Simón Kress vivía solo en una inmensa mansión a cincuenta kilómetros de la ciudad, entre colinas secas y rocosas. Por eso, cuando tuvo que salir de improviso para encargarse de cierto asunto de negocios, no pudo recurrir a ningún vecino para que le cuidara las mascotas. Por el caracará no tenía que preocuparse: había anidado en el campanario abandonado y ya estaba acostumbrado a alimentarse por su cuenta. Al orangutrol lo echó para que se buscara la vida: el monstruito podía comer babosas, pájaros y trepadores hasta hartarse. La gigantesca pecera de auténticas pirañas de la Tierra, en cambio, representaba un problema. Al final, Kress les echó una pata de vaca; si el viaje duraba más de lo previsto, siempre podían devorarse unas a otras. Ya había sucedido antes y le parecía graciosísimo.
Por desgracia, el viaje duró mucho más de lo previsto. Cuando por fin regresó, descubrió con gran irritación que todos los peces estaban muertos, igual que el caracará: el orangutrol había trepado al campanario y se lo había comido.
Al día siguiente voló a Asgard en su planeador. Asgard, a unos doscientos kilómetros de su casa, era la ciudad más importante de Baldur, y también contaba con el astropuerto más antiguo y concurrido. A Kress le encantaba impresionar a sus amistades con animales poco corrientes, entretenidos y caros, y solo se conseguían allí.
En aquella ocasión no tuvo suerte. Xenomascotas había cerrado; t’Etherane de los Animales intentó endilgarle otro jaracará, y en Aguas Extrañas no pudieron ofrecerle nada más exótico que pirañas, tiburones luminosos y calamares araña. Kress ya había tenido de todo; buscaba algo nuevo.
El atardecer lo encontró bajando por el bulevar Arcoiris en busca de tiendas donde no hubiera comprado antes. Tan cerca del astropuerto, las calles estaban llenas de comercios de artículos de importación. Grandes empresas multiplanetarias alternaban con angostos bazares de mala muerte: en unos, los imponentes escaparates exhibían artefactos alienígenas raros y costosos en cojines de fieltro, frente a un fondo de cortinajes oscuros que ocultaba el interior; los otros ofrecían un batiburrillo de todo tipo de cachivaches de otros mundos. Kress probó suerte en ambos tipos de comercio, con idéntico resultado.
De pronto se encontró ante una tienda diferente.
Estaba muy cerca del puerto, en una zona que no había visitado hasta entonces. Era una casa pequeña de una sola planta, entre un bar de euforia y un templo burdel de las Hermanas Secretas. A aquella altura, el bulevar Arcoiris se tomaba ostentoso y de mal gusto. La tienda también era poco común por lo llamativa.
En el interior del escaparate, una niebla trazaba volutas luminosas, cambiando de color: pasaba del rojo claro al gris de la niebla corriente, y luego se volvía dorada y brillante. Tras el cristal, Kress atisbo máquinas, obras de arte y otros objetos que no supo identificar, pero no los distinguía con claridad porque la niebla fluía sensualmente a su alrededor para mostrarle primero una cosa y luego otra, antes de envolverlas todas en su manto. El efecto era intrigante.
Ante sus ojos, la niebla empezó a dibujar letras, palabras, de una en una.
WO Y SHADE. IMPORTADORES. ARTEFACTOS, ARTE,
FORMAS DE VIDA Y MISCELÁNEA.
Las letras se detuvieron, y Kress captó un movimiento detrás de la niebla; eso, junto con lo de «formas de vida», fue más que suficiente. Se echó la capa al hombro y entró en el establecimiento.
Dentro se encontró desorientado. El interior le pareció enorme, mucho más grande de lo que dejaba entrever la relativamente modesta fachada. La sutil iluminación le daba un aire sosegado. El techo representaba un paisaje estelar precioso, muy oscuro y realista, con nebulosas espirales y todo. Los mostradores despedían un brillo tenue que ayudaba a destacar la mercancía expuesta. Los pasillos estaban alfombrados con niebla baja, que en algunos puntos llegaba casi hasta las rodillas y se le enroscaba en los pies al andar.
—¿En qué puedo ayudarlo?
La mujer parecía haber surgido de la niebla. Era alta, descarnada, muy pálida, e iba vestida con un cómodo mono gris y una extraña gorrita echada hacia atrás.
—¿Es usted Wo o Shade? —preguntó Kress—. ¿O una dependienta?
—Jala Wo, para servirte en lo que guste. Shade no atiende, y no contratamos dependientes.
—Tienen una tienda muy grande. Me extraña no haber oído hablar de ustedes.
—Acabamos de inaugurar este establecimiento en Baldur, pero contamos con franquicias en otros mundos. ¿Qué desea el señor? ¿Obras de arte, tal vez? Tiene aspecto de coleccionista. Disponemos de unas hermosas tallas en cristal de los nor t’alush.
—No, gracias, me sobran tallas de cristal. Vengo a por una mascota.
—¿Una forma de vida?
—Sí.
—¿De otro mundo?
—Por supuesto.
—Ahora mismo tenemos un mímico, del Mundo de Celia. Es un simio pequeño y muy listo. No solo aprenderá a hablar: acabará por imitar su voz, la entonación, los gestos…, hasta las expresiones faciales.
—Adorable —replicó Kress—. Y de lo más común. Dos cosas que no me interesan. Busco algo exótico, desacostumbrado y todo lo contrario de adorable. Detesto los animalitos adorables. Ahora mismo tengo un orangutrol importado de Cotho, que me costó una fortuna, y de vez en cuando le echo de comer una camada de gatitos. Eso es lo que hago con las cositas adorables. ¿Me explico?
Wo le dedicó una sonrisa enigmática.
—¿Ha tenido alguna vez un animal que lo adorara?
—Alguno que otro. Pero no quiero que me adoren, Wo, sino que me diviertan.
—No me ha entendido. —Wo seguía con la misma extraña sonrisa—. Hablo de adoración en el sentido literal.
—No la sigo.
—Me parece que tengo justo lo que necesita. Venga, por favor.
Lo guió entre los resplandecientes mostradores y por un largo pasillo lleno de niebla bajo la luz de las falsas estrellas. Traspasaron una muralla de neblina y llegaron a otra sección de la tienda, donde se detuvieron ante un gigantesco tanque de plástico que parecía un acuario.
Wo le hizo señas para que se acercara, y entonces pudo ver que en realidad se trataba de un terrario. En su interior se extendía un desierto en miniatura, de unos dos metros cuadrados, teñido de un rojizo claro a la escasa luz. Divisó rocas: basalto, cuarzo y granito. Y en cada rincón había un castillo.
Kress entrecerró los ojos, miró mejor y corrigió la primera impresión: solo quedaban tres castillos; el cuarto estaba en ruinas. Los otros tres, toscos pero intactos, eran de piedra y arena, y unas criaturas diminutas pululaban y trepaban por las almenas y pórticos redondeados. Kress apretó la nariz contra el plástico.
—¿Son insectos?
—No —respondió Wo—. Se trata de una forma de vida mucho más compleja, y también más inteligente. Mucho más inteligente que su orangutrol, no le quepa duda. Son reyes de la arena.
—Insectos —repitió Kress al tiempo que se apartaba del tanque—. No importa lo complejos que sean. —Torció el gesto—. Y por favor, no me venga con que son inteligentes. En seres tan diminutos no cabe más que un cerebro muy elemental.
—Tienen una mente colectiva, una mente colmena —replicó Wo—. Para ser exactos, una mente castillo. Lo cierto es que en el tanque no hay más que tres organismos, porque el cuarto ha muerto. Ya ve que ha caído el castillo.
—Mentes colmena, ¿eh? —Kress volvió a contemplar el tanque—. Muy interesante, pero al fin y al cabo no es más que un hormiguero enorme. Estoy buscando algo mejor.
—Se enfrentan en guerras.
—¿Cómo que guerras? Hum. —Kress escudriñó el interior.
—Por favor, fíjese en los colores.
Wo señaló los bichos del castillo más cercano. Uno estaba rascando la pared del tanque, y Kress lo examinó. En su opinión, no cabía duda de que era un insecto, poco más largo que una uña, con seis patas y seis ojos diminutos distribuidos por todo el cuerpo. Las amenazadoras mandíbulas se abrían y cerraban en el aire, y las antenas largas y finas se agitaban trazando dibujos invisibles; al igual que los ojos y las patas, eran negras como el carbón, pero el color dominante era el naranja óxido de la coraza.
—Es un insecto —volvió a repetir Kress.
—No es ningún insecto —insistió Wo sin perder la calma—. El exo-esqueleto acorazado se desprende cuando crecen. Si es que crecen, cosa que no sucederá en un tanque de este tamaño. —Cogió a Kress por el codo para guiarlo hasta el siguiente castillo—. Fíjese en estos colores.
Desde luego, eran diferentes. Los reyes de la arena de aquel castillo tenían la coraza de un rojo vivo, y las antenas, las mandíbulas, los ojos y las patas amarillos. Kress miró el otro lado del tanque: los habitantes del tercer castillo superviviente eran de color marfil con un ribete rojo.
—Hum.
—Como le he dicho, se enfrentan en guerras. Hasta establecen treguas y alianzas. Fue una alianza lo que destruyó el cuarto castillo del tanque: los negros estaban multiplicándose en exceso, así que los demás unieron fuerzas para destruirlos.
—No deja de tener su gracia, pero también guerrean los insectos. —Kress no era fácil de convencer.
—Los insectos no adoran —argumentó Wo.
—¿Perdón?
Wo sonrió y señaló el castillo. Kress se fijó mejor: en la pared de la torre más alta había un rostro tallado, y lo identificó enseguida: era la cara de Jala Wo.
—¿Cómo…?
—Proyecté un holograma de mi rostro en el tanque durante algunos días. La faz de dios, ¿comprende? Yo les doy de comer, estoy siempre cerca… Los reyes de la arena tienen un sentido psiónico rudimentario, telepatía de proximidad. Me perciben y muestran su adoración decorando los edificios con mi semblante. ¿Lo ve? Está en todos los castillos.
El rostro tallado de Jala Wo era sereno y pacífico, y extremadamente realista. Kress se quedó asombrado ante el trabajo.
—¿Cómo lo hacen?
—Las patas delanteras funcionan como brazos, y tienen una especie de dedos, tres tentáculos pequeños muy flexibles. Además, cooperan bien, tanto para construir como para guerrear. Recuerde que todos los del mismo color comparten una mente.
—¿Qué más puede contarme?
—La mauces vive en el castillo —prosiguió Wo con una sonrisa—. Yo la llamo «mauces»; es un juego de palabras, porque es tanto madre como devoradora. Es una hembra del tamaño de un puño que no se mueve. En realidad, reyes de la arena no es un nombre muy adecuado, porque los satélites son siervos y guerreros, y quien gobierna de verdad es la reina. Pero tampoco esa analogía es correcta. Lo más preciso sería considerar cada castillo como una criatura única, un individuo hermafrodita.
—¿Qué comen?
—Los satélites comen una papilla predigerida que les proporciona la mauces tras varios días de elaboración. Es lo único que les admite el estómago, así que, si muere la mauces, no tardan en seguirla. En cuanto a ella…, come cualquier cosa. No le supondrá ningún coste adicional; basta con sobras.
—¿Y alimento vivo? —quiso saber Kress. Wo se encogió de hombros.
—La mauces se come a los satélites de los otros castillos, sí.
—He de reconocer que me ha picado la curiosidad. Si no fueran tan pequeños…
—Los suyos pueden crecer más. Estos reyes de la arena son pequeños porque el tanque es reducido: al parecer, limitan su crecimiento para adaptarse al espacio disponible. Si los traslada a un tanque más grande, seguirán creciendo.
—Hum. Tengo un acuario de pirañas el doble de grande que este tanque, y ahora mismo está vacío. Podría limpiarlo, llenarlo de arena…
—La casa Wo y Shade se encargará de la instalación con sumo gusto.
—Por supuesto, quiero cuatro castillos intactos —señaló Kress.
—Así será.
Pasaron a discutir el precio.
