XXII. CARTA ANÓNIMA [ESCRITA POR SERVILIA, MADRE DE M. JUNIO BRUTO] A LA ESPOSA DEL CÉSAR.
17 de agosto
Señora, es poco probable que el dictador te haya informado ya de que la reina de Egipto llegará pronto a Roma para una larga visita. Si deseas confirmación de este hecho, no tienes más que visitar vuestra villa en el Janículo. En la ladera más alejada encontrarás trabajadores que construyen un templo egipcio y erigen obeliscos.
Es importante llamar tu atención sobre esta visita y sus peligros políticos, porque en el mundo entero es motivo de mofa el que seas por completo inadecuada para la alta posición que ocupas y el que tu comprensión de la actual situación política de Roma no sea mejor que la de una chiquilla.
Cleopatra, señora, es madre de un hijo de tu marido. El muchacho se llama Cesarión. La reina le ha tenido escondido a los ojos de su corte, pero continuamente esparce el rumor de que está dotado de una inteligencia divina y una gran hermosura. La verdad, según fuentes muy autorizadas, es, sin embargo, que es idiota y que aunque ya ha cumplido tres años no sabe hablar y apenas puede andar.
El único propósito de la reina al venir a Roma es legitimar a su hijo y hacer valer sus derechos a su sucesión en el dominio del mundo. El proyecto es absurdo, pero la ambición de Cleopatra no conoce límites. Su arte para la intriga y su crueldad, que no se detuvo ni ante el asesinato de su tío y de su hermano-marido, así como su ascendiente sobre la lujuria de tu marido son suficientes para trastornar al mundo entero aunque no alcance a dominarlo.
No es ésta la primera vez en que los escandalosos adulterios de tu esposo te ofenden públicamente. El que su exasperada sensualidad llegue a cegarlo ante los peligros que esta mujer trae para el orden público no es sino una evidencia más de la senilidad que ha empezado a manifestarse en su administración.
Poco puedes hacer, señora, ni para salvaguardar al Estado ni para defender la dignidad de tu posición. Sin embargo, era preciso informarte de que las mujeres de la aristocracia de Roma se negarán a que les sea presentada esa egipcia criminal, y no harán acto de presencia en su corte. Si muestras firmeza, darás los primeros pasos para recobrar el respeto de la ciudad que has perdido con tu selección de amistades y con la imprudencia de tu conversación…, imprudencia que ni siquiera tu extrema juventud puede disculpar.
XXIII. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.
[Hacia el 18 de agosto]
942. [Acerca de Cleopatra y su visita a Roma.]
El año pasado, la reina de Egipto empezó a pedir permiso para hacer una visita a Roma. Finalmente, he accedido, y le he ofrecido como residencia mi villa al otro lado del río. Estará en Italia por lo menos un año. Todo el asunto es aún un secreto y no se le anunciará a la ciudad hasta la misma víspera de su llegada. Ahora está ya acercándose a Cartago, y debería llegar aquí dentro de aproximadamente un mes.
Confieso que la perspectiva de esta visita me causa un gran placer y no sólo por la razón que salta primero a las mientes. Era una chiquilla notable. Ya a los veinte años sabía la capacidad de carga de cada uno de los muelles más importantes del Nilo; era capaz de recibir a una delegación de Etiopía y negarle todas sus peticiones, logrando que las negativas pareciesen beneficios. La he oído gritar ante la estupidez de sus ministros durante una discusión acerca de la tasa real sobre el marfil, y no sólo tenía razón, sino fundamentada en una notable información detallada y ordenada. Verdaderamente es una de las pocas personas que he conocido que tienen genio para la administración. Habrá llegado a ser una mujer aún más notable. La conversación, oh sí, la conversación volverá a ser de nuevo un placer. Se me lisonjeará, se me comprenderá y adulará, en un reino donde pocos son capaces de comprender mis logros. ¡Qué preguntas hace! Hay pocos placeres que puedan equipararse a enseñar a un voraz aprendiz el conocimiento que uno ha adquirido a costa del envejecimiento y el cansancio.
¡Ay, ay, ay!, he estado sentado, con ese bulto semejante a un gato en el regazo, y he tamborileado con los dedos de mis manos los morenos dedos de sus pies; y he oído una voz suave que desde mi hombro me preguntaba cómo impedir que las casas de banca desanimasen a la industria del pueblo y cuál era el sueldo justo para un jefe de policía en relación con el del gobernador de una ciudad. En nuestro mundo, mi querido Lucio, todos son de mente perezosa excepto tú, Cleopatra, ese tal Catulo y yo.
Y, sin embargo, es embustera, intrigante, destemplada, indiferente al bienestar esencial de su pueblo, y homicida a sangre fría. Estoy recibiendo una serie de anónimos que me ponen en guardia contra su propensión al asesinato. No me cabe duda de que la dama nunca tiene muy lejos un armarito delicadamente tallado, repleto de venenos; pero sé también que en su mesa no preciso de ningún catador. El primer objeto de cada uno de sus pensamientos es Egipto, y yo soy su principal seguridad. Si yo muriese, su país caería en las garras de mis sucesores —patriotas sin sentido práctico o administradores sin imaginación—; y eso lo sabe muy bien. Egipto nunca recobrará su grandeza; pero, tal como es, Egipto vive gracias a mí. Soy mejor gobernante de Egipto que Cleopatra; pero aprenderá mucho. Durante su estancia en Roma, le abriré los ojos a cosas que nunca se le han ocurrido a un gobernante egipcio.
946. [Una vez más, acerca de Cleopatra y su visita a Roma.]
Cleopatra nunca puede hacer nada sin pompa. Me pidió que le permitiese traer una corte de doscientas personas y una servidumbre de mil, incluso una nutrida guardia real. He reducido tales números a un séquito de treinta y a una servidumbre de doscientos, y le he dicho que la República se hará responsable de la custodia de su persona y sus acompañantes. He ordenado también que fuera de los terrenos de su palacio —mi villa ha cambiado ya de nombre y se llama ahora palacio de Amenhotep— no puede usar la insignia real excepto en las dos ocasiones de su recepción oficial en el Capitolio y de su despedida oficial.
Me notificó que debía nombrar a veinte señoras de la más alta cuna, presididas por mi mujer y mi tía, para constituirle una compañía de honor que diese lustre a su corte. Le respondí que las mujeres de Roma eran libres de adquirir compromisos de esta clase si así lo deseaban, y le envié un modelo de invitación para que pudiera enviárselas directamente.
Esto no le agradó. Replicó que la extensión de sus dominios, más de seis veces mayor que la de Italia, y su estirpe divina —que ahora atribuye con el mayor detalle al Sol, a través de dos mil años— la hacen merecedora de semejante corte, y que es indigno de ella tener que rogar a las damas de Roma que acudan a sus fiestas y recepciones. Así están las cosas.
Yo he tenido mi parte de culpa en la gestación de tan desmedidas pretensiones. Cuando nos encontramos por primera vez, afirmaba con orgullo que no había en sus venas ni una gota de sangre egipcia. Lo cual no era cierto en absoluto; la descendencia en la casa real a la cual pertenece siempre había sido confusa gracias a sustituciones y adopciones; los efectos de los matrimonios consanguíneos se habían mitigado afortunadamente con la impotencia por parte de los reyes y la galantería por parte de las reinas, y por el hecho de que la belleza de las mujeres egipcias era muy superior a la de las descendientes de los bandidos de las montañas macedónicas. Además, Cleopatra, en aquel momento, fuera de la participación en limitado número de fiestas tradicionales, no se había dignado interesarse por las costumbres del antiguo país sobre el que reinaba. Nunca había visto las pirámides, ni los templos del Nilo que estaban apenas separados de su palacio de Alejandría por un trayecto de unas pocas horas.
Le aconsejé que hiciese público el hecho de que la madre de su madre no sólo fue egipcia, sino la verdadera heredera de los faraones. La persuadí de que vistiese el atuendo egipcio por lo menos la mitad del tiempo, y la llevé a hacer un viaje para visitar los monumentos de una civilización que, ¡por Hércules!, empequeñecían las cabañas tejidas con ramaje de sus antepasados macedonios. Mis instrucciones tuvieron un éxito que superó con mucho mis cálculos. Ahora es ella el auténtico faraón y la encarnación viva de la diosa Isis. Todos los documentos de su corte están en jeroglíficos, a los cuales agrega, por condescendencia, una traducción griega o latina.
Es como debe ser. La adhesión de un pueblo no se adquiere meramente gobernándolo de acuerdo con sus mejores intereses. Nosotros, los gobernantes, debemos emplear gran parte de nuestro tiempo en captar su imaginación. En la mente del pueblo, el Destino es una fuerza siempre vigilante, que obra por medio de la magia y que es siempre malévola. Para contrarrestar su acción, los gobernantes debemos ser no sólo cuerdos, sino sobrenaturales, porque a sus ojos la cordura humana se encuentra inerme ante la magia. Para nuestra gente, debemos ser a un tiempo el padre a quien conocieron en su infancia, que los protegía de los hombres malos, y el sacerdote que los protegía de los malos espíritus.
Acaso he olvidado decirte también que he ordenado que no traiga en su séquito ningún niño de menos de cinco años, ni suyo ni de nadie que pertenezca a su acompañamiento.
XXIV. CLEOPATRA, EN ALEJANDRÍA, A SU EMBAJADOR EN ROMA.
20 de agosto
Cleopatra, la Isis eterna, hija del Sol, elegida de Ptah, reina de Egipto, Cirenaica y Arabia, emperatriz del Alto y el Bajo Nilo, reina de Etiopía, etc., etc., a su fiel ministro.
Bendición y favor.
La reina se marcha de Alejandría por la mañana en dirección a Cartago.
En su viaje, se presentará a sus súbditos en Parastonio y Cirene. Descansará en Cartago a la espera de tus noticias acerca del tiempo más propicio para su llegada a Roma.
Se te ordena que le envíes a Cartago la información siguiente:
Una lista de las directoras laicas de los Misterios de la Buena Diosa.
Una lista de las consagradas de Hestia.
Ambas listas con notas respecto a sus relaciones familiares, anteriores matrimonios, etc.
Una lista de allegados al dictador, tanto hombres como mujeres, particularmente aquellos a quienes visita o que le visitan en su casa por motivos no oficiales.
Una lista de los servidores confidenciales de la casa del dictador, en que figura el tiempo que lleven a su servicio, los empleos previos y cuantos detalles referentes a su vida privada puedas descubrir. Debes proseguir con este estudio sin interrupción; la reina desea ver la información ulterior cuando llegue a Italia.
Una lista de los niños, vivos o muertos, cuya paternidad se haya atribuido en algún momento al dictador, junto con las supuestas madres y toda la información referente a cada caso.
Un recuento de todas las visitas de reinas a Roma, junto con los precedentes de etiqueta, ceremonial, recepciones oficiales, regalos, etc.
La reina confía en que no habrás sido negligente en asegurarte de que sus aposentos estén suficientemente caldeados.
XXV. POMPEYA A CLODIA, EN BAÍA.
24 de agosto
Ratoncito querido:
La invitación para la comida acaba de llegar, y la guardo hasta que mi marido vuelva a casa al atardecer. Te escribo esta carta a toda prisa para enviártela con tu mensajero.
Lo que tengo que decirte es muy muy confidencial, y confío en que la destruirás inmediatamente después de leerla.
Éste es el secreto: una persona de las riberas del Nilo va a hacer una larga visita a la ciudad. Hay ciertos aspectos de esa visita que no me digno considerar ni discutir, especialmente porque los aspectos políticos son de mayor importancia y peligro que los personales. Espero que nunca llegue a decirse de mí que he considerado mi vida personal como de la menor importancia comparada con las consideraciones del mundo entero que están inseparablemente ligadas a la posición que ocupo. No sé si sabes que esa mujer tiene un hijo y afirma que su sangre pertenece al más rancio abolengo romano. En esta pretensión funda esperanzas y ambiciones para la grandeza futura de su país que son, por supuesto, absurdas.
