XLII. CÉSAR, SUPREMO PONTÍFICE, A LA SEÑORA PRESIDENTA DEL COLEGIO DE VÍRGENES VESTALES.

9 de agosto

Reverenda doncella:

Esta carta es confidencial.

La primavera pasada la señora Julia Marcia me repitió algunas palabras admirables que habías dejado caer durante una conversación que mantuviste con ella. No sospecha la importancia que tus palabras habían de llegar a tener para mí, y nada sabe de la carta que ahora estoy escribiéndote.

Recordaba que mencionaste cuánto lamentabas que hubiese algunos elementos groseros en los sublimes rituales de nuestra religión romana. Tales palabras me recordaron una expresión similar de mi madre, la señora Aurelia Julia. Puedes recordar que cuando fui elegido previamente para el oficio de supremo pontífice en el año [61], las ceremonias de la Buena Diosa tuvieron lugar en mi casa, y mi madre fue dama directora seglar. La señora Aurelia era mujer de piedad ejemplar y profundamente versada en las tradiciones religiosas de Roma.

Como supremo pontífice, le presté toda la ayuda posible en la celebración de los ritos en aquella ocasión, pero puedes estar segura de que no me dijo nada de lo que tiene lugar en ellos que no fuese lo que es apropiado que sepa un hombre de tan elevada dignidad. Sí me confesó, sin embargo, que deploraba enérgicamente algunos pasajes de antigua y bárbara rudeza que continuaban siendo inherentes al ritual, los cuales, añadió, no eran esenciales para la grandeza de la acción que emanaba de él. También puedes recordar que aquel año (sólo esto me fue permitido saber) tomó sobre sí la responsabilidad de sustituir con serpientes de arcilla las serpientes vivas, innovación que fue aceptada sin oposición y que, si no estoy equivocado, sigue vigente.

Sé, reverenda señora, que es costumbre que las vírgenes vestales se retiren de las ceremonias a medianoche, es decir, antes de que haya concluido el ceremonial. Creo no equivocarme al deducir de esto que tienen lugar después de esta hora ciertos actos simbólicos que pudieran ser repugnantes para la sensibilidad de las consagradas y castas. No he dejado de notar algún reflejo de tal repugnancia en las mujeres de mi casa a lo largo de toda mi vida. Sin embargo, también he reparado en el gozo que los ritos les proporcionaban, así como en la profunda devoción con que asistían a ellos. El gran Mario dijo de ellos: «Son como una columna que sostiene a Roma». Desearía que se dijese de ellas y del conjunto de nuestras ceremonias romanas lo que Píndaro dijo de los misterios de Eleusis, que «impiden al mundo caer en el caos».

Permíteme que te pida con urgencia, noble doncella, que medites sobre el asunto que he sometido a tu consideración. Si lo crees conveniente, puedes enviar esta carta a la señora Julia Marcia. Creo que está al alcance de ambas, ayudándoos mutuamente, realizar un señalado servicio a los altos intereses de nuestro pueblo. No sin temor reverencial se atrevería uno a alterar una palabra o un gesto en ejercicios tan antiguos y sagrados. Sin embargo, opino que es ley de la vida que toda cosa crezca y cambie, arrojando las cáscaras que protegieron sus orígenes y saliendo de ellas en formas más bellas y más nobles. Así es como lo han dispuesto los dioses inmortales.

XLII-A. CÉSAR A LA SEÑORA JULIA MARCIA, EN SU GRANJA DE LAS COLINAS ALBANAS.

11 de agosto

Adjunto copia de una carta que acabo de escribir a la presidenta del colegio de las Vírgenes Vestales. Deseo haber expresado correctamente la idea que tenías en mente.

Hay que esperar mucha resistencia a cualquier innovación en estas cuestiones. Las mujeres, para bien y para mal, son conservadoras apasionadas. Hace ya tiempo que los hombres abandonaron los elementos groseros de los rituales, los ritos de los hermanos Arval y otros. Acaso, debiera decir, los han destronado y marginado; permanecen como vestigios, separadas de las ceremonias, algunas inofensivas gansadas que tienen lugar antes y después de los principales ritos.

Recorro mortificado la lista de nuestras principales familias, en busca de varias mujeres con sentido común que pudieran ayudarte y apoyarte en esta obra necesaria. En la generación precedente no hubiera sido difícil nombrar a unas veinte. Ahora sólo veo las que han de intentar poner obstáculos en tu camino: Sempronia Metella y Fulvia Manso, por un conservadurismo irreflexivo; Servilia, por el resentimiento al no haber sido la impulsora del proyecto; Clodia Púlquer, por espíritu de contradicción. No me sorprendería que Pompeya también intentase levantar una voz contraria a nuestras intenciones.

Mi querida tía, ayer me permití algún placer no carente de importancia. Como sabes, estoy estableciendo algunas colonias en el mar Negro. Mi mapa me muestra un terreno admirablemente situado y cuya conformación me sugiere que puede proporcionar emplazamiento para dos ciudades adyacentes. Les daré tu nombre y el de tu gran marido: se llamarán Ciudad Mario y Julimarcia. Me dicen que el lugar es salubre y de gran belleza, y voy a enviar allá a las familias más altamente recomendadas de cuantas han solicitado el traslado.

XLII-B. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.

Hacia el 6 de septiembre

973. [Respecto a las reformas introducidas en los Misterios de la Buena Diosa.]

Según me informa una reciente carta anónima, una dictadura constituye un poderoso incentivo para la composición de cartas anónimas. No sé de ninguna otra época en que haya habido tantas en circulación. Continuamente llegan a mi puerta. Inspiradas por la pasión y gozando de la irresponsabilidad de su huérfana condición, tienen sin embargo una gran ventaja sobre la correspondencia legítima: exponen sus ideas hasta la última conclusión, sin dejarse nada en el saco.

He despertado un avispero intentando eliminar ciertas crudezas que sé, aunque no demasiado claramente, que están incorporadas a los Misterios de la Buena Diosa. Mis embozados corresponsales son, desde luego, mujeres. No sospechan que estoy en el fondo de este esfuerzo de reforma; apelan meramente a mí como supremo pontífice y último árbitro.

Lo que tiene lugar durante esas veinte horas debe de causar impresión poderosa sobre las devotas, un efecto tan notable que la mayoría de las celebrantes, elevadas a un grado de éxtasis y súplica, apenas se dan cuenta de su obscenidad. La obscenidad es para ellas una intensificación de la verdad y de la eficacia mágica de los ritos.

Los Misterios, supongo, evitan la esterilidad y previenen los nacimientos monstruosos o catastróficos. Armonizan y, por decirlo así, santifican la vida de la mujer, acerca de la cual hasta los médicos más hábiles me dicen conocer tan poco. Al hacer esto, puedo comprender perfectamente que lleguen más lejos; afirman la vida misma, toda la humanidad y la creación. No es de extrañar que nuestras mujeres vuelvan a nosotros como seres de otro mundo y se muevan durante algún tiempo en torno a nosotros como radiantes extranjeras. Les han dicho que el curso de las estrellas está en sus manos, y que mantienen en su sitio hasta los cimientos mismos de Roma. Cuando, pasado algún tiempo, se nos entregan, es con orgullo no exento de desprecio, como si los hombres no fuésemos sino los instrumentos accidentales de su grandiosa tarea.

Lejos de mí robar a esas ceremonias ni un punto de su fuerza y su consuelo. Sólo pretendo aumentar su influencia. Sin embargo, he observado que tan buenos efectos no duran sino unos pocos días. Si nuestras mujeres fueran capaces de permanecer más tiempo en su elevado estado, con gusto concedería que rigen las estrellas en el cielo y mantienen los pavimentos de Roma. Supero a todo hombre con quien me he tropezado en admirar la esencia femenina; censuro sus flaquezas y me dejo exasperar por sus caprichos menos que cualquier otro hombre que haya conocido. ¡Pero qué privilegio he tenido! Sorprendido, me pregunto: «¿Qué opinión puede tener acerca de la feminidad el hombre que no ha gozado del privilegio de vivir en la proximidad de grandes mujeres?». ¡Qué arrogancia debe de adquirir por el mero hecho de ser hombre! ¡Qué fáciles honores debe de obtener sobrepasando brutalmente a las mujeres con quienes se asocia! Viajan mis ojos sobre muchos hombres cada día; no es difícil identificar a aquellos que son lo que son por haber estado en algún tiempo cerca de una mujer excepcional. He hecho más por la condición y la independencia de las mujeres que ningún gobernante que haya vivido jamás. En estas cuestiones, Pericles fue obtuso, y Alejandro, un mozalbete. Generalmente se me acusa de portarme con ellas con frivolidad. Es una necedad. Entre las mujeres a quienes he frecuentado, no he dejado, al alejarme, más que una enemiga; y ésta ya había decidido ser enemiga de todos los hombres antes de conocerme a mí. Estuve a punto de salvarla de odiarse a sí misma, y casi la salvé de su condenación, pero esto, únicamente un dios podría hacerlo.

No vacilo en imputar la brevedad de los buenos efectos del festival al hecho de que se exagera su tensión; las celebrantes alcanzan un grado de excitación que anula el entendimiento, y tal grado de exceso es resultante de los elementos obscenos. Tengo fundamento para creer que esos aspectos se evidencian más en la sesión final que empieza a medianoche. En esa hora, es costumbre que las vírgenes vestales, las mujeres solteras y las embarazadas se retiren a sus hogares, y ahora comprendo por qué mis amadas Cornelia y Aurelia acostumbraban a sentirse enfermas a medianoche, y se retiraban a sus habitaciones, incluso cuando recaía sobre ellas responsabilidades del ceremonial, y dejaban el gobierno en manos de Servilia, que en verdad debía de conducirse como una verdadera ménade.

Puedes decir que al intentar romper el equilibrio del bien y el mal en esta cuestión estoy trabajando en las tinieblas. Pero ¿cuándo he hecho otra cosa que trabajar en la oscuridad? Particularmente estos últimos meses, cada paso que doy se me antoja el de un hombre que camina con los ojos vendados. Espero que no haya ante él precipicio alguno. Escribo mi testamento y nombro mi heredero a Octavio… ¿Es ello un paso dado en la oscuridad? Nombro a Marco Bruto pretor de la ciudad y lo sitúo muy cerca de mí… ¿Es éste un paso seguro?

Acabo de releer estas líneas, dos días después de haberlas escrito. Me asombra que no he sacado de ellas la conclusión que es más evidente.

¿Quién es esa Buena Diosa?

A ningún hombre se le ha dicho nunca su nombre; a ninguna mujer se le permite pronunciarlo. Acaso ni ellas mismas lo saben.

¿Dónde está? ¿En Roma? ¿Presente en los alumbramientos de nuestras mujeres? ¿Evitando que nazcan niños-lobos? Presumiblemente, estaba en mi nacimiento y el médico la hizo huir al desgarrar el vientre de mi madre.

Porque es muy cierto que no existe, sino en la imaginación de sus devotas. Lo cual es también una existencia y, como hemos visto, una existencia útil.