Tres días más tarde, Jala Wo llegó a la residencia de Simón Kress con los reyes de la arena aletargados y los operarios que iban a hacerse cargo de la instalación. Los ayudantes de Wo no se parecían a ningún alienígena que hubiera visto Kress en su vida: eran bípedos, achaparrados, con cuatro brazos y ojos multifacetados. Tenían la piel gruesa y correosa, retorcida aquí y allá en forma de púas, cuernos y protuberancias. Eran fuertes y buenos trabajadores, y Wo les daba órdenes en un idioma musical que Kress no había oído nunca.
Terminaron en menos de una jornada. Trasladaron el acuario de las pirañas al centro del espacioso salón y colocaron alrededor los sofás para dejarlo bien a la vista; limpiaron el tanque, llenaron dos tercios con piedras y arena, e instalaron un sistema de iluminación especial para proporcionar a los reyes de la arena la tenue luz rojiza que precisaban y para proyectar imágenes holográficas en el interior. En la parte superior pusieron una cubierta de plástico rígido con un mecanismo para introducir el alimento.
—Así podrá darles de comer sin quitar la tapa —explicó Wo—. No deje que escapen los satélites bajo ningún concepto.
En la cubierta superior iban también los mandos de control climático que regulaban la humedad del interior del terrario.
—Les conviene un ambiente seco, pero no en exceso —dijo Wo.
Por último, un trabajador se metió en el tanque y cavó con sus cuatro brazos un hoyo profundo en cada rincón. Otro fue sacando de una en una las mauces aletargadas de los embalajes criogénicos opacos y pasándoselas. Su aspecto no era ni remotamente interesante: parecían trozos de carne moteada medio podrida. Pero con boca.
El alienígena enterró cada una en un rincón del tanque; después lo sellaron y se marcharon.
—El calor revivirá a las mauces, y los satélites eclosionarán y saldrán a la superficie en menos de una semana —aseguró Wo—. Deles bien de comer; van a necesitar mucha energía para establecerse. Creo que empezarán a construir castillos en unas tres semanas.
—¿Y qué hay de mi cara? ¿Cuándo tallarán mi cara?
—Encienda el proyector dentro de un mes. Y por favor, tenga paciencia —aconsejó—. Si le surge alguna duda, no deje de llamamos. Wo y Shade están a su servicio. —Hizo una reverencia cortés antes de salir.
Kress volvió junto al tanque y se encendió un liadito. El desierto parecia deshabitado, silencioso. Impaciente, tamborileó en el plástico con los dedos y frunció el ceño.
Al cuarto día, Kress creyó atisbar movimientos bajo la arena, una leve agitación subterránea.
El quinto día divisó el primer satélite, blanco y solitario.
El sexto día contó hasta una docena, blancos, rojos y negros. Los naranjas iban con retraso. Les echó unas sobras medio podridas, y los satélites las percibieron al instante, se precipitaron hacia ellas y arrastraron los trozos a sus respectivos rincones. Cada grupo del mismo color estaba muy bien organizado, y no hubo peleas. Kress se quedó algo decepcionado, pero optó por darles tiempo.
Los naranjas aparecieron al octavo día; para entonces, los demás reyes de la arena ya habían empezado a arrastrar piedrecitas y erigir fortalezas rudimentarias. Seguían sin tener enfrentamientos, y todavía no habían alcanzado ni la mitad del tamaño de los de Wo y Shade, pero a Kress le dio la sensación de que crecían a buen ritmo.
A mediados de la segunda semana, los castillos empezaron a tomar forma. Batallones organizados de satélites arrastraban pesados trozos de arenisca y granito a sus rincones, donde otros satélites los colocaban valiéndose de las mandíbulas y los tentáculos. Kress se había comprado unas lentes de aumento para observar los progresos que tuvieran lugar en cualquier punto del tanque, e iba dando vueltas en torno a las altas paredes de plástico para no perder detalle. Era un espectáculo fascinante. Los castillos resultaban demasiado elementales para su gusto, pero se le ocurrió una idea: al día siguiente, junto con la comida, metió en el tanque trozos de obsidiana y cristales de colores, que pocas horas más tarde quedaron incorporados a los muros de las fortificaciones.
El negro quedó terminado en primer lugar, y después, el blanco y el rojo. Los naranjas, como de costumbre, fueron los últimos. Kress empezó a llevarse la comida al salón para observarlos desde el sofá. La primera guerra podía estallar en cualquier momento.
Se llevó una decepción: pasaron los días, y los castillos fueron haciéndose más altos y magníficos, y aunque Kress solo se apartaba del tanque para ir al baño o atender las llamadas de trabajo más imprescindibles, seguía sin ver ningún enfrentamiento. Empezaba a enfadarse.
Al final, dejó de alimentarlos.
Dos días después de que dejara de llegar el suministro de sobras procedente del cielo, cuatro satélites negros rodearon a uno naranja y se lo llevaron a rastras a su mauces. Lo mutilaron cortándole las mandíbulas, las antenas y las patas antes de meterlo por la sombría puerta de su castillo en miniatura, de donde no volvió a salir. No había pasado ni una hora cuando casi medio centenar de satélites naranjas cruzó la arena y atacó el otro rincón, pero los negros que salieron de las profundidades los superaban en número, y cuando terminó la pelea, tras la masacre de los atacantes, los muertos y moribundos se convirtieron en alimento para la mauces negra.
Kress estaba encantado y muy satisfecho de su ingenio. Cuando al día siguiente echó alimento en el tanque, se entabló una batalla de tres bandos, y los blancos vencieron. A partir de entonces, las guerras se sucedieron.
Transcurrido casi un mes desde que Jala Wo instalara a los reyes de la arena, Kress encendió el proyector de hologramas, y su rostro se materializó en el tanque. Iba dando vueltas poco a poco, para posar la mirada en los cuatro castillos por igual. En opinión de Kress, le habían sacado un parecido más que aceptable: el holograma tenía su misma sonrisa picara, la boca grande y unos buenos mofletes. Los ojos azules brillaban; el pelo canoso estaba bien peinado con raya a un lado, y las cejas eran finas y exquisitas.
Los reyes de la arena no tardaron en ponerse a trabajar. Siempre que proyectaba su imagen desde el cielo, Kress los alimentaba de manera generosa. Las guerras se interrumpieron temporalmente, y toda la actividad se centró en la adoración.
Su rostro apareció en los muros de los castillos.
Al principio, las cuatro tallas le parecieron iguales, pera al observar con detenimiento las reproducciones empezó a detectar diferencias sutiles, tanto en la técnica como en el estilo. Los rojos eran más creativos, y habían dado el toque gris del cabello con diminutos trocitos de pizarra. El ídolo de los blancos parecía más joven y travieso, mientras que la cara que habían creado los negros, aunque prácticamente igual trazo por trazo, transmitía más bondad e inteligencia. Como siempre, los naranjas fueron los últimos y los más torpes. Se habían llevado la peor parte en las guerras, y su castillo era patético en comparación con los demás. La imagen que tallaron era basta y caricaturesca, y por lo visto no tenían la menor intención de seguir trabajando en ella. Kress se enfureció, pero ¿qué podía hacer?
Una vez terminados todos los rostros, Kress apagó el holograma y organizó una fiesta para impresionar a sus amigos. Hasta se le ocurrió provocar una guerra para que la presenciaran. Canturreando alegremente para sus adentros, se puso a hacer la lista de invitados.
La fiesta fue todo un éxito.
Kress convocó a treinta personas: un grupito de amigos íntimos que compartían sus gustos, unas cuantas antiguas amantes y una serie de rivales en los negocios y en la vida social que no podían permitirse el lujo de rechazar su invitación. Sabía que los reyes de la arena incomodarían a unos cuantos e incluso los ofenderían. De hecho, contaba con ello. Simón Kress consideraba un fracaso cualquier fiesta de la que no se marchara escandalizado al menos un asistente.
Casi sin pensarlo, añadió a la lista el nombre de Jala Wo. «Si quiere, venga con Shade», propuso al dictar la invitación.
En cierto modo le sorprendió que aceptara. «Aunque lamento comunicarle que Shade no podrá asistir, ya que no toma parte en acontecimientos sociales —añadía Wo—. Personalmente, tengo un gran interés en ver cómo van sus reyes de la arena».
Kress les sirvió una cena suntuosa. Cuando empezaron a decaer las conversaciones, y la mayoría de los invitados estaban ya aturdidos por el vino y los liaditos, sorprendió a todos vaciando en persona los restos de comida en un cuenco grande.
—Venid conmigo —indicó—. Quiero enseñaros mis últimas mascotas.
Con el cuenco en las manos encabezó la marcha hacia el salón.
Los reyes de la arena estuvieron a la altura de sus expectativas, y con creces. Como preparativo, les había hecho pasar hambre dos días enteros, y se mostraron de lo más belicosos. Los invitado# se situaron en torno al tanque y miraron por las lupas que les había proporcionado el siempre atento Kress, y ante sus ojos, los reyes de la arena se enzarzaron en una gloriosa batalla por las sobras. Cuando terminó la pelea, contó casi sesenta satélites muertos. Los rojos y los blancos, que habían forjado una alianza, se llevaron casi toda la comida.
—Eres repugnante —dijo Cath m’Lane. Habían vivido juntos una breve temporada, hacía ya dos años, hasta que casi lo sacó de quicio con su sensiblería empalagosa—. Qué imbécil he sido al volver aquí. Creía que habías cambiado, que querías disculparte. —No le había perdonado nunca que su orangutrol se comiera a un cachorrito asquerosamente mono al que Cath tenía mucho cariño—. No vuelvas a invitarme jamás, Simón.
Se marchó airada, seguida de su amante de turno y un coro de carcajadas.
Los otros invitados, en cambio, tenían muchas preguntas. Querían saber, por ejemplo, de dónde venían los reyes de la arena.
—Me los ha proporcionado la casa Wo y Shade, Importadores —respondió con un gesto cortés en dirección a Jala Wo, que había permanecido aparte y en silencio casi toda la velada.
O por qué decoraban los castillos con su imagen.
—Porque, como es bien sabido, todo lo bueno procede de mí. —La respuesta fue recibida con risitas.
Y si volverían a luchar.
—Claro que sí, pero no será esta noche. No se preocupen: habrá más fiestas.
Jad Rakkis, que era aficionado a la xenología, se puso a hablar sobre otros insectos sociales y sus guerras.
—Estos reyes de la arena tienen gracia, pero nada más. Deberías leer acerca de las hormigas soldado de la Tierra, por ejemplo.
—Los reyes de la arena no son insectos —intervino Jala Wo con aspereza, pero Jad estaba lanzado, y nadie prestó atención a la mujer. Kress le sonrió y se encogió de hombros.
Malada Blane propuso que hicieran apuestas cuando volvieran a reunirse para presenciar otra guerra, y todos se mostraron encantados con la idea, a la que siguió una discusión de lo más animada sobre las bases y las reglas, que duró casi una hora. Por fin, los invitados empezaron a retirarse. Jala Wo se rezagó hasta el final.
—Mis reyes de la arena han causado sensación, ¿eh? —comentó Kress cuando estuvieron a solas.
—Se han adaptado muy bien. Ya son más grandes que los míos.
—Sí, menos los naranjas.
—Ya me he fijado —asintió Wo—. Parece que son más escasos, y tienen un castillo más endeble.
—Alguno tiene que salir perdiendo. Los naranjas fueron los últimos en salir y establecerse, y están pagándolo.
—Perdone que le haga esta pregunta, pero ¿está alimentando bien a los reyes de la arena?
—De cuando en cuando, los pongo a dieta —replicó Kress encogiéndose de hombros—. Así son más belicosos.
—No hace falta que pasen hambre. —Wo frunció el ceño—. Ya entrarán en guerra a su debido tiempo, por los motivos que correspondan. Está en su naturaleza. Así presenciará usted conflictos deliciosamente sutiles y complejos. La guerra continua provocada por el hambre es degradante y carece de todo valor artístico.
El ceño fruncido de Kress no tuvo nada que envidiar al de Wo.
