicto interno. Pensaba que era mejor estar delgado y tener a una mujer, que estar gordo y tener solo sopa de marisco, pero tampoco era cuestión de despreciar la sopa de marisco. Al fin y al cabo, tanto la mujer como la sopa eran fuentes de felicidad, y la verdadera desgracia caía solo sobre aquellos que renunciaban a una cosa y encima no conseguían la otra. No había espectáculo que deprimiera más a Kenny que el de un gordo comiendo queso desnatado. Aquellos seres patéticos no conseguían adelgazar, o eso le parecía a él, y por tanto estaban abocados a una triste vida sin mujeres y sin marisco: el destino más espantoso que imaginarse pudiera.

Aun así, a pesar de las dudas, el dolor secreto le ardía a veces con virulencia y le despertaba tal resolución que se veía capaz de todo. Aquellas «aberraciones», como él las consideraba, aparecían sobre todo tras ver a una mujer más bella que las demás u oír hablar de una dieta nueva, indolora e increíblemente eficaz. Cuando aquello ocurría, Kenny se ponía a régimen.

A lo largo de los años fue probando todas las dietas imaginables, siempre en secreto, siempre por un período corto de tiempo. Siguió la del doctor Atkins y la del doctor Stillman, la del pomelo y la del arroz integral. Probó la dieta de proteína líquida, que tenía un olor repugnante, y durante una semana entera vivió a base de Slender and Segó, hasta que hubo probado todos los sabores y acabó aburriéndolos. Se apuntó a un grupo de ayuda y asistió a varias reuniones antes de darse cuenta de que sus compañeros de régimen no le hacían ningún bien, porque no hacían más que hablar de comida. Hizo huelga de hambre hasta que le entró hambre. Probó la dieta del zumo de fruta, la dieta del bebedor (aunque no bebía) y la dieta del Martini con nata montada (sin Martini). Un hipnotizador le dijo que sus platos preferidos sabían mal y que además no tenía hambre; mentira cochina, y allí terminó su relación con la hipnosis. Siguió técnicas de modificación del comportamiento, como soltar el tenedor entre bocado y bocado, utilizar platos pequeños que parecían llenos con raciones diminutas o anotar en una libreta todo lo que comía. Lo único que consiguió fue tener montones de libretas, fregar muchos platos pequeños y desarrollar una gran destreza a la hora de coger y dejar el tenedor. La dieta que más le gustaba era la que decía que podía comer todo lo que quisiera de su plato preferido, a condición de no comer nada más. Lo malo fue que Kenny no logró decidir cuál era su plato preferido, así que acabó comiendo costillas una semana, pizza la segunda semana y pato a la pequinesa la tercera (una semana muy cara, por cierto), y no perdió ni un gramo, pero hay que decir que disfrutó de lo lindo.

Las aberraciones de Kenny Dorchester solían durar entre una o dos semanas. Después, como si emergiera de una niebla espesa, miraba a su alrededor y se daba cuenta de que era profundamente infeliz, había perdido poco peso y corría el peligro inminente de convertirse en uno de aquellos gorditos del queso desnatado que tanta compasión le despertaban. En ese momento mandaba la dieta a hacer gárgaras, se daba un buen atracón y volvía a la normalidad seis meses más, hasta el siguiente ataque de dolor secreto.

Pero un viernes por la noche vio a Henry Moroney en el Costillar.

El Costillar era el asador favorito de Kenny. La especialidad de la casa eran las costillas, suculentas y tostaditas, que servían con una salsa muy de su gusto. Los viernes había bufé libre de costillas por quince dólares, precio que para la mayoría de los clientes era prohibitivo, pero que para Kenny era un chollo, pues era capaz de comer infinidad de costillas. Aquel viernes, cuando se había terminado su primer costillar y esperaba el segundo bebiendo cerveza y comiéndose el pan a pellizcos, levantó la vista por casualidad y se sobresaltó al darse cuenta de que el hombre flaco y macilento sentado a la mesa de al lado era Henry Moroney.

Kenny Dorchester se quedó completamente boquiabierto. La última vez que había visto a Henry Moroney, los dos eran desdichados miembros del grupo de ayuda, y allí Moroney era el único que pesaba más que Kenny. Grande como una ballena, cargaba con el apodo cruel de el Huesos, tal como confesó al resto de los miembros. Sin embargo, en aquellos momentos, el sobrenombre le iba como anillo al dedo: Moroney estaba tan delgado que casi podían contársele las costillas, pero en la mesa, delante de él, había un montón de huesos. Aquello dejó intrigadísimo a Kenny Dorchester. Semejante cantidad de huesos… Empezó a contarlos, pero no tardó en perderse, porque estaban repartidos en platos vacíos con restos de salsa seca. No importaba; saltaba a la vista que Moroney había dado cuenta de cuatro costillares por lo menos, tal vez cinco.

Kenny Dorchester lo vio claro: Henry Moroney, alias el Huesos, estaba en posesión del secreto. Si había manera humana de perder cien kilos y poder seguir comiendo cinco costillares de una sentada, Kenny quería saberlo, así que se levantó y se sentó a su mesa.

—¡Eres tú! —exclamó.

Moroney levantó la vista como si no se hubiera fijado en Kenny hasta aquel instante.

—Ah —dijo con voz queda, cansada—. Tú.

Parecía exhausto, pero Kenny supuso que era lo normal después de perder tanto peso. Moroney tenía los ojos hundidos y unas ojeras espantosas, y la piel le colgaba flácida y pálida. Estaba acodado en la mesa, casi derrumbándose, como si el agotamiento le impidiera sentarse erguido. Tenía un aspecto realmente horroroso, pero había perdido muchos, muchos kilos…

—Estás estupendo —le soltó a bocajarro—. ¿Cómo lo has hecho? Tienes que decírmelo, Henry, por favor, por favor…

—No —susurró Moroney—. No, Kenny, vete.

Aquello lo pilló por sorpresa.

—¡Pero bueno! —exclamó, indignado—. ¡Me abruma tanta amabilidad! Pues no me voy hasta que no me lo cuentes. Me lo debes. Recuerda la cantidad de veces que hemos compartido el pan…

—Oh, Kenny… —gimió Moroney con una voz débil, espantosa—. Vete, por favor, no quieras saberlo. Es demasiado… demasiado… —Se detuvo a media frase, y un espasmo de dolor le atravesó el rostro. Soltó un quejido y giró la cabeza sin control, como si sufriera un ataque, al tiempo que aporreaba la mesa con las manos—. ¡Aaagh! —exclamó.

—¿Qué te pasa, Henry? —Kenny se alarmó. A aquellas alturas ya tenía muy claro que Moroney el Huesos se había pasado con la dieta.

—Aaah —suspiró Moroney con alivio repentino—. Nada, nada, estoy bien. —Su voz no reflejaba ningún tipo de entusiasmo—. Para ser exactos, estoy de maravilla. De maravilla, Kenny. No estaba tan delgado desde… desde… Bueno, desde nunca. Es un milagro. —Esbozó una sonrisa forzada—. Pronto llegaré a mi objetivo y habré terminado. Sí, llegaré a mi objetivo. La verdad es que no sé cuánto peso ahora mismo. —Se llevó una mano a la frente—. Pero estoy delgado, ¿a que sí? ¿A que tengo buen aspecto?

—Sí, sí —asintió Kenny, impaciente—. Pero ¿cómo lo has hecho? Tienes que contármelo. Con esos imbéciles del grupo no habrá sido…

—No —respondió Moroney débilmente—. No, fue el tratamiento del mono. Te lo apunto.

Sacó un lápiz y garabateó una dirección en la servilleta. Kenny se la guardó en el bolsillo.

—¿El tratamiento del mono? En mi vida he oído hablar de eso. ¿En qué consiste?

Henry Moroney se humedeció los labios.