Cierta persona está, por ciertas razones, completamente ciega ante tales peligros, y no tengo más remedio que ser doblemente clarividente. Tal vez en dos ocasiones oficiales deba permitir que se me presente esa criminal egipcia. Indicaré por mi actitud que considero su presencia impertinente y aguardaré ojo avizor la ocasión de humillarla públicamente y, si es posible, obligarla a volverse a su tierra. Desde luego, me negaré a poner los pies en la residencia que ha sido preparada para ella.
Escríbeme lo que pienses sobre este asunto. Mi primo volverá aquí desde Nápoles poco después de haber recibido tú esta carta. Haz el favor de enviarme unas letras con él.
Posdata: Todo el mundo sabe que mató a su tío y a su marido, y que su hermano era su marido, lo cual es una costumbre egipcia y un ejemplo de lo que cabe esperar.
XXV-A. CLODIA A LA MUJER DE CÉSAR.
Desde Capua, 8 de septiembre
Muchas gracias, queridísima amiga mía, por confiarme el secreto.
Tu carta se parece a ti. Cuánta sabiduría muestras al considerar el asunto en todos sus aspectos y ver todos los peligros que se esconden tras el acontecimiento que prevés. Y cuán recto y noble por tu parte no dejarte llevar de indignación apasionada como hubieran hecho tantas otras mujeres.
¿Puedo hacer, sin embargo, una pequeña sugerencia, que sólo a ti haría porque sé que sólo tú podrías llevarla a cabo? Podrías considerar el acercamiento a esa molesta visitante en otro sentido. Se me ocurre que si te condujeses —como sólo tú eres capaz de hacerlo— con toda la amabilidad compatible con tu dignidad, ¡cómo se sorprendería ella! De ese modo, podrías insinuarte en el círculo de la visitante; podrías atisbar lo que allí pasara; y podrías prevenir a la otra persona concernida e impedirle que se olvidase de quién es.
No recomendaría este método a nadie más que a ti, porque requiere mucha habilidad. Tú puedes hacerlo. Piensa en ello.
Estoy anhelando hablar contigo sobre ello… y será muy pronto. Mientras tanto, te envío mi admiración y este frasco de perfume siciliano.
XXVI. CLODIA, EN BAÍA, A CATULO EN ROMA.
25 de agosto
Mi hermana me dice que debería escribirte una carta. Unas cuantas personas más se han convertido en defensores de tu causa y me dicen que debería escribirte una carta.
Así pues, he aquí la carta. Tú y yo acordamos desde hace mucho tiempo que las cartas no son nada. Las tuyas me dicen lo que ya sabía o podía figurarme muy bien, y con frecuencia se apartan de la regla que habíamos establecido: una carta debe reducirse sobre todo a hechos.
Mis hechos son éstos:
Ha hecho un tiempo incomparable. Hemos realizado muchas excursiones por mar y por tierra. Dejo todas las reuniones que hemos entregado a la conversación y para las cuales el que invita no ha hecho planes de diversión. No es necesario decir que la conversación es más insoportable que de costumbre con las gentes que aquí nos rodean.
Estudié astronomía con Sosígenes y, por consiguiente, soy enemiga de todos los poetas que se regodean en sus idiotizados sentimientos en presencia de las estrellas. Me dediqué al estudio de la lengua egipcia. Cuando descubrí que sonaba como el balbucear de los niños de pecho y que sus estructuras gramaticales estaban al mismo nivel que sus sonidos, lo abandoné. Hicimos mucho teatro de aficionados en griego y en latín. Trabajé muchos días con Cytheris. No quiso aceptar pago alguno y devolvió un regalo que le envié. Cuando insistí para que recibiese alguna muestra de lo que le debía, me pidió un poema tuyo escrito de tu puño y letra. Le di Las bodas de Peleo y Tetis. Se negó a tomar parte en alguna de las comedias, pero declamó ese poema notabilísimamente y, durante las lecciones que tomé de ella, con frecuencia representaba partes de las tragedias. Mi estilo es muy diferente del suyo, pero ella es maestra absoluta de su estilo. Marco Antonio se reunía a veces con nosotras al terminar mis lecciones. Sólo hay en él una cosa agradable: su risa; siempre se está riendo y, sin embargo, jamás cansa oírle reír. Cytheris, cuando no habla de su arte, es aburrida. Tiene la apatía de las mujeres felices. Descubrí, aunque no por ella, que es una de las pocas personas a quienes se les permite visitar a Lucio Mamilio Turrino en Capri. [Clodia escribió a Turrino, pidiéndole permiso para visitarlo; le fue negado cortésmente.] Conozco unos cuantos hombres a quienes podría amar muchísimo, si estuviesen mutilados y ciegos. Leí con Vero su nuevo libro de versos.
Me he granjeado unos cuantos enemigos más. Ya sabes que nunca miento y que no permito a la gente que mienta en mi presencia. Te fui, como tú dices, «infiel» en unas cuantas ocasiones. Como a menudo soy incapaz de dormir de noche, a veces me procuro compañía para esas horas.
Éstos son los hechos concernientes a mi vida este verano y éstas son las respuestas a las preguntas contenidas en tus cartas extremadamente monótonas. Al releerlas encuentro que me expones muy pocos hechos. No has estado escribiéndome a mí al escribirlas, sino a esa imagen de mí que tienes alojada en la cabeza y a la cual no deseo parecerme. Los hechos que a ti se refieren los he sabido por mi hermana y tus otros abogados. Has hecho visitas a mi hermana, y a Mamilio y a Livia [Los Torcuato]. Has enseñado a sus chiquillos a nadar y a navegar a la vela. Has enseñado a sus chiquillos a amaestrar perros. Has escrito montones de versos para niños, y otro poema para una boda. Vuelvo a decirte que perderás tu don poético si abusas de él. Esa clase de versos no pueden sino agravar el defecto que ya daña tanta parte de tu obra: ese vicio de recurrir a términos familiares y a expresiones provincianas. Mucha gente comienza ya a negar que seas un poeta romano. Tú y yo estamos de acuerdo en que Vero no goza del talento básico que tienes tú, pero tanto sus modales como sus versos evidencian gusto y elegancia uniformes, mientras que tú continúas cultivando una rudeza «norteña».
Esta carta, como todas las cartas, es totalmente innecesaria. Pero me quedan dos cosas por decir: el último día de septiembre, mi hermano y yo damos una comida y espero que estés presente. He invitado al dictador y a su mujer (casualmente me he enterado de que has estado escupiendo otros cuantos epigramas; ¿por qué no reconoces que no entiendes nada de política y que no te interesa? ¿Qué satisfacción puedes encontrar en hacer vulgares ruiditos en la sombra de ese gran hombre?). También he invitado a su tía, a Cicerón y a Asinio Polión.
Saldré hacia el norte el día ocho, y llevaré conmigo a unos cuantos amigos, Mela y Vero. Pasaremos unos cuantos días con Quinto Léntulo Espinter y Casia en Capua. Te sugiero que te reúnas allí con nosotros el día nueve, y regreses con nosotros a la ciudad unos días después.
Si te decides a venir a Capua, te ruego que no alimentes esperanzas de compartir mis insomnios. Por enésima vez te pido que consideres la naturaleza de la amistad, que seas consciente de sus ventajas y que vivas dentro de sus límites. La amistad no pretende tener derechos; no establece posesión; no representa una competencia. He hecho algunos planes para mi vida durante el año venidero. Diferirá ampliamente de la que he llevado durante el año que acaba de pasar. La comida a que te he invitado te dará idea de su carácter.
XXVI-A. CATULO:
Miser Catulle, desinas ineptire
Et quod vides perisse perditum ducas.
Fulsere quondam candidi tibi soles,
Cum ventitabas quo puella ducebat,
Amata nobis quantum amabitur nulla.
Ibi illa multa tum iocosa fiebant;
Quae tu volebas nec puella nolebat.
Fulsere vere candidi tibi soles.
Nunc iam illa non volt; tu quoque inpotens, noli,
Nec quae fugit sectare, nec miser vive;
Sed obstinata mente perfer, obdura.
At tu, Catulle, destinatus obdura.
Mísero Catulo, pon fin a tu sandez
y lo que ves perdido, dalo por perdido.
Radiantes fueron en otro tiempo los soles que para ti brillaron
cuando presuroso seguías los caminos en que aquella chiquilla te guiara…
aquella a quien amábamos como no fue amada ninguna.
Muchos fueron entonces los deleites;
a lo que deseabas, ella no se oponía.
Radiantes fueron para ti los soles.
Ahora ella ya no quiere; puesto que no puedes, no quieras tú
ni perseguir a la que huye, ni vivir en miseria;
sino soporta, con obstinada mente.
¡Ah, tú, Catulo, lo que te está destinado, sopórtalo!
XXVI-B. LIBRO DE ANOTACIONES DE CORNELIO NEPOTE.
[Estas notas son de fecha posterior.]
«¿No te parece extraordinario —pregunté— que Catulo deje pasar de mano en mano esos poemas? No recuerdo precedente para revelación tan ingenua».
«Todo es extraordinario —respondió Cicerón, levantando las cejas y bajando la voz como si temiera que alguien estuviese oculto escuchando—. ¿Has reparado en que siempre está sosteniendo un diálogo consigo mismo? ¿De quién es esa otra voz que tan a menudo se dirige a él…, esa voz que le incita a “soportar” y “sobreponerse”? ¿Es acaso su genio? ¿Es algún “otro yo”? ¡Ay, amigo, me resistiré contra esa poesía lo más que pueda! Hay en ella algo indecoroso. O es la experiencia cruda de la vida que todavía no ha cumplido satisfactoriamente su transformación en poesía o es un nuevo género de sensibilidad. Me dicen que su abuela era del norte. Quizá sean éstos los primeros aires que soplan sobre nuestra literatura desde los Alpes. No son romanos. Ante esos versos, un romano no sabe adónde volver los ojos; un romano se ruboriza. Ni tampoco es griego. Poetas antes de nosotros nos han hablado de sus penas, mas sus penas estaban ya medio aplacadas por el canto. ¡Pero, esto!… Ahí no hay lenitivo. A este hombre no le da miedo reconocer que sufre. Tal vez por eso lo comparte en diálogo con su genio. Pero ¿qué es ese “otro yo”? ¿Tienes tú uno? ¿Lo tengo yo?»
XXVII. CÉSAR, EN ROMA, A CLEOPATRA EN CARTAGO.
La siguiente carta, escrita de puño y letra por el dictador, acompañaba a un saludo oficial a la reina que se aproximaba a Roma.
3 de septiembre
Augusta reina, no me place añadir a este sincerísimo mensaje de bienvenida los siguientes requerimientos: debo recordarte que doy mucha importancia a las condiciones en que consentiste cuando se proyectó esta visita a Roma. Me refiero al número de personas de tu séquito, a los reglamentos concernientes a la ostentación de tu insignia real y a la exigencia de que no haya ningún niño menor de cinco años de edad entre tus acompañantes. Si faltas a la observancia de este arreglo, me veré obligado a afligirme y afligirte con un acto derogatorio de tu dignidad e inconsecuente con la estimación en que te tengo. Si te acompañara ahora algún niño, deberías dejarlo en Cartago o hacerlo volver a Egipto.
No consientas en que la severidad de mis palabras te haga dudar de la gran satisfacción que siento ante la perspectiva de tu estancia en Roma. Roma aumenta en interés para mí cuando pienso que pronto estaré mostrándole a la reina de Egipto la Roma que ahora es y la Roma que estoy proyectando. El mundo posee muy pocos gobernantes, y entre ellos un número aún más escaso tienen una idea aproximada de lo que es dirigir el destino de las naciones. La reina de Egipto es grande en genio tanto como lo es en posición.
La condición del liderazgo añade grados nuevos de soledad a la solitud esencial de la humanidad. Cada orden que emitimos aumenta la extensión en la que estamos solos, y cada muestra de deferencia que se nos ofrece nos separa de nuestro prójimo. La perspectiva de la visita de la reina representa para mí un alivio para la soledad en la cual vivo y trabajo.