Mas si nuestras mentes pueden hacer semejantes dioses y si de los dioses que hemos hecho emana tal fuerza, que no es sino una fuerza que reside en nosotros, ¿por qué no podemos servirnos de esa fuerza directamente? Esas mujeres no emplean sino una pequeña parte de sus fuerzas, porque ignoran que esas fuerzas son las suyas. Se consideran desamparadas, víctimas de fuerzas malévolas, y beneficiarias de esa diosa a la cual deben implorar y propiciar. No hay que asombrarse de que su exaltación decaiga, de que de nuevo desciendan a ese incesante ocuparse en detalles en que cada detalle tiene poder por igual para exaltarlas o para angustiarlas, a esa ininterrumpida actividad que tanto se parece a la desesperación… una desesperación que no es consciente de ser desesperante, o a una aplicación a sus deberes tan intensa que es capaz hasta de ahogar la desesperación.

Que cada mujer encuentre en sí misma su propia diosa; tal debiera ser el significado de esos ritos.

Cuando menos, los primeros pasos para conseguir tal fin consistirán en eliminar su obscenidad. Digamos al menos que la religión significa que cada parte del cuerpo está empapada en el entendimiento, no que todo entendimiento está dominada por el cuerpo y ahogada en él. Porque el principal atributo de los dioses, dentro o fuera de nosotros, es el entendimiento.

XLIII. CLEOPATRA, EN EGIPTO, A CÉSAR.

17 de agosto

Cleopatra, Isis eterna, hija del Sol, Elegida de Ptah, reina de Egipto, Cirenaica y Arabia, emperatriz del Alto y Bajo Nilo, reina de Etiopía, etc., etc. A Cayo Julio César dictador de la República romana y supremo pontífice.

Por la presente, la reina de Egipto envía su demanda para que se la incluya entre aquellas a quienes en Roma está permitido asistir a los ritos en celebración de la Buena Diosa.

XLIII-A. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.

975. Tú me proporcionaste una idea que ahora es para mí tan evidente que corro peligro de olvidar que me la has dado: la importancia para la administración de promover una identificación de los dioses de otros países con los del nuestro. En algunas religiones, esto ha sido difícil; en otras, asombrosamente fácil. En la mayor parte del norte de la Galia, el dios de la encina y de las tormentas (ningún romano ha conseguido nunca pronunciar su nombre: Hodan, Quotan) se ha fundido hace ya tiempo con Júpiter; sonríe diariamente sobre los matrimonios de nuestros soldados y funcionarios con las hijas rubias como el oro de aquellos bosques. Los templos de mi ascendiente [Venus: la familia Julia trazó su descendencia desde Julus, hijo de Eneas, hijo de Afrodita] en Oriente son unos con los de Astarté y Ashtoreth. Si vivo lo suficiente o si mis sucesores ven también la importancia de esta unidad entre los cultos, todos los hombres y las mujeres del mundo se llamarán hermanos y hermanas, hijos de Júpiter.

Esta unificación mundial ha producido no hace mucho una consecuencia levemente ridícula, algunas de cuyas ilustraciones se incluyen en este paquete. Su Majestad Piramidal, la reina de Egipto, ha pedido que se la admita en los misterios de nuestra muy romana Buena Diosa. Siempre has sido aficionado tanto a la genealogía como a la teología, pero ni siquiera tú desearías explorar la inmensa documentación con la cual apoya su pretensión. Cleopatra no hace nada a medias; mi antecámara está llena con los fardos de tal documentación.

Su demanda se fundamenta en dos argumentos: ella desciende de la diosa Qu’eb, y también de la diosa Cibeles.

Un poco de todo esto basta para marearle a uno, pero resumiré para ti unas trescientas páginas, como si dijéramos, en sus propias palabras, aunque no tengo los textos a la vista:

«Los teólogos griegos autorizaron la identificación de Qu’eb y Cibeles hace más de doscientos años (véanse las doscientas páginas adjuntas). Con ocasión de la visita de la reina Dicoris de la Armenia Litoral a Roma en [89], el maestro de ritos reglamentó una “identidad de emanación” entre Cibeles y la Buena Diosa (véanse los paquetes adjuntos X y XI).

»El supremo pontífice recordará que cuando la reina de Egipto puso en Alejandría ante él las cartas de su ascendencia (bagatelas) —aunque en aquel tiempo aún no había hecho público su linaje egipcio (verdaderamente, aún no lo había hecho)— se disponía a anunciar sus derechos sobre Tiro y Sidón en virtud del casamiento de su bisabuelo (su bisabuelo no tenía más fuerza en pie que tumbado) con la reina Aholibah. Soy, por consiguiente, a través de las reinas Jezabel y Atalía, descendiente y archisacerdotisa hereditaria de Ashtoreth. Por medio de este parentesco, dado que la reina Jezabel era prima hermana de Dido, reina de Cartago (fíjate en la amenaza: mi abuelo agravió a su tía abuela), y etc., etc…»

Todo esto es verdad. Los potentados de Oriente son mutuamente primos varias veces. Le he escrito, que después de la correspondiente tramitación, será admitida a la primera parte de los ritos; que el permiso no se le concede merced a ninguna pretensión por su parte como descendiente de la Buena Diosa o de cualquier otra divinidad, sino meramente porque la diosa congratula de recibir, durante la primera parte de la velada, a toda mujer que desee inclinarse ante ella.

Deseo añadir que el galimatías precedente inclina a presentar un retrato injusto de la reina de Egipto. Da la casualidad de que refleja el único aspecto de su entendimiento en el que no es excepcionalmente práctica.

Debería añadir que a la reina se le ha olvidado incluir, entre los argumentos que sustentan su pretensión, un hecho en extremo curioso. Quizá no tenga noticia de él. Las consagradas a la Buena Diosa llevan durante los ritos un tocado que sin duda seguro no es griego ni romano y que es conocido entre ellas con el nombre de «turbante egipcio». Cómo ha llegado aquí, nadie se lo ha explicado nunca. Mas ¿quién puede explicar los símbolos, las influencias, las expresiones de esa mezcolanza universal de terror y gozo que es la religión?

XLIV. LA SEÑORA JULIA MARCIA, DESDE LA CASA DE CÉSAR, EN ROMA, A CLODIA.

29 de septiembre

Esta carta es confidencial.

Julia Marcia envía un afectuoso saludo a Clodia Púlquer, hija y nieta de sus muy queridos amigos.

Espero estar presente en tu comida mañana por la noche, para encontrarme allí por primera vez con tu hermano, para renovar una antigua amistad con Marco Tulio Cicerón y, para verte.

Regresé a la ciudad hace tres días para asistir a la reunión de directoras de una festividad religiosa venerada por su antigüedad y tenida en grata reverencia por sus consagradas. En dicha reunión me fueron presentadas ocho peticiones de que se te excluya del festival de este año.

Leí esas peticiones con disgusto y hasta con gran pena, pero no encuentro las acusaciones suficientemente graves o definitivas para justificar la medida que demandan. El que estas peticiones existan es, sin embargo, un asunto que ni yo ni las demás mujeres responsables de la devoción y armonía de los ritos podemos dejar de tener en consideración.

El procedimiento que voy a proponer es una especie de componenda. Estoy segura de poder conseguir que lo acepten, siempre y cuando no lleguen a nuestras manos otras peticiones que contengan pruebas incontrovertibles que aconsejen tu exclusión. Al proponer este arreglo, no quiero que se entienda que tomo a la ligera las muchas protestas que, con razón o sin ella, ha despertado tu conducta. Mi motivo es evitar un escándalo injustificable en una institución tan intensamente amada por aquellas que tan intensamente te amaron.

Te informo muy confidencialmente de que Cleopatra, reina de Egipto, llegará a Roma dentro de poco, y de que ha presentado una petición para que se le permita acceder a las ceremonias de que estamos hablando. Esta petición, acompañada por muchos argumentos, precedentes y analogías, se ha sometido a las directoras y al supremo pontífice. Se decidirá, probablemente, que la reina tenga licencia para asistir a los ritos antes de medianoche, cuando es costumbre que las vírgenes vestales, las solteras y las mujeres embarazadas, así como [sigue aquí un término técnico que significa «las que no pertenecen a las tribus en que estaban divididos los ciudadanos de Roma»], se retiren. Voy a proponer que se te nombre instructora de la reina de Egipto, y que, por consiguiente, te veas obligada a acompañarla a su palacio a medianoche. Tus enemigos quedarán satisfechos, estoy segura, sabiendo que no volverás a los ritos después de haberte retirado de ellos con tu huéspeda.

Reflexionarás sobre mi propuesta, Clodia, y espero que mañana por la noche encontrarás ocasión de manifestarme tu aceptación. La única alternativa sería que refutases las acusaciones que se te hacen y afrontases a tus acusadores en una sesión plenaria de nuestro comité. Si tratásemos de asuntos seculares, seguramente te aconsejaría que así lo hicieses; estas acusaciones y su defensa son, sin embargo, asuntos de decoro, dignidad y reputación. Discutirlas abiertamente es admitir que tales atributos están en tela de juicio.

El supremo pontífice no sabe nada de estas discusiones y apenas necesito decir que haré todo lo posible para evitar que atraigan su atención, excepto en lo referente a la disposición final sobre la cual espero tu decisión.

XLIV-A. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.

Hacia el 8 de octubre

1002. [Acerca de Clodia y una pantomima de Pactino.] Con frecuencia me incomodan las cosas pequeñas más que las grandes. Me he visto obligado a prohibir la representación de una obra. Adjunto copia de la obra en cuestión, una pantomima de Pactino llamada El premio a la virtud. Probablemente te habrás enterado, aunque yo haya olvidado decírtelo, de que instituí la práctica de conceder veinte premios de diversas cantidades de dinero a muchachas de la clase trabajadora que tengan la reputación más alta, entre sus vecinos, por sus buenos modales, consideración y fidelidad a sus padres y maestros, etc. Creo que esto ha tenido un buen efecto. Y, dicho sea de paso, ha provocado una plaga de chistes y sátiras, como sucede con cualquier acción en la que yo esté implicado. Ha contribuido enormemente al regocijo de Roma; cada barrendero descubre en sí mismo a un sabio, y puedes figurarte que no se pone guantes para demostrarlo a mi costa.

Un resultado ha sido el éxito aplastante de la farsa en cuestión. Observarás que el cuarto episodio trata de Clodia y de su hermano. El público no fue tardo en darse cuenta de la alusión. Me informaron de que al final del cuadro, en todas las representaciones, la gente se ponía en pie aplaudiendo tumultuosamente entre burlas y desaforada alegría. Gentes que no se conocían se abrazaban entre gritos; daban saltos por todos lados y, en dos ocasiones, rompieron los pasamanos de los pasillos.

Después de ocho representaciones, ordené que se retirase la obra. Después de la segunda, Clodio Púlquer se presentó en mi despacho para protestar. Ordené que le dijeran que estaba ocupado en asuntos de África y que no podía recibirle. Quise que la pareja famosa probase un poco de su propia medicina durante algún tiempo. Por fin, reapareció suplicando con suficiente humildad, y accedí a su requerimiento.

Me molestó cerrar el teatro. La obra no tiene mucho mérito literario, pero hasta ahora nunca he coartado la libertad de expresión de los ciudadanos ni castigado ninguna opinión, por agresiva que haya sido. Además, me irrita pensar que muchos supondrán que he suprimido la obra porque muchos de sus dardos iban dirigidos contra mí.

