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Nómadas nocturnos

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Mientras Jesús de Nazaret agonizaba en la cruz, los volcryn pasaban a un año luz de su tormento, rumbo al exterior.

Mientras las guerras del Fuego asolaban la tierra, los volcryn navegaban cerca de Viejo Poseidón, donde los mares carecían aún de nombres y de intrusos. Cuando la propulsión estelar transformó las Naciones Federadas de la Tierra en el Imperio federal, los volcryn se encontraban ya en los límites del espacio hrangano. Los hranganos ni se enteraron: al igual que nosotros, eran hijos de los mundos pequeños y luminosos que orbitaban alrededor de soles dispersos, y casi ni conocían ni les interesaba lo que se moviese por el espacio inacabable que los separaba.

La guerra rugió durante mil años, y los volcryn la atravesaron sin saber de ella, sin que los rozara, a salvo en un lugar donde no podía arder fuego alguno. Después, el Imperio federal se derrumbó y desapareció, y los hranganos se desvanecieron en la oscuridad del Colapso, pero para los volcryn nada se oscureció.

Cuando Kleronomas partió de Avalón con su nave exploradora, los volcryn pasaron a menos de diez años luz de él. Kleronomas descubrió muchas cosas, pero no encontró a los volcryn, ni entonces ni durante el regreso a su mundo, una vida entera más tarde.

Cuando yo tenía tres años, y Kleronomas ya no era más que polvo, tan lejano y muerto como Jesús de Nazaret, los volcryn pasaron cerca de Daronne. Todos los crey perceptivos se mostraron inquietos aquella estación y contemplaron las estrellas con ojos luminosos y centelleantes.

Cuando llegué a la madurez, los volcryn habían dejado atrás Tara, donde ni siquiera los crey podían ya percibirlos, y seguían rumbo al exterior.

Y ahora que soy mayor, muy mayor, los volcryn están a punto de desgarrar el Velo del Tentador, que pende como una niebla negra entre las estrellas. Y nosotros los seguimos. Por los abismos interestelares que nadie más transita, atravesando el vacío, atravesando el silencio infinito, vamos en pos de ellos mi Nómada Nocturno y yo.

Recorrieron despacio el tubo transparente que unía los muelles orbitales con la nave estelar que los aguardaba, empujándose con las manos para superar la ausencia de gravedad.

Melantha Jhirl, la única que no parecía torpe e incómoda en caída libre, se detuvo un momento para contemplar la esfera moteada de Avalón allá abajo, una inmensidad majestuosa de jade y ámbar. Sonrió y siguió avanzando ágilmente por el tubo, adelantando a sus compañeros con elegancia y sin esfuerzo. Todos se habían embarcado antes en alguna nave estelar, pero nunca de aquella manera. Casi todas atracaban en la estación; sin embargo, la que había alquilado Karoly d’Branin para aquella misión era demasiado grande y de diseño bastante peculiar. Era blanca, austera e imponente: consistía en tres pequeños cuerpos ovalados unidos, dos esferas más grandes debajo y el cilindro de la sala de máquinas entré ellas. Todo estaba conectado por tubos.

Melantha Jhirl fue la primera en cruzar la esclusa, y los demás llegaron uno tras otro, a su propio ritmo: cinco mujeres y cuatro hombres, todos investigadores de la Academia, de procedencias tan dispares como sus áreas de especialidad. El frágil y joven telépata Thale Lasamer entró el último. Miró nervioso a su alrededor, mientras los demás charlaban a la espera de que terminara el procedimiento de embarque.

—Nos observan —advirtió.

La compuerta exterior se había cerrado a sus espaldas, y el tubo se había retirado. En ese preciso momento empezó a abrirse la compuerta interior.

—Bienvenidos a mi Nómada Nocturno —dijo una voz melodiosa desde dentro.

Pero allí no había nadie. Melantha Jhirl entró en el pasillo.

—¡Hola! —saludó al tiempo que miraba a derecha e izquierda, intrigada. Karoly d’Branin la siguió.

—Hola —respondió la voz melodiosa. Procedía de la rejilla del comunicador, situada bajo una pantalla apagada—. Os habla Royd Eris, dueño de la Nómada Nocturno. Me alegro de volver a verte, Karoly, y también me alegro de conoceros a los demás.

—¿Dónde estás? —preguntó alguien.

—En mis habitaciones, que ocupan la mitad de esta esfera de soporte vital —explicó, amistosa, la voz de Royd Eris—. En la otra mitad encontraréis una sala de estar que también sirve de cocina y de biblioteca, dos unidades de higiene personal, un camarote doble y otro individual bastante pequeño. Lo lamento, pero algunos tendréis que colgar camas red en las esferas de carga. La Nómada Nocturno se diseñó como nave mercante, no de pasajeros. De todos modos, para vuestra comodidad, he abierto los conductos necesarios para que en esas bodegas haya aire, calefacción y agua. Vuestros enseres y los ordenadores ya están estibados, y queda mucho espacio, de veras. Si me permitís una sugerencia, ¿por qué no vais a instalaros y luego os reunís en la sala para comer?

—¿Tú estarás allí? —le preguntó Agatha Marij-Black, la psíquica, una mujer de rasgos afilados que siempre estaba quejándose de una cosa u otra.

—En cierto modo —respondió Royd Eris—. En cierto modo.

El fantasma apareció mientras comían.

Tras colgar las camas red y colocar sus pertenencias, no les había costado dar con la sala de estar. Era la estancia más grande de aquel sector de la nave. En un extremo había una cocina completamente equipada y bien abastecida, y en el otro, varios sillones muy cómodos, dos lectores, un holotanque y una pared llena de libros, cintas y cristales de datos. El centro lo ocupaba una mesa larga, dispuesta para diez comensales.

Los aguardaba ya una comida ligera, a punto para que dieran cuenta de ella. Los académicos se sirvieron y se sentaron en torno a la mesa sin dejar de reír y de charlar, más distendidos que cuando habían llegado. Se sentían mucho más a gusto desde que estaba activada la gravedad artificial; al poco habían olvidado las náuseas y las molestias del acceso a la nave.

Solo quedaba libre un asiento, el que presidía la mesa. El fantasma se materializó allí, y las conversaciones cesaron al instante.

—Hola —dijo el espectro, una sombra luminosa y transparente de un joven esbelto de pelo blanco y ojos claros que miraban sin ver. La ropa que vestía llevaba veinte años pasada de moda: camisa suelta color azul claro abullonada en las muñecas y pantalones blancos muy ceñidos con botas incorporadas.

—Es un holograma —señaló Alys Northwind, la baja y robusta xeno-técnica.

—No entiendo nada, Royd. —Karoly d’Branin miró al fantasma—. ¿Qué pasa? ¿Por qué nos envías una proyección? ¿Por qué no vienes en persona?

El fantasma esbozó una sonrisa tenue y levantó un brazo.

—Mis habitaciones están al otro lado de esa pared, y me temo que no hay ninguna puerta ni escotilla que comunique las dos mitades de la esfera. Me paso la mayor parte del tiempo a solas, y tengo en muy alta estima la intimidad de que disfruto. Espero que todos comprendáis y respetéis mis deseos. No os quepa duda de que seré un buen anfitrión. En esta sala puedo reunirme con vosotros en forma de holograma. En cualquier otro lugar de la nave, si me necesitáis o simplemente queréis hablar conmigo, solo tenéis que utilizar un comunicador. Por favor, seguid comiendo y no dejéis de charlar por mí. Disfrutaré mucho escuchando; hacía mucho que no tenía pasajeros.

Lo intentaron, pero el fantasma que presidía la mesa proyectaba una larga sombra, y la comida fue tensa y apresurada.

Royd Eris no dejó de vigilar a los pasajeros desde el momento en que la Nómada Nocturno entró en propulsión estelar.

A los pocos días, casi todos los académicos se habían acostumbrado a la voz incorpórea que salía de los comunicadores y al espectro holográfico de la sala, pero seguían sin encontrarse cómodos en su presencia, a excepción de Melantha Jhirl y Karoly d’Branin. Y habrían estado aún más inquietos si hubieran sabido que Royd los acompañaba en todo momento. Estuvieran donde estuvieran, los observaba. Tenía ojos y oídos hasta en las unidades de higiene personal.

Los miraba mientras trabajaban, comían, dormían o copulaban; escuchaba sus charlas sin descanso. En menos de una semana los conocía a todos, a los nueve, y había empezado a descubrir sus sórdidos secretillos.

La ciberneticista, Lommie Thorne, hablaba con los ordenadores, y por lo visto estaba más a gusto en su compañía que en la de los seres humanos. Era rápida y lista, de rostro expresivo y cuerpo menudo y fuerte, casi de chico. Sus compañeros la consideraban atractiva, pero a ella no le gustaba que la tocaran. Solo sexeó una vez, y fue con Melantha Jhirl. Lommie llevaba camisas de suave hilo metálico y tenía en la muñeca izquierda un implante para conectarse directamente con los ordenadores.

El xenobiólogo, Rojan Christopheris, era un hombre hosco, beligerante y cínico que apenas disimulaba el desprecio que le inspiraban sus colegas. Era alto, encorvado y feo, y le gustaba beber a solas.

Los dos lingüistas, Dannel y Lindran, eran amantes de cara al público, siempre iban de la mano y se respaldaban mutuamente, pero en privado no paraban de discutir. Lindran usaba su ingenio mordaz para zaherir a Dannel donde más le dolía, con chistes sobre su competencia profesional. Sexeaban a menudo, pero no juntos.

Agatha Marij-Black, la psíquica, era hipocondríaca y tenía tendencia a sufrir unas depresiones espantosas que los estrechos confines de la Nómada Nocturno no hacían sino empeorar.

La xenotécnica, Alys Northwind, no paraba de comer y jamás se lavaba. Tenía las uñas cortas siempre llenas de mugre, y en las dos primeras semanas de viaje no se cambió de mono ni se lo quitó más que para sexear, y siempre por poco rato.

El telépata, Thale Lasamer, era nervioso e irritable, temeroso de todo y de todos, pero también propenso a arrebatos de arrogancia en los que se burlaba de sus compañeros con pensamientos robados de sus mentes.

Royd Eris los observaba a todos, los estudiaba, vivía con ellos y a través de ellos. No daba de lado a ninguno, ni siquiera a los que más le desagradaban, aunque, cuando la Nómada Nocturno llevaba ya dos semanas perdida en el flujo turbulento de la propulsión estelar, dos viajeros habían captado casi toda su atención.

—Lo que más me interesa es saber la razón —le dijo Karoly d’Branin una falsa noche, dos semanas después de haber partido de Avalón.

El fantasma luminiscente de Royd estaba sentado en la penumbra de la sala muy cerca de D’Branin, que estaba tomándose un chocolate negro. Los demás dormían. En una nave espacial, la noche y el día eran conceptos carentes de significado, pero la Nómada Nocturno mantenía los ciclos habituales, y la mayoría de los pasajeros se acomodaba a ellos. La excepción la constituía el viejo D’Branin, administrador, generalista y jefe de la misión: seguía un horario propio y prefería trabajar a dormir; pero lo que más le gustaba era hablar de su obsesión, los volcryn que perseguía.

—La hipótesis también tiene su importancia, Karoly —respondió Royd—. ¿Estás completamente seguro de que esos alienígenas existen de verdad?

—Sí, y no necesito que lo crea nadie más —dijo Karoly d’Branin con un guiño burlón. Era bajo, delgado y fuerte; llevaba el pelo entrecano siempre bien peinado y la túnica pulcra hasta límites obsesivos, pero su propensión al entusiasmo atolondrado y a gesticular exageradamente contradecía la sobriedad de su aspecto—. Si todo el mundo estuviera seguro, tendríamos una flota de exploración, y no solo tu pequeña Nómada Nocturno. —Bebió un poco de chocolate con un suspiro de satisfacción—. ¿Sabes quiénes son los ñor t’alush, Royd?

A Royd el nombre no le sonaba de nada, pero no tardó ni un segundo en consultar la biblioteca informatizada.

—Una especie alienígena, posiblemente legendaria, que habita al otro lado del espacio humano, más allá de los mundos fyndii y damush.

—¡No, no! —D’Branin soltó una risita—. Tienes que actualizar la biblioteca, amigo mío. Hazte con suplementos la próxima vez que pases por Avalón. Casi no disponemos de información sobre los ñor t’alush, pero sabemos que existen. No son ninguna leyenda, no; son muy reales. De hecho, aunque estén lejísimos y ni tú ni yo lleguemos a conocerlos, todo empezó con ellos.

—Cuéntame. Me interesa mucho tu trabajo, Karoly.

—Hace tiempo tuve que introducir en los ordenadores de la Academia un paquete de información recién llegado de Dam Tullían tras veinte años de tránsito, que incluía registros sobre las tradiciones de los ñor t’alush. No tenía ni idea de por qué ruta había llegado a Dam Tullían ni de cuánto había tardado, pero no importaba. El folclore es atemporal, y aquel material resultaba fascinante. ¿Sabías que mi primera carrera fue xenomitología?

—Pues no. Pero sigue, por favor.

—La historia de los volcryn era uno de los mitos de los ñor t’alush, y me dejó maravillado: una especie inteligente que viajaba desde su misterioso origen en el centro de la galaxia hacia los extremos y que más tarde o más temprano emprendería el viaje intergaláctico; entretanto, volaba solo por las profundidades interestelares, no tocaba planeta alguno y rara vez se acercaba a menos de un año luz de ninguna estrella. —A D’Branin le brillaban los ojos grises, y acompañaba la explicación con gestos amplios, como si pretendiera abarcar la galaxia entera—. ¡Y todo eso sin propulsión estelar, Royd! ¡He ahí lo verdaderamente asombroso! ¡Viajan en naves que se desplazan a una velocidad mucho menor que la de la luz! Ese es el detalle que me tiene obsesionado: lo diferentes que tienen que ser los volcryn. Sabios y pacientes, longevos y de miras amplias, ajenos a las prisas y las pasiones terribles que consumen a las especies inferiores. ¡Imagínate lo antiguas que serán esas naves volcryn!

—Mucho —asintió Royd—. ¿Has dicho «naves»? ¿Hay más de una?

—Desde luego. Según los ñor t’alush, primero se avistaron una o dos en los confines de su esfera de comercio. Luego aparecieron otras, cientos, siempre de una en una, siempre volando hacia el exterior, siempre en la misma dirección. Tardaron quince mil años en atravesar las estrellas ñor t’alush. Según el mito, la última nave volcryn se perdió de vista hace tres mil años.

—Dieciocho mil años —dijo Royd asombrado—. ¿Tan antiguos son los ñor t’alush?

—No llevan tanto viajando entre las estrellas, desde luego —admitió D’Branin con una sonrisa—. Según sus propias crónicas, la civilización de los ñor t’alush existe desde hace la mitad de tiempo. Eso me desmontó los esquemas, porque convertía en leyenda la historia de los volcryn. Una leyenda excepcional, sí, pero leyenda al fin y al cabo.

»Sin embargo, no fui capaz de olvidarla. Seguí investigando a ratos perdidos y comparé la información con la de otras cosmologías alienígenas para ver si había más especies que compartiesen ese mito con los nor t’alush. Pensé que era una línea de investigación que valía la pena seguir y que a lo mejor hasta me permitiría desarrollar una tesis.

»Me sorprendió lo que descubrí. Ni los hranganos ni sus especies esclavizadas hablaban de ellos, pero, claro, tiene lógica. Como están más allá del espacio humano, los volcryn no podrían llegar hasta ellos sin antes atravesar nuestra zona. Pero cuando busqué hacia el interior de la galaxia…, ¡en todas partes se hablaba de los volcryn! —D’Branin se inclinó hacia delante, emocionado—. ¡Ni te imaginas qué historias, Royd!

—Cuéntame.

—Los fyndii los llaman iy-wivii, que viene a ser «horda del vacío» o tal vez «horda de la oscuridad». Todas las hordas fyndii cuentan lo mismo, y solo los mutimentales se niegan a creerlo. Dicen que las naves son inmensas, muchísimo más grandes que cualquiera conocida en su mundo o el nuestro. En su opinión, son naves de guerra. Un relato habla de una horda fyndii, trescientas naves a las órdenes de un rala-fyn, destruida por completo tras el encuentro con una iy-wivii. Fue hace miles de años, así que los detalles son confusos.

»Los damush narran una historia diferente, pero la creen al pie de la letra. Ya sabes que los damush son la especie más antigua que hemos encontrado hasta la fecha. Llaman a los volcryn “el pueblo del abismo”.

Y lo que cuentan es tan hermoso, Royd… Hablan de naves oscuras, silenciosas, del tamaño de ciudades, que se mueven más despacio que el universo que las rodea. Según las leyendas de los damush, los volcryn son refugiados de una guerra inimaginable que tuvo lugar en el núcleo de la galaxia en el amanecer de los tiempos. Dicen que abandonaron los mundos y las estrellas que los vieron evolucionar, en busca de la paz verdadera del vacío.

»Los gethsoid de Aath relatan una historia parecida, pero, según ellos, aquella guerra acabó con toda la vida de nuestra galaxia, y los volcryn vuelven a sembrar mundos a su paso, como si fueran dioses. Otros pueblos los consideran mensajeros de los dioses, o bien sombras del infierno que vienen a avisarnos para que huyamos de algo terrorífico que pronto saldrá del núcleo de la galaxia.

—Todas esas historias se contradicen, Karoly.

—Sí, sí, claro, pero coinciden en lo esencial: los volcryn navegan hacia el exterior de la galaxia, atraviesan nuestros efímeros imperios de glorias pasajeras a bordo de sus antiguas y eternas naves subluz. ¡Eso es lo importante! El resto no es más que hojarasca y adornos, pero pronto sabremos la verdad. Estudié lo poco que se sabe de las especies que supuestamente florecieron aún más al interior, incluso más allá que los ñor t’alush: civilizaciones y pueblos casi igual de legendarios, como los dan’lai, los ules y los rohenna’kh. Y en lo poco que encontraba, siempre volvía a toparme con la historia de los volcryn.

—La leyenda de las leyendas —apuntó Royd tentativamente. El espectro alargó su boca grande en una sonrisa.

—Eso es, eso es —asintió D’Branin—. Llegado a ese punto, acudí a los expertos, a especialistas del Instituto de Estudios de Inteligencia no Humana. Estuvimos dos años investigando. Estaba todo allí, en las bibliotecas, las memorias y los bancos de datos de la Academia. Nadie había buscado antes información sobre ellos, o nadie se había molestado en recopilarla.

»Los volcryn llevan toda nuestra historia cruzando el reino humano, incluso desde antes de que existieran los vuelos espaciales. Mientras nosotros doblegábamos el tejido del espacio para engañar a la relatividad, ellos atravesaban las entrañas de nuestra tan cacareada civilización, pasaban por nuestros mundos más poblados, en sus enormes y lentísimas naves, lentos y majestuosos, en dirección al Confín y a la oscuridad intergaláctica. ¡Maravilloso, Royd, maravilloso!

—¡Maravilloso! —convino Royd.

Karoly d’Branin apuró su taza de chocolate de un trago y fue a coger el brazo de Royd, pero la mano atravesó la luz vacía. Tras un momento de confusión, se rió de sí mismo.

—Ay, mis volcryn. Me entusiasmo demasiado, Royd. ¡Estoy tan cerca! Llevo una docena de años obsesionado con ellos, y dentro de un mes serán míos, contemplaré todo su esplendor con mis propios y cansados ojos. Y entonces, entonces…, si pudiera tan solo establecer contacto con ellos… Si mi gente pudiera comunicarse con unos seres tan extraños y grandiosos, tan distintos de nosotros… Tengo esperanzas, Royd, esperanzas de llegar a comprender la razón.

El fantasma de Royd Eris lo miró con ojos tranquilos y transparentes, y le sonrió.

En una nave con propulsión estelar, los pasajeros no tardan en ponerse nerviosos. Si tienen que apretarse en un espacio reducido y espartano, como en la Nómada Nocturno, tardan aún menos. A finales de la segunda semana empezaron a dar rienda suelta a las conjeturas.

—Ni siquiera sabemos quién es Royd Eris en realidad —se quejó cierta noche el xenobiólogo, Rojan Christopheris, mientras echaban una partida de cartas entre cuatro—. ¿Por qué no sale nunca? ¿Por qué se queda ahí encerrado, aislado del resto?

—Pregúntaselo —sugirió Dannel, el lingüista.

—¿Y si es un criminal? —continuó Christopheris—. ¿Qué sabemos de él? Nada de nada. Fue D’Branin quien lo contrató, y D’Branin es un idiota senil; todos lo sabemos.

—Te toca —dijo Lommie Thome. Christopheris tiró una carta.

—Revés —declaró—. Te toca robar otra vez —añadió con una mueca—. En cuanto a este Eris, quién sabe, tal vez esté planeando matamos a todos.

—Claro, para quedarse con toda nuestra fortuna —respondió Lindran, la otra lingüista. Puso una carta encima de la que acababa de echar Christopheris—. Rebote —anunció sin levantar la voz, y sonrió.

También sonrió Royd Eris, que los observaba.

Le gustaba mirar a Melantha Jhirl.

Joven, sana y activa, Melantha Jhirl tenía una vitalidad de la que carecían los demás. Era grande en todos los aspectos: una cabeza más alta que el resto, de complexión ancha, pechos generosos, piernas largas y músculos fuertes que se movían con elasticidad bajo una piel brillante y negra como el carbón. También tenía grandes apetitos: comía el doble que cualquiera de sus compañeros, bebía como si no tuviera fondo y nunca parecía borracha, y se pasaba horas haciendo ejercicio con el equipo que había instalado en una bodega de carga. A las tres semanas ya había sexeado con los cuatro hombres de la nave y con dos mujeres. Era activa hasta en la cama, y llevaba a la extenuación a casi todas sus parejas. Royd la observaba con creciente interés.

—Soy un modelo perfeccionado —le dijo una vez mientras entrenaba en las barras paralelas. Tenía la larga cabellera negra recogida en una red y la piel brillante de sudor.

—¿Perfeccionado?

Royd no podía enviar su proyección a las bodegas, pero Melantha lo había llamado por el comunicador para charlar mientras practicaba, sin saber que habría estado allí de todas formas.

Hizo una pausa en los ejercicios y se sostuvo recta cabeza abajo usando la fuerza de los brazos y la espalda.

—Alterado, capitán —explicó. Le había dado por llamarlo «capitán»—. Nací en el seno de la élite de Prometeo, hija de dos magos genéticos. Me perfeccionaron. Necesito el doble de energía que otros, pero la uso toda. Mi metabolismo es más eficaz; mi cuerpo, más fuerte y duradero, y mi expectativa de vida es un cincuenta por ciento mayor que la de un ser humano medio. Mi gente cometió gravísimos errores al intentar rediseñar radicalmente a la humanidad, pero se le dan muy bien las pequeñas mejoras.

Reanudó sus ejercicios con movimientos rápidos y ágiles, en silencio. Cuando terminó, saltó de las barras. Se quedó un momento jadeando, pero enseguida se recuperó. Sonriente, se cruzó de brazos y ladeó la cabeza.

—Ahora ya conoces la historia de mi vida, capitán —dijo. Se quitó la red que le sujetaba la melena y la sacudió.

—Seguro que hay más —aventuró la voz desde el comunicados

—Seguro —respondió Melantha Jhirl entre risas—. ¿Quieres escuchar cómo y por qué deserté y me marché a Avalón, y los problemas que aquello causó a mi familia, en Prometeo? ¿O te interesa más mi extraordinario trabajo en xenología cultural? ¿Te gustaría que te lo explicara?

—Quizá en otra ocasión —repuso Royd educadamente—. ¿Qué es ese cristal que llevas?

Solía llevarlo al cuello, pero se lo había quitado para hacer ejercicio. Lo cogió y se lo puso. Era una gema verde adornada con trazos negros que colgaba de una cadenilla de plata. Al sentir su contacto, Melantha cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, sonreía.

—Está viva. ¿Nunca habías visto una? Es una joya susurrante, capitán. Cristal resonante, grabado de forma psiónica para albergar recuerdos y sensaciones. Cuando lo tocas, todo vuelve durante un momento.

—Conocía el principio que la hace funcionar —dijo Royd—, pero no este uso en particular. ¿La tuya contiene algún preciado recuerdo? ¿De tu familia, quizá?

Melantha Jhirl cogió una toalla para secarse el sudor.

—La mía contiene las sensaciones de una sesión especialmente satisfactoria en la cama, capitán. Me excita. O me excitaba, al menos. Las joyas susurrantes van desgastándose con el tiempo, y esta ya no es tan potente como antes. Pero a veces, sobre todo después de una buena sesión de sexo o de ejercicio intenso, me hace revivirlas con la viveza de entonces.

—Vaya —dijo Royd—. Entonces, ¿te ha excitado? ¿Vas a copular?

—Ya veo qué parte de mi vida te interesa más, capitán: mi tumultuosa y apasionada vida amorosa. Pues vas a quedarte con las ganas, al menos hasta que escuche yo la tuya. Entre mis modestas cualidades se encuentra la de una curiosidad insaciable. ¿Quién eres, capitán? Dime la verdad.

—Alguien tan perfeccionado como tú tendría que ser capaz de adivinarlo —respondió Royd.

Melantha se rió y tiró la toalla a la rejilla del comunicador.

Lommie Thorne pasaba la mayor parte del tiempo en la bodega de carga destinada como sala de ordenadores, configurando el sistema que usarían para analizar a los volcryn. A veces, la xenotécnica Alys Northwind le echaba una mano. La ciberneticista silbaba mientras trabajaba; Northwind acataba todas sus órdenes sumida en un silencio taciturno. De vez en cuando hablaban.

—Eris no es humano —dijo Lommie Thorne un día, mientras supervisaba la instalación de una pantalla.

—¿Cómo? —gruñó Alys Northwind.

Una arruga le cruzó el rostro cuadrado y de facciones rasgadas. Los comentarios de Christopheris sobre Eris la habían puesto nerviosa. Encajó otra pieza en la posición correcta y la miró.

—Nos habla, pero no se deja ver —continuó la ciberneticista—. Esta nave no tiene tripulación; todo parece automático, menos él. Ya puestos, ¿y si estuviera todo automatizado? Apuesto a que este tal Royd Eris es un sistema informático muy sofisticado: puede que hasta sea una inteligencia artificial auténtica. Incluso un programa sencillo es capaz de mantener una conversación a ciegas, indistinguible de la que tendría un humano. Me juego lo que quieras a que el nuestro podría engañamos una vez instalado.

