I. EL MAESTRO DEL COLEGIO DE AUGURES A CAYO JULIO CÉSAR, SUPREMO PONTÍFICE Y DICTADOR DEL PUEBLO ROMANO.

Copias para el sacerdote de Júpiter Capitolino, etc.; para la señora presidenta del colegio de las Vírgenes Vestales, etc., etc.

1 de septiembre, año 45 antes de Cristo

Al reverendísimo supremo pontífice:

Sexto informe de esta fecha.

Lecturas del sacrificio del mediodía:

Un ganso: máculas en el corazón y el hígado; hernia del diafragma.

Segundo ganso y un gallo: nada digno de mención.

Un pichón: en preocupante estado; riñón desplazado, hígado hinchado y de color amarillo; piedrecilla de cuarzo en el buche. Se ha ordenado un estudio más detallado.

Segundo pichón: nada digno de mención.

Observación de vuelos: un águila desde tres millas al norte del monte Soracte hasta el límite de visión sobre Tívoli. El ave mostró una cierta incertidumbre en la dirección al acercarse a la ciudad.

Truenos: no se ha oído trueno alguno desde el que se observó hace doce días.

Salud y larga vida para el supremo pontífice.

I-A. NOTA DE CÉSAR, CONFIDENCIAL, PARA SU SECRETARIO ECLESIÁSTICO.

Ítem I. Informar al maestro del colegio de Augures de que no es necesario que me envíen de diez a quince informes como éste al día. Bastará con un informe sumario de las observaciones del día anterior.

Ítem II. Elegir de entre los informes de los últimos cuatro días tres auspicios especialmente favorables y tres desfavorables. Podría necesitarlos hoy en el Senado.

Ítem III. Redactar y distribuir un comunicado con el siguiente efecto:

Con el establecimiento del nuevo calendario, la conmemoración de la fundación de la ciudad el día decimoséptimo de cada mes se elevará a la categoría de rito de la más alta importancia cívica.

El supremo pontífice, si se encuentra residiendo en la ciudad, estará presente en cada una de las ceremonias.

Se observará el ritual completo con las siguientes adiciones y correcciones:

Estarán presentes doscientos soldados que pronunciarán la invocación a Marte como acostumbra a hacerse en los puestos militares.

La adoración de Rea estará a cargo de las Vírgenes Vestales. La presidenta del colegio será personalmente responsable de la asistencia, la excelencia de la ejecución y el decoro de las participantes. Se corregirán inmediatamente los abusos que han ido introduciéndose en el ritual; las celebrantes permanecerán invisibles hasta la procesión final, y no se recurrirá en modo alguno a la moda mixolidia.

El testamento de Rómulo se dirigirá hacia los asientos reservados para la aristocracia.

Los sacerdotes que alternen los responsos con el supremo pontífice deberán hacerlo al pie de la letra. A los que fallen en cualquier detalle se les adiestrará durante treinta días y se les destinará a servir en los nuevos templos de África y Bretaña.

I-B. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.

Para una descripción de este diario-carta, véase el comienzo del documento III.

968. [Acerca de los ritos religiosos.]

Incluyo en el paquete de esta semana media docena de los innumerables informes que, en cuanto supremo pontífice, recibo de los augures, arúspices, vigilantes del cielo y cuidadores de los pollos.

Incluyo asimismo las disposiciones que he dictado para la conmemoración mensual de la fundación de la ciudad.

¿Qué se le va a hacer?

He heredado esta carga de superstición e insensatez. Gobierno a innumerables hombres, pero debo reconocer que estoy gobernado por aves y truenos.

Todo ello obstruye con frecuencia la obra del Estado: cierra las puertas del Senado y de los tribunales durante días y aun semanas enteras. Emplea a varios miles de personas. Todo el que tiene algo que ver con todo ello, incluso el supremo pontífice, lo manipula en interés propio.

Una tarde, en el valle del Rin, los augures de nuestro cuartel general me prohibieron entablar batalla contra el enemigo. Al parecer, nuestros pollos sagrados comían con desgana. Las señoras gallinas cruzaban las patas al andar; inspeccionaban con frecuencia el cielo y miraban por encima del hombro, con muy buen motivo. También yo me había desanimado al entrar en el valle y observar que se trataba de un lugar frecuentado por las águilas. Nosotros, los generales, nos vemos reducidos a escrutar el cielo con ojos de pollo. Accedí a aguardar un día, aunque una de mis pocas ventajas consistía en mi capacidad de tomar por sorpresa al enemigo, y temía encontrarme con el mismo impedimento por la mañana. Pero al atardecer, Asinio Polión y yo dimos un paseo por los bosques y recogimos una docena de gusanos; los picamos en pedazos menuditos con nuestros cuchillos y los esparcimos por el corral que hacía las veces de comedero sagrado. A la mañana siguiente todo el ejército esperaba ansioso para conocer la voluntad de los dioses. Sacaron a comer a los fatídicos pollos. Al principio, miraron al cielo lanzando aquel piar de alarma que basta para detener a diez mil hombres, pero luego repararon en la comida que se les ofrecía. ¡Por Hércules, los ojos se les salían de las órbitas! Lanzaron gritos de encantada glotonería; volaron a comer, y me permitieron ganar la batalla de Colonia.

Sin embargo, tales observancias rituales sobre todo atacan y socavan el verdadero espíritu vital en la mente de los hombres. Proporcionan a vuestros romanos, desde los barrenderos a los cónsules, un vago sentimiento de confianza donde no hay que confiar, y al mismo tiempo les infunden un temor penetrante, un temor que ni despierta a la acción ni suscita el ingenio, sino que paraliza. Descargan a los hombres del peso que supone la incesante obligación de ir creando momento tras momento su propia Roma. Llegan a nosotros sancionados por el uso de nuestros antepasados y respirando la seguridad de nuestra infancia; favorecen la pasividad y animan la incompetencia.

Puedo habérmelas con los otros enemigos del orden: con la irreflexiva importunidad y la violencia de Clodio; con los gruñones descontentos de Cicerón y Bruto, nacidos de la envidia y alimentados con el sutil teorizar de los viejos textos griegos; con los crímenes y la codicia de mis procónsules y funcionarios. Pero ¿qué puedo hacer contra la apatía, encantada de poderse envolver en la capa de la piedad, que me dice que a Roma la salvarán los dioses que constantemente velan por ella o que se resigna al hecho de que Roma se arruinará porque los dioses son maléficos?

No soy dado a obsesionarme pero a veces me sorprendo obsesionado dándole vueltas a este asunto.

¿Qué se le va a hacer?

A veces, a medianoche, intento figurarme qué sucedería si yo aboliese todo esto; si, en cuanto dictador y supremo pontífice, aboliese toda la observación de los días fastos y nefastos, de las entrañas y los vuelos de las aves, del trueno y del rayo; si cerrase todos los templos excepto los de Júpiter Capitolino.

¿Y qué ocurre con Júpiter?

Volveré a hablarte de esto.

Prepara pensamientos para guiarme.

[La noche siguiente.]

[La carta continúa en griego.]

Vuelve a ser medianoche, querido amigo mío. Estoy sentado ante mi ventana, deseoso de que se abriera sobre la ciudad dormida y no sobre los jardines trasteverinos de los ricos. Las mariposillas danzan en torno a mi lámpara. El río refleja apenas la difusa luz de las estrellas. En la orilla opuesta, algunos ciudadanos borrachos discuten en una taberna, y de cuando en cuando me llega flotando en el aire mi nombre. He dejado a mi mujer dormida, y he intentado aquietar mis pensamientos leyendo a Lucrecio.