Esta mañana he hecho una visita al palacio que está acondicionándose para la reina. No se deja por hacer nada de lo que pueda proporcionarle comodidad.
XXVII-A. PRIMERA RESPUESTA A LA CARTA ANTERIOR. CLEOPATRA A CÉSAR.
En jeroglíficos, precedida por los títulos de la reina, su ascendencia, etcétera, sobre una enorme hoja de papiro, seguida por la traducción en latín; enviada a través de la administración romana de mensajeros que precede a la regia viajera y a su cortejo.
20 de septiembre
La reina de Egipto me encarga a mí, su indigno chambelán, que acuse recibo de la carta y los obsequios del dictador.
La reina de Egipto agradece al dictador los obsequios que ha recibido.
XXVII-B. SEGUNDA RESPUESTA. CLEOPATRA A CÉSAR.
Enviada desde la nave real a su llegada a Ostia.
1 de octubre
El dictador ha enviado a la reina una carta sobre las dificultades de ser monarca.
He aquí otras.
Una reina, gran César, puede ser una madre. Su regia condición la hace más, y no menos, sujeta a esas amantes ansiedades que todas las madres experimentan, particularmente si sus hijos están delicados de salud y son de ánimo afectuoso. Me has explicado que, en otro tiempo, fuiste un padre entregado al amor por su hija. Te creí. Te defendiste ante mí contra la acusación de haber permitido que razones de Estado te forzaran a mostrarte insensible con ella. [Instigada al parecer por su padre, Julia rompió su compromiso con un hombre para casarse con Pompeyo. Murió antes de que se iniciara la guerra civil entre César y Pompeyo, pero el matrimonio fue completamente feliz.]
Esa misma insensibilidad me dispensas y no sólo a mí, sino a un niño que no es un niño corriente, puesto que se trata del hijo del hombre más grande del mundo. Ha vuelto a Egipto.
Me describes tu soledad como gobernante. Un gobernante tiene motivos para sentir que la mayor parte de los que se acercan a él los mueve el interés propio. ¿No corren los gobernantes peligro de ahondar en esta soledad atribuyendo a los demás únicamente esa motivación? Puedo figurarme que un gobernante que tiene ese punto de vista respecto a los demás, se convierta en piedra y convierta en piedra a cuantos a él se acerquen.
A medida que voy acercándome a la ciudad, deseo decir a su amo que soy la reina y la sirvienta de Egipto y que la suerte de mi país no está nunca ausente de mi pensamiento, pero que me sentiría menos que reina si no reconociese también que soy mujer y madre.
Te devuelvo tus mismas palabras: «No consientas en que la severidad de mis palabras te haga dudar de la gran satisfacción que siento ante la perspectiva de mi estancia en Roma».
Atribuyo la falta de amabilidad de tu conducta al hecho de que, en verdad, has creado para ti una soledad que es excesiva incluso tratándose del gobernante de un mundo. Has dicho que tal vez sea posible que yo pueda aligerar esa carga.
XXVIII. CATULO A CLODIA, EN ROMA.
[Las dos cartas siguientes, probablemente escritas el 11 o el 12 de septiembre, nunca fueron enviadas. Son los borradores de la carta que ya se ha facilitado como documento XIII. Catulo no las destruyó inmediatamente, ya que dos semanas más tarde la policía secreta del dictador las descubrió en los aposentos del poeta y envió a César las copias.]
Mátame ya… puesto que eso es lo que deseas… Yo no puedo matarme…, es como si tuviera los ojos fijos en una comedia, como si estuviera contemplándola sin aliento… para ver qué horror nuevo eres capaz de inventar. No me puedo matar hasta que haya visto la última aterradora exposición de lo que eres…, ¿qué eres?…, asesina…, torturadora…, montaña de mentiras…, risa…, máscara…, traidora…, traidora a toda nuestra raza humana.
¿Habré de estar colgado de esta cruz y no morir…, mirándote eternamente?
¿A quién puedo volverme? ¿A quién puedo gritar? ¿Existen los dioses? ¿Has gritado a los cielos llamándolos?
Dioses inmortales, ¿habéis enviado este monstruo a la tierra para enseñarnos algo? Esa belleza de forma, ¿no es sino un saco de males? El amor, ¿es odio disfrazado?
¡No, no…, esa lección no quiero aprenderla de ti…, lo contrario es la verdad!… Nunca conoceré el amor, mas por ti sé que el amor existe.
Viniste al mundo…, monstruo y asesina…, para matar al Amante… Tendiste una emboscada traidora, y, con una carcajada y un grito, levantaste el hacha para matar en mí la parte que vive y ama… Los dioses inmortales me ayudarán a recobrarme de este horror…, de que tú, disfrazada de la Amada, la que puede ser amada, te estés moviendo entre los hombres, esperando la oportunidad para inspirar amor y matarlo… Y me elegiste a mí para tal crimen, a mí, que tengo una vida que vivir y un amor que amar, y que no volveré a amar de nuevo.
Pero has de saber, exhalación del infierno…, que aunque hayas matado el único amor que tenía que ofrecer, no has matado mi fe en el amor. Gracias a esta creencia te conozco por lo que eres.
No necesito maldecirte… El asesino sobrevive a la víctima sólo para aprender que de quien quería verse libre era de sí mismo. El odio es odio a uno mismo. Clodia está encerrada con Clodia en un aborrecimiento eterno.
XXVIII-A. CATULO A CLODIA.
Ya sé, ya sé, nunca prometiste ser constante.
¡Cuán a menudo, con la ostentosa honestidad de los deshonestos, rompiste un beso para afirmar tu independencia de todo compromiso! ¡Jurabas que me amabas, y te reías, y me advertías que no me amarías para siempre! Nunca, nunca, nunca pude concebir un amor capaz de prever su propio término.
Yo no te oía. Estabas hablando en un lenguaje para mí incomprensible. El amor es eternidad en sí mismo. El amor es, en cada momento de su ser, todo el tiempo. Es la única fugaz imagen que se nos permite vislumbrar de lo que es la eternidad. Por lo cual, no te oía. Tus palabras no tenían sentido. Reías y yo reía también. Fingíamos que no íbamos a amarnos eternamente. Nos reíamos de esos millones de fingidores del amor en todo el mundo, que saben de sobra que su amor tendrá término.
Después de haberte expulsado de mis pensamientos para siempre, una vez más vuelvo a pensar en ti.
¿Qué va a ser de ti?
¿Qué mujer de este mundo caminó sobre un amor como el que yo te daba?
Loca, ¿no sabes lo que has tirado?
Mientras el dios del Amor te contemplaba a través de mis ojos, la edad no podía tocar tu hermosura. Mientras te hablábamos, tus oídos no podían oír las lenguas del mundo, la envidia y la detracción y todas las borrascas que soplan a nuestro alrededor en el aire maligno de nuestra condición humana; mientras te amábamos, no podías saber qué es soledad del alma…, ¿no significa eso nada para ti? Loca, ¿no sabes lo que has tirado?
Pero eso no es todo. Tu estado es mil veces peor. Ahora te has revelado, tu secreto ha salido a la luz. Desde que lo conozco, no puedes seguir ocultándotelo a ti misma: eres la eterna asesina de la vida y del amor. ¡Y cuán aterrador para ti debe de ser saberte fracasada, porque te ha revelado la grandeza y la majestad de tu enemigo, el amor!
Todo, todo cuanto decía Platón era verdad.
No era yo, yo en mí mismo quien te amaba. Cuando te miraba, el dios Eros descendía sobre mí. El dios vivía en mí, miraba a través de mis ojos y hablaba por mis labios. Yo era más que yo mismo, y cuando tu alma se daba cuenta de que el dios estaba en mí, mirándote, durante algún tiempo, también tú estabas llena del dios. ¿No me lo has dicho? ¡En qué horas, en qué murmullos no me lo has dicho!
Mas no pudiste soportar mucho tiempo tal presencia, porque has venido al mundo, monstruo y homicida, para matar cuanto vive y ama. Llevas el disfraz de la Amada, la que se deja amar, y vives sólo para preparar una emboscada traidora tras otra; vives sólo para el momento en que, con una carcajada y un alarido, puedas alzar el hacha y segar la promesa de vida y la promesa de amor.
Ya no me falta el aliento a fuerza de sentirme horrorizado. Ya he dejado de temblar. Puedo meditar con asombro preguntándome dónde adquiriste el odio apasionado a la vida, y por qué los dioses permiten que este enigma del mundo vaya de un lado a otro entre los hombres. Nunca me darás lástima, en este horror no hay lugar para la lástima. Alguna gran intención de iluminar el mundo surgía en ti cuando fue envenenada en el mismo manantial.
Te amé, y jamás volveré a ser quien fui, pero ¿cuál es mi condición, comparada con la tuya?
XXVIII-B. CATULO.
O di, si vestrum est misereri, aut si quibus umquam
Extremam iam ipsa in morte tulistis opem,
Me miserum aspicite et, si vitam puriter egi,
Eripite hanc pestem perniciemque mihi,
Quae mihi subrepens imos ut torpor in artus
Expulit ex omni pectore laetitias.
Non iam illud quaero, contra me ut diligat illa,
Aut, quod non potis est, esse pudica velit;
Ipse valere opto et taetrum hunc deponere morbum.
O di, reddite mi hoc pro pietate mea.
Oh, dioses inmortales, si aún en vosotros hay compasión, o si alguna vez a alguien
que estaba ya a punto de morir habéis prestado ayuda,
miradme, mísero de mí, y si he llevado una vida pura,
arrancadme esta llaga y esta pestilencia,
que entrando subrepticia como letargo en las fibras,
destierra la alegría de todo el pecho.
Ya no pido que esta mujer corresponda a mi amor
ni —ya que es imposible— que quiera ser púdica.
A todo lo que aspiro es a sanar y arrojar de mí este mal.
¡Sanadme, oh dioses, en pago de mi piedad!
XXIX. CÉSAR A CORNELIO NEPOTE.
23 de septiembre
Esta carta es confidencial.
Me informan de que eres amigo del poeta Cayo Valerio Catulo.
Me han llegado noticias por vía muy indirecta de que el poeta ha estado enfermo o cuando menos sumido en una angustia mental.
Soy amigo de su padre desde hace muchos años y, aunque haya tenido pocas ocasiones de encontrarme con el poeta en persona, sigo su trabajo con mucho interés y admiración. Deseo que le visites y me envíes informes acerca de su estado. Además, te agradecería mucho que me avisaras, en cualquier momento y a cualquier hora, si le encontrases enfermo o atravesando cualquier clase de dificultad.
La estima en que te tengo y que me inspira tu obra me impulsa a añadir que me parecería casi una ofensa el que tú o tu familia no me tuvieseis al corriente de cualquier desafortunada circunstancia (los dioses inmortales lo impidan) en que os pudierais hallar tú o los tuyos. En edad muy temprana tenía la convicción de que los verdaderos poetas e historiadores eran los ornamentos más excelsos de un país; tal convicción no ha hecho sino cimentarse con el tiempo.
XXIX-A. CORNELIO NEPOTE A CÉSAR.
Es una satisfacción saber que el gran líder del pueblo romano se preocupa por la salud de mi amigo y paisano Catulo y se ha expresado en términos amistosos hacia mí y los míos.
Es verdad que hace unos diez días, un miembro del Club Emiliano de Juego de Damas y Natación, donde reside el poeta, me llamó a medianoche para decirme que el estado de Catulo tenía alarmados a sus amigos. Corrí a sus aposentos y lo encontré doliente y delirante. El médico Sosthenes, el griego, estaba administrándole eméticos y, después, calmantes. Mi amigo no me reconoció. Estuvimos con él toda la noche. A la mañana siguiente, mejoró mucho. Serenándose con resolución, agradeció nuestras atenciones, nos aseguró que su enfermedad estaba a punto de concluir y pidió que lo dejáramos. Volví al atardecer y lo encontré sumido en un sueño apacible. Poco después lo despertó un mensajero torpe que le traía una carta de esa mujer que tiene no poca responsabilidad en los trastornos de los que habíamos sido testigos como su delirio había puesto de manifiesto. En mi presencia, leyó la carta, y permaneció mucho tiempo en silencio y meditabundo. No hizo referencia alguna a lo que había leído, pero desestimando mis consejos, se vistió con elegancia y se marchó del club.
