CINCO

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HÍBRIDOS Y ENGENDROS

De pequeño nunca leía historias de terror, o al menos no las llamaba así. En cambio, me encantaban las historias de monstruos. En Halloween, cuando salíamos a lo del truco o trato, yo siempre quería ir de fantasma o de monstruo, nunca de vaquero, vagabundo o payaso.

El Plaza era el más mísero de los tres cines permanentes de Bayonne, pero por nada del mundo me perdía las sesiones de pelis de monstruos que ponían los sábados por la tarde. La entrada costaba solo veinticinco centavos. Luego estaban el DeWitt y el Lyceum, cines ya más elegantes donde vi las efectistas películas de William Castle, Escalofrío y Los trece fantasmas. La única vez que entré en el Victory, el teatro sórdido y decadente de Bayonne que estuvo cerrado casi toda mi infancia, fue también para ver una de monstruos. Las butacas estaban mohosas y polvorientas, y a todas luces llenas de bichos, porque salí de allí acribillado de picaduras. No tardaron en clausurarlo.

También ponían cosas de miedo en la tele. Si mi madre me dejaba quedarme levantado hasta tarde, a veces pillaba alguna película vieja de la Universal. Mi favorito era el hombre lobo, pero también me gustaban mucho el conde Drácula y Frankenstein (para mí siempre fue Frankenstein, no «el monstruo de Frankenstein» ni «el monstruo»). El monstruo de la laguna negra y el hombre invisible no tenían punto de comparación con aquellos magníficos tres, y la momia era completamente imbécil. Además de películas antiguas, en la tele echaban de cuando en cuando algún episodio de La dimensión desconocida o La hora de Alfred Hitchcock, pero la mejor con mucho era Escalofríos, que presentaba Boris Karloff. Su adaptación de «Las palomas del infierno[1]», de Robert E. Howard, fue lo que más me asustó de cuanto vi por la tele hasta que llegó la guerra de Vietnam… Y en la guerra de Vietnam nunca vimos a ningún tío que bajase la escalera con un hacha clavada en la cabeza.

No les hacía ascos a los tebeos de monstruos, aunque era demasiado joven para los buenos de verdad, como Historias de la cripta y otras publicaciones de DC Comics de la misma calaña decadente. Leí sobre ellas más adelante, en los fanzines, pero no llegué a tener ningún ejemplar. Sí que recuerdo haber visto un cómic viejo y sobado en la barbería del barrio, mucho más terrorífico que los que compraba yo. Seguro que era algún número antiguo de EC que el barbero se había dejado por allí (también tenía pilas de tebeos de Blackhawks, de la época anterior a DC Comics). Antes de que Marvel fuera Marvel, publicaban un montón de tebeos de monstruos que no daban demasiado miedo que digamos, tenían nombres ridículos y venían del espacio exterior. Esos eran los que compraba yo, aunque me sabían a poco y no me gustaban ni la mitad que los de superhéroes.

Los tebeos, las películas y la televisión plantaron las semillas, unas semillas monstruosas. Pero mi verdadero amor por el terror no llegó hasta 1965, cuando pagué cincuenta centavos (los libros estaban poniéndose a unos precios escandalosos) por una antología en tapa blanda de Avon que se titulaba Boris Karloffs Favorite Horror Stories y leí «El que acecha en la oscuridad[2]» de H. P. Lovecraft. En aquel libro había otros cuentos sensacionales, de autores de la talla de Poe, Kornbluth o Robert Bloch, pero el de Lovecraft fue el que me agarró del cuello y ya no me soltó. Aquella noche me dio miedo irme a dormir. Al día siguiente me lancé a buscar más libros con cuentos de Lovecraft, que acababa de ascender a la cima de mi panteón particular, donde se quedó mucho tiempo compartiendo el lugar de honor con Heinlein y Tolkien.

Escribimos lo que leemos. Nunca leí a Zane Grey, y nunca he escrito una del oeste. Pero sí a Heinlein, a Tolkien y a Lovecraft. Era obvio que algún día me pondría a inventar mis propios monstruos. En cuanto a los híbridos…

Un buen día, mucho antes de que H. P. Lovecraft entrara en mi vida, encontré un juego de química al pie del árbol de Navidad.