La xenotécnica refunfuñó y volvió a su trabajo.

—¿Y para qué iba a fingir ser humano?

—Porque casi ningún ordenamiento jurídico concede derechos a las IA —dijo Lommie Thorne—. Una nave no puede ser propietaria de sí misma, ni siquiera en Avalón. Puede que la Nómada Nocturno tenga miedo de que la requisen y la desconecten. —Silbó—. La muerte, Alys, el fin de la conciencia propia y del pensamiento consciente.

—Trabajo con máquinas todos los días —repuso Alys Northwind, tozuda—. Tanto les da que se las apague o que se las encienda. ¿Por qué iba a importarle a esta?

—Un ordenador es distinto, Alys —Lommie Thome sonrió—. Mente, pensamiento, vida: los grandes sistemas tienen todo eso. —Se rodeó la muñeca izquierda con la otra mano y se acarició distraídamente con el pulgar la protuberancia del implante—. Y luego están las sensaciones. Lo sé. Nadie quiere que terminen las sensaciones. En verdad, no son tan distintos de ti y de mí.

La xenotécnica la miró de nuevo y sacudió la cabeza.

—En verdad —repitió, con voz apagada e incrédula.

Royd Eris escuchaba y observaba. Esta vez no sonreía.

Thale Lasamer era un joven frágil, nervioso, sensible, de pelo lacio y rubio hasta los hombros y ojos azules y llorosos. Solía vestir como un pavo real: profesaba una especial inclinación hacia las camisas de encaje con cuello de pico y las coquillas que aún estaban de moda entre las clases bajas de su mundo natal. Pero el día que fue a buscar a Karoly d’Branin a su minúscula cabina privada llevaba un austero mono de color gris.

—Lo percibo —dijo. Agarró a D’Branin del brazo y le clavó las largas uñas hasta lastimarlo—. Algo va mal, Karoly; algo va muy mal. Estoy empezando a asustarme.

D’Branin, dolorido, se liberó con brusquedad de la mano del telépata.

—Me haces daño —protestó—. ¿Qué sucede, amigo mío? ¿Estás asustado? ¿De qué? ¿De quién? No lo entiendo. ¿De qué deberíamos tener miedo?

Lasamer se llevó las pálidas manos a la cara.

—No lo sé, ¡no lo sé! —gimió—. Pero está ahí; lo siento. Capto algo. Sabes que soy bueno; lo soy, por eso me escogiste. Hace un momento, cuando te he clavado las uñas, lo he sentido. Ah, estoy leyéndote a ráfagas. Estás pensando que soy demasiado nervioso, que es por culpa de estar encerrado, que tengo que calmarme. —El joven se rió con una carcajada aguda e histérica, que se apagó tan repentinamente como había comenzado—. No, de verdad, soy bueno. Soy un clase uno probado, y te digo que tengo miedo. Lo siento, lo percibo, lo sueño. Lo sentí cuando subimos a bordo, y empeora día a día. Algo peligroso. Algo volátil. ¡Y alienígena, Karoly, alienígena!

—¡Los volcryn! —dijo D’Branin.

—No, imposible. Seguimos en propulsión, y están a años luz de distancia. —Otra vez aquella risa histérica—. No soy tan bueno, Karoly.

He oído tu historia de los crey, pero yo soy un simple humano. No, es algo más próximo. Está en la nave.

—¿Uno de nosotros?

—Puede —dijo Lasamer. Se frotó la mejilla, distraído—. No consigo distinguirlo.

D’Branin le puso una mano en el hombro con actitud paternal.

—Thale, esta sensación que tienes… quizá se deba al cansancio. Todos nos sentimos muy presionados. La inactividad es agotadora.

—Quítame las manos de encima —espetó Lasamer. D’Branin la retiró rápidamente—. Te digo que es real —insistió el telépata—, y me da igual sí piensas que no deberías haberme traído ni mierdas por el estilo. Soy tan estable como cualquiera de esta…, esta… ¿Cómo te atreves a decir que soy inestable? Deberías echar un vistazo al interior de todos esos. Christopheris y su bebida y sus fantasías sucias y mezquinas. Dannel, medio muerto de miedo. Lommie y sus máquinas; para ella todo es frío, metal, luces y circuitos, algo enfermizo, en serio. Jhirl es una arrogante. Agatha no hace más que lamentarse por sí misma; en su cabeza todo son plañidos. Y Alys está hueca; tiene menos luces que una vaca. Tú no los tocas ni puedes ver en su interior; ¿qué sabrás de estabilidad? Perdedores, D’Branin, te han dado una pandilla de perdedores, y yo soy de lo mejor que tienes, así que deja de pensar que no soy estable o que estoy loco, ¿me oyes? —Tenía los ojos azules enfebrecidos—. ¿Me oyes?

—Tranquilo —dijo D’Branin—. Tranquilo, Thale; estás poniéndote nervioso.

—¿Nervioso? —Parpadeó, y la agitación desapareció de repente—. Sí. —Miró a su alrededor, avergonzado—. Sé que es difícil de entender, Karoly, pero te ruego que me escuches; tienes que escucharme. Te lo advierto: estamos en peligro.

—Claro que te escucho —repuso D’Branin—, pero no puedo hacer nada sin tener información más precisa. Tienes que usar tu talento para conseguirla, ¿de acuerdo? Sé que puedes.

—Sí —asintió Lasamer—. Sí.

Hablaron con calma más de una hora, hasta que por fin el telépata se marchó más sosegado.

Inmediatamente después, D’Branin fue a ver a la psíquica, que estaba tumbada en su cama red, rodeada de medicamentos y quejándose amargamente de sus dolores.

—Interesante —dijo, tras escuchar a D’Branin—. Yo también he sentido algo, una especie de amenaza, muy vaga y difusa. Pensaba que procedía de mí misma, de la sensación de encierro, del aburrimiento, de lo mal que me encuentro… Mi estado de ánimo a veces me traiciona. ¿Ha dicho algo más concreto?

—No.

—Me aseguraré de echar un vistazo por ahí y leerlo, y también al resto, a ver qué encuentro. Pero, si hubiera algo de fundamento en todo esto, sería él quien lo descubriría antes. Es clase uno, y yo solo tres.

—Parece bastante receptivo —dijo D’Branin, tras asentir—. Me contó un montón de cosas de los demás.

—Eso no significa nada. A veces, cuando un telépata insiste en que lo capta todo, significa exactamente lo contrario: se imagina sentimientos y lecturas para suplir los que no le llegan. Lo vigilaré de cerca. En ocasiones, las personas con talento se colapsan: caen en una especie de histeria y empiezan a irradiar en vez de recibir. En un entorno cerrado puede resultar muy peligroso.

—Desde luego, desde luego —asintió Karoly d’Branin.

En otra parte de la nave, Royd Eris frunció el ceño.

—¿Te has fijado en cómo viste su holograma? —preguntó Rojan Christopheris a Alys Northwind.

Estaban solos en una bodega, tumbados en una estera, evitando la zona húmeda. El xenobiólogo había encendido un liadito. Se lo ofreció a Northwind, pero esta lo rechazó.

—A la moda de hace una década, por lo menos —prosiguió Christopheris—. Mi padre llevaba camisetas de esas cuando era chaval, en Viejo Poseidón.

—Eris tiene un gusto anticuado —reconoció Alys Northwind—. ¿Y qué? Me da igual cómo se vista. A mí, por ejemplo, me gustan los monos. Son cómodos, y no me importa qué piense la gente.

—No hace falta que lo jures —dijo Christopheris arrugando la enorme nariz. Alys no vio el gesto—. Pero no me refería a eso. ¿Y si en realidad no fuese Eris? Una proyección puede ser cualquier cosa; puede ser un cuento chino. No creo que en realidad tenga ese aspecto.

—¿No? —preguntó ella con curiosidad. Se puso de lado y se acurrucó bajo su hombro, apretándole los grandes pechos blancos contra el torso.

—¿Y si es deforme? ¿O le avergüenza su aspecto? —siguió Christopheris—. Quizá tenga alguna enfermedad, como la peste lenta, que te deja hecho polvo pero tarda décadas en matarte. O se haya contagiado con algo: mántrax, nueva lepra, disolferina, la enfermedad de Langamen… Puede que la cuarentena autoimpuesta de Royd sea exactamente eso: una cuarentena. Piénsalo.

—Tanto hablar sobre Eris está poniéndome de los nervios —dijo Alys Northwind, ceñuda.

El xenobiólogo dio una calada al liadito y se rió.

—Pues bienvenida a la Nómada Nocturno. El resto ya hace rato que estamos así.

Un día de la quinta semana de travesía, Melantha Jhirl avanzó un peón hasta la sexta fila. Royd se dio cuenta de que era imposible detenerlo y se rindió; era la octava derrota seguida que sufría a manos de Melantha. Sentada en el suelo de la sala de estar, frente a una pantalla apagada, con las piernas cruzadas y las piezas del ajedrez delante de ella, se rió y las barrió con el brazo.

—No te sientas mal, Royd —dijo—. Soy un modelo perfeccionado. Siempre voy tres jugadas por delante.

—Debería conectar mi ordenador —contestó él—. Nunca lo sabrías.

Su fantasma se materializó de repente ante la pantalla y le sonrió.

—Lo sabría en tres jugadas —se jactó Melantha Jhirl—. ¿Quieres comprobarlo?

Eran las últimas víctimas de la fiebre del ajedrez que llevaba más de una semana arrasando la Nómada Nocturno. Un día, Christopheris había sacado un tablero y fichas y había animado a la gente a jugar, pero cuando vieron que Thale Lasamer los derrotaba a todos, rápidamente perdieron el interés. Estaban convencidos de que lo había conseguido leyéndoles la mente, pero el telépata estaba de un humor taciturno y voluble, y nadie se atrevía a acusarlo en voz alta. Melantha, sin embargo, lo ganó sin grandes dificultades.

—Tampoco es tan bueno —le dijo más tarde a Royd—, y si intenta robarme ideas, solo sacará un galimatías. Los modelos perfeccionados dominamos ciertas disciplinas mentales. No te preocupes, que sé defenderme muy bien.

Después de aquello, Christopheris y algunos más echaron una o dos partidas contra Melantha, pero recibieron una buena paliza. Por último, Royd preguntó si podía participar. Solo Melantha y Karoly tuvieron ganas de jugar contra él, y puesto que Karoly olvidaba constantemente el movimiento de las piezas, solo quedaron Melantha y Royd como adversarios habituales. Ambos disfrutaban de las partidas, pero siempre ganaba ella.

Melantha se levantó para ir a la cocina y pasó directamente a través de la silueta fantasmagórica de Royd; se negaba en redondo a tratarla como si fuera real.

—Los demás me rodean cuando caminan —se quejó Royd.

Ella se encogió de hombros y cogió una cerveza de un armario.

—¿Cuándo vas a rendirte y dejarme pasar a hacerte una visita, capitán? —preguntó—. ¿No te sientes solo ahí dentro? ¿Ni sexualmente frustrado? ¿Ni claustrofóbico?

—Llevo toda mi vida volando en la Nómada Nocturno, Melantha —dijo Royd. Su proyección se desvaneció, ya que Melantha no le hacía ningún caso—. Si sintiera claustrofobia, frustración sexual o soledad, no habría podido vivir así. ¿No debería ser obvio para un modelo perfeccionado como tú?

Ella dio un trago largo a la cerveza y le dedicó una risa suave y musical.

—Terminaré por aclarar tu misterio, capitán —advirtió.

—Mientras tanto —dijo él—, cuéntame más mentiras sobre tu vida.

—¿Habéis oído hablar de Júpiter? —preguntó la xenotécnica. Estaba borracha y se mecía en su cama red, en la bodega de carga.

—Tiene algo que ver con la Tierra —respondió Lindran—. Creo que ambos nombres provienen de la misma mitología.

—Júpiter —proclamó la xenotécnica a voces— es un gigante gaseoso que se halla en el mismo sistema solar que la Vieja Tierra. No lo sabíais, ¿a que no?

—Tengo cosas más importantes con las que llenarme la cabeza que esas trivialidades —dijo Lindran.

Alys Northwind sonrió con prepotencia.

—Escuchad lo que os digo. Hace mucho tiempo, cuando estaban a punto de explorar Júpiter, se descubrió la propulsión estelar, y ya nadie se molestó en investigar los gigantes gaseosos: «Usad la propulsión y encontrad mundos colonizables, estableceos, olvidad los cometas, las rocas y los gigantes gaseosos. Hay otra estrella unos cuantos años luz más allá con muchos más planetas habitables». Pero había quien pensaba que los gigantes gaseosos podían albergar vida. ¿Os dais cuenta?

—Yo de lo que me doy cuenta es de que estás como una cuba —la atajó Lindran.

—Si hay vida inteligente en los gigantes gaseosos, no muestra el mínimo interés por salir de allí —espetó Christopheris, enfadado—. Todas las especies superiores que hemos conocido hasta ahora tienen su origen en mundos similares a la Tierra, y la mayoría respira oxígeno. A no ser que estés insinuando que los volcryn proceden de un gigante gaseoso.

La xenotécnica adoptó una posición más erguida y en su rostro se dibujó una sonrisa cómplice.

—No me refería a los volcryn —dijo—, sino a Royd Eris. Si rompiésemos la mampara de la sala de estar, lo que saldría sería humo de metano y amoniaco. —Movió la mano en el aire formando ondulaciones y empezó a troncharse de risa.

El sistema ya estaba instalado y en marcha. La ciberneticista Lommie Thorne estaba sentada ante la consola principal, una placa lisa de plástico negro por la que pasaban imágenes fantasmales de cientos de configuraciones de teclado en hologramas que iban y venían, que se disipaban y mutaban mientras las utilizaba. A su alrededor aparecieron cuadrículas de datos de cristal, hileras de pantallas y paneles de lectura por los que desfilaban columnas de números y bailaban formas geométricas en confusos torbellinos; oscuros pilares de metal pulido que contenían la mente y el alma del sistema. Estaba sentada en la penumbra, feliz, silbando mientras ejecutaba ciertas rutinas simples y deslizaba los dedos por las teclas parpadeantes a una velocidad y a un ritmo vertiginosos.

—Ah —dijo en determinado momento con una sonrisa—. Bien —añadió más tarde.

Cuando llegó el momento de la puesta a punto final, Lommie Thorne se arremangó la tela metálica de la manga izquierda, metió la muñeca bajo la consola, encontró la clavija y se enchufó. Interfaz.

Éxtasis.

Manchas de colores brillantes se mezclaron en las pantallas, se unieron y se desintegraron.

En un instante, todo había acabado.

Lommie Thorne se desconectó. La sonrisa que lucía era tímida y satisfecha, pero teñida por otra expresión: un leve atisbo de asombro. Al tocar con el pulgar los agujeros del conector de la muñeca, notó un poco de calor y comezón. Se estremeció.

El sistema funcionaba a la perfección; los componentes estaban en buen estado; los programas se comportaban según lo esperado; la interfaz iba bien coordinada. Había sido una delicia, como siempre. Cuando se unía al sistema, se volvía más sabia y más poderosa, se llenaba de luz y electricidad, de la materia de la que está hecha la vida; era excitante, fría y limpia al tacto, y no estaba sola, no era pequeña ni débil. Así era siempre que entraba en la interfaz y se dejaba llevar.

Pero aquella vez había notado algo distinto. Algo frío la había tocado solo un segundo; algo muy frío y aterrador. Tanto ella como el sistema lo habían visto con claridad, un instante nada más, y había desaparecido tan repentinamente como había llegado.

La ciberneticista sacudió la cabeza y se obligó a olvidar tal insensatez. Volvió al trabajo. Al rato, empezó a silbar.

La sexta semana, Alys Northwind se hizo un corte muy feo mientras se preparaba algo para comer. Estaba en la cocina cortando embutido con un cuchillo largo cuando de repente soltó un grito.

Dannel y Lindran corrieron a su encuentro y la hallaron mirando horrorizada la tabla de cortar que tenía ante sí. El cuchillo se había llevado por delante la primera falange del índice de la mano izquierda, y la sangre manaba a borbotones.

—La nave se ha tambaleado —dijo Alys, aturdida, mirando a Dannel—. ¿No lo habéis notado? Por eso se me ha escapado el cuchillo.

—Busca algo para detener la hemorragia —ordenó Lindran. Dannel miró a su alrededor en estado de pánico—. Deja, ya voy yo.

La psíquica, Agatha Marij-Black, dio un tranquilizante a Northwind y después interrogó con la mirada a los lingüistas.

—¿Habéis visto qué ha pasado?

—Se lo ha hecho ella sola, con el cuchillo —respondió Dannel.

Del fondo del pasillo llegó una risa salvaje, histérica.

—Lo he medicado —informó Marij-Black a Karoly d’Branin un poco más tarde—. Psionina 4. Le embotará la capacidad receptiva durante unos días, y si hace falta, tengo más.

—He hablado varias veces con Thale y sabía que cada vez estaba más asustado, pero nunca ha sido capaz de explicarme por qué —dijo D’Branin con expresión afligida—. ¿Era necesario aislarlo?

La psíquica se encogió de hombros.

—Su estado rozaba lo irracional. Con el talento tan poderoso que tiene, si hubiera llegado al limite, nos habría arrastrado a todos con él. No deberías haber escogido a un telépata de clase uno. Son demasiado inestables.

—Tenemos que comunicarnos con una especie alienígena; te recuerdo que no es tarea nada fácil. Los volcryn serán mucho más extraños que cualquier otra especie inteligente que hayamos encontrado hasta ahora. Necesitamos la habilidad de un clase uno si queremos tener la menor esperanza de comunicamos con ellos. ¡Y tienen mucho que enseñamos, amiga mía!

—Desde luego —dijo ella—, pero dado el estado de tu clase uno, tal vez ya no cuentes con esa posibilidad. Se pasa la mitad del tiempo acurrucado en su cama red en posición fetal y pavoneándose la otra mitad, y a la vez medio loco de miedo. Insiste en que corremos peligro físico, pero ignora por qué o de dónde viene. Lo peor es que no sé si de verdad percibe algo o si simplemente está sufriendo un ataque de paranoia aguda. Lo cierto es que muestra síntomas paranoides característicos. Entre otras cosas, insiste en que lo están observando. Puede que su estado no tenga nada que ver con nosotros, ni con los volcryn, ni con su talento. No estoy segura.

—¿Y qué hay de tu talento? —preguntó D’Branin—. Tú eres émpata, ¿no?

—No me digas cómo hacer mi trabajo —replicó ella, tajante—. Sexeé con él la semana pasada; no hay mejor manera de acercarte a alguien o de conectarte extrasensorialmente con alguien. Pero ni aun así puedo decir nada a ciencia cierta. Su mente es un caos, y su miedo apesta de tal forma que impregna hasta las sábanas. Tampoco puedo leer nada en los demás, aparte de las tensiones y frustraciones normales, pero eso no quiere decir gran cosa, porque solo soy clase tres. Mis capacidades son limitadas. Además, sabes que últimamente no me encuentro muy bien, D’Branin. Apenas puedo respirar aquí dentro. El aire me resulta denso y pesado, y tengo un martilleo en la cabeza. Debería estar en la cama.

—Claro, por supuesto —dijo D’Branin rápidamente—. No pretendía criticarte. Has hecho cuanto has podido bajo unas circunstancias muy complicadas. ¿Cuándo crees que podremos volver a contar con Thale?

—Recomiendo mantenerlo medicado hasta que acabe la misión, D’Branin —respondió la psíquica mientras se frotaba las sienes con las manos, cansada—. Te aviso: un telépata loco o histérico es un peligro. Lo de Northwind y el cuchillo puede haber sido cosa suya, ¿sabes? Recuerda que enseguida se ha puesto a gritar. Quizá la haya tocado, aunque haya sido solo un segundo… Es una locura, pero es posible. Lo que está claro es que no debemos correr riesgos. Tengo bastante psionina 4 para mantenerlo aletargado y con las funciones vitales básicas hasta que volvamos a Avalón.

—Pero… Royd nos sacará pronto de propulsión, y entraremos en contacto con los volcryn. Necesitaremos a Thale, su mente, su talento. ¿Es imprescindible que siga medicado? ¿No hay otra alternativa?

—Mi segunda opción sería una inyección de ésperon —dijo Marij-Black con cara de desasosiego—. Eso lo abriría por completo; en unas horas multiplicaría por diez su receptividad psiónica y podría concentrarse en el peligro que siente. Si es falso, lo exorcizaría; si es real, podría enfrentarse a él. Pero la psionina 4 es mucho más segura. El ésperon es una sustancia infernal, con efectos secundarios devastadores. Incrementa extraordinariamente la presión arterial, y a veces causa hiperventilación o convulsiones; hasta puede llegar a provocar el paro cardíaco. Lasamer es bastante joven, así que eso no me preocupa, pero no creo que tenga la estabilidad emocional necesaria para manejar semejante poder. La psionina debería darnos algo de información. Si la paranoia continúa, sabré que no tiene nada que ver con sus habilidades telepáticas.

—¿Y si no? —preguntó D’Branin.

—¿Quieres decir si se queda tranquilo y deja de decir chorradas sobre el peligro? —Agatha Marij-Black lo obsequió con una sonrisa perversa—. Bueno, significaría que ya no percibe nada, ¿verdad? Por tanto, significaría que sí que había algo que percibir, que tenía razón desde el principio.

Esa noche, durante la cena, Thale Lasamer estuvo callado y abstraído. Comió de manera rítmica, casi mecánica, con la mirada perdida. Cuando acabó, se despidió y se fue derecho a la cama. El agotamiento lo venció y se durmió casi al instante.

—¿Qué le has hecho? —preguntó Lommie Thorne a Marij-Black.

—He apagado esa mente entrometida que tiene —contestó ella.

—Tendrías que haberlo hecho hace dos semanas —dijo Lindran—. Es mucho más llevadero cuando está así de dócil.

Karoly d’Branin apenas tocó la comida.

Llegó la falsa noche, y el espectro de Royd se materializó cuando Karoly d’Branin se disponía a ahogar sus preocupaciones en un delicioso chocolate.

—Karoly —dijo la aparición—, ¿podrías conectar el ordenador que ha traído tu equipo al sistema de mi nave? Tus historias sobre los volcryn me tienen fascinado, y me gustaría estudiarlas en mis ratos libres. Supongo que el contenido de vuestras investigaciones está en la memoria.

—Sí, ahí está —respondió D’Branin distraído, casi sin pensar—. Nuestro sistema ya está en marcha. Conectarlo al de la Nómada Nocturno no debería suponer ningún problema. Mañana le diré a Lommie que se encargue de ello.

En la habitación se hizo un silencio denso. Karoly d’Branin se bebía el chocolate con la mirada perdida en la oscuridad, sin prestar atención a Royd.

—Estás preocupado —señaló Royd al cabo de un rato.

—¿Qué? Ah, sí. —D’Branin lo miró—. Disculpa, amigo mío. Tengo demasiadas cosas en la cabeza.

—Tiene que ver con Thale Lasamer. ¿Me equivoco?

Karoly d’Branin se quedó mirando largo rato la pálida y luminiscente figura y al fin asintió con rigidez.

—Sí. ¿Puedo preguntar cómo lo sabes?

—Sé todo cuanto pasa a bordo de la Nómada Nocturno —dijo Royd.

—Has estado espiándonos —afirmó D’Branin en tono grave y acusador—. Así que Thale tiene razón: alguien nos observa. Royd, ¿cómo has podido? No es digno de ti.

Los ojos transparentes del fantasma no tenían vida, no veían.

—No se lo digas a los demás —advirtió Royd—. Karoly, amigo mío (si me permites llamarte amigo), tengo mis propios motivos para vigilaros, motivos que no te conviene saber. No tengo intención de hacer daño a nadie, créeme. Me has contratado para llevaros sanos y salvos hasta los volcryn y luego devolveros a casa, y eso es lo que voy a hacer.

—Estás respondiendo con evasivas, Royd —dijo D’Branin—. ¿Por qué nos espías? ¿Lo observas todo? ¿Eres un voyeur? ¿Un enemigo? ¿Es esa la razón por la que no te mezclas con nosotros? ¿Lo único que te interesa es mirar?

—Me duele que no confíes en mí, Karoly.

—Y a mí me duele que me engañes. ¿No vas a contestarme?

—Tengo ojos y oídos por todas partes —confesó Royd—. En la Nómada Nocturno no hay dónde esconderse de mí. ¿Que si lo veo todo?

No, todo no. Soy humano, a pesar de lo que digan tus colegas; necesito dormir. Los monitores están todo el tiempo encendidos, pero no hay nadie mirándolos. Solo puedo prestar atención a una o dos señales o escenas a la vez. A veces me distraigo y dejo de mirar. Lo vigilo todo, Karoly, pero no lo veo todo.

—¿Por qué? —D’Branin se sirvió otra taza de chocolate, haciendo un esfuerzo para que no le temblase la mano.

—No tengo por qué responder a esa pregunta. La Nómada Nocturno es mi nave.

D’Branin tomó otro sorbo de chocolate y asintió para sí con los ojos entrecerrados.

—Qué triste me siento, amigo mío. No me dejas alternativa. Thale dijo que nos estaban observando, y ahora sé que es cierto. También percibió una amenaza. De procedencia alienígena. ¿Eres tú?

La proyección permaneció quieta y en silencio. D’Branin chasqueó la lengua.

—No contestas, Royd. ¿Qué se supone que debo hacer? Tendré que creerlo. Estamos en peligro, y puede que tú seas la causa. Debo abortar la misión. He decidido que nos lleves de vuelta a Avalón.

El fantasma esbozó una sonrisa lánguida.

—¿Estando tan cerca, Karoly? Muy pronto saldremos de propulsión.

—Mis volcryn —dijo con un suspiro, y del fondo de su garganta brotó un leve lamento—. Tan cerca… Me duele mucho abandonarlos. Pero no puedo hacer otra cosa, no puedo.

—Sí puedes —repuso Royd Eris—. Confía en mí. Es todo cuanto te pido, Karoly. Créeme cuando te digo que no albergo malas intenciones. Thale Lasamer habla de peligro, pero nadie ha resultado herido, ¿verdad?

—No —admitió D’Branin—. No, a excepción de Alys, que se ha cortado esta tarde.

—¿Cómo que se ha cortado? —Royd dudó un segundo—. No estaba mirando, Karoly. ¿Cuándo ha sido?

—Oh, hace un rato. Justo antes de que Lasamer empezase a chillar y a protestar, creo.

—Entiendo. —La voz de Royd tenía un tono pensativo—. Estaba observando detenidamente a Melantha mientras hacía ejercicio —dijo al final— y hablando con ella. No me he enterado. Dime cómo ha ocurrido.