He dado al dictador estos detalles para que pueda hacer sus propias observaciones.
XXX. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.
991. [Acerca de Cleopatra y su visita a Roma.]
La reina de Egipto se va acercando. Los vientos empujan a través de los estrechos a la Señora Cocodrilo.
Mi correspondencia con su majestad ha sido todo lo fogosa que cabía esperar. Su latín es imperfecto, pero me doy cuenta de que se las arregla para conseguir perfecta precisión cuando la ocasión lo requiere.
No espero obediencia estricta a los reglamentos que he redactado respecto a su visita. La reina es incapaz de seguir al pie de la letra cualquier indicación que se le haga. Hasta cuando cree estar obedeciendo implícitamente, se las arregla para admitir una o dos desviaciones. Debo contar con ello. Confieso que me hechiza esa invariable variación, aunque me haya visto obligado antes a oponer a ésta la seriedad de mi semblante. No es más que el fruto del insondable orgullo y la independencia propios de una mujer acostumbrada a castigar con la muerte la más ligera desobediencia.
Sus cartas —hasta, en una ocasión, su silencio— me han deleitado. Ahora ya es verdaderamente una mujer, y una mujer más que regia. Por momentos me encuentro soñando que es más mujer que reina, y tengo que detener mis pensamientos.
Cleopatra es Egipto. No deja caer una palabra y no dispensa una caricia que no tenga implicación política. Cada conversación es un tratado y cada beso un pacto. Desearía que esta asociación no requiriese tan constante vigilancia y que sus favores tuviesen más abandono y menos arte.
Hace ya muchos, muchos años que no conozco amistad desinteresada por parte de nadie, excepto la tuya, la de mi tía y la de mis soldados. Hasta en mi casa, siempre me parece que estoy jugando una partida de damas. Pierdo un «hombre» estoy amenazado por el flanco; busco una salida; capturo un «jinete». Mi buena mujer parece sacar cierto placer de tales escaramuzas, aunque no las lleva a cabo sin lágrimas.
Y no es eso sólo. Hace ya muchos años que me siento blanco de un odio desinteresado. Día tras día atisbo a mis enemigos con la ardiente esperanza de encontrar en ellos al hombre que me odia «por mí mismo» o al menos «por Roma». Se me echa mucho en cara que me rodeo de aventureros sin escrúpulos que se enriquecen en los empleos que les procuro. Sí, a veces pienso que lo que me agrada en ellos es el candor de su codicia. No fingen amarme por lo que soy. Hasta tengo que llegar a decirte que en ocasiones me ha movido a placer el que alguno de ellos haya dejado caer una expresión del desprecio que me tiene… en este océano de adulación en que vivo y me muevo.
Es difícil, mi querido Lucio, librarse de convertirse en la persona que los demás creen que uno es. Un esclavo está doblemente esclavizado: por sus cadenas y por las miradas que caen sobre él y dicen: «Eres esclavo». De un dictador se cree que es tacaño para conceder beneficios, incalculable en desagrado, celoso de los hombres capaces, sediento de adulación, y no sólo diez sino veinte veces al día me encuentro en disposición de dejarme llevar por tales cualidades y tengo que echarme atrás rápidamente. Y diez veces al día, mientras espero la llegada de la reina de Egipto, me sorprendo soñando con la posibilidad de que, ahora que ya es una mujer hecha y derecha, sea capaz de ver que todo lo que pueda darles a ella y a su país lo doy inmediatamente; que no necesita artificios para obtenerlo; que todas las artes que tiene en su poder no pueden obtener lo que no es conveniente concederle; y que una vez comprendas estas cosas, nos moveremos en los dominios de… Pero estoy dejándome arrastrar más allá de lo posible.
XXXI. CICERÓN, EN ROMA, A ATTICO, EN GRECIA.
Esta carta produjo mucho regocijo y muchas burlas en la antigüedad y en la Edad Media. Quizá sea apócrifa. Sabemos que Cicerón escribió a Attico una carta en que se refería al matrimonio y que en sus dos cartas siguientes suplicaba a su amigo que la destruyese…, cosa que Attico habría hecho a buen seguro. Por otra parte, han llegado hasta nosotros más de una docena de versiones de lo que bien puede haber sido la carta en cuestión. Todas ellas difieren ampliamente entre sí y en todas se interpolan párrafos a todas luces burlescos. Hemos elegido los pasajes que la mayoría de las versiones tienen en común; nuestra teoría es que probablemente un secretario de Attico hizo una copia de la carta original antes de que ésta fuera destruida, y que tal copia comenzó a circular subrepticiamente a través del mundo romano. Es preciso recordar que Cicerón no sólo se divorció de su mujer, Terencia, universalmente respetada, después de muchos años de un matrimonio cada vez más dado al enfrentamiento y la discusión, sino que no tardó en casarse con su rica y joven pupila Publilia; que el hermano de Cicerón, Quinto, había estado largo tiempo tempestuosamente casado con la hermana de Attico, Pomponia, de la cual se había divorciado no hacía mucho; y que Tulia, hija querida de Cicerón, tampoco había sido demasiado feliz en su matrimonio con Dolabella, un ambicioso y disoluto amigo de César que su madre había elegido para ella.
Uno de cada cien matrimonios es feliz, amigo mío. Esto es una de esas cosas que todos saben y que nadie dice. No hay que asombrarse, por tanto, de que el matrimonio feliz sea ampliamente celebrado, porque lo excepcional es lo que se convierte en noticia. Mas es parte de la locura de nuestro género humano que siempre nos sintamos tentados a elevar la excepción a la categoría de norma. Nos atrae la excepción, pues todo hombre se cree excepcional y destinado a lo excepcional, y nuestros jóvenes, varones y mujeres, se lanzan al matrimonio convencidos de que de noventa y nueve de cada cien son felices y uno infeliz, o de que a ellos les está destinada la felicidad excepcional.
Dada la naturaleza de las mujeres y la naturaleza de la pasión que impulsa a unirse a hombres y mujeres, ¿qué probabilidad tiene el matrimonio de ser más feliz que los tormentos combinados de Sísifo y Tántalo?
Mediante el matrimonio, ponemos en manos de las mujeres el gobierno de nuestro hogar, gobierno cuyo ámbito ellas prontamente extienden en la medida en que son capaces al conjunto de nuestros bienes. Crían a nuestros hijos y, por consiguiente, se garantizan ser voz y parte en la disposición de los asuntos de los niños cuando ya han alcanzado ellos la madurez. En todas estas cuestiones persiguen fines totalmente opuestos a los que un hombre se propone. La mujer no desea más que el calor del hogar y el amparo de un techo. Viven en el temor de la catástrofe y ninguna seguridad es bastante segura para ellas; a sus ojos, el porvenir es no sólo inseguro sino catastrófico. Para luchar por adelantado contra esos males desconocidos, no hay engaño al que no recurran, no hay rapacidad de la que no se sirvan, y no hay ningún placer ni ilustración que no combatan. Si la civilización hubiera estado en manos de las mujeres, seguiríamos viviendo en las cuevas de los montes, y la inventiva del hombre habría cesado con la conquista del fuego. Todo lo que le piden a una caverna, más allá del abrigo, es que sea un grado más ostentosa que la de la mujer del vecino; todo lo que piden para la felicidad de sus hijos es que estén seguros en una cueva semejante a la suya.
Hablar del matrimonio nos compromete a dar abundantes ejemplos de la conversación de nuestras mujeres. Y la conversación de las mujeres dentro de la relación marital —y no hablo ahora de esa crucifixión que representa su conversación en las reuniones sociales—, detrás de todos sus disfraces de artificio e incoherencia, trata únicamente de estos dos asuntos: conservación y ostentación.
Comparte una característica con la conversación de los esclavos, y es lógico que sea así porque la situación de las mujeres en nuestro mundo tiene mucho en común con la de los esclavos. Esto quizá pueda ser lamentable, pero yo no me contaría entre los que se quieren dedicar a cambiarla. La conversación de los esclavos y de las mujeres está dirigida por la astucia. El engaño y la violencia son los únicos recursos que tienen los desposeídos. Y los esclavos sólo pueden recurrir a la violencia mediante una estrecha cohesión de sus compañeros de infortunio. Contra tal consolidación, el Estado mantiene acertadamente vigilancia constante y el esclavo se ve obligado a perseguir sus fines mediante el engaño.
El recurso a la violencia está igualmente vetado a las mujeres porque son incapaces de cohesionarse; desconfían unas de otras, como los griegos, y con mucha razón. Y en consecuencia, también ellas recurren a la astucia. ¡Cuán a menudo, tras visitar mis villas y conferenciar el día entero con mis capataces y trabajadores, me retiro a la cama tan exhausto como si hubiese estado luchando a brazo partido con cada uno de ellos, alerta todo el tiempo en cuerpo y alma para que no me dañen ni me roben! El esclavo introduce los objetivos que tiene en la cabeza desde todas las direcciones y sirviéndose de toda suerte de indirectas; no hay trampa que no emplee para lograr una concesión; no hay adulación, no hay alarde de lógica que no use; no hay presión sobre nuestro temor o nuestra avaricia a que no recurra; y todo ello para evitarse el trabajo de construir una pérgola, para eliminar a un inferior, para agrandar su vivienda, para obtener un atuendo nuevo.
Tal es asimismo la conversación de las mujeres; pero ¡cuánto más diversas sus pretensiones, cuánto más amplios sus recursos para el ataque, y cuánto más profundamente arraigada su pasión por lograr sus fines!
Las más de las veces, un esclavo desea meramente comodidades, mas detrás de los deseos de una mujer hay fuerzas que son para ella la esencia de la vida misma: la conservación de la propiedad; la estimación en que la tengan las matronas a quienes conoce, desprecia y teme; la reclusión de una hija que desearía fuera ignorante, triste y embrutecida. Tan hondamente arraigadas están las pretensiones de una mujer que tienen para ella el carácter de verdad evidente y de inderrocable sabiduría. En consecuencia, cualquier opinión que se oponga a la suya sólo podrá merecerle desprecio. La razón es cosa innecesaria y sin importancia para criatura tan bien dotada; está sorda, por adelantado. Un hombre puede haber salvado al Estado, dirigido los negocios de un mundo, adquirido fama inmortal por su sabiduría; mas para su mujer es un necio chiflado.
[Aquí sigue un párrafo acerca de las relaciones sexuales. Está tan sacado de quicio por la jocosidad y la inventiva de los copistas y transmisores que es imposible determinar el texto original.]
Tales cosas no se dicen a menudo, aunque en ocasiones las revelan los poetas…, esos mismos poetas que son los responsables primarios de la ilusión de que el matrimonio es un cielo y que nos engatusan para que vayamos en busca de la peligrosa excepción. Eurípides no dejó palabra por decir en su Medea. No es de extrañar que los atenienses lo expulsaran de Atenas llenándole de imprecaciones por haberles dicho semejantes verdades. La multitud iba capitaneada por Aristófanes, quien ha demostrado —aunque con menos ingenuidad— que sabía esas cosas y que amordazó su propio conocimiento para arrojar de la ciudad a un poeta más grande que él. ¡Y Sófocles! ¿Qué marido no habrá sonreído para sí al presenciar la escena en que Yocasta amontona mentira sobre mentira, poniendo buena cara a una situación calamitosa? Ejemplo notable del llamado amor conyugal, que ocultará cualquier hecho al marido para mantener una ostensible satisfacción; descarada ilustración de que, en lo que se refiere a mentalidad, una mujer apenas sabe distinguir entre un marido y su hijo.