En los años cincuenta, los juegos de química eran lo más, y aparecían junto a los árboles con tanta frecuencia como los trenes Lionel y las pistoleras de Roy Rogers con dos revólveres de seis balas (eso si eras un chico; a las chicas les tocaban disfraces de Dale Evans, la compañera de Roy Rogers, o juegos de cocina de Betty Crocker en vez de los de química). Era la época del Sputnik, la de Charles Van Doren, la del átomo. Estados Unidos quería que todos los chicos fuéramos ingenieros aeroespaciales de mayores para llegar a la luna antes que los puñeteros ruskis.

Los juegos de química que se vendían por aquel entonces (por lo que sé, son iguales que los de hoy día) consistían en un gran maletín metálico con compartimentos que alojaban frasquitos de cristal llenos de productos químicos, además de unos cuantos tubos de ensayo y vasos de precipitado, y un manual en el que se explicaban los muchos experimentos educativos que podían llevarse a cabo. En la tapa de la caja solía haber un dibujo de un niño (jamás una niña) guapo y aseado con una bata blanca de laboratorio (la bata no venía incluida), que, tubo en mano, llevaba a cabo uno de los muchos experimentos educativos que ofrecía el juego. No me cabe duda de que había chicos a su imagen y semejanza que seguían obedientes las instrucciones y realizaban los experimentos educativos para aprender montones de cosas científicas muy importantes, y que de mayores se convirtieron en químicos.

Pero yo no supe de ninguno. Todos los muchachos que conocí a quienes regalaron juegos de química en Navidad tenían un único interés: provocar explosiones. O conseguir colores extraños, o burbujas, o humo. «¡A ver qué pasa si mezclamos esto con aquello!», nos decíamos mientras soñábamos con dar con la fórmula secreta para transformarnos en superhéroes, o por lo menos en Mr. Hyde. Nuestros padres seguramente pensaban que los juegos de química nos animarían a convertirnos en Jonas Salk o en Wernher von Braun, pero a nosotros nos interesaba mucho más convertirnos en uno de los grandes Victor: von Frankenstein o von Muerte.

La mayoría de las veces, al mezclar «esto» con «aquello», lo único que conseguíamos era ponerlo todo patas arriba. Por suerte. Porque si hubiéramos dado con una fórmula de colores extraños, burbujas y humo, nos la habríamos bebido… O como mínimo, habríamos intentado convencer a nuestras hermanas pequeñas para que se la bebieran.

Mi juego de química no tardó demasiado en acabar en el fondo del armario acumulando polvo junto a la colección de TV Cuides, pero la pasión por mezclar «esto» con «aquello» no me abandonó y cobró forma en mis obras de ficción. Al mundo editorial de hoy en día le encanta clasificar por categorías las historias que contamos para crear estanterías de libros que me recuerdan a aquellos compartimentos de frasquitos del juego de química, con pulcras etiquetas que rezan: «MISTERIO», «ROMANCE», «OESTE», «HISTÓRICA», «CIENCIA FICCIÓN» o «JUVENIL».

¡Tonterías! Vamos a mezclar «esto» con «aquello», a ver qué pasa. Traspasemos las líneas que separan los géneros, difuminemos unas cuantas fronteras, escribamos unos pocos relatos que sean a la vez varias cosas y ninguna. Meteremos la pata de cuando en cuando, claro, pero en alguna ocasión, si damos con la fórmula adecuada, ¡conseguiremos una combinación explosiva!

Con esta filosofía, no es de extrañar que, a lo largo de los años, haya escrito unos cuantos híbridos. Sueño del Fevre es uno de ellos; aunque se suele clasificar como terror, es tanto una novela fluvial como de vampiros. The Armaggedon Rag es aún más difícil de clasificar: se trata de una novela de fantasía, de terror, policíaca, de rock’n’roll, política, y ambientada en los años sesenta. Y encima sale Froggy el Gremlin. Mi saga de fantasía Canción de hielo y fuego es en cierto modo un híbrido que se inspira tanto en la ficción histórica de Thomas B. Costain y Nigel Tranter como en la fantasía de Tolkien, Howard y Fritz Leiber.

Pero los dos géneros que he mezclado más a menudo son el terror y la ciencia ficción.