—Está usted en mi casa, y aquí soy yo quien decide qué es degradante y qué no. Alimenté a los reyes de la arena siguiendo las instrucciones que me dio, y no lucharon.
—Tiene que ser paciente.
—No. Al fin y al cabo, soy su dios. ¿Por qué voy a quedarme esperando a que sigan sus impulsos? No peleaban tan a menudo como me convenía, así que enmendé la situación.
—Ya. Bien, lo consultaré con Shade.
—No es asunto de ninguno de los dos —replicó Kress, brusco.
—En ese caso, le deseo buenas noches —manifestó Wo con resignación. Mientras se ponía el abrigo para salir, le dedicó una última mirada de reproche—. Mire bien los rostros, Kress —advirtió—. Mire bien los rostros.
Cuando se marchó, el desconcertado Kress volvió al salón para examinar los castillos. Los rostros estaban donde siempre, pero… Se puso las lentes de aumento para observar con más detalle y, en efecto, creyó apreciar un nuevo matiz, apenas perceptible: parecía que la expresión de las caras había variado un poco, que la sonrisa tenía un toque más retorcido, casi malicioso. Aun así, el cambio, si es que realmente había alguno, era muy sutil, y Kress acabó por atribuirlo a la autosugestión, de modo que decidió no volver a invitar a Jala Wo a ninguna fiesta.
Durante los meses siguientes, Kress y una docena de amigos se reunieron todas las semanas para lo que dieron en llamar «juegos de guerra». Superada la fascinación inicial por los reyes de la arena, Kress pasaba menos tiempo junto al tanque y más dedicado a los negocios o a la vida social, aunque seguía divirtiéndole presenciar guerras en buena compañía. Siempre tenía a los combatientes al borde del hambre, con consecuencias fatales para los reyes naranjas, que fueron desapareciendo ostensiblemente, hasta el punto de que Kress se preguntaba si su mauces habría muerto; pero los demás no parecían tan afectados.
A veces, por la noche, cuando no podía dormir, se llevaba una botella de vino al salón y se pasaba horas a solas, bebiendo y observando a los reyes, sin otra iluminación que la mortecina luz rojiza de su desierto en miniatura. Casi siempre había alguna contienda en un lugar u otro del tanque; si no la había, era sencillo provocarla con solo dejar caer algún pedacito de comida.
Empezaron a cruzar apuestas en las batallas semanales, como había sugerido Malada Blane. Kress ganó una buena cantidad apostando por los blancos, que se habían convertido en la colonia más fuerte y numerosa del tanque, con el castillo más espectacular. En cierta ocasión movió la tapa para dejar caer la comida ante el castillo blanco, en lugar de en el centro como de costumbre, de manera que los otros tuvieran que atacar a los blancos en su fortaleza si querían hacerse con una parte del alimento. Así sucedió, pero la defensa de los blancos fue formidable, y Kress ganó cien estándares a Jad Rakkis.
La verdad era que Rakkis perdía sumas considerables con los reyes de la arena casi todas las semanas. Decía ser un experto en el tema porque los había investigado a fondo después de la primera fiesta; sin embargo, a la hora de apostar, nunca tenía suerte. En opinión de Kress, los supuestos conocimientos de Jad eran simple fanfarronería. Él también había visitado la biblioteca en sus ratos libres, movido por una vaga curiosidad, para tratar de averiguar de qué mundo procedían sus mascotas, pero no había ningún tipo de información. Se le ocurrió ponerse en contacto con Wo para preguntarle, pero tenía otras cosas en la cabeza y siempre lo postergaba.
Un buen día, tras un mes en el que había perdido más de un millar de estándares, Jad Rakkis acudió a los juegos de guerra con una cajita de plástico bajo el brazo. Dentro había un ser semejante a una araña, cubierto de un fino vello rubio.
—Es una araña de la arena —anunció—. Procede de Cathaday. Se la he comprado esta tarde a t’Etherane de los Animales. Por lo general les quitan las bolsas de veneno, pero esta las tiene intactas. ¿Te apuntas, Simón? Quiero recuperar el dinero que he perdido. Araña de la arena contra reyes de la arena, mil estándares.
Kress examinó la araña encerrada en su prisión de plástico. Los reyes de la arena habían crecido mucho, ya doblaban en tamaño a los de Wo, tal como había augurado ella, pero seguían pareciendo diminutos en comparación con aquella bestia, que además era venenosa. No obstante, los reyes eran mucho más numerosos, y además sus guerras interminables empezaban a resultar aburridas. La novedad del enfrentamiento le picó la curiosidad.
—Venga. Tú eres tonto, Jad. Los reyes de la arena atacarán a este bicho tan feo hasta que se lo carguen.
—El tonto eres tú. —Rakkis sonreía—. La araña de la arena cathadayense suele alimentarse de alimañas que se esconden en madrigueras ocultas en grietas y recovecos, así que la mía irá derechita a los castillos para comerse a las mauces; observa y verás.
La carcajada fue general. Solo Kress puso cara de fastidio: no se le había ocurrido aquella posibilidad.
—Bueno, vamos allá —replicó, irritado, y fue a servirse otra copa.
La araña era tan grande que no cabía por el compartimiento de la comida, así que entre Rakkis y otros dos apartaron la tapa del tanque, y Malada Blane le entregó la caja. Rakkis la sacudió para soltar la araña, que aterrizó suavemente en una duna diminuta, ante el castillo rojo, y se quedó confusa un momento, sin dejar de abrir y cerrar las mandíbulas al tiempo que agitaba las patas con actitud amenazadora.
—¡Vamos! —exclamó Rakkis.
Rodearon el tanque, y Simón Kress se puso las gafas de aumento. Si iba a perder mil estándares, al menos no se le escaparía ni un detalle.
Los reyes de la arena habían visto al intruso. La actividad cesó en todo el castillo. Los diminutos satélites rojos quedaron petrificados, a la espera.
La araña se dirigió hacia la oscura puerta, que parecía tan prometedora. Desde la torre, el semblante de Simón Kress observaba impasible.
Se produjo un frenesí de actividad. Los satélites rojos más cercanos adoptaron una formación de doble cuña y cargaron contra la araña. Del castillo salió una oleada de guerreros que creó una triple barrera para defender la cámara subterránea donde vivía la mauces. Los exploradores regresaron de sus travesías por el mar de dunas para unirse a la batalla.
Empezó el combate.
Los reyes de la arena se lanzaron contra la araña. Las mandíbulas que se cerraban alrededor de las patas y el abdomen ya no soltaban la presa. Rojo sobre dorado, treparon al lomo del invasor, mordiendo, desgarrando. Uno consiguió llegar hasta un ojo y arrancarlo con los diminutos tentáculos amarillos. Kress lo señaló y sonrió.
Pero eran pequeños, muy pequeños, y no tenían veneno; y la araña no se detuvo. Sacudió las patas para liberarse de los reyes de la arena que la rodeaban; otros perecieron desgarrados entre sus mandíbulas goteantes. Ya había muerto una docena de rojos, y la araña de la arena seguía avanzando. Salvó la triple barrera de guardianes situada ante el castillo. Las líneas se cerraron en torno a ella, sobre ella, en combate desesperado. Kress vio que un grupo de reyes le había arrancado una pata. Más defensores saltaron de las torres para caer sobre la masa palpitante.
Pese a estar completamente cubierta de reyes de la arena, la araña consiguió avanzar a trompicones y desaparecer en la oscuridad del interior del castillo.
Jad Rakkis exhaló un largo suspiro; estaba muy pálido.
—Es genial —comentó alguien.
Malada Blane dejó escapar una risita ronca.
—¡Mirad! —Idi Noreddian agarró a Kress por el brazo.
Estaban tan concentrados en la lucha que tenía lugar en un rincón que ninguno había advertido lo que ocurría en el resto del tanque. Pero cuando cesó la acción, y sobre la arena no quedaron más que satélites rojos muertos, lo vieron: tres ejércitos habían formado ante el castillo rojo, muy quietos, en perfecta alineación, hilera tras hilera de reyes blancos, negros y naranjas. Todos a la espera de lo que saldría de las profundidades.
—Un cordón sanitario —dijo el sonriente Kress—. Y no te pierdas los otros castillos, Jad.
Rakkis miró hacia donde señalaba y soltó una imprecación. Equipos de satélites se afanaban en sellar las puertas con arena y piedras. Si la araña se las arreglaba para sobrevivir al enfrentamiento, no le resultaría fácil entrar en los demás castillos.
—Debería haber traído cuatro arañas —bufó—. Aun así, he ganado. Mi araña está comiéndose a tu puñetera mauces.
Kress no respondió, sino que aguardó con la mirada fija en los movimientos que tenían lugar entre las sombras.
De repente, los satélites rojos salieron por la puerta en oleadas, ocuparon sus puestos por todo el castillo y empezaron a reparar los daños causados por la araña. Los otros ejércitos se disolvieron y se retiraron a sus respectivos rincones.
—Creo que estás algo confundido sobre quién está comiéndose a quién, Jad —señaló Simón Kress.
La semana siguiente, Rakkis apareció con cuatro estilizadas serpientes plateadas. Los reyes de la arena se ocuparon de ellas sin grandes dificultades. Después probó con un pájaro negro de buen tamaño, que se comió a más de treinta satélites blancos, aparte de destruirles el castillo con sus movimientos frenéticos; pero al final se le cansaron las alas, y allí donde aterrizaba, los reyes de la arena se abalanzaban en masa sobre él. Lo siguiente fue una caja de insectos, unos escarabajos acorazados que guardaban cierta semejanza con los reyes. Pero eran completamente idiotas. Una alianza de negros y naranjas les rompió la formación, los dividió y los masacró.
Rakkis empezó a dar pagarés a Kress.
Más o menos por las mismas fechas, Kress fue a cenar a su restaurante favorito de Asgard y allí se encontró a Cath m’Lane. Se acercó un momento a su mesa para hablarle de los juegos de guerra e invitarla a asistir cuando quisiera. Ella se puso roja de ira, pero logró serenarse y lo miró con ojos gélidos.
—Alguien tiene que pararte los pies, Simón, y me parece que voy a ser yo.
Kress se encogió de hombros, disfrutó de una cena excelente y no volvió a pensar en la amenaza.
Pero, una semana después, una mujer menuda y recia llamó a su puerta y le mostró la muñequera de policía.
—Hemos recibido una denuncia. ¿Tiene en casa un tanque lleno de insectos peligrosos, Kress?
—No son insectos —replicó, airado—. Venga, se los enseñaré.
En cuanto vio a los reyes de la arena, la agente negó con un movimiento de cabeza.
—Esto no puede ser. Además, ¿qué sabe de estos animales? ¿De qué mundo proceden? ¿Tiene permiso de la junta ecológica? ¿Ha pedido una licencia para tenerlos aquí? Según la denuncia, son carnívoros y posiblemente peligrosos. También nos han dicho que poseen cierto grado de inteligencia. ¿De dónde los ha sacado?
—De Wo y Shade —respondió Kress.
—No me suenan de nada. Seguramente los introdujeron de contrabando porque sabían que la junta ecológica no daría la aprobación. Imposible, señor Kress, tengo que confiscar el tanque y destruirlo. Y cuente con una serie de multas.
Kress le ofreció cien estándares para que se olvidara de él y de los reyes de la arena. La mujer chasqueó la lengua.
—Y además, tendré que presentar cargos por intento de soborno.
La agente no se dejó convencer por menos de dos mil estándares.
—Entiéndalo, no va a ser sencillo —explicó—. Tendré que alterar datos, borrar informes y falsificar una licencia de los ecologistas, además de acallar a la denunciante. ¿Qué hago si vuelve a llamar?
—Yo me ocupo de ella —dijo Kress—. Yo me ocupo de ella.
Por la noche, tras meditar la cuestión, hizo unas cuantas llamadas.
En primer lugar llamó a t’Etherane de los Animales.
—Quiero un perro, un cachorrito.
El mofletudo mercader se quedó mirándolo boquiabierto.
—¿Un cachorrito? ¿Qué te ha dado, Simón? Anda, pásate por la tienda: tengo un montón de criaturas preciosas.