¡Ay, amigo!, consolémonos con la filosofía. Es ámbito en la que ellas no han entrado nunca; a decir verdad, no les ha inspirado jamás el menor interés. Demos la bienvenida a esta ancianidad que nos libra del deseo de sus abrazos…, abrazos que hay que pagar a costa de todo orden en nuestras vidas y de toda tranquilidad en nuestras mentes.
XXXII. ABRA, DONCELLA DE POMPEYA, A CLODIA.
1 de octubre
He vivido con gran nerviosismo, honorable señora, pensando en ti y en tu casa y también en nuestro amo después del atentado contra su vida. Señora, todo aquí se ha trastornado enormemente, la casa siempre llena de visitas y de policías y mi señora al borde de la locura. Él, alabados sean los dioses inmortales, se despertó a mediodía como si tal cosa; tan alegre estaba que mi señora se puso de muy mal humor. Tenía hambre y comía y comía, y el médico protestaba y mi señora se puso de rodillas y le suplicó que no comiese. Pero él hacía chiste tras chiste y a duras penas pudimos conservar la cara seria.
Oí que decía a todos los que estaban de pie a su alrededor que nunca había disfrutado en una comida más de lo que disfrutó en casa de la señora. El general Marco Antonio le dijo que por qué y él dijo que porque había estado en muy buena compañía. Y, que la señora me perdone, Marco Antonio dijo si se refería a Claudilla, y él dijo que Claudilla era una mujer extraordinaria. Espero que estaré haciendo bien al contarle estas cosas a la señora.
Ahora tendría que decir a la señora que él anunció a todos los que vinieron durante ese día que Cleopatra, esa que es reina de Egipto, llegaría hoy o mañana.
6 de octubre
El amo no durmió en casa la noche pasada, la primera vez desde hacía mucho tiempo, y aquí cada uno piensa lo que le parece.
La reina ha enviado a mi ama los regalos más maravillosos, especialmente uno que es la cosa más prodigiosa que nunca se ha visto. Unos cuantos trabajadores vinieron ayer con gran secreto y lo instalaron y lo pusieron en marcha. Es un palacio egipcio, señora, de una altura que le llega a una a la rodilla. Y cuando se le quita la pared de la fachada, ve una toda la gente que tiene dentro, y hay un patio rústico y una procesión regia y todos vestidos con ropajes y colores de los más bonitos. Pero eso no es todo: si se hace correr agua, es difícil de explicar, señora, toda aquella gentecilla menuda se mueve, la reina y toda su corte entran en la casa, ¡suben las escaleras, sí, señora! y andan por la casa, y los animales salen, y beben en el Nilo y un cocodrilo nada ¡contra la corriente del agua!, y las mujeres tejen y los pescadores pescan y, ¡dioses inmortales!, no puedo decir todo lo que hacen. Se pasaría una mirando la vida entera. Mi señora estaba encantadísima y mandó que trajeran luces y creímos que no se iba a ir nunca a la cama. Todo el mundo dice que qué lista ha sido la reina, porque mi ama se olvidó de todo mirando el palacio y olvidó que su marido no estaba en casa.
8 de octubre
La reina vino ayer a visitar a mi señora. Creíamos que llevaría ropas muy bonitas, pero sólo llevaba un vestido azul y ni una sola joya, así que debía saber las leyes al respecto. No se había peinado, señora, ¡y yo que me había pasado dos horas arreglando a mi señora! Mi señora le dio las gracias por el palacio de juguete y se pasaron el rato hablando de él. La reina es muy sencilla. Hasta sabía mi nombre y me explicaba cosas. Pero, como decía el secretario de mi señora, se ve a simple vista que está pensando todo el rato. Cuando mi amo llegó a casa, preguntó cómo había ido todo, y mi señora, muy digna, dijo que muy bien, que qué se había pensado. ¡Oh, señora, debería haber visto a mi amo estos días! Es como tener a diez chiquillos en la casa. Siempre está haciendo rabiar a mi señora, y provocándola.
XXXIII. CORNELIO NEPOTE: LIBRO DE ANOTACIONES.
3 de octubre
La reina de Egipto ha llegado. Fue recibida en Ostia por una representación de la ciudad y el Senado, pero rehusó desembarcar porque la insignia del dictador no estaba presente entre las enseñas de bienvenida. César fue informado de ello, y se apresuró a enviar a Asinio Polión al puerto con sus estandartes. Entonces ella vino a Roma, viajando de noche.
La reina no ha recibido a nadie y se ha informado de que está indispuesta. No obstante, ha enviado magníficos regalos a unos treinta notables.
5 de octubre
La reina ha sido recibida hoy en el monte Capitolino. La magnificencia de su séquito superó con creces a cuanto se ha visto en la ciudad. A mí, a distancia, me pareció muy hermosa. Alina [su mujer], que la vio más de cerca [probablemente estaba sentada entre las consagradas a Hestia] y que es mujer, dice que es sencillamente vulgar y que tiene las mejillas tan rellenitas que merecerían llamarse «carrillos». La gente chismosa comenta que se produjo una fiera contienda entre ella y el dictador con motivo de su atavío. Las reinas de Egipto, en traje de ceremonia, aparentemente para identificarse con la diosa Isis, no llevan ropa más arriba de la cintura. César insistió en que se cubriese el pecho de acuerdo con la costumbre romana, y así se hizo, aunque ligeramente. Pronunció un discurso corto en un latín vacilante, y otro más largo en egipcio. El dictador respondió en egipcio y en latín. Los augurios en el sacrificio fueron extraordinariamente favorables.
XXXIII-A. CICERÓN, EN ROMA, A SU HERMANO.
8 de octubre
Las palabras «reina de Egipto» causan profunda impresión, amigo mío, pero no en mí.
He sostenido correspondencia durante varios años con esta reina; he prestado innumerables servicios a su cancillería. Es de presumir que está al tanto de mis intereses así como de mi disposición y, mis servicios a la República. Al llegar a esta ciudad, ha distribuido regalos a todo empleaducho de la trastienda del gobierno. Regalos de tal esplendor que sólo son dignos de intercambiarse entre miembros de la realeza. A mí me mandó uno de ellos. Podría con su valor alimentar a Sicilia un año entero. Pero ¿qué voy yo a hacer con un enjoyado adorno de cabeza y unos gatos de esmeralda? Por los dioses inmortales, te aseguro que hice saber a su mayordomo, ese tarugo de Hammonio, que no soy un actor borracho, sino un hombre que tiene en más un obsequio por lo adecuado de sus propiedades que por su coste. «¿No tiene manuscritos la biblioteca de Alejandría?», le pregunté.
El hechizo de esta reina disminuye enormemente cuando se la ve de cerca. Me precio de sostener una teoría según la cual cada uno de nosotros tiene una edad en la vida, hacia la cual todos estamos dirigidos como las limaduras de hierro se dirigen hacia el norte. Marco Antonio tendrá siempre dieciséis años, y la discrepancia entre esa edad y la que ahora tiene proporciona un espectáculo muy triste. Mi buen amigo Bruto ha sido un cincuentón deliberado y juicioso desde sus doce años. César está en los cuarenta —un Jano que mira a un mismo tiempo a la juventud y a la vejez sin saber por cuál decidirse—. Según esta ley, Cleopatra, a pesar de su juventud, es una mujer de cuarenta y cinco, lo cual hace desconcertantes los juveniles encantos que posee. Su cuerpo es el de una mujer que ha tenido ocho hijos. Su forma de andar y su porte son muy admirados, mas no por mí. Tiene veinticuatro años; su forma de andar es la de una mujer que quiere dar la impresión de tener los veinticuatro que tiene en realidad.
Debe uno tener cuidado, sin embargo, al hablar de estas cosas. El prestigio de su título, la magnificencia de su atavío, el efecto de sus dos señalados encantos —a saber, sus lindos ojos y la belleza de su voz cuando habla— subyugan a los incautos.
XXXIV. CARTA Y CUESTIONARIO: CLEOPATRA A CÉSAR.
9 de octubre
Mi Didja, Didja, Didja… Cocodridja es muy infeliz-feliz, muy feliz-infeliz. Feliz porque va a ver a Didja la noche del doce, toda la noche del doce, e infeliz porque para la noche del doce faltan aún mil años. Cuando no estoy con mi Didja me siento a llorar, rasgo mis ropas, me pregunto para qué estoy aquí, por qué no estoy en Egipto, qué estoy haciendo en Roma. Todo el mundo me odia; todos me envían cartas diciéndome que ojalá me muera. ¿No puede mi Didja venir antes del doce? ¡Oh, Didja, la vida es breve, el amor es breve! ¿Por qué no nos vemos? Día y noche, otras personas están viendo a mi Didja. ¿Lo quieren más que yo? ¿Las quiere más que a mí? No, no hay nada en el mundo que yo quiera más que a mi Didja, a mi Didja en mis brazos, mi Didja feliz, feliz en mis brazos. La separación es cruel, la separación es yerma, la separación es absurda.
Pero si mi Didja así lo desea, lloraré; no lo comprendo, pero lloraré y esperaré hasta el doce. Mas tendré que escribir una carta cada día. Y, ¡oh, mi Didja!, o escríbeme una carta cada día. No puedo dormir cuando llega la noche después de un día en el que no he tenido una verdadera carta tuya. Cada día llegan tus regalos con cinco palabras. Los beso; los estrecho largo tiempo entre mis brazos; pero cuando con los regalos no viene una verdadera carta tuya, no les puedo tener cariño.
Tengo que escribir una carta cada día para decir a mi Didja que no quiero a nadie más que a él y que no pienso más que en él. Pero también hay otras cosas fastidiosas que tengo que preguntarle. Cosas que necesito saber para ser una invitada ilustre, digna de su protección. Perdona a Cocodridja estas tediosas preguntitas.
1. En mi fiesta, bajo hasta la última grada de mi trono para saludar a la mujer de mi Didja. ¿Tengo que bajar también hasta la última grada para recibir a la tía de mi Didja? ¿Qué hago para recibir a los cónsules y a sus mujeres?
[Respuesta de César: Hasta ahora todas las reinas han bajado hasta la última grada. He cambiado todo eso. Mi mujer y mi tía entrarán conmigo. Nos recibirás en el arco. Tu trono no se alzará sobre ocho gradas, sino sobre una sola. A todos los demás invitados los recibirás en pie delante de tu trono. Este arreglo parece arrebatarte la dignidad de los ocho escalones, pero ocho escalones no son dignidad ninguna para quienes tienen que bajarlos, y tendrías que bajarlos para recibir a los cónsules que son o han sido soberanos. Piensa en ello y verás que Didja tiene razón.]
2. La señora Servilia no ha respondido a mi invitación. Didja, comprenderás que no puedo consentirlo. Conozco medios de obligarla a asistir a mi fiesta y los emplearé.
[Respuesta de César: No te comprendo. La señora Servilia asistirá.]
3. Si la noche está fría, no me apartaré una pulgada de mis braseros o me moriré. Pero ¿dónde puedo encontrar braseros suficientes para mis invitados al ballet sobre el agua?
[Respuesta de César: Provee de braseros a las damas de tu séquito. Nosotros, los italianos, estamos acostumbrados al frío y nos vestimos para entrar en calor.]
4. En Egipto, la realeza no recibe a bailarines ni a gente de teatro. Me dicen que tendré que invitar a la actriz Cytheris, que la reciben en muchas casas patricias, y que tu sobrino o primo Marco Antonio no va a ninguna parte sin ella. ¿Debo invitarla? A decir verdad, ¿debo invitarle a él?… Viene todos los días a mi corte; tiene una mirada muy atrevida; no estoy acostumbrada a que se rían de mí.
[Respuesta de César: Sí; y además de invitarla, aprende a conocerla. Es hija de un carretero, pero no hay mujer de la más alta aristocracia que no pueda aprender de ella lo que son la dignidad, el encanto y el porte.