La posición que ocupo hace que cada día me sienta más presionado. Me doy más y más cuenta de la autoridad que me confiere, de la firmeza con que me emplaza.

Pero ¿qué me dice? ¿Qué exige de mí?

He pacificado el mundo; he hecho extensivos los beneficios del derecho romano a innumerables hombres y mujeres; enfrentado a una gran oposición, les estoy otorgando también los derechos de la ciudadanía; he reformado el calendario, y nuestros días están regulados por una práctica adaptación de los movimientos del sol y de la luna. Estoy tomando medidas para que el mundo llegue a estar alimentado con ecuanimidad; mis leyes y mis flotas ajustarán la intermitencia de las cosechas y los excedentes a las necesidades públicas. El mes próximo se suprimirá la tortura en el código penal.

Pero todo eso no es suficiente. Tales medidas han sido meramente la obra de un general y de un administrador. En ellas soy para el mundo lo que un alcalde es para una aldea. Ahora, es preciso hacer otra obra, pero ¿cuál? Siento como si ahora, y sólo ahora, estuviese preparado para empezar. La canción que está en los labios de todos me llama padre.

Por primera vez en mi vida pública, estoy inseguro. Mis acciones hasta aquí se han ceñido a un principio al que bien puedo llamar superstición: nunca improviso. No inicio acción alguna a fin de que me instruyan sus resultados. En el arte de la guerra y en las operaciones de la política, no hago nada sin una intención extremadamente precisa. Si surge un obstáculo, creo con rapidez un plan nuevo que me permite determinar claramente cada una de sus posibles consecuencias. Desde el momento en que vi que Pompeyo dejaba una pequeña parte de cada empresa a la casualidad, supe que yo iba a ser el dueño del mundo.

Los proyectos que ahora acuden a mí, sin embargo, llevan en sí elementos sobre los cuales no estoy seguro de estar seguro. Para llevarlos a efecto, necesito que en mi entendimiento estén claros cuáles son los objetivos en la vida del hombre corriente y cuáles las aptitudes del ser humano.

El hombre, ¿qué es? ¿Qué sabemos de él? Sus dioses, su libertad, su raciocinio, su amor, su destino, su muerte…, ¿qué significan? ¿Recuerdas cuando éramos unos muchachos, en Atenas, y más tarde ante nuestras tiendas de campaña en la Galia? Acostumbrábamos a dar infinitas vueltas a todas estas cosas. Yo, filosofando, vuelvo a ser un adolescente. Como dice Platón, el peligroso seductor: los mejores filósofos del mundo son chiquillos con barbas recién nacidas en el mentón; vuelvo a ser muchacho.

Y ya ves lo que he hecho entretanto con ese asunto de la religión del Estado. La he apuntalado restableciendo la conmemoración mensual de la fundación de la ciudad.

Quizá lo haya hecho para escrutar qué últimos vestigios de semejante piedad puedo descubrir dentro de mí mismo. También me enorgullece saber que de todos los romanos soy el más erudito en la antigua sabiduría religiosa, como lo fue, antes que yo, mi madre. Confieso que mientras estoy declamando sobre las rudas colectas y moviéndome en el complicado ritual, me embarga una auténtica emoción; pero esa emoción no tiene nada que ver con el mundo sobrenatural: estoy recordando cuando, a los diecinueve años, como sacerdote de Júpiter, subí al Capitolio con Cornelia a mi lado, llevando ella bajo el ceñidor a nuestra Julia, que aún no había nacido. ¿Qué momento me ha ofrecido la vida desde entonces capaz de igualar aquél?

¡Silencio! Se está relevando la guardia delante de mi puerta. Los centinelas han entrechocado sus espadas y han intercambiado la contraseña. Esta noche la contraseña es CÉSAR VELA.

II. DE LA SEÑORA CLODIA PÚLQUER, DESDE SU VILLA EN BAÍA, EN LA BAHÍA DE NÁPOLES, AL MAYORDOMO DE SU CASA EN ROMA.

3 de septiembre, año 45 a. C.

Mi hermano y yo damos una comida el último día del mes. Si se produce algún error esta vez, te reemplazaré y te pondré en venta.

Se han enviado invitaciones al dictador, y a su mujer y a su tía, a Cicerón, a Asinio Polión y a Cayo Valerio Catulo. Toda la comida se llevará al modo antiguo, es decir, las mujeres no estarán presentes hasta la segunda parte de la comida y no se reclinarán.

Si el dictador acepta esta invitación, se observará el protocolo más estricto. Empieza ya a adiestrar a los criados: la recepción ante la puerta, el acarreo de la silla, el recorrido de la casa, la despedida. Arréglatelas para alquilar doce trompeteros. Informa a los sacerdotes de nuestro templo de que deben celebrar la ceremonia indicada para la recepción del supremo pontífice.

No sólo tú, sino también mi hermano, probaréis los platos del dictador en su presencia, como se hacía antaño.

El menú dependerá de las nuevas enmiendas a las leyes suntuarias. Si se han promulgado ya el día de la comida, sólo se servirá un entrante para todos los comensales. Será el estofado de marisco egipcio que el dictador te describió una vez. Yo no sé nada de ese plato; ve inmediatamente a ver a su cocinero y entérate de cómo se prepara. En cuanto consigas la receta, hazla al menos tres veces, para asegurarte de que salga perfecta la noche de la comida.

Si las nuevas leyes no se han proclamado, ofreceremos variedad de platos. El dictador, mi hermano y yo tomaremos el estofado. Cicerón, cordero asado a la griega. La mujer del dictador, la cabeza de carnero con manzanas asadas, que tanto elogió. ¿Le enviaste la receta, tal como te pidió? Si es así, cambia ligeramente la preparación; te sugiero que añadas tres o cuatro melocotones empapados en licor de Albania. A la señora Julia Marcia y a Valerio Catulo les propondrás que elijan lo que más les guste de entre estos platos. Asinio Polión probablemente no comerá nada, como de costumbre, pero ten preparada leche caliente de cabra y avena de Lombardía. Dejo el asunto de los vinos completamente en tus manos; procura observar las leyes al respecto.

Estoy haciendo que arrastren veinte o treinta docenas de ostras con redes bajo el agua hasta Ostia. Pueden traer algunas de ellas a Roma el mismo día de la comida.

Ve de inmediato en busca de Eros, el mimo griego, y contrátale para la velada. A buen seguro esgrimirá los inconvenientes habituales; puedes hacer hincapié en la calidad de mis invitados. Cuando hayas cerrado el trato, puedes decirle que, además del precio acostumbrado, le daré el espejo de Cleopatra. Dile que deseo que él y su compañía representen Afrodita y Hefaistos y La procesión de Osiris, de Herondas. Deseo que él solo declame el Ciclo de la tejedora de guirnaldas, de Safo.

Mañana saldré de Nápoles. Me detendré una semana con la familia de Quinto Léntulo Espinter, en Capua. Allí espero recibir una carta tuya en la que me explicarás en qué se ocupa mi hermano. Puedes esperarme en Roma hacia el día diez.

Deseo que me informes sobre el asunto de borrar todo lo que se escribe acerca de nuestra familia en lugares públicos. Quiero que esto se haga concienzudamente.

[Lo que Clodia quiere decir en este pasaje se ilustra mejor con un párrafo de una de las cartas de Cicerón y con algunos grafitos seleccionados.]