—Pues llegas y te… —empezó, pero de repente sufrió otro ataque y torció el cuello de manera grotesca—. Tú ve y ya lo verás —le dijo—. Funciona, Kenny, vaya si funciona. El tratamiento del mono. No puedo decirte nada más. Ya tienes la dirección. Tengo que irme.

Se apoyó con las palmas en la mesa para levantarse y fue a pagar arrastrando los pies como un anciano. Mientras lo veía alejarse, Kenny Dorchester llegó a la conclusión de que, fuera lo que fuera el tratamiento del mono, Moroney se había pasado. Antes no tenía tics ni espasmos, o lo que fuera que le ocurriera.

—Estas cosas hay que hacerlas con mesura —se dijo con decisión.

Se palmeó el bolsillo para comprobar que aún llevaba la servilleta, seguro de que sería capaz de enfrentarse a aquello con más sensatez que Moroney el Huesos, y volvió a su mesa para atacar el segundo costillar, Aquella noche se metió cuatro entre pecho y espalda: si iba a ponerse a dieta, más le valía aprovechar mientras pudiera.

El día siguiente era sábado, de modo que Kenny tenía todo el tiempo del mundo para salir en busca del tratamiento del mono y del sueño de y un nuevo yo delgado y esbelto. Se levantó temprano y corrió al baño para pesarse en la báscula digital que tanto le gustaba porque no tenía que esforzarse en distinguir los números, ya que brillaban rojos y nítidos* Aquella mañana, la báscula marcó ciento sesenta y seis. Había engordado unos kilos, pero no le importó: el tratamiento del mono le libraría pronto de ellos.

Intentó llamar por teléfono para asegurarse de que estuviera abierto en sábado, pero no hubo manera. Lo único que le había escrito Moroney era la dirección, y en la guía no figuraba que allí hubiera ningún nutricionista, gimnasio ni médico. Buscó también por «mono», sin resultado, así que no le quedó otra alternativa que presentarse allá.

Aquello tampoco resultó sencillo. La dirección correspondía a un lugar cerca del puerto, en un barrio muy poco recomendable, y a Kenny le costó lo suyo que el taxista lo llevara. Al final tuvo que amenazarlo con ponerle una denuncia. Kenny Dorchester conocía muy bien sus derechos.

Pero no tardó en albergar dudas él también. Los callejones tortuosos que recorrieron eran sucios y sórdidos, en absoluto apetitosos, y Kenny pensó que un centro dietético ubicado en aquella zona sería un reducto de charlatanes peligrosos. El edificio en cuestión era un centro comercial en total decadencia que acrecentó su desconfianza. La mitad de las tiendas estaban cerradas, con tablones cruzados que condenaban la entrada, y el resto acechaba tras verjas y escaparates oscuros y sucios. El taxi se detuvo entre dos solares llenos de cascotes, frente a un local de ladrillo, viejo y casi en ruinas, con tanta mugre en las ventanas que no se veía el interior. Un desvaído cartel de Coca-Cola se mecía gimiente sobre la entrada. Pese a todo, el número era el mismo que el que le había anotado Moroney el Huesos.

—Es aquí —le dijo el taxista con impaciencia, mientras Kenny, horrorizado, miraba por la ventanilla.

—Tiene que haber un error. Voy a mirar. Hágame el favor de esperar aquí mientras compruebo si esta es la dirección.

El taxista asintió y Kenny bajó su portentosa mole del taxi. No había dado ni dos pasos cuando oyó que el vehículo metía la marcha y se alejaba con las ruedas chirriando. Se volvió, atónito.

—¡Oiga, no se le ocurra…!

Pero era obvio que ya se le había ocurrido. Ni que decir tenía que iba a presentar una queja contra aquel taxista. A ver qué se había creído.

Sí, pero de momento estaba allí, y no tenía cómo marcharse. Le parecía una tontería no seguir adelante habiendo llegado ya tan lejos. Sin duda, allí dentro podría pedir un taxi por teléfono, tanto si decidía seguir el tratamiento del mono como si no. Kenny echó mano de toda su determinación y se dirigió hacia la destartalada entrada del local. Cuando abrió la puerta, sonó una campanilla.

En el interior reinaba la oscuridad. Los cristales estaban tan sucios y polvorientos que apenas dejaban pasar la luz, y Kenny tardó un poco en acostumbrar la vista. Cuando consiguió adivinar algo, advirtió con horror que estaba en una sala de estar. Seguro que allí vivía una familia gitana de esas que ocupaban los edificios abandonados. En el suelo había una alfombra deshilachada, y a su alrededor, muebles viejos y dispares, lo mejorcito del Ejército de Salvación. Un viejo televisor de blanco y negro lo observaba desde un rincón como un ojo ciego. Apestaba a orín.

—Lo siento —murmuró Kenny con un hilo de voz, aterrado ante la posibilidad de que un gitano joven y moreno surgiera de las sombras dispuesto a clavarle un cuchillo—. Lo siento mucho.

Ya había retrocedido y buscaba a tientas el pomo de la puerta cuando un hombre salió de la trastienda.

—¡Ah! —exclamó, escrutando a Kenny con sus ojillos brillantes—. ¡Ah, el tratamiento del mono!

Se frotó las manos y sonrió. Kenny casi se desmayó del susto. Aquel hombre era el ser humano más gordo que había visto en la vida, tanto que había tenido que apretujarse y pasar de lado por la puerta. Era más gordo que Kenny, más que Moroney el Huesos. Chorreaba grasa, literalmente, pero también era repugnante en otros aspectos. Parecía una seta con unos ojillos minúsculos, casi invisibles entre los pliegues de carne blanquecina. Parecía como si el exceso de grasa le hubiera engullido el vello, casi inexistente. Iba desnudo de cintura para arriba, y todo el torso eran lorzas y más lorzas, y las enormes tetas le rebotaron contra la barriga cuando se precipitó para agarrar a Kenny del brazo.

—¡El tratamiento del mono! —repitió con obstinación, tirando de él.

Kenny se quedó mirándolo atónito, sin palabras, paralizado por aquella sonrisa, una sonrisa que le ocupaba la mitad de la cara, una grotesca media luna llena de dientes blancos y brillantes.

—No —consiguió balbucear—. No, he cambiado de opinión. —Dijera lo que dijera Moroney el Huesos, no pensaba seguir ningún tratamiento administrado por semejante individuo. Para empezar, no debía de ser muy eficaz a juzgar por la monstruosa obesidad que padecía aquel hombre, , Además, igual era peligroso, algún camelo de pócima a base de hormonas de simio o algo por el estilo—. ¡No! —repitió con más energía, mientras intentaba liberar el brazo de aquel esperpento.

Pero no lo consiguió. El tipo era mucho más voluminoso e infinitamente más fuerte que Kenny, y lo empujó hacia el fondo del cuarto sin hacer caso de sus protestas, siempre con aquella sonrisa demencial.

—Hombre gordo —farfulló, y como si quisiera demostrarlo dio un V doloroso pellizco a Kenny en un michelín—. Gordo, gordo, gordo, eso malo. Tú flaco con tratamiento del mono.

—Sí, pero…

—Tratamiento del mono —repitió, sin que Kenny supiera cómo se le había puesto detrás.

Se apoyó con todo su peso en la espalda de Kenny y lo empujó para obligarlo a pasar entre las cortinas que daban a la trastienda. Allí el hedor a orina era aún más fuerte, tanto que le dieron ganas de vomitar. La oscuridad era absoluta, y por doquier se oían susurros y correteos.

«Ratas», pensó, aterrado. Tenía un miedo atroz a las ratas. Con las manos por delante se lanzó hacia el cuadrado de luz tenue que recortaba la cortina.

Antes de que consiguiera llegar, sonó a su espalda un parloteo agudo, rápido como el fuego de una metralleta, al que enseguida se unió otra voz, después una tercera, y la oscuridad no tardó en poblarse de aquella algarabía espantosa. Kenny se tapó las orejas y cruzó la cortina tambaleándose, pero nada más salir notó que algo le rozaba la nuca, algo cálido y peludo.