—Quiero un cachorrito de características muy concretas —insistió Kress—, toma nota; voy a describírtelo.
A continuación llamó a Idi Noreddian.
—Idi, necesito que vengas esta noche con tu equipo holográfico. Estoy pensando en grabar una batalla de los reyes de la arena para regalársela a cierta amiga.
Después de la grabación, Simón Kress se quedó despierto hasta muy tarde. Se quedó embobado viendo un polémico programa nuevo en el sensorio, se preparó algo ligero para cenar, se fumó un par de liaditos y abrió una botella de vino.
Muy satisfecho, volvió al salón con la copa en la mano.
Las luces estaban apagadas. El brillo rojo del terrario daba a las sombras un tono sanguinolento y febril. Se acercó a sus dominios, espoleado por la curiosidad de saber qué tal les iba a los negros con la reconstrucción del castillo que había destrozado el perrito.
Las reparaciones progresaban, pero, al examinar las obras a través de las gafas de aumento, vio el rostro y se sobresaltó.
Se apartó, pestañeó, le dio un buen trago a la copa y volvió a mirar.
Seguía teniendo sus rasgos, pero eran diferentes, retorcidos: las mejillas estaban hinchadas como las de un cerdo, y la sonrisa era una mueca malévola; la cara rezumaba maldad.
Fue a observar los otros castillos, un tanto inquieto. Los rostros, si bien eran diferentes, en el fondo reflejaban lo mismo. Los naranjas habían prescindido de cualquier detalle, y aun así el resultado era monstruoso, burdo, con una boca brutal y ojos carentes de toda inteligencia. Los rojos le habían puesto una sonrisa satánica, crispada, con las comisuras de los labios retorcidas en una mueca espantosa. Y los blancos, sus favoritos, habían tallado un dios idiota y cruel.
Simón Kress estrelló la copa de vino contra la pared.
—¿Cómo os atrevéis? —masculló—. No vais a comer en una semana, cabrones —amenazó con voz estridente—. Así aprenderéis.
Se le ocurrió una idea. Salió a zancadas de la estancia y regresó con una antigua espada arrojadiza de hierro en la mano. Medía un metro de largo y aún tenía punta. Kress sonrió, se encaramó al borde del tanque y apartó la tapa un poco, lo justo para dejar al descubierto el rincón del desierto donde estaba el castillo blanco. Se inclinó, clavó la espada en el castillo y la movió a un lado y a otro, y destrozó torres, muros, almenas. La arena y las piedras enterraron a los satélites que trataban de huir como podían. Un simple giro de muñeca le bastó para destruir los rasgos insolentes de la caricatura que los reyes de la arena habían hecho de su rostro. A continuación, dirigió la punta de la espada contra la boca oscura que se abría hacia la cámara de la mauces y empujó con todas sus fuerzas. Encontró cierta resistencia antes de oír un sonido débil, acuoso. Todos los satélites se estremecieron y se desplomaron. Satisfecho, Kress retiró la espada.
Se quedó mirando el tanque. ¿Habría matado a la mauces? La punta de la espada estaba húmeda y pegajosa… Pero, al final, los reyes blancos empezaron a moverse otra vez. Despacio, débilmente, pero se movían.
Se disponía a colocar la tapa en su sitio y repetir la operación en un segundo castillo cuando sintió que algo le correteaba por la mano.
Gritó, soltó la espada y se sacudió al rey de la arena, que cayó a la alfombra, donde lo pisoteó hasta oír un crujido y siguió pisoteándolo mucho después de haberlo matado. Después, tembloroso, se apresuró a sellar bien el tanque y corrió a ducharse y a examinarse con detenimiento hasta el último centímetro de la piel. Incluso hirvió la ropa que llevaba puesta.
Más tarde, tras varias copas de vino, volvió al salón, algo avergonzado por haberse dejado asustar así por el rey de la arena. Pero no tenía la menor intención de volver a abrir el tanque: en adelante, la tapa permanecería siempre sellada, aunque seguía decidido a castigar a los demás.
Kress optó por engrasarse las neuronas con otro vino y encontró la inspiración en el fondo de la copa. Sonriente, hizo unos cuantos ajustes en los controles de humedad del tanque.
Cuando por fin se quedó dormido en el sofá con la copa de vino todavía en la mano, los castillos de arena se desmoronaban bajo la lluvia.
Los golpes airados en la puerta despertaron a Kress, que se incorporó mareado y con un martilleo constante en la cabeza. Mientras se dirigía a la entrada, pensó que no había peor resaca que la del vino.
Fuera se encontró con Cath m’Lane.
—¡Eres un monstruo! —gritó ella con la cara enrojecida, hinchada, surcada de lágrimas—. Maldito seas. Me he pasado la noche llorando, pero se acabó, Simón. Se acabó.
—Calma, calma —replicó con las manos en las sienes—. Tengo resaca.
La mujer soltó un taco y lo apartó de un empujón para entrar. El orangutrol se asomó a una esquina para ver a qué venía tanto jaleo. Cath le escupió y entró en la sala como una furia. Kress la siguió sin poder detenerla.
—¡Espera! ¿Adonde vas? No puedes… —Se detuvo de repente, horrorizado. Cath llevaba una maza enorme en la mano izquierda—. ¡No!
Fue directa al tanque de los reyes de la arena.
—¿No les tienes tanto cariño a tus pequeñines? Pues ahora vas a vivir con ellos.
—¡Cath! —aulló.
La mujer agarró la maza con ambas manos, la balanceó y descargó un golpe con todas sus fuerzas en la pared del tanque. El ruido del impacto le taladró la cabeza a Kress, que dejó escapar un gorgoteo de espanto, pero el plástico resistió. Cath blandió la maza de nuevo, y esta vez se oyó un crujido que se materializó en una telaraña de grietas finas.
Kress se abalanzó sobre ella antes de que tuviera tiempo de asestar un tercer golpe, y cayeron enzarzados al suelo. La mujer soltó la maza y lo agarró por el cuello, pero él se liberó y le dio un mordisco en el brazo tan fuerte que la hizo sangrar. Se levantaron, jadeantes.
—¿Por qué no te miras al espejo, Simón? —bufó amargamente—. Tienes la boca llena de sangre; pareces uno de tus bichos. ¿Te gusta el sabor?
—¡Fuera de aquí! —gritó él. Vio la espada arrojadiza donde la había soltado la noche anterior y la cogió—. ¡Fuera de aquí! —repitió al tiempo que enfatizaba las palabras blandiendo el arma—. ¡No se te ocurra acercarte al tanque!
Cath se le rió en la cara.
—No te atreverías. —Se agachó y recogió la maza.
Kress soltó un alarido y arremetió contra ella, y antes de darse cuenta ya le había atravesado el abdomen. Cath m’Lane lo miró, desconcertada, y luego bajó la vista hacia la espada. Kress retrocedió gimoteando.
—No era mi intención… Solo quería…
La mujer estaba paralizada, sangrante, muerta, pero seguía en pie.
—Monstruo —consiguió decir, aunque tenía la boca llena de sangre.
Se giró de manera imposible, con la espada todavía clavada, y descargó la maza sobre el tanque con sus últimas fuerzas. La pared torturada saltó en mil pedazos, y una avalancha de plástico, arena y barro enterró a Cath m’Lane.
Kress se subió al sofá entre grititos histéricos.
Los reyes de la arena empezaron a salir a la superficie del lodazal en que se había transformado el salón y corretearon sobre el cadáver de Cath. Unos cuantos se aventuraron a cruzar la alfombra. Otros los siguieron.
Se quedó mirando como formaban una columna, una hilera viviente y retorcida que transportaba una cosa informe y babosa, parecido a un trozo de carne cruda del tamaño de una cabeza humana, y se lo llevaban lejos del tanque. Aquella cosa palpitaba.
Fue entonces cuando Kress no pudo más y salió huyendo.
No juntó valor para regresar hasta bien entrada la tarde. Había cogido el planeador y había volado hasta la ciudad más próxima, a unos cincuenta kilómetros de su casa, a punto de vomitar de puro terror. Pero, una vez lejos y a salvo, se había refugiado en un pequeño restaurante donde, tras tomarse varios cafés y un par de pastillas antirresaca, y desayunar a conciencia, poco a poco fue recuperando la compostura.
Había sido una mañana espantosa, pero con darle vueltas no ganaba nada. Pidió otro café y sopesó la situación con gélida racionalidad.
Cath m’Lane estaba muerta; la había matado. Podía informar a la policía y alegar que había sido un accidente… No, no lo creerían. La había atravesado con la espada, y eso después de decir que iba a ocuparse de ella. Sería mejor hacer desaparecer las pruebas y rezar porque no hubiera comunicado a nadie su intención de visitarlo. Era lo más probable: no había recibido su regalito hasta la noche anterior, había acudido sola y, según sus propias palabras, no había hecho otra cosa que llorar. Perfecto. Solo tenía que deshacerse de un cadáver y un planeador.
Los reyes de la arena ya eran harina de otro costal: a aquellas alturas, todos habrían escapado del tanque, y se le ponían los pelos de punta solo con imaginárselos por la casa, correteando por la cama y por la ropa, infestando la comida. Se estremeció e hizo lo posible por sobreponerse a la repugnancia. Al fin y al cabo, no sería muy difícil acabar con ellos. No tenía que dar cuenta de todos los satélites; bastaría con encargarse de las cuatro mauces. Una tarea perfectamente posible, porque eran grandes y solo tenía que encontrarlas y liquidarlas.
Antes de volver a casa, Simón Kress fue de compras. Adquirió un pielfina completo para cubrirse de los pies a la cabeza, unas cuantas bolsas de veneno para trepadores en granulos y un pulverizador de pesticida tan fuerte que era ilegal. También se hizo con un imán de remolque.
Puso manos a la obra metódicamente en cuanto aterrizó. Lo primero que hizo fue enganchar el planeador de Cath al suyo con el imán. Al registrarlo, tuvo el primer golpe de suerte: el chip de cristal con el holograma grabado por Idi Noreddian de la pelea de los reyes de la arena estaba en el asiento delantero. Era un detalle que lo tenía preocupado.
Una vez tuvo preparados los dos planeadores, se puso el pielfina y entró a buscar el cadáver de Cath.
No lo encontró.
Estuvo un rato hurgando en la arena ya casi seca hasta que no le cupo ninguna duda: el cuerpo había desaparecido. ¿Habría conseguido alejarse de allí por sus propios medios, aunque fuera arrastrándose? No parecía probable, pero aun así la buscó. En la primera inspección de la casa no vio ni rastro del cadáver, ni tampoco de los reyes de la arena. No quería entretenerse en buscar más a fondo mientras siguiera aparcado en la puerta el planeador que podía incriminarlo; tendría que ocuparse del asunto más tarde.
A unos setenta kilómetros al norte de la mansión de Kress había una cordillera de volcanes activos. Voló hasta allá remolcando el planeador de Cath, lo soltó del imán al pasar sobre la boca del más grande y lo vio desaparecer en la lava.
Ya había anochecido cuando regresó, así que se tomó unos momentos para reflexionar. Pensó en volver a la ciudad y pasar allí la noche, pero desechó la idea: tenía cosas que hacer; aún no estaba a salvo.
Esparció el veneno granulado por el exterior de la casa, con la seguridad de que a nadie le parecería sospechoso porque siempre había tenido problemas con los trepadores. A continuación preparó el bidón de pesticida y se aventuró a entrar.
Fue de habitación en habitación, encendiendo las luces a su paso hasta quedar rodeado de un fulgor artificial. Hizo un poco de limpieza en el salón y volvió a meter la tierra y los fragmentos de plástico en el tanque roto. Como se había temido, seguía sin haber rastro de los reyes de la arena. Los castillos, reblandecidos por el bombardeo de agua que había desencadenado sobre ellos, estaban deformados, en ruinas, y lo poco que quedaba iba desmoronándose a medida que se secaba.
Prosiguió la búsqueda con ademán resuelto y el bidón de pesticida a la espalda.
En la bodega más profunda de la casa encontró el cadáver de Cath m’Lane.