Pronto descubrirás las razones de mi admiración hacia ella. Además, estoy en deuda con ella por una razón personal: su larga asociación con mi pariente Marco Antonio me ha proporcionado, con él, un amigo. Los hombres somos en buena medida lo que nos hacéis vosotras las mujeres…, y las mujeres también…, porque los hombres no pueden fijarse en una mujer que se haga mal a sí misma. Marco Antonio era, y lo será siempre, el mejor y el más querido atleta en una escuela provinciana. Hace diez años unos pocos momentos de conversación seria le dejaban agotado, y no podía resistirse a la necesidad de sostener tres mesas en equilibrio sobre la barbilla. Las mismas guerras no empleaban sino una fracción de su espontánea energía. Roma vivía bajo la amenaza de sus bromas, que no retrocedían ni ante la gracia de incendiar manzanas enteras de casas, de soltar las amarras de todos los botes en el río y de robar los ornamentos de un Senado. No tenía malicia, pero no tenía juicio. Todo esto lo ha reformado Cytheris; no ha quitado nada, pero ha dispuesto los elementos en diferente orden. Estoy rodeado —y los odio— por todos esos reformadores que sólo aciertan a establecer un orden por medio de leyes que reprimen al individuo y le despojan de su alegría y su agresividad. Los Catones y los Brutos sueñan con un Estado de ratones industriosos; y en la pobreza de su imaginación, me acusan del mismo pecado. ¡Feliz sería yo si pudiera decirse de mí como de Cytheris que puedo amaestrar al caballo salvaje sin robarle el fuego de los ojos y el deleite de su rapidez! ¿Y no ha logrado Cytheris merecida recompensa? Él no iría a ninguna parte sin ella, y con razón, pues no encontraría mejor compañía.
Mas debo concluir. Una delegación de Lusitania lleva esperando media hora para protestar contra mi crueldad y mi injusticia. Di a Charmian que tenga todo preparado para acoger a un visitante esta noche. Entrará, vestido como un centinela nocturno, por el puerto de Alejandría. Di a Charmian que será más cerca del amanecer que del anochecer: pero tan pronto como el combate entre el ardor y la prudencia pueda llevarlo a cabo. ¡Duerma la gran reina de Egipto, el Fénix de las mujeres, duerma!; la despertará una mano gentil.
Sí, la vida es breve; la separación, una locura.]
XXXIV-A. CYTHERIS, LA ACTRIZ, EN BAÍA, A CICERÓN, EN SU VILLA CERCA DE TUSCULUM.
Esta carta, escrita el año anterior, se adjunta aquí para esclarecer más el asunto tratado en la pregunta 4 del cuestionario precedente.
La señora Cytheris presenta sus profundos respetos al más grande abogado y orador que el mundo ha visto y al salvador de la República romana.
Como sabes, honorable señor, el dictador ha dispuesto que una colección de tus agudezas se prepare para su publicación. Me llegan noticias de que la colección contiene el relato de la conversación de sobremesa que tuvo lugar en la comida que Marco Antonio dio en tu honor hará unos tres años, e incluye algunas observaciones mías sobre el dictador que ahora parecerían irrespetuosas.
Te ruego, animada por las palabras generosas que tan frecuente y gentilmente me dedicas, que suprimas cuantas expresiones puedan atribuírseme en tal sentido.
Es cierto que durante las guerras civiles mis sentimientos hacia el dictador eran diferentes de los de ahora. Mis dos hermanos y mi marido lucharon contra él y mi marido perdió la vida. Desde entonces, el dictador ha perdonado a mis hermanos, con la clemencia que le distingue; les ha dado tierras, y ha introducido reformas en nuestro trastornado patrimonio; se ha adueñado de nuestros corazones y se ha ganado nuestra lealtad.
El año próximo dejaré los escenarios. Mi retiro y mi vejez podrían convertirse en una miseria con el pensamiento de que aquellas impacientes palabras mías pudieran hallarse en circulación, y con la amplia circulación destinada a cualquier obra que lleva tu ilustre nombre.
Esta angustia sólo tú puedes ahorrármela. En prenda de mi gratitud y mi admiración, ten la bondad de aceptar el manuscrito que incluyo. Es el prólogo que Menandro escribió para La muchacha que naufragó, escrito de su puño y letra.
XXXV. CÉSAR A CLODIA.
10 de octubre
Veo con disgusto que van a llegarme peticiones pidiéndome con urgencia que te excluya de una reunión en la que participarán todas las mujeres respetadas de Roma. Aún no se me han facilitado informes que justifiquen tu exclusión.
Pero hay otro asunto que debo someter a tu consideración. Yo leo muchas cartas que no me estaban destinadas y cuyos autores y destinatarios ignoran que estoy enterado de ellas.
No hay censura para el hecho de que una mujer amada por alguien no pueda pagar amor con amor. En tal situación, sin embargo, una mujer sabe perfectamente qué caminos debe tomar para intensificar o mitigar el sufrimiento de su pretendiente. Me estoy refiriendo al poeta Catulo, cuyos dones no son para Roma de menor trascendencia que las de sus gobernantes, y siento que es una de mis responsabilidades el conservar la compostura de su mente.
Las amenazas constituyen un arma demasiado fácilmente al alcance de un hombre que ejerce el poder. Rara vez hago uso de ellas. Sin embargo, ocurren casos en los cuales quienes encarnan la autoridad se dan cuenta de que ni la persuasión de lo razonable ni la invocación a la piedad pueden alterar la conducta errada de un niño o de un malhechor. Cuando las amenazas no dan resultado, debe seguirlas el castigo.
Puedes comprender que la rectitud requiere que te alejes de la ciudad durante algún tiempo.
XXXV-A. CLODIA A CÉSAR.
La señora Clodia Púlquer ha recibido la carta del dictador no sin sorpresa. La señora Clodia Púlquer pide licencia al dictador para permanecer en Roma hasta el día siguiente a la recepción de Cleopatra, reina de Egipto; después, se retirará a su villa en el campo hasta diciembre.
XXXVI. CÉSAR A CLEOPATRA: UNA DE LAS CARTAS DIARIAS.
Segunda mitad de octubre
En lengua egipcia. Muchas de las palabras de esta carta son desconocidas hoy, y aquí se suplen mediante conjeturas. Probablemente están en el argot del que se empleaba en las tabernas del puerto de Alejandría y que César había aprendido durante las excursiones tumultuosas que hiciera por aquel inframundo durante su estancia en Egipto pocos años antes.
Di a Charmian que abra con cuidado este paquete.
Lo he robado. No había robado nada desde que tenía nueve años, y he vuelto a experimentar todas las sensaciones del revientacasas y el tironero. Veo que ahora voy a lanzarme a ese camino de prevaricación y fingimiento que es el papel del criminal. [Alguien ha sugerido que César tal vez robara del tocador de su mujer un frasco de perfume.]
Mas ¿qué no haría yo por la gran reina de Egipto? No sólo me he convertido en un ladrón: me he convertido en un idiota. No puedo pensar sino en ella. Cometo errores en mi trabajo. Olvido nombres, extravío papeles. Mis secretarios están consternados, les oigo murmurar a espaldas mías. Hago esperar a los visitantes, retraso tareas…, todo para poder sostener largas conversaciones con la inmortal Isis, con la diosa, con la bruja que me roba el seso. No hay embriaguez igual a la de recordar palabras murmuradas en la noche. Nada en el mundo puede compararse a la gran reina de Egipto.
[En latín.]
¿Dónde está mi sabia Didja, mi buena Didja, mi inteligentísima Didja? ¿Por qué es tan poco cuerda, tan obstinada, tan cruel consigo misma y conmigo?
Perla mía, mi loto, si nuestra pasta romana de trigo te sienta mal, ¿por qué la comes?
Les sienta mal a todos los orientales. Le sentó mal a tu padre. Le sentaba mal a la reina Anesta. Nosotros, los romanos, somos rudos. Comemos cualquier cosa. Te ruego, te imploro que seas prudente. Anhelo que no estés sufriendo; pero yo sufro, sí sufro. Mi mensajero aguardará hasta que Charmian me envíe con él algún informe respecto a ti. ¡Oh, estrella y fénix, cuídate, sé prudente!
Cerraste las puertas a mi médico. ¿No podías permitir que te reconociera? ¿No podías haber hablado con él un momento? Me dices que vuestra ciencia médica egipcia tiene ya diez mil años y que nosotros los romanos somos unos niños. Sí, sí, pero —voy a hablarte con severidad— tus médicos llevan diez mil años con tonterías. Piensa, piensa un momento en la medicina. Los médicos son, en su mayoría, impostores. Cuando más viejo y más venerado es un médico, más debe fingir que lo sabe todo. Por supuesto, van empeorando con el paso del tiempo. Busca siempre un médico al que odian los mejores médicos. Busca siempre un médico joven y brillante antes de que se haya vuelto un necio. Didja, dime que verás a mi Sosthenes.
Estoy desamparado. Cuídate. Te quiero.
¡Oh, sí, obedezco a la reina de Egipto! Hago todo lo que me manda.
Mi coronilla ha estado color púrpura todo el día.
Visitante tras visitante iban mirándome con horror, pero ninguno me preguntó qué me sucedía. Para eso sirve ser dictador; nadie se atreve a hacerte preguntas indiscretas. Podría ir saltando a la pata coja desde aquí a Ostia y regresar de igual modo, y nadie hablaría de ello… delante de mí.
Por fin, una mujer de la limpieza vino a fregar el suelo. Y ella fue quien dijo:
«¡Oh, divino César!, ¿qué le pasa a tu cabeza?»
«Madrecita —respondí—, la mujer más grande del mundo, la mujer más hermosa del mundo, la mujer más sabia del mundo dice que la calvicie se cura frotándose la cabeza con un ungüento a base de miel, bayas de enebro y ajenjo. Me mandó que me lo aplicase, y yo obedezco todas sus órdenes».
«Divino César —replicó—, yo no soy grande, ni hermosa ni sabia, pero sé una cosa: un hombre puede tener o pelo o sesos, pero no las dos cosas a un tiempo. Bastante hermoso eres como eres, César; y puesto que los dioses inmortales te dieron sentido común, no creo que tuvieran intención de darte también rizos».
Estoy pensando en nombrar senadora a esa mujer.
Nunca me he sentido más desamparado, gran reina. Cambiaría todos mis poderes por éste, mas no puedo. No puedo mandar en el tiempo. Me encolerizan estas lluvias frías más de lo que ninguna otra cosa me ha encolerizado durante muchos años. Me he convertido en una especie de granjero; mis pasantes se miran unos a otros arqueando las cejas al ver que continuamente me acerco a la puerta para examinar el cielo. Durante la noche, me levanto y salgo al balcón; calculo la fuerza del viento; busco las estrellas. Te envío, con la presente, otra manta de piel; arrópate bien. Me dicen que estas lluvias crueles durarán aún dos días. Durante todo el invierno, tendremos de cuando en cuando días de sol. Un amigo mío tiene una villa en Salerno, protegida del norte. Irás a ella en enero y yo me reuniré contigo. Ten paciencia; entretente con algo. Envíame unas letras.
XXXVII. CATULO A CLODIA.
20 de octubre
Alma de mi alma, cuando llegaron tus palabras esta mañana, lloré.
Nos has perdonado. Comprendes que no pretendimos ofenderte, no pretendimos hacerlo, Claudilla. Me pregunto qué pude decir para ofenderte tanto. Pero no pensemos más en ello. Nos has perdonado y está olvidado.
Mas, ¡oh, Claudilla, incomparable Claudilla!, prepárate a perdonarnos de nuevo. No sabemos cuándo podemos tropezar con tu desplacer. Ten la seguridad, ahora y por siempre, de que nunca, ¡oh, NUNCA!, tenemos intención de afligirte. Que esta declaración sirva para siempre jamás. ¿Qué sentido u ofensa has podido encontrar en…? Pero ¡basta! Está olvidado.