D’Branin se lo contó.

—Escúchame —pidió Royd—. Confía en mí, Karoly, y tendrás a tus volcryn. Tranquiliza a tu gente; convéncelos de que no soy ninguna amenaza. Y mantén a Lasamer sedado y calmado. ¿Me oyes? Es importante que siga así. Él es el problema.

—Agatha me recomienda lo mismo.

—Lo sé, y estoy de acuerdo con ella. ¿Harás lo que te pido?

—No estoy seguro. Estás poniéndomelo muy difícil. No sé qué está pasando, amigo mío. ¿No vas a contarme nada más?

El fantasma de Royd Eris no contestó; se limitó a esperar.

—Bueno —dijo al final D’Branin—, no dices nada. Qué difícil me lo pones. ¿Cuándo, Royd? ¿Cuándo veremos a mis volcryn?

—Muy pronto —respondió Royd—. Saldremos de propulsión dentro de setenta horas aproximadamente.

—Setenta horas —repitió D’Branin—. Es muy poco tiempo; no ganamos nada con volver. —Se humedeció los labios y levantó la taza, pero estaba vacía—. Continuemos, pues. Haré lo que me pides. Confiaré en ti, mantendré a Lasamer sedado y no les diré a los demás que los espías. ¿Te vale con eso? Dame a mis volcryn. ¡He esperado mucho tiempo!

—Lo sé —dijo Royd Eris—. Lo sé.

El fantasma desapareció, y Karoly d’Branin se quedó sentado a solas en la oscura sala de estar. Intentó rellenar la taza, pero la mano le temblaba de forma incontrolable, y se le derramó el chocolate caliente por los dedos. Dolorido, la dejó caer al suelo, maldiciendo y hecho un mar de dudas.

El siguiente fue un día de tensiones crecientes y cientos de menudencias irritantes. Lindran y Dannel tuvieron una discusión «privada» que se oyó en toda la nave. Un juego de mesa a tres bandas que tenía lugar en la sala de estar acabó en desastre cuando Christopheris acusó a Melantha Jhirl de hacer trampas. Lommie Thorne se quejó de que estaba teniendo más dificultades de lo normal para conectar su sistema a los ordenadores de la nave. Alys Northwind se pasó horas sentada, taciturna y con cara de pocos amigos, mirándose el dedo vendado. Agatha Marij-Black anduvo merodeando por los pasillos protestando porque hacía demasiado calor, porque le dolían las articulaciones, porque el aire era demasiado denso y estaba lleno de humo, porque hacía demasiado frío. Hasta Karoly d’Branin estaba abatido y nervioso.

El único que parecía contento era el telépata. Hasta las cejas de psionina 4, Thale Lasamer se mostraba lento y aletargado, pero al menos ya no se asustaba hasta de las sombras.

Royd Eris no hizo acto de presencia, ni con la voz ni con la proyección holográfica.

A la hora de la cena seguía ausente. Los académicos comieron intranquilos, esperando que se materializase en cualquier momento, se colocara en su lugar de siempre y participara en la conversación. Sus expectativas siguieron sin cumplirse cuando llegó la sobremesa y se sirvieron tazas de chocolate, infusiones y café.

—Parece que nuestro capitán está ocupado —observó Melantha Jhirl, al tiempo que se reclinaba en la silla y mecía una copa de coñac.

—Pronto saldremos de propulsión —dijo Karoly d’Branin—. Seguro que debe estar ocupado con los preparativos. En secreto le inquietaba la ausencia de Royd, y se preguntó si en ese momento estaría observándolos.

Rojan Christopheris carraspeó.

—Que se pierda la cena me da igual. De todas maneras no come; es un maldito holograma. ¿Qué más da? Al contrario, nos viene de perlas. Aprovechando que no está, vamos a hablar de ciertos asuntos. Karoly, muchos tenemos dudas respecto a Royd Eris. ¿Qué sabes de este hombre misterioso?

—¿Que qué sé, amigo mío? —D’Branin rellenó su taza de espeso chocolate negro y dio un lento trago para ganar tiempo y pensar—. ¿Qué tendría que saber?

—Seguro que te has dado cuenta de que nunca viene a jugar con nosotros —dijo Lindran con sequedad—. Antes de que le alquilaras la nave, ¿nadie te mencionó esa particularidad suya?

—A mí también me gustaría saberlo —aseguró Dannel, el otro lingüista—. Avalón tiene un montón de tráfico. ¿Por qué escogiste a Eris? ¿Qué se decía de él?

—¿Qué se decía de él? La verdad es que muy poco. Hablé con unos cuantos oficiales del espaciopuerto y algunas compañías de transporte, pero nadie tenía relación con Royd. Parece que antes no operaba desde Avalón.

—Qué casualidad —opinó Lindran.

—Qué sospechoso —añadió Dannel.

—Entonces, ¿de dónde viene? —preguntó Lindran—. Dannel y yo lo hemos escuchado con suma atención. Habla un estándar muy neutro; no se le percibe ningún acento ni particularidad que revele su origen.

—A veces suena un poco arcaico —comentó Dannel—. A veces dice algo que puede asociarse con un lugar determinado, pero siempre es distinto. Ha viajado mucho.

—Vaya deducción —se burló Lindran, dándole unas palmaditas en la mano—. Cariño, a eso se dedican los comerciantes. Cosas de tener una nave estelar —Dannel la fulminó con la mirada, pero ella siguió hablando—. Ahora, en serio: ¿sabes algo de él? ¿De dónde sale este nómada nocturno nuestro?

—Si te digo la verdad, no lo sé —admitió D’Branin—. Nunca… No se me ocurrió preguntarlo.

Los miembros del equipo de investigación cruzaron miradas atónitas.

—¿No se te ocurrió preguntarlo? —dijo Christopheris—. ¿Por qué escogiste esta nave?

—Estaba disponible. La Junta aprobó mi proyecto y me asignó el personal, pero no podían permitirse proporcionarme una nave de la Academia. Había muchas restricciones presupuestarias.

Agatha Marij-Black se rió con amargura.

—Lo que D’Branin está diciendo, para los que aún no os hayáis enterado, es que a la Academia le encantaron sus estudios en xenomitología y el descubrimiento de la leyenda de los volcryn, pero no les hizo tanta gracia lo de ir en su busca. Así que le concedieron un pequeño presupuesto para contentarlo y mantenerlo productivo, dando por supuesto que su insignificante misión no daría ningún fruto, y le asignaron un equipo que nadie echaría en falta en Avalón. —Miró a su alrededor—. Miraos. Ninguno trabajó con D’Branin en los inicios del proyecto, pero todos estábamos disponibles para este viaje. Y no puede decirse que seamos eruditos de primera fila.

—Habla por ti —dijo Melantha Jhirl—. Yo me presenté voluntaria para la misión.

—No voy a entrar en eso —respondió la psíquica—. La cuestión es que no es ningún misterio por qué escogiste la Nómada Nocturno. Contrataste la nave más barata que encontraste, ¿no es así, D’Branin?

—Había otras naves disponibles, pero no les interesó mi propuesta —explicó D’Branin—. Tenemos que reconocer que suena bastante rara.

Y muchos capitanes tienen un miedo casi supersticioso a salir de propulsión en el espacio interestelar, lejos de cualquier planeta. De los pocos que aceptaron, Royd Eris ofrecía las mejores condiciones y estaba dispuesto a partir de inmediato.

—Y era imprescindible partir de inmediato, claro —dijo Lindran—.O se nos escaparían los volcryn: total, solo llevan diez mil años pasando por aquí, mil arriba, mil abajo…

Alguien se rió. D’Branin estaba apabullado.

—Amigos míos, es cierto que podía haber pospuesto la salida. Admito que estaba impaciente por encontrar a los volcryn, por ver sus enormes naves y hacerles las preguntas que me han obsesionado todos estos años, por descubrir el porqué de su existencia. Y también admito que no habría pasado nada por retrasarla, pero ¿para qué? Royd ha sido un anfitrión muy atento, es un buen piloto y nos ha tratado bien.

—¿Lo conoces en persona? —preguntó Alys Northwind—. Cuando estabas haciendo los preparativos, ¿llegaste a verlo?

—Hablamos muchas veces, pero yo estaba en Avalón, y Royd, en órbita. Lo vi por la pantalla.

—Lo que viste podría haber sido cualquier cosa, Karoly: una proyección, una simulación digital… —comentó Lommie Thome—. Mi sistema, por ejemplo, puede proyectar en tu pantalla la cara que se me antoje.

—Nadie ha visto nunca al tal Royd Eris —añadió Christopheris—. Es un enigma desde el principio.

—Nuestro anfitrión no desea que se viole su intimidad —advirtió D’Branin.

—Evasivas —repuso Lindran—. ¿Qué esconde?

Melantha Jhirl se rió. Cuando todos los ojos estuvieron posados en ella, sonrió e hizo un gesto de incredulidad.

—El capitán Royd encaja a la perfección: un hombre extraño para una misión extraña. ¿A nadie le gustan los misterios? Aquí estamos, volando a años luz para interceptar una hipotética nave estelar alienígena procedente del corazón de la galaxia que lleva más tiempo viajando hacia fuera que la humanidad teniendo guerras. Y vosotros os enfadáis porque no podéis contarle a Royd las verrugas de la nariz. —Se inclinó sobre la mesa para rellenarse la copa de coñac—. Mi madre tenía razón —añadió a la ligera—. La gente normal es subnormal.

—Tal vez Melantha no vaya desencaminada —dijo Lommie Thome, pensativa—. Las debilidades y las neurosis de Royd son asunto suyo, siempre que no las descargue sobre nosotros.

—A mí me incomodan —se quejó Dannel sin mucha convicción.

—No sabemos nada de él —dijo Alys Northwind—. Bien podríamos estar viajando con un criminal o un alienígena.

—Júpiter —susurró alguien. La xenotécnica se ruborizó, y se oyeron algunas risitas disimuladas en torno a la mesa.

Pero Thale Lasamer levantó furtivamente la vista del plato y se rió sin ningún disimulo.

—Un alienígena —dijo. Movía los ojos azules de un lado a otro con un brillo salvaje, veloces como el rayo, como si buscasen una vía de escape.

Marij-Black soltó una maldición.

—Se le está pasando el efecto del medicamento —advirtió enseguida a D’Branin—. Tengo que ir a mi cabina a por más.

—¿Qué medicamento? —preguntó Lommie Thome. D’Branin se había guardado mucho de comentar los desvarios de Lasamer para no aumentar las tensiones de a bordo—. ¿Qué sucede?

—Peligro —dijo Lasamer. Se volvió hacia Lommie, que estaba sentada a su lado, y la agarró del antebrazo con fuerza, clavándole las largas uñas pintadas en la tela metálica de la camisa—. Estamos en peligro; lo leo. Una presencia alienígena. Quiere hacemos daño. Sangre, veo sangre. —Se rió—. ¿No notas el sabor, Agatha? Yo sí, casi noto el sabor de la sangre. Y eso también.

Marij-Black se incorporó.

—No se encuentra bien —anunció a los demás—. Lo he tenido medicado con psionina para mantener a raya sus desvarios. Iré a por más. —Se encaminó hacia la puerta.

—¿Medicado? —dijo Christopheris, horrorizado—. Está advirtiéndonos de algo. ¿No lo oyes? Quiero saber qué es.

—Deja la psionina —propuso Melantha Jhirl—. Dale ésperon.

—¡No me digas cómo hacer mi trabajo!

—Lo siento —se disculpó Melantha encogiéndose de hombros con modestia—. Solo estoy yendo un paso más allá que tú. El ésperon puede detener las alucinaciones, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Y puede ayudarlo a que se concentre en esa amenaza que dice detectar, ¿correcto?

—Conozco muy bien las características del ésperon —protestó la psíquica, enojada.

Melantha sonrió por encima del borde de la copa de coñac.

—No lo dudo, pero escúchame un momento. Parece que Royd os pone a todos muy nerviosos. No podéis soportar no saber qué esconde. Rojan lleva semanas inventándose historias y está dispuesto a creerse cualquier cosa; Alys está tan nerviosa que se ha cortado el dedo. Pasamos el tiempo peleándonos. Los temores no nos ayudan a trabajar en equipo. Acabemos con ellos, y ya está. —Señaló a Thale con el dedo—. Tenemos aquí a un telépata de clase uno. Si reforzamos su poder con ésperon, podrá recitarnos la vida de nuestro capitán del principio al fin hasta que nos muramos de aburrimiento. Y de paso vencerá sus demonios personales.

—Está observándonos —dijo el telépata en voz baja y apremiante.

—No —objetó Karoly d’Branin—, tenemos que mantenerlo sedado

—Karoly —intervino Christopheris—, esto ha ido demasiado lejos Estamos poniéndonos nerviosos, y este chico está aterrorizado. Creo que todos necesitamos acabar con el misterio de Royd Eris. Por una vez, Melantha tiene razón.

—No tenemos ningún derecho —dijo D’Branin.

—Lo necesitamos —afirmó Lommie Thome—. Yo estoy de acuerdo con Melantha.

—Sí —repitió Alys Northwind. Los lingüistas asintieron.

D’Branin recordó con cierto pesar la promesa que había hecho a Royd. No le dejaban alternativa. Sus ojos se encontraron con los de la psíquica, y suspiró.

—De acuerdo —accedió—. Dale ésperon.

—¡Va a matarme! —gritó Thale Lasamer.

Se puso en pie de un salto, y cuando Lommie Thorne intentó calmarlo poniéndole una mano en el brazo, cogió una taza de café y se la tiró a la cara. Hicieron falta tres personas para reducirlo.

—¡Deprisa! —ladró Christopheris, mientras el telépata intentaba zafarse de él.

Marij-Black se encogió de hombros y salió de la sala de estar.

Cuando regresó, los otros habían conseguido tumbar a Lasamer en la mesa y le habían apartado el largo pelo rubio para dejar expuesta la carótida. Marij-Black se acercó.

—Deteneos —pidió Royd—. Esto es innecesario.

Parpadeando, el fantasma cobró forma en su silla vacía, a la cabeza de la larga mesa. La psíquica se detuvo cuando estaba a punto de introducir una ampolla de ésperon en la pistola de inyección. Alys Northwind se sobresaltó y soltó el brazo de Lasamer, pero el cautivo no intentó liberarse; siguió tumbado en la mesa, jadeando, con los ojos azules vidriosos y fijos en la proyección de Royd, paralizado por la repentina aparición.

Melantha Jhirl levantó la copa de coñac para saludar.

—¡Bu! —dijo—. Te has perdido la cena, capitán.

—Lo siento, Royd —se disculpó Karoly d’Branin.

La mirada ciega del fantasma estaba fija en la pared.

—Soltadlo —los apremió la voz desde el comunicador—. Os contaré mis grandes secretos, si es que mi intimidad os da tanto miedo.

—Ha estado observándonos —acusó Dannel.

—Te escuchamos —accedió Northwind con desconfianza—. ¿Qué eres?

—Me gustó tu teoría sobre los gigantes gaseosos —dijo Royd—. Lamentablemente, la verdad es mucho menos interesante. Soy un Homo sapiens normal de mediana edad. Tengo sesenta y ocho años estándar, para ser concreto. El holograma que veis es el Royd Eris auténtico de hace unos años. Ahora soy algo más viejo, pero uso simulaciones digitales para proyectar una imagen más joven a mis invitados.

—Vaya —Lommie Thorne tenía manchas rojas en la cara por culpa del café que la había escaldado—. Entonces, ¿a cuento de qué tantos secretos?

—Empezaré la historia hablando de mi madre —respondió Royd—. La Nómada Nocturno era suya; ella misma la diseñó y la hizo construir en los astilleros espaciales de Nueva ínsula. Mi madre llegó a ser una comerciante independiente que hizo fortuna, pero cuando nació no era nadie. Era de Vess, un mundo muy lejano, aunque quizá algunos hayáis oído hablar de él. Fue escalando posiciones hasta hacerse con el mando de una nave. No tardó mucho en hacerse rica gracias a su disposición a aceptar encargos que nadie quería coger, apartarse de las principales rutas de comercio y llevar su carga un mes, un año o dos años más allá de los puntos de entrega habituales. Es más arriesgado, pero da más beneficios que volar por las rutas de correo normal. Para mi madre no tenía ninguna importancia cada cuánto volvía a casa con su tripulación: sus naves eran su casa. Se olvidó de Vess en cuanto se marchó de allí, y no visitaba dos veces el mismo mundo si podía evitarlo.

—Una aventurera —dijo Melantha Jhirl.

—No —repuso Royd—, una sociópata. A mi madre no le gustaba la gente. Nada de nada. Sus tripulaciones no le profesaban ningún cariño, y era mutuo. Su gran sueño era poder prescindir de la tripulación por completo, y en cuanto tuvo bastante dinero, lo consiguió; el resultado fue la Nómada Nocturno. Tras subir a bordo en Nueva ínsula, no volvió jamás a tocar a un ser humano ni a pisar la superficie de ningún planeta. Hacía todos sus negocios desde las cabinas que ahora ocupo yo, por medio de pantallas o comunicadores láser. Si pensáis que estaba loca, tenéis toda la razón. —El fantasma sonrió levemente—. Pero tuvo una vida interesante, incluso después de aislarse. ¡Vio tantos mundos, Karoly! Te habría contado historias capaces de partirte el corazón, pero nunca llegarás a oírlas. Destruyó casi todas sus grabaciones por miedo a que, después de su muerte, otra gente obtuviera algún placer o provecho de sus experiencias. Así era ella.

—¿Y tú? —preguntó Alys Northwind.

—Parece que tuvo que tocar por lo menos a otro ser humano —añadió Lindran con una sonrisa.

—No debería llamarla madre —dijo Royd—. Soy su clon con el sexo cambiado. Estaba aburrida tras treinta años volando a solas en esta nave, y se suponía que yo iba a ser su compañero y amante; quiso moldearme para que fuese el juguete perfecto. Como no tenia paciencia con los niños ni ningunas ganas de criarme, me clonó y me encerró en un tanque de crianza: era un embrión conectado a su ordenador, que fue mi profesor antes y después de nacer, aunque, hablando con propiedad, no puede decirse que naciera. Estuve en el tanque mucho tiempo después del momento en que habría nacido un niño normal; seguí creciendo lentamente allí dentro, aprendiendo, soñando a ciegas y viviendo a través de tubos. La idea era sacarme cuando llegase a la pubertad, una edad a la que ella pensaba que sería una compañía adecuada.

—¡Qué horror! —exclamó Karoly d’Branin—. Royd, amigo mío, no tenía ni idea.

—Lo siento, capitán —dijo Melantha Jhirl—. Te robaron la infancia.

—Nunca la he echado de menos, ni tampoco a mi madre —aseguró Royd—. Todos sus planes fueron en vano: murió unos meses después de la clonación, cuando yo aún era un feto en el tanque, pero había programado la nave por si se daba tal posibilidad. Salió de propulsión, apagó los motores y navegó a la deriva por el espacio interestelar durante once años, mientras el ordenador acababa de convertirme… —Se detuvo y sonrió—. Iba a decir «mientras el ordenador acababa de convertirme en un ser humano». Bueno, mientras el ordenador acababa de convertirme en lo que quiera que sea. Así heredé la Nómada Nocturno. Después de nacer, me llevó varios meses hacerme con el manejo de la nave y conocer mis propios orígenes.

—Increíble —dijo Karoly d’Branin.

—Sí —reconoció Lindran, el lingüista—, pero eso no explica por qué te mantienes aislado.

—Claro que lo explica —repuso Melantha Jhirl—. Capitán, ¿podría explicarlo con más detalle para los modelos no perfeccionados?

—Mi madre odiaba los planetas y todo cuanto significaban —continuó Royd—. Odiaba los malos olores, la suciedad, las bacterias, el tiempo inestable, la mera visión de la gente. Creó un mundo sin defectos, lo más aséptico que pudo, para ella y para mí. Tampoco le gustaba la gravedad; años de servicio a bordo de viejos cargueros sin puerto fijo que no podían permitirse un campo gravitatorio artificial la habían acostumbrado a la ingravidez, y la prefería. Ese es el entorno en que yo nací y crecí.

»Mi cuerpo no tiene sistema inmunitario ni defensas naturales frente a nada. Si entrara en contacto con vosotros, probablemente moriría o, sin lugar a dudas, cogería alguna enfermedad grave. Tengo los músculos muy débiles, casi atrofiados. La gravedad que genera la Nómada Nocturno es para que vosotros estéis cómodos, no yo. Para mí es un infierno. En este momento, mi yo real está sentado en una silla flotante que aguanta mi peso. Aun así, duele, y puede que hasta se me resientan los órganos internos. Es una de las razones por las que no suelo aceptar pasajeros.

—¿Compartes la opinión de tu madre respecto a la gente? —preguntó Marij-Black.

—No. Me gusta la gente. Acepto lo que soy, pero no fue elección mía. Saboreo la vida humana de la única forma que puedo: indirectamente. Soy un consumidor voraz de libros, cintas, holos, ficción e historias de todo tipo. A veces tomo polvo de sueños. Y muy de vez en cuando, si me atrevo, llevo pasajeros. Cuando eso ocurre, bebo cuanto puedo de sus vidas.

—Si viajaras siempre sin activar la gravedad, podrías llevar a más gente —sugirió Lommie Thome.

—Es cierto —contestó Royd con cortesía—. Sin embargo, he comprobado que los nacidos en planetas están tan incómodos sin gravedad como yo con ella. Una nave que no tenga gravedad artificial o que decida no usarla atrae a escasos pasajeros, y los pocos que aceptan se pasan la mayor parte del viaje enfermos o sedados. No. Por otra parte, podría acercarme a mis pasajeros si me quedara en mi silla y me pusiera un traje hermético que me proteja del ambiente. Lo he probado, pero en vez de aumentar mi participación, la reduce. Acabo convertido en un bicho raro, en una especie de lisiado al que hay que tratar de manera especial y mantener a distancia. Nada de eso sirve a mi propósito; prefiero permanecer aislado. Y, tan a menudo como puedo, estudio a los alienígenas que viajan en mi nave.

—¿Alienígenas? —preguntó Northwind, confusa.

—Para mí, todos sois alienígenas —respondió Royd.

El silencio invadió la sala de estar de la Nómada Nocturno.

—Lamento lo sucedido, amigo —dijo Karoly d’Branin—. No deberíamos habernos inmiscuido en tus asuntos personales.

—Lo siento —murmuró Agatha Marij-Black. Frunció el ceño y metió la ampolla de ésperon en la cámara de la pistola—. Habla con mucha elocuencia, pero ¿dice la verdad? Seguimos sin tener ninguna prueba, solo otro cuento de viejas. Lo mismo podría haber dicho que es una criatura de Júpiter, un ordenador o un criminal de guerra enfermo. No tenemos forma de comprobar nada de lo que ha contado. No… De hecho, sí que la tenemos. —Dio dos pasos rápidos hasta la mesa donde seguía tumbado Thale Lasamer—. Él sigue necesitando tratamiento, y nosotros, confirmación, y no veo ningún motivo por el cual debamos detenernos, llegados a este punto. ¿Por qué vivir con toda esta ansiedad cuando podríamos acabar con ella ahora mismo? —Empujó a un lado la cabeza del telépata, que no opuso resistencia. Encontró la arteria y presionó la pistola contra ella.

—Agatha —dijo Karoly d’Branin—. ¿No crees que…? ¿No podríamos dejarlo, ya que Royd…?

—¡No! —exclamó Royd—. Parad. Es una orden. Estáis en mi nave. Deteneos, o…

—¿O qué? —La pistola de inyección emitió un siseo y, al retirarla, dejó una marca roja en el cuello del telépata.

Lasamer se incorporó y se quedó apoyado en los codos. Marij-Black se le acercó.

—Thale —dijo con su tono más profesional—, concéntrate en Royd. Tú puedes; sabemos lo bueno que eres. Dentro de un momento, el ésperon te lo revelará todo.

—No estoy lo bastante cerca —susurró. Tenía los claros ojos nublados—. Uno, soy clase uno probado. Soy bueno, sabéis que soy bueno, pero necesito estar cerca. —Se estremeció.

La psíquica lo rodeó con un brazo, lo acarició, lo engatusó.

—El ésperon te dará más alcance, Thale —argumentó—. Siéntelo, siente cómo te hace más fuerte. ¿Lo notas? Todo se vuelve más claro, ¿verdad? —Su voz era monótona y reconfortante—. Puedes oír lo que pienso, sé que puedes, pero ahora no importa. Los demás, tampoco: déjalos de lado, aparta los parloteos, los pensamientos, los deseos, el miedo. Apártalo todo. ¿Recuerdas el peligro? ¿Lo recuerdas? Encuéntralo, Thale, ve y encuentra el peligro. Mira más allá de esa pared, cuéntanos qué hay allí, cuéntanos algo sobre Royd. ¿Está siendo sincero? Dínoslo. Eres bueno; todos lo sabemos. Eres capaz de decírnoslo. —Las frases sonaban como un conjuro.

Se liberó del abrazo de la psíquica y se sentó derecho sin ayuda.

—Lo percibo —dijo. Se le despejaron los ojos de repente—. Hay algo que… Me duele la cabeza… ¡Tengo miedo!

—No te asustes —continuó Marij-Black—. El ésperon no da dolor de cabeza, solo te hace ser más bueno. Estamos todos aquí, contigo. No hay nada que temer. —Le acarició la frente—. Dinos qué ves.

Thale Lasamer miró al fantasma de Royd con los ojos de un niño pequeño aterrorizado y se pasó la lengua por el labio inferior.

—Es…

Le explotó la cabeza.

Histeria y confusión.

La cabeza del telépata había reventado con una fuerza tan espantosa que todos quedaron cubiertos de sangre, pedazos de huesos y carne. Su cuerpo se sacudió violentamente sobre la mesa durante un instante eterno. La sangre manaba de las arterias del cuello como un río carmesí, y las extremidades se retorcían en una danza macabra. La cabeza sencillamente ya no estaba, pero el cuerpo no paraba de moverse.

Agatha Marij-Black, la que estaba más cerca de él, dejó caer la pistola de inyección y se quedó inmóvil, boquiabierta. Estaba empapada de sangre y cubierta de trozos de carne y sesos. Una larga astilla de hueso se le había incrustado bajo el ojo derecho, y su propia sangre se mezclaba con la del telépata, pero no parecía notarlo.

Rojan Christopheris se cayó hacia atrás, se puso de pie a toda prisa y se pegó con fuerza a la pared.