Estaba al pie de un tramo empinado de escaleras, con las extremidades separadas como si se hubiera caído, y los satélites blancos le correteaban por encima. Ante los ojos de Kress, el cadáver avanzaba a sacudidas por el suelo de tierra prensada.
Soltó una carcajada y subió la luz al máximo. En el rincón más distante, entre dos estantes de botellas, se veía un agujero oscuro y un castillo pequeño y bajo de barro. En la pared de la bodega, Kress distinguió un esbozo de su rostro.
El cadáver volvió a desplazarse unos centímetros en dirección al castillo. De repente, Kress se imaginó a la mauces blanca esperando con avidez. ¡Qué situación más absurda! Podría comerse un pie de Cath, pero nada más. Se echó a reír de nuevo y empezó a bajar la escalera con el dedo en el gatillo de la manguera que llevaba enroscada en el brazo derecho. Cientos de reyes de la arena, moviéndose como uno solo, abandonaron el cadáver y se dispusieron en formación de combate, en ordenadas líneas blancas entre la mauces y él.
A medio camino, Kress cambió de idea. Sonrió y dejó de apuntarlos con la manguera, deleitándose con su ingenio.
—La verdad es que no había quien tragara a Cath, y con vuestro tamaño va a ser aún más difícil. Venga, voy a echaros una mano, que para eso están los dioses.
Volvió a subir la escalera y no tardó en regresar con un cuchillo de carnicero. Los reyes de la arena aguardaron pacientes mientras cortaba a Cath m’Lane en trozos pequeños, más digeribles.
Aquella noche, Simón Kress durmió con el pielfina puesto y el pesticida al alcance de la mano, pero fue una precaución innecesaria. Los blancos, saciados, no salieron del sótano, y de los demás no había señal alguna.
Por la mañana, cuando hubo terminado de limpiar el salón, no quedaban más señales de la lucha que había tenido lugar allí que el tanque roto.
Tomó un almuerzo ligero y prosiguió la búsqueda de los reyes desaparecidos. A plena luz del día no le resultó difícil encontrarlos. Los negros se habían instalado en el jardín de piedras, donde habían erigido un castillo a base de cuarzo y obsidiana. Los rojos estaban en el fondo de la piscina, que llevaba años sin utilizar y había ido llenándose de arena arrastrada por el viento. Vio satélites de ambos colores, y muchos cargaban con granulos de veneno que llevaban a sus mauces. Kress optó por no utilizar el pesticida. ¿Para qué arriesgarse a combatirlos si podía dejar que surtiera efecto el veneno? Las dos mauces estarían muertas antes del anochecer.
Solo le quedaban por localizar los reyes naranjas. Kress recorrió la finca varias veces, trazando una espiral cada vez más amplia, pero no aparecían por ninguna parte. El día era seco y caluroso, y el pielfina le hacía sudar, así que llegó a la conclusión de que tampoco tenía tanta importancia. Si estaban por allí, también se habrían comido el veneno, como los rojos y los negros.
De camino a la casa pisoteó a unos cuantos reyes de la arena con cierta satisfacción. Una vez dentro se quitó el pielfina, disfrutó de una comida deliciosa y por fin se relajó. Todo estaba bajo control. Dos mauces no tardarían en morir; tenía localizada a la tercera para ocuparse de ella en cuanto dejara de serle útil, y la cuarta no andaría muy lejos. En cuanto a Cath, había borrado todo indicio de su visita.
El momento de placidez llegó a su fin cuando el visualizador empezó a parpadear. Era Jad Rakkis, que llamaba para alardear de unos gusanos caníbales que pensaba llevar a los juegos de guerra de aquella noche.
Kress se había olvidado por completo de la cita, pero respondió con prontitud.
—¡Jad! No sabes cuánto lo siento. Se me pasó decírtelo: ya me he cansado de todo este rollo y me he deshecho de los reyes de la arena. Eran unos bichos asquerosos. Lo siento, pero esta noche no hay fiesta.
—¿Y qué hago yo ahora con los gusanos? —protestó indignado Rakkis.
—Ponlos en una cesta bonita y mándaselos a un ser querido —respondió Kress antes de cortar la comunicación.
Se apresuró a llamar a los demás; lo que menos falta le hacía era que se le llenara de gente la casa con los reyes de la arena vivos y campando por sus respetos.
Mientras estaba llamando a Idi Noreddian, Kress se dio cuenta de que había pasado por alto un detalle de lo más inconveniente. La pantalla empezó a aclararse, señal de que habían respondido al otro lado, y Kress cortó la comunicación. Idi llegó puntual una hora más tarde. Se sorprendió de que se hubiera cancelado la fiesta, pero nada podía complacerla más que pasar la velada a solas con Kress. Escuchó encantada el relato de cómo había reaccionado Cath ante el holo que habían grabado, y de paso se cercioró de que no había comentado con nadie su pequeña travesura. Asintió con satisfacción y volvió a llenar las copas de vino. La botella casi se había terminado.
—Vamos a abrir otra. Ven conmigo a la bodega y ayúdame a elegir una buena cosecha, que siempre has tenido mejor paladar que yo.
Idi lo siguió feliz, pero se detuvo titubeante cuando Kress abrió la puerta y la invitó a precederlo escaleras abajo.
—¿Por qué no enciendes la luz? —preguntó—. ¿Y qué es ese olor tan raro, Simón?
Una expresión de desconcierto le cruzó la cara cuando Kress la empujó, y cayó gritando por la escalera. Kress cerró la puerta y la condenó con los tablones y el martillo neumático que había dejado preparados. Casi había terminado cuando oyó el gemido de Idi.
—Me he hecho daño. ¿Qué pasa aquí, Simón?
Entonces soltó un chillido, y enseguida empezaron los alaridos. Duraron horas. Kress se metió en el sensorio y se puso una comedia picante para no oírlos.
Cuando estuvo seguro de que había muerto, remolcó su planeador hasta los volcanes y lo dejó caer. El imán había sido una buena inversión.
Por la mañana, cuando fue a echar un vistazo, oyó unos ruidos extraños al otro lado de la puerta de la bodega, como si alguien escarbase. Se quedó escuchando un momento, inquieto. ¿Habría sobrevivido Idi Noreddian? ¿Estaría arañando la puerta para tratar de salir? Era imposible; sin duda se trataba de los reyes de la arena. A Kress no le hicieron la menor gracia las implicaciones que podía tener aquello, así que optó por dejar la puerta cerrada, al menos de momento, y salió al jardín con una pala para enterrar a la mauces roja y a la negra en sus propios castillos.
Se encontró con que estaban vivas y coleando.
El castillo negro centelleaba lleno de fragmentos de vidrio volcánico, cubierto de reyes de la arena que hacían reparaciones y mejoras. La torre más alta le llegaba a Kress a la cintura, y lucía una caricatura repulsiva de su rostro. Cuando se acercó, la actividad de los negros cesó al instante, y se alinearon en dos amenazadoras falanges. Kress echó un vistazo hacia atrás y vio a otros dispuestos para cortarle la retirada. Sobresaltado, dejó caer la pala y salió de la trampa a toda velocidad, aplastando a varios satélites con las botas.
El castillo rojo se alzaba por las paredes de la piscina, con la mauces a salvo en un lecho rodeado de arena, cemento y almenas. Los rojos correteaban por el fondo, y Kress vio como transportaban a un trepador y un lagarto de buen tamaño al interior de la guarida. Retrocedió, horrorizado, y sintió que algo crujía bajo sus pies. Al bajar la vista, vio tres satélites que le subían por la pierna. Se los sacudió y los pisoteó hasta matarlos, pero otros ya se acercaban rápidamente. Eran mayores de lo que recordaba, algunos casi tan grandes como su pulgar.
Echó a correr. Llegó a la seguridad de la casa con el corazón acelerado y sin aliento; cerró la puerta y echó el cerrojo. Se suponía que la mansión era a prueba de alimañas; allí estaría a salvo.
Una buena copa lo ayudó a calmarse. Bien, el veneno no les hacía el menor efecto. Tendría que habérselo imaginado; Wo le había dicho que la mauces podía comer de todo. Habría que utilizar el pesticida. Kress se tomó otra copa para ir sobre seguro, se puso el pielfina y se colgó el bidón a la espalda antes de abrir la puerta.
Fuera lo aguardaban los reyes de la arena.
Se encontró frente a dos ejércitos, aliados contra el enemigo común. Eran más de los que habría podido imaginar; las puñeteras mauces debían de estar procreando como trepadores. Formaban una marea reptante que se extendía por doquier.
Kress empuñó la manguera y apretó el gatillo. Una niebla gris barrió la primera hilera de reyes. Movió la mano de izquierda a derecha.
Allí donde se posaba la niebla, los reyes de la arena se estremecían y morían entre espasmos. Kress sonrió: no eran rivales para él. Trazó un arco más amplio y dio un paso al frente con seguridad sobre el lecho de cadáveres rojos y negros. Los ejércitos retrocedieron. Kress avanzó con intención de abrirse camino hasta las mauces…
La retirada cesó al instante. Un millar de reyes de la arena se abalanzaron sobre él.
Kress había previsto el contraataque y no cedió terreno, sino que blandió ante sí la espada de niebla trazando amplios arcos. Los reyes se arrojaban a él y morían, pero unos pocos conseguían pasar: no podía rociar en todas las direcciones a la vez. Notó cómo le trepaban por las piernas y sintió los inútiles mordiscos de las mandíbulas en el plástico reforzado del pielfina. No les prestó atención y siguió pulverizando pesticida.
Entonces empezó a notar leves impactos en la cabeza y los hombros.
Kress se estremeció, se volvió y levantó la mirada. La fachada de su casa era un hervidero de reyes de la arena, rojos y negros, a cientos. Se lanzaban sobre él como granizo, caían a su alrededor. Uno fue a aterrizar sobre el visor frontal, con las mandíbulas buscándole los ojos; fue un momento espantoso, hasta que se lo quitó de encima.
Levantó la manguera y roció el aire, roció la casa, roció hasta dejar a los reyes que caían sobre él muertos o moribundos. La niebla de pesticida se le posó encima y lo hizo toser. Tosió y tosió sin dejar de rociar. Solo cuando hubo limpiado del todo la fachada volvió a fijarse en el suelo.
Estaba rodeado. Docenas de reyes le correteaban por encima, cientos se acercaban para atacarlo. Volvió el pulverizador contra ellos, pero la manguera dejó de funcionar; Kress oyó un fuerte siseo, y la mortífera nube de pesticida se elevó de entre sus hombros cubriéndolo, ahogándolo, quemándole los ojos, cegándolo. Se palpó la espalda en busca de la boca del bidón, y sacó la mano cubierta de reyes agonizantes. Le habían cortado la manguera, la habían destrozado a dentelladas. Estaba envuelto en un manto de pesticida, ciego. A trompicones, entre gritos, corrió de vuelta a la casa quitándose de encima reyes de la arena a manotazos.
Ya dentro, cerró la puerta, se tiró al suelo y rodó por la alfombra adelante y atrás hasta estar seguro de haberlos aplastado a todos. El bidón estaba vacío, aunque todavía emitía un leve siseo. Kress se quitó el pielfina a toda prisa y se metió en la ducha. El agua caliente le escaldó la piel hasta dejársela enrojecida, pero solo así se quitó la sensación de tener miles de patitas correteándole por todo el cuerpo.
Se puso las prendas más gruesas que tenía, recias y de cuero, y eso después de sacudirlas, nervioso.
«Mierda —repetía una y otra vez—. Mierda». Aunque tenía la garganta seca, no se atrevió a sentarse a beber un trago hasta haberse asegurado de que no había ningún peligro en el vestíbulo. «Mierda». Las manos le temblaban al servirse la copa, y derramó buena parte del licor sobre la alfombra.