II-A. CICERÓN, EN ROMA, A ATTICO, EN GRECIA.

Escrito en la primavera del mismo año.

Con la sola excepción del dueño de todos nosotros, Clodia ha llegado a ser la persona que más comentarios suscita en Roma. En las paredes y en los pavimentos de todos los baños y urinarios de Roma se garabatean acerca de ella versos de una desenfrenada obscenidad. Según dicen, hay una extensa sátira dedicada a ella en la sala de enfriamiento de los baños de Pompeya; diecisiete poetas han puesto ya sus manos en ella, y recibe adiciones a diario. Me dicen que en buena medida giran en torno al hecho de que es viuda, hija, nieta, sobrina y biznieta de cónsules y que su antecesor Appio fue quien estableció el camino por el cual ella anda ahora en pos de una camaradería consoladora, cuando no remuneradora.

Al parecer, la dama sabe de tales tributos. Ha contratado a tres hombres para que los borren subrepticiamente. Pero es demasiado trabajo, y no pueden dar abasto con él.

Nuestro Dómine [César] no necesita contratar obreros para borrar la calumnia. También para él hay versos groseros; mas por cada calumniador dispone de tres defensores. Sus veteranos se han rearmado con esponjas.

La poesía se ha convertido en calentura en nuestra ciudad. Me dicen que los versos de ese recién llegado Catulo —versos también dirigidos a Clodia, aunque de diferente estilo— andan igualmente escritos por nuestros edificios públicos. Los vendedores de empanadas sirios se los han aprendido de memoria. ¿Qué me dice de esto? Bajo el poder absoluto de un hombre, nos arrebatan nuestras ocupaciones o les hacen perder su sabor. Ya no somos ciudadanos sino esclavos, y la poesía no es más que el recurso de una ociosidad forzada.

II-B. GRAFITOS GARRAPATEADOS POR LOS MUROS Y PAVIMENTOS DE ROMA.

Clodio Púlquer en el Senado dice a Cicerón:

«Mi hermana no cedería; no me daría ni un pie».

«¡Oh! —dice Cicerón—, creíamos que era más generosa.

Creíamos que te había dado hasta más arriba de la rodilla».

Sus antepasados tendieron la Vía Appia; César

levantó a esta Appia y la tendió por otra vía.

¡Oh, oh, oh!

La Chica de los Tres Reales es millonaria, pero codiciosa, y nunca está ociosa.

¡Con qué orgullo cuenta sus cincuenta monedas al amanecer!

Todos los meses, César conmemora la fundación de la ciudad.

A todas horas, la disolución de la República.

La siguiente canción popular, con variantes, se veía garabateada en lugares públicos en el mundo entero.

El mundo es de Roma, y los dioses se lo dieron a César;

César es el descendiente de los dioses, y es un Dios.

Él, que nunca perdió una batalla, es el padre de todo soldado.

Ha plantado el talón de su pie sobre la boca del rico,

mas, es amigo del pobre y le ofrece consuelo.

En esto conocéis que los dioses aman a Roma:

se la han dado a César, su descendiente, que es también un Dios.

Los siguientes versos de Catulo parece que fueron adoptados de inmediato por el público en general; en menos de un año, habían llegado a las partes más remotas de la República como aforismo proverbial anónimo.

Los soles se ponen y pueden volver a salir;

mas una vez que nuestra breve luz se ha puesto,

la noche es eterna y hay que dominarla.

III. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO, EN LA ISLA DE CAPRI.

[Probablemente desde el 20 de agosto al 4 de septiembre.]

Este diario-carta se mantuvo desde que el destinatario fue capturado y mutilado por los belgas en el año 51 a. C. hasta la muerte del dictador. Sus anotaciones ofrecen gran variedad de formas; algunas están escritas en cartas y documentos desechados; algunas se escribieron apresuradamente; otras, con gran cuidado. Algunas fueron dictadas y han sido escritas por un secretario. Aunque se han numerado en serie, muy pocas de ellas llevan fecha.

958. [Sobre la posible etimología de tres palabras anticuadas en el testamento de Rómulo.]

959-963. [Sobre ciertas orientaciones y consecuencias de la política corriente.]

964. [Manifiesta la mala opinión que le merecen el uso de artificios métricos en los discursos de Cicerón.]

965-967. [Sobre política.]

968. [Sobre la religión romana. Esta anotación ya ha aparecido en este volumen como sección I-B.]

969. [Sobre Clodia Púlquer y su educación.] Clodia y su hermano nos han invitado a cenar. Creo haberte comentado suficientemente en mis cartas la situación de esa pareja, pero, al igual que el resto de Roma, me veo de nuevo dándole vueltas a la cuestión.

Ya no me siento lleno de compasión cuando me encuentro con una de las innumerables personas que arrastran tras de sí una vida colmada de fracasos. Y menos aún procuro encontrar disculpas para ellos cuando veo que ellos ya las han encontrado por sí mismos, cuando los veo entronizados en su propio entendimiento, disculpados, perdonados, y lanzando invectivas contra el misterioso destino que les ha agraviado, y exhibiéndose como auténticas víctimas. Así es Clodia.

Éste no es el papel que representa ante sus numerosas relaciones; para ellas finge ser la más feliz de las mujeres. Pero es el papel que interpreta ante sí misma y ante mí, porque creo ser la única persona que está enterada de cierta circunstancia de la cual fue acaso víctima y en la cual lleva veinticinco años basando sus pretensiones de no haber dejado de ser una víctima día tras día.

Podría encontrarse otra disculpa para ella y para esas otras mujeres de su generación cuyos desórdenes, lo mismo que los de ella, atraen la atención pública. Nacieron en grandes casas con riqueza y privilegios y las criaron en esa atmósfera de nobles sentimientos y moralización incesante que ahora llamamos «el clásico estilo romano». Las madres de esas muchachas eran en muchos de los casos grandes mujeres, pero habían desarrollado una serie de cualidades que no pudieron transmitir. El amor maternal, el orgullo de la familia y la riqueza se habían combinado para hacerlas hipócritas, y criaron a sus hijas en un mundo protegido de suaves mentiras y evasivas. Las hijas —las más inteligentes— fueron dándose cuenta de ello a medida que crecían; sintieron que les habían mentido, y se lanzaron con presteza a demostrar públicamente que se habían liberado de la hipocresía. La prisión del cuerpo es amarga; la prisión de la mente es peor. Los pensamientos y los actos de aquellos que despiertan al hecho de haber sido engañados son dolorosos para ellos y peligrosos para los demás. Clodia fue la más inteligente, del mismo modo que su comportamiento es ahora el más escandaloso. Todas aquellas muchachas experimentaron o simularon una pasión por dejarse ver en malas compañías, y la ostentación de la ordinariez se ha convertido en un factor político que debo tener en cuenta. El mundo plebeyo es mejora-ble en sí mismo, pero ¿qué puedo hacer con una aristocracia plebeya?

Hasta las mujeres jóvenes cuya conducta es intachable —como la hermana de Clodia, como mi mujer— manifiestan el resentimiento de quien cobra conciencia de haber sido engañado. Las criaron para pensar que las virtudes domésticas eran evidentes por sí mismas y universales; les habían negado el conocimiento que más atrae a una mente joven: que la corona de la vida está en el ejercicio de la libre elección.