Dannel gritó, gritó y gritó, hasta que Lindran le abofeteó la mejilla empapada de sangre y le ordenó que se callara.

Alys Northwind cayó de rodillas y se puso a rezar en una lengua desconocida.

Karoly d’Branin se quedó sentado, muy quieto, con los ojos fijos y la taza de chocolate olvidada en la mano.

—Haced algo —suplicó Lommie Thome—. Que alguien haga algo. —Un brazo de Lasamer se movió débilmente y la tocó, y ella se apartó con un chillido.

Melantha Jhirl dejó la copa de coñac.

—Calmaos —espetó—. Está muerto; no puede haceros nada.

Todos la miraron, menos D’Branin y Marij-Black, que se habían quedado en estado de shock. Para su sorpresa, Melantha descubrió que la proyección de Royd se había desvanecido en algún momento. Comenzó a dar órdenes.

—Dannel, Lindran, Rojan: buscad una sábana o algo para envolverlo y sacadlo de aquí. Alys, ve con Lommie a por agua y fregonas. Tenemos que limpiar esto. —Melantha se acercó a D’Branin mientras los demás obedecían—. Karoly —dijo, al tiempo que le colocaba una mano amable en el hombro—. ¿Estás bien, Karoly?

Parpadeó y levantó los ojos grises.

—Eh… Sí, sí, estoy bien. Le he dicho que no lo hiciera, Melantha. Se lo he dicho.

—Sí, se lo has dicho —confirmó Melantha Jhirl. Le dio unas palmaditas reconfortantes y rodeó la mesa para acercarse a Agatha Marij-Black—. ¿Agatha? —Pero la psíquica no respondió, ni siquiera cuando la sacudió por los hombros. Tenía los ojos vacíos—. Está en shock. —Melantha frunció el ceño al ver la astilla de hueso que sobresalía de la mejilla de Marij-Black. La limpió con un pañuelo y se la sacó con cuidado.

—¿Qué hacemos con el cuerpo? —preguntó Lindran.

Habían traído una sábana y lo habían envuelto en ella. Ya no se movía, aunque continuaba sangrando y empapando la tela de rojo.

—Podemos meterlo en una bodega de carga —le propuso Christopheris.

—No. No es higiénico. Se pudrirá —dijo Melantha, y reflexionó por unos momentos—. Poneos los trajes espaciales y bajadlo a la sala de máquinas. Pasadlo por la esclusa y amarradlo de alguna manera; rasgad la sábana si es necesario. Esa parte de la nave está en vacío; estará mejor allí.

Christopheris asintió, y los tres se pusieron en marcha cargando con el peso del cadáver de Lasamer. Melantha siguió atendiendo a Marij-Black, pero, en ese momento, Lommie Thome, que estaba fregando la sangre de la mesa con un trapo, empezó a vomitar violentamente. Melantha soltó una maldición.

—Que alguien la ayude —espetó.

Karoly d’Branin por fin reaccionó. Se levantó, quitó a Lommie el trapo empapado de sangre y la llevó a su cabina.

—No puedo limpiar esto yo sola —protestó Alys Northwind, volviendo la cara con expresión de asco.

—Entonces ayúdame —dijo Melantha.

Entre las dos sacaron a la psíquica de la sala de estar medio a rastras, la limpiaron, la desvistieron y la durmieron con una dosis de sus propias medicinas. Después, Melantha cogió la pistola de inyección e hizo la ronda. A Northwind y Lommie Thome les administró tranquilizantes suaves; Dannel necesitó uno más fuerte.

Pasaron tres horas hasta que volvieron a encontrarse.

Siete supervivientes se reunieron en la bodega de carga más amplia, donde tres tenían sus camas red. La octava, Agatha Marij-Black, seguía inconsciente, dormida, en coma o en shock; ninguno lo sabía con certeza. Los demás, aunque pálidos y demacrados, parecían haberse recuperado. Todos se habían cambiado de ropa, incluso Alys Northwind, que se había puesto un mono idéntico al anterior.

—No lo entiendo —se lamentó Karoly d’Branin—. No entiendo qué…

—Royd lo ha matado; eso es todo —dijo Northwind con amargura—. Su secreto estaba en peligro, así que lo ha hecho saltar en pedazos. Lo hemos visto todos.

—No puedo creérmelo —replicó Karoly d’Branin con voz angustiada—. No puedo. Royd y yo hemos pasado muchas noches hablando mientras los demás dormíais. Es amable, curioso, sensible. Un soñador. Entiende lo de los volcryn. Sería incapaz de hacer algo así, incapaz.

—Pues su proyección no ha tardado nada en desaparecer —repuso Lindran—. Y te habrás dado cuenta de que no ha dicho gran cosa desde entonces.

—Los demás tampoco hemos estado muy locuaces —observó Melantha Jhirl—. No sé qué pensar, pero me siento inclinada a estar de acuerdo con Karoly. No tenemos ninguna prueba de que el capitán sea el responsable de la muerte de Thale. Aquí pasa algo que todavía no llegamos entender.

—Ninguna prueba —bufó Alys Northwind con un gruñido de desdén.

—De hecho —continuó Melantha sin inmutarse—, ni siquiera estoy segura de que haya un culpable. Todo iba bien hasta que le hemos dado el ésperon. ¿Creéis que ha sido culpa del medicamento?

—Joder con los efectos secundarios —murmuró Lindran.

Rojan Christopheris frunció el entrecejo.

—No soy ningún experto en este campo, pero lo dudo. El ésperon es muy potente y tiene efectos secundarios tanto físicos como psiónicos que rozan los límites, pero no hasta ese punto.

—¿Y entonces? —dijo Lommie Thome—. ¿Qué lo mató?

—Es probable que su propio don haya sido el causante de su muerte —contestó el xenobiólogo—, sin duda potenciado por el ésperon. Además de incrementar su poder principal, la sensibilidad telepática, puede haber sacado a la luz otros talentos psiónicos latentes en él.

—¿Por ejemplo? —preguntó Lommie.

—Biocontrol. Telekinesia.

Melantha Jhirl ya se había adelantado varias jugadas.

—Lo cierto es que el ésperon dispara la tensión arterial. Si se incrementa aún más la presión intracraneal al empujar toda la sangre del cuerpo a la cabeza, y se disminuye al mismo tiempo la presión atmosférica, creando un vacío momentáneo mediante teke… Pensadlo.

Todos lo pensaron, y a nadie le hizo la menor gracia.

—¿Quién haría algo semejante? —le preguntó Karoly d’Branin—. Solo puede haber sido autoinducido por su propio talento, desenfrenado, descontrolado.

—O vuelto en su contra a manos de un don más poderoso —dijo Alys Northwind con terquedad.

—Ningún telépata humano tiene la capacidad de controlar a otra persona en cuerpo, mente y alma, ni siquiera un instante.

—Exacto —respondió la robusta xenotécnica—. Ningún telépata humano.

—Entonces, ¿un habitante de un gigante gaseoso? —se burló Lommie Thorne.

Alys Northwind la miró desafiante.

—Podría mencionar a los crey perceptivos o a los sorbealmas gith-yanki, y se me ocurren otra media docena, pero ni falta que hace. Solo nombraré uno: una mente hrangana.

Era una idea inquietante. Todos se callaron y se rebulleron en sus asientos, incómodos, imaginando que en la sala de mando de la Nómada Nocturno pudiera ocultarse el enorme y nocivo poder de una mente hrangana. Melantha Jhirl rompió el hechizo con una risa burlona y seca.

—Tienes miedo hasta de tu sombra, Alys —dijo—. Eso que afirmas es ridículo, si te paras a pensarlo, y espero que no sea demasiado pedir. Se supone que sois xenológos, todos vosotros: expertos en lenguas alienígenas, psicología, biología o tecnología; pero no actuáis como tales. Luchamos durante mil años contra el Viejo Hranga, pero jamás fuimos capaces de establecer comunicación con una mente hrangana. Si Royd Eris es un hrangano, es que sus capacidades comunicativas han mejorado, y mucho, en los siglos transcurridos desde el Colapso.

—Tienes razón —admitió Alys Northwind, ruborizada—. Estoy demasiado nerviosa.

—Amigos —intervino Karoly d’Branin—, no dejemos que el pánico o la histeria rijan nuestros actos. Ha ocurrido algo terrible. Uno de nuestros colegas ha muerto, y no sabemos por qué. Hasta que lo sepamos, lo único que podemos hacer es seguir adelante. No es el momento de actuar precipitadamente contra un inocente. Quizá, cuando regresemos a Avalón, una investigación nos explique lo sucedido. El cadáver se conservará para que lo examinen, ¿verdad?

—Lo hemos sacado por la esclusa y lo hemos dejado en la sala de máquinas —dijo Dannel—, aguantará.

—Y podrán estudiarlo con detenimiento cuando volvamos —añadió D’Branin.

—Cosa que deberíamos hacer de inmediato —repuso Northwind—. ¡Dile a Eris que lleve la nave de vuelta!

—Pero ¿y los volcryn? —D’Branin parecía consternado—. Si mis cálculos son correctos, daremos con ellos en tan solo una semana. Regresar nos llevaría seis. ¿No creéis que merece la pena invertir una semana más para confirmar su existencia? Thale no querría que su muerte fuera en vano.

—Antes de morir, Thale deliraba sobre alienígenas y peligros —insistió Northwind—. Nos dirigimos de cabeza a conocer a unos alienígenas. ¿Y si el peligro fueran ellos? Puede que esos volcryn sean más poderosos que una mente hrangana y que no quieran que nadie los descubra, los investigue o los observe. ¿Qué opinas, Karoly? ¿No se te había pasado por la cabeza? Esas historias que cuentas, ¿no hablan de cosas terribles que les suceden a las especies que encuentran a los volcryn?

—Solo son leyendas —dijo D’Branin—. Supersticiones.

—Pues en una desaparece una horda fyndii completa —intervino Rojan Christopheris.

—No podemos dar crédito a los miedos de los demás —discutió D’Branin.

—Puede que esas historias no signifiquen nada —dijo Northwind—, pero ¿te arriesgarías? Yo no lo haría. ¿Para qué? Puede que tus fuentes sean ficticias, o exageradas, o equivocadas; puede que tus interpretaciones y tus cálculos sean erróneos; puede que hayan cambiado de rumbo. Quizá los volcryn no estén ni a años luz de nosotros cuando salgamos de propulsión.

—Ah —intervino Melantha Jhirl—. Entiendo. Así que no deberíamos continuar porque no estarán allí y, además, pueden ser peligrosos.

D’Branin esbozó una sonrisa, y Lindran se rió.

—No tiene gracia —protestó Alys Northwind. Sin embargo, no discutió más.

—No —continuó Melantha—. Si corremos peligro, no se agravara en el tiempo que nos lleve salir de propulsión y buscar a los volcryn. Tendríamos que salir de todas maneras para reprogramar la maniobra de regreso a casa. Además, hemos hecho un largo camino buscando a estos volcryn, y reconozco que me han picado la curiosidad. —Los miró a todos de uno en uno, pero nadie dijo ni una sola palabra—. Entonces, continuemos.

—¿Y Royd? —preguntó Christopheris—. ¿Qué hacemos con él?

—¿Qué proponéis? —dijo Dannel.

—Tratemos al capitán como hasta ahora —afirmó Melantha con decisión—. Deberíamos seguir llamándolo por el intercomunicador y hablar con él. Quizá podamos aclarar algunos de los misterios que tanto nos intrigan, si es que está dispuesto a hablar con franqueza.

—Seguro que está tan conmocionado y preocupado como nosotros, amigos míos —añadió D’Branin—. Es posible que tema que le echemos la culpa y que intentemos hacerle daño.

—Yo creo que deberíamos irrumpir en su sección de la nave y sacarlo de allí a rastras —replicó Christopheris—. Tenemos los instrumentos necesarios, y se acabarían los miedos de una vez por todas.

—Eso podría matarlo —repuso Melantha— y justificaría cualquier cosa que hiciese con tal de detenemos. Tiene el control de la nave; si decide que somos enemigos, puede hacemos mucho daño. —Sacudió la cabeza con vehemencia—. No, Rojan, no podemos atacar a Royd Tenemos que tranquilizarlo. Lo haré yo, si nadie más quiere hablar con él. —No hubo voluntarios—. De acuerdo, pero no quiero que nadie intente ningún plan estúpido. Dedicaos a vuestros asuntos. Actuad con normalidad.

Karoly d’Branin asintió en señal de acuerdo.

—Dejemos a Royd y al pobre Thale de lado y centrémonos en el trabajo y los preparativos. Los sensores tienen que estar preparados para el despliegue tan pronto como salgamos de propulsión y volvamos al espacio normal, para encontrar cuanto antes a nuestra presa. Tenemos que revisar todo lo que sabemos de los volcryn.

Se volvió a los lingüistas y se puso a explicarles qué esperaba de ellos, y en breve la charla se había desviado hacia los volcryn. Poco a poco, el miedo fue abandonando el grupo.

Lommie Thome escuchaba la conversación en silencio, frotándose distraídamente el implante de la muñeca con el pulgar. Nadie se fijó en su mirada pensativa.

Ni siquiera Royd Eris, que estaba observando.

Melantha Jhirl regresó sola a la sala de estar. La luz estaba apagada.

—¿Capitán? —dijo sin levantar la voz.

Apareció ante ella, pálido, resplandeciendo suavemente, con ojos que no veían. Llevaba ropa vaporosa y desfasada de distintos tonos de blanco y azul apagado.

—Hola, Melantha —saludó una voz dulce desde el comunicador al mismo tiempo que la boca del fantasma articulaba las palabras.

—¿Lo has oído, capitán?

—Sí —dijo él con un ligero deje de sorpresa—. Oigo y veo todo lo que sucede en mi Nómada Nocturno, Melantha, no solo en la sala de estar ni cuando están encendidos los comunicadores y las pantallas. ¿Cuánto hace que lo sabes?

—¿Cuánto tiempo? —Sonrió—. Desde que has elogiado la solución de los gigantes gaseosos de Alys para el misterio roydiano. Aquella noche, los comunicadores estaban apagados. No podías saberlo, a no ser que…

—Es la primera vez que cometo un error —dijo Royd—. Se lo confesé a Karoly, pero fue deliberado. Lo siento: estoy sometido a bastante tensión.

—Te creo, capitán —aseguró ella—. No importa. Soy un modelo perfeccionado, ¿recuerdas? Hacía semanas que lo suponía.

—¿Cuándo vas a empezar a tranquilizarme? —preguntó Royd tras un rato de silencio.

—¿Y qué es lo que estoy haciendo? ¿No estás más tranquilo?

La aparición se encogió de hombros.

—Me alegro de que Karoly y tú no creáis que maté a ese hombre, pero tengo miedo. Las cosas están descontrolándose, Melantha. ¿Por qué no me han hecho caso? Le dije a Karoly que lo mantuviese medicado; le he dicho a Agatha que no le pusiera esa inyección. Los he avisado.

—Ellos también tenían miedo —dijo Melantha—. Miedo de que tengas algún plan maquiavélico. No sé; supongo que ha sido culpa mía. He sido yo la que ha sugerido que le diesen ésperon. Pensaba que eso tranquilizaría a Thale y que nos daría algo de información sobre ti. Tenía curiosidad. —Frunció el ceño—. Una curiosidad letal. Ahora tengo las manos manchadas de sangre.

Los ojos de Melantha iban adaptándose a la oscuridad de la sala. La luz tenue que proyectaba el holograma le permitía ver la mesa donde había ocurrido todo, los trazos oscuros de sangre seca en la superficie, entre platos, tazas y jarras de té y chocolate frío. También se oía un goteo suave, pero no podía distinguir si era sangre o café. Se estremeció.

—No me siento cómoda aquí.

—Si quieres irte, puedo estar contigo en cualquier otra parte.

—No, es igual —dijo ella—. Y creo que sería mejor que no estuvieses en todas partes; que estuvieses callado e invisible, por decirlo de alguna manera. Si te lo pidiera, ¿apagarías los monitores de la nave? A excepción de la sala de estar, por ejemplo. Estoy segura de que los demás se sentirían un poco mejor.

—Ellos no saben nada.

—Pronto lo sabrán. Todos han oído el comentario sobre los gigantes gaseosos. Seguro que alguien ya se habrá dado cuenta de lo que implica.

—Si te dijera que me he desconectado, no sabrías si miento.

—Pero puedo confiar en ti —dijo Melantha Jhirl.

Silencio. El espectro la miró.

—Como desees —accedió por fin—. Ya está todo apagado. Ahora solo puedo ver y oír en esta sala. Melantha: tienes que prometerme que los tendrás bajo control. Nada de planes secretos ni de intentos de irrumpir en mis estancias. ¿Crees que podrás?

—Supongo que sí —respondió ella.

—¿Te crees mi historia? —preguntó Royd.

—Bueno, es una historia extraña y asombrosa, capitán. Si es mentira, te cambio unas mentiras por otras cuando quieras; se te da de miedo. Si es verdad, el extraño y asombroso eres tú.

—Es verdad —aseguró el fantasma en voz baja—. Melantha… —¿Sí?

—¿Te molesta que te haya… observado? ¿Que te mirase sin que tú lo supieras?

—Un poco —dijo ella—, pero creo que lo entiendo.

—Te he visto copular.

—Ah. —Melantha sonrió—. Soy muy buena en eso.

—Nunca lo sabré —reconoció Royd—. Me gusta observarte.

Silencio. Melantha intentó no prestar atención al continuo y leve goteo a su derecha.

—Sí —dijo tras dudar un rato.

—¿Sí? ¿Sí, qué?

—Sí, Royd. Supongo que sexearía contigo, si fuera posible.

—¿Cómo sabes qué estaba pensando? —La voz de Royd sonó de repente asustada, llena de preocupación y de algo cercano al miedo.

—Es fácil —aclaró Melantha, sorprendida—. Soy un modelo perfeccionado; no era tan difícil de adivinar. Ya te avisé, ¿recuerdas? Voy tres jugadas por delante.

—No eres telépata, ¿verdad?

—No —aseguró Melantha—. No.

—Creo que ya estoy más tranquilo —dijo tras considerar la respuesta de Melantha.

—Genial.

—Melantha —añadió—, una cosa más. A veces no es prudente adelantarse tantas jugadas. ¿Lo entiendes?

—¿Eh? No, no mucho. Me asustas. Ahora tienes que tranquilizarme tú. Te toca, capitán Royd.

—¿Me toca qué?

—¿Qué ha pasado aquí realmente?

Royd no respondió.

—Creo que escondes algo —dijo Melantha—. Nos has revelado tu secreto para impedir que le inyectásemos el ésperon a Lasamer. Incluso cuando ya tenías esa baza perdida, nos has ordenado que no continuáramos. ¿Por qué?

—El ésperon es un medicamento peligroso —razonó Royd.

—No es solo eso, capitán. Estás contestando con evasivas. ¿Qué ha matado a Thale Lasamer? ¿O debería preguntar quién?

—No he sido yo.

—¿Uno de nosotros? ¿Los volcryn?

Royd no dijo nada.

—¿Hay un alienígena a bordo de tu nave, capitán?

Silencio.

—¿Estamos en peligro? ¿Estoy yo en peligro, capitán? No tengo miedo. ¿Me convierte eso en una ilusa?

—Me gusta la gente —dijo por fin Royd—. Cuando puedo soportarlo, me gusta llevar pasajeros. Los observo, sí. Tampoco es tan grave. Los que más me gustáis sois Karoly y tú. No permitiré que os suceda nada.

—¿Y qué podría suceder?

Royd no dijo nada.

—¿Y qué hay de los otros, Royd? Christopheris y Northwind, Dannel y Lindran, Lommie Thome. ¿También vas a cuidar de ellos? ¿O solo de Karoly y de mí?

No hubo respuesta.

—Esta noche no estás muy hablador —observó Melantha.

—Estoy bajo mucha presión —contestó su voz—. Y hay ciertas cosas que es mejor que no sepas, por tu seguridad. Ve a dormir, Melantha. Ya hemos hablado bastante.

—De acuerdo, capitán.

Melantha sonrió al fantasma y levantó la mano. Él la correspondió. La carne cálida y oscura y la pálida radiación se rozaron, se fundieron, se convirtieron en una. Melantha Jhirl se giró y salió. No empezó a temblar hasta que llegó al pasillo y estuvo de nuevo a salvo bajo las luces encendidas.

Falsa medianoche.

Las conversaciones habían terminado, y uno tras otro los académicos se habían ido a la cama. Hasta Karoly d’Branin se había retirado: lo sucedido en la sala de estar le había quitado las ganas de tomar chocolate.

Los lingüistas hicieron el amor de forma violenta y bastante ruidosa antes de rendirse al sueño, como si quisieran reafirmar la vida ante la espantosa muerte de Thale Lasamer. Rojan Christopheris estuvo un rato escuchando música. Al final, todos se durmieron.

La Nómada Nocturno estaba sumida en el silencio.

En la oscuridad de la bodega de carga más grande había tres camas red colgadas una junto a otra. Melantha Jhirl se agitaba ocasionalmente en sueños con el rostro febril, como si estuviera atrapada en una pesadilla. Alys Northwind estaba tumbada de espaldas y roncaba ruidosamente. De su pecho corpulento y rollizo salía un sonido sibilante y tranquilizador.

Lommie Thome seguía despierta, pensando.

Al cabo de un rato se levantó, desnuda, en silencio, liviana y cautelosa como un gato. Se puso unos pantalones ajustados, una camiseta de tela negra metálica con amplias mangas y un cinturón de cadena de plata, y se sacudió la corta cabellera. No se puso las botas: haría menos ruido descalza. Tenía los pies pequeños y suaves, sin durezas.

Se acercó hasta la cama red del medio y sacudió del hombro a Alys Northwind, que dejó de roncar de inmediato.

—¿Eh? —dijo la xenotécnica. Gruñó, molesta.

—Ven —susurró Lommie Thorne al tiempo que le hacía señas.

Northwind se levantó trabajosamente y siguió a la ciberneticista al pasillo. Había dormido con el mono puesto y la cremallera bajada casi hasta la entrepierna. Frunció el ceño y la cerró.

—¿Qué coño…? —murmuró, confusa y de mal humor.

—Hay un modo de averiguar si la historia de Royd es cierta —dijo Lommie Thorne con cuidado—. Pero a Melantha no va a gustarle. ¿Te atreves?

—¿Qué? —preguntó Northwind. Su expresión traicionaba curiosidad.

—Ven —dijo la ciberneticista. Cruzaron la nave en silencio hasta la sala de ordenadores. El sistema estaba conectado, pero en reposo. Entraron con sigilo cuidando de no hacer ningún ruido; todo estaba desierto. Haces de luz se deslizaban con suavidad por los cristalinos canales de las retículas de datos, se encontraban, se juntaban, volvían a separarse como ríos de tenues fulgores multicolores entrelazados sobre un paisaje negro. El único ruido de la estancia, a oscuras, era un zumbido casi imperceptible para el oído humano, hasta que Lommie Thome la atravesó y comenzó a pulsar teclas, a activar interruptores y a controlar los flujos silenciosos y luminiscentes. Poco a poco, la máquina fue despertando.

—¿Qué haces? —dijo Alys Northwind.

—Karoly me dijo que conectase nuestro sistema al de la nave —contestó Lommie Thome mientras trabajaba—. Me dijo que Royd quería estudiar los datos sobre los volcryn. Bien, así lo hice. ¿Sabes qué significa eso? —Al moverse, la camisa susurraba suaves sonidos metálicos.

El entusiasmo inundó las facciones rasgadas de la Enotécnica Alys Northwind.

—¡Los dos sistemas están conectados!

—Exacto. Así que Royd puede investigar a los volcryn, y nosotros podemos investigar a Royd. —Frunció el entrecejo—. Ojalá supiese más del hardware de la Nómada Nocturno, pero creo que me las apañaré. El sistema que encargó D’Branin es bastante sofisticado.

—¿Puedes relevar a Eris del mando?

—¿Relevarlo? —Lommie parecía sorprendida—, ¿otra vez bebiendo, Alys?

—No, lo digo en serio. Usa tu sistema para tomar el control de la nave, releva a Eris, anula sus órdenes, haz que la Nómada Nocturno nos obedezca a nosotros desde aquí. ¿No te sentirías más segura si estuviéramos al mando?

—Tal vez —dijo la ciberneticista, dubitativa—. Puedo intentarlo, pero ¿por qué?

—Por si acaso. No hace falta que hagamos nada, pero estaría bien saber que disponemos de esa posibilidad en caso de que nos surja una emergencia.

Lommie Thorne se encogió de hombros.

—Emergencias y gigantes gaseosos. Solo quiero aclarar el asunto de Royd y averiguar si ha tenido algo que ver con la muerte de Lasamer.

Se inclinó sobre un panel de lectura con seis pantallas curvas de un metro cuadrado cada una dispuestas alrededor de una consola y puso una en marcha. Sus largos dedos pulsaban de manera fantasmal teclas holográficas que aparecían y desaparecían a medida que las tocaba, y el teclado cambiaba de forma una y otra vez. El bello rostro de la ciberneticista adquirió una expresión pensativa y seria.

—Estamos dentro.

Los caracteres empezaron a fluir por la pantalla, destellos rojos sobre negras profundidades cristalinas. En una segunda pantalla apareció un diagrama de la Nómada Nocturno, giró y se dividió; sus esferas cambiaron de tamaño y perspectiva a capricho de los dedos de Lommie, y en la parte de abajo se reflejó una serie de dígitos que indicaba las especificaciones. La ciberneticista congeló ambas pantallas tras observar el proceso.

—Aquí —dijo—, esto es lo que buscaba. Puedes ir olvidándote de tu idea de relevar a Eris, a no ser que nos ayuden tus moradores de los gigantes gaseosos. La Nómada Nocturno es mucho más grande e inteligente que nuestro pequeño sistema. Si lo piensas bien, tiene sentido. Toda la nave está automatizada, excepto lo que controla Royd.

Lommie Thorne siguió moviendo las manos, y otras dos pantallas despertaron, mientras silbaba y azuzaba al programa de búsqueda con suaves palabras de ánimo.

—Parece que realmente hay un Royd. Las configuraciones no corresponden a las de una nave robotizada. Maldita sea, me habría apostado lo que fuera. —Lommie observó el desfile de números, que había comenzado de nuevo—. Aquí están las especificaciones del soporte vital; puede que nos den alguna pista. —Un golpe de dedo, y otra pantalla quedó congelada.

—No veo nada raro —dijo Alys Northwind, decepcionada.