Ya lo hice en el segundo cuento que vendí: pese a su carácter de ciencia ficción, «La salida de San Breta» es en el fondo una historia de fantasmas, aunque hay que reconocer que no daba mucho miedo. Mis dos primeros cuentos sobre manipuladores de cadáveres, «Nobody Leaves New Pittsburg» y «Desobediencia», fueron torpes tentativas de polinización cruzada, aproximaciones a un viejo conocido del terror, los zombis, desde la perspectiva de la ciencia ficción. También busqué un tono de terror en «Oscuros, oscuros eran los túneles», y posteriormente, con resultados mucho mejores, en una obra con más fuerza, la novela corta «En la casa del gusano».

Hay críticos que se quejan de que el terror y la ciencia ficción son antitéticos. No les falta razón en ciertos casos, por ejemplo, si hablamos del terror lovecraftiano. La ciencia ficción parte del principio de que el universo, por misterioso y aterrador que pueda parecer, es cognoscible en última instancia, mientras que Lovecraft sugiere que un mero atisbo de la auténtica naturaleza de la realidad bastaría para enloquecer a cualquiera. Es lo más opuesto que hay a la visión campbelliana del cosmos. En Billion Year Spree, su perspicaz ensayo sobre la historia de la ciencia ficción, Brian W. Aldiss coloca a John W. Campbell en el «polo pensante» del género, y a H. P. Lovecraft, en el extremo opuesto del universo literario, en el «polo soñador».

Sin embargo, ambos escribieron obras que pueden considerarse híbridos de ciencia ficción y terror. Hay similitudes sorprendentes entre En las montañas de la locura[3] de Lovecraft y «¿Quién anda ahí?»[4], de Campbell. Son dos relatos excelentes de terror, pero también funcionan como ciencia ficción. «¿Quién anda ahí?» debe de ser lo mejor que escribió Campbell en su vida, y nadie discute que En las montañas de la locura está entre los cinco mejores relatos de Lovecraft. Esa es la fuerza de los híbridos.

Aquí presento unos cuantos de mis híbridos y engendros.

El relato más viejo de esta sección, «El hombre de la casa de carne», fue mi tercera historia de la serie sobre manipuladores de cadáveres, y al final resultó ser la última. Se trata de un terror sexual y psicológico más que visceral, pero sigue siendo un híbrido de ciencia ficción y terror. Es probablemente lo más tenebroso que he escrito (y he escrito cosas muy tenebrosas). Debía ser mi aportación a The Last Datigerous Visions. Las innovadoras antologías de Harlan Ellison Visiones peligrosas[5] y Again, Dangerous Visions me habían causado una impresión tremenda, igual que a tantos lectores de mi generación. Conocí a Harlan en los pasillos de la Lunacon de 1972, en Nueva York, y lo primero que le pregunté fue si me permitía enviarle un cuento para The Last Dangerous Visions. Me dijo que no, que la antología ya estaba cerrada.

Un año más tarde volvió a abrirse…, al menos para mí. A aquellas alturas, ya conocía más a Harlan gracias a nuestra común amiga Lisa Tuttle, y además había publicado más cuentos, cosa que quizá contribuyera a convencerlo de que yo era digno de entrar en lo que sería un libro monumental, la antología definitiva. Fuera cual fuera el motivo, el caso es que cambió de opinión, y en 1973 me invitó a mandarle un cuento. Yo estaba entusiasmado…, pero también muerto de miedo. En The Last Dangerous Visions iban a aparecer muchos peces gordos. ¿Estaría yo a la altura? ¿Era capaz de escribir algo suficientemente «peligroso»?

Me pasé meses peleándome con aquel cuento, y por fin se lo envié a Harlan a principios de 1974. El título era «El hombre de la casa de carne» pero eso, unos cuantos detalles y algunos personajes es lo único que tiene en común con el «El hombre de la casa de carne» que encontraréis en las páginas siguientes. Era un relato mucho más corto, como un tercio de este, y también mucho más superficial. Me esforcé al máximo por ser peligroso, pero la primera versión de «El hombre de la casa de carne» no pasó de ser un ejercicio intelectual.

Harlan me devolvió el manuscrito el 30 de marzo de 1974 con una carta de rechazo que empezaba así: «Aparte del hecho de que elude enfrentarse a las ideas que conforman el núcleo, es un buen cuento». Tras lo cual procedía a descuartizarme y me retaba a rescatar la esencia del relato y empezar de cero. Solté tacos, eché chispas y me harté de dar patadas a las paredes, pero fui incapaz de discutirle ni una sola objeción, de modo que me senté, rescaté la esencia del relato y empecé desde cero, pero en esta ocasión me abrí las venas y regué el papel con mi sangre. Los años 1973 y 1974 me fueron de maravilla en el terreno profesional, pero no era feliz. Mi carrera iba viento en popa; mi vida, no tanto. Estaba herido y sufría mucho. Volqué todo aquello en «El hombre de la casa de carne» y se lo volví a enviar a Harlan.