El público de un teatro es la más moral de las congregaciones. El hecho de que todos esos romanos estén sentados hombro con hombro parece infundir en ellos una elevación de juicio que no se les ve ejercitar en ninguna otra parte. No vacilan en decidir si el comportamiento de los personajes de una obra dramática es bueno o es malo y les exigen una norma ética que están muy lejos de exigirse a sí mismos. Pandaro tiembla de virtuosa indignación entre el público ante el alcahuete que está en escena. Doce prostitutas, sentadas en la misma fila en un teatro son más recatadas que una virgen vestal. He notado a menudo que las actitudes morales y éticas del público de un teatro llevan treinta años de retraso; en masa, los hombres reflejan los puntos de vista que de niños recibieron de sus padres y preceptores. Y así, en esa farsa, el público era avivado hasta alcanzar un éxtasis de acusación plural contra nuestra Clodia. Cada espectador o espectadora se sentía irreprochablemente virtuoso.

Esa elevada emoción bien puede haber durado una hora. ¡Oh, si entre nosotros hubiera un Aristófanes! Podría poner en la picota a Clodia y a César, y luego hacer reír al público de su propia risa. ¡Oh, Aristófanes!

XLIV-B. DE EL PREMIO A LA VIRTUD, PANTOMIMA DE PACTINO.

Uno de los jueces del concurso, personaje que claramente parodia a César, está sentado en su despacho interrogando a los concursantes. Se le representa como un viejo astuto y libidinoso. Le ayuda un pasante.

La obra está en verso.

Éste es el cuarto episodio.

PASANTE. Una hermosa niña espera que su señoría se digne recibirla. [En latín, pulcher —pronúnciese «púlquer»— quiere decir «hermosa».]

JUEZ. ¿Cómo? ¿Y no hay ningún muchacho hermoso? [Ésta es una de las innumerables imputaciones de pederastía que se hacían a César, en las cuales abunda la literatura.]

PASANTE. Ésta es hermana de uno, señor.

JUEZ. Está bien. Adelante con ella. Sabes que no particularizo.

PASANTE. Señor, está llorando.

JUEZ. Claro que está llorando. Para eso es virtuosa, estúpido. Las mujeres virtuosas pasan llorando la primera mitad de su vida, y las mujeres sin virtud se pasan llorando la segunda. Por eso el Tíber no se seca nunca. Que entre.

(Entra una joven, vestida de andrajos.)

Acércate, niña. Parece que nunca voy a volver a ver con claridad excepto las villas en el Tívoli. [César había confiscado las residencias de dos nobles del partido de Pompeyo que habían gozado del favor del populacho romano.] De modo que quieres un premio a la virtud ¿no, queridita?

JOVEN. Sí, señoría. No encontrará chica más virtuosa en toda la ciudad.

JUEZ. (Acariciándola.) ¿Estás segura de no haberte equivocado de despacho, pichoncita mía? Hem…, vamos a ver, vamos a ver. Esta juventud tuya no es tu primera juventud, ¿verdad?

JOVEN. ¡Ay, no, señor! La primera juventud fue durante el consulado de Cornelio y Mummio. [Es decir, 146 años antes de Cristo.]

JUEZ. Te creo, te creo. Dime, rosita, ¿vive tu padre?

JOVEN. (Llorando.) ¡Ay, señor juez, no está bien sacar a relucir eso ahora en contra mía!

JUEZ. En ese caso, ¿puedes decirme si vive tu marido?

JOVEN. ¡Señor juez, no he venido aquí a que me insulten acusándome de esto y de aquello!

JUEZ. Calma, calma. Es que me pareció ver un copo de nieve en tu mano. [Era creencia popular que los asesinos padecían de una placa escrofulosa en la piel de la palma de la mano.] Dime, querida, ¿siempre cuidaste con los más tiernos cuidados a tu padre y a tu madre?

JOVEN. ¡Sí, señor, sí! Les ayudé hasta el último suspiro.

JUEZ. Hija afectuosa. ¿Y has sido buena con tus hermanitos?

JOVEN. Sí, señor. No les he negado nada.

JUEZ. Espero que no habrás traspasado los límites de la modestia. [Modestia era una aldea con un templo en los alrededores de Roma.]

JOVEN. ¡Ay, no, señor! ¡Nunca más allá de las puertas de la ciudad! Todo lo hacemos en casa.

JUEZ. ¡Un modelo! ¡Un modelo de virtud! Ahora dime, dulzurita, ¿por qué vas vestida con esos andrajos?

JOVEN. Bien puede preguntarlo, buen caballero. En Roma no circula moneda. Creo que Mammurra se la ha llevado toda a la Baja Galia. [En uno de los cuadros anteriores, Mammurra, vestido de mujer prudente, recibía un premio a la virtud por tener limpia su casa «barriendo para adentro».] Mi hermanito mayor no trae dinero a casa, desde luego, porque es pensionista del Narizotas. [Es decir, César. La frugalidad de la vida doméstica de César había dado lugar a que se le considerase un tacaño.] Mi segundo hermanito no trae dinero, porque todas sus posesiones se las ha echado al Tíber «el escarabajo». [Hacía poco tiempo que César había rectificado el curso del Tíber arrancando pedazos de sus orillas bajo las colinas Vaticana y Janícula. Al populacho romano le había fascinado la operación, porque se había empleado en ella una nueva máquina excavadora. Esta máquina, inventada por César durante una de sus campañas militares, recibió el apodo de «el escarabajo». En la región sacrificada estaban instalados los locales de diversión de peor reputación de la ciudad.]

JUEZ. ¿Y tú, mariposita? ¿No he oído decir que ganas mucha moneda menudita?

[Etcétera, etcétera.]

XLV. ABRA, DONCELLA DE POMPEYA, AL MAYORDOMO DE LAS TABERNAS DE COSSUCIO [UNO DE LOS AGENTES DEL SERVICIO SECRETO DE INFORMACIÓN DE CLEOPATRA].

17 de octubre

Como dices, primero, contestaré las preguntas una por una:

I. Trabajé para la señora Clodia Púlquer durante cinco años. Durante la guerra, salimos de Roma y vivimos en su casa en Baía. Seré libre dentro de dos años. Llevo trabajando aquí dos años. Tengo treinta y ocho años. No tengo hijos.

II. Este mes no se me permite salir de casa. Ni a ninguno de los criados. Se han dado cuenta de que alguien está robando cosas. Eso es lo que dicen, pero yo no creo que sea eso. Todos nos figuramos que es al secretario, ese de Creta, al que están vigilando.

III. A mi marido le permiten que venga a visitarme cada cinco días. Cuando se marcha, le registran. No dejan entrar a los vendedores. Vienen por la puerta del jardín y compramos allí.

IV. Sí, envío cartas a la señora Clodia Púlquer siempre que viene Hagia, la comadrona. [Se supone que la comadrona estaba atendiendo a alguna sirvienta en casa de César.] A ésa no la registran. Las cosas que escribo a la señora Clodia Púlquer son como éstas: cómo la reina de Egipto vino a visitar a mi señora; cuándo pasa mi amo la noche entera fuera de casa; a veces, cosas que el mayordomo dice que han estado hablando en la mesa; cuándo le da el ataque a mi amo y se cae al suelo. La señora Clodia no me paga en dinero. Ha puesto una taberna a mi marido en la Vía Apia junto a la tumba de Mops. Si mis cartas te parecen bien, mi marido y yo quisiéramos tener una vaca.

V. No, estoy segura. Nada definido. Pero creo que a mi amo no le agrado. Hace seis meses tuvieron una pelea grandísima por mí, y otra más grande hace unos pocos días. Pero mi señora no le dejaría que me despidiese; lloraría horrores. Nunca se cansa de hablar de joyas, trapos, peinados, etcétera, y no tiene a nadie más que a mí para hablar de eso. Eso es lo que pasa.

VI. De las cartas de mi ama. El año pasado mi amo dijo al portero que todas las cartas para mi señora había que ponerlas con las suyas. Cuando llegaban por el día, se quedaban en el cuarto del portero hasta que se las enviaban a mi amo a su oficina. Pero varias veces al día, mi ama iba al cuarto del portero y decía: «¿Hay cartas para mí?», y él se las daba. Armó una gran pelea y lloró, y ahora le llevan las cartas a ella. Pero el amo dijo que todas las cartas anónimas hay que destruirlas antes de leerlas. Llegan muchas. La mayoría. Algunas son emocionantes. Otras no.

Aquí empieza mi carta:

Mi amo es muy bueno con mi ama. Desde que él vuelve a casa de la oficina, pasa casi todo el tiempo con ella. Cuando tiene visitas de negocios las recibe en el cuarto de al lado y deja la puerta abierta y acorta las visitas todo lo posible. Cuando ella se va a la cama, él recibe a sus amigos una hora o dos porque no le gusta dormir mucho, bueno, no necesita dormir mucho. Esos amigos, como Hirtio, Mammurra y Oppio, beben mucho y se ríen muy fuerte, así que se van al taller que tiene el amo en el acantilado sobre el río. Como a mi ama le lleva casi dos horas prepararse para ir a la cama, muchas veces aún está despierta cuando él vuelve. Muchas veces, cuando se está preparando, él deja sus amigos y se sienta cerca de nosotras y habla con ella mientras yo la peino y todo eso. Ahora, lo que quiero decir es esto: ella casi siempre encuentra algo por lo que pelearse. Casi siempre llora. Muchas veces, él me manda salir del cuarto mientras ellos hablan. Ella se pelea por las leyes suntuarias, por el cachorro de leopardo que le regaló la reina de Egipto, porque no ha invitado a la señora Clodia Púlquer a venir a nuestra casa, por qué días vamos a ir a la villa del lago Nemi, por si van a ir al teatro o no.

Hace dos días hubo una pelea grandísima. Cuando mi ama salió del cuarto un momento, creo que mi amo revolvió rápidamente entre todos los frascos y potes de su tocador y encontró una carta anónima que le había llegado hacía muchas semanas. Creo que la leyó y la volvió a poner donde estaba. Cuando mi ama volvió, él hizo como que la volvía a encontrar. Así es como creo que pasó. La carta decía que Clodio Púlquer, el hombre que prendió fuego a la casa de Cicerón y que amenazó con matar a todos los senadores, ese hombre, quería con locura a mi ama, y que ella tenía que tener cuidado con ese hombre, porque no podía dominar su amor. Mi amo estaba muy tranquilo, pero bien sé que estaba hirviendo de rabia. Dijo que la carta estaba claramente escrita por Clodio Púlquer en persona, y que sólo un hombre que despreciase a una mujer y deseara burlarse de ella podría haber escrito una carta como aquélla. Mi ama dijo que odiaba a Clodio Púlquer, pero que estaba bien claro que él no había escrito la carta. Entonces me mandaron que saliese del cuarto. Cuando volví, mi ama había llorado, y empezó a llorar otra vez y no hacía más que decir que la vida era imposible, y que era insoportable.

Mi amo ordenó que me presentara allí y dijo que yo había traído la carta. Hice un juramento terrible que él me dictó, jurando que no sabía nada de la carta; pero me imagino que sabe la verdad. De todas formas, no creo que me despida.

¿Necesitas que escriba qué noches pasa el amo fuera de casa?

El copero dice que oyó al amo hablar con Balbo y con Bruto —Décimo Bruto, es decir, el que no es buen mozo— de trasladar Roma a Troya. Troya está en Egipto, me parece.