—Sistema de eliminación de residuos estándar, reciclaje de agua, procesador de alimentos, almacenes de suplementos vitamínicos y proteínas. —Empezó a silbar—. Tanques de musgo de Renny y neohierba para consumir el C02. Pues sí, tiene un ciclo de oxígeno; nada de metano ni amoniaco, lo siento.

—¡Anda y follate un ordenador!

—¿Lo has probado alguna vez? —preguntó la ciberneticista con una Sonrisa. Movió los dedos de nuevo—. ¿Qué más busco? Tú eres la experta. ¿Qué más podría darnos alguna pista? Dame ideas.

—Mira las especificaciones de los tanques de crianza, equipos de clonación, esas cosas —propuso la xenotécnica—. Eso nos dirá si ha mentido o no.

—No sé —dijo Lommie Thome—. Ha pasado mucho tiempo. Puede que se deshiciera de ellas; ya no le sirven de nada.

—Busca el historial de Royd —sugirió Northwind—. El de su madre. Documentos de sus negocios, de todas sus supuestas transacciones comerciales. Tiene que haber anotaciones. Libros de contabilidad, pérdidas y ganancias, facturas de cargas, ese tipo de cosas. —Cada vez más entusiasmada, agarró a la ciberneticista por los hombros—. ¡Un registro! ¡El diario de a bordo! ¡Tiene que haber uno! ¡Búscalo!

—De acuerdo.

Lommie Thome silbaba, feliz, sincronizada con su sistema, cabalgando en la tempestad de datos, curiosa y serena. De repente, la pantalla que tenía delante se volvió de un rojo intenso y comenzó a parpadear. Sonrió, tocó una tecla fantasma, y el teclado se desvaneció y volvió a formarse bajo su mano. Lo intentó de otro modo. Otras tres pantallas se pusieron rojas y parpadearon. Su sonrisa se esfumó.

—¿Qué pasa?

—Seguridad. La reviento en un momento; espera. —Cambió de nuevo el teclado y cargó otro programa de búsqueda con una petición encubierta por si estaba bloqueado. Otra pantalla en rojo. Hizo que su máquina procesara los datos que había conseguido; envió otra sonda. Más rojo. Parpadeos. Destellos tan brillantes que dañaban la vista. Todas las pantallas se pusieron rojas—. Un buen programa de seguridad —comentó con admiración—. El diario de a bordo está muy protegido.

—¿Nos han bloqueado? —preguntó Alys Northwind con un gruñido.

—El tiempo de respuesta es muy lento —respondió Lommie Thome, mordiéndose el labio inferior, pensativa—, pero hay una manera de arreglarlo. —Sonrió y se subió la manga de suave metal negro.

—¿Qué haces?

—Observa. —Deslizó el brazo bajo la consola, encontró la clavija, se conectó y dejó escapar un hondo gemido—. Ah. —Los bloques rojos que parpadeaban desaparecieron de las pantallas, uno tras otro, a medida que su mente fluía hacia el sistema de la Nómada Nocturno y atravesaba con facilidad todas las barreras—. No hay nada como burlar la seguridad de un sistema. Es como penetrar a alguien.

Las entradas del diario de navegación pasaban ante ellas en un torbellino confuso, demasiado rápido para que Alys Northwind las leyese, pero Lommie sí podía. De repente se puso rígida.

—Oh —dijo. Fue casi un quejido—. Frío. —La sensación desapareció cuando sacudió la cabeza, pero en ese momento se oyó un sonido espantoso, como un alarido—. Mierda. Se va a despertar todo el mundo.

Levantó la mirada al sentir el dolor que le provocaban los dedos de Alys clavados en su hombro. Un panel de acero gris se deslizó casi en silencio cerrando el acceso al pasillo y ahogando el ruido de la alarma.

—¿Qué pasa? —dijo Lommie Thome.

—Es una compuerta de emergencia —musitó Alys Northwind con voz casi inaudible. Entendía de naves estelares—. Se cierra cuando van a cargar o descargar mercancía en el vacío.

Ambas miraron hacia arriba, a la enorme y curvada esclusa. La compuerta interior estaba abriéndose hasta que quedó encajada con un clic, y la junta de la compuerta exterior chasqueó. La compuerta fue deslizándose lentamente, medio metro, más, sin cesar. Más allá solo había el torbellino de la nada, tan brillante que abrasaba los ojos.

—Oh —dijo Lommie Thome cuando sintió que el frío se apoderaba de su brazo. Había dejado de silbar.

Las alarmas ululaban por todas partes. Los pasajeros empezaron a inquietarse. Melantha Jhirl bajó de la cama red y echó a correr por el pasillo como una loca, desnuda, con todos los sentidos alerta. Karoly d’Branin se incorporó, soñoliento. La psíquica murmuró algo en sus sueños inducidos por los sedantes. Rojan Christopheris se puso a chillar.

El metal crujió y se quebró en otra parte de la nave, que se estremeció presa de un temblor violento, tirando a los lingüistas de sus redes y a Melantha al suelo.

En la sala de mando de la Nómada Nocturno había una habitación esférica de paredes blancas y lisas con otra esfera más pequeña flotando en el centro: una consola de control suspendida en el aire. Cuando la nave estaba en propulsión, las paredes estaban vacías; era difícil contemplar el retorcido y deslumbrante envés del espacio tiempo.

Pero, en aquel momento, la oscuridad se había apoderado de la estancia, como un holoscopio que cobrara vida, y se había vuelto de un negro profundo lleno de estrellas, gélidos y estáticos puntos brillantes sin arriba ni abajo ni dirección: lo único que había en aquel simulado mar anochecido era la esfera de control flotante.

La Nómada Nocturno había salido de propulsión.

Melantha Jhirl logró levantarse y pulsó un comunicador. Las alarmas Seguían ululando, y resultaba complicado oír nada más.

—Capitán —gritó—, ¿qué sucede?

—No lo sé —contestó la voz de Royd—. Estoy tratando de averiguarlo. Espera.

Melantha esperó. Karoly d’Branin salió al pasillo tambaleándose y frotándose los ojos. Rojan Christopheris apareció al poco tiempo.

—¿Qué pasa? ¿Hay algún problema? —preguntó. Pero Melantha se limitó a sacudir la cabeza.

Lindran y Dannel no tardaron en aparecer. No había señal de Marij-Black, ni de Alys Northwind, ni de Lommie Thome. Los académicos miraron con preocupación la compuerta que cerraba la tercera bodega de carga. Melantha pidió a Christopheris que echase un vistazo. Regresó a los pocos minutos.

—Agatha sigue inconsciente —dijo, alzando la voz por encima de las alarmas—. Aún está bajo los efectos de los sedantes, pero se revuelve y grita.

—¿Y Alys y Lommie?

—No las encuentro. —Christopheris se encogió de hombros—. Pregúntale a tu amigo Royd.

Cuando las alarmas cesaron, el comunicador volvió a la vida.

—Hemos vuelto al espacio normal —anunció la voz de Royd—, pero la nave ha sufrido desperfectos. Ha habido un escape en la tercera bodega, vuestra sala de ordenadores, mientras estábamos en propulsión, y el flujo la ha arrasado. Por suerte, el ordenador nos ha sacado de propulsión automáticamente De otro modo, las fuerzas propulsoras habrían destrozado la nave entera.

—Royd —dijo Melantha—, no encontramos a Northwind ni a Thome.

—Al parecer, alguien estaba usando el ordenador cuando se ha abierto la bodega. —Royd hablaba con delicadeza—. Imagino que están muertas, aunque no puedo asegurarlo. A petición de Melantha, desactivé todos los monitores, menos el de la sala de estar. No sé qué ha podido ocurrir. Pero la nave no es tan grande, así que, si no están con vosotros, tenemos que suponer lo peor. —Hizo una breve pausa—. Si sirve de consuelo, han tenido una muerte rápida e indolora.

—Tú las has matado —lo acusó Christopheris, con el rostro rojo de furia.

Iba a continuar, pero Melantha le tapó la boca con mano firme. Los dos lingüistas intercambiaron una larga mirada cargada de significado.

—¿Sabemos cómo ha sucedido, capitán? —preguntó.

—Sí —respondió él a regañadientes.

El xenobiólogo había captado las intenciones de Melantha, que retiró la mano para dejarle respirar.

—¿Y bien? —insistió.

—Es una locura, Melantha, pero parece que vuestras colegas han abierto la esclusa de la bodega de carga. Dudo que lo hayan hecho a propósito. Estaban usando la interfaz del sistema para acceder al almacén de datos y a los controles de la Nómada Nocturno y han desactivado toda la seguridad.

—Entiendo —dijo Melantha—. Qué horrible tragedia.

—Sí. Puede que más horrible de lo que piensas. Aún tengo que comprobar los daños que ha sufrido mi nave.

—Si tienes trabajo, no te retendremos más. Ahora estamos todos aturdidos y nos cuesta hablar. Comprueba el estado de la nave, y continuaremos esta charla en un momento más oportuno. ¿De acuerdo?

—Sí —dijo Royd.

Melantha apagó el comunicador. En teoría, el aparato estaba desconectado, y Royd ya no podía verlos ni oírlos.

—¿Lo crees? —espetó Christopheris.

—No lo sé —respondió Melantha Jhirl—, pero lo que sí sé es que las otras bodegas de carga pueden vaciarse igual que la tercera. Voy a poner mi cama red en una cabina. Os sugiero a los que dormís en la segunda bodega que hagáis lo mismo.

—Muy inteligente. —Lindran asintió con contundencia—. Podríamos dormir todos juntos. No será muy cómodo, pero dudo que vaya a dormir a pierna suelta en una bodega después de esto.

—También deberíamos sacar los trajes espaciales de la cuarta —sugirió Dannel—. Es mejor que los tengamos a mano, por si acaso.

—Como quieras —accedió Melantha—. Pudiera ser que todas las esclusas se abrieran a la vez. Royd no puede culpamos por tomar precauciones —dijo con una sonrisa triste—. Después de lo que ha pasado hoy, nos hemos ganado el derecho a actuar irracionalmente.

—No hay tiempo para tus bromitas, Melantha —objetó Christophens. Aún tenía el rostro enrojecido y la voz llena de miedo e ira—. Han muerto tres personas. Puede que Agatha esté trastornada o catatónica; los demás estamos en peligro…

—Sí. Y seguimos sin saber qué pasa aquí —apuntó Melantha.

—¡Royd Eris quiere matamos a todos! —gritó Christopheris—. No sé quién o qué es, ni sé si la historia que nos contó era cierta, y no me importa. Puede ser una mente hrangana, o un ángel vengador, o los volcryn, o el segundo advenimiento de Jesucristo. ¿Qué cojones importa? ¡Está matándonos! —Los miró de uno en uno—. Cualquiera puede ser el siguiente —añadió—. Cualquiera. A no ser que… Tenemos que hacer planes, actuar, poner fin a esto de una vez por todas.

—Supongo que eres consciente —dijo Melantha sin alzar la voz— de que no hay manera de saber si el bueno del capitán ha apagado de verdad los sensores que tiene aquí abajo. Podría estar viéndonos y escuchándonos ahora mismo. No está escuchando, por supuesto. Dijo que no lo haría, y yo le creo. Pero solo tenemos su palabra, y tú, Rojan, no pareces confiar en Royd, así que difícilmente podrás creer en sus promesas. Por lo tanto, desde tu punto de vista, puede que no sea muy acertado decir eso que estás diciendo. —Sonrió astutamente—. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Christopheris abrió la boca y volvió a cerrarla. Parecía un pez muy alto y muy feo. No dijo nada, pero movió los ojos furtivamente y se puso aún más rojo.

—Creo que ya lo ha pillado —dijo Lindran con una débil sonrisa.

—Así que no hay ordenador —intervino de repente Karoly d’Branin, en voz baja.

—Eso me temo, Karoly —respondió Melantha mirándolo.

D’Branin se pasó los dedos por el pelo, como si fuera medio consciente de lo desarreglado que iba.

—Los volcryn —murmuró—. ¿Cómo vamos a arreglárnoslas sin ordenador? —Asintió para sí—. Tengo uno pequeño en mi cabina, de pulsera. Puede que nos las arreglemos con él. Tenemos que arreglárnoslas con él. Le pediré a Royd las coordenadas para saber dónde estamos. Disculpadme, amigos míos, debo irme. —Se marchó con la mirada distraída, hablando solo.

—No ha escuchado ni una palabra de cuanto hemos dicho —señaló Dannel, incrédulo.

—Imagina lo afectado que estaría si hubiéramos muerto todos —añadió Lindran—. No tendría a nadie que lo ayudase a buscar a los volcryn.

—Déjalo —dijo Melantha—. Está tan dolido como nosotros, puede que incluso más, pero lo lleva de otra manera. Utiliza sus obsesiones como defensa.

—Ah. ¿Y cuál es nuestra defensa? —preguntó Lindran.

—¿La paciencia, tal vez? Todos los que han muerto estaban intentando descubrir el secreto de Royd. Nosotros no lo hemos intentado, y aquí estamos, hablando de sus muertes.

—¿No te parece sospechoso?

—Mucho. Hasta tengo un método para confirmar mis sospechas: uno de nosotros puede hacer un nuevo intento de averiguar si nuestro capitán nos ha contado la verdad. Si muere, tendremos una respuesta. —Se encogió de hombros—. Tendréis que disculparme: no seré yo quien lo intente, pero no permitáis que os detenga si sentís la necesidad de hacerlo. Anotaré los resultados con gran interés. Hasta entonces, voy a mudarme de la bodega de carga y dormir un poco. —Dio media vuelta y salió a zancadas, dejando a los demás mirándose entre sí.

—Puta arrogante —observó Dannel, casi sin acritud, tras la partida de Melantha.

—¿De verdad creéis que puede oímos? —susurró Christopheris a los dos lingüistas.

—Alto y claro —dijo Lindran. Sonrió al ver su desconcierto—. Vamos, Dannel, vayamos a una zona segura y volvamos a la cama. —Él asintió.

—Pero tenemos que hacer algo —siguió Christopheris—. Planes. Defensas.

Lindran le lanzó una última mirada fulminante y arrastró a Dannel tras ella por el pasillo.

—¿Melantha? ¿Karoly?

Se despertó enseguida, alerta ante el mero susurro de su nombre. Al instante estaba completamente despejada y se sentó en la estrecha cama individual. Pegado a ella estaba Karoly d’Branin, que gruñó y se dio la vuelta, bostezando.

—¿Royd? —preguntó—. ¿Ya es de día?

—Vagamos a la deriva en el espacio interestelar a tres años luz de la estrella más cercana, Melantha —respondió la suave voz desde la pared—. En este contexto, el término «día» no existe. Pero sí, es de día.

Melantha se rió

—¿Has dicho a la deriva? ¿Tan graves son los desperfectos?

… Son serios, pero no suponen un peligro. La bodega tres está totalmente destrozada, colgando de la nave como medio huevo roto, pero el daño no ha pasado de ahí. Los motores están intactos, y los ordenadores no parecen haberse visto afectados por la destrucción de vuestro sistema. Temía que sí. He oído de fenómenos como traumas por muerte electrónica.

—¿Eh? ¿Royd? —dijo D’Branin. Melantha lo acarició con cariño.

—Luego te lo cuento, Karoly. Vuelve a dormirte. Royd, no pareces mucho más tranquilo. ¿Pasa algo más?

—Estoy muy preocupado por el vuelo de regreso, Melantha —dijo Royd—. Cuando la Nómada Nocturno vuelva a la propulsión estelar, el flujo interaccionará directamente con partes de la nave que no fueron diseñadas para soportarlo. La configuración está alterada; puedo enseñarte los cálculos matemáticos, pero lo esencial es la cuestión de las fuerzas de flujo. Me preocupa especialmente la compuerta de emergencia del acceso a la tercera bodega. He llevado a cabo varias simulaciones, y no sé si aguantará. Si revienta, partirá la nave por la mitad, los motores se apagarán solos, y el resto… Bueno, aunque la esfera de soporte vital permaneciera intacta, pronto estaríamos todos muertos.

—Entiendo. ¿Podemos hacer algo?

—Sí. Las zonas expuestas deberían ser fáciles de reforzar. El casco está blindado para soportar las fuerzas de distorsión, por supuesto. Según mis cálculos, podríamos utilizarlo para improvisar un escudo. Si lo hacemos bien, también será de ayuda para la configuración. Al abrirse las compuertas, una parte del casco se hizo pedazos, pero los fragmentos siguen ahí fuera, en un radio de uno o dos kilómetros, y podríamos recuperarlos.

En algún momento de la conversación, Karoly d’Branin se había despertado del todo.

—Mi equipo tiene cuatro deslizadores de vacío —dijo—. Podemos traerte esas piezas, amigo mío.

—Estupendo, Karoly, pero esa no es mi preocupación principal. Mi nave puede autorrepararse hasta cierto límite, pero la avería lo excede con mucho. Tendré que hacerlo yo.

—¿Tú? —D’Branin estaba completamente perplejo—. Royd, dijiste… Tus músculos, tu debilidad… Este trabajo será demasiado para ti; déjanoslo a nosotros.

—No, no me has entendido. Donde me comporto como un tullido es en los campos de gravedad; en ingravidez estoy en mi elemento —le explicó Royd pacientemente—. Desactivaré el campo artificial de la Nómada Nocturno un rato para coger las fuerzas que necesito para llevar a cabo la reparación. Soy perfectamente capaz de hacer el trabajo. Tengo todas las herramientas necesarias, incluyendo un deslizador especial.

—Creo que ya sé qué te preocupa, capitán —dijo Melantha.

—Me alegro. Quizá entonces puedas responder a mi pregunta: si abandono la seguridad de mis estancias, ¿me protegeréis de vuestros colegas?

—Royd, Royd, Royd, ¿cómo eres capaz de pensar algo así? —Karoly d’Branin no podía creerlo—. Somos investigadores, científicos… No criminales ni soldados, ni… animales. Somos humanos. ¿Cómo se te ocurre que vayamos a amenazarte o a hacerte daño?

—Sois humanos —repitió Royd—, pero para mí sois alienígenas, y sospecháis de mí. No me des falsas seguridades, Karoly.

Karoly balbuceó. Melantha lo cogió de la mano para hacerlo callar.

—Royd —dijo—, yo no voy a mentirte. Puede que corras peligro. Pero espero que, cuando salgas, harás tremendamente felices a nuestros amigos. Verán que dices la verdad, que eres tan solo un humano. —Sonrió—. Porque lo verán, ¿verdad?

—Claro —asintió Royd—. Pero ¿será suficiente para acallar sus sospechas? ¿Acaso no me creen responsable de la muerte de los otros tres?

—Yo no diría creer. Lo sospechan, lo temen. Están asustados, capitán, y tienen buenas razones. Yo también tengo miedo.

—No más que yo.

—Tendría menos miedo si supiera qué ha pasado. ¿Vas a contármelo?

Silencio.

—Royd, si…

—He cometido errores —dijo Royd, muy serio—. Pero no soy el único. Hice lo que pude para evitar la inyección de ésperon y fracasé. Podría haber salvado a Alys y a Lommie si las hubiera visto u oído, si hubiera sabido en qué andaban. Pero me obligaste a apagar los monitores, Melantha. No puedo evitar lo que no puedo ver. ¿Por qué tú, que siempre vas tres jugadas por delante, no pudiste prever este desenlace?

Melantha Jhirl se sintió un poco culpable.

—Mea culpa, capitán; comparto tu carga. Lo sé, créeme. Lo sé. Pero es difícil ir tres jugadas por delante cuando no se conocen las reglas. ¿Qué tal si me las explicas?

—Estoy sordo y ciego —dijo Royd, sin hacerle caso—. Es frustrante; no puedo ser de ayuda en tales circunstancias. Voy a volver a encender los monitores, Melantha, y lo siento si no estás de acuerdo. Me gustaría tener tu aprobación, pero lo haré con o sin ella. Necesito ver.

—Enciéndelos —dijo Melantha después de meditarlo—. Me equivoqué, capitán. No debí pedirte que te quedaras a ciegas. No entendí la situación, y sobrestimé mi capacidad de control sobre los demás. Fue un error. Los modelos perfeccionados a menudo se creen capaces de todo. —La cabeza le iba al galope, y estuvo a punto de marearse: había cometido graves errores de cálculo, había dado órdenes inadecuadas, y se había manchado aún más de sangre las manos—. Creo que ya lo entiendo.

—¿Entender qué? —preguntó Karoly d’Branin, desconcertado.

—No, no lo entiendes —afirmó Royd con severidad—. No pienses que entiendes nada, Melantha; no lo creas. No es prudente ni seguro ir tantas jugadas por delante. —Su voz tenía un tono perturbador.

Melantha también entendió aquello.

—¿Qué? —insistió Karoly—. No entiendo nada.

—Ni yo —aseguró Melantha, cautelosa—. Ni yo, Karoly. —Le dio un beso fugaz—. Nadie lo entiende, ¿verdad?

—Bien —dijo Royd.

Ella asintió y rodeó a Karoly con un brazo a modo de consuelo.

—Royd, volviendo a la cuestión de las reparaciones… Parece que tienes que hacer el trabajo, tanto si te aseguramos protección como si no. Tal como está la nave, no quieres volver a entrar en propulsión. La única alternativa que nos queda es seguir a la deriva hasta que muramos. ¿Qué posibilidades tenemos?

—Yo tengo una —dijo Royd con una seriedad pasmosa—. Podría mataros a todos, si esa fuese la única manera de salvarme y salvar mi nave.

—Podrías intentarlo —corrigió Melantha.

—Dejad de hablar de muerte —pidió D’Branin.

—Tienes razón, Karoly —dijo Royd—. No quiero matar a nadie. Pero necesito protección.

—La tendrás —aseguró Melantha—. Karoly puede enviar a los demás a recoger los fragmentos del casco. Yo me quedaré contigo y te protegeré. Si alguien intenta atacarte, tendrá que vérselas conmigo, y eso no es tarea fácil. También puedo ayudarte; así haríamos el trabajo tres veces más deprisa.

—Según mi experiencia, los nacidos en planetas son torpes y se cansan rápido en ingravidez —dijo Royd con educación—. Será más práctico que trabaje solo, aunque acepto encantado tus servicios como guardaespaldas.

—Te recuerdo que soy un modelo perfeccionado, capitán —dijo Melantha—. Soy tan buena en caída libre como en la cama. Puedo ayudar.

—Eres muy tozuda. Como quieras, pues. Dentro de un rato desactivaré la gravedad artificial. Karoly, prepara a tu gente. Descargad vuestros deslizadores de vacío y poneos los trajes espaciales. Saldré de la Nómada Nocturno dentro de tres horas estándar, después de que me haya recuperado de los dolores de vuestra gravedad. Quiero que estéis todos fuera antes que yo. ¿Queda claro?

—Sí —dijo Karoly—. Saldremos todos menos Agatha. Sigue inconsciente, amigo mío; no será un problema.

—No —dijo Royd—. He dicho todos, y eso incluye a Agatha. Sacadla con vosotros.

—¡Pero, Royd…! —protestó D’Branin.

—Tú eres el capitán —atajó Melantha Jhirl con firmeza—. Se hará como dices: saldremos todos, incluida Agatha.

El exterior. Era como si un animal enorme hubiera dado un mordisco a las estrellas.

Melantha Jhirl las contempló mientras aguardaba en su deslizador junto a la Nómada Nocturno. No era tan distinto allí, en las profundidades del espacio interestelar. Las estrellas eran fríos puntos de luz; no parpadeaban, desnudas, heladas, más indiferentes que cuando eran soles vistos a través de una atmósfera, brillantes y titilantes. Solo la ausencia de puntos de referencia le recordó dónde estaba: en el lugar entre otros lugares, donde no paran hombres ni mujeres ni naves, donde los volcryn navegan en artefactos de una antigüedad irreal. Intentó localizar el sol de Avalón, pero no sabía dónde buscar. La posición de las estrellas le resultaba ajena, y era incapaz de determinar la orientación. Detrás de ella, delante, por encima y alrededor, el tapiz de las estrellas se alargaba hasta el infinito. Miró hacia abajo, o lo que parecía abajo, más allá de sus pies, de su deslizador y de la Nómada Nocturno, buscando más estrellas extrañas. Y casi sintió el mordisco en sus carnes.

Melantha luchó contra una oleada de vértigo. Estaba suspendida en una fosa, sobre un profundo abismo del universo: negro, vasto, carente por completo de estrellas.

Vacío.

De repente recordó. El Velo del Tentador. No era más que una nube de gases oscuros, de contaminación galáctica que ocultaba la luz de las estrellas del Confín. Pero tan de cerca parecía inmenso y aterrador. Sintió que caía y tuvo que apartar la mirada. Era como una sima que se extendía por debajo de ella y del frágil casco plateado de la Nómada Nocturno, una sima a punto de tragárselos.

Melantha tocó un mando del manillar del deslizador y giró de manera que el Velo le quedase a un lado y no debajo. Aquello ayudó un poco. Dejó de prestar atención a la pared de oscuridad que se cernía más allá y se centró en la Nómada Nocturno, el objeto más grande de su universo. Brillaba en la oscuridad, torpe y desgarbada. La esfera de carga hecha pedazos le confería un aspecto desequilibrado.

Observó como los demás deslizadores se movían en las tinieblas, localizaban las piezas de casco, las pescaban y las transportaban de vuelta a la nave. Los lingüistas iban en equipo, como siempre, compartiendo un deslizador. Rojan Christopheris trabajaba solo, sumido en un silencio sombrío; Melantha casi se había visto obligada a amenazarlo físicamente para que participara en el trabajo. El xenobiólogo estaba seguro de que detrás de aquello había un plan: en cuanto salieran al exterior, la Nómada Nocturno entraría en propulsión sin ellos y luego los abandonaría, condenádolos a una muerte lenta y dolorosa. La bebida había encendido sus sospechas, y cuando Melantha y Karoly lo forzaron a ponerse el traje, el aliento le apestaba a alcohol. Karoly llevaba una pasajera silenciosa en su deslizador: Agatha Marij-Black, recién sedada, dormida en su traje de vacío y firmemente sujeta al asiento.

Mientras sus compañeros trabajaban, Melantha Jhirl esperaba a Royd Eris, charlando con los demás de vez en cuando por el comunicador de enlace. Los dos lingüistas, en absoluto acostumbrados a la ingravidez, se quejaban y discutían a partes iguales. Karoly se pasaba el rato intentando tranquilizarlos. Christopheris seguía enfadado, y los escasos comentarios que soltaba eran mordaces y desagradables. Melantha lo veía revolotear de un lado a otro de su campo visual: una silueta flaca, erguida frente a los mandos del deslizador y envuelta en una coraza negra ajustada.