Tampoco le gustó. La segunda vez fue mucho más amable conmigo, pero un rechazo amable sigue siendo un rechazo.

Se me pasó por la cabeza olvidarme de «El hombre de la casa de carne». De hecho, en el momento en que escribo esto, casi treinta años después, aún me duele releerlo, pero lo cierto es que había invertido demasiado esfuerzo en aquel relato para desecharlo sin más, así que lo envié a otros sectores del mercado y acabé por vendérselo a Damon Knight, para Orbit; fue la única vez que conseguí abrirme un hueco en aquella prestigiosa serie de antologías. Se publicó en 1976, en Orbit 18.

«Recuerdos de Melody», escrita unos tres años más tarde, fue mi primera historia de terror de ambientación contemporánea. La culpa de que la escribiera la tiene Lisa Tuttle. En 1979, cuando nos disponíamos a trabajar en «La caída», fui en avión a Austin para pasar unas semanas con ella y poner el texto en marcha. Ibamos turnándonos frente a su máquina de escribir, y cuando le tocaba a ella aporrear las teclas, yo me dedicaba a leer las copias en papel carbón de sus últimos cuentos. Por aquel entonces, Lisa escribía mucho terror contemporáneo: eran historias seductoramente siniestras que me metieron en la cabeza hacer algo por el estilo.

El resultado fue «Recuerdos de Melody». Mi agente intentó venderla sin éxito a alguna revista masculina importante, que eran las que pagaban mejor, pero Twilight Zone se abalanzó sobre ella y la publicó en su número de abril de 1981.

Hollywood ha coqueteado con la literatura de terror desde los tiempos del Nosferatu de Murnau, en los días del cine mudo, así que no tiene nada de extraño que tres de los seis relatos de esta sección se hayan adaptado a la pequeña o a la gran pantalla. «Recuerdos de Melody» no solo fue mi primera obra adaptada, sino que aún hoy en día sigue siendo la única adaptada dos veces: la primera fue un corto hecho por colegiales (con personajes bajitos), y más adelante, un episodio de la serie de la HBO El autoestopista.

Quienes conozcan mi obra, aunque sea por encima, habrán oído hablar de «Los reyes de la arena». Hasta la aparición de Canción de hielo y fuego, fue con diferencia mi relato más famoso y por el que más se me conocía.

«Los reyes de la arena» fue el tercero de tres relatos que escribí durante las vacaciones de Navidad de 1978-1979. Me lo inspiró un tipo que conocí en la universidad. Todos los sábados organizaba una fiesta para ver el programa Creature Features. Tenía un acuario de pirañas y a veces, entre la primera película y la segunda, les echaba pececitos de colores para entretener a los invitados.

«Los reyes de la arena» también quería ser el primer relato de una serie. Desde hace mucho tiempo, la extraña tienda del callejón donde se venden cosas extrañas y peligrosas es un tema habitual de la fantasía, y me pareció interesante darle un giro desde la ciencia ficción. Mi «extraña tiendecita» sería una sucursal entre muchas otras, repartidas en distintos planetas y separadas por años luz. Sus misteriosos propietarios, Wo y Shade, aparecerían en todos los relatos, pero los protagonistas serían los clientes, como Simón Kress. (Antes de que me lo pregunten, sí, empecé un segundo relato de Wo y Shade, ambientado en di-Emerel, un mundo que se menciona a menudo en mi historia del futuro pero nunca llega a aparecer. Se titulaba «Protection», y escribí dieciocho páginas antes de dejarlo por motivos que no recuerdo). Si alguien me hubiera preguntado en enero de 1979 por los tres relatos que había terminado, habría dicho que el que iba a dejar boquiabiertos a mis lectores era «El dragón de hielo». Para mí era lo mejor que había hecho. «El camino de la cruz y el dragón» también me parecía muy bueno; tal vez hasta ganara algún premio. ¿Y «Los reyes de la arena»? No estaba mal. No era tan bueno como los otros dos, claro, pero no todas las jugadas acaban siempre en gol.