Mas, Claudilla, debo añadir que tú también debes procurar no herirme. Cuando dijiste delante de él: «Valerio nunca ha hecho un poema que tenga la misma perfección en todas sus partes…». Claudilla, ¿no sabes que precisamente ése es el terror de todo poeta? Unos pocos versos salen bien; los demás tenemos que buscarlos. ¿Sugieres que nunca he hecho un poema entero? ¡Y delante de él!
En el asunto de la recepción de la reina, naturalmente, te obedeceré. No tengo ningún interés especial en asistir. Muchos miembros de nuestro Club Emiliano de Juego de Damas y Natación acudirán todos juntos, y me han estado pidiendo que escriba una oda para la ocasión. Tengo escritas unas cuantas estrofas; pero no está saliendo demasiado bien y me gustaría abandonar la empresa. Todo lo que oigo de ella me inclina a creer que es insoportable, particularmente la inmodestia de su vestimenta.
No. No he estado enfermo.
[Más tarde.]
Estaba a punto de enviar esta carta cuando oí por casualidad que te marchas al campo para unos cuantos meses. ¿Por qué? ¿POR QUÉ? ¿Es verdad? Dioses inmortales, no puede ser verdad. Me lo hubieras dicho. ¿POR QUÉ? Nunca has salido de Roma en invierno. ¿Qué significa? No sé qué pensar. Nunca has estado fuera en invierno.
Si es cierto, Claudilla, harás que vengan a buscarme. Leeremos. Pasearemos a la orilla del mar. Me enseñarás a mirar las estrellas. Nadie ha hablado nunca de las estrellas como hablas tú. Siempre te rindo culto, pero entonces eres por completo una diosa. Sí, vete al campo, mi estrella más brillante, mi tesoro, y permite que me reúna allí contigo.
Pero cuanto más pienso en ello, más me invade la tristeza.
¿Qué significa todo esto?
Sé que no debo pedir nada. No debo hacer reclamación alguna. Pero un amor como el mío tiene que hablar; tiene que llorar un poco. Grande y terrible Claudia, atiéndeme esta vez. No te marches al campo…, quiero decir: si has de marcharte al campo, VE SOLA. No me atrevo a pedir de nuevo que vayas conmigo; pero, al menos, ve sola.
Sí, lo diré: he estado enfermo. Desde que el amor vino por primera vez a habitar entre los hombres, los amantes desdeñados han imaginado sentirse enfermos, pero en mi caso no han sido imaginaciones. ¿Es que quieres matarme? ¿Es eso lo que intentas? No deseo morir. Te juro que lucharé hasta el último aliento. No sé cuánto más podré resistir. Algo que es más fuerte que yo me está acechando. Está en el rincón de mi cuarto la noche entera, vigilándome mientras duermo. Despierto de pronto, y me parece sentirlo sobre mi cama.
Ahora te digo que si te vas al campo con él es seguro que me moriré. Me llamas alfeñique. No lo soy. Pudiera sostener una hora en el aire a tu amigo y luego arrojarlo contra una pared, y no cansarme. Sabes que no soy un alfeñique y que sólo una fuerza poderosa podría matarme.
No quiero que estas palabras suenen a enojo. Si es verdad que vas a tu villa, prométeme que irás sola. Y si no deseas que me reúna allí contigo, haré lo que tantas veces me has exigido que haga: iré a mi casa en el norte hasta que tú vuelvas a la ciudad.
Envíame unas palabras acerca de esto. Y, ¡oh Claudilla, Claudilla, pídeme que haga algo…, algo que pueda hacer! No me pidas que te olvide o que te sea indiferente. No me pidas que me traiga sin cuidado en qué empleas tu tiempo. Mas, si estamos separados, asígname una tarea, algo que sea un lazo diario contigo. Gran reina, más grande que todas las reinas de Egipto, sabia y bondadosa, erudita y graciosa, una palabra tuya puede curarme. Una sonrisa puede hacerme, hacernos, el poeta más feliz que nunca alabara a los dioses inmortales.
XXXVII-A. CLODIA A CATULO.
A vuelta de correo
Sí, es verdad, querido Cayo, me voy al campo y sola, enteramente sola. Es decir, sola con Sosígenes el astrónomo. La vida en la ciudad se ha hecho tediosa. Te escribiré a menudo. Pensaré en ti con afecto. Lamento saber que has estado enfermo. Creo que harás muy bien en marcharte a tu casa. Te envío regalos para que se los des a tu madre y a tus hermanas.
Me pides que te asigne una tarea. ¿Qué tarea puedo asignarte que tu genio no te haya murmurado ya al oído? Olvida todo lo que alguna vez haya dicho acerca de tus versos y recuerda sólo esto: Lucrecio y tú solos habéis hecho de Roma una nueva Grecia. En una ocasión dijiste que escribir tragedias no era tu trabajo. Otra vez afirmaste que podías ser capaz de escribir una «Elena». Cuantos versos escribes me proporcionan felicidad; si también tú escribieras una «Elena», podríamos representarla cuando yo regresara del campo. Saldré la mañana siguiente a la recepción de la reina y volveré unos días antes del festival [de la Buena Diosa].
Cuida lo más que puedas tu salud. No olvides a tu Ojos de Vaca.
XXXVIII. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.
1008. [Sobre la admiración de Cleopatra por el vino de Capri.]
1009. [Excusas por la demora en el envío del paquete.]
1010. [Sobre la poesía amorosa.] Todos somos vulnerables a las canciones de la gente del campo y de la plaza del mercado. Ha habido ocasiones en que una canción oída por encima de las tapias del huerto o cantada por mis soldados junto a sus hogueras en el campamento me ha atormentado días y días. «No digas no, no, no, chiquilla belga» o «Dime, Luna, ¿dónde está ahora Cloe?». Pero cuando los versos están escritos por una soberbia mano, ya no hay tormento, sino, ¡por Júpiter!…, engrandecimiento. Se me dobla el paso y tengo dos veces mi estatura.
Hoy, apenas puedo refrenarme y no arrojar a la cara de los que me visitan unas cuantas líneas. No es necesario citar para ello los versos de los griegos, pues… ¡por los dioses inmortales, ahora ya hacemos nuestras propias canciones en Roma!
Ille mi par esse deo videtur,
Ille, si fas est, superare divos,
Qui sedens adversus identidem te
Spectat et audit
Dulce ridentem…
Igual a un dios me parece aquel
—superior, si es posible superar a los dioses—,
que, sentado frente a ti,
te mira y te oye
reír dulcemente…
Éstas son palabras de Catulo, escritas en los que fueran para él tiempos más felices. Aprisionó su mediodía en un canto; ahora estoy yo en pleno mediodía, y él ha intensificado su resplandor para mí.
XXXIX. NOTAS DE CLODIA A MARCO ANTONIO.
A finales de octubre
La Corte estuvo hoy brillantísima. Las partes más viejas de la muralla romana han caído ante la invasora: Servilia, Fulvia Manso, Sempronia Metella.
Se notó tu ausencia. Su majestad se dignó hablar amablemente de ti, pero ahora ya la conozco y sé qué significa ese gesto tenso de su boca.
Di a mi querida Incomparable [Cytheris] que la reina ha estado haciendo preguntas sobre ella. Dice que el dictador le ha hablado de ella, la Incomparable, con gran admiración. […]
Desde que te marchaste, el Nilo ha estado rebasando sus orillas con mal contenida rabia. Me murmuró que hay un proverbio egipcio que dice: «Todas las heridas del jactancioso están en la espalda». Protesté y me llevó a un gabinetito donde me dio pasteles. Hablé de tu valor en Farsalia; de tu valor frente a Aristóbulo. No tengo duda de que también obraste con valentía en España, pero no sabía detalles, así es que me inventé una señaladísima hazaña ante Córdoba. Ahora, ya forma parte de la historia. Ella, bruscamente, demasiado bruscamente, cambió de tema.
27 de octubre
Todo está listo.
Egipto es ciertamente tuyo, si haces exactamente lo que yo te diga. Todo depende de cuándo.
Llega temprano a la recepción y hazle poco caso a ella.
El Amo de la Ciudadela a buen seguro se irá a su casa con su mujer y su tía.
Yo llegaré tarde. Le diré a ella que te propones mostrarle la más atrevida de las proezas que jamás conoció Roma, y pondré empeño en que no consienta, ¡oh, de ninguna de las maneras!, en ir a verla. Y, en realidad, ¿no es eso lo que será, la más atrevida de las proezas que jamás conoció Roma?
No olvides tu promesa, sin embargo. No tienes que enamorarte de ella. Si hay el menor peligro de que así suceda, me niego a ayudarte y retiro mi apuesta.
Destruye esta nota, o mejor devuélvesela al mensajero para que pueda destruirla yo.
XL. LA SEÑORA JULIA MARCIA A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.
28 de octubre
¡Con qué alegría, querido muchacho, recibí tu carta y supe que podía escribirte! ¡Y que puedo visitarte! Permíteme que vaya poco después del año nuevo. Todos mis pensamientos se centran ahora por completo en las ceremonias [de la Buena Diosa]; luego tengo que volver a mi granja, poner en orden las cuentas del año, y supervisar las Saturnales en nuestra aldea de la colina. Hecho esto, iré hacia el sur, ¡y con qué alegría!
Dices que tienes tiempo para leer cartas largas, y yo, generalmente, tengo demasiado tiempo para escribirlas. Ésta no será una carta larga, confío en ello; no son sino unas palabras para acusar recibo de las tuyas y hablarte de los acontecimientos de anoche, que creo te interesarán. Me aseguras que tienes canales mediante los cuales te enteras de lo que, cara al exterior, acaece en Roma, así que procuraré limitar mi relato a las cosas que observo personalmente y que no es probable que hayan llegado a ti de otras fuentes.
Anoche tuvo lugar la recepción en la cual la reina de Egipto abrió su palacio a Roma. Otros te contarán sin duda la magnificencia de los equipamientos, los lagos, los espectáculos, los juegos, el tumulto, los manjares y la música.
He hecho una amistad nueva donde menos lo esperaba. Existen acaso razones por las cuales la reina recorrería largos caminos para congraciarse conmigo, pero creo, y no me dejo engañar fácilmente, que el interés que mutuamente nos inspiramos no fue fingido. Cada una era para la otra objeto de curiosidad, y ambas extraordinariamente diferentes; tales contrastes, con un tanto de desconfianza, pueden llevar a despreciar y a ridiculizar; con un tanto de buena voluntad, pueden desembocar en una amistad deleitosa.
Llegué en bote con mi sobrino y su mujer; la reina nos recibió en la puerta que reproduce la del templo de File, en el Nilo. Nuestro Tíber era egipcio por completo, y de una novedosa belleza; y otro tanto puede decirse de la reina. Hay quienes lo niegan; seguramente el prejuicio les hace bizcar los ojos. Su piel es del color del más fino mármol griego y tan suave como él. Los ojos oscuros, grandes y muy vivos. De ellos y de la voz baja, pero siempre cambiante, procede un ininterrumpido mensaje de felicidad, bienestar, diversión, inteligencia y seguridad. Nuestras beldades romanas se habían congregado en gran número, y me di cuenta de que Volumnia y Livia Dolabella y Clodia Púlquer estaban tiesas y a disgusto como si estuvieran amenazadas por una irritabilidad inminente.
La reina estaba vestida, según me dijeron, como la diosa Isis. Las joyas que llevaba y el bordado del traje eran azules y verdes. Nos condujo primero a través de los jardines, dirigiendo sus observaciones principalmente a Pompeya, que parecía paralizada por el miedo y, lamento decirlo, no encontraba nada que responder. El comportamiento de la reina es de una extrema sencillez, y sería capaz de desterrar el malestar de todo aquel a quien ella se dirigiera; así sucedió conmigo. Nos condujo hasta el trono y nos presentó a los nobles y a las damas de su corte. Luego se volvió para dar la bienvenida a las largas filas de invitados que habían estado esperando mientras atendía al dictador.