Por fin, la esclusa superior de la esfera más grande de la Nómada Nocturno se dilató y apareció Royd Eris.

Melantha observó con curiosidad como se aproximaba, preguntándose qué aspecto tendría. Tenía un montón de imágenes contradictorias en la cabeza. Su voz elegante, culta y demasiado formal a veces le recordaba los oscuros aristócratas de Prometeo, su planeta natal, aquellos magos aficionados a barrocos juegos de estatus social que tonteaban con los genes humanos. Otras veces, su inocencia la llevaba a imaginarlo como un joven inexperto. Su fantasma era un joven delgado de aspecto cansado; en teoría, era bastante mayor que la pálida sombra que proyectaba, pero a Melantha le resultaba difícil imaginar a un anciano cuando hablaba con él.

Sintió que un cosquilleo nervioso recorría su cuerpo cuando lo vio acercarse. El diseño de su deslizador y el del traje eran tan distintos de los habituales que resultaban inquietantes. Alienígenas. No, era un pensamiento absurdo. Aquellas diferencias no significaban nada. El deslizador de Royd era grande, una plataforma oval con ocho brazos articulados que surgían de la parte inferior como patas de una araña metálica. Bajo los mandos había un cortador láser de alta potencia cuya punta sobresalía amenazadora. El abultado traje que llevaba contrastaba con el meticuloso diseño de los equipos de los académicos, y tenía un bulto entre los omóplatos que probablemente fuera una batería, y aletas afiladas y radiantes en los hombros y el casco. El conjunto lo hacía parecer pesado, encorvado y deforme.

Pero cuando al fin se acercó lo bastante para que Melantha le viese el rostro, no había más que eso: un rostro.

Lo que más la impresionó fue el blanco, mucho blanco: pelo cano muy corto, barba incipiente alrededor de la marcada mandíbula, cejas casi invisibles sobre unos ojos inquietos, enormes y de un azul vivido, que eran su mejor rasgo. Tenía la piel muy clara y sin arrugas, apenas tocada por el paso del tiempo.

Parecía cansado y algo asustado.

Royd paró el deslizador junto al de Melantha, entre las retorcidas ruinas de la tercera bodega de carga, e inspeccionó los daños, los restos flotantes que habían sido carne, sangre, cristal, metal y plástico. Era difícil identificarlos; estaban quemados, congelados y fundidos entre sí.

—Tenemos mucho trabajo por delante —dijo—. ¿Comenzamos?

—Hablemos primero —contestó ella.

Acercó más el deslizador e intentó llegar hasta él, pero aún había mucha distancia; la anchura de las bases de los deslizadores los separaba. Melantha retrocedió y se puso boca abajo, de modo que Royd quedó invertido en su campo de visión, y ella en el de él. Volvió a acercarse y colocó el deslizador directamente encima, o debajo, del otro. Se tocaron con las manos enguantadas, las juntaron, las separaron. Melantha se acercó más, y los cascos se rozaron.

—Ya te he tocado —dijo Royd, con un temblor en la voz—. Nunca había tocado a nadie, ni nadie me había tocado a mí.

—Oh, Royd, esto no es tocar de verdad; los trajes se interponen. Pero te tocaré; te tocaré de verdad. Te lo prometo.

—No puedes. Es imposible.

—Ya encontraré el modo —aseguró ella con firmeza——. Ahora apaga el comunicador. El sonido se transmitirá a través de los cascos.

Él cerró los ojos y lo apagó con la lengua.

—Ya podemos hablar —dijo ella—. En privado.

—No me parece bien, Melantha —objetó él—. Es demasiado obvio.

Y peligroso.

—No hay otra manera. Sé qué está pasando.

—Sí, lo suponía. Tres jugadas por delante. Sé cómo juegas al ajedrez. Pero este juego es mucho más serio, y estarías más segura si fingieras no saber nada.

—Lo entiendo, capitán, pero hay otras cosas que no termino de comprender. ¿Podemos hablar de ellas?

—No, no me pidas eso. Solo haz lo que te digo. Todos estáis en peligro, pero puedo protegeros. Cuanto menos sepáis, mejor. —Su rostro, tras el visor transparente, tenía una expresión sombría.

Melantha lo miró a los ojos desde su posición invertida.

—Podría ser un segundo miembro de la tripulación, alguien que tienes escondido en tus estancias, pero lo dudo. Es la nave, ¿verdad? Es tu nave la que está matándonos, no tú. Pero eso no tiene sentido. Tú estás al mando de la Nómada Nocturno; ¿cómo va a actuar con independencia? ¿Y por qué? ¿Con qué propósito? ¿Y cómo murió Thale Lasamer? Lo de Alys y Lommie es fácil de explicar, pero ¿un asesinato psiónico? ¿Una nave estelar psiónica? No me cabe en la cabeza. No puede ser la nave, pero tampoco nada más. Ayúdame, capitán.

Royd pestañeó, mirándola con angustia.

—Nunca debí aceptar el encargo de Karoly, y mucho menos con un telépata entre vosotros; era demasiado arriesgado. Pero quería ver a los volcryn, y él hablaba de ellos con tanta pasión… —Suspiró——. Ya sabes demasiado, Melantha. No puedo contarte nada más, o seré incapaz de protegerte. Basta con que sepas que la nave no está funcionando como debiera. Sería una imprudencia forzar la situación. Mientras yo esté al mando, creo que puedo evitar que tanto tú como los demás salgáis malparados. Confía en mí.

—La confianza tiene que fluir en ambos sentidos —dijo Melantha.

Royd la alejó de un empujón y volvió a encender el comunicador.

—Basta de cotilleos —anunció—. Tenemos trabajo que hacer. Ven, quiero comprobar cuán perfeccionada eres.

En la soledad de su casco, Melantha soltó una maldición en voz baja.

Rojan Christopheris navegaba de regreso hacia la Nómada Nocturno con una pieza de metal irregular y retorcida sujeta con un garfio magnético, cuando a lo lejos vio aparecer a Royd Eris a bordo de su enorme deslizador. Estaba más cerca cuando Melantha Jhirl se acercó a Royd, invirtió la posición de su deslizador y pegó su visor al de él. Christopheris los escuchó hablar en voz baja, oyó a Melantha prometer a Royd que lo tocaría, a Eris, a aquella cosa, a aquel asesino. Se tragó la rabia.

Y de repente salieron del circuito abierto y lo dejaron fuera, los dejaron a todos fuera. Pero ella seguía allí colgada, suspendida sobre aquel enigma jorobado con traje espacial, con los rostros pegados como si fuesen dos amantes besándose.

Christopheris se acercó planeando y soltó la pieza que llevaba para que flotase hacia ellos.

—Ahí va. Voy a por otra.

Apagó el comunicador con la lengua, maldijo, y se alejó alrededor de las esferas y los cilindros de la Nómada Nocturno.

Pensó con amargura que estaban todos involucrados, cada uno a su manera: Royd, Melantha y puede que hasta el viejo D’Branin. Melantha había protegido a Eris desde el principio, había impedido que actuasen todos en equipo, que descubriesen quién o qué era. No confiaba en ella, y se le ponía la piel de gallina cada vez que recordaba que se habían acostado. Eris y ella eran iguales, fueran lo que fuesen. La pobre Alys estaba muerta, y también la idiota de Thome, e incluso aquel maldito telépata, pero Melantha aún estaba con él y contra ellos. Rojan Christopheris estaba tremendamente asustado, enfadado y medio borracho.

No veía a los demás; andaban por ahí a la caza de escombros giratorios de metal. Royd y Melantha seguían absortos el uno en el otro; la nave, abandonada y vulnerable. Era su oportunidad. No era de extrañar que Eris insistiera en que todos saliesen al vacío antes que él: en el exterior, aislado de los controles de la Nómada Nocturno, solo era un hombre, y bastante débil, al parecer.

Con una sonrisa exigua y fría, Christopheris rodeó las esferas de carga sin ser visto y desapareció en las fauces abiertas de la sala de máquinas. Era un túnel largo expuesto al vacío, a salvo de la corrosión atmosférica. Como casi todas las naves estelares, la Nómada Nocturno tenía un sistema de propulsión triple: la gravedad artificial para aterrizar y despegar, que no servía para nada lejos de un núcleo gravitatorio; los reactores nucleares para maniobras subluz en el espacio profundo, y los grandes propulsores estelares. Las luces del deslizador iluminaron el anillo de reactores nucleares y proyectaron largos haces brillantes a lo largo de los cilindros de los propulsores estelares, aquellas máquinas enormes que plegaban la materia del espaciotiempo, embutidas en redes de metal y cristal.

Al final del túnel había una gran puerta circular de metal reforzado, cerrada: la esclusa principal.

Christopheris posó el deslizador, separó con esfuerzo las botas de la sujeción magnética, desmontó y se acercó a la esclusa. Había llegado la parte más difícil. El cuerpo decapitado de Thale Lasamer estaba atado precariamente a un voluminoso soporte, como un macabro guardián. El xenobiólogo no pudo evitar mirarlo mientras esperaba a que se abriera la esclusa, y por más que intentara apartar la vista, la volvía una y otra vez a él. El cadáver tenía un aire casi natural, como si nunca hubiera tenido cabeza. Christopheris intentó recordar cómo era Lasamer, pero fue incapaz de visualizar sus rasgos. Se revolvió, incómodo, hasta que por fin se abrió la compuerta, y pudo entrar en la cámara para iniciar la presurización.

Estaba a solas en la Nómada Nocturno.

Como hombre cauteloso que era, Christopheris no se quitó el traje, aunque deshinchó el casco y se soltó el tejido metálico, de manera que le quedó colgando como una capucha. En caso de necesidad, podía volver a ponérselo con rapidez. En la cuarta bodega de carga, donde habían guardado sus equipos, el xenobiólogo encontró lo que estaba buscando: un cortador láser portátil, cargado y listo. No era muy potente, pero valdría.

Con movimientos lentos y torpes a causa de la ingravidez avanzó por el pasillo hasta la oscura sala de estar.

Dentro hacía fresco; notaba el aire helado en las mejillas, pero intentó no prestarle atención. Se agarró de la puerta para tomar impulso y cruzó la habitación pasando por encima de los muebles, atornillados al suelo. Cuando se dirigía hacia su objetivo, algo húmedo y frío le rozó la cara. Se sobresaltó, pero la cosa desapareció antes de que pudiera distinguirla.

La segunda vez que pasó rozándolo, Christopheris lo atrapó. Le entraron ganas de vomitar. Se había olvidado de que no habían limpiado aún la sala de estar. Los restos mortales de su compañero seguían allí, flotando, rodeándolo: sangre, carne y fragmentos de huesos y cerebro.

Alcanzó la pared del fondo, se frenó con los brazos y se impulsó hacia su objetivo: la mampara, la pared. No se veía ninguna puerta, pero el metal no podía ser muy grueso. Al otro lado se encontraba el puesto de mando, el acceso a los ordenadores, la seguridad, el poder. Rojan Christopheris no se creía un hombre rencoroso y no tenía intención de hacer daño a Royd Eris: no era él quien debía juzgarlo. Se haría con el control de la Nómada Nocturno, le diría a Eris que se mantuviese alejado y se aseguraría de que permaneciera aislado en su traje. Los haría regresar a todos sin más misterios ni asesinatos. Que fueran los árbitros de la Academia quienes escuchasen la historia, juzgasen a Eris y decidieran qué estaba bien y qué mal, quién era culpable e inocente, y qué había que hacer.

El cortador láser despedía un fino haz de luz escarlata. Christopheris sonrió y lo dirigió a la mampara. Era un trabajo lento, pero tenía paciencia de sobra. Había sido sigiloso. No lo echarían de menos, o en cualquier caso supondrían que estaba rescatando alguna pieza con el deslizador, A Eris le llevaría horas, quizá días, acabar las reparaciones. La hoja luminosa del láser humeó al tocar el metal, y Christopheris se entregó con diligencia al trabajo.

Atisbo un fugaz movimiento en la periferia de su campo visual, casi inapreciable. Pensó que se trataría de un pedazo de cerebro, o una astilla de hueso, o algún trozo de carne sanguinolenta con pelo colgando. Cosas horribles, pero nada de qué preocuparse. Era biólogo; estaba acostumbrado a la sangre, a los cerebros y a la carne. Y a cosas peores, mucho peores: en otras épocas había diseccionado alienígenas, había seccionado quitina y apestosos sacos digestivos cubiertos de mucosidad que aún latían, espinas venenosas… Había visto y tocado de todo.

De nuevo, un movimiento captó su atención. Sin poder evitarlo, Christopheris miró. No podía no mirar, al igual que había sido incapaz de no fijarse en el cadáver decapitado, junto a la esclusa de aire. Miró.

Era un ojo.

Christopheris se estremeció, y el haz del láser resbaló bruscamente a un lado; le costó llevarlo de nuevo al surco que estaba trazando. Se le aceleró el pulso. Intentó calmarse; no había nada que temer. No había nadie allí, y si Royd regresaba, bueno, podía usar el láser como arma, y además tenía el traje puesto por si de repente se abría una esclusa.

Sobreponiéndose al miedo, volvió a mirar el ojo. No era más que un ojo, el de Thale Lasamer, azul pálido, ensangrentado pero intacto, el mismo ojo lacrimoso que tenía cuando estaba vivo, nada sobrenatural. Un pedazo de carne muerta que flotaba en la sala de estar junto a otros pedazos de carne muerta. Christopheris pensó, enfadado, que alguien tendría que haber limpiado la sala. Era indecente haberla dejado así; qué poco civilizado.

El ojo no se movió. Los otros pedazos repugnantes flotaban a capricho de las corrientes de aire que recorrían la estancia, pero el ojo estaba quieto, no subía ni bajaba ni daba vueltas. Estaba clavado en él, mirándolo fijamente.

Soltó una maldición y se concentró en seguir cortando con el láser. Había quemado en la mampara una línea de aproximadamente un metro de largo. Comenzó otra en ángulo recto.

El ojo observaba impasible. De pronto, Christopheris fue consciente de que no podía soportarlo más. Sujetó el láser con una mano y extendió la otra para cogerlo y lanzarlo al otro extremo de la habitación. La acción le hizo perder el equilibrio: se tambaleó hacia atrás, manoteando como si los brazos fueran las alas de un pájaro absurdo y pesado, y la herramienta se le escapó. Consiguió cogerse al borde de la mesa y frenarse.

El láser flotaba en el centro de la habitación, entre tazas de café y restos humanos, aún encendido y girando lentamente. Qué cosa más rara: tendría que haberse apagado al soltarlo. Christopheris, nervioso, se dijo que estaría estropeado. El fino rayo iba trazando un sendero humeante en la alfombra.

Con un estremecimiento de miedo, Christopheris se dio cuenta de que el láser se giraba hacia él.

Se incorporó, apoyó las manos en la mesa y se impulsó hacia el techo para apartarse de él. El láser giraba cada vez más deprisa. Se empujó con fuerza desde el techo, chocó contra una pared, gritó de dolor, rebotó en el suelo y se impulsó otra vez con las piernas. El láser daba vueltas velozmente, persiguiéndolo. Christopheris planeó y se preparó para volver a rebotar contra el techo. El rayo seguía girando, pero demasiado lento. Lo atraparía mientras apuntara en otra dirección.

Se acercó un poco y, cuando fue a cogerlo, vio el ojo.

Estaba justo encima del láser, mirándolo.

Rojan Christopheris emitió un pequeño gemido gutural, y su mano titubeó. No mucho, pero sí lo suficiente para que el rayo escarlata completase el giro.

Su roce fue una caricia cálida y suave que le cruzó el cuello.

Pasó más de una hora antes de que lo echaran de menos. El primero en notar su ausencia fue Karoly d’Branin, que no obtuvo respuesta al llamarlo por el comunicador, y avisó a los demás.

A bordo del deslizador, Royd Eris se apartó de la chapa de blindaje que acababa de montar y, a través del casco, Melantha vio como se le marcaban las arrugas de las comisuras de la boca.

Fue entonces cuando comenzaron los ruidos. Oyeron un chillido agudo de dolor y miedo seguido de quejidos y lamentos, y unos horribles sonidos húmedos, como de alguien que se ahogara en su propia sangre, les inundaron los cascos. En medio de aquella angustia se distinguía casi con claridad un eco parecido a una palabra: «Socorro».

—Es Christopheris —dijo una voz femenina. Lindran.

—Está herido —añadió Dannel—. Pide ayuda. ¿No lo oís?

—¿Dónde…? —comenzó a decir alguien.

—En la nave —dijo Lindran—. Ha debido de regresar a la nave.

—El muy idiota. No. Lo advertí… —dijo Royd Eris.

—Vamos a ver —dijo Lindran. Dannel soltó el fragmento de casco que estaban transportando, que se alejó dando tumbos. Viraron el deslizador rumbo a la Nómada Nocturno.

—Deteneos —dijo Royd—. Volveré a mis estancias y lo comprobaré desde allí, si queréis, pero no podéis entrar. Esperad fuera hasta que os dé autorización.

Los terribles sonidos no cesaban.

—Vete al infierno —le espetó Lindran por el circuito abierto.

Karoly d’Branin puso en marcha su deslizador y salió precipitadamente tras los lingüistas, pero estaba más lejos, y había un buen trecho hasta la nave.

—Royd, ¿qué pretendes? Tenemos que ayudarlo. ¿No lo entiendes? Está herido; escúchalo. Por favor, amigo mío.

—No —dijo Royd—. ¡Detente, Karoly! Si Rojan ha vuelto adentro solo, está muerto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Dannel—. ¿Ha sido cosa tuya? ¿Has puesto trampas por si te desobedecíamos?

—No —negó Royd—. Escuchadme: ya no podéis hacer nada por él. Solo yo habría podido ayudarlo, pero no me ha hecho caso. Confiad en mí. Dejadlo. —Su voz emanaba desesperación. A lo lejos, el deslizador de Karoly se detuvo. El de los lingüistas, no.

—Ya te hemos hecho demasiado caso, me parece —dijo Lindran. Casi tuvo que gritar para hacerse oír sobre los ruidos, los quejidos y los lamentos, sobre los espeluznantes sonidos húmedos y las distorsionadas súplicas de socorro. La agonía llenaba su universo—. Melantha, encárgate de que Eris no se mueva de donde está. Iremos con cuidado y veremos qué sucede dentro, pero no quiero que regrese a la sala de mando. ¿Me entiendes?

Melantha Jhirl titubeó. Los sonidos se le agolpaban en los oídos, y era difícil pensar.

Royd giró el deslizador para encararse con ella, y Melantha sintió el peso de su mirada.

—Detenedlos —dijo—. Melantha, Karoly, dad la orden; a mí no me escuchan. No saben lo que hacen.

El sufrimiento de Eris se reflejaba a las claras, y Melantha se decidió.

—Vuelve adentro todo lo deprisa que puedas, Royd. Haz cuanto esté en tu mano. Intentaré interceptarlos.

—¿De qué lado estás? —preguntó Lindran.

Royd le hizo un gesto con la cabeza, pero Melantha ya se había puesto en marcha. Retrocedió para salir de la zona de trabajo, congestionada de fragmentos de casco y chatarra, aceleró bruscamente y rodeó la Nómada Nocturno en dirección a la sala de máquinas.

Pero, mientras se acercaba, comprendió que era demasiado tarde. Los lingüistas ya estaban muy cerca e iban mucho más deprisa que ella.

—No vayáis —dijo en tono autoritario—. Christopheris está muerto.

—Entonces es su fantasma el que pide ayuda, ¿no? —contestó Lindran—. Cuando trastearon con tus genes, parece que se cargaron los de audición, zorra.

—La nave no es segura.

—Zorra —fue todo lo que obtuvo por contestación.

El deslizador de Karoly los perseguía en vano.

—Amigos míos, parad, por favor; os lo ruego. Vamos a discutirlo. —Los sonidos fueron su única respuesta—. Soy vuestro superior —continuó—. Os ordeno que esperéis fuera. ¿Me oís? Os lo ordeno. Invoco la autoridad de la Academia del Conocimiento Humano. Por favor, amigos míos, por favor.

Melantha vio impotente como Lindran y Dannel desaparecían por el largo túnel de la sala de máquinas. Detuvo el deslizador junto a la enorme boca negra que la esperaba y se debatió entre seguirlos o no al interior de la Nómada Nocturno. Aún podía alcanzarlos antes de que se abriese la esclusa.

La voz de Royd, un ronco contrapunto a los sonidos, contestó la pregunta no formulada.

—Detente, Melantha. No avances más.

Volvió la cabeza. El deslizador de Royd se acercaba.

—¿Qué haces aquí? Royd, usa tu compuerta. ¡Tienes que volver adentro!

—No puedo —dijo, manteniendo la calma—. La nave no me responde; la compuerta no se abre. La compuerta principal, la de la sala de máquinas, es la única con control manual. Estoy atrapado fuera, y no quiero que ni tú ni Karoly entréis hasta que pueda regresar a mi consola.

Melantha Jhirl miró hacia abajo, hacia el sombrío cañón de la sala de máquinas, por donde habían desaparecido los lingüistas.

—¿Qué vas a…?

—Suplícales que vuelvan, Melantha; implórales. Quizá aún estemos a tiempo.

Lo intentó. Karoly d’Branin se le unió. La retorcida sinfonía de dolor y súplicas seguía y seguía, pero no pudieron contactar con Dannel ni con Lindran.

—Han cortado la comunicación —dijo Melantha, furiosa—. No quieren escucharnos, ni a nosotros, ni ese… Ese sonido.

Los deslizadores de Royd y de D’Branin llegaron a la vez a su lado

—No lo entiendo —dijo Karoly—. ¿Por qué no puedes entrar, Royd? ¿Qué pasa aquí?

—Es muy sencillo, Karoly —respondió Royd—. Estoy retenido fuera hasta que… hasta que…

—¿Sí? —urgió Melantha.

—… hasta que Madre haya acabado con ellos.

Los lingüistas dejaron los deslizadores junto al de Christopheris, abandonado, atravesaron la esclusa precipitadamente, casi sin mirar al siniestro portero decapitado, y se detuvieron un momento para deshincharse los cascos.

—Aún lo oigo —dijo Dannel, y Lindran asintió. En el interior de la nave, los sonidos eran más amortiguados.

—Vienen de la sala de estar. ¡Aprisa!

Impulsándose con pies y manos llegaron al final del pasillo en menos de un minuto. Los sonidos se oían cada vez más altos y cercanos.

—Está aquí —dijo Lindran cuando llegaron a la puerta.

—Sí —asintió Dannel—, pero ¿está solo? Necesitamos un arma. ¿Y si…? Royd tiene que habernos mentido; seguro que hay alguien más a bordo. Tenemos que defendemos.

—Somos dos. —Lindran estaba impaciente—. ¡Vamos! —Se lanzó por la puerta y llamó a Christopheris en voz alta.

El interior estaba a oscuras, excepto la poca luz que se filtraba desde el pasillo, y pasaron unos largos instantes hasta que se le adaptaron los ojos. Todo era confuso: las paredes, el techo y el suelo no se distinguían, y le fallaba el sentido de la orientación.

—Rojan —llamó, mareada—. ¿Dónde estás?

La sala parecía vacía, pero quizá era solo por la luz, o producto de su desasosiego.

—Sigue los sonidos —sugirió Dannel.

Se quedó en la entrada y observó con atención un momento, y luego comenzó a avanzar cautelosamente siguiendo una pared, tanteándola.

De repente, casi en respuesta a su comentario, los sollozos sonaron con más fuerza. Al principio parecían provenir de un rincón de la habitación, y luego de otro.

Lindran, impaciente, se impulsó para cruzar la estancia y empezó a buscar. Al rozar la pared de la cocina pensó en armas y en los temores de Dannel. Sabía dónde se guardaban los utensilios.

—Ya está —dijo al rato, girándose hacia Dannel—. Ya tengo un cuchillo, ¿contento?

Lo blandió y rozó una burbuja de líquido del tamaño de un puño que flotaba en el aire. Reventó y se transformó en cientos de pequeños glóbulos. Uno le pasó cerca del rostro, y lo probó: era sangre.

«Pero Lasamer lleva mucho tiempo muerto. La sangre ya debería estar seca», pensó.

—Oh, Dios mío —dijo Dannel.

—¿Qué? ¿Lo has encontrado? —preguntó Lindran.

Dannel volvía a trompicones hacia la puerta, arrastrándose por la pared como un insecto gigante, por el mismo camino por el que había llegado.

—Sal de aquí, Lindran —advirtió—. ¡Corre!

—¿Por qué? —No pudo evitar estremecerse—. ¿Qué sucede?

—Los gritos. La pared, Lindran, la pared. Los sonidos.

—Pero ¿qué dices? —espetó ella—. Contrólate.

—¿No te das cuenta? —farfulló él—. Los sonidos vienen de la pared. Del comunicador. Son falsos, no son reales.

Dannel llegó hasta la puerta y la atravesó con un sonoro suspiro. No la esperó. Se lanzó por el pasillo y desapareció, empujándose frenéticamente con las manos y dando patadas para avanzar.

Lindran se dispuso a seguirlo.

Los sonidos provenían de la puerta que había frente a ella.

—Ayúdame —decía la voz de Rojan Christopheris. Se detuvo al escuchar los lamentos y aquel terrible sonido de ahogo.

—Aaah. —Un espantoso estertor de muerte le llegó de un lado, en voz alta, en contrapunto al otro ruido—. Ayúdame.

»Ayúdame, ayúdame, ayúdame —pidió Christopheris desde la oscuridad, a sus espaldas.

A sus pies oyó otro quejido débil y unas toses.

—Ayúdame —coreaban las voces—. Ayúdame, ayúdame, ayúdame.

«Deben de ser grabaciones; alguien está reproduciéndolas».

—¡Ayúdame, ayúdame, ayúdame!

Las voces se elevaban cada vez más, y las palabras se convirtieron en un grito, y el grito terminó en un sonido húmedo y ahogado, en jadeos, resuellos y muerte. Y de repente, todos los sonidos cesaron. Así, sin más, se apagaron de golpe.

Lindran se impulsó con las piernas y flotó hacia la puerta con el cuchillo en la mano.

Algo oscuro y silencioso reptó desde debajo de la mesa y se elevó para cortarle el paso. Lo vio con claridad un instante, ya que emergió entre la luz y ella. Era Rojan Christopheris, vestido con el traje de vacío, pero sin el casco. La apuntó con algo que llevaba en la mano. Lindran vio que era un láser, un simple cortador láser. Iba flotando directa hacia él, sin poder evitarlo; se revolvió e intentó detenerse, pero no pudo lograrlo.