El alcohol lo ayudó a calmarse, pero no le quitó el miedo. Volvió a llenar la copa y se acercó a la ventana con cautela. Los reyes de la arena correteaban por la gruesa lámina de material plástico. Se estremeció y corrió hacia la consola de comunicaciones: necesitaba ayuda, ¡necesitaba ayuda! Llamaría a las autoridades, y ta policía acudiría con lanzallamas y…
A media llamada, Simón Kress se detuvo y dejó escapar un gemido. No podía llamar a la policía; tendría que decirles que los blancos estaban en la bodega, y entonces encontrarían los cadáveres. Tal vez la mauces hubiera acabado ya con Cath m’Lane, pero no con Idi Noreddian. Imposible; ni siquiera la había troceado. Además, seguro que quedaban los huesos. No, la policía sería el último recurso.
Se quedó sentado ante la consola con el ceño fruncido. El equipo de comunicaciones, que ocupaba toda la pared, le permitía contactar con cualquier persona en Baldur. Disponía de dinero en abundancia, y también de astucia. Siempre había estado orgulloso de su astucia: se las arreglaría para enderezar la situación.
Se le pasó por la cabeza llamar a Wo, pero no tardó en descartar la idea. Wo sabia demasiado, hacía demasiadas preguntas, y no confiaba en ella. No, Kress necesitaba a alguien que obedeciera sin cuestionarlo.
Poco a poco, el gesto de preocupación del rostro de Kress se transformó en una sonrisa. Tenía contactos, claro, Marcó un número que no había utilizado en mucho, mucho tiempo.
La cara de una mujer fue cobrando forma en la videopantalla: pelo blanco, expresión vacua, nariz ganchuda. La voz sonó enérgica, eficiente.
—¿Qué tal los negocios, Simón?
—Los negocios, bien, Lissandra. Quiero encargarte un trabajo.
—¿Una recogida? Las tarifas han subido desde la última vez. Flan pasado diez años, por si no te has dado cuenta.
—Te pagaré bien —replicó Kress—. Ya sabes que soy generoso. Te necesito para un control de plagas.
—Los eufemismos sobran, Simón. —La mujer esbozó una sonrisa forzada—. Esta línea es segura.
—No, lo digo en serio. Tengo cierto problema con una plaga; unos bichos peligrosos. Quiero que te ocupes de ellos sin hacer preguntas, ¿entendido?
—Entendido.
—Perfecto. Harán falta…, no sé, tres o cuatro agentes, con equipos de pielfina ignífugos, y que traigan lanzallamas, láseres o lo que sea, pero de esa índole. Venid a mi casa y enseguida veréis el problema. Son bichos, muchos bichos. Encontraréis unos castillos en el jardín de rocas y en la piscina que ya no uso. Destruidlos y acabad con todo lo que haya dentro. Luego llamad a la puerta, y os diré qué más hay que hacer. ¿Podéis venir cuanto antes?
El rostro de la mujer era impasible.
—Nos podremos en marcha antes de una hora.
Lissandra cumplió su promesa y llegó en un estilizado planeador negro junto con tres agentes. Kress los observó, seguro y protegido, desde la ventana del segundo piso. Los oscuros pielfinas de plástico les ocultaban el rostro. Dos portaban lanzallamas, y el tercero, un cañón láser y explosivos. Lissandra iba con las manos vacías: Kress la reconoció por su manera de dar órdenes.
El planeador realizó una primera pasada a baja altura para hacerse una idea general de la situación, y los reyes de la arena enloquecieron. Los satélites rojos y los ébano corretearon frenéticos. Kress alcanzaba a vislumbrar el castillo del jardín de rocas, que tenía ya la altura de una persona. Una multitud de defensores negros patrullaba las almenas; otros se sumergían en las entrañas de la edificación en una riada constante.
El planeador de Lissandra se posó junto al de Kress, y los subalternos bajaron de un salto con las armas listas. Tenían un aspecto inhumano y funesto.
El ejército negro formó entre ellos y el castillo. Los rojos… De pronto, Kress se dio cuenta de que ya no veía a los rojos por ninguna parte. Parpadeó sorprendido. ¿Dónde se habían metido?
Lissandra señaló y gritó una orden, y los dos que llevaban lanzallamas se situaron frente a los reyes negros. Tras un estertor ronco, las armas empezaron a rugir y a escupir largas lenguas de fuego azul y escarlata. Los reyes de la arena quedaron carbonizados y muertos. Los subalternos dirigían las llamaradas a un lado y a otro siguiendo una pauta coordinada y eficaz, avanzando con pasos cautelosos y bien calculados.
El ejército negro ardió y se desintegró, y los satélites huyeron en todas direcciones; algunos, hacia el castillo; otros, hacia el enemigo. Ninguno pudo ni acercarse a los tipos de los lanzallamas. Los empleados de Lissandra eran muy profesionales.
De pronto, uno tropezó.
O eso pareció. Kress miró con atención y#vio que el suelo había cedido bajo los pies del hombre. «Túneles», pensó con un estremecimiento de pánico. Túneles, fosos, trampas: el subalterno se hundió en la arena hasta la cintura, y de repente, el suelo pareció entrar en erupción a su alrededor, y se vio cubierto de reyes rojos. Soltó el lanzallamas y empezó a manotear enloquecido para quitarse de encima a aquellos seres, sin dejar de lanzar alaridos espantosos.
Tras una breve vacilación, su compañero lo apuntó con el arma y abrió fuego. La llamarada engulló al hombre y a los reyes por igual. Los gritos cesaron al instante. Satisfecho, el agente del segundo lanzallamas dio otro paso hacia el castillo… y reculó cuando se le hundió el pie hasta el tobillo. Trató de sacarlo y retroceder, pero la arena cedió a su alrededor. Perdió el equilibrio, se tambaleó agitando los brazos, y los reyes lo cubrieron como un manto en ebullición mientras se retorcía y rodaba, olvidando el inútil lanzallamas.
Kress aporreó la ventana como loco.
—¡El castillo! —gritó—. ¡Id a por el castillo!
Lissandra, que se había quedado atrás, junto al planeador, lo oyó e hizo una seña. El del cañón láser apuntó y disparó. El rayo cortó en dos el castillo y luego descendió para destruir los parapetos de arena y piedra. Las torres se derrumbaron, y el rostro de Kress se desintegró. El láser horadó el suelo, en busca de su presa, y del castillo solo quedó un montón de arena. Pero los satélites negros no se detuvieron: la mauces estaba enterrada a gran profundidad; el láser ni la había tocado.
Lissandra dio otra orden, y el hombre dejó a un lado el láser, preparó un explosivo y se lanzó a la carga: saltó sobre el cadáver humeante del primer subalterno, cayó en terreno firme en el jardín de rocas de Kress y lo arrojó. La bola explosiva acertó de pleno a las ruinas del castillo negro. Una luz al rojo blanco cegó a Kress, y el aire se llenó de arena, piedras y satélites. Por un momento, el polvo lo oscureció todo. Del cielo llovían reyes de la arena, y restos de reyes.
Los satélites negros habían muerto.
—¡En la piscina! —gritó Kress—. ¡Hay otro castillo en la piscina!
Lissandra lo entendió al momento. El suelo estaba cubierto de negros inmóviles, pero los rojos habían retrocedido a toda prisa y estaban reagrupándose. El hombre titubeó antes de sacar otra bola explosiva. Dio un paso adelante, pero Lissandra lo llamó, y echó a correr en dirección a ella.
A partir de ahí, todo fue sencillo. En cuanto el hombre llegó al planeador, Lissandra despegó. Kress corrió hacia la ventana de otra habitación para no perderse detalle. El planeador pasó en vuelo rasante sobre la piscina, y el empleado fue dejando caer las bombas sin correr el menor riesgo. Tras la cuarta pasada, el castillo quedó irreconocible, y los reyes de la arena dejaron de moverse.
Pero Lissandra era minuciosa: hizo que su subalterno siguiera bombardeando los dos castillos y luego retomara el cañón láser y trazara metódicas líneas entrecruzadas para asegurarse de que no podía quedar nada vivo bajo la tierra.
Por fin llamaron a la puerta de Kress, que les abrió con una sonrisa demente.
—Ha sido precioso. Precioso.
Lissandra se quitó la máscara del pielfina.
—Esto no va a salirte barato, Simón. He perdido a dos agentes, y eso sin contar el peligro que he corrido yo.
—Claro, claro —barbotó Kress—. Te pagaré lo que me pidas, Lissandra, en cuanto acabes.
—¿Qué queda por hacer?
—Tienes que limpiar la bodega. Hay otro castillo. Y nada de explosivos ahí dentro, que no quiero que se me caiga la casa encima.
—Ve a por el lanzallamas de Rajk —ordenó Lissandra a su agente—. Espero que siga intacto.
El hombre regresó armado, listo, silencioso. Kress los llevó a la bodega.
La gruesa puerta seguía condenada, tal como la había dejado, pero parecía un poco combada hacia fuera, como si algo la presionara desde el interior. Aquello, unido al silencio que reinaba en torno a ellos, inquietó a Kress, quien se quedó a buena distancia de la puerta mientras el agente de Lissandra quitaba los clavos y los tablones.
—¿Es seguro utilizar eso aquí dentro? —preguntó observando el lanzallamas—. Tampoco quiero que provoquéis un incendio.
—Los aniquilaremos con el láser —explicó Lissandra—. Seguramente no nos hará falta el lanzallamas, pero prefiero tenerlo a mano por si acaso. Hay cosas peores que un incendio, Simón.
Kress asintió. El hombre retiró el último tablón de la puerta de la bodega. Seguía sin escucharse el menor sonido procedente de abajo. Lissandra dio una orden, y el subalterno retrocedió un paso para situarse detrás de ella apuntando a la puerta con el lanzallamas. La mujer volvió a ponerse la máscara, empuñó el láser, dio un paso adelante y abrió.
Nada se movió. Nada rompió el silencio. Abajo reinaba la oscuridad.
—¿Hay luz? —preguntó Lissandra. #
—Dentro, junto a la puerta, a la derecha —respondió Kress—. Cuidado con los peldaños: son muy empinados.
Ella avanzó otro paso, se cambió el láser a la mano izquierda y tanteó con la derecha, en busca del interruptor. No pasó nada.
—Estoy tocándolo, pero no…
En aquel momento, retrocedió y se puso a gritar. Un gigantesco rey blanco se le había enganchado a la muñeca, y la sangre manaba a través del pielfina allí donde le había clavado las mandíbulas. Era tan grande como su mano.
Lissandra corrió despavorida y empezó a golpearse la mano contra la pared más cercana, con un ruido fuerte, carnoso, una y otra vez, una y otra vez. Al final, el rey de la arena se desprendió, y ella cayó de rodillas con un gemido.
—Me he roto los dedos —dijo en voz baja. La sangre seguía manando, y el láser había quedado junto a la puerta de la bodega.
—Yo ahí no entro —declaró el empleado con voz clara y firme.
Lissandra levantó la cabeza y lo miró.
—Nada de bajar. Quédate en la puerta e incinéralo todo, ¿entendido?
El hombre asintió.
—¡Mi casa! —exclamó Simón Kress, quejumbroso. Tenía el estómago revuelto. El rey blanco era tan, tan grande… ¿Cuántos más habría allí abajo?—. No. Déjalo estar. He cambiado de opinión. Déjalo.
Lissandra no lo entendió, y le enseñó la mano cubierta de sangre y de una sustancia negra verdosa.
—Tu amiguito me ha perforado el guante, Simón, y ya has visto cuánto me ha costado quitármelo de encima. Me importa una mierda tu casa: no sé qué hay ahí abajo, pero vamos a matarlo.
Kress casi ni la oyó. Le parecía ver movimiento entre las sombras, más allá de la puerta de la bodega. Se imaginó a todo un ejército blanco aprestándose a atacar, un batallón de reyes tan grandes como el que había mordido a Lissandra. Imaginó cientos de patas diminutas que lo levantaban por los aires y lo llevaban abajo, a la oscuridad donde la mauces aguardaba hambrienta. Y tuvo miedo.
—No —repitió.
No le hicieron caso.
Kress se tiró sobre el subalterno de Lissandra y le dio un empujón en la espalda justo cuando se disponía a disparar. El hombre soltó un gruñido, perdió el equilibrio y cayó hacia la oscuridad. Kress oyó como rodaba escaleras abajo, y luego hubo otros sonidos: correteos, dentelladas, ruidos acuosos.