El secretario, el que es de Sicilia, dice que ha cambiado de opinión, y que no habrá guerra contra los partos. El secretario de Creta dijo: «Estás loco, claro que la habrá». Eso es todo lo que sé de eso.

Va a haber un edicto para que no entren carros en el centro de la ciudad después de las diez y que sólo puedan estarse una hora.

Olvidaba decir que, cuando mi señora iba en su litera al lago Nemi, Clodio Púlquer se acercó a nosotras montando a caballo y estuvo hablando con ella hasta que Affio vino y dijo que tenía orden de no dejar que nadie hablase con nosotras ni con ninguno de nuestros acompañantes. Affio es el capataz de la granja y se encarga de nuestros viajes. Estuvo con el amo en las guerras y no tiene más que un brazo.

Ahora ya termino.

Deseo decir que esto no me gusta, estoy incómoda. He pedido a la señora Clodia Púlquer que me vuelva a tomar en su casa, pero dice que tengo que seguir aquí. Sé un modo para marcharme. Si esta carta es lo que necesitas, me quedaré y escribiré unas cuantas más.

Nos gustaría que la vaca fuese de color leonado y con manchas.

XLVI. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN CAPRI.

[Hacia el 13 de octubre]

La reina de Egipto y yo hemos estado peleándonos. No se trata de las peleas habituales en los reservados de las damas, aunque frecuentemente las nuestras terminen de una forma que no puede calificarse de nueva.

Cleopatra declara que soy un dios. Se escandaliza al descubrir que no estoy convencido de ello desde hace mucho tiempo. Cleopatra está por completo convencida de que es una diosa, y el culto que su pueblo le tributa la confirma a diario en tal creencia. Me asegura que la divinidad que habita en ella la ha dotado de una perspicacia desacostumbrada para reconocer la divinidad. Mediante ese don está en situación de asegurarme que yo soy dios también.

Todo esto da pie a una conversación de tono altamente lisonjero, interrumpida por un gracioso jugueteo. Pellizco a la diosa, y la diosa chilla. Pongo una mano sobre los ojos de la diosa y, ¡por los dioses inmortales!, es incapaz de ver nada en absoluto. Para todas estas sofisterías tiene respuesta. Es, sin embargo, el único asunto sobre el cual la gran reina no es capaz de razonar, y sobre el que he aprendido a no permitir que nuestras conversaciones tomen un matiz serio. Tan sólo en este asunto es, tal vez, oriental.

Nada me parece más peligroso, no sólo para nosotros los gobernantes sino para aquellos que nos contemplan con distintos grados de adoración, que esta atribución de rasgos divinos. No es difícil comprender que muchas personas se sientan a veces como si algo les hubiera insuflado una fuerza desusada o les hubiera arrastrado por corrientes de rectitud inexplicable. Cuando era más joven, yo también acostumbraba a sentirlo. Ahora, al recordarlo, me estremezco de horror. Cuántas veces no me han dicho a la cara —generalmente los aduladores— que dije al miedoso barquero en la tormenta: «No temas; llevas a César». ¡Qué insensatez! No estaba más exento de los males de la vida que ningún otro hombre.

Pero eso no es todo. La historia de las naciones muestra cuán profundamente arraigada está nuestra propensión a imputar una condición más que humana a aquellos destacados por sus dotes o a aquellos meramente situados en una posición notable. Albergo escasas dudas de que los semidioses y aun los dioses de la antigüedad no sean sino antepasados sobre los cuales se han acumulado tales veneraciones. Todo ello ha sido fructífero; extiende la imaginación del muchacho que está creciendo, y proporciona sanciones para la buena crianza e instituciones públicas. Debemos crecer, sin embargo, por encima de ellas…, crecer y descartarlas. Cualquier hombre que haya existido no habrá sido más que un hombre, y sus hazañas deben considerarse extensiones de la condición humana, no interrupciones de ésta.

Sólo contigo puedo hablar de esto. Cada año que pasa aumenta a mi alrededor esta desconcertante deificación. Recuerdo avergonzado que hubo un tiempo en que, por razones administrativas, traté de avivarla. No hay mejor prueba de que soy un hombre, y muy falible, pues no existe flaqueza humana que iguale a la de tratar de inculcar la idea de que es uno un dios. Soñé una noche que Alejandro aparecía en la entrada de mi tienda con la espada en alto dispuesto a matarme. Le dije: «No eres dios». Y se desvaneció.

Cuanto más viejo me voy haciendo, querido Lucio, más me regocija ser hombre… mortal, equivocado y desvergonzado. Hoy, mi secretario me ha traído tímidamente unos cuantos documentos en los cuales había cometido varias clases de errores (en mi fuero interno, los llamo errores de Cleopatra: tan obsesionante es esa hechicera). Los he corregido uno tras otro, riendo. Mis secretarios fruncían el entrecejo. No podían comprender que a César le deleitasen sus propios errores. Los secretarios no resultan compañeros muy dados a la hilaridad.

Las palabras «divinidad» y «dios» han estado en uso entre nosotros desde hace tiempo. Han tenido mil significados, y para cada persona unos veinte.

La otra noche encontré a mi mujer emocionadísima implorando a los dioses que enviaran un día de sol para su viaje al lago Nemi. Mi tía Julia es una labradora y no cree que alteren el clima para su conveniencia, pero está segura de que velan sobre Roma y de que me han colocado aquí para gobernarla. Cicerón no cree que vacilaran en dejar que Roma se arruinase (no desearía compartir con ellos el honor de haber salvado al Estado de Catilina), pero no le cabe duda de que ellos sembraron el concepto de justicia en el corazón de los hombres. Catulo probablemente cree que los hombres han desarrollado una idea de justicia a fuerza de pelear unos con otros por la propiedad y por las fronteras y límites, pero está seguro de que el amor es la única manifestación de lo divino y que por el amor, hasta cuando es traicionado e insultado, aprendemos la naturaleza de nuestra existencia.

Cleopatra sostiene que el amor es la más agradable de las actividades, y que el apego que tiene a sus hijos es la emoción más arrolladora que ha experimentado nunca, pero que ni una ni otra cosa son divinas; la divinidad, para ella, reside en la fuerza de la propia voluntad y en la energía de la personalidad. Y ninguno de esos significados representa nada para mí, aunque varias veces en mi vida los haya sostenido todos. Al perder cada uno de ellos, me he ido llenando de aumentada fortaleza. Siento que si puedo librarme de los erróneos, me iré acercando al único correcto.

Pero soy un hombre que envejece. El tiempo apremia.

XLVI-A. DEL LIBRO DE ANOTACIONES DE CORNELIO NEPOTE.

El dictador ha hecho público un edicto prohibiendo que ninguna otra ciudad cambie el nombre que tiene por una variante del suyo. La razón de esto, pienso, es que ha descubierto que está siendo adorado literalmente más de lo que quisiera. Ha dejado de enviar regalos a municipios y cuarteles generales de regimientos; invariablemente los colocan en altares y se convierten en centros de peregrinación para la curación de enfermos y demás prácticas religiosas. No hay duda de que esto sucede, y no sólo en los puestos avanzados de la República en tierras bárbaras, ni en las montañas de Italia, sino aquí en la ciudad.

Se dice que continuamente sobornan a sus criados para que roben sus ropas, las recortaduras de sus uñas, los desechos de su afeitado e incluso su orina. Se dice que todo ello posee propiedades mágicas y que lo conservan para adorarlo.

En ocasiones, algún que otro fanático logra penetrar en su casa, y se le confunde con un asesino… A uno de esos rondadores, le sorprendieron daga en mano la otra noche cerca del lugar en que César dormía. Se celebró un juicio sumario en el mismo lugar y César en persona condujo el interrogatorio. El hombre era harto incoherente, pero no tenía miedo. Como el interrogatorio proseguía, se dejó caer en el suelo mirando extático al rostro del dictador y balbuceando que cuanto deseaba era «una gota de sangre de César con la cual santificarse». César, para consternación de los guardas y sirvientes que se habían congregado allí, le hizo varias preguntas, y acabó por sacarle toda la historia de su vida. Este agudo interés, que no muchos cónsules han sido capaces de despertar, elevó la veneración de aquel pobre hombre a un estado de delirio sumo, y acabó suplicando a César que lo matase con su propia mano.

Volviéndose a los que estaban presentes, se asegura que César dijo, sonriendo: «A menudo es difícil distinguir el odio del amor».

Comida con Sosthenes, el médico de César.

Hablaba del efecto que César produce en otros.

«¿De qué otro hombre se han dicho y se han creído cuentos semejantes?

»Hasta hace poco, decenas de personas enfermas eran acarreadas por sus familias para que durmieran pegadas al muro que rodea su casa. Han sido apartadas de allí. Ahora, se las ve, fila tras fila, tumbadas a los pies y en torno a sus estatuas. En sus viajes, los labradores le ruegan que plante sus pies en sus cultivos menos productivos.

»¡Y las historias! Se las oye en las canciones de los soldados; se las ve en los versos y dibujos garabateados en los lugares públicos. Se dice que fue concebido y engendrado por su madre y un rayo; que nació por la boca o por una oreja de su madre; que vino al mundo sin órganos para procrear y que los que ahora posee se los injertaron de un extranjero misterioso que encontró entre las encinas del templo de Zeus, en Dodona, al cual mató para lograr tal propósito; o que proceden de una estatua de Zeus esculpida por Fidias. No hay anormalidad de la cual no se le haya acusado, y se cree que, lo mismo que Júpiter, tiene predilecciones dentro del reino animal. Muchísimos creen que es literalmente el padre de su país, y que ha dejado centenares de niños en España, Bretaña, Galia y África.

»Y la superstición y la creencia popular no se arredran ante la incoherencia, ya que se dice, por otra parte, que guarda tan austera continencia que los no castos sienten un dolor intolerable cuando pasa junto a ellos.

»¿Qué hombre, qué hombre ha encendido la imaginación de la gente con tan lozano corpus de leyendas? Y ahora que Cleopatra ha venido a la ciudad, ¿qué es lo que hay que oír? Cleopatra es el rico limo del Nilo… Ve a las tabernas, ve a los cuarteles… Las cabezas del pueblo romano sienten vértigo al pensar en tales abrazos. Estamos festejando las nupcias del sol invicto y la tierra fecunda.

»Soy médico. He atendido ese cuerpo en sus convulsiones y he vendado sus heridas. Sí, es mortal, pero los médicos aprendemos a escuchar los cuerpos de nuestros pacientes como los músicos escuchan las varias liras que se les ponen entre las manos. Es calvo, está envejecido y cubierto de heridas que ha recibido en tantas guerras; pero cada uno de sus pedazos está regido por la inteligencia. Sus poderes de recuperación son extraordinarios. Pero la enfermedad es desaliento. La enfermedad que César sufre denota un entusiasmo desbordante. Está en relación con el carácter de su entendimiento.

»El entendimiento de César, sí. Es el reverso del de la mayoría de los hombres. Se regocija en comprometerse. A todos nos llegan a diario un montón de desafíos; estamos obligados a decir sí o no, a tomar decisiones que han de provocar cadenas de consecuencias. Algunos de nosotros deliberamos; algunos nos negamos a tomar la decisión; algunos saltamos vertiginosamente a la decisión, apretando las mandíbulas y cerrando los ojos, lo cual es una especie de decisión de la desesperación. César se abraza a la decisión. Es como si sintiese que su mente opera tan sólo cuando se está entrelazando con consecuencias significativas. César no se acobarda ante la responsabilidad. Se echa más y más cantidad de ella sobre los hombros.