En su conducta veo reflejarse también algo de lo que con frecuencia —acaso demasiada— he discutido contigo: el hecho de que el uso y la misma estructura de nuestro lenguaje exhiben e inculcan la creencia de que, en presencia de la vida, somos pasivos y estamos atados, comprometidos, y desamparados. Nuestro lenguaje nos dice que al nacer se nos dan tales y cuales cualidades. Lo que equivale a decir que hay un Gran Donante que concedió a Clodia belleza, salud, riqueza, alta cuna y conspicua inteligencia, mientras que a otra le dio esclavitud, enfermedad y estupidez. A menudo ha oído decir que estaba dotada de belleza (¿quién la dotó?) y que sobre otra pesaba la maldición de una lengua afilada… ¿Es que Dios maldice? Incluso si asumimos la existencia de un Dios que, como Homero dice, escancia de sus urnas los buenos y los malos dones, me asombra ver a gentes piadosas que insultan a su Dios negándose a ver, que tal como va el mundo, hay un campo de circunstancias que no está conmensurado con la providencia de Dios, y que debe haber sido voluntad de Dios que así sea.

Pero, volviendo a nuestra Clodia, las Clodias nunca creen haber recibido suficiente; están envenenadas por el resentimiento contra ese avaro Donante que sólo les ha proporcionado hermosura, salud, riqueza, cuna e inteligencia, pero que retiene un millón de dones como por ejemplo, la felicidad perfecta en cada instante de cada día. No hay rapacidad que pueda equipararse a la de los privilegiados que sienten que sus ventajas les han sido otorgadas por cierta Inteligencia, ni amargura semejante a la de los desdichados que se sienten conscientemente dejados al margen.

Oh, amigo, amigo mío, ¿qué mejor cosa podría hacer por Roma que restituir las aves al mundo de las aves, restituir el trueno a los fenómenos de la atmósfera y restituir los dioses a los recuerdos de la infancia?

No necesito decirte que no asistiré a la comida de Clodia.

IV. LA SEÑORA JULIA MARCIA, VIUDA DEL GRAN MARIO, DESDE SU QUINTA EN LAS COLINAS ALBANAS, A SU SOBRINO CAYO JULIO CÉSAR, EN ROMA.

4 de septiembre

Clodio Púlquer y su hermana me invitan a comer el último día del mes. Me dicen, querido muchacho, que tú estarás allí. Tenía intención de no regresar hasta diciembre, momento en que tendré que asumir de nuevo mis obligaciones en relación con los Misterios [de la Buena Diosa]. Naturalmente, no se me ocurriría pensar en ir a esa casa sin tener la seguridad de que tú y tu querida mujer estaréis también allí. ¿Quieres enviarme con este mensajero una nota diciendo si realmente vais a estar presentes o no?

Debo confesar que siento bastante curiosidad por ver —después de todos estos años de vida rústica— cómo vive la sociedad del Palatino. Las cartas escandalizadas que recibo de Sempronia Metella, de Servilia y Emilia Cimber y de Fulvia Manso no me sirven de mucho. Están tan preocupados por llamar la atención sobre su propia virtud que no consigo hacerme una idea de si la vida diaria en la cima del mundo es brillante o trivial.

Además, tengo otro motivo para ver a Clodia Púlquer. Es posible que tarde o temprano me vea obligada a mantener una conversación muy seria con ella… por su madre y su abuela, amigas queridas de mi juventud y de mi madurez. ¿Adivinas a qué me refiero? [Como se verá, César no comprendió esta insinuación. Su tía formaba parte del consejo de gobierno de los Misterios de la Buena Diosa. Si la propuesta tenía como efecto que se excluyera a Clodia de participar en los misterios, la decisión correspondía principalmente al comité laico y no a las representantes del colegio de las Vírgenes Vestales. La responsabilidad final recaería en todo caso, sobre Julio César en cuanto supremo pontífice.]

Nosotros, inocentes campesinos, estamos preparados para obedecer estrictamente tus leyes contra el lujo. Nuestras pequeñas comunidades te aman y agradecen a los dioses a diario que seas el guía de nuestro gran Estado. En mi casa de labor hay seis de tus veteranos. La diligencia, alegría y lealtad que me demuestran son, bien lo sé, el reflejo de la devoción que te profesan. Procuro no decepcionarlos.

Mis recuerdos a Pompeya.

[Segunda carta en el mismo paquete.]

Querido sobrino, vuelvo a escribirte la mañana siguiente.

Perdona el atrevimiento de robar así el tiempo al amo del mundo, pero ¿puedo hacerte una segunda pregunta para que la contestes por medio de este mensajero?

¿Vive aún Lucio Mamilio Turrino? ¿Puede recibir cartas? ¿Puedes darme una dirección a la que escribirle?

He formulado estas preguntas a varios de mis amigos, pero nadie parece poder contestarlas con certeza. Sabemos que fue herido gravemente luchando junto a ti en la Galia. Algunos dicen que vive recluido por completo en la región de los lagos, en Creta o en Sicilia. Otros, que ha muerto hace ya bastantes años.

La otra noche tuve un sueño —sabrás perdonar a una vieja— en el cual me parecía estar junto al estanque en nuestra villa de Tarento, con el querido tunante de mi marido. Dos muchachos estaban nadando en el estanque…, tú y Lucio. Cuando salisteis del agua, mi marido os puso las manos sobre el hombro, me miró a los ojos muy profundamente y dijo sonriendo: «Vástagos de nuestra vieja encina romana».

¡Qué a menudo veníais ambos a nuestra casa! ¡Y cómo comíais! ¿Recuerdas cómo te centelleaban los ojos cuando, a tus doce años, declamabas para mí pasajes de Homero? Y después tú y Lucio fuisteis juntos a estudiar a Grecia, y me escribías largas cartas sobre filosofía y poesía. Y Lucio, que no tenía madre, escribía a la tuya.

¡Ay, el pasado! ¡El pasado, Cayo!

Desperté del sueño llorando, llorando por aquellas presencias perdidas, mi marido, tu madre, el padre y la madre de Clodia, y por Lucio.

¡Ay, querido, te estoy haciendo perder el tiempo!

Dos respuestas: la comida de Clodia y las señas de Lucio, si vive.

IV-A. RESPUESTA DE CÉSAR A JULIA MARCIA, A VUELTA DE CORREO.

Los primeros dos párrafos han sido manuscritos por un secretario.

No tengo intención, querida tía, de ir a la comida de Clodia. Si creyera que a ti realmente te interesa, desde luego me sentiría obligado a acompañarte. Sin embargo, Pompeya y yo te animamos a que vengas a pasar la velada con nosotros. Puede que Clodia haya tenido la desfachatez de invitar a Cicerón y que él haya tenido la flaqueza de aceptar; si es así, lo robaré de su fiesta y te lo ofreceré a ti. Creo que te agradará volver a verle; está aún más ingenioso que de costumbre y te contará cuanto quieras saber acerca de la sociedad del Palatino. Además, no te tomes la molestia de abrir tu casa; el pabellón de nuestro jardín está a tu disposición y Al-Nara estará encantada de servirte. Mientras estés en el pabellón, querida señora mía, ordenaré que durante la ronda nocturna los centinelas se abstengan de chocar las espadas; intercambiarán las contraseñas en apenas un murmullo.

Ya tendrás tiempo de ver a Clodia cuando vengas a la ciudad para las ceremonias. Al contemplar a Clodia, apenas siento una gota en el corazón de esa compasión que Epicuro nos prescribe sentir hacia los que yerran. Espero que mantendrás con ella esas charlas serias de que me hablas, y espero también me enseñes el modo de llegar a sentir por ella un poco de simpatía. No me resulta agradable albergar tal aridez de sentimientos hacia alguien a quien estuve unido por tan amplia variedad de asociaciones.