Se volvió para enfrentarse a Lissandra. Estaba empapado en sudor frío, pero al mismo tiempo sentía una excitación extraña, enfermiza, casi sexual.
Los ojos tranquilos y fríos de Lissandra se clavaron en él a través de la máscara.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó cuando Kress levantó el láser que ella había soltado—. ¡Simón!
—Voy a firmar la paz —respondió con una risita—. No le harán daño a su dios, ¿verdad que no? A un dios bueno y generoso no se le hace daño. Pero yo fui cruel, les hice pasar hambre, y ahora tengo que compensarlos.
—Estás loco —dijo Lissandra.
Fueron sus últimas palabras. Kress le abrió un agujero en el pecho por el que habría cabido una mano, y luego arrastró el cadáver por el suelo para tirarlo por las escaleras de la bodega. Los ruidos se hicieron más fuertes: chasquidos quitinosos, raspaduras, ecos densos y pegajosos… Kress volvió a condenar la puerta con clavos.
Mientras se alejaba de allí lo invadió una honda satisfacción que cubrió el miedo como una capa de almíbar, y tuvo la sospecha de que aquel sentimiento no procedía de él.
Su intención era huir de la casa, volar a la ciudad y pasar la noche, o tal vez el año, en un hotel. Sin embargo, sin saber muy bien por qué, empezó a beber. Bebió y bebió durante horas, vomitó con tremenda fuerza en la alfombra del salón, y en algún momento debió de quedarse dormido. Cuando despertó, en la casa reinaba la oscuridad.
Se acurrucó en el sofá. Oía ruidos. Algo se movía por las paredes. Estaban por todas partes. Se le había agudizado el oído de manera extraordinaria: cada crujido casi imperceptible era el paso de un rey de la arena. Cerró los ojos y esperó, aguardando a sentir su roce aterrador, sin moverse por miedo a tocar a alguno.
Sollozó y permaneció inmóvil un buen rato, pero no pasó nada.
Volvió a abrir los ojos. Estaba temblando. Poco a poco, las sombras empezaron a suavizarse. La luz de la luna entraba por las altas ventanas, y la vista fue acostumbrándosele a la penumbra.
El salón estaba desierto. Allí no había nada, ¡nada! Solo pavores de la ebriedad.
Simón Kress se armó de valor, se levantó y encendió la luz.
Nada. Ni un movimiento en la habitación.
Escuchó. Nada. Ni el menor sonido. Las paredes guardaban silencio. Todo habían sido imaginaciones, miedos.
El recuerdo de Lissandra y de lo que acechaba en la bodega lo asaltó a su pesar, y le produjo una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Por qué había hecho semejante necedad? Podría haberla ayudado a quemarlos, a matarlos. Entonces, ¿por qué…? No, en el fondo lo sabía. La mauces lo había obligado, la mauces le había inducido el pánico. Según Wo, tenía poderes psiónicos incluso cuando era pequeña; cuánto no tendría tras haber crecido tanto… Había devorado a Cath y a Idi, y ya tenía otros dos cadáveres. Seguiría creciendo. Y le gustaba la carne humana.
Se echó a temblar, pero consiguió dominarse. A él no le haría daño. Él era dios. Y los blancos siempre habían sido sus favoritos.
Recordó cómo la había herido con la espada arrojadiza, antes de que llegara Cath. Cath, puñetera Cath.
No podía seguir allí. La mauces volvería a tener hambre y, dado su tamaño, no tardaría mucho. Su apetito sería espantoso, y ¿qué haría? Kress sabía que tenía que huir, tenía que ponerse a salvo en la ciudad mientras la cosa siguiera encerrada en la bodega. Las paredes y el suelo eran de yeso y tierra compacta, y los satélites sabían cavar y abrir túneles. Cuando anduvieran libres… No quería ni pensarlo.
Corrió a su dormitorio a hacer el equipaje. Preparó tres maletas, pero solo puso una muda de ropa, porque no necesitaba más; el resto del espacio lo llenó con sus objetos más preciados y valiosos, las joyas, las obras de arte, todo aquello que no quería perder. No albergaba la menor esperanza de regresar.
El orangutrol lo siguió escaleras abajo sin dejar de mirarlo con ojos refulgentes, amenazadores. Estaba muy flaco, y Kress recordó que hacía siglos que no le daba de comer. En condiciones normales podía cuidarse solo, pero últimamente no debía de haber encontrado muchas presas. Cuando intentó aferrársele a una pierna, Kress soltó un bufido y le dio una patada, y el orangutrol se escabulló, abatido.
Kress salió llevando las maletas como podía, y cerró la puerta.
Se quedó un momento clavado en la entrada, con el corazón latiendo a toda velocidad. La distancia que lo separaba del planeador era de apenas unos metros, pero le daba miedo salvarla. La luna brillaba, y el paisaje que se extendía ante su casa era el escenario de una carnicería. Los dos hombres de Lissandra seguían donde habían caído, uno retorcido y abrasado, el otro hinchado y cubierto por una manta de reyes muertos. Los satélites rojos y los negros se encontraban por doquier. Le costaba recordar que estaban muertos; era casi como si permanecieran a la espera, como habían esperado antes, en tantas ocasiones.
Kress se dijo que eran tonterías, más temores de borracho. Había presenciado la destrucción de los castillos. Estaban muertos, y la mauces blanca seguía encerrada en la bodega. Respiró hondo, con determinación, y dio un paso sobre la alfombra de reyes de la arena. Crujieron. Los pisoteó con violencia. No se movieron.
Kress sonrió y echó a andar con pasos lentos por el campo de batalla, sin dejar de escuchar los sonidos, los sonidos de la salvación.
Cric. Crac. Cric. Crac.
Dejó las maletas en el suelo para abrir la puerta del planeador.
Algo se movió y salió de las sombras a la luz: una forma blanquecina, tan larga como su antebrazo, lo aguardaba en el asiento. La cosa chasqueó las mandíbulas con suavidad y lo miró con sus seis ojillos repartidos por todo el cuerpo.
Kress se meó encima y retrocedió lentamente.
Más cosas se movieron dentro del planeador. Se había dejado la puerta abierta. El rey de la arena salió y avanzó hacia él con cautela, seguido por otros. Habían estado escondidos bajo los asientos, guarecidos bajo la tapicería, pero en aquel momento formaban un círculo irregular en torno al planeador.
Kress se pasó la lengua por los labios, se volvió y caminó a toda prisa hacia el planeador de Lissandra.
Se detuvo a medio camino. Dentro de aquel vehículo también había algo que se movía, seres como larvas gigantescas apenas entrevistas a la luz de la luna.
Gimió y emprendió la retirada hacia la casa. Ya cerca de la entrada, alzó la vista.
Llegó a contar una docena de formas blancas alargadas correteando por las paredes del edificio. Había cuatro muy juntas, cerca de la cúspide del campanario donde otrora estuviera el nido del caracará. Estaban tallando algo. Un rostro. Un rostro que no le costó nada identificar.
Simón Kress lanzó un alarido y se encerró en la casa.
Una generosa cantidad de alcohol le regaló la confortable inconsciencia que tanto anhelaba, pero al final se despertó. A pesar de todo, se despertó. Tenía un dolor de cabeza espantoso, olía mal y sentía hambre, un hambre atroz. Jamás había tenido tanta hambre.
Sabía que el estómago que le dolía no era el suyo. Era tan grande como el que había visto en el planeador la noche anterior. Sentía una sequedad espantosa, tenía la lengua como una lija. Se lamió los labios y escapó de la habitación.
La casa estaba infestada de reyes de la arena, tanto que debía vigilar dónde ponía el pie. Todos parecían muy ajetreados, cada uno ocupado en su tarea. Estaban haciendo cambios en la casa, entraban y salían de las paredes, tallaban imágenes. En dos ocasiones vio su rostro que lo contemplaba desde lugares inesperados. Las facciones estaban distorsionadas, retorcidas, pálidas de terror.
Con la esperanza de aplacar el apetito de la mauces blanca, salió a buscar los cadáveres que estaban pudriéndose en el jardín. Los dos habían desaparecido. Kress recordó la facilidad que tenían los satélites para transportar objetos mucho más pesados que ellos mismos.
Y pese a todo, la mauces seguía hambrienta. La mera idea resultaba horripilante.
En el momento en que Kress volvió a la casa, una columna de reyes de la arena bajaba por las escaleras. Cada uno transportaba un pedazo del orangutrol. Le pareció que la cabeza le lanzaba una mirada cargada de reproche al pasar junto a él.
Vació los congeladores, los armarios, todo; amontonó hasta el último resto de comida de la casa en el centro de la cocina. Una docena de blancos esperaba para llevarse las provisiones. Rechazaron los congelados, que se quedaron formando un charco en el suelo, pero de lo demás no dejaron nada.
Cuando se acabó la comida, los aguijonazos de hambre que sentía Kress se aplacaron en parte, aunque él no había probado bocado. Pero sabía que era un respiro momentáneo: la mauces no tardaría en estar hambrienta otra vez, y tendría que alimentarla.
Sabía bien qué debía hacer. Se dirigió al comunicador.
—¡Malada! —saludó con naturalidad cuando su amiga respondió a la llamada—. Esta noche voy a dar una fiestecita. Ya sé que no te aviso con tiempo, pero me gustaría mucho que vinieras, de verdad.
Luego contactó con Jad Rakkis, y después con los demás. Cuando hubo terminado, nueve habían aceptado la invitación. Ojalá fueran suficientes.
Por suerte, los satélites habían hecho limpieza a una velocidad asombrosa, y todo parecía casi como antes de la batalla. Kress fue recibiendo a los invitados en el jardín y acompañándolos hasta la puerta. Les cedía el paso, pero no los seguía.
Ya habían entrado cuatro cuando Kress, por fin, juntó valor y cerró la puerta tras el último, sin hacer caso de las exclamaciones de sorpresa que pronto se transformaron en gritos estridentes de terror, y corrió a apropiarse de su planeador. Se metió dentro de un salto, puso el pulgar sobre la placa de arranque y soltó una maldición. Por supuesto, el vehículo solo respondía a la huella digital de su propietario.
El siguiente en llegar fue Jad Rakkis. Kress se abalanzó hacia el planeador casi sin darle tiempo a que se posara y agarró a Rakkis por el brazo mientras salía.
—¡Adentro, deprisa! —Lo empujó—. Llévame a la ciudad, rápido, Jad. ¡Vámonos de aquí!
Pero Rakkis se quedó mirándolo, sin moverse.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Y la fiesta?
Ya era tarde: la arena suelta empezó a moverse en torno a ellos; los ojos rojos los miraron, y los apéndices chasquearon. Rakkis emitió un sonido ahogado y trató de volver al planeador, pero unas mandíbulas se le cerraron como tenazas en torno al tobillo, y cayó de rodillas. La arena pareció hervir con la actividad subterránea. Jad lanzó gritos horripilantes mientras lo despedazaban. Kress casi no pudo ni mirar.
Después de aquello, no volvió a intentar escapar. Cuando todo terminó, acabó con las existencias del mueble bar. Sabía que sería la última vez que podría permitirse el lujo de emborracharse a conciencia: todo el alcohol que quedaba en la casa estaba abajo, en la bodega.
Kress no había probado bocado desde el día anterior, pero se quedó dormido con la sensación de tener el estómago lleno, por fin saciado, sin rastro de aquella hambre espantosa. Sus últimos pensamientos antes de dejarse arrastrar por las pesadillas fueron sobre a quién podría invitar al día siguiente.
Llegó la mañana, calurosa y seca. Kress abrió los ojos y vio que el rey blanco seguía sobre la cómoda. Volvió a cerrarlos a toda prisa con la esperanza de que el sueño se desvaneciera. No fue así, y no consiguió dormirse de nuevo, así que al final acabó devolviéndole la mirada.
Se quedó mirándolo casi cinco minutos antes de comprender que sucedía algo extraño: el rey de la arena no se movía.