»Tal vez le faltan algunas formas de imaginación. Es muy cierto que presta muy escasa atención al pasado y que no intenta visualizar claramente el porvenir. No cultiva el remordimiento y no se deleita con aspiraciones.

»De cuando en cuando me permite que le someta a ciertas pruebas. Le pido que haga ejercicio violento y luego le hago descansar tendido mientras yo realizo varias observaciones, y cosas por el estilo. Durante una de esas inmovilidades forzosas me preguntó: “Si escapo al asesinato y llego a viejo, ¿qué flaqueza orgánica me dará la muerte?”. Yo le contesté: “Señor, una apoplejía”. Pareció alegrarse mucho. Yo sabía en qué estaba pensando. Hay dos cosas que teme: el dolor físico, al cual es casi anormalmente sensible, y la incorrección indecorosa.

»En otra ocasión me preguntó si había alguna presión o alguna acción mediante la cual pudiera un hombre quitarse la vida rápidamente y sin derramamiento de sangre. Le enseñé tres, y no me cabe duda de que, desde aquel día, me mira con afecto y gratitud singulares.

»Yo, a mi vez, he aprendido mucho de él. Acostumbraba a pensar que el comer, el dormir y la satisfacción del apetito sexual llegaban a dominarse mejor merced a la formación de hábitos. Ahora estoy de acuerdo con él en que se les sirve mejor respondiendo a ellos al primer reclamo. Siguiendo este método no sólo he alargado el tiempo de mi día, sino que he libertado mi espíritu.

»¡Ay, es un hombre extraordinario! Esas leyendas tienen, a su modo, una base justa. Pero con una diferencia. César no ama ni inspira amor. Difunde un calor o un resplandor uniforme de buena voluntad ordenada, una desapasionada energía que crea sin fiebre, y que se consume en la carencia de examen y de duda.

»Deja que te diga una cosa al oído: no podría amarlo, y siempre que me alejo de su presencia experimento una sensación de alivio».

XLVI-B. DE UN INFORME DE LA POLICÍA SECRETA DE CÉSAR.

Asunto 496: Artemisa Baccina, comadrona, curandera y echadora de buenaventura, residente en el suburbio de la Cabra. Interrogada, confiesa haber estado presente en los ritos celebrados por la Confraternidad del Sol Enterrado. Dice que había en Roma diez o doce capítulos (véanse expedientes 371 y 391). Finalmente, después de intenso interrogatorio, dice que la Confraternidad estaba encabezada por Amasio Lenter (sujeto 297, ejecutado el 12 de agosto). Los ritos se inician con la tortura lenta y la muerte de un cerdo negro, etcétera, y terminan con la veneración de un frasco con sangre, la cual se afirma pertenece al dictador. La declarante será deportada a Sicilia, y allí se la someterá a vigilancia policial.

XLVI-C. DE NOTAS DEJADAS POR PLINIO EL JOVEN.

[Escritas cerca de un siglo después.]

Curioso. Mi jardinero me cuenta que la siguiente creencia goza de una amplia aceptación entre el pueblo llano. En mis plantaciones he interrogado a viñaderos, a revendedores y a otros, y encuentro confirmación de tal hecho.

Creen que el cuerpo de Julio César no fue quemado después del asesinato (aunque a nosotros no nos cabe duda de que así fue), sino que se apoderó de él una organización o culto misterioso que, tras seccionarlo en muchos pedazos, enterró un pedazo en cada uno de los barrios de Roma. Declaran que César conocía una antigua profecía que afirmaba que la supervivencia y la grandeza de Roma dependían de su asesinato y desmembramiento.

XLVII. ANUNCIO DE LA REINA DE EGIPTO.

26 de octubre

Cleopatra, reina de Egipto [etcétera, etcétera], lamenta que el reverendo colegio de las Vírgenes Vestales no pueda asistir a su recepción mañana por la tarde.

Se han hecho, en vista de ello, arreglos para recibir al reverendo colegio a las tres de la tarde del mismo día.

Con la conformidad del supremo pontífice y de la reverenda presidenta del colegio, a esa hora se ofrecerá una representación de

La gran aparición de Horus,

La belleza de Osiris,

El ataque al bote de Neshmet,

El señor de Abidos viene a su palacio.

Las partes de estas ceremonias que no son convenientes para la representación durante las primeras horas se representarán con toda solemnidad ante las consagradas huéspedas más tarde.

La reina de Egipto recibirá gentilmente a las reverendas doncellas en ese momento.

XLVIII. CÉSAR A CLEOPATRA.

29 de octubre

Toda Roma habla de la magnificencia de la recepción de la reina; los más exigentes departen repetidamente su regio porte, sus artes como ama de casa, su discreción, sobre el hechizo de su belleza.

Yo me permito hablar de mi amor y admiración que nunca menguan.

Mis visitas a la gran reina serán menos frecuentes en los días que siguen, pero le ruego que no dude de mi amor ni de mi incesante preocupación por el bienestar de su país.

Me complacería muchísimo recibir a la reina con más frecuencia en mi casa. He pedido a la actriz Cytheris que dé a mi mujer lecciones de declamación e interpretación, artes de que ella debiera hacer uso en los misterios de la Buena Diosa. Como también la gran reina ha de estar presente en tal reunión, creo que esas lecciones podrían interesarle mucho…, aunque nada más lejos de mi intención que sugerir que la reina tenga algo que aprender en cuanto a belleza de elocución o dignidad de porte.

Al terminar las lecciones estoy seguro de que Cytheris no ha de negarse a cualquier deseo que la reina quiera expresar de que declame pasajes de tragedias griegas y romanas, privilegio que a buen seguro envidiarán nuestros descendientes.

La señora Clodia Púlquer se retira a su villa en el campo durante algún tiempo. Creo que es conveniente que la gran reina sepa que hace tiempo indiqué a esta señora que efectuase el citado cambio de domicilio, aunque ella me pidió permiso para permanecer en la ciudad hasta el día siguiente a vuestra recepción. La razón de este apartamiento surge de un asunto que referiré a mi señora algún día si es que desea oírlo.

La felicidad que la visita de la reina me produce distrae en ocasiones mis pensamientos de mi trabajo. Si fuera más joven, esa felicidad se aunaría con el trabajo y proporcionaría nuevos incentivos para proseguirlo. Mis días, que se van alargando, me recuerdan, sin embargo, que no dispongo de aquel tiempo al parecer ilimitado para el proyecto y la ejecución de que otrora dispuse.

Permitidme combinar trabajo y felicidad yendo a visitar a la reina el [sábado] para mostrarle los planos que he trazado para los establecimientos coloniales en el norte de África. Si el tiempo es entonces favorable, me complacería llevar a la reina en bote a Ostia, e indicarle las medidas que he tomado para el control de la marea y la desaceleración de la corriente. En Ostia podremos ver los progresos que se han hecho en las obras del puerto, respecto a las cuales la reina ya me dio valiosísimo consejo.

Hay una cosa más que deseo decir a la gran reina. Espero que su permanencia en Italia se prolongue más de lo que en un principio había planeado. Para alentar esta decisión, ¿puedo sugerir que haga traer a sus niños de Alejandría? Pondré una de mis galeras recién construidas, que ya han dado pruebas de ser las más rápidas que surcan el mar, a la disposición de la reina para este encargo, y me dispondré a compartir su gozo a la llegada.

XLVIII-A. CLEOPATRA A CÉSAR.

A vuelta de correo

Un equívoco, mi querido César, ha surgido entre nosotros.

Comprendo que no hay protestas mías que puedan aclarar el error de apreciación sobre el cual te fundas. En mi sufrimiento, lo único que puedo esperar es que el tiempo y los acontecimientos te convenzan por fin de mi devoción y de mi lealtad.

Una cosa más debo decirte, sin embargo, y es que la situación en que me vi inmersa —con asombro no menor que el tuyo— estaba organizada por personas maliciosas.

Marco Antonio me persuadió de que le acompañase a aquella parte de los jardines para ver lo que él llamaba «la más atrevida de las proezas que jamás conoció Roma». Me aseguró que había de emprenderla él junto con cinco o seis compañeros suyos. Como había llegado para mí el momento de dar otra vuelta por los jardines, accedí a su requerimiento, y me llevé conmigo a Charmian. Lo demás, ya lo sabes.

No descansaré hasta haber obtenido pruebas de la complicidad de otros en lo que entonces tuvo lugar. Sé que las pruebas no te convencerán de mi inocencia, a menos que también pueda convencerte de mi incansable preocupación por todo lo que a ti se refiere, tanto en tu interés como en tu felicidad. Sólo esta ambición me mueve a aceptar también tu invitación a que asista a las sesiones dirigidas por Cytheris en tu casa.

No deseo en este momento enviar a buscar a mis niños queridos, aunque te agradezco la ocasión que me ofreces.

Querido amigo, gran César, mi amante, lo que domina por encima de todo mi pensamiento es haberte hecho sufrir injustamente. Lloro de angustia ante esas fuerzas del destino que, merced a un designio infernal que los humanos no podemos contrarrestar, me han hecho instrumento de tu decepción. ¡Oh, no lo creas! No te permitas ser víctima de tan transparente mala fortuna. Recuerda mi amor. No empieces ahora a dudar del brillo de mis ojos y del goce de mi entrega. Aún soy joven; ignoro qué forma daría una mujer con más experiencia a sus protestas de inocencia. ¿Debo indignarme porque no me crees? ¿Debo mostrarme altiva y enojada? No lo sé; sólo puedo ser sincera, aunque sea a expensas del pudor. Nunca he amado, nunca volveré a amar como te he amado a ti. ¿Quién puede haber conocido lo que yo conocí…, un deleite inseparable de la gratitud, una pasión que no era menos por ser toda homenaje? Tal era el amor conforme a la diferencia de nuestras edades; no necesita temer comparación con ningún otro. ¡Ay, recuerda, recuerda! ¡Confía! No me separes con una cortina de la divinidad que llevas dentro. Cortina la más negra, ya que está hecha con tu creencia en mi traición. ¡Traidora yo! ¡Desamorada yo!

Estas palabras no son regias. Son sinceras. Me expreso de este modo por última vez hasta que me permitas resumirlas. Ahora adopto las que corresponden a una visitante oficial, porque la conformidad con tus deseos es regla de mi amor.

XLIX. ALINA, ESPOSA DE CORNELIO NEPOTE, A SU HERMANA POTUMIA, ESPOSA DE PUBLIO CECCINIO DE VERONA.

30 de octubre

Debes de haber leído todas las cartas que hemos enviado respecto a este asunto por el correo del dictador a ti y a la familia del poeta. Aquí van unos pocos detalles, del todo confidenciales. Mi marido está afligidísimo como si hubiera perdido a un hijo. (¡Atrás, mal hado! ¡Nuestros muchachos están muy bien, gracias sean dadas a los dioses!) Yo quería a Cayo [Catulo], también, y le he querido desde que cuando éramos niños jugábamos juntos. Pero el cariño no puede cegarme los ojos, a ti puedo hablarte con franqueza, ante las lecciones de una vida tan deplorablemente equivocada. No me gustan sus amigos; por supuesto, no me gusta esa mujer malvada; no me gustan los versos que ha escrito durante estos últimos años; y nunca me parecerá bien ni alabaré al dictador, que ha estado en nuestra casa y fuera de ella durante estos días como si fuera un amigo íntimo de la familia.