—¡Aaah! —aulló al tiempo que salía corriendo a la sala donde lo aguardaba pacientemente el loco medio desnudo. Kenny daba saltos sobre una pierna, luego sobre la otra, sin parar de chillar—. ¡Aaaaaah! ¡Tengo una rata! ¡En la espalda! ¡Quítemela! ¡Quítemela! —Intentó agarrarla primero con una mano y luego con la otra, pero el bicho era muy rápido y se movía con mucha agilidad; lo notaba, estaba allí, vivo, y no paraba de moverse—. ¡Socorro! ¡Ayúdeme! —chillaba—. ¡Una rata!

El propietario le sonrió y sacudió la cabeza, con lo cual los múltiples pliegues de la papada bailaron alegremente.

—No, no, no rata, gordo. Mono. Tienes el tratamiento del mono.

Volvió a coger a Kenny del brazo y lo empujó hasta una pared donde había un espejo de cuerpo entero. La luz era tan escasa que casi no distinguía nada, salvo que el espejo no era lo bastante ancho para él y le cortaba los brazos. El propietario retrocedió y tiró de un cordón que colgaba del

techo, y una bombilla solitaria y desnuda se encendió sobre ellos. La bombilla se balanceaba adelante y atrás, adelante y atrás, de modo que el efecto luminoso era delirante. Kenny Dorchester se estremeció y se miró al espejo.

—¡Aaah!

Tenía un mono en la espalda. Más concretamente, lo llevaba a hombros, porque le rodeaba el grueso cuello con las patas traseras y las juntaba bajo su triple papada. Notaba el pelo del animal en la nuca y sus manitas cálidas que lo tenían agarrado con suavidad de las orejas. Era diminuto. Kenny se miró al espejo y vio que asomaba la cabecita por detrás de la suya y le mostraba los dientes en una amplia sonrisa. Tenía los ojos vivarachos, el pelo castaño e hirsuto, y demasiados dientes blancos y deslumbrantes para su gusto. No paraba de mover la larga cola prensil, que parecía una culebra peluda que le hubiera salido a Kenny en la nuca.

A Kenny le latía el corazón como un martillo. Aquel lugar, aquel hombre y aquel mono le habían puesto los nervios de punta, pero echó mano de todo su aplomo y se obligó a tranquilizarse. Al menos, no se trataba de una rata. El monito no podía hacerle ningún daño: por cómo se le había subido a los hombros, era obvio que estaba amaestrado. Seguramente su dueño lo llevaba así, y cuando el animal vio entrar a Kenny por la cortina, debió de confundirlo con él. Sí, sin duda había sido eso. En la oscuridad, todos los gordos se parecen. Kenny intentó coger al mono de nuevo, pero era imposible. Además, el espejo hacía que lo viera todo al revés y aún se lo ponía más difícil. Se puso a saltar, haciendo que temblara toda la estancia y se estremecieran los muebles, pero el mono se le aferró a las orejas y no consiguió quitárselo de encima. Al final se volvió hacia su obeso propietario.

—Señor, tenga la bondad —dijo, creyendo aparentar una serenidad increíble, dadas las circunstancias—. Coja a su mono.

—No, no, no. Hace flaco a ti. Tratamiento del mono. ¿Tú no quieres flaco?

—Claro que sí, pero esto es absurdo —dijo con fastidio.

Kenny estaba confuso. Por lo visto, el animalillo que tenía en los hombros era parte del tratamiento, pero aquello no tenía lógica alguna.

—Marche —le dijo el hombre. Tiró del cordón con violencia para apagar la luz, con lo que la bombilla se balanceó con más violencia aún. Se acercó a Kenny, que retrocedió, aprensivo—. Marche —repitió, y lo agarró del brazo una vez más—. Fuera, fuera. Ya tiene tratamiento del mono, marche ya.

—¡Eh, oiga! —replicó, furioso—. ¿Quiere hacer el favor de soltarme? ¡Y quíteme de encima al mono! ¡Que no quiero ningún mono! ¿Me oye? ¡No me empuje! Oiga, tengo amigos en la policía. No va a salirse con la suya. Mire… —De nada le valieron las protestas: el otro era una fuerza de la naturaleza, una oleada de carne blanca, maloliente y sudorosa que lo empujó con todo su peso hasta la puerta. La campanilla volvió a sonar, y Kenny se vio bajo la implacable luz del sol—. ¡No pienso pagar por esto! —protestó—. ¡Ni un centavo! ¿Entendido?

—Tratamiento del mono no cuesta nada —replicó el hombre con una sonrisa.

—Por lo menos déjeme pedir un taxi… —empezó a decir Kenny. Pero ya era tarde; el tipo había cerrado la puerta. Enfadado, Kenny trató de abrirla a sacudidas, sin resultado. El cerrojo estaba echado—. ¡Eh, ábrame! —gritó a pleno pulmón.

No obtuvo respuesta. Gritó otra vez, pero de repente se sintió observado. Se volvió. Al otro lado de la calle, tres viejos borrachos sentados en el escalón de una tienda condenada con tablones se pasaban una botella metida en una bolsa de papel marrón y le lanzaban miradas desconfiadas.

En aquel instante, Kenny Dorchester cayó en la cuenta de que estaba en la calle, a plena luz del día, con un mono en la espalda. El rubor le subió por el cuello y le encendió las mejillas, y se sintió ridículo.

—¡Es mi mascota! —dijo a los borrachos con una sonrisa forzada.

No dejaron de mirarlo. Kenny, airado, lanzó un último vistazo a la puerta cerrada y echó a andar a toda prisa pisando con furia con sus rollizas piernas. Tenía que encontrar un lugar donde pudiera estar a solas.

Dobló la esquina y fue a parar a una bocacalle estrecha y oscura, entre dos edificios viejos y grises de apartamentos. Se sumergió en el callejón y trató de recuperar el aliento. Después se dejó caer en la tapa de un cubo de basura. Sacó un pañuelo para secarse la frente, y en aquel momento notó que el mono cambiaba de posición.

—¡Quítate de encima! —gritó al tiempo que se llevaba la manos a la nuca para agarrarlo.

El animal lo esquivó una vez más. Kenny se guardó el pañuelo y volvió a intentarlo, esta vez con ambas manos, sin éxito. Por último, agotado, hizo una pausa para pensar.

¡Las patas! ¡Claro! ¡Las patas con que se le sujetaba al cuello! ¡Ahí estaba la solución! Despacio, con suavidad, levantó las manos, buscó a tientas las patitas del mono y cogió cada una con una gruesa mano. Respiró hondo y, con un movimiento brusco y veloz, intentó separarlas como si fueran cada una un hueso de la suerte.

El mono contraatacó.

Con una manita le retorció con saña una oreja hasta que Kenny sintió que estaba a punto de arrancársela. Con la otra le golpeó la sien con ritmo furioso. Kenny aulló de dolor y le soltó las patas, que, por cierto, no había conseguido separar ni un milímetro. El animal dejó de pegarle y le soltó la oreja, y él dejó escapar un sollozo mezcla de alivio y frustración. En su vida se había sentido tan desgraciado.

Se quedó siglos sentado en aquel sucio callejón, derrotado en sus intentos de quitarse de encima al simio y sin atreverse a volver con él a calles llenas de gente que lo señalaría y se reiría o haría comentarios groseros en voz baja. Ya era bastante duro ir por la vida estando tan gordo; no quería ni imaginarse cómo sería ir por este mundo cruel gordo y con un mono en la espalda. Tomó una decisión: se quedaría sentado en aquel callejón, en aquel cubo de basura, hasta que muriera uno de los dos, el mono o él; cualquier cosa antes que enfrentarse al ridículo y la vergüenza en las calles.