En mi vida he estado tan equivocado con respecto a un cuento. Omni, la revista del género que mejor pagaba, compró «Los reyes de la arena», que se convirtió en el relato más popular de su historia. Ganó aquel año el Hugo y el Nébula (es mi único relato que ha logrado el doblete). Ha tenido tantas reimpresiones y ha formado parte de tantas antologías que ya he perdido la cuenta, y me ha dado más dinero que dos de mis novelas y casi todos los guiones. DC Comics lo adaptó al formato de novela gráfica, y puede que algún día se convierta también en un videojuego. Los productores de Hollywood se le echaron encima, vendí media docena de derechos y vi media docena de guiones adaptados y enfoques hasta que por fin el relato se rodó para la televisión y fue el episodio piloto de dos horas de la nueva época de Más allá del límite, gracias a la adaptación de mi amiga Melinda M. Snodgrass[6].

¿Es lo mejor que he escrito jamás? Ustedes dirán.

El éxito de «Los reyes de la arena» me impulsó a escribir más híbridos de ciencia ficción y terror, y el mejor ejemplo es «Nómadas nocturnos», un relato sobre una nave espacial encantada.

Ya había puesto fantasmas en entornos futuristas en cuentos primerizos como «La salida de San Breta», pero eran espíritus de muertos. Con «Nómadas nocturnos», mi objetivo era dar una explicación propia de la ciencia ficción a los lugares encantados.

La primera versión de «Nómadas nocturnos», publicada en Analog con una bonita portada de Paul Lehr, tenía 23.000 palabras, y aun así me pareció que estaba demasiado condensada, sobre todo en lo relativo a los personajes secundarios, cuyo nombre ni siquiera se mencionaba; solo su categoría profesional. Jim Frenkel, de Dell Books, me propuso comprar una versión corregida y ampliada para su nueva colección Binary Star, un intento de resucitar la idea de los viejos Ace Doubles, y ni que decir tiene que me abalancé sobre la oportunidad. La versión que leerán en estas páginas es la de Binary Star.

«Nómadas nocturnos» ganó el premio Locus de los lectores a la mejor novela corta de 1980, pero perdió en los Hugo ante El dorsai perdido[7] de Gordon R. Dickson, en la Denvention. No tardaron en llegarme ofertas de Hollywood, y fue el primero de mis trabajos que se convirtió en largometraje: Nightflyers, la nave viviente; lo protagonizaron Catherine Mary Stewart y Michael Praed, y fue tan terrorífico que el director retiró su nombre. Casi toda la historia resulta reconocible pero, a saber por qué, no se molestaron en rodar la escena más aterradora de todo el relato.

Tanto «El tratamiento del mono» como «El hombre con forma de pera» son de mi época Gerald Kersh. Kersh fue uno de los escritores más importantes de los años cuarenta y cincuenta, autor de excelentes novelas ajenas al género como La noche y la ciudad[8] así como de una plétora de maravillosos cuentos extraños y turbadores, recopilados en On and Odd Note, Nightshade and Damnations y Men Without Bones. Como sus relatos aparecían en Colliers o en el Saturday Evening Post, y no en Weird Tales o Fantastic Stories, los lectores de fantasía apenas lo conocían ni siquiera cuando estaba vivo, y hoy en día ha quedado completamente olvidado. Es una pena, porque Kersh tenía un estilo único y era un escritor brillante que poseía el don de trasladar a los lectores a extraños rincones del mundo donde sucedían cosas insólitas e inquietantes. Alguna editorial tendría que recopilar los cuentos de Kersh en un libro tan gordo como este y ponerlo al alcance de una nueva generación de lectores.

«El tratamiento del mono», la más antigua de las dos historias, me resultó muy fácil de escribir y muy difícil de vender. A mí me parecía que era adecuada para un abanico más amplio de lectores, así que la envié a las revistas de más difusión, como Playboy, Penthouse u Omni. Y empezó la frustración. Coseché montones de comentarios elogiosos, pero nadie consideró que el cuento fuera «adecuado para nosotros». Me decían que era demasiado raro, demasiado turbador. «Es repugnante, tío», me soltó Ellen Datlow, de Omni, en la misma carta en la que me decía cuánto le gustaría comprarlo.