A menudo habíamos pedido a Cayo que viniera a vivir con nosotros, pero ya conoces su brusca independencia. Así es que cuando una mañana apareció en nuestra puerta, seguido por el viejo Fusco, con su cama a cuestas, y nos pidió que le dejásemos vivir en la casita del jardín, comprendí que estaba verdaderamente enfermo. Mi marido informó de inmediato al dictador. El dictador se apresuró a enviar a su propio médico, un griego llamado Sosthenes, el joven más testarudo y engreído con quien me he tropezado jamás. No vacilo en decir que yo también soy una excelente médica. Creo que es un don que los dioses inmortales otorgan a todas las madres, pero el tal Sosthenes apartó implacable todos los remedios que han probado su eficacia desde tiempo inmemorial. Pero eso es una larga historia.

Ahora bien, Postumia, no cabe la menor duda de que esa mujer lo ha matado. Después de arrastrarlo durante tres años por todos los senderos del infierno, de pronto se hizo toda bondad, y así es como le mató. Nunca apareció por aquí, pero todos los días llegaban cartas suyas, obsequios de comida —¡y qué comida!—, manuscritos griegos y mensajes mandando preguntar por él dos veces al día. Todo esto hacía muy feliz a Cayo, pero hay muchas clases de felicidad. Y ésta era esa felicidad intrigada e incorpórea que, supongo, experimentan los maridos engañados cuando de pronto sus mujeres se muestran encantadoras con ellos. A medida que pasaban los días y ella no aparecía en persona, pudimos ver claramente que él iba renunciando a toda esperanza de recobrar la salud, y avanzaba a la deriva hacia la muerte. Hacia las tres y media de la tarde del día veintisiete, Fusco, el criado de Cayo —ya recordarás que acostumbraba a cuidar los botes en el lago de Garda—, vino a casa corriendo. Dijo que su amo estaba delirando y que se estaba vistiendo para ir a la recepción de la reina de Egipto. Corrí a la casa del jardín y lo encontré sin sentido en un charco de bilis que había vomitado.

Mi marido ordenó de inmediato que fueran en busca de Sosthenes, que acudió y estuvo sentado a la cabecera del enfermo hasta que murió, una hora antes del amanecer. No me permitieron entrar en el cuarto del enfermo, pero ¿a quién sino al dictador mismo se le ocurre presentarse a eso de las diez? Estaba espléndidamente ataviado y debía de haberse escapado de la recepción de la reina, que, después de todo, no estaba a menos de una milla de distancia. Toda la noche estuvimos oyendo las orquestas y viendo el cielo iluminado por sus fuegos artificiales. Oí a Fusco decir a mi marido que cuando el dictador entró en la habitación Cayo se levantó apoyándose en un codo y le gritó como un salvaje que se marchara. Le llamó «ladrón de la libertad», «monstruo de codicia», «asesino de la República» y otras muchas cosas, todas las cuales son, por supuesto, absolutamente verdaderas. Mi marido se reunió con ellos aproximadamente en ese instante —había salido en busca de nuestro bálsamo quemador—. Me dice que el dictador recibía en silencio toda aquella andanada, pero que estaba blanco como un espectro. Probablemente, hacía mucho tiempo que al dictador no se le ordenaba que saliese de una habitación, pero lo hizo.

Volvió dos horas después de medianoche, y se había despojado de sus elegantes vestiduras. Cayo estaba dormido. Al despertar pareció haberse reconciliado con su visitante. Mi marido dice que hasta sonrió y dijo: «Qué, ¿no hay galas, gran César?». Como bien sabes, mi marido reverencia a ese hombre. (Nos hemos puesto de acuerdo para no hablar de él en casa.) Cornelio dice que César estuvo desde ese instante maravilloso en sus silencios y en sus réplicas. Dijo que, sin duda alguna, César había estado presente a los pies de más lechos de muerte que nadie. Tú sabes todos esos cuentos de las Galias, de cuántos soldados heridos se negaban a morir hasta que su general hubiese hecho la ronda nocturna. ¡Ay, Postumia!, confieso que, aunque es un gobernante malvado, hay algo muy impresionante y nada forzado en su presencia. Mi marido dice que él mismo se quedó en un rincón del cuarto con Sosthenes y que pudo oír muy poco de lo que los otros dos estaban diciéndose. Al parecer, en un momento, Cayo, con las lágrimas corriéndole por la cara, casi se arrojó de la cama gritando que había malgastado su vida y su canto por los favores de una mala mujer. Yo no hubiera sabido qué responder a una cosa así, mas parece que el dictador sí pudo. Mi marido dice que hablaba en tono muy quedo, pero creyó comprender que César estaba elogiando a Clodia Púlquer como si fuera una diosa. Cayo no tenía dolores, pero estaba cada vez más débil. Yacía tendido, con los ojos mirando al techo, escuchando las palabras de César. De cuando en cuando, César callaba; pero cuando el silencio había durado demasiado tiempo para él, Cayo tocaba con los dedos la muñeca del dictador, como para decirle: «Sigue, sigue». Y todo lo que César hacía era hablar de Sófocles. Cayo murió en un coro de Edipo en Colona.

César le colocó las monedas sobre los ojos, abrazó a Cornelio y al médico desafortunado, y se fue a su casa, sin guardias, en la primera luz de la mañana.

Tal vez desees repetir algo de esto a su madre y su padre, aunque me parece que les causará más desconsuelo. No sería poca la responsabilidad que yo sintiese si alguno de mis hijos hubiese de sucumbir a un desvarío tal como el que aquí hemos presenciado. ¡Creo que puedo atreverme a decir que su crianza les habrá preservado de ello!

[La carta continúa con el relato de la venta de unas propiedades.]

XLIX-A. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO EN LA ISLA DE CAPRI.

Noche del 27 al 28 de octubre

1013. [Sobre la muerte de Catulo.] Estoy velando junto al lecho de un amigo moribundo, el poeta Catulo. De cuando en cuando se queda dormido; entonces tomo la pluma, como siempre, tal vez para evitar la reflexión. (Aunque ya hubiera debido aprender que escribirte es invocar de las profundidades de mi mente aquellas preguntas que he rehuido a lo largo de toda mi vida.)

Acaba de abrir los ojos; ha pronunciado los nombres de seis de las Pléyades, y me pregunta el de la séptima.

Ya en tu juventud, Lucio, poseías percepción infalible para la Inevitable Circunstancia y la Inevitable Consecuencia. No gastabas tiempo en desear que las cosas fuesen de otro modo. De ti aprendí, aunque lentamente, que existen grandes campos de experiencia que nuestro anhelo no puede alterar y que nuestros temores no pueden parar de antemano. Me he aferrado durante largos años a una hueste de autoilusiones, a la creencia de que una ardiente intensidad del entendimiento puede lograr un mensaje de un ser amado indiferente, y que la aguda indignación puede detener los triunfos de un enemigo. El universo sigue su marcha poderosa y muy poco podemos hacer para modificarla. Recuerda cuánto me escandalizaba cuando dejabas caer tan a la ligera las palabras: «La esperanza nunca ha cambiado el tiempo que ha de hacer mañana». La adulación no cesa de asegurarme que «he hecho lo imposible» y que he «alterado el orden de la naturaleza». Recibo tales tributos con una grave inclinación de cabeza, pero no sin desear que estuviera presente el mejor de mis amigos para compartir conmigo el desprecio que merecen.

No sólo me inclino ante lo inevitable; me fortalezco con ello. Las cosas que los hombres llevan a cabo son más dignas de mención cuando se contemplan las limitaciones con que desarrollan su labor.

El tipo de lo Inevitable es la muerte. Recuerdo bien que en mi juventud creí que estaba ciertamente exento de su actuación. Por primera vez, cuando murió mi hija, y luego cuando te hirieron, supe que yo también era mortal. Y ahora considero malgastados e improductivos los años en que no me daba cuenta de que mi muerte era cierta, sí, hasta posible en el momento mismo. Ahora puedo reconocer con una mirada a aquellos que aún no han previsto su muerte. Sé que son unos niños. Piensan que evitando su contemplación aumentan el sabor de la vida. Lo contrario es la verdad: sólo aquellos que han contemplado su no ser son capaces de ensalzar la luz del sol. Nunca compartiré la doctrina de los estoicos que la contemplación de la muerte nos enseña la vanidad del humano empeño y lo insustancial de los goces de la vida. Cada año digo adiós a la primavera con más intensa pasión y cada día me siento más decidido a ponerle riendas al curso del Tíber, aun cuando mis sucesores puedan permitirle que se pierda sin sentido en el mar.

Ha abierto de nuevo los ojos. Hemos tenido un paroxismo de pena. ¡Clodia! A cada momento, mientras contemplo esto, comprendo con más claridad la arruinada grandeza de esa mujer.

¡Oh, hay leyes que obran en el mundo cuya importancia apenas podemos adivinar! ¡Cuántas veces hemos visto a una altiva grandeza poner en marcha un cortejo de males, cuántas a la maldad engendrar virtudes! Clodia no es una mujer corriente, y al chocar con su Catulo ha hecho brotar poemas que tampoco lo son. Mirando de cerca, decimos el bien y el mal, pero lo que el mundo aprovecha es la intensidad. Hay en esto una ley oculta, pero no estamos presentes el tiempo lo suficiente para alcanzar a ver más de dos eslabones de la cadena. De ahí brota el lamento por la brevedad de la vida.

Está dormido.

Ha pasado otra hora. Hemos hablado. No soy un extraño a los lechos de muerte. A los que están sufriendo se les habla de sí mismos; a los de claro entendimiento se les alaba el mundo que están abandonando. No hay dignidad en dejar un mundo despreciable, y los moribundos a menudo temen que su vida no haya sido digna de los esfuerzos que les ha costado. Nunca me faltan cosas que elogiar.

Durante esta última hora, he satisfecho una antigua deuda. Muchas veces, durante los diez años de mi campaña, me sorprendí repetidamente soñando despierto. Andaba de un lado para otro delante de mi tienda por la noche, improvisando un discurso. Me figuraba tener delante un auditorio selecto de hombres y mujeres, especialmente jóvenes, a quienes quería comunicar todo cuanto yo debía —al hombre y al muchacho, al soldado y al administrador, al amante, al padre, al hijo— a Sófocles. Deseaba, antes de morir, vaciar mi corazón —que tan pronto volvía a llenarse— de agradecimientos y de elogios.

¡Oh, sí, era un hombre, y su obra fue labor de hombre! Una vieja pregunta queda respondida. No es que los dioses se negaran a ayudarle, aunque es bien cierto que no le ayudaron. No acostumbran a hacerlo. Si no se hubieran mantenido ocultos, él no habría tenido que mirar con tanta intensidad para encontrarlos. También yo he caminado a través de las más altas cimas de los Alpes cuando no veía ni siquiera dónde ponía el pie, pero nunca con tanta compostura como él. A él le bastó vivir como si los Alpes estuvieran allí.

Y ahora, también Catulo ha muerto.