[Desde aquí, César continúa escribiéndola de su puño y letra.]

Hablas del pasado.

No permito que mis pensamientos se detengan mucho tiempo en él. Todo en él, todo, me parece de una belleza que ya jamás volveré a ver. Aquellas presencias, ¿cómo puedo pensar en ellas? Al recuerdo de un murmullo, de unos ojos, la pluma se me cae de la mano, la encuesta que me ocupa se convierte en piedra. Roma y sus asuntos se convierten en tarea de oficinista, árida y tediosa, con la que voy llenando la vida hasta que la muerte me libre de ellos. ¿Soy extraño por ello? No lo sé. ¿Pueden otros hombres entretejer el goce pasado con sus pensamientos presentes y sus planes para el porvenir? Quizá lo consigan sólo los poetas; únicamente ellos emplean todo lo que son en cada momento de su obra.

Creo que uno de ellos ha surgido entre nosotros para reemplazar a nuestro Lucrecio. Te adjunto un pliego de sus versos. Quiero que me digas qué te parecen. Este dominio del mundo que a mí me atribuyes es más digno de administrar desde que he visto tales ejemplos de lo que puede hacerse con nuestra lengua latina. No incluyo los versos que se refieren a mí; este Catulo es tan elocuente en el odio como en el amor.

En Roma te espera un regalo…, aunque mi contribución a él me robará algo de esa entrega a mis obligaciones presentes que, como ya he dicho, sigue a toda ojeada que lanzo sobre el pasado. [En la conmemoración mensual de la fundación de la ciudad, César introdujo un saludo hecho por Roma al espíritu del marido de Julia, Mario.]

En cuanto a tu segunda pregunta, querida tía, no estoy en situación de responderla.

Saludos de Pompeya. Los dos esperamos tu llegada con mucha alegría.

V. LA SEÑORA SEMPRONIA METELLA, EN ROMA, A LA SEÑORA JULIA MARCIA, EN SU HACIENDA DE LAS COLINAS ALBANAS.

6 de septiembre

No puedo decirte cuán feliz me ha hecho, queridísima Julia, enterarme de que vas a venir a la ciudad. No te molestes en abrir tu casa. Tienes que quedarte conmigo. Zosima, que adora el suelo que pisas, te servirá. Yo puedo arreglármelas muy bien con Rhodope, que está revelando ser un tesoro.

Y ahora, ponte cómoda, querida, pues temo que ésta va a ser una charla muy larga.

Para empezar, escucha el consejo de una vieja amiga: no vayas a casa de esa mujer. Puede una pasarse años enteros diciendo que no hace caso de habladurías, que los que están ausentes no pueden defenderse de la calumnia, etcétera; mas, después de todo, ¿acaso dar pie a tanta habladuría no es una ofensa en sí misma? Personalmente, no creo que ella envenenara a su marido, o que haya tenido relaciones impropias con sus hermanos; pero hay miles de personas que sí lo creen. Mi nieto me dice que se cantan canciones alusivas a ella en todas las guarniciones y tabernas, y que hay versos sobre ella escritos en las paredes de todos los baños. La llaman con un nombre que no me atrevo a escribir aquí.

En realidad, lo peor que se sabe de ella es la influencia que tiene sobre todo el grupo del Palatino. Ella fue la que empezó con la moda de vestirse como una del pueblo llano y mezclarse con los más bajos elementos de la ciudad. Hace sus amistades en las tabernas de gladiadores, y bebe con ellos toda la noche, y danza para ellos, y lo demás lo dejo a tu imaginación. Organiza meriendas en el campo, y se va a las tabernas extramuros para confraternizar con pastores y soldados. Éstos son hechos. Todo el mundo puede darse cuenta de las consecuencias; una de ellas es su efecto sobre el lenguaje. Lo que se lleva ahora es hablar la jerga de la plebe, y no hay duda alguna de que ella y sólo ella es la responsable. Su posición en la sociedad, su nacimiento, su riqueza, su hermosura y —porque esto hay que confesarlo— su fascinación y su inteligencia han llevado a la alta sociedad a hundirse en el fango.

Pero al final se ha asustado. Y te ha invitado a comer, precisamente porque está asustada.

Ahora escucha: se está tramando algo muy serio, algo que acabará cayéndote sobre los hombros y que te obligará a tomar una decisión.

[En los párrafos siguientes, se emplean unas cuantas expresiones sustitutivas: la Ojos de Vaca (en griego) es Clodia; el Jabato es su hermano, Clodio Púlquer; la Codorniz (mote que le adjudicaron las damas mucho antes de su matrimonio) es Pompeya, mujer de César; la Tesalia (forma breve de la Bruja de Tesalia) es Servilia, la madre de Marco Junio Bruto; la Clase de Tapicería equivale tanto a los Misterios de la Buena Diosa como al comité que dirigía su celebración. El Hacedor del Tiempo es, desde luego, César.]

Aunque esa mujer esté bastante abandonada, no soy partidaria de que se la excluya de ciertas reuniones. Pero no cabe duda de que va a proponerse su expulsión. Ella y la Codorniz asistieron a la última reunión del Consejo Ejecutivo que tuvo lugar precisamente antes que ella se marchase a Baía. Pidieron a la presidencia —la Tesalia estaba sentada en tu silla— que las dispensase y se marcharon pronto; y un instante después de que hubiera salido se formaron grupos por toda la sala para hablar de ella. Emilia Cimber dijo que si la Ojos de Vaca se le acercaba durante la Clase de Tapicería, la abofetearía. Fulvia Manso dijo que ella no la abofetearía durante los ritos, pero que se marcharía de inmediato y elevaría una queja al supremo pontífice. Y la Tesalia, que en cuanto presidencia no habría debido manifestar ninguna opinión, dijo que lo primero que se debía hacer era someter el asunto a ti y a la presidenta del colegio de las Vírgenes Vestales. Su tono indignado, debo decírtelo, me resultó ligeramente cómico, porque todas sabemos que no siempre ha sido tan irreprochable como ahora pretende serlo.

¡De modo que ahí lo tienes! No creo que ni tú ni tu sobrino consintierais jamás en que se la expulsara, pero ¡qué idea! ¡Y qué escándalo! ¿Sabes lo que te digo? Pues que no creo que ni siquiera las más viejas de esas mujeres se den cuenta ya de lo que es un escándalo. La otra noche, de repente, me di cuenta de que yo misma no recuerdo más que tres expulsiones y las tres mujeres no tardaron en quitarse la vida.

Y, sin embargo, por otra parte es horrible pensar que en la Clase de Tapicería, que es la cosa más bonita, sagrada y maravillosa, pueda estar implicada una mujer como la Ojos de Vaca. Julia, nunca he olvidado lo que tu gran marido dijo al respecto: «Esas veinte horas durante las cuales nuestras mujeres están reunidas son como una columna que sostiene a Roma».

Es para todos un gran enigma cómo consiente el Hacedor del Tiempo (no le llamo así por falta de respeto, bien lo sabes, querida) que la Codorniz tenga tanto trato con ella. A todas nos sorprende. Porque el tratar con la Ojos de Vaca conlleva inevitablemente tratar con el Jabato, y ninguna mujer de principios podría desear tratar con el Jabato.

Mas cambiemos de asunto.