Ya se había dado cuenta de que los satélites podían quedarse quietos en el sitio de una manera asombrosa. Los había visto así mil veces, pero siempre había algún movimiento: un abrir y cerrar de las mandíbulas, un cambio en la posición de las patas, cierto temblor en aquellas antenas largas y finas…
En cambio, el rey de la arena que había sobre la cómoda estaba inmóvil por completo.
Kress se levantó sin atreverse a respirar, sin atreverse a albergar esperanzas. ¿Sería posible que estuviera muerto? ¿Que algo lo hubiera matado?
Se acercó a él. Tenía los ojillos vidriosos y se le habían vuelto negros. Parecía hinchado, como si estuviera pudriéndose por dentro y los gases acumulados presionaran contra las placas de coraza blanca.
Kress extendió una mano temblorosa y lo tocó.
Estaba tibio; no, más bien, caliente, con una temperatura que subía por momentos. Sin embargo, no se movió.
Al apartar la mano, un trozo del exoesqueleto del rey de la arena se desprendió. La carne que había debajo era también de color blanco, pero parecía blanda, hinchada, febril, casi palpitante.
Kress retrocedió y echó a correr hacia la puerta.
Fuera de la habitación había tres satélites blancos, todos en el mismo estado que el del dormitorio.
Bajó las escaleras, saltando sobre reyes que no se movieron. Estaban por toda la casa, muertos, moribundos, comatosos, como fuera. A Kress le daba igual qué estuviera pasándoles, con tal de que no se movieran.
En el planeador había cuatro; los sacó de uno en uno y los lanzó lo más lejos posible. Jodidos monstruos… Se sentó en el asiento medio devorado y apoyó el pulgar en la placa de arranque.
Nada.
Kress lo intentó una vez más, y otra, y otra. Sin resultado. Qué injusticia; era su planeador, ¿por qué no arrancaba? ¿Por qué no se elevaba? No podía entenderlo.
Al final se bajó y lo inspeccionó, esperando lo peor, y así fue: los reyes de la arena habían destruido los circuitos de la gravedad artificial. Estaba atrapado. Seguía atrapado.
Kress volvió a la casa con gesto torvo, fue a la galería, cogió el hacha antigua que colgaba junto a la espada arrojadiza que había usado con Cath m’Lane y puso manos a la obra. Los reyes de la arena no se movían ni siquiera cuando los cortaba en pedacitos; reventaban al primer golpe, salpicando por doquier. Por dentro eran repulsivos, con órganos a medio formar y una gelatina rojiza y viscosa que casi parecía sangre humana, aparte del fluido amarillento.
Kress destruyó veinte reyes antes de comprender que era inútil. Los satélites no tenían importancia, y además, ¡había tantos…! Aunque siguiera el día entero, la noche entera, no podría acabar con todos.
Tenía que bajar a la bodega y utilizar el hacha contra la mauces.
Echó a andar con decisión, pero al acercarse a la entrada se detuvo.
Ya no había puerta alguna. Las paredes habían desaparecido, de manera que el boquete era el doble de grande y redondo, y tras él se abría un abismo negro. No quedaba ni rastro de una puerta asegurada con clavos y tablones. La bodega se había convertido en una madriguera.
De abajo le llegó un olor fétido, sofocante, nauseabundo. Las paredes estaban húmedas y ensangrentadas, cubiertas de una especie de hongos blancos.
Y lo peor de todo: el agujero respiraba.
Cuando exhaló el aliento, Kress sintió la bocanada cálida desde el otro lado de la estancia y trató de no vomitar; cuando inhaló, salió corriendo.
De vuelta en el salón, destruyó otros tres satélites antes de dejarse caer. ¿Qué estaba pasando? No entendía nada.
En aquel momento, le vino a la mente la única persona que tal vez lo comprendiera. Kress corrió al comunicador, pisoteando con las prisas a un rey de la arena, y rezó por que no hubieran destrozado el dispositivo.
Cuando vio a Jala Wo al otro lado, se derrumbó y se lo contó todo.
La mujer lo dejó hablar sin interrumpirlo, sin que su rostro blanco y demacrado reflejara ninguna expresión aparte de un leve fruncimiento del ceño.
—Debería dejarlo ahí —se limitó a decir cuando Kress hubo terminado.
—No, por favor —balbuceó—. No me haga eso. Ayúdeme, le pagaré…
—Debería —repitió Wo—, pero no voy a dejarlo.
—Gracias, gracias, gracias…
—Cállese y escuche. Todo esto es culpa suya. Los reyes de la arena bien cuidados son guerreros rituales de gran refinamiento. A golpe de hambre y torturas, usted ha transformado a los suyos en seres diferentes. Usted, que era su dios, ha hecho de ellos lo que son. La mauces que tiene en el sótano está enferma, aún sufre los efectos de la herida que le infligió. Probablemente haya enloquecido; tiene un comportamiento… extraño.
»Salga de ahí cuanto antes. Los satélites no están muertos, Kress. Están aletargados. Como ya le dije, cuando crecen, el exoesqueleto se les cae. Por lo general, sucede mucho antes. Nunca se ha sabido de reyes de la arena tan grandes como los suyos que estén aún en la fase insectoide. Supongo que es otro efecto de la herida que sufrió la mauces. En fin, qué más da.
»Lo que importa es que ahora mismo sus reyes atraviesan una metamorfosis. A medida que crece, la mauces va volviéndose más inteligente; sus poderes psiónicos se fortalecen y su mente se vuelve más compleja, más ambiciosa. Los satélites acorazados le bastan a una mauces pequeña y semiconsciente, pero ahora necesita mejores siervos, cuerpos con más potencial. ¿Lo entiende? Los satélites están dando a luz una nueva raza de reyes de la arena. No sé con certeza cómo serán: cada mauces diseña los suyos según sus deseos y necesidades, basándose en lo que percibe. Pero sí sé que serán bípedos, con cuatro brazos y pulgares oponibles; capaces de construir y manejar maquinaria avanzada. Los reyes, como individuos, no tendrán consciencia; la mauces, en cambio, sí.
Simón Kress se quedó mirando boquiabierto la imagen de Wo en la pantalla.
—Los operarios —consiguió balbucear al final con un tremendo esfuerzo—. Los que vinieron aquí… Los que instalaron el tanque…
—Shade —respondió Jala Wo con una leve sonrisa.
—Shade es un rey de la arena —Kress apenas podía creerse lo que estaba diciendo—. Y usted me vendió un tanque lleno de sus…, sus… hijos…
—No diga sandeces. Un rey de la arena, en su primera fase, es más espermatozoide que bebé. En la naturaleza, las guerras los atemperan y regulan su número, y solo uno de cada cien llega a la segunda fase. Y solo uno de cada mil llega a la tercera fase, la última, para convertirse en un ser como Shade. A los reyes adultos no les dan ninguna pena las mauces pequeñas. Hay demasiadas, y los satélites son una plaga. —Suspiró—. Estamos perdiendo demasiado tiempo con tanta charla. Esa reina blanca despertará pronto con plena consciencia. Ya no tendrá necesidad de usted y, además de odiarlo, tendrá hambre, un hambre espantosa. La transformación consume mucha energía, así que la mauces necesita comer en grandes cantidades antes y después. Tiene que salir de ahí, ¿entendido?
—No puedo —gimió Kress—. Me han destrozado el planeador, y no consigo arrancar ningún otro. No sé reprogramarlos. ¿Por qué no viene a buscarme?
—Eso haremos. Shade y yo nos pondremos en marcha lo antes posible, pero hay más de doscientos kilómetros desde Asgard hasta su casa, y además tenemos que preparar un equipo especial para enfrentamos a la reina demente que ha creado. No se quede ahí. Tiene dos pies, ¿no? Pues camine. Eche a andar hacia el este, conservando el rumbo lo mejor que pueda y lo más deprisa que pueda. Por allí casi todo son páramos, así que no nos costará localizarlo desde el aire, y estará a salvo de la reina. ¿Lo ha entendido bien?
—Sí —respondió Simón Kress—, sí, sí.
En cuanto cortaron la comunicación, Kress corrió a la puerta. Casi la había alcanzado cuando oyó un sonido, un ruido a medio camino entre un crujido y un reventón. Un rey de la arena se había resquebrajado; cuatro manitas salieron por la grieta, cubiertas de sangre amarillenta y rosada, y empezaron a apartar la piel muerta.
Kress echó a correr.
No había contado con el calor.
Las colinas eran áridas y rocosas. Kress corrió tan deprisa como pudo, hasta que le dolieron las costillas y le costaba hasta jadear. Caminó un rato, y en cuanto se recuperó echó a correr de nuevo. Alternó caminatas y carreras durante casi una hora bajo el sol abrasador. Sudaba a mares y se arrepentía amargamente de que no se le hubiera ocurrido llevar un poco de agua. También miraba al cielo con la esperanza de ver a Wo y a Shade.
Aquello era demasiado para él. Hacía demasiado calor, y el aire era seco, y él no estaba en forma. Pero se obligó a seguir caminando, espoleado por el recuerdo del aliento de la mauces y la idea de los seres que sin duda ya andarían pululando por toda la casa. Solo le cabía esperar que Wo y Shade supieran qué hacer con ellos.
En cuanto a Wo y Shade, Kress también tenía planes. Había llegado a la conclusión de que todo era por su culpa, e iban a pagarlo caro. Lissandra estaba muerta, pero conocía a otros en el gremio. Se iba a vengar, prometió un centenar de veces para sus adentros mientras jadeaba y sudaba avanzando hacia el este.
Eso esperaba al menos, que fuera el este. No se le daba bien orientarse, y no estaba seguro de en qué dirección había echado a correr en el primer momento de pánico, pero luego había hecho un esfuerzo por encauzar el rumbo, como le había indicado Wo.
Tras varias horas de caminar sin que hubiera el menor indicio de rescate, Kress empezó a creer que se había perdido.
Pasaron más horas, y el terror fue en aumento. ¿Y si Wo y Shade no conseguían dar con él? Moriría allí, a la intemperie. Llevaba dos días sin comer. Estaba débil, asustado, y tenía la garganta en carne viva por falta de líquido. No podía seguir adelante. El sol empezaba a ponerse, y en la oscuridad estaría completamente perdido. ¿Qué había pasado? ¿Habrían devorado los reyes de la arena a Wo y a Shade? El pánico que lo invadió competía con la sed y con un hambre espantosa, pero Kress siguió caminando. De cuando en cuando tropezaba, sobre todo si intentaba correr, y se cayó en dos ocasiones. La segunda vez se raspó la mano contra una roca y vio que se había hecho sangre. Se la lamió mientras caminaba, preocupado por una posible infección.
A su espalda, el sol estaba suspendido sobre el horizonte. Para su alivio, la temperatura bajó un poco, así que decidió seguir caminando mientras quedara algo de luz. Ya estaba a suficiente distancia de los reyes de la arena, sin duda, y Wo y Shade podrían localizarlo por la mañana.
Al llegar a la cima de un altozano vio ante sí la silueta de una casa.
No era tan grande como la suya, pero era una casa, un refugio. Kress lanzó un grito y echó a correr. Necesitaba alimentarse, necesitaba beber, casi notaba el sabor de la comida en la boca. El hambre le clavaba puñaladas de dolor. Corrió colina abajo hacia la casa al tiempo que agitaba los brazos y llamaba a gritos a los moradores. Casi había anochecido, pero aun así distinguió a unos cuantos niños que jugaban.
—¡Eh, vosotros! —chilló—. ¡Socorro! ¡Socorro!
Corrieron hacia él. Y Kress se detuvo en seco.
—No —dijo—. No, no, no.
Retrocedió, resbaló en la arena, se levantó y trató de huir. No les costó darle alcance. Eran seres espantosos de ojos saltones y piel color naranja oscuro. Debatirse no sirvió de nada: aunque eran pequeños, cada uno tenía cuatro brazos, y Kress solo dos.
Lo arrastraron hasta la casa. Era una edificación ruinosa, destartalada; de arena suelta, y la puerta era muy grande, muy oscura, y respiraba; Aquello era espeluznante, pero no fue lo que hizo gritar a Simón Kress; gritaba ante la visión de aquellos seres, los niños color naranja que salían del castillo y lo miraban, impasibles.
Todos tenían su mismo rostro.