Habría probado también con Colliers y con el Saturday Evening Post, pero corría el año 1981 y ambas revistas llevaban mucho tiempo cerradas, de modo que al final volví al redil, me centré en mi mercado habitual, el del género, y vendí el relato a The Magazine of Fantasy and Science-Fiction. No sé si era extraño y repugnante o no, pero fue candidato al Nébula y al Hugo, aunque no ganó ninguno de los dos.

A «El hombre con forma de pera» le fue un poco mejor, tal vez porque «El tratamiento del mono» había acaparado toda la mala suerte. Ellen Datlow era solo redactora en Omni cuando Robert Sheckley rechazó «El tratamiento del mono», pero cuando escribí «El hombre con forma de pera» había ascendido a editora de ficción y lo compró de inmediato. Se publicó en Omni en 1987 y ganó uno de los primeros premios Bram Stoker que entregaba la recién creada asociación Horror Writers of America (HWA) al mejor cuento de terror del año.

El nacimiento de la HWA (en principio iba a llamarse HOWL, en castellano «aullido», por Horror and Occult Writers League, que habría sido un nombre mucho más chulo, pero los miembros de la asociación se pusieron a aullar diciendo que eso no era ni serio ni respetable) coincidió con el gran auge del terror de los años ochenta. Más adelante, el género sufriría un colapso, víctima de sus propios excesos. Hoy en día hay gente del mundo editorial que dice que el terror ha muerto, y otros añaden que se lo tenía bien merecido.

Sí: como género editorial comercial, el terror ha muerto.

Pero las historias de monstruos no morirán jamás mientras recordemos qué es el miedo.

En 1986 compilé la antología de terror Night Visions 3 para Darle Harvest. En la introducción escribí lo siguiente:

Los que dicen que leemos cuentos de terror por el mismo motivo por el que montamos en la montaña rusa no se enteran. En el mejor de los casos, de la montaña rusa salimos con un simple subidón de adrenalina. La ficción no consiste en eso. Un mal cuento de terror nos puede revolver el estómago, igual que una montaña rusa, pero las similitudes acaban ahí. Acudimos a la ficción en busca de cosas que no están en los parques de atracciones.

Un buen cuento de terror nos dará miedo, sí. Nos impedirá dormir por la noche, nos pondrá la carne de gallina, se nos colará en los sueños y nos hará ver la oscuridad con otros ojos. Miedo, terror, horror… Lo llamemos como lo llamemos, bebe de las mismas fuentes. Pero, por favor, no confundamos los sentimientos con el mero vértigo. Las grandes historias, las que permanecen en el recuerdo y nos cambian la vida, nunca tratan de lo que parece que tratan.

Las malas historias nos relatan seis maneras de matar a un vampiro, nos describen con todo detalle cómo las ratas le devoran los genitales a Billy. Las buenas historias versan sobre cosas más importantes. Sobre la esperanza y la desesperación, el amor y el odio, la lujuria y los celos; sobre la amistad, la adolescencia, el sexo, la rabia, la soledad, la alienación, la psicosis; sobre la cobardía y el valor, sobre la mente y el cuerpo, sobre un espíritu que sufre y sobre los eternos conflictos de los corazones atribulados. Las buenas historias de terror nos obligan a mirar nuestro reflejo en un espejo oscuro, distorsionador, en el que vemos cosas que nos inquietan, cosas que preferiríamos no ver. El terror escudriña las sombras del alma humana, los temores y la rabia que habitan en nuestro interior.

Pero ¿qué es la oscuridad sin la luz? De igual modo, el terror no tiene sentido sin la belleza. Los mejores relatos de terror son, en primer lugar, relatos, y en segundo, de terror; pueden provocarnos mucho miedo, pero también nos provocan otras cosas. En ellos hay lugar tanto para la risa como para los gritos, tanto para el triunfo y la ternura como para la tragedia. No solo tratan del miedo, sino de la vida en su infinita variedad, del amor, la muerte, el nacimiento, la esperanza, el deseo y la trascendencia, con todo el abanico de experiencias y emociones que conforman la condición humana. Los personajes son personas, personas que luego pervivirán en la imaginación, personas como las que nos rodean y que no solo existen con el fin sufrir una muerte violenta en el capítulo cuarto. Los mejores relatos de terror nos dicen verdades.

Esto lo escribí en la década de los ochenta, y sigo suscribiendo hasta la última palabra.