L. CÉSAR A CYTHERIS.

1 de noviembre

Bien puedes figurarte, graciosa señora, que un hombre en mi posición vacila antes de hacer un requerimiento a aquellos por quienes siente la estimación más alta, por temor a que tal requerimiento lleve consigo un peso que no pretende cargar sobre ellos.

Mi mujer ha estado aprendiendo los responsorios que le corresponden en ciertas ceremonias que han de tener lugar en diciembre. Me permiten instruirla en ellos, pero sólo dentro de los límites que admite su carácter secreto. ¿Puedo pedirte que dediques unas cuantas horas a instruirla en el recitado de dichos responsorios y en el porte que está en consonancia con su solemnidad?

Como la reina de Egipto ha de estar presente en una parte del ceremonial, agradecería particularmente que se le permitiese compartir las horas de instrucción que pudieras dedicar a mi mujer.

Con gran felicidad supe por azar el otro día que eres amiga muy querida de Lucio Mamilio Turrino y que a veces lo visitas en la isla de Capri. Desea que se hable de él lo menos posible, y hasta estas líneas confieren a esta carta carácter de secreto. No me complace solamente que goces de su amistad y él de la tuya, sino que gracias a ti (y espero que también gracias a mí) su genio logre —si puedo atreverme a decirlo— influir sobre el mundo, aun cuando no se nos permita usar su nombre.

Ya sería bastante notable que cualquier hombre hubiese pasado por la desesperada situación que fue la suya y pudiera soportar sus consecuencias y permanecer con el alma serena; pero que le haya tocado en suerte a él, que ya superaba a todos los hombres en sabiduría, así como en los atributos del alma a los que damos el nombre de belleza, es un motivo de asombro cuyos límites aún no he logrado alcanzar.

La isla de Capri está, para mí, rodeada de una atmósfera que no puedo calificar sino de temor reverencial. El no ser el único reflector de este genio es para mí no sólo motivo de felicidad, sino de alivio. Muchas cosas se quedan sin decir entre mi amigo y yo. Entre ellas se cuenta la regla de que yo no reciba cartas suyas y que sólo pueda visitarlo una vez al año. De cuando en cuando, me entristecen tales restricciones; pero con el paso del tiempo, llego a ver que también ellas están marcadas por esa cordura casi de otro mundo que él nunca deja de transmitir.

Ya que estamos hablando de grandes hombres, aquí incluyo copias de los últimos versos escritos por Cayo Valerio Catulo, que murió hace cinco noches.

LI. LA REINA DE EGIPTO: MEMORÁNDUM PARA SU SECRETARIO DE ESTADO.

6 de noviembre

La reina de Egipto ha recibido con satisfacción el informe que has sometido a su estudio. Su elogio se refiere particularmente a los informes del 29 de octubre y del 3 de noviembre, así como a los documentos adjuntos.

La reina ha tomado nota de tu opinión sobre los centros de descontento.

[Aquí siguen los comentarios de Cleopatra sobre doce individuos o grupos de quienes podía esperarse que organizaran atentados contra la estabilidad del Estado o la vida del dictador. Los conspiradores en potencia no incluyen a Casca, a Casio ni a Bruto. El material para esta sección se refleja en nuestro libro IV]

Además, la reina llama tu atención sobre los asuntos siguientes:

1. Los informes de la fuente 14 [Abra] carecen de valor. Su simplicidad es fingida. No resultaría aumentar su valor con amenazas de denuncia y con otras presiones.

2. ¿Estás convencido de que has explorado todo lo que significa la desaparición del dictador durante mi recepción del 27? Acudir al lecho de enfermo de un grosero versificador enfermo no parece constituir una explicación satisfactoria.

3. Hay que hacer todo lo posible por introducir un agente en casa de Marco Antonio. La prueba que has recogido de su deslealtad al dictador en [46] te la devuelvo: hay que depositarla entre los documentos que estás salvaguardando contra cualquier posible robo o confiscación. Me quedo con el resto del material que recogiste en su casa.

4. La modista Mopsa. Consígueme lo antes posible una relación completa de su vida, parientes, relaciones, etc. También una lista de sus compromisos para este mes. Vendrá a mi casa el 17 a hacerme el traje para las ceremonias de la Buena Diosa.

5.Tu trabajo esta semana consistirá en elaborar un estudio en profundidad de la situación de la señora Clodia Púlquer y de su hermano. ¿Qué interpretaciones se dan de que ella se haya retirado al campo? ¿Cuándo vuelve a la ciudad? El informe de Sosígenes [el astrónomo egipcio] fue insatisfactorio. Deseo que le instruyas en qué debe observar.

Estoy de acuerdo contigo en que Clodio está intentando seducir a la mujer del dictador. Deseo que sigas esto con la mayor atención. No cabe duda de que intercambian comunicaciones a través de la fuente 14. Infórmame de cuantas sugerencias se te ocurran para sacar provecho de esta situación.

En reconocimiento de la diligencia y el arte que has demostrado en la difícil tarea que estás afrontando, me complazco en concederte a ti y a tus descendientes, por siempre, el oasis de Sesseben, junto con sus rentas e impuestos, sólo limitados por las reglas fijadas en los edictos 44 y 47 de mi reinado. [Las limitaciones impuestas sobre las levas que los funcionarios regionales o los terratenientes pudieran imponer a los labradores, y las limitaciones sobre la tasa por abrevar a los camellos en las fuentes y vías de agua.]

LII. POMPEYA A CLODIA.

12 de noviembre

Te echo siempre de menos, querida Ratoncita. Nadie puede comprender por qué te has marchado al campo ahora que suceden tantas cosas en la ciudad. Pregunté a mi marido qué interés podías tener en las matemáticas y dijo que eras muy entendida en esas cosas y que sabías cuanto hay que saber de las estrellas y de sus caminos. ¿A que no adivinas quién se pasa la vida en nuestra casa? Por lo menos viene un día sí y otro no y pasamos el tiempo del modo más inusitado… ¿Lo adivinas? ¡Cleopatra! Y no sólo Cleopatra, sino Cytheris, la actriz. Y mi marido es quien lo ha arreglado todo. ¿No te parece extraño?

Primero, Cytheris vino a enseñarme ya sabes qué. Luego Cleopatra empezó a venir a aprender algo de eso. Al terminar la lección, la reina pide a Cytheris que recite, y, ¡ay qué cosas!, se me hiela la sangre. Casandra que se vuelve loca, y Medea que planea el asesinato de sus hijitos, y luego todo el mundo se muere. Y luego, mi marido vuelve a casa temprano y charla, charla, charla sobre comedias griegas. Y se pone en pie, y él es Agamenón y Cytheris es Clitemnestra, y Cleopatra es Casandra, y Octavio y yo tenemos que ser el coro, y luego cenamos todos. ¡Ay, Claudilla querida, tendrías que estar aquí porque no tengo a nadie con quien reírme! Todos se toman tan en serio esa clase de cosas… Para mí es muy divertido cuando mi marido empieza a rugir y cuando Cleopatra se vuelve loca.

Realmente, la reina me gusta bastante. Claro que no se parece a ti ni a mí. Acostumbraba yo a creer que era fea, pero a veces es casi hermosa. En realidad, no estoy ni una chispita celosa. Mi marido la trata ni más ni menos como a su tía Julia.

Ayer, la reina de Egipto preguntó a mi marido cuándo ibas a volver. Dijo que esperaba que volvieses pronto porque eres su instructora para los ritos. Mi marido dijo que no sabía cuáles eran tus planes, pero que se figuraba que estarías aquí el primero de diciembre.

Queridísima, he visto a tu hermano; al más joven, quiero decir. Se acercó a mí a caballo cuando me dirigía hacia el lago Nemi. Se parece tanto a ti que siempre me asombro. La gente dice que es un hombre malo, y hasta lo dices tú, pero yo sé que no lo es. No debes tomar esa actitud con él. Claudilla, querida, todo el mundo sería malo si se le estuviese diciendo siempre que lo es.

Por esta carta debes pensar que soy muy feliz, pero no es así. Casi nunca salgo de casa, y nadie a quien desee ver entra nunca en ella. Fui a casa de la reina de Egipto una vez; fui a hacer una visita de alumbramiento a Porcia, la mujer de Bruto. A veces me siento y pienso que desearía estar muerta. Creo que, si una no vive mientras es joven, ¿cuándo va a vivir? Adoro a mi marido y él me adora, pero me gusta la gente y a él no.

Acabo de oír que mi visita a Porcia fue una pérdida de tiempo; me acaban de decir que ha tenido un aborto, así es que no necesitaba haber ido.

LIII. CYTHERIS A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.

25 de noviembre

El aire de Roma, querido amigo mío, es inquieto y malhumorado; las lenguas se van tornando afiladas y satíricas, sin risa; se oyen diariamente cuentos de conductas y crímenes que no son tan apasionados como erráticos e ilógicos. Durante algún tiempo llegué a pensar que este malestar residía únicamente en mi interior, pero ahora ya todos lo van notando. Nuestro amo está más ocupado que nunca. Los edictos llueven sobre nosotros a diario. Se dictan reglas contra la usura, y todo el mundo debe limpiar la calle frente a su casa; se ha dispuesto un gran mapa del mundo incrustado en el pavimento delante de los juzgados, piqueteado con águilas de oro que marcan la situación de las nuevas ciudades. Los maridos jóvenes se quedan mirándolas, golpeándose la barbilla, intentando decidir dónde establecerán un nuevo hogar, si entre hielo y aguanieve o bajo un sol abrasador.

Me disponía a aceptar tu invitación de ir a Capri inmediatamente cuando este amo me pidió que fuese a su casa a instruir a su mujer y a su regia invitada en las ceremonias que tendrán lugar en diciembre. Llevamos ya ocho sesiones, que suelen concluir con lecturas de tragedias en las cuales tomamos todos parte, incluso el mismo César. Me encuentro moviéndome en una tragedia dentro de una tragedia.

Estoy empezando a entender ese misterio: el matrimonio de César. Veo que no está basado en una inclinación morbosa hacia las muchachas demasiado jóvenes, como han sostenido muchas lenguas difamadoras. César es un maestro; es una especie de furia que lo impulsa. Sólo puede amar cuando puede instruir; sólo pide a cambio que el discípulo progrese y se ilustre. A estas jóvenes sólo les pide lo que Pigmalión pidió al mármol. Creo que ha logrado tal recompensa en tres ocasiones, con Cornelia, su hija y la reina de Egipto, y que muchas veces se le han resistido. La resistencia que ahora encuentra es enorme y abrumadora. Pompeya no es una muchacha falta de inteligencia, pero el método que él emplea con ella es tan poco inteligente que asusta y lleva a la inanición la inteligencia de que ella pueda estar dotada. El amor como educación es una de las grandes fuerzas del mundo, pero cuelga de una suspensión delicada; logra su armonía como rara vez lo hace un amor de los sentidos. Si se frustra, causa estragos aún mayores porque, como todo amor, es una locura. Por otra parte, él la ama como a cosa delicada que está creciendo y como mujer (y la mirada de César posándose sobre una mujer no puede compararse a la de ningún otro hombre), y además la ama por la potencialidad que puede poseer de convertirse en una Aurelia, una Julia Marcia. En su mente, Roma es una mujer; se casó con Pompeya para esculpir en ella una de esas estatuas vivas de la gran matrona romana.