La determinación le duró como una hora, que fue lo que Kenny Dorchester tardó en empezar a tener hambre. Sí, se reirían de él, pero ¿qué más daba? Siempre se habían reído de él. Se levantó y se sacudió el polvo, mientras el mono se le acomodaba en el cuello. No le hizo caso y decidió ir en busca de una buena pizza de pepperoni.

Le costó encontrarla. En aquel barrio de mala muerte había borrachos, adolescentes de aspecto peligroso y edificios calcinados o condenados con tablones para dar y vender, pero lo que eran pizzerías, no abundaban, la verdad. Tampoco los taxis. Kenny recorrió la avenida principal tan deprisa como la dignidad, el sobrepeso y sus piernas Cortas le permitieron, sin mirar a izquierda ni a derecha, rumbo a barrios más seguros. En dos ocasiones se topó con una cabina telefónica y buscó una moneda para pedir transporte, pero ninguna funcionaba. En su opinión, los vándalos eran peor que las ratas.

Por fin, tras caminar lo que le parecieron horas, divisó un restaurante de lo más cutre. En las letras de la ventana se leía «LA PARRILLA DE JOHN», y el neón de la puerta decía simplemente «COMIDAS». Era una palabra maravillosa que Kenny conocía bien, y la vio desde lejos como si fuera un faro. Ya antes de entrar supuso que aquel no era lugar para pizzas de pepperoni, pero a aquellas alturas era lo de menos.

Abrió la puerta y lo dominó un temor momentáneo, en parte porque se sentía fuera de lugar en un establecimiento donde el resto de los clientes parecían delincuentes, y también por si se negaban a servirle por culpa del mono que llevaba a las espaldas. Entró rápidamente y se sentó a una mesa pequeña de un rincón oscuro para evitar las miradas curiosas. Una camarera flaca de pelo entrecano con un uniforme rosa muy descolorido se le acercó, resuelta. Kenny bajó la vista y jugueteó nervioso con la sal, la pimienta y el ketchup, esperando oír de un momento a otro: «Eh, ¿qué hace ese bicho aquí dentro?».

Pero lo único que hizo la camarera fue meterse la mano en el bolsillo del delantal para sacar una libreta, y aguardó, lápiz en ristre.

—Venga, ¿qué va a tomar?

Kenny levantó la vista sobresaltado y luego sonrió. Empezó a tartamudear, pero se recompuso y pidió una tortilla de queso con guarnición doble de beicon, café, un buen vaso de leche y tostadas con mantequilla y canela.

—¿Tienen fritada de patatas con cebolla? —preguntó esperanzado.

Pero la camarera negó con la cabeza y se marchó. Mientras esperaba a que le llevaran la comida y hacía trocitos una servilleta de papel, abstraído, Kenny pensó que era una mujer encantadora y de lo más amable, y que había ido a parar a un local maravilloso. ¡Nadie había dicho ni mu sobre el mono! ¡Qué gente tan cortés!

La comida no tardó en llegar.

—Aaah —suspiró Kenny cuando la camarera le puso la comida delante, en la mesa de fórnica.

Estaba muerto de hambre. Cogió una tostada y se la llevó a la boca.

Pero, de detrás de su cabeza, una manita salió disparada como una flecha y se la arrebató limpiamente.

Kenny Dorchester se quedó un momento paralizado por la sorpresa, con la mano vacía delante de la boca, oyendo como el mono masticaba ruidosamente la tostada. Entonces, antes de que entendiera qué estaba pasando, la larga cola del monito le pasó como un látigo por debajo del sobaco y se enroscó en torno al vaso de leche, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Eh! —exclamó, pero era mucho más lento que el animal.

Oyó los sorbos ruidosos a su espalda, y de repente el vaso apareció volando por encima de su hombro izquierdo. Lo cogió al vuelo antes de que cayera y se hiciera pedazos y lo dejó tambaleándose en la mesa justo cuando la cola del mono se lanzaba a por el beicon. Kenny empuñó el tenedor y lo clavó en el plato, pero el animal era mucho más rápido, y el beicon desapareció al tiempo que el tenedor se doblaba contra la loza.

Kenny comprendió que era una carrera. Dejó el tenedor y cortó con la cuchara un trozo de tortilla que chorreaba queso; se la llevó a la boca tan deprisa como pudo, inclinándose. Pero el mono fue más rápido. Una manita apareció de la nada, y cuando llegó a la boca, en la cuchara no quedaba más que una mísera gota de queso fundido. Cortó otro trozo de tortilla, rápido como el rayo, pero, por mucha prisa que se diera, el mono tenía dos manos y una cola, y una vez hasta utilizó un pie para arrebatarle algo. La comida de Kenny Dorchester desapareció a una velocidad de vértigo, y cuando vio el plato vacío y sucio se le llenaron los ojos de lágrimas.

No se dio cuenta de que la camarera había vuelto.

—Vaya, sí que tenía hambre —le dijo mientras arrancaba la cuenta de la libreta y se la ponía delante—. No había visto a nadie limpiar el plato a semejante velocidad.

—¡No he sido yo! —protestó—. ¡Ha sido el mono! ¡El mono se lo ha comido todo!

La camarera le lanzó una mirada extraña.

—¿Qué mono?

—¡El mono! —Le importaba un rábano que la mujer estuviera mirándolo como si estuviera loco o algo por el estilo.

—¿Qué mono? ¿Me está diciendo que ha metido un bicho en el local a escondidas? Óigame bien, señor: Sanidad nos lo tiene prohibido.

—¿A escondidas? —Kenny empezaba a estar muy molesto—. Pero si lo llevo a plena…

No pudo terminar. El mono le dio un golpe tremendo, fortísimo, en el lado izquierdo de la cara, con tal violencia que le hizo girar la cabeza. Kenny soltó un chillido agudo de sorpresa y dolor. Lar camarera empezó a preocuparse.

—¿Se encuentra bien? ¡No le irá a dar un ataque! Qué manera más rara de mover la cabeza…

—¡No la he movido! —A Kenny solo le faltaba gritar—. ¡El mono me ha pegado! ¿Es que no lo ha visto?

—Ah. —La camarera retrocedió un paso—. Ah, claro. Estos monos, cómo son.

Kenny golpeó la mesa con los puños, frustrado.

—Déjelo, déjelo. —Cogió la cuenta (vaya, eso no se lo quitó de las manos el puñetero mono) y se levantó—. Tenga —dijo, sacando la cartera—. Aquí habrá teléfono, ¿no? ¿Puede pedirme un taxi?

—Claro. —La camarera se dirigió a la caja registradora para depositar el importe de la comida. Todo el mundo miraba a Kenny—. Claro, señor —masculló—. Un taxi. Ahora mismo le pedimos un taxi.

Kenny aguardó, echando chispas. El taxista tampoco dijo nada del mono. En lugar de decirle que lo llevara a casa, le dio la dirección de su pizzería favorita, a tres manzanas de donde vivía. Entró hecho una furia y pidió una pizza grande de pepperoni. El mono se la comió entera, y eso que Kenny trató de despistarlo cogiendo una porción en cada mano y llevándoselas a la boca al mismo tiempo. Por desgracia, el mono también tenía dos manos, y más rápidas que las suyas. Cuando de la pizza no quedaron ni las migas, Kenny reflexionó un instante, llamó a la camarera y pidió otra: una grande de anchoas. Se creyó muy astuto, porque nunca había conocido a nadie a quien le gustara la pizza de anchoas. Estaba seguro de que aquellos pescaditos salados serían su salvación. Para asegurarse el tiro, en cuanto llegó la pizza, cogió el pimentero y la cubrió con semejante cantidad de pimienta que podría haber provocado un incendio. Entonces, por fin confiado, cogió una porción y se la llevó a la boca.

Resultó que al mono le encantaba la pizza de anchoas con mucha pimienta. A Kenny Dorchester le faltó un pelo para echarse a llorar.