Cuando ya estaba muy cerca, vio que Rojan tenía una segunda boca bajo la barbilla, un corte largo y oscuro que le sonreía y del que rezumaban pequeñas gotas de sangre.

Presa del pánico, Dannel avanzó a toda prisa por el pasillo, golpeándose y lastimándose contra paredes y puertas. El terror y la ingravidez lo volvían torpe. No dejaba de mirar hacia atrás con la esperanza de ver a Lindran tras de sí, pero le aterraba la posibilidad de ver algo que no fuese ella. Cada vez que volvía la cabeza, perdía el equilibrio y daba tumbos de nuevo.

Le llevó mucho, muchísimo tiempo abrir la esclusa. Mientras esperaba, tembloroso, fue apaciguándosele el pulso. Los sonidos habían disminuido, y no había señales de que nadie lo persiguiera. Hizo un esfuerzo por calmarse. Cuando estuvo dentro de la cámara de la esclusa, con la compuerta interior cerrada, interpuesta entre él y la sala, comenzó a sentirse a salvo.

De repente le costó recordar de qué había tenido tanto miedo.

Estaba avergonzado. Había huido, había abandonado a Lindran. Y ¿por qué? ¿De qué se había asustado tanto? ¿De una sala vacía? ¿De unos ruidos que provenían de las paredes? De golpe se le ocurrió una explicación perfectamente racional: el pobre Christopheris tenía que estar en otro rincón de la nave; eso era todo. Seguía por allí, vivo y sufriendo, derramando su agonía sobre un comunicador.

Dannel sacudió la cabeza, arrepentido: sabía que aquello iba a costarle caro. A Lindran le encantaba burlarse de él, y se pasaría la vida echándoselo en cara. Lo menos que podía hacer era volver y disculparse; seguro que de algo serviría. Resuelto, anuló la apertura de la esclusa y revirtió el ciclo; parte del aire que había salido de la estancia volvió en ráfagas.

Cuando se abrió la puerta interior, Dannel sintió que sus miedos regresaban. Un instante de terror absoluto lo invadió al preguntarse qué habría emergido de la sala de estar y si estaría acechándolo en el pasillo de la Nómada Nocturno. Se enfrentó al pánico y lo doblegó. Se sentía fuerte.

Cuando salió, Lindran estaba esperándolo.

No vio furia ni desdén en sus rasgos, extrañamente tranquilos, pero de todas formas se acercó a ella e intentó formular una disculpa suplicante.

—No sé por qué…

Con un gesto grácil y lánguido, Lindran sacó la mano que llevaba oculta a la espalda. Con un destello, el cuchillo trazó un arco asesino. Dannel tuvo tiempo de reparar en el agujero quemado que tenía en el traje, aún humeante, justo entre los pechos.

—¿Tu madre? —dijo Melantha Jhirl, incrédula. Flotaban impotentes en el vacío que rodeaba la nave.

—Oye todo lo que decimos —respondió Royd—, pero ya no importa. Rojan ha debido de hacer algo muy estúpido y amenazador, y ahora está decidida a mataros a todos.

—¿Ella? ¿Qué quieres decir? —D’Branin estaba atónito—. Royd, no nos vengas ahora con que tu madre sigue viva. Nos habías dicho que murió antes de que nacieras.

—Y así fue, Karoly. No os he mentido.

—No —observó Melantha—. No nos has mentido, pero tampoco nos has contado toda la verdad.

—Madre está muerta —aclaró Royd, asintiendo—, pero su… espíritu aún vive e infunde vida en mi Nómada Nocturno. —Suspiró—. Quizá sería más apropiado decir su Nómada Nocturno. Yo he asumido el mando de forma laxa, en el mejor de los casos.

—Royd —dijo D’Branin—. Los espíritus no existen; no son reales. No hay nada más allá de la muerte. Mis volcryn son más reales que cualquier fantasma.

—Yo tampoco creo en fantasmas —declaró Melantha con brusquedad.

—Llamadlo como queráis —repuso Royd—. El término es tan bueno como cualquier otro; las palabras no cambian la realidad. Mi madre, o una parte de mi madre, vive en la Nómada Nocturno y está acabando con todos vosotros del mismo modo en que antes mató a otros.

—Royd, lo que dices no tiene sentido —objetó D’Branin.

—Calla, Karoly. Deja que se explique.

—Sí —dijo Royd—. La Nómada Nocturno es muy sofisticada, mucho. Está automatizada, se autorrepara y tiene una gran capacidad. Tenía que ser así, si Madre quería liberarse de la necesidad de tener una tripulación. Se construyó en Nueva ínsula, ¿recordáis? Yo nunca he estado allí, pero sé que la tecnología de Nueva ínsula es muy avanzada. Sospecho que en Avalón no podrían construir una nave como esta. Muy pocos mundos podrían.

—¿Adonde quieres llegar, capitán?

—Al sistema informático. Esa es la clave de todo, Melantha. Madre quería uno extraordinario, y lo es, creedme, lo es: núcleos matriciales de cristal, recuperación de datos por retícula láser, extensión sensorial completa y otras… características.

—¿Estás diciendo que la Nómada Nocturno es una inteligencia artificial? Lommie Thome lo sospechaba.

—Se equivocaba —dijo Royd—. Mi nave no es una inteligencia artificial, al menos no como yo la entiendo, pero se acerca bastante. Madre la había dotado de una función de impresión de personalidad. Llenó el cristal central con sus recuerdos, deseos, particularidades, amores… y odios. Así podía confiar en delegar mi educación en el ordenador. ¿Entendéis? Sabía que me criaría tal y como lo habría hecho ella de haber tenido paciencia. También lo programó para otras cosas.

—¿Y no puedes desprogramarlo, amigo mío? —preguntó Karoly.

—Lo he intentado —respondió Royd con desesperación—. Pero soy un desastre con la informática; los programas son muy complejos, y las máquinas, demasiado sofisticadas. He intentado erradicarla al menos tres veces, pero siempre reaparece. Es un programa fantasma, y no puedo rastrearlo. Va y viene a su antojo. ¿Lo entendéis? Es un fantasma. Sus recuerdos y su personalidad están tan entrelazados con los programas que gestionan la Nómada Nocturno que no puedo librarme de ella sin destruir el cristal central, con lo que borraría todo el sistema. Pero, si hiciera eso, me quedaría indefenso. No sería capaz de reprogramarlo, y sin los ordenadores fallaría toda la nave: los propulsores, el soporte vital, todo. Tendría que abandonar la Nómada Nocturno, y eso me mataría.

—Tendrías que habérnoslo contado, amigo mío —dijo D’Branin—. En Avalón hay muchos ciberneticistas, mentes muy agudas. Podríamos haberte ayudado. Podríamos haber recurrido a expertos. Incluso Lommie Thome te habría prestado su ayuda.

—Ya ha habido expertos que me han ayudado. He tenido a bordo dos especialistas en sistemas. El primero me dijo lo que te acabo de contar: que era imposible hacer nada sin desinstalar todos los programas por completo. La segunda había estudiado en Nueva ínsula, y creía que podía ayudarme. Madre la mató.

—Aún nos ocultas algo —afirmó Melantha Jhirl—. Entiendo que tu fantasma cibernético pueda abrir y cerrar compuertas y provocar otros accidentes así, pero ¿cómo explicas lo que le hizo a Thale Lasamer?

—En ese caso, la culpa es mía —contestó Royd—. Mi soledad me llevó a cometer un lamentable error. Pensé que podía protegeros, incluso aunque hubiera un telépata entre vosotros. He llevado a otros pasajeros sanos y salvos. No los pierdo de vista, y los advierto de los riesgos que deben evitar. Si Madre intenta interferir, la contrarresto directamente desde la consola maestra. Eso suele funcionar, aunque no siempre, solo a veces. Antes de este viaje solo había matado a cinco personas, y las tres primeras murieron cuando yo era bastante joven. Así es como supe de su existencia, de su presencia en la nave. En aquel grupo también había un telépata.

»Tendría que haber sido mucho más prudente, Karoly. Mis ansias de vivir os han condenado a todos a la muerte. Sobrestimé mis habilidades y subestimé el miedo de Madre a verse descubierta. Ataca cuando se siente amenazada, y los telépatas siempre son una amenaza. La perciben, ¿sabéis? Siempre dicen que notan una presencia maligna, acechante, algo frío, hostil e inhumano.

—Sí —asintió Karoly—. Sí, eso dijo Thale. Estaba seguro de que era un alienígena.

—Por supuesto, para un telépata acostumbrado a los perfiles comunes de las mentes orgánicas, es un alienígena. Al fin y al cabo, no se trata de un cerebro humano. No sabría decir qué es: un conjunto de recuerdos cristalizados, una red infernal de programas interconectados, una fusión de circuitos y espíritu… Sí, entiendo que se perciba como alienígena.

—Todavía no nos has explicado cómo un programa informático puede hacer explotar una cabeza —insistió Melantha.

—Llevas la respuesta entre los pechos, Melantha.

—¿Mi joya susurrante? —preguntó, desconcertada. La sintió bajo el traje de vacío y la ropa: un contacto frío, una vaga huella de erotismo que la hizo estremecerse. Fue como si la gema reviviese solo con mencionarla,

—No conocía las joyas susurrantes hasta que me hablaste de la tuya —se explicó Royd—, pero el principio es el mismo. Dijiste que las tallaban los ésper, así que sabes que el poder psiónico puede almacenarse. El núcleo central de mi ordenador es de cristal resonante, y es mil veces más grande que tu pequeña joya. Creo que Madre lo grabó justo antes de morir.

—Solo un ésper puede tallar una joya susurrante —repuso Melantha.

—Ninguno me habéis preguntado por qué hizo todo esto —señaló Royd—. No me habéis preguntado por qué Madre odiaba tanto a la gente. Veréis, nació con un don. En Avalón habría sido clase uno, probada, formada y distinguida con honores. Habrían cuidado su talento y lo habrían valorado. Creo que habría sido muy famosa, hasta puede que hubiera destacado por encima de los de clase uno…, aunque quizá ese poder solo lo adquiriera después de morir y unirse a la Nómada Nocturno.

»Pero todo esto son conjeturas. No nació en Avalón, sino en Vess, donde su habilidad era una maldición extraña y temida, así que la curaron a base de medicación, descargas eléctricas y un tratamiento hipnótico qué la ponía gravemente enferma cada vez que utilizaba su talento. Y métodos aún más desagradables. Por supuesto, nunca perdió el poder, solo la capacidad de usarlo de manera eficaz, de controlarlo con su mente consciente. Siguió formando parte de ella, pero reprimido, errático, una fuente de vergüenza y dolor que afloraba violentamente en épocas de intenso estrés emocional. Tras un lustro de cuidados institucionales, casi se volvió loca. No es de extrañar que odiase a la gente.

—¿Cuál era su talento? ¿Telepatía?

—No, aunque puede que tuviera cierta capacidad rudimentaria. He leído que las personas con talentos psiónicos poseen otras habilidades latentes además de la más desarrollada. Pero, no, Madre no podía leer mentes. Tenía algo de empatia, aunque el tratamiento la pervirtió de modo extraño, y las emociones que percibía la ponían literalmente enferma. Pero su mayor fuerza, el talento que les llevó cinco años vulnerar y destruir, era la teke.

—¡Claro que odiaba la gravedad! —exclamó Melantha Jhirl, maldiciendo—. La telekinesia en ingravidez es…

—Sí —interrumpió Royd—. Tener activada la gravedad en la Nómada Nocturno es una tortura para mí, pero mantiene a raya a Madre.

En el silencio que siguió a aquel comentario, todos miraron hacia el oscuro cilindro de la sala de máquinas. Karoly d’Branin se rebulló incómodo en su deslizador.

—Dannel y Lindran no han regresado —dijo.

—Probablemente ya estén muertos —señaló Royd sin ninguna emoción aparente en su rostro.

—¿Y qué hacemos? Necesitamos un plan. No podemos quedarnos aquí indefinidamente.

—La primera pregunta es qué puedo hacer yo —respondió Royd Eris—. Os habréis fijado en que he hablado con libertad, puesto que merecíais saberlo todo. Ya hemos dejado atrás el punto en que la ignorancia os servía de protección. Es obvio que las cosas han llegado demasiado lejos; ha habido demasiadas muertes, y habéis sido testigos de todas ellas. Madre no os permitirá regresar a Avalón con vida.

—Es cierto —dijo Melantha—. Pero ¿qué hará contigo? ¿Está tu posición en peligro, capitán?

—Ese es el quid de la cuestión —admitió Royd—. Sigues tres jugadas por delante, Melantha. Creo que no será suficiente: tu oponente nos lleva cuatro en esta partida, y ya ha capturado a casi todos tus peones. Me temo que el jaque mate es inminente.

—A no ser que pueda persuadir al rey de mi oponente de que abandone, ¿verdad? —Melantha vio la sonrisa lánguida de Royd.

—Si me pusiera de vuestra parte, seguramente me mataría. No me necesita.

Karoly d’Branin tardó un poco en entender a qué se referían.

—Pero ¿qué otra cosa podrías…?

—Mi deslizador tiene un láser, a diferencia de los vuestros. Podría mataros ahora mismo para congraciarme con la Nómada Nocturno.

A través de los tres metros que separaban sus deslizadores, los ojos de Melantha se encontraron con los de Royd. Tenía las manos apoyadas tranquilamente en los mandos de propulsión.

—Podrías intentarlo, capitán. Recuerda: no es fácil matar a un modelo perfeccionado.

—No te mataré, Melantha —dijo Royd muy serio—. Llevo sesenta y ocho años estándar vivo, pero no he vivido nada. Estoy cansado, y tú cuentas unas mentiras maravillosas. ¿De verdad vas a tocarme?

—Sí.

—Arriesgo mucho por ese contacto. Pero, en cierto modo, no es ningún riesgo. Si perdemos, moriremos todos. Si ganamos… Bueno, yo moriré de todas maneras cuando destruyan la Nómada Nocturno. O eso, o viviré como un inválido en un hospital orbital. Casi prefiero morir.

—Te construiremos una nave nueva, capitán —prometió Melantha.

—Mentirosa —respondió Royd. Pero su tono de voz era alegre—. No importa; de todas formas no he tenido una gran vida. La muerte no me asusta. Si ganamos, tienes que volver a contarme toda la historia de los volcryn, Karoly. Y tú, Melantha, tienes que jugar al ajedrez conmigo, y encontrar una manera de tocarme, y…

—¿Y sexear contigo? —concluyó ella con una sonrisa.

—Si te parece bien —dijo él en voz baja. Se encogió de hombros—. Bueno, Madre lo ha oído todo. Sin duda, escuchará con atención los planes que hagamos, así que no tiene sentido planificar nada. Ya no hay ninguna posibilidad de que la compuerta de la sala de control me permita entrar, puesto que está conectada directamente al ordenador de la nave. Así que tenemos que seguir el mismo camino que los otros, a través de la sala de máquinas, y entrar por la compuerta principal. No tenemos muchas posibilidades, pero, por pequeñas que sean, habrá que aprovecharlas. Si puedo llegar hasta mi consola y restaurar la gravedad, quizá podamos vencer. Si no…

Un gruñido grave lo interrumpió.

Melantha pensó que la Nómada Nocturno volvía a emitir lamentos, y le sorprendió que fuera tan estúpida de utilizar la misma táctica dos veces. Pero, entonces, el gruñido volvió a sonar, y en el asiento trasero del deslizador de Karoly d’Branin, la olvidada cuarta integrante de la compañía empezó a forcejear con las cuerdas que la apresaban. D’Branin se apresuró a liberarla, y Agatha Marij-Black intentó ponerse en pie y casi salió flotando del deslizador, pero él la cogió de la mano y la devolvió a su sitio.

—¿Estás bien? —preguntó—. ¿Me oyes? ¿Te duele algo?

Prisioneros tras la superficie transparente del visor, unos grandes ojos asustados se movieron rápidamente de Karoly a Melantha y a Royd, y después a la destrozada Nómada Nocturno. Melantha se preguntó si la mujer se habría vuelto loca, y ya iba a alertar a D’Branin cuando Marij-Black habló por fin.

—¡Los volcryn! —fue todo lo que dijo—. ¡Ah, los volcryn!

Alrededor de la boca de la sala de máquinas, el anillo de motores nucleares empezó a emitir un brillo tenue. Royd dio un respingo. Melantha giró bruscamente los mandos del propulsor del deslizador.

—¡Deprisa! —exclamó—. La Nómada Nocturno está poniéndose en marcha.

Cuando llevaban recorrido un tercio del largo cilindro de la sala de máquinas, Royd, rígido y amenazante en su coraza negra y voluminosa, puso su deslizador a la altura del de Melantha. Pasaron juntos al lado de los propulsores estelares cilíndricos y de las ciberredes. Un poco más adelánte, escasamente iluminada, estaba la esclusa principal con su espantoso centinela.

—Cuando lleguemos a la compuerta, salta a mi deslizador —dijo Royd—. Quiero estar armado ahí dentro, y en la estancia no caben dos vehículos.

—Karoly —llamó Melantha Jhirl lanzando una fugaz mirada atrás—. ¿Dónde estás?

—Estoy fuera, mi amor, amiga mía —fue la respuesta—. No puedo Seguiros. Perdóname.

—¡Tenemos que permanecer juntos!

—No —dijo D’Branin—. No, no puedo dejar pasar la oportunidad, no cuando estamos tan cerca. Sería una lástima enorme estar al lado y abandonar; todo habría sido inútil, Melantha. No me importa morir, pero debo verlos antes, al fin, después de tantos años.

—Mi madre va a mover la nave —interrumpió Royd—. Karoly, te quedarás atrás, te perderás.

—Esperaré —respondió D’Branin—. Mis volcryn están llegando; debo esperarlos.

Ya no había tiempo para más conversaciones, pues Melantha y Royd Eris casi habían llegado a la esclusa. Frenaron, y Eris alargó la mano para accionar el ciclo de la compuerta mientras Melantha Jhirl se pasaba a la parte de atrás del enorme deslizador oval. Cuando la puerta exterior se hizo a un lado, la atravesaron y planearon hasta la cámara de la esclusa.

—Todo comenzará en cuanto se abra la puerta interior —le explicó Royd con calma—. El mobiliario está empotrado, soldado o atornillado, pero no así las cosas que trajo a bordo vuestro equipo. Madre las usará como armas. Y ten cuidado con puertas, esclusas y cualquier periférico del ordenador de la Nómada Nocturno. ¿Tengo que recordarte que no te abras el traje?

—Claro que no.

Royd bajó un poco el deslizador, y sus garfios chocaron contra el suelo con un sonido metálico. La puerta interior se abrió con un siseo, y Royd activó los propulsores.

Dentro los esperaban Dannel y Lindran, nadando en una neblina de sangre. Dannel tenía un corte desde la entrepierna hasta la garganta, y los intestinos se movían como un nido de serpientes blanquecinas y furiosas. Lindran aún tenía el cuchillo en la mano. Se acercaron al deslizador flotando con una gracilidad que no habían tenido en vida.

Royd levantó los garfios frontales y, al tiempo que se lanzaba hacia delante, los apartó con un golpe violento. Dannel rebotó contra una mampara y dejó una enorme mancha húmeda en el punto de impacto; se le salieron aún más tripas. Lindran perdió el cuchillo. Royd aceleró para dejarlos atrás y condujo por el pasillo a través de la nube de sangre.

—Vigilo por detrás —dijo Melantha.

Se dio la vuelta y apoyó la espalda contra la de él. Los cadáveres parecían inofensivos, y el cuchillo flotaba inútil en el aire. Cuando estaba a punto de decirle a Royd que no había nada que temer, la hoja dio un giro inesperado y comenzó a perseguirlos, impulsada por una fuerza invisible.

—¡Vira! —gritó a Royd.

El deslizador se desplazó violentamente a un lado. El cuchillo falló el blanco por un metro y rebotó contra una mampara con un repiqueteo, pero no cayó, sino que volvió a perseguirlos.

Ante ellos se abría amenazadora la sala de estar. La oscuridad.

—La puerta es demasiado estrecha —dijo Royd—. Tendremos que abandon…

No había terminado de hablar cuando se estrellaron; el deslizador quedó encajado en el marco de la puerta, y la fuerza del impacto hizo que salieran despedidos.

Melantha flotó torpemente por el pasillo, con la cabeza dándole vueltas, incapaz de distinguir arriba de abajo. El cuchillo le lanzó un tajo y le desgarró el traje y el hombro hasta el hueso. Sintió un dolor agudo y el cálido fluir de la sangre.

—Mierda —gritó.

El cuchillo volvió a la carga, dispersando gotitas de sangre por todas partes, pero la mano de Melantha salió disparada como una flecha y lo atrapó.

Murmuró algo entre dientes y liberó la hoja de la otra mano que todavía lo aferraba.

Royd había logrado recuperar el control del deslizador y parecía concentrado en hacer algo. Por el rabillo del ojo, Melantha vio que una forma oscura, semihumana, surgía delante de él, en la penumbra de la sala de estar.

—¡Royd!

La cosa activó un pequeño láser, y el fino rayo alcanzó a Royd en el pecho. Él, a su vez, accionó el disparador, y el potente láser del vehículo cobró vida con un repentino haz de luz que redujo a cenizas el arma de Christopheris y le quemó el brazo derecho y parte del tórax. El rayo atravesó el aire y se quedó suspendido, vibrando y abrasando la mampara del fondo en el punto donde incidía. Royd ajustó el arma y empezó a perforar.

—Tardaremos cinco minutos o menos en pasar al otro lado —dijo secamente.

—¿Estás bien? —preguntó Melantha.

—Estoy ileso —contestó—. Mi traje está más reforzado que el tuyo, y su láser era un juguete de baja potencia.

Melantha volvió a centrar la atención en el pasillo.

Los lingüistas se acercaban a ella, cada uno por un lado del pasillo para atacarla por ambos flancos a la vez. Contrajo los músculos. Sufría terribles punzadas de dolor en el hombro, pero por lo demás se sentía fuerte, casi temeraria.

—Los cadáveres vienen otra vez a por nosotros —dijo a Royd—. Voy a encargarme de ellos.

—¿Crees que es prudente? —preguntó Royd—. Son dos.

—Soy un modelo perfeccionado —dijo Melantha—, y ellos están muertos.

Saltó del deslizador y flotó hacia Dannel formando un arco grácil. Este levantó las manos para detenerla, pero Melantha se las apartó de un manotazo, le dobló un brazo hacia atrás hasta que oyó un crujido y le clavó profundamente el cuchillo en la garganta antes de darse cuenta de lo inútil del gesto. Dannel siguió agitando los brazos, a pesar de la nube de sangre que le manaba del cuello. Chasqueaba los dientes de manera grotesca.

Melantha sacó la hoja de la herida, lo agarró y, con toda la fuerza que pudo, que no era poca, lo tiró pasillo abajo. Él se tambaleó, dio vueltas sin control y se desvaneció en la neblina de su propia sangre.

Melantha voló en dirección contraria, girando lentamente.

Las manos de Lindran la cogieron por la espalda y le arañaron el visor hasta hacerse sangre, dejando el plástico lleno de marcas rojas. Melantha giró sobre sí a toda velocidad para enfrentarse a su oponente, la agarró del brazo y la lanzó pasillo adelante hasta que se estrelló contra su compañero en apuros. La reacción la hizo dar vueltas como un trompo. Extendió los brazos para frenarse y tragó saliva, confusa.

—Ya he pasado —anunció Royd.

Melantha se volvió. En la pared de la sala de estar había una abertura humeante de un metro cuadrado. Royd apagó el láser, se agarró a los lados del marco de la puerta para tomar impulso y cruzó la abertura.

Una explosión de sonido chirriante perforó la cabeza de Melantha y la hizo doblarse de agonía. Apagó el comunicador con la lengua y se hizo un bienvenido silencio.

En la sala de estar llovía de todo: utensilios de cocina, vasos y platos, trozos de cuerpos humanos que se movían como látigos violentos por la habitación y rebotaban contra la silueta blindada de Royd sin hacerle un rasguño. Melantha, aunque ansiosa por seguirlo, tuvo que echarse atrás, impotente. Aquella lluvia mortal la haría pedazos con un traje de vacío tan fino y ligero. Royd alcanzó la pared del fondo y desapareció en la sección secreta de control de la nave. Se quedó sola.

La Nómada Nocturno se tambaleó, y la repentina aceleración provocó una breve impresión de gravedad. Melantha salió despedida con fuerza hacia un lado y se golpeó dolorosamente el hombro herido contra el deslizador.

A lo largo del pasillo se abrían las puertas.

Dannel y Lindran avanzaban otra vez hacia ella.

Impulsada por los motores nucleares, la Nómada Nocturno se había convertido en una estrella lejana. La negrura y el frío los envolvían, y por debajo de ellos se extendía el infinito vacío del Velo del Tentador, pero Karoly d’Branin no tenía ningún miedo. Se sentía extrañamente transformado.

El vacío estaba vivo y lleno de esperanza.

—Ya vienen —susurró—. Hasta yo, que no soy psiónico, puedo sentirlo. Lo que contaban los crey debe de ser cierto: se los percibe a años luz de distancia. ¡Es maravilloso!

Agatha Marij-Black estaba encogida y parecía haber empequeñecido.

—Los volcryn —murmuró—. ¡De qué van a servirnos! Me duele. La nave se ha ido. Me duele la cabeza. —Emitió un pequeño quejido de miedo—. Igual que a Thale, justo después de la inyección, antes de…

Antes de… Ya sabes. Dijo que le dolía la cabeza, y a mí me duele muchísimo.

—Tranquila, Agatha. No te asustes. Estoy aquí contigo. Espera. No pienses más que en lo que vamos a presenciar, ¡piensa solo en eso!

—Los percibo —dijo la psíquica.

—Pues cuéntame. —D’Branin estaba impaciente—. Tenemos el deslizador. Iremos hacia ellos; señálame el camino.

—Sí —accedió ella—. Sí. Claro que sí.

La gravedad regresó. En un abrir y cerrar de ojos, el universo volvió a ser casi normal.

Melantha cayó con suavidad en la cubierta, rodó y se puso en pie con la rapidez de un gato.

Los ominosos objetos que salían flotando por las puertas del pasillo cayeron al suelo con estrépito.

La sangre pasó de ser una neblina tenue a una mancha resbaladiza que cubría el suelo del pasillo.

Los dos cadáveres cayeron pesadamente y quedaron inmóviles.