Cleopatra también le ha decepcionado. No podemos sino figurarnos qué embriagadoramente debió de colmar en un principio las expectativas como discípula amada. Aún lo es. Yo idolatro a este coloso, pero soy vieja; ya no soy educable. Pero comprendo el ardiente éxtasis con que la reina recibe cada palabra que desgranan los labios de César. Y, sin embargo, César descubrió que no podía enseñarle nada esencial, porque la esencia de lo que él puede enseñar es la moral, la responsabilidad, y Cleopatra no tiene el menor sentido de lo que es justo y de lo que no lo es. César no sabe que tiene esa pasión por enseñar; todo ello tiene para él la invisibilidad de las cosas que son evidentes por sí mismas. Por eso es un mal maestro. Da por sentado que todos los seres humanos son a un mismo tiempo maestros y voraces aprendices, que todo el mundo está vibrante de vida moral. Las mujeres son maestras más sutiles que los hombres.

Nunca deja de conmoverme la imagen que en ocasiones se nos ofrece de grandes hombres que intentan hacer un matrimonio donde no puede haberlo, y continúan despilfarrando una ternura derrotada con sus malcasadas mujeres. La paciencia que desarrollan es muy diferente de la paciencia que las mujeres exhiben hacia sus maridos; ésta está en el orden natural de las cosas y no debiera considerársela digna de singular elogio, como no lo es tampoco la honestidad de las honestas. Hemos visto a esos maridos agraviados acabar por recluirse en sí mismos; han aprendido la virtud fundamental de la soledad, que sus hermanos más felices no conocerán nunca.

Tal marido es César. Su otra novia es Roma. Para ambas es mal marido, mas lo es por exceso de amor conyugal.

Permíteme seguir un momento más.

Sólo hace muy poco he llegado a comprender algunas palabras que dejaste caer hace años: «La maldad bien pudiera ser la exploración de nuestra libertad…». (¿Lo he reproducido bien?) Y otras: «Pudiera ser también la búsqueda de un límite que poder respetar». Qué estúpida he sido al no haberlo digerido antes, mi querido príncipe; hubiera podido aprovecharlo al representar mi Medea y mi Clitemnestra. Sí, a la luz de ese pensamiento, ¿no podemos decir que mucho de lo que llamamos «maldad» es el verdadero principio de la virtud que anda explorando las leyes de su propia naturaleza? Tal es lo que Antígona, mi Antígona, tu Antígona, nuestra Antígona quiere decir cuando dice [en la obra de Sófocles, respondiendo a la afirmación de Creón de que su «buen» hermano no desearía que su hermano malvado recibiese honrosa sepultura]: «¿Quién puede decir si en el mundo subterráneo sus actos [malvados] no parecerán inocentes?». Sí, ahí yace la interpretación de los desórdenes de Clodia, y a no ser que César vigile mucho, Pompeya emprenderá el viaje en busca de un límite a su curiosidad. La naturaleza se los pone a nuestros sentidos; el fuego nos quema los dedos y la acción de nuestros corazones nos impide ir corriendo monte arriba; mas sólo los dioses han puesto el veto a las aventuras de nuestra mente. Si a ellos no se les antoja intervenir, estamos condenados a forjar nuestras propias leyes o a vagar asustados por los desiertos sin sendas de nuestra aterradora libertad buscando siquiera el seguro de una puerta cerrada, de un muro infranqueable.

Es chanza corriente entre los que escriben farsas que a las mujeres les gusta que sus maridos les peguen. Esto refleja, sin embargo, una verdad eterna: que es gran alivio saber que quienes aman nos aman lo bastante para tomarse la responsabilidad de señalar lo permisible. Los maridos se equivocan a menudo… pero en ambas direcciones. César es un tirano, como marido y como gobernante. No es que como otros tiranos sea avaro en conceder libertad a los demás; es que, gozando él de una inmensa libertad ha perdido el contacto con los modos de obrar de la libertad y con las formas en que se desenvuelve en los demás; siempre equivocado, concede demasiada o demasiado poca.

LIV. CLODIA A SU HERMANO.

Desde Nettuno.

Selecciones de cartas casi diarias durante el mes de noviembre.

No vengas, Mentecato. No quiero ver a nadie.

Soy completamente feliz tal y como estoy. Cicerón está en la puerta de al lado, quejándose y escribiendo esas dolientes insinceridades a las que llama filosofía. Nos hemos encontrado varias veces, pero ahora nos vemos reducidos a enviarnos mutuamente regalitos de fruta y pastelería. No ha logrado interesarme en la filosofía y yo no he podido interesarle a él en las matemáticas. Es un hombre muy ingenioso, pero, no sé por qué razón, nunca ha sido ingenioso conmigo. Le provoco aridez.

No hago nada en todo el día, y sería muy mala compañía para ti. Estudio números, y puedo olvidarme de todo lo demás durante días enteros. Hay propiedades en el estudio de lo infinito en las que nadie ha soñado. He asustado a Sosígenes con ellas. Dice que son peligrosas.

Estoy muy enojada contigo por haber suplicado al viejo Pico de Águila que retirase esa comedia. Toda clase de mortificaciones empiezan para nosotros cuando reparamos en cosas semejantes. ¿Cuándo vas a aprender que el gozo de los maliciosos se multiplica cuando saben que sus observaciones nos han herido?

Como dices, es molesto que le acusen a uno de cien mil crímenes que nunca se le ocurrió cometer. Ciertamente, abandoné a mis padres lo antes que pude, pero nunca levanté una mano para molestarles. No sólo no maté a mi pobre marido, sino que me arrodillaba ante él suplicándole que no se matase comiendo demasiado. Nunca me he sentido trémula de pasión por ti ni por Dodó; la verdad es que siempre he mirado con asombro a las ratas de agua muertas de hambre que se empeñaban en encontrarte atractivo.

En cuanto a este último asunto [¿la muerte de Catulo?], no quiero que vuelvas a hablarme de ello. Es todo tan complicado; nadie más llegará a comprenderlo nunca. No quiero ni que me lo mencionen.

Lo peor que tiene ser acusado de crímenes es que a uno le inquieta ser acreedor de tanta censura. Pero, desde luego, cuando se acusa hay que acusar de algo enorme. Algo capaz de oscurecer el sol.

Claro que me da rabia que la gente diga que él me ordenó que me retirase al campo. Aunque es una absoluta estupidez es más exasperante que todas las demás mentiras juntas. Pero no iré a la ciudad sólo para refutarla.

27 de noviembre

Ven a Nettuno, Publio. No puedo soportar esto más tiempo, pero aún no estoy preparada para ir a la ciudad.

¡Por el Cielo, ven y no traigas a nadie contigo!

Lo peor de la inactividad es que le incita a una a reflexionar acerca del paso del tiempo. Y esto me ha llevado a recordar, como si fuera ya una vieja. Anoche no pude dormir. Me levanté y quemé todos mis cuadernos de matemáticas y todas las cartas que he recibido durante diez años. Sosígenes danzaba a mi alrededor como una polilla vieja intentando detenerme.

Ponte en camino en cuanto recibas esta carta. Tengo una idea. Marco Antonio fracasó y no pudo completar «la más atrevida de las proezas que jamás conoció Roma». Bueno. Se me ha ocurrido otra.

Mopsa está aquí, haciéndome un traje nuevo y un turbante para los juegos Lala-lala.

28 de noviembre

Espero que esta carta ya no te encuentre y te hayas puesto ya en camino. Si no, sal inmediatamente.

Acabo de recibir una carta del dictador requiriéndome en Roma para encargarme de mi instrucción a la reina de Egipto. Me invita a comer para el segundo día del mes.

LV. CLEOPATRA A CÉSAR.

5 de diciembre

Te envío el siguiente informe, gran César, aunque sé de sobra que has de malinterpretar mis motivos. Hace un mes, te lo hubiese dicho de inmediato; ese pensamiento me decide ahora.

La señora Clodia Púlquer se ha mandado hacer dos vestidos y dos turbantes para las ceremonias de la noche del 11 de diciembre. Tiene intención de vestir a su hermano con uno de ellos y hacerle entrar de ese modo en tu casa. Tu mujer lo sabe, como lo demuestra una carta suya que obra en mi poder.

LV-A. CÉSAR A CLEOPATRA.

A vuelta de correo

Te doy las gracias, gran reina. Muchas cosas te debo. Lamento que el triste asunto sobre el cual me llamas la atención esté entre ellas.

LVI. ALINA, ESPOSA DE CORNELIO NEPOTE, A SU HERMANA POSTUMIA, MUJER DE PUBLIO CECCINIO, EN VERONA.

13 de diciembre

Unas palabras apresuradas, Postumia queridísima. Roma está patas arriba. Nunca hubo tanto alboroto. Han sido cerradas las oficinas públicas, y la mayor parte de los comerciantes ni siquiera abren las puertas de las tiendas. Ya habrás oído hablar de ello: Clodia Púlquer hizo entrar a su hermano vestido de devota en las ceremonias de la Buena Diosa. Yo estaba de pie a algunos pasos de él cuando fue descubierto. Dicen que la primera en reparar en ello fue Julia Marcia. Ya llevábamos una hora cantando y recitando los responsorios. Algunas mujeres se precipitaron sobre él y le arrancaron el turbante y las bandas. Nunca se han oído gritos semejantes. Algunas mujeres le golpeaban por todos lados lo más fuerte que podían; otras corrieron a cubrir los objetos sagrados. Por supuesto, no había ningún otro hombre a una distancia desde donde pudieran oírse los gritos; pero, al fin, llegaron algunos guardias y lo detuvieron, cubierto de sangre y gimoteando, para llevárselo.

Esto es el fin; de veras, no sé qué decir. Todo el mundo lo dice: esto es el fin. El pueblo ha llegado a decir: «Ahora, que César se lleve Roma a Bizancio». Dentro de un momento tendré que salir corriendo para ir a juicio. Cicerón hizo ayer un discurso terrible y prodigioso contra Clodio y Clodia. Han llamado a toda clase de gente para dar testimonio, y los rumores revolotean por todas partes. Hay quien cree que la reina de Egipto está implicada en el asunto, porque Clodia le servía de instructora; pero la reina estaba indispuesta y ni siquiera asistió a los ritos.

Lo más extraño de todo es el comportamiento de César. Como supremo pontífice, debería estar dirigiendo el interrogatorio. Pero, desde el primer momento, se negó a intervenir. No cabe duda de que su mujer es tan culpable como los otros dos. ¿No es terrible, terrible?

Mi marido acaba de entrar. Dice que la familia de Pompeya —veinte de ellos— fueron anoche a ver a César y a pedirle que hablase para defenderla. Al parecer, guardó silencio y les estuvo oyendo una hora entera. Entonces se levantó y dijo que no tenía intención de aparecer en el juicio; que era posible que Pompeya no tuviese nada que ver en el asunto, pero que para una mujer de su posición no era difícil conducir su vida de modo que nunca pudiera recaer sobre ella sospecha semejante; que la sospecha en sí ya hacía bastante daño, y que se iba a divorciar de ella al día siguiente, es decir, hoy.

Me voy corriendo al juicio, querida. Tal vez tenga que dar testimonio. ¡Qué sensación tan extraña ir corriendo por las calles de esta ciudad! Es como si la ciudad misma hubiera caído en desgracia y todos nos viéramos obligados a marcharnos de ella.