Mi primera intención había sido volver temprano a meterme en la cama, pero me quedé viendo las incontables diversiones con amigos de mi generación y probando las extraordinarias golosinas (para mayor espanto de Sempronia Metella, que me aseguró que estaban envenenadas). De pronto, sentí que una mano me rozaba el brazo. Era la reina, que me preguntó si quería sentarme con ella. Me condujo a una especie de cenador calentado con braseros, y haciéndome sentar a su lado en un diván me sonrió un momento en silencio.
«Noble señora —dijo—, es costumbre en mi país, cuando una mujer se encuentra con otra, hacerse ciertas preguntas…»
«Estoy encantada, gran reina —repuse—, de encontrarme en Egipto y observar las costumbres de ese país».
«Nos preguntamos mutuamente —replicó— cuántos hijos tenemos y si los alumbramientos fueron difíciles».
Ambas nos echamos a reír. «No es costumbre romana —dije, pensando en Sempronia Metella—, pero la encuentro muy razonable». Y le conté mi historia como madre, y ella me contó la suya. Sacó de un pequeño bargueño que tenía a su lado algunas pinturas admirables de sus dos niños, y me las mostró. «Todo lo demás —murmuró— es como un espejismo de nuestros desiertos. Adoro a mis chiquillos. Desearía tener un centenar. ¿Qué hay en el mundo que pueda equipararse a una de estas cabezas queridas, de estas queridas cabezas fragantes? Pero soy reina —dijo, mirándome con lágrimas en los ojos—. Tengo que hacer viajes. Debo ocuparme de otros mil asuntos. ¿Tienes nietos?»
«No —dije—. Ninguno».
«¿Comprendes lo que quiero decir?», preguntó.
«Sí, majestad. Lo comprendo».
Y seguimos sentadas en silencio. Querido muchacho, ésta no es la conversación que esperaba tener con la Bruja del Nilo.
Nos interrumpió mi sobrino, que traía consigo a Marco Antonio y a la actriz Cytheris. Estuvieron a punto de retroceder al vernos a las dos sentadas llorando entre las ruidosas orquestas y las altas antorchas.
«Estábamos hablando de la vida y de la muerte —comentó la reina, poniéndose en pie y pasándose la mano por las mejillas—. Y por eso la mía es la más feliz de las fiestas».
Parecía ignorar la presencia de mi sobrino favorito, y se dirigió a Cytheris: «Encantadora señora, me han dicho, y quien lo ha hecho no es ciertamente un juez mezquino, que nadie habla la lengua latina ni la griega más bellamente que tú».
Esta carta es ya demasiado larga. Volveré a escribir antes de ir a verte. Cumpliré explícitamente tu último encargo. Tu carta y la perspectiva de mi visita me han hecho muy feliz.
XLI. CYTHERIS, LA ACTRIZ, A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.
28 de octubre
He estado pensando con feliz expectación, mi querido amigo, en la visita que te haré el próximo diciembre. Hablaremos y leeremos, y una vez más subiré a todas las alturas y bajaré a todas las simas. No habrá frío ni tormenta capaces de desalentarme.
Algo sucedió anoche que hace este viaje doblemente grato. Un largo y querido vínculo de mi vida llegó a su fin. Sonó una campana. Cesó una música. Eres la única persona que me oirá hablar nunca de ello. Tú, que has oído tanto de sus progresos, escucharás su término. La vida que he vivido con Marco Antonio durante quince años ha llegado a su fin.
Mucho antes de la llegada de la reina de Egipto, Marco Antonio se había dedicado a burlarse de su fama de fascinadora y astuta. Se jactaba ante mí de hasta qué punto había sido capaz de irritar al dictador jactándose de ser insensible a cualquiera de los hechizos de ramera que Cleopatra pudiera lanzar contra naturalezas menos firmemente arraigadas que la suya. Pocos han estado en mejor posición que yo para observar la increíble paciencia con que el dictador ha soportado el atolondramiento de su sobrino, paciencia que ha dado lugar a provocaciones de más graves consecuencias que esta de que te hablo…, aunque escasamente puedan haber sido más exasperantes.
Desde la llegada de la reina, Marco Antonio ha acudido a su Corte con frecuencia, y me han llegado informes de que ha estado importunándola con una irónica galantería. La reina, al parecer, no contrarrestaba tal impertinencia con un superior dominio de lo lúdico, como bien pudiera haberlo hecho; pero en varias ocasiones le rechazó con no disimulada ira. Y los comentarios empezaron a recorrer Roma.
Anoche fuimos juntos a la gran recepción de la reina. Mi amigo estaba de muy buen humor. Por el camino, me di cuenta por primera vez de que sus observaciones sobre ella revelaban subrepticiamente una genuina admiración y una especie de asombrado deleite. Supe entonces que, aun todavía de forma inconsciente, era víctima de la pasión.
Cuando te vea, te describiré la magnificencia del palacio, y la del trato que se nos ofreció. No sé cómo se llevan a cabo en Alejandría tales recepciones, pero sospecho que la reina se asombraba al ver qué mal nos conducimos los romanos en las grandes reuniones.
Como de costumbre, las mujeres se retiraron en grupos separados, aislándose de todos los demás, ya de pie, ya sentadas. En otras áreas de los jardines, los jóvenes, que habían bebido demasiado, comenzaron a alborotar y se enzarzaron en esas inevitables competiciones de fuerza y riesgo que constituyen su único pasatiempo. Como puedes figurarte, Marco Antonio estaba en primera fila. Empezaron por encender hoguera tras hoguera y, formando largas filas, correr por los jardines pugnando por saltar sobre ellas. He aprendido a volver la espalda a tales azares, mas pronto me di cuenta de que mi amigo estaba trepando a los árboles y saltando desde sus ramas a los tejados, seguido por aquellos a quienes había desafiado. Ocurrieron accidentes; cabezas y piernas se rompieron, pero aquellos borrachos alborotadores cantaban y subían cada vez más arriba. Los exquisitos desfiles que la reina había preparado quedaron relegados a ser contemplados por unas cuantas mujeres y unos cuantos abuelos.
Hacia la medianoche, los hombres comenzaron a cansarse de tales deportes; muchos yacían dormidos por la borrachera entre los arbustos, y las hogueras se iban apagando. Se estaba representando un ballet entre muchas antorchas de diferentes colores en una isla, y el lago artificial estaba lleno de muchachas nadando.
El dictador se me acercó cuando estaba mirando el espectáculo y me hizo el honor de sentarse a mi lado. A su mujer no le había gustado la velada, y le estaba acuciando para que se marchasen. Ahora estoy convencida de que cuanto sucedió había sido ideado por Clodia Púlquer, aunque había trabajado con material que tenía muy a mano. Clodia, lo mismo que Marco Antonio, había asistido a la Corte de la reina casi a diario. Con razón o sin ella, había llegado a considerarse amiga íntima de la reina y principal confidente suya en Roma. Tuve ocasión de presenciar la llegada de Clodia a la fiesta. Vino tarde, acompañada de su hermano y de unos cuantos galanes del Club Emiliano de Juego de Damas y Natación. La reina hacía ya tiempo que había abandonado su puesto oficial al pie del trono, e iba de un lado a otro entre los invitados. Durante la mayor parte de la noche, el dictador había permanecido al lado de su mujer, y únicamente se había dirigido a la reina con la más oficial de las deferencias; pero en aquel momento los dos avanzaban juntos hacia la avenida, de regreso tras haber presenciado una lucha entre leones y tigres que había tenido lugar en la empalizada de las fieras. Clodia vio ante sí una situación en la que nunca podría participar: una mujer que no envidiaba a nadie en el mundo; un dictador veinte años más joven; y una felicidad que se manifestaba en una risa desnuda de malevolencia para con nadie. Conozco a Clodia desde hace muchos años, y no me costó trabajo adivinar el dolor que le causaba tal espectáculo.
Cuando hubo terminado el ballet acuático, todos los acompañantes de César nos levantamos para ir en busca de la reina y pedir licencia para retirarnos. No estaba en el lago. No estaba en el palacio. A la izquierda de la avenida se había levantado un estrado. Al atardecer había servido como escenario para un drama musical basado en la historia de Egipto, pero ahora estaba solitario e intermitentemente alumbrado por las antorchas de la corte de honor que se hallaba cerca. Ahora no puedo recordar quién guió nuestros pasos en aquella dirección. La escena representaba un bosquecillo a orillas del Nilo, con palmeras, arbustos, cañas. Para decirlo en pocas palabras, sorprendimos a la reina forcejeando y protestando entre los brazos de un Marco Antonio muy ardoroso y muy ebrio. No hay duda de que ella estaba protestando; pero en la protesta hay grados, y pudo comprenderse que la protesta se había prolongado ya durante algún tiempo en una situación de la que no era difícil escapar. En la semioscuridad no pudimos estar muy seguros de lo que veíamos.
Se salvaron las apariencias. Charmian, la camarera de la reina, apareció portando el brasero del que Cleopatra no puede prescindir para soportar nuestro clima. La reina riñó a Marco Antonio por su grosería. El dictador le riñó por su borrachera. Todo, al parecer, fue motivo de risa. No se dio explicación alguna de por qué se les había encontrado juntos en lugar tan solitario. Yo, a quien Marco Antonio no puede ocultar secreto alguno, sabía que estaba sintiendo lo que había sentido por mí quince años atrás y no había vuelto a experimentar en ninguno de sus devaneos. Lo que ello significaba para la reina no lo pude saber, excepto en lo que se reflejaba en el gran hombre que estaba a mi lado; ningún actor podía igualar a César, y sólo un actor puede adivinar que el golpe le había llegado al corazón. Nadie más, creo, observó esto. Pompeya se había quedado retrasada en el sendero.
Nos fuimos. En la litera, Marco Antonio apoyó la cabeza contra mi oreja llorando y repitiendo mi nombre cien veces. No puede haber despedida más clara.
Siempre supe que esta hora había de llegar tarde o temprano. El amante se había convertido en hijo. No simularé una ligereza de corazón que no siento; mas no exageraré un sufrimiento que, sin darme yo cuenta de ello, había ido transformándose en resignación. Vengo a Capri con una mayor capacidad para reconocer la amistad…, esa amistad que nunca pude compartir con Marco Antonio, porque la amistad florece entre mentes que son afines. Prodigiosos son sus recursos, pero soy mujer. Sólo a ti, cuya cordura y paciencia no tienen fin, puedo decir llorando por última vez que la amistad —¡hasta la tuya!— es y debe ser secundaria ante el amor que he perdido. Llenaba mis días con resplandor lo mismo que llenaba mis noches con incomparable dulzura. Durante quince años, no he tenido motivo para preguntarme por qué se vive o por qué se sufre. Ahora debo aprender a vivir sin las amantes miradas de aquellos ojos por los que he desvanecido mi vida en un sueño.
XLI-A. CLEOPATRA A CÉSAR.
Medianoche, 27 de octubre
Didja, Didja, créeme, créeme, ¿qué podía hacer yo? Me llevó allí, fingiendo que él y sus compañeros iban a mostrarme la más atrevida proeza que jamás conoció Roma. Estaba ebrio y, al mismo tiempo, muy lúcido y astuto. No sé cómo pudo ocurrir. Me hallo en un laberinto. Estoy segura de que Clodia Púlquer ha tenido que ver en todo esto. Le había espoleado o retado a que lo hiciese. Le había enseñado el plan de antemano. De eso, estoy segura.
Didja, soy inocente. No dormiré hasta que me envíes unas palabras asegurándome que lo comprendes todo; que confías en mí y me amas. Estoy loca de horror y de pena.
Envíame, te lo suplico, unas palabras con este mensajero.
XLI-B. CÉSAR A CLEOPATRA.
Desde la casa de Cornelio Nepote, adonde tuvo que dirigirse el mensajero de Cleopatra en busca de César, y donde le encontró sentado junto al lecho de enfermo de Cayo Valerio Catulo.
Duerme, duerme bien.
Ahora eres tú la que dudas de mí. Conozco bien a mi sobrino. Comprendí inmediatamente lo que había sucedido. No dudes de la comprensión de tu Didja.
Duerme bien, gran reina.