Después de la pizzería probó en el Costillar, luego en un exquisito restaurante griego, de donde salió para ir a un McDonald’s, y después a una pastelería donde preparaban los éclairs de chocolate más exquisitos. Estaba seguro de que el mono acabaría por saciarse más tarde o más temprano. Era un mono muy pequeño; ¿cuánta comida podía caberle? Solo tenía que seguir pidiendo platos hasta que el mono se hartase o reventase de una vez por todas.

Aquel día, Kenny se gastó más de doscientos dólares en comida. No comió absolutamente nada.

El mono era un pozo sin fondo. Si tenía límites, distaban mucho de los de la billetera de Kenny, que al final tuvo que aceptar la derrota. No consiguió vencer al mono por empacho.

Dio vueltas a la cabeza en busca de otra táctica, y al final dio con ella. Al fin y al cabo, los monos eran tontos, y eso incluía a los monos invisibles de apetito prodigioso. Con una sonrisa astuta, fue al supermercado más cercano y compró un paquete de natillas en polvo con sabor a plátano (le pareció lo más indicado) y otro de veneno para ratas. Caminó hasta su casa tarareando una alegre melodía, y se puso a preparar unas natillas condimentadas con cantidades generosas de veneno para ratas. Era un veneno inodoro, y las natillas tenían un aroma delicioso. Kenny las sirvió en copas de postre para que se enfriaran y se fue a ver la televisión durante una hora. Por último, como quien no quiere la cosa, fue a la nevera y sacó unas natillas y una hermosa cuchara. Volvió a sentarse frente a la tele, cogió una buena cucharada y se la llevó a la boca abierta, y se detuvo. Y esperó. Y esperó.

El mono no hizo nada.

¡Tal vez se hubiera saciado por fin! Dejó las natillas envenenadas y corrió otra vez a la cocina, donde encontró medio paquete de galletas de vainilla y unos tristes y secos pastelitos de higo en un armario.

El mono dio buena cuenta de todo.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Kenny. Por lo visto, aquel mono le dejaría comer tantas natillas envenenadas como quisiera, pero nada más. Casi sin esperanzas, se llevó las manos a la nuca para intentar atrapar al mono de nuevo; tal vez el exceso de comida lo hubiera abotargado. Pero no era así. El mono lo esquivó sin problemas, y al ver que se empecinaba en atraparlo le dio un buen mordisco en un dedo. Kenny chilló y se llevó el dedo sangrante a la boca. Al menos, eso sí le permitió el mono.

Después de limpiarse la herida y ponerse una tirita, Kenny volvió a la sala de estar y se dejó caer en el sofá delante de la tele, derrotado, exhausto. Estaban emitiendo episodios antiguos de El gourmet galopante, y no lo pudo soportar. Fue cambiando de canal con el mando a distancia, y durante horas se quedó embobado en la pantalla, hundido en la desesperación, llorando con cada anuncio de comida. Al final, ya entrada la noche, se animó al ver uno de los frecuentes anuncios de servicios de ayuda. Decidió que no podía más y que debía recurrir a otros.

Cogió el teléfono y marcó el número del Teléfono de la Esperanza.

La mujer que lo atendió tenía una voz amable y compasiva, muy hermosa, y Kenny le abrió su corazón. Empezó a contarle todo acerca del mono que no le dejaba comer, que nadie lo veía, que… Pero, cuando empezó a coger carrerilla, el mono le dio un golpe en la sien. Kenny dejó escapar un gemido.

—¿Le pasa algo? —inquirió la mujer.

El mono le retorció la oreja. Kenny trató de hacer caso omiso del dolor y seguir hablando, pero el mono no dejó de hacerle daño hasta que al final, con un estremecimiento y un sollozo, colgó el teléfono.

Aquello era una pesadilla, pensó Kenny. Una pesadilla espantosa. Con esa idea en la cabeza, consiguió ponerse en pie y arrastrarse hasta la cama, con la esperanza de que todo volviera a la normalidad a la mañana siguiente, de que el mono no fuera más que una parte de un horrendo sueño causado probablemente por una indigestión.

Pero el despiadado monito ni siquiera iba a permitirle dormir a gusto. Kenny estaba acostumbrado a tumbarse boca arriba colocando las manos

cruzadas pulcramente sobre el estómago, pero, cuando se desnudó y trató de acomodarse en aquella postura, el animal le pegó una sarta de puñetazos en la cabeza como si fueran airados palillos de un tambor. Obviamente, no iba a dejarse aplastar entre la mole de Kenny y las almohadas. Kenny gimió de dolor y se tumbó de bruces. Era una posición incómoda, y le costó conciliar el sueño, pero solo así consiguió que el mono lo dejara en paz.

A la mañana siguiente, Kenny Dorchester salió lenta y dolorosamente del letargo, con la mejilla aplastada contra la almohada y el brazo derecho aún dormido. Le dio miedo moverse. Se dijo que todo había sido un sueño, que no había ningún mono, qué tonterías, un mono, anda ya, era solo que Moroney el Huesos le había metido en la cabeza lo del «tratamiento del mono» y eso le había provocado pesadillas. No notaba nada en la espalda, nada. Era una mañana como otra cualquiera. Abrió un ojo somnoliento. El dormitorio parecía como de costumbre, pero aun así tenía miedo de moverse. Estaba tan tranquilo así, sin mono, que quería saborear la sensación, de modo que se quedó tendido largo rato, viendo como cambiaban pausadamente los números del reloj digital. Pero al cabo del rato, el estómago le empezó a rugir.

—¡No hay ningún mono! —dijo en voz alta, sentándose en la cama.

Sintió cómo el mono cambiaba de postura.

Kenny se echó a temblar y estuvo a punto de llorar de nuevo, pero se dominó con gran esfuerzo. Se dijo que no había mono que pudiera con Kenny Dorchester. Con una mueca de disgusto, se puso las zapatillas y se arrastró hasta el cuarto de baño.

Mientras se afeitaba, el mono asomaba la cabeza con cautela por detrás de la suya. Lo observó por el espejo del baño. Parecía más grande que el día anterior, cosa que no era de extrañar, con lo que había comido.

Se le pasó por la cabeza la posibilidad de cortarle el cuello, pero enseguida llegó a la conclusión de que la afeitadora no era el instrumento más adecuado para tal fin. Y utilizar un cuchillo para liarse a puñaladas contra su propia nuca guiándose por un reflejo no parecía la alternativa más segura.

Cuando ya iba a salir del baño, se le ocurrió una idea: se subió a la báscula. Los números se iluminaron: 166. «Igual que ayer —pensó—. El mono no pesa nada». Frunció el ceño. No, eso no podía ser. El monito no pesaría gran cosa, un kilo como mucho, pero eso quedaría compensado por el peso que había perdido él. Y seguro que algo había perdido, porque llevaba siglos sin comer. Se bajó de la báscula y volvió a subirse para comprobarlo. Seguía marcando 166. Bien, obviamente, había adelgazado algo. Tal vez al final saldría algo bueno de todo aquello; la idea le levantó un poco la moral.

Se animaría todavía más durante el desayuno: por primera vez desde que tenía el mono conseguiría meterse algo de comida en la boca.

En la cocina tuvo un momento de duda sobre si prepararse unas torrijas o unos huevos con beicon, antes de recordar que no podría probar ni una cosa ni otra. Con sombrío fatalismo echó cereales en un cuenco y los regó con leche. Preparase lo que preparase, el mono se lo quitaría, así que no valía la pena que se tomará muchas molestias.

Se llevó la cuchara a la boca tan deprisa como pudo. El mono se la arrebató. Kenny ya se lo esperaba, sabía que iba a ser así, pero, pese a todo, cuando la manita del mono le arrancó la cuchara de la suya, lo invadió la desesperación.

—No —gimió, impotente—. No, no, no.

Oía perfectamente como la sucia boca del animal masticaba los cereales crujientes, notaba las gotas de leche que le bajaban por la nuca. Se le llenaron los ojos de lágrimas al contemplar el cuenco de desayuno, tan cerca y a la vez tan lejos.