Ayer fui agasajada de forma excepcional, y tengo que explicártelo. Tuve el honor de que él me llevara a un lado para hablar conmigo a solas.

Por supuesto, fui con toda Roma a visitar a Catón el día en que se conmemoraba a su gran antepasado. Miles de personas llenaban las calles que rodean la casa, trompeteros, flautistas, sacerdotes. Dentro de la casa se había instalado la silla del dictador y, por supuesto, todo el mundo aguardaba su llegada con expectación. Por fin llegó. ¡Y ya sabes lo impredecible que puede ser! Como dice mi sobrino, es ceremonioso cuando se espera que sea natural, y natural cuando se espera que sea ceremonioso. Atravesó el Foro andando y subió la colina sin séquito alguno, como si estuviera dando un paseo flanqueado por Marco Antonio y Octavio. Sufro por él, porque eso es en verdad peligroso; pero es una de las cosas por las que el pueblo le adora; es al estilo de la Roma de antaño, y tienes que haber oído las aclamaciones desde tu quinta.

Entró en la casa, inclinándose y sonriendo, y se acercó inmediatamente a Catón y a su familia. Se podía oír andar a una hormiga. No necesito decirte que tu sobrino es la perfección misma. Oímos lo que dijo palabra por palabra. Primero, gravedad y deferencia; hasta Catón sollozaba y lo escuchaba con la cabeza muy baja. Luego, César continuó hablando en un tono cada vez más informal; se dirigió a la familia, y habló primero con familiaridad y luego decididamente en broma hasta que todos los presentes en la sala comenzaron a reír.

Catón respondió bien, pero muy brevemente. Todas las angustiosas diferencias políticas parecen haberse olvidado. César aceptó uno de los pasteles que se estaban sirviendo y empezó a hablar con los concurrentes que le rodeaban. Se negó a sentarse en la silla del dictador, pero lo hace todo de modo tan encantador que no pareció ser desprecio a la casa. Y entonces, querida, me vio de lejos; le pidió un asiento a un criado y se sentó a mi lado. Puedes figurarte en qué estado me puse.

¿Ha olvidado nunca un hecho o un nombre? Recordaba haber pasado días enteros con nosotros en Anzio hace veinte años; recordaba a todos mis parientes y a los invitados. Con extrema delicadeza, me puso en guardia acerca de las actividades políticas de mi sobrino (pero, querida mía, ¿qué puedo hacer yo al respecto?). Luego empezó a pedirme mi opinión sobre la conmemoración mensual de la fundación de la ciudad. Al parecer, había reparado en mi presencia…, figúrate, ¡a media milla de distancia mientras se desplazaba de un lado a otro siguiendo el complicado ritual! Se interesó por qué detalles me parecían más impresionantes, cuáles demasiado largos o demasiado oscuros para el pueblo. Luego habló de la religión en sí, de los auspicios, de los días fastos y nefastos.

Querida, es el hombre más encantador del mundo, pero también…, no tengo más remedio que decirlo…, ¿no te parece que da miedo? Escucha con tan absoluta atención la menor cosa que una está luchando por decir… Y esos grandes ojos, tan seductores, pero tan aterradores… que parecen decir: «Somos las dos únicas personas sinceras que hay aquí; decimos lo que pensamos realmente; decimos la verdad». Espero no haberme comportado como una gallina espantada, pero me habría gustado que alguien me hubiese prevenido de que el supremo pontífice iba a preguntarme cómo, qué, dónde y cuándo pienso acerca de la religión, porque, en realidad, eso fue lo que hizo. Por fin, se despidió y pudimos volver a casa. Y yo me fui derechita a la cama.

Te lo pregunto en un susurro, Julia: ¿qué debe de sentirse siendo su mujer?

Me preguntaste por Lucio Mamilio Turrino.

Como te sucedió a ti, de pronto me di cuenta de que no sabía nada de él. Creía que había muerto o que se había recobrado lo bastante para ser destinado a algún emplazamiento militar en alguna de las partes remotas de la República. Buscando información al respecto, me ha parecido que lo mejor que podía hacer era preguntar a alguno de nuestros más antiguos sirvientes. Forman una especie de sociedad secreta; lo saben todo de nosotros, y están orgullosos de saberlo. Así es que consulté a nuestro viejo liberto Rufo Tela, que me relató con bastante fiabilidad los hechos que ahora paso a referirte:

En la segunda batalla con los belgas, aquella vez en que estuvieron a punto de apoderarse de César, Lucio Turrino cayó en manos del enemigo. Llevaba desaparecido treinta horas cuando César se dio cuenta de que no estaba con él. Entonces, querida, tu sobrino lanzó un regimiento contra el campamento enemigo. El regimiento fue aniquilado casi por completo, pero recobró a Turrino, que se hallaba en lamentable estado. A fin de obtener información, el enemigo le había ido amputando miembros y privándole de sus sentidos. Le habían cortado un brazo y una pierna, tal vez algo más; le habían sacado los ojos y cortado las orejas, y estuvieron a punto de romperle los tímpanos. César hizo que le prestasen todos los cuidados posibles, y desde entonces Lucio Turrino ha estado rodeado por propia voluntad, del mayor secreto posible. Al parecer, Rufo se ha enterado de que vive en una hermosa villa en Capri, rodeada por completo de una muralla. Claro que es aún muy rico y tiene varios secretarios, asistentes, y todo lo demás.

¿No es una historia que desgarra el corazón? ¡Hasta qué punto puede la vida ser aterradora! Le recuerdo tan bien…, tan bien plantado, rico, listo, claramente destinado a los más altos cargos del Estado, ¡y tan encantador! Estuvo a punto de casarse con mi Aurumculeya, pero su padre y el resto de los Mamilios eran demasiado conservadores para mi gusto, por no hablar de mi marido. Parece que aún le interesan la política, la historia y la literatura. Tiene un agente, aquí en Roma, que le hace llegar todas las noticias, libros y chismes, pero nadie sabe quién es ese agente. Parece desear que le olvide todo el mundo excepto unos pocos amigos íntimos. Por supuesto, pregunté a Rufo que quiénes van a verle. Rufo dice que no recibe casi a nadie, y que una vez al año, en primavera, el dictador lo visita durante unos días, pero al parecer no habla nunca a nadie de tales visitas.

Rufo, que es oro puro, me pidió que no repitiese nada de esto a nadie más que a ti. Es un viejo africano muy notable, y parece respetar en cierta medida el deseo del inválido de ser olvidado. Cumplo su deseo y sé que tú obrarás de igual modo. Estoy horrorizada por lo extenso de esta carta.

Ven lo más pronto que puedas.

VI. CLODIA, EN CAPUA, A SU HERMANO PUBLIO CLODIO PÚLQUER, EN ROMA.

8 de septiembre

Desde la villa de Quinto Léntulo Espinter y su mujer, Casia.

Mentecato:

S. T. E. Q. V. M. E. [Clodia emplea irónicamente una fórmula epistolar de aquellos días que significa: «Si tú y tu ejército estáis bien de salud, está bien»; cambiando dos letras quiere decir: «Si tú y tu gentuza estáis bien, está mal».]

Otra vez desplumado. [La policía secreta de César había vuelto a enterarse del contenido de una carta de las que se escribían mutuamente. Hermano y hermana, sin embargo, se las arreglaban para que los mensajeros llevaran en un escondite superficial las cartas inocuas como pantalla para las verdaderas, que iban mucho mejor escondidas.]