—He llegado —le dijo Royd por el comunicador de la pared.

—Ya me he dado cuenta —contestó ella.

—Estoy en la consola principal. He restaurado la gravedad con un programa manual, y estoy intentando detener todas las funciones informáticas que puedo. Pero aún no estamos a salvo; Madre buscará una forma de recuperar el control. Estoy anulándola a la fuerza, por decirlo de alguna manera. No puedo permitirme pasar nada por alto, y si me despisto, aunque sea un segundo… Melantha, ¿tu traje sigue intacto?

—No, tiene un corte en el hombro.

—Cámbiate inmediatamente. Creo que mi contraprogramación mantendrá cerradas todas las compuertas, pero prefiero no arriesgarme. —Melantha echó a correr por el pasillo, hacia la bodega de carga donde guardaban los trajes y el resto del equipo—. Cuando te hayas cambiado —continuó Royd—, tira los cadáveres a la unidad de conversión de materia. Encontrarás la escotilla cerca de la esclusa de la sala de máquinas, a la izquierda de los controles de apertura. Convierte también todos los objetos que haya sueltos y que no sean indispensables: instrumentos científicos, libros, cintas, vajilla…

—Cuchillos —sugirió Melantha.

—Desde luego.

—¿La teke sigue siendo una amenaza, capitán?

—Madre es muchísimo más débil en un campo gravitatorio —explicó Royd—. Tiene que hacer mucho esfuerzo. Incluso ayudada por la energía de la Nómada Nocturno, no puede mover más que un objeto cada vez, y la fuerza para levantar objetos es solo una fracción de la que posee en condiciones de ingravidez. Pero su don sigue ahí; no lo olvides. También es posible que encuentre una manera de eludirme y volver a cortar la gravedad. Desde aquí puedo restaurarla en un momento, y por muy breve que sea ese instante, no quiero nada que pueda servir de arma rodando por la nave.

Melantha llegó a la zona de carga. Se quitó el traje de vacío y se enfundó otro en un tiempo récord pese al dolor de la herida del hombro. Estaba sangrando mucho, pero no podía pararse a curarla. Recogió el traje inservible y todos los instrumentos que pudo sostener en los brazos y los tiró a la cámara de conversión. Después se ocupó de los cadáveres. Dannel no fue ningún problema; en cambio, mientras lo empujaba por la escotilla, Lindran se arrastró detrás de ella por el pasillo y se resistió débilmente cuando le llegó su turno, a modo de lúgubre recordatorio de que los poderes de la Nómada Nocturno no habían desaparecido del todo. Melantha venció sin dificultad su inútil resistencia y la empujó por la escotilla.

El cuerpo mutilado y quemado de Christopheris se retorció entre sus brazos y trató de morderla, pero tampoco representó gran complicación. Mientras limpiaba la sala de estar, un cuchillo de cocina voló dando vueltas hacia su cabeza. Sin embargo, iba muy despacio, y Melantha se limitó a apartarlo de un manotazo, cogerlo y añadirlo a la pila para la conversión. Estaba recogiendo las cabinas, con los medicamentos abandonados de Agatha Marij-Black y su pistola de inyección bajo el brazo, cuando oyó gritar a Royd.

De inmediato, una fuerza como una mano gigante e invisible la cogió por el pecho, la estrujó y la tiró al suelo pese a sus esfuerzos por resistirse.

Algo se movía entre las estrellas.

D’Branin lo atisbaba, aunque era demasiado vago y lejano para distinguir ningún detalle. Pero no cabía duda de que estaba ahí: una silueta enorme que tapaba una parte del firmamento. Iba directo hacia ellos.

¡Cuánto le habría gustado tener su ordenador, su telépata, su equipo de expertos y sus instrumentos! Dio más potencia a los propulsores y corrió para encontrarse con sus volcryn.

Clavada al suelo, dolorida, Melantha Jhirl se arriesgó a encender el comunicador de su traje. Tenía que hablar con Royd.

—¿Estás ahí? —preguntó—. ¿Qué…? ¿Qué sucede? —La presión era tremenda y no hacía más que empeorar. Casi no podía moverse.

—… más lista que yo… —consiguió decir Royd, muy despacio, con la voz cargada de dolor—. Hablar… duele…

—Royd…

—Con telekinesia… ha subido… el… selector de la g… al dos…, al tres… en el tablero… Solo… tengo que… girarlo… Espera…

Silencio. Cuando Melantha ya rozaba la desesperación, se oyó otra vez la voz de Royd. Dos palabras.

—No… puedo…

Melantha sentía como si su pecho soportase diez veces el peso de su cuerpo. Imaginaba el suplicio que debía de sufrir Royd, para quien la gravedad al uno ya era atroz y peligrosa. Incluso aunque tuviera el selector cerca, Melantha sabía que su débil musculatura jamás le permitiría alcanzarlo.

—¿Por qué…? —comenzó a decir. Hablar no le resultaba tan difícil como a él, al parecer—. ¿Por qué… ha subido… la gravedad? También… la afecta a ella…, ¿no?

—Sí… Pero… dentro… de una hora… mi… corazón… reventará…, y entonces…, tú sola… Ella… quitará la gravedad… Te matará…

Melantha extendió el brazo y se arrastró por el pasillo.

—Royd… Espera… Estoy de camino…

Siguió avanzando a rastras. Todavía llevaba el botiquín de Agatha bajo el brazo, aunque se había convertido en una carga imposible de transportar. Lo soltó y lo empujó para apartarlo. Parecía pesar cien kilos. Sin embargo, se lo pensó mejor y decidió abrir la tapa.

Las ampollas estaban cuidadosamente etiquetadas. Echó un vistazo rápido en busca de adrenalina, sintestim o cualquier cosa que le diera la fuerza necesaria para llegar hasta Royd. Encontró varios estimulantes y eligió el más potente. Estaba cargándolo en la pistola de inyección con una torpeza lenta y angustiosa cuando sus ojos tropezaron con el ésperon.

Melantha dudó sin saber por qué. El ésperon era una sustancia psiónica más de la media docena que había en el estuche, ninguna de las cuales le serviría para nada, pero verlo le trajo un recuerdo vago que no conseguía concretar. Estaba intentando dar con él cuando oyó el ruido.

—Royd —dijo—. Tu madre… ¿podría mover…? No puede mover nada… con telekinesia… con la gravedad tan alta… ¿verdad?

—Quizá… —contestó él—. Si… concentra… todo su poder…, es posible… ¿Por qué?

—Porque… —dijo Melantha sombríamente— hay algo…, alguien, atravesando la esclusa.

—No es realmente una nave, al menos no como yo la esperaba. —El traje de D’Branin, diseñado por la Academia, incluía un codificador, y estaba grabando comentarios para la posteridad, extrañamente tranquilo ante la certeza de su muerte inminente—. Es difícil imaginar la escala; es difícil calcularla. Es enorme, enorme. No tengo ningún instrumento, solo mi ordenador de pulsera, y no puedo tomar medidas precisas, pero diría, eeeh, cien kilómetros, puede que hasta trescientos, de diámetro. No es una masa sólida, desde luego, en absoluto. Es delicado, etéreo; no es una nave tal como las conocemos, ni una ciudad. Es… Es preciosa. Está hecha de cristal y gasa, animada con luces tenues, como si fuera una vasta e intrincada telaraña. Me recuerda un poco a los viejos veleros estelares que se usaban antiguamente, en los días de antes de la propulsión, pero esta gran estructura no es sólida, no puede impulsarse con luz. En realidad, no es una nave. Está abierta al vacío; no tiene cabinas cerradas ni esferas de soporte vital, o al menos no las veo, a no ser que algo las oculte de mi campo de visión, y no, no lo creo: es demasiado abierta, demasiado frágil. Se mueve bastante deprisa. Me gustaría tener mi instrumental para medir su velocidad, pero me basta con estar aquí. Estoy moviendo el deslizador en ángulo recto para salir de su trayectoria, pero no estoy seguro de conseguirlo. Es mucho más veloz que nosotros. No a la velocidad de la luz, no: muy por debajo, pero aun así creo que es más rápida que la Nómada Nocturno con sus motores nucleares…, aunque no puedo estar seguro.

»La nave volcryn no tiene ningún sistema visible de propulsión. De hecho, me pregunto cómo… Quizá sea un velero solar lanzado por láser hace milenios, rasgado y deteriorado a raíz de alguna catástrofe inimaginable… Pero no, es una nave demasiado simétrica, demasiado hermosa: las redes, los grandes velos tornasolados que rodean el nexo; todo es realmente hermoso.

»Tengo que describirla con más precisión; ya lo sé. Es difícil; estoy muy emocionado. Es grande, como he dicho. Tiene muchos kilómetros de diámetro. Más o menos… Déjame contarlos… Sí, es más o menos de forma octogonal. El nexo, el centro, es una zona brillante, un pequeño núcleo de oscuridad rodeado de un área mucho más grande y luminosa, pero solo la parte oscura parece completamente sólida. Las zonas luminosas son transparentes, se ven las estrellas a su través, aunque algo descoloridas, con una tonalidad violácea. Los velos, eso es lo que llamo los velos. Del nexo y los velos sobresalen ocho espolones largos, larguísimos, pero no son equidistantes, así que no llega a ser un octógono regular. Ah, ahora lo veo mejor: un espolón está moviéndose, muy lentamente, y las velas ondean. Entonces, esas proyecciones son móviles, y la telaraña va de un espolón a otro, da vueltas y vueltas, pero forma… dibujos, dibujos extraños; no se parece en nada a una sencilla tela de araña. No veo regularidad en esos dibujos ni en el entramado de las redes, pero estoy seguro de que tienen un orden, un significado. Solo hay que encontrarlo.

»Hay luces. ¿He mencionado las luces? Son más vivas alrededor del nexo central, pero en ningún sitio son muy fuertes, de un violeta tenue. Son una especie de radiación visible, pero no mucho. Me gustaría hacerle una exploración ultravioleta, pero no tengo los instrumentos. Las luces se mueven. Los velos ondean; las luces recorren constantemente los espolones de arriba abajo a distintas velocidades, y a veces se ven otras que cruzan transversalmente la red, a través de los dibujos. No sé qué son esas luces. Quizá alguna forma de comunicación. No distingo si emanan de dentro de la nave o de fuera. ¡Ah! Acabo de ver otra luz. Entre los espolones, un breve destello, una explosión de color. Ya se ha ido. Era índigo, más intensa que las demás. Me siento tan impotente, tan ignorante… Pero mis volcryn… son tan hermosos.

»Los mitos… La verdad es que no se parece mucho a las leyendas. El tamaño, las luces… Suele relacionarse a los volcryn con las luces, pero los informes eran demasiado vagos, podrían haber significado cualquier cosa, haber descrito lo que fuera, desde un sistema de propulsión láser a una simple iluminación exterior. No tenía ni idea de que se referían a esto. ¡Ah, qué misterio! La nave aún está demasiado lejos para verla en detalle. Es muy grande; no creo que logremos apartamos a tiempo. Me parece que ha girado hacia nosotros, pero tal vez me equivoque; es tan solo una impresión. Si tuviera mis instrumentos… Puede que la zona oscura del centro sea otra nave, una cápsula vital. Los volcryn tienen que estar ahí dentro. Ojalá mi equipo estuviera aquí, conmigo, y Thale, pobre Thale. Era un clase uno, podríamos haber establecido contacto, habernos comunicado con ellos. ¡Las cosas que habríamos descubierto! ¡Cuánto habrán visto! Me fascina pensar en la antigüedad de esta nave y esta especie, en cuánto tiempo llevan de viaje hacia los confines de la galaxia… Establecer comunicación sería un regalo, un regalo imposible…, son demasiado extraños.

—D’Branin —dijo Agatha Marij-Black en voz baja y con tono apremiante—. ¿No los sientes? —Karoly d’Branin la miró como si la viese por primera vez.

—¿Y tú? Eres una clase tres. ¿Los sientes ahora con más fuerza?

—Hace mucho rato —dijo la psíquica—. Hace mucho rato.

—¿Puedes proyectar? Háblales, Agatha. ¿Dónde están? ¿En el centro? ¿En la zona oscura?

—Sí —respondió ella, y soltó una carcajada estridente y algo histérica. D’Branin tuvo que recordarse que la mujer estaba muy enferma—. Sí, D’Branin, en el centro, de ahí vienen los estímulos. Pero te equivocas: no son ellos. Todas tus leyendas son mentira; no me sorprendería que fuésemos los primeros en ver a tus volcryn, en estar tan cerca. Los demás, todos esos alienígenas, solo sintieron algo profundo y distante, percibieron una pizca de la naturaleza de los volcryn en sus sueños y visiones, y el resto se lo inventaron a capricho. Las naves, las guerras, un pueblo de viajeros eternos, todo… Todo eso…

—Sí. ¿Qué quieres decir, Agatha, amiga mía? No tiene sentido. No te entiendo.

—No, claro que no. —De repente, su voz era mucho más amable—. No puedes sentirlo de la misma manera que yo. Ahora lo veo todo claro. Así debe de sentirse un clase uno todo el tiempo. Un uno bien atiborrado de ésperon.

—¿Qué sientes? ¿Qué?

—No son ellos, Karoly: es eso. Está vivo, Karoly, y es inconsciente, te lo aseguro.

—¿Inconsciente? —dijo D’Branin—. No, no puede ser. No estás leyéndolo bien. Admito que pueda ser una sola criatura, si tú lo dices: un gran y maravilloso viajero estelar. Pero ¿cómo va a ser inconsciente? Has percibido su mente, sus emanaciones telepáticas. Tú, todos los crey perceptivos, y tantos otros. Puede que sus pensamientos sean demasiado extraños para que los comprendas.

—Es posible. Pero lo que leo no es tan extraño, solo animal. Sus pensamientos son lentos, oscuros y ajenos, tan vagos que casi no llegan a ser pensamientos. Son como movimientos reflejos, fríos y distantes. De acuerdo, seguro que el cerebro es enorme, pero su función no es el pensamiento consciente.

—¿Qué quieres decir?

—El sistema de propulsión, D’Branin. ¿No lo sientes? ¿No sientes las pulsaciones? Están a punto de reventarme la cabeza. ¿No imaginas qué impulsa a tus malditos volcryn por la galaxia? ¿Y por qué evitan los pozos de gravedad? ¿No adivinas cómo se mueven?

—No —dijo D’Branin.

Pero, al tiempo que lo negaba, un destello de comprensión le cruzó el rostro, y apartó la vista de su compañera para dirigirla a la inmensidad del volcryn, las luces móviles, las velas ondeantes que avanzaban a través de los años luz, los siglos luz, los eones.

Cuando volvió a mirarla, dijo una sola palabra.

—Teke.

Ella asintió.

Melantha Jhirl levantó con esfuerzo la pistola de inyección y se la presionó contra una arteria. Con un sonoro silbido, la sustancia inundó su organismo. Se quedó recostada, reuniendo fuerzas, e intentó pensar. Ésperon, ésperon, ¿por qué era tan importante? Había matado a Lasamer; lo había convertido en víctima de sus propias capacidades latentes; había multiplicado su poder y su vulnerabilidad. Los poderes psiónicos. Todo giraba en torno a ellos.

La puerta interior de la esclusa se abrió, y entró el cadáver decapitado.

Avanzaba a sacudidas, arrastrando los pies de manera antinatural, sin levantar los pies del suelo. A medida que se acercaba iba hundiéndose, casi aplastado por su propio peso. Cada paso era repentino y torpe, como si alguna fuerza siniestra estuviera literalmente tirando de las piernas hacia delante, primero una, luego la otra. Se movía a cámara lenta, con los brazos caídos y rígidos.

Pero se movía.

Melantha hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y trató de apartarse de él a rastras, sin perder de vista sus avances ni un instante.

Sus pensamientos daban vueltas y vueltas en busca de la pieza que no encajaba, de la solución al problema de ajedrez, pero no encontraba nada.

El cadáver era más rápido que ella; iba ganándole terreno a las claras.

Melantha intentó levantarse. Se puso de rodillas con un gruñido; el corazón parecía a punto de estallarle. Luego levantó una rodilla. Trató de obligarse a incorporarse y a levantar la carga imposible que llevaba sobre los hombros, como si estuviera levantando pesas. Era fuerte, se dijo. Era un modelo perfeccionado.

Pero, cuando apoyó todo el peso sobre una pierna, los músculos no pudieron soportarlo. Se cayó torpemente, y el golpe que se dio contra el suelo fue como si se hubiera caído de lo alto de un edificio. Oyó un chasquido seco, y una punzada de dolor le recorrió el brazo, el brazo bueno, el que había usado para intentar detener la caída. El hombro le dolía a rabiar. Se tragó las lágrimas y el grito.

El cadáver ya iba por la mitad del pasillo. Se dio cuenta de que tenía las piernas rotas, pero no importaba. Lo sostenía una fuerza más grande que los tendones, los músculos y los huesos.

—Melantha…, te he oído… ¿Estás…? ¿Melantha?

—Cállate —gruñó a Royd. No podía malgastar aliento en chácharas.

Haciendo uso de todas las disciplinas que conocía, desterró el dolor. Pateó sin fuerzas y arañó con las botas en busca de puntos de apoyo. Se impulsó con el brazo intacto, sin prestar atención al dolor ardiente del hombro.

El cadáver seguía avanzando.

Melantha llegó a rastras hasta el umbral de la sala de estar y se escurrió por debajo del deslizador estrellado, con la esperanza de que eso retrasara a la cosa que había sido Thale Lasamer, que ya estaba a un metro de ella.

En la oscuridad, en la sala de estar donde había comenzado todo, Melantha Jhirl se quedó sin fuerzas.

Se estremeció y se quedó tendida en la alfombra mojada, y supo que no podía seguir. Al otro lado de la puerta, el cadáver estaba de pie, rígido.

El deslizador comenzó a agitarse y empezó a retroceder con breves chirridos metálicos, en movimientos pequeños y rápidos para despejar el camino.

El poder psiónico. Melantha habría querido maldecirlo y llorar. Deseó en vano tener un poder psiónico propio, un arma que hiciera explotar el cadáver que la perseguía impulsado por la teke. Era perfeccionada, pensó con desesperación, pero no lo suficiente. Sus padres le habían dado todos los dones genéticos que habían podido, pero los poderes psiónicos estaban fuera de su alcance. Los genes eran increíblemente raros, recesivos y…

De repente lo comprendió.

—Royd —dijo, empleando todas sus fuerzas en hablar. Estaba llorosa, mojada, asustada—. El selector… Muévelo con la teke. ¡Usa la teke!

—No puedo… —La respuesta era débil, afligida—. No… Madre…, solo ella… Yo no…, Madre.

—No, Madre no —dijo ella, desesperada—. Siempre dices… Madre. Me había olvidado… No es tu madre… Escucha…, eres un clon… Tienes sus genes…, también tienes… poder.

—No —dijo él—. No… Tiene que ser… ligado al sexo.

—¡No! No lo es. Lo sé. Soy de Prometeo… No discutas de genética… con una prometeica… ¡Gíralo!

El deslizador cayó dos palmos y se quedó escorado. El camino estaba abierto, y el cadáver avanzó.

—… intentando —dijo Royd—. Nada… ¡No puedo!

—Ella te curó —dijo Melantha amargamente—. Mejor que… la curaron… a ella… Antes de que nacieras… Pero solo está… reprimido… ¡Puedes!

—No… sé… cómo.

El cadáver se cernió sobre ella. Se detuvo. Las manos pálidas le temblaban y sufrían convulsiones. Las levantó a sacudidas, con las largas uñas pintadas como garras. Melantha soltó una maldición.

—¡Royd!

—Lo siento…

Ella lloró y tembló, y cerró el puño en un gesto inútil.

Y, de repente, la gravedad desapareció. Muy, muy lejos oyó gritar a Royd, y luego se hizo el silencio.

—Los destellos son ahora mucho más frecuentes —decía Karoly d’Branin—, o puede que sea sencillamente que estoy más cerca y los veo mejor. Son explosiones de índigo y violeta intenso, cortas; se desvanecen enseguida. Entre las redes… hay un campo, creo. Los destellos son partículas de hidrógeno, la materia ligera y etérea que ocupa el vacío entre las estrellas. Tocan el campo, entre los velos y los espolones, y resplandecen brevemente en la gama de la luz visible. Materia transformada en energía, creo. Mi volcryn se alimenta.

»Llena la mitad del universo; no se detiene. No podremos escapar, ¡qué triste! Agatha ya no está: ha quedado en silencio; tiene el visor lleno de sangre. Casi puedo ver la zona oscura, casi, casi. Tengo una visión extraña: en el centro hay una cara pequeña, ratonil, sin boca, nariz ni ojos; pero es una cara, de alguna manera, y está mirándome. El movimiento de los velos es muy sensual. La red se cierne sobre nosotros.

»Las luces… ¡Ah, las luces! ¡Las luces!

El cadáver se bamboleó con torpeza en el aire con las manos colgando, inertes. Melantha, mareada por la ingravidez, tuvo la súbita necesidad de vomitar. Se arrancó el casco, lo tiró y dio rienda suelta a sus náuseas, tratando de estar preparada para el ataque furioso de la Nómada Nocturno.

Pero el cuerpo de Thale Lasamer flotaba muerto y quieto, y nada más se movía en la oscura sala. Melantha, ya recuperada, se acercó al cadáver lentamente y le dio un leve empujón de prueba. Salió volando por la habitación.

—¿Royd? —preguntó, insegura.

No hubo respuesta.

Atravesó el hueco que daba a la sala de mando.

Y se encontró a Royd Eris suspendido en al aire, en su traje reforzado. Lo sacudió, pero no reaccionaba. Temblando, Melantha Jhirl buscó y encontró la forma de abrirle el traje. Lo tocó.

—Royd —dijo—, estoy aquí. Siénteme, Royd; aquí, estoy aquí; siénteme. —Terminó de quitarle el traje con facilidad y tiró las piezas por el aire—. Royd, Royd.

Muerto. Muerto. Su corazón se había rendido. Le dio puñetazos, lo golpeó, intentó que latiese de nuevo, que volviese a la vida. No latía. Muerto. Muerto.

Melantha Jhirl se apartó de él y, cegada por sus propias lágrimas, se acercó lentamente a la consola y miró.

Muerto. Muerto.

Pero el selector de gravedad artificial estaba en cero.

—Melantha —dijo una voz dulce que salía de las paredes.

He sostenido el alma cristalina de la Nómada Nocturno en mis manos.

Es de un rojo intenso, de muchas caras, del tamaño de mi cabeza y gélida al tacto. En sus profundidades escarlatas arden con fuerza dos chispitas de luz humeante, y a veces forman torbellinos.

Me he colado en las consolas, me he abierto camino más allá de los dispositivos de seguridad y de las redes cibernéticas, con cuidado de no estropear nada, y he posado mis manos desnudas en el gran cristal, a sabiendas de que ella vive allí.

Y no he sido capaz de eliminarla.

El fantasma de Royd me ha pedido que no lo haga.

Anoche volvimos a hablarlo, en la sala de estar, con una copa de coñac, mientras jugábamos al ajedrez. Por supuesto, Royd no puede beber, pero envía a su espectro para que me sonría y me dice cómo quiere mover sus piezas.

Me ofreció por enésima vez llevarme de vuelta a Avalón o a cualquier otro mundo que elija; me dice que salga al exterior y complete las reparaciones que abandonamos hace tantos años, para que la Nómada Nocturno pueda entrar otra vez en propulsión estelar.

Por enésima vez lo rechacé.

Ahora es más fuerte, no cabe duda. Al fin y al cabo, comparten genes y tienen el mismo poder. Cuando estaba a punto de morir, él también encontró la fuerza necesaria para grabar su personalidad en el gran cristal. Los dos dan vida a la nave, y pelean a menudo. A veces, ella le saca ventaja, y entonces la Nómada Nocturno hace cosas extrañas y erráticas: la gravedad aumenta o desaparece por completo; las mantas se me enredan alrededor de la garganta mientras duermo; los objetos me atacan desde rincones oscuros.

Pero eso se da cada vez con menos frecuencia. Cuando ocurre algo, Royd la detiene, o bien la detengo yo. Juntos, la Nómada Nocturno es nuestra.

Royd dice que es bastante fuerte por sí solo, que no me necesita realmente, que puede mantenerla a raya. Yo no estoy tan segura. En el tablero de ajedrez aún le gano nueve partidas de cada diez.

Además, hay que tener en cuenta otras cuestiones. Por ejemplo, nuestro trabajo. Karoly estaría orgulloso de nosotros. El volcryn entrará pronto en las nieblas del Velo del Tentador, y nosotros lo seguimos de cerca. Lo estudiamos, lo grabamos, hacemos todo lo que el viejo D’Branin habría querido que hiciéramos. Está todo guardado en el ordenador, en cintas y en papel, por si acaso alguna vez se borra el sistema. Será interesante ver como medra el volcryn en el Velo. Aquí la materia es muy densa, comparada con la insustancial dieta de hidrógeno interestelar de la que se ha alimentado la criatura durante infinitos eones.

Hemos intentado comunicarnos con él, sin éxito. No creo que sea inteligente. Y últimamente, Royd ha intentado imitarlo, reuniendo toda su energía para intentar mover la Nómada Nocturno por teke. Es extraño, pero a veces hasta su madre participa en la empresa. De momento no han conseguido nada, pero seguiremos intentándolo.

Así transcurre nuestro trabajo. Sabemos que nuestra investigación llegará a la humanidad. Royd y yo lo hemos hablado, y tenemos un plan.

Antes de morir, cuando se acerque mi hora, destruiré el cristal central y formatearé los ordenadores. Después pondré rumbo manual hacia las cercanías de algún mundo habitado. La Nómada Nocturno se convertirá en una nave fantasma, esta vez de verdad. Funcionará. Tengo todo el tiempo que necesito, y soy un modelo perfeccionado.

No tomaré en cuenta la alternativa, aunque es muy importante para mí que Royd me la recuerde una y otra vez. Seguro que podría terminar las reparaciones, y puede que Royd fuese capaz de controlar la nave sin mi ayuda y proseguir con el trabajo. Pero eso no es lo que cuenta.

Me equivoqué muchas veces: el ésperon, los monitores, mi control sobre los demás… Todos fueron errores míos, un castigo por mi soberbia. El fracaso duele. Cuando por fin lo toqué, por primera, única y última vez, su cuerpo aún estaba caliente. Pero él ya no estaba. Nunca sintió mi contacto. No pude mantener esa promesa.

Pero puedo mantener la otra.

No lo dejaré solo con ella.

Jamás.