Se le ocurrió una idea.

Kenny Dorchester se dejó caer y hundió la cara en el cuenco.

El mono le retorció la oreja, chilló y le aporreó la sien, pero Kenny no desistió, sino que sorbió la leche como un desesperado y se metió en la boca tantos cereales como pudo. Para cuando el furioso mono azotó el cuenco con la cola y lo lanzó por los aires, Kenny ya estaba masticando a dos carrillos. La leche le chorreaba por la barbilla y un trocito de maíz se le había metido por la nariz, pero estaba en el paraíso. Tragó tan deprisa que estuvo a punto de ahogarse y se lamió los labios con gesto triunfal.

—¡Ja, ja! —exclamó.

Se levantó todo digno y fue al dormitorio a vestirse, donde lanzó una mirada burlona al reflejo del mono en el espejo: lo había derrotado.

A lo largo de los días y las semanas que siguieron, Kenny Dorchester se acomodó como pudo a la nueva rutina. No le resultó tan difícil como había imaginado, excepto durante las comidas. Cuando no intentaba llevarse comida a la boca, casi podía olvidarse por completo de él. En el trabajo, mientras Kenny repasaba papeles o llamaba por teléfono, el mono se quedaba tranquilamente sentado en sus hombros. Sus compañeros no lo vieron, o quizá fueron tan educados que no hicieron comentarios al respecto. Solo tuvo problemas un día, en la pausa para el café, cuando cometió la estupidez de acercarse a un vendedor ambulante para comprarle una tartaleta de queso. El mono se comió nueve antes de que Kenny se apartara, y el vendedor se empeñó en cobrárselas, seguro de que se las había cogido cuando no miraba.

Si evitaba los espejos, costumbre que adquirió con la obsesión de un vampiro, podía pasar la mayor parte del tiempo sin pensar en el mono. El problema llegaba tres veces al día: en el desayuno, la comida y la cena. En esos momentos, el mono dejaba sentir su presencia con energía, y Kenny tenía que lidiar con él. Con el paso de las semanas fue acostumbrándose a pedir comida servida en platos hondos o en cuencos, para poner en práctica lo que dio en llamar la «maniobra Kellogg». El truco le permitía al menos comer unos bocados al día.

Era una situación problemática, claro. Cuando llevaba a cabo la maniobra Kellogg en público, la gente lo miraba y hacía comentarios groseros acerca de sus modales. En un restaurante especializado en chilis que frecuentaba, el propietario creyó que le había dado un ataque al corazón cuando vio como se arrojaba sobre el plato, y se enfadó mucho al ver que no. En otra ocasión, un cuenco de sopa le provocó quemaduras en la cara, y daba la impresión de que iba por la calle siempre ruborizado. Lo peor fue cuando lo echaron de su marisquería favorita solo porque se precipitó sobre un plato de bisque de cigalas y se puso a sorberlo haciendo un ruido tremendo. Kenny les gritó y los insultó desde la calle y les recordó todo el dinero que se había gastado allí a lo largo de los años. A partir de entonces optó por comer siempre en casa.

Pese al relativo éxito de la maniobra Kellogg, Kenny Dorchester seguía sin ingerir nueve décimas partes de cada comida, de algunas incluso diez décimas partes, por culpa de la voracidad del mono que llevaba a la espalda. Al principio estaba siempre hambriento, a menudo decaído, y no paraba de pensar estratagemas para librarse del animal. Lo malo fue que ninguna dio resultado. Un sábado fue al zoo, a la sección de los monos, con la esperanza de que el suyo se fuera a jugar con sus congéneres o tal vez detrás de alguno del sexo opuesto que le resultara atractivo. Pero, en cuanto se acercó, los monos prisioneros corrieron a agarrarse a los barrotes de las jaulas y empezaron a chillar, a aullar, a escupir y a saltar como locos. El suyo les pagó con la misma moneda, y cuando los de las jaulas empezaron a tirarle cáscaras de cacahuetes y restos de basura, Kenny se tapó las orejas y salió corriendo. En otra ocasión fue a un bar del barrio y empezó a pedir submarinos, una bebida que, según tenía entendido, resultaba devastadora. Se le había ocurrido que le resultaría más fácil quitarse al mono de encima si lo emborrachaba a conciencia. El experimento, sin embargo, tuvo consecuencias ciertamente desagradables. El mono tardaba menos en beberse los submarinos que Kenny en pedirlos, y después del tercero empezó a seguir el ritmo de la música del local aporreándole la cabeza con los puños. A la mañana siguiente, era Kenny quien sufría una jaqueca monumental, pero el mono estaba como una rosa.

Al cabo de un tiempo dejó de tramar planes. Tantos fracasos habían acabado por desalentarlo, y además, la cuestión ya no le parecía tan grave como al principio. Lo cierto era que, pasada la primera semana, rara vez sentía hambre. Atravesó una fase corta de debilidad con mareos frecuentes y luego lo invadió una especie de euforia constante. ¡Se sentía de maravilla, y lo mejor era que estaba perdiendo peso!

La báscula no lo reflejaba, claro. Todas las mañanas se pesaba, y todas las mañanas la báscula marcaba 166 con la precisión de un reloj. Aquello sucedía porque sumaba su peso y el del mono. Kenny sabía que había adelgazado, casi sentía cómo se le esfumaban los kilos y los centímetros. Algunos compañeros de trabajo también se lo dijeron, y él asentía con una sonrisa. Cuando le preguntaban cómo lo hacía, les guiñaba el ojo y respondía:

—¡El tratamiento del mono! ¡El misterioso tratamiento del mono!

No decía más. La única vez que empezó a dar explicaciones, el animal le asestó tal bofetón que estuvo a punto de arrancarle la cabeza, y sus amigos empezaron a comentar por lo bajo aquellos extraños espasmos que padecía.

Por fin llegó el día en que Kenny tuvo que llevar todos los pantalones a arreglar para que les metieran unos centímetros. Le pareció una de las cosas más bonitas que había hecho en la vida. Por desgracia, todo el placer se esfumó al salir del establecimiento y verse dé refilón en el escaparate. En casa había quitado todos los espejos, así que se llevó un susto al ver el mono. Había crecido. De monito ya no tenía nada: lo que llevaba a la espalda era un gigantesco chimpancé deforme, y la cabeza sonriente ya sobresalía por encima de la suya. El mono, cubierto con ralo pelaje pardo, estaba monstruosamente gordo; era casi tan ancho como alto, y la cola le llegaba hasta el suelo. Kenny lo miró horrorizado, y el animal le mostró los dientes. Con razón le dolía tan a menudo la espalda últimamente.

Regresó a casa a paso lento, sin rastro de alegría, tratando de encontrar una solución. Unos cuantos perros lo siguieron, ladrando al mono. Kenny no les hizo caso: hacía tiempo que había descubierto que los perros sí veían al simio, igual que los monos del zoo. Tenía la sospecha de que lo mismo les sucedía a los borrachos. La noche en que estuvo en el bar, un tipo no le quitó los ojos de encima largo rato, aunque también podría ser que se hubiera quedado pasmado por aquellos submarinos que se esfumaban en el aire.

Ya de vuelta en su casa, Kenny Dorchester se tumbó en el sofá boca abajo con un cojín bajo la barbilla y encendió la televisión, pero no le hizo caso, concentrado como estaba en buscar una solución. Ni siquiera los anuncios de pizza consiguieron captar su atención, aunque sí murmuró un «Aaah» distraído, como corresponde cuando uno corta la primera porción y la levanta estirando largas hebras de queso fundido.

Cuando terminó el programa, Kenny se levantó para apagar la tele y se sentó a la mesa del comedor. Cogió papel y lápiz, y con mucha atención escribió una fórmula y se quedó mirándola fijamente.