Tu carta era un auténtico disparate. Dices: «No vivirán eternamente». ¿Cómo lo sabes? Nadie, ni él ni tú ni ningún otro sabe cuánto tiempo ha de vivir. Deberías hacer tus planes como si fuera a morir mañana o a vivir treinta años más. Sólo los niños, los oradores políticos y los poetas hablan del porvenir como si fuera algo que pudiera conocerse; afortunadamente para nosotros, no lo conocemos en absoluto. Dices: «Ha habido convulsiones todas las semanas». [Los ataques epilépticos de César.] Te digo que no estás en lo cierto, y ya sabes cuál es mi fuente de información. [La doncella de la mujer de César, Abra, le había sido recomendada por Clodia, y ésta le pagaba para que la tuviese informada de cuanto sucedía en casa de César.] Dices: «Bajo este cíclope no hay nada que podamos hacer». Escucha, ya no eres un chiquillo. Tienes cuarenta años. ¿Cuándo vas a aprender a edificar sobre lo que tienes y a emplear cada día en consolidar tu posición en lugar de esperar un golpe de suerte? ¿Por qué nunca has llegado a ser más que tribuno? Porque tus planes empiezan siempre con el mes que viene. Siempre intentas salvar el abismo entre hoy y el mes que viene empleando la violencia y tus cuadrillas de matones. El Mascarón de Proa [en griego; se trata de César] gobierna el mundo, y continuará haciéndolo, sea por un día, sea por treinta años. No tendrás carrera ni serás nada si no aceptas este hecho y trabajas con él y en torno a él. Y te lo digo solemnemente: cualquier intento de trabajar en contra conduciría a tu propia destrucción.

Tienes que recuperar su favor. No le dejes olvidar que una vez le fuiste de gran ayuda. Sé que lo odias; eso no tiene importancia. El odio y el amor no tienen nada que ver con nada, y él lo sabe de sobra. ¿Qué habría ganado él si hubiese odiado a Pompeyo?

Vigílale, Mentecato. Podrías aprender mucho.

Conoces su punto flaco: esa indiferencia, ese estar ausente que la gente llama «magnanimidad». Apostaría a que en realidad le gustas, porque le agrada cuanto es espontáneo y sin complicaciones, y porque ha olvidado posiblemente que eras un idiota que siempre estaba generando problemas. Y apostaría a que estaba secretamente encantado de que tuvieras a Cicerón temblando como un ratón desde hacía veinte años.

Obsérvale. Podrías empezar por imitar su diligencia. Creo lo que me dicen que escribe setenta cartas y documentos al día. Caen a diario sobre Italia como nieve…, ¿qué estoy diciendo?…, caen sobre el mundo entero desde Bretaña al Líbano. Incluso en el Senado o en los banquetes lleva un secretario tras de sí; en el segundo mismo en que se le ocurre una idea se vuelve y la dicta en un murmullo. Un instante está diciendo a un pueblecillo en Bélgica que puede cambiar el nombre que lleva por el suyo y les envía una flauta para la banda municipal, y al instante siguiente se le ocurre un modo de armonizar las leyes judías referentes a la dote con los usos romanos. Regaló una clepsidra a una ciudad de Argelia y escribió una carta fascinadora al «estilo árabe». Trabaja, Publio, trabaja.

Y recuerda: este año nos sometemos.

Todo lo que te pido es un año.

Voy a ser la mujer más conservadora de Roma. Para el verano próximo quiero ser adoradora honoraria de Vesta y directora de los misterios de la Buena Diosa.

Tú puedes conseguir una provincia.

De ahora en adelante, escribiremos nuestro nombre, Claudio. Nuestro abuelo se hizo con unos cuantos votos adoptando su forma plebeya. Una pesadez.

Nuestra comida es un fracaso. El Mascarón de Proa y la Lentejita [también en griego; es la mujer de César] no han aceptado la invitación. Hécuba no ha contestado. Cuando lo sepa, Cicerón probablemente enviará una negativa en el último momento. Asinio Polión asistirá, y yo me las arreglaré para llenar la mesa.

En cuanto a Catulo, quiero que te portes amablemente con él. Poco a poco, me voy librando de ese problema. Déjame hacerlo a mi manera. Nunca lo creerías. ¡Qué cosas pasan! Tengo tan elevada opinión de mí misma como cualquier otra mujer, pero nunca he pretendido ser todas las diosas amasadas en una, y menos Penélope. No le temo a nada, Publio, excepto a esos espeluznantes epigramas. Mira los que ha lanzado sobre César. Todo el mundo anda repitiéndolos, y permanecen sobre él como cicatrices. No quiero sufrir nada semejante, de modo que déjame arreglármelas a mi modo.

¿Comprendes que nuestra comida es un fracaso? Métetelo bien en la cabeza. No vendrá nadie a nuestra casa a no ser tu Mostachos Verdes y la freza de Catilina. A pesar de lo cual, somos quienes somos. Nuestra familia tendió los pavimentos de esta ciudad, y no consentiré que nadie lo olvide.

Una cosa más, Mentecato.

La Lentejita no es para ti. Lo prohíbo. Bórratelo de la mente. Lo prohíbo. Aquí es donde tú y yo hemos cometido siempre nuestros mayores errores. Piensa en lo que te estoy diciendo. [Clodia alude a la seducción por su hermano de una virgen vestal; y acaso a su propia persecución indecente ante los tribunales de justicia del brillante Celio, un ex amante suyo al que acusaba de haberle robado unas joyas. Cicerón lo defendió con éxito en un discurso que escudriñó las vidas de ambos hermanos ridiculizándolos y poniéndolos en evidencia ante los ojos de todo el populacho romano.]

De modo que no dejes de repetírtelo: respetable durante un año.

Yo, tu Ojos de Vaca, te adoro. Hazme llegar tus pensamientos sobre esto a vuelta de correo. Estaré aquí cuatro o cinco días, aunque cuando llegué esta tarde y miré a Quinto y a Casia me dieron ganas de echar a correr hacia el norte. Agitaré su autocomplacencia, no temas. Vero y Mela están conmigo. Catulo se reunirá aquí conmigo pasado mañana.

Envíame respuesta con este mismo mensajero.

VI-A. CLODIO A CLODIA.

Como respuesta, Clodio hizo ensayar cuidadosamente al mensajero para que lanzase una blasfemia.

VII. CLODIA, EN CAPUA, A LA MUJER DE CÉSAR, EN ROMA.

8 de septiembre

Cariño:

Tu marido es un gran hombre, pero también un hombre muy brusco. Me ha hecho llegar una brevísima nota para anunciarme que no puede venir a mi comida. Sé que tú puedes persuadirle de que venga. No te desalientes si se niega a las primeras tres o cuatro veces.

Vendrá Asinio Polión, y también ese poeta nuevo, Cayo Valerio Catulo. Recuerda al dictador que facilité todos los pedacitos que tenía de los versos de ese joven y no me ha devuelto los originales ni me ha enviado copia de ellos.

Me preguntas, cariño, qué pienso del culto de Isis y Osiris. Te lo contaré todo cuando te vea. Desde luego, es muy hermoso para la vista, pero en realidad no tiene ni pies ni cabeza. Es para sirvientas y porteadores. Lamento haber empezado a llevar allí a gentes de nuestra clase. Baía es tan aburrida que asistir a los cultos egipcios no era más que una de esas cosas que se hacen por pasar el rato. Yo, no molestaría a tu marido para que te permitiese ir a verlo. Con tu insistencia no lograrías más que importunarlo y acabaríais disgustándoos los dos.