MONO + YO = 166 KILOS

Las implicaciones eran inquietantes, y cuantas más vueltas les daba, menos le gustaban. No cabía duda de que estaba adelgazando; era un hecho innegable. Pero la funesta inflexibilidad de la fórmula apuntaba a que la mayor parte de las ventajas tradicionalmente asociadas con la pérdida de peso le estarían vedadas para siempre. Por mucha grasa que se quitara de encima, seguiría cargando con 166 kilos, con lo que su cuerpo seguiría soportando el mismo peso. En cuanto a lo de ser esbelto, guapo y atractivo para las mujeres, ¿qué sentido tenía con un mono a la espalda día y noche? Kenny se imaginó como sería una cena romántica y se estremeció.

—¿Es que esto no va a terminar jamás? —dijo en voz alta.

El mono se removió en el sitio y soltó una risita malévola.

Kenny apretó los labios con determinación y resolvió zanjar el asunto como fuera. Iría directo a la fuente del problema. Con aquella decisión inamovible fue a acostarse.

Al día siguiente, después del trabajo, Kenny Dorchester volvió en taxi al ruinoso barrio donde lo habían sometido al tratamiento del mono.

El edificio había desaparecido.

Kenny, en el asiento trasero del taxi (había tenido la sensatez de no bajarse, y también de dar a la conductora una generosa propina por adelantado), parpadeó confuso. Se le escapó un gemido balbuceante. La dirección era correcta; aún conservaba el papelito que lo había llevado allí la primera vez, pero en el lugar donde antes hubo un edificio de ladrillo con un descolorido cartel de Coca-Cola flanqueado por dos solares no había más que un único solar mucho más grande, lleno de hierbajos, cascotes y basura.

—Oh, no. No, no, no.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó la taxista.

—Sí —musitó Kenny—. Pero… espere un momento, por favor. Tengo que pensar. —Apoyó la frente en las manos, temeroso de que lo asaltara una jaqueca paralizante. Se sintió débil, mareado, y le entró un hambre de lobo. El taxímetro corría. La taxista silbaba. Kenny hizo un esfuerzo y pensó. La calle estaba tal como la recordaba, a excepción del edificio desaparecido. Igual de sucia, con los viejos borrachos en el escalón…

Kenny bajó la ventanilla.

—¡Eh, oiga, señor! —llamó a uno de los borrachos, que se quedó mirándolo—. ¡Venga un momento! —El viejo cruzó la calle con desconfianza, arrastrando los pies. Kenny sacó un billete de un dólar y se lo puso en la mano—. Tome, amigo. Cómprese un añejo o lo que le apetezca.

—¿Por qué me da dinero? —replicó el borracho, suspicaz.

—Para que me responda a una pregunta. ¿Qué ha pasado con el edificio que había aquí hace unas semanas?

El viejo se apresuró a guardarse el billete en el bolsillo.

—Aquí hace años que no hay nada.

—Justo lo que me temía —suspiró Kenny—. ¿Está seguro? No hace tanto que pasé por aquí y recuerdo claramente…

—No había ningún edificio —replicó el borracho con firmeza. Dio media vuelta y echó a andar, se detuvo pocos pasos después y se giró—. Usted es de esos gordos —le dijo, acusador.

—¿Qué sabe de esos…, ejem…, hombres con sobrepeso?

—Cada dos por tres vienen por aquí, y están todos locos. Le gritan al aire y juegan con no sé qué bichos. Síii… Ya me acuerdo de usted. Es uno de esos gordos, claro que sí. —Miró a Kenny, confuso-1—. Pero está más flaco. Caramba si está flaco. Gracias por el dólar.

Kenny Dorchester observó como regresaba al escalón y se ponía a charlar animadamente con sus colegas. Con un suspiro trémulo, subió la ventanilla, contempló por última vez el solar desierto y pidió a la taxista que lo llevara a casa. Es decir, a él y al mono.

Las semanas pasaban lentas, como si Kenny estuviera en trance. Iba a trabajar, hacía el papeleo, mascullaba las frases corteses de rigor a sus colegas, luchaba por los escasos bocados de comida, esquivaba los espejos… La báscula siempre marcaba 166. La carne le menguaba del cuerpo a una velocidad de vértigo. La piel de las mejillas le colgaba sin firmeza, y la del cuerpo le formaba pliegues temblorosos, flácida y patética como un condón usado. Empezó a sufrir mareos y desmayos causados por el hambre. A veces, cuando iba por la calle, le fallaban las piernas, cada vez más flacas y débiles, incapaces de soportar el peso cada vez mayor del mono, y casi se caía al suelo. Veía borroso. Una vez hasta le pareció que se le estaba empezando a caer el pelo, pero por suerte fue una falsa alarma. Era al mono al que se le caía el pelo a mechones. Tenía el piso hecho un asco, y no servía de nada pasar la aspiradora a diario. Al final, Kenny optó por dejar de limpiar. No tenía fuerzas. En realidad, no tenía fuerzas para nada. Levantarse de la silla le suponía un esfuerzo indecible. Cocinar era una tortura insoportable, pero tenía que hacerlo: si no lo alimentaba, el mono la emprendía a mamporros con él. Pero a Kenny Dorchester ya no le importaba nada, nada excepto la espantosa cifra que leía todas las mañanas en la báscula y la fórmula que había pegado con cinta adhesiva en la pared del cuarto de baño:

MONO + YO = 166 KILOS

No sabía cuánto quedaba a aquellas alturas de YO ni cuánto era MONO, pero tampoco quería averiguarlo. Un día, al dictado de un capricho pasajero, se llevó las manos a la barbilla para agarrar las patas del mono, deseando contra toda esperanza que los kilos lo hubieran vuelto lento y pudiera quitárselo de encima. Cerró los dedos en el vacío. Allí no había nada, solo su pellejo blanco. Las patas del animal no estaban donde siempre, pero Kenny no había dejado de sentir el peso espantoso que amenazaba con aplastarlo. Confuso, se palpó el cuello y el pecho, y advirtió con indiferencia que se veía los pies. ¿Cuánto tiempo haría que tenía el paisaje despejado? Eran unos pies excelentes, pero las piernas que remataban estaban alarmantemente flacas.

Poco a poco volvió a concentrarse en el enigma: ¿qué había sido de las patas del mono? Kenny frunció el ceño y se devanó los sesos tratando de imaginar qué había pasado, pero no se le ocurrió nada. Al final, se puso unas zapatillas en los pies recién descubiertos y, arrastrándolos, fue hasta el armario donde había escondido todos los espejos de la casa. Con los ojos cerrados, rebuscó a tientas hasta dar con el espejo de cuerpo entero que otrora había tenido colgado en el dormitorio. Sin abrir los ojos, Kenny lo sacó y lo apoyó contra la pared con mucho cuidado. Solo entonces cogió aire y se atrevió a mirarse.

El espejo le devolvió la imagen de un tipo flaco, macilento, esquelético, encorvado y de aspecto enfermizo, que cargaba en la espalda a una fiera sonriente del tamaño de un gorila, un gorila increíblemente gordo. Tenía una cola blancuzca como una serpiente y los brazos largos, y era totalmente lampiño y blanco como un gusano. No tenía patas. Estaba… Estaba fundido con él, le crecía directamente de la espalda. Su sonrisa era espantosa y le ocupaba la mitad de la cara. De hecho, guardaba un parecido asombroso con el repulsivo propietario del local del tratamiento del mono. ¿Como era que no se había dado cuenta antes? ¡Claro! ¡Claro!

Kenny Dorchester dio la espalda al espejo y preparó al mono una cena deliciosa antes de irse a la cama.

Aquella noche soñó con el principio de aquella historia, con la cena en el Costillar, cuando había visto a Moroney el Huesos. En la pesadilla, Moroney cargaba a la espalda con un ser blancuzco y gigantesco que devoraba costillas y más costillas, pero, por educación, Kenny fingía no verlo mientras ambos amigos charlaban animadamente. Cuando el monstruo se terminó las costillas, cogió el brazo del Huesos y empezó a devorarle una mano. El crujido era delicioso, y Moroney en ningún momento interrumpió la conversación. La criatura iba por el codo cuando Kenny se despertó gritando y empapado en sudor frío. Se había orinado en la cama.

Con un esfuerzo sobrehumano, fue al cuarto de baño y se pasó diez minutos inclinado sobre el retrete, retorciéndose de las arcadas, sin vomitar nada. El mono, molesto porque lo había despertado, le arreaba un sopapo desganado de cuando en cuando.

En aquel momento, una lucecita tenue se encendió en la mente de Kenny Dorchester.

—Huesos —susurró.

Volvió al dormitorio a cuatro patas y, a toda prisa, se puso lo primero que sacó del armario. Eran las tres de la madrugada, pero sabía que no había tiempo que perder. Buscó la dirección en la giya telefónica y llamó para pedir un taxi.

Moroney el Huesos vivía en un edificio alto y moderno junto al río. La luz de la luna se reflejaba plateada en los muros de espejo. Kenny entró tambaleándose y encontró al portero dormido en la garita, lo que le vino de perlas. Pasó de puntillas, entró en un ascensor y subió al octavo. El mono empezó a moverse; parecía nervioso y malhumorado.

Con un dedo tembloroso, Kenny pulsó el timbre negro y redondo de la puerta de Moroney, justo debajo de la mirilla. Las notas musicales del timbre resonaron en el interior, rompiendo el silencio de la madrugada. Kenny volvió a llamar, y el timbre sonó una y otra vez. Por fin oyó unos pasos pesados, amenazadores. Hubo un movimiento tras la mirilla, y la puerta se abrió.

El piso estaba a oscuras, pero la pared del fondo era toda de cristal, de modo que entraba algo de luz tenue de la luna. La silueta del hombre que había abierto la puerta se recortaba contra el fondo de estrellas y luces de la ciudad. Era gordo, monstruosamente gordo, con la piel del blanco pastoso de una seta, y tenía los ojillos hundidos entre los pliegues de grasa del rostro seboso. Lo único que llevaba eran unos gigantescos calzoncillos de rayas. Cuando se movió, las tetas le rebotaron contra la barriga, y cuando sonrió, una media luna de dientes le llenó media cara. Fue al ver a Kenny que sonrió; a Kenny y su mono. Y Kenny estuvo a punto de desmayarse. El monstruo de la puerta era el doble de grande que el que llevaba a la espalda.

—¿Dónde está? —susurró, temblando—. ¿Dónde está el Huesos? ¿Qué has hecho con él?

La criatura soltó una carcajada, y las tetas colgantes se agitaron con deleite. El mono de Kenny se echó a reír a su vez; tenía una risa más aguda, cortante como el filo de un cuchillo. Le retorció la oreja con crueldad y, de repente, Kenny Dorchester sintió tanto miedo como rabia. Reunió todas las fuerzas que le quedaban, se lanzó hacia delante y, sin saber cómo, consiguió pasar junto al obeso coloso que le cortaba el camino.

—¡Huesos! —llamó—. ¿Dónde estás, Huesos? ¡Soy yo, Kenny!

No obtuvo respuesta. Kenny recorrió todas las habitaciones. La casa estaba sucia y hecha un desastre. No había rastro de Moroney el Huesos Cuando Kenny entró en el salón a trancas y barrancas, su mono hizo un movimiento brusco y le hizo perder el equilibrio. Kenny trastabilló y se cayó; un latigazo de dolor le subió por las rodillas, y se hizo un buen corte en la palma de la mano con el borde de una mesita de cromo y cristal. Se echó a llorar.

Oyó como se cerraba la puerta, y la cosa que vivía allí se le acercó lentamente. Se tragó las lágrimas y, a la luz de la luna, vio avanzar aquellas dos piernas como columnas blancas, como temblorosos monolitos de grasa. Levantó la vista, y fue como estar al pie de una montaña. En la lejana cima brillaban aquellos espantosos dientes burlones.

—¿Dónde está? —susurró Kenny Dorchester—. ¿Qué has hecho con el pobre Huesos?

La sonrisa no cambió. La cosa bajó una mano gruesa de dedos como salchichones y tiró de la goma de los calzoncillos de rayas. Se los quitó con torpeza, y cayeron al suelo como un paracaídas en torno a sus pies.

—Oh, no —gimió Kenny Dorchester.

El monstruo no tenía genitales. Entre las piernas, por fin libre de la prisión de la sucia prenda, le colgaba casi hasta el suelo una bolsa larga y raquítica de piel arrugada. Kenny la miró horrorizado y, ante sus ojos, aquella cosa se debatió sin fuerzas, y los pliegues de piel se convirtieron en brazos y piernas diminutos.

Y el colgajo abrió los ojos.

Kenny Dorchester chilló, se levantó y se alejó de aquella monstruosidad sonriente que se erguía en el centro de la estancia. En su entrepierna, la cosa que había sido Moroney el Huesos alzó los bracitos huesudos en gesto suplicante.

—¡No, nooo! —gimió Kenny balbuceando, y echó a correr en círculos como un loco con el enorme peso de su mono a la espalda.

Corrió sin rumbo por la penumbra, a la luz de la luna, buscando una vía de escape de aquella locura.

Al otro lado del cristal, las luces de la ciudad parpadeaban invitadoras.

Kenny se detuvo jadeante y las miró. El mono supo de alguna manera lo que estaba pensando, porque de pronto empezó a pegarle como un salvaje, a tirarle de las orejas y a aporrearle la cabeza. Pero a Kenny Dorchester le dio igual. Con una sonrisa casi beatífica, hizo acopio de sus últimas fuerzas y se precipitó hacia la luz de la luna.

El cristal se rompió en un millar de esquirlas deslumbrantes. Kenny no dejó de sonreír durante toda la caída.

El olfato fue lo que le hizo saber que estaba vivo. El olor de desinfectante y luego el tacto de las sábanas almidonadas.

«Es un hospital», pensó en medio de una niebla de dolor. Estaba en un hospital. Le entraron ganas de llorar. ¿Por qué no había muerto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Abrió los ojos e intentó hablar.

A su lado había una enfermera, que le tocó la frente y lo miró con preocupación. Kenny quería suplicarle que lo matara, pero no le salían las palabras. La mujer desapareció y volvió con más personas.

—Se pondrá bien, señor Dorchester —dijo un joven regordete—, pero le queda mucho camino por delante. Está en el hospital. Es usted un hombre con suerte; ¡cayó desde un octavo piso! Lo normal es que estuviera muerto.

«Ojalá estuviera muerto», pensó Kenny, y pronunció las palabras con sumo cuidado, pero nadie lo oyó. Tal vez el mono se había apoderado de él. Tal vez ya no podría hablar nunca más.

—Está intentando decir algo —señaló la enfermera.

—Ya lo veo —replicó el médico joven y regordete—. No haga esfuerzos, por favor, señor Dorchester. Si lo que quiere es preguntar por su amigo, siento decirle que no fue tan afortunado como usted. Se mató en la caída. Usted también habría muerto, pero aterrizó encima de él.

Seguramente era evidente que Kenny estaba tan asustado como confuso, porque la enfermera le puso la mano en el hombro con amabilidad.

—El otro hombre. El gordo. Y ya puede dar gracias de que estuviera tan gordo, porque le amortiguó el impacto como un colchón.

Por fin, Kenny Dorchester comprendió qué estaban diciéndole, y se echó a llorar, pero con lágrimas de júbilo.

Tardó tres días en poder pronunciar la primera palabra.

—Pizza —dijo. El sonido le salió débil y ronco de los labios, luego más fuerte, y enseguida empezó a pulsar el timbre de la enfermera y a gritar, a pulsar y a gritar, a pulsar y a gritar—. ¡Pizza! ¡Pizza! ¡Pizza! ¡Pizza! —cantó, y no se tranquilizó hasta que no se la pusieron delante.

Nada le había sabido mejor en la vida.