Tengo un regalo para ti. En Sorrento encontré el más maravilloso de los tejedores. Hace una gasa tan leve que puedes soplar hasta el techo varas y varas de ella, y luego hacerte vieja esperando a que caiga otra vez al suelo. Y no está hecha con agallas de peces como las prendas brillantes que llevan las bailarinas. Tú y yo la llevaremos en mi comida, nos vestiremos como hermanas gemelas… He hecho un dibujo y Mopsa puede empezar a trabajar en cuanto yo llegue a la ciudad.

Envíame una palabra de respuesta con este mensajero.

Y arrastra a ese hombre huraño a mi comida.

Te beso en el rabillo de cada uno de tus lindos ojos. ¡Gemelas! ¡Aunque tú eres mucho más joven que yo!

VII-A. LA MUJER DE CÉSAR A CLODIA, A VUELTA DE CORREO.

Ratoncita querida:

No puedo esperar a verte. Soy desgraciada. No puedo seguir viviendo así. Tienes que aconsejarme. Dice que no podemos ir a tu comida. Todo cuanto le pido me lo niega. No puedo ir a Baía. No puedo ir al teatro. No puedo ir al templo de Isis y Osiris.

Necesito hablar largo y tendido contigo. ¿Cómo podría conseguir un poco más de libertad? Todas las mañanas nos peleamos, y todas las noches me pide perdón; pero nunca hago el menor progreso, y nunca consigo lo que quiero.

Por supuesto, le quiero mucho, muchísimo, porque es mi marido; pero ¡ay, querida!, me gustaría sacarle un poco de placer a la vida de cuando en cuando. Lloro tanto que me he puesto muy fea y vas a aborrecerme.

Por supuesto, seguiré pidiéndole que vayamos a tu comida, pero ¡ay!, le conozco. Lo de la gasa me parece maravilloso. Date prisa.

VIII. DIARIO-CARTA DE CÉSAR A LUCIO MAMILIO TURRINO.

Probablemente entre el 4 y el 20 de septiembre

970. [Sobre las leyes de primogenitura y un pasaje de Heródoto.]

971. [Sobre la poesía de Catulo.] Muchas gracias por las seis comedias de Menandro. Aún no me ha sido posible leerlas. Las he mandado copiar y dentro de poco te devolveré los originales y algunos comentarios de mi cosecha.

En verdad, debes de tener una biblioteca muy nutrida. ¿Hay algunos huecos que pueda ayudarte a llenar? Estoy hurgando en el mundo entero en busca de un ejemplar en buen estado de la Lycurgeia de Esquilo. Me llevó seis años poder echar mano a Los banqueteadores y a Los babilonios de Aristófanes que te envié la primavera pasada. La última, como notaste, es una copia muy deteriorada; algunos empleados de la aduana de Alejandría la habían cubierto con inventarios de cargamentos.

Incluyo en este paquete unos cuantos pliegos de poemas. Las obras maestras antiguas desaparecen; otras nuevas, bajo Apolo, vienen a ocupar su lugar. Éstas son de un joven, Cayo Valerio Catulo, hijo de un antiguo conocido mío que vive cerca de Verona. En el camino hacia el norte [50] pasé la noche en su casa, y recuerdo a los hijos y a la hija. ¡De hecho, recuerdo que el hermano del poeta, ya fallecido, me causó una aún mejor impresión!

Te asombrará saber que la mujer a quien van dirigidos los poemas bajo el nombre de Lesbia no es otra que Clodia Púlquer, a la cual tú y yo escribimos poemas en otros tiempos. ¡Clodia Púlquer! ¿Por qué extraño encadenamiento de significaciones ha podido resultar que esta mujer, que ha perdido todo sentido inteligible de sí misma y que sólo vive para marcar el caos de su alma sobre cuanto la rodea, pueda vivir ahora en la mente de un poeta como objeto de adoración y arranque de él canciones tan radiantes? Te digo con toda seriedad que una de las cosas que más envidio en este mundo es el don del que mana la gran poesía. A los grandes poetas les atribuyo el poder de mirar fijamente la vida entera y armonizar lo que está dentro de ellos con lo que está fuera. Este Catulo bien puede pertenecer a ese grupo. ¿Estarán sujetos esos seres soberanos a las decepciones de la humanidad más baja? Lo que ahora me perturba no es el odio que me profesa, sino el amor que siente por Clodia. No puedo creer que se dirija sólo a su hermosura, y que la belleza del cuerpo baste a suscitar tales triunfos en la ordenación del lenguaje y del pensamiento. ¿Es tal vez capaz de ver en ella excelencias que permanecen ocultas para nosotros? ¿O acaso ve la grandeza que indudablemente existía dentro de ella, antes de hundirse en la ruina moral que hoy despierta hilaridad y rechazo en toda la ciudad?

Entiendo que estas preguntas tienen mucho que ver con las primeras que uno suele hacerle a la vida misma. Continuaré ahondando en ellas y te comunicaré mis hallazgos.

972. [Sobre política y nombramientos.]

973. [Referente a ciertas reformas introducidas en los Misterios de la Buena Diosa. Véase el documento XLII-B.]

974. [Sobre unos cuantos barriles de vino griego que César envía como regalo.]

975. [Sobre la petición de Cleopatra acerca de que se le permita, cuando esté en Roma, asistir a los Misterios de la Buena Diosa. Véase el documento XLIII-A.]

976. [Recomendación de un criado.]

977. [Sobre la enemistad que sienten hacia él Catón, Bruto y Catulo.] Estuve en casa de Catón el día en que se conmemoraban los servicios de su gran antepasado.

Como ya te he comentado en alguna otra ocasión, escribirte ejerce sobre mí un efecto extraño; al hacerlo medito sobre cuestiones que de otro modo no tomaría en consideración. Los pensamientos que acuden a mi pluma en este instante, y que he estado a punto de desestimar, son los que siguen:

De los cuatro hombres a quienes más respeto en Roma, tres me miran con enemistad mortal. Me refiero a Marco Junio Bruto, a Catón y a Catulo. Es muy probable que Cicerón se sintiera muy feliz perdiéndome de vista. De todo esto no me cabe la menor duda; me llegan muchas cartas que no se han escrito para que yo las lea.

Estoy acostumbrado a que me odien. Ya en mi temprana juventud descubrí que no necesito la opinión de otros hombres, ni aun de los mejores, para confirmarme en mis acciones. Creo que sólo existe una soledad mayor que la del comandante militar y la del jefe de Estado, y no es sino la del poeta…, porque ¿quién puede aconsejarle en esa ininterrumpida sucesión de elecciones que es un poema? Es en este sentido que la responsabilidad es la libertad; cuantas más decisiones se ve uno obligado a tomar solo, más cuenta se da de su libertad de elección. Sostengo que sólo puede afirmarse que somos conscientes de nuestro entendimiento cuando nos hallamos bajo el peso de la responsabilidad, y que el mayor peligro que podría sobrevenirle a la mía sería que reflejara un esfuerzo por mi parte a fin de lograr la aprobación de cualquier otro, aunque fuese un Bruto o un Catón. Tengo que llegar a mis decisiones como si no estuvieran sujetas al comentario de los demás, o como si nadie estuviera observando.

Y, sin embargo, soy un político; tengo que representar la comedia de la extrema deferencia hacia la opinión de los demás. Un político es alguien que pretende estar sujeto al apetito universal de estimación ajena; pero no puede pretenderlo a menos que esté libre de él. Tal es la hipocresía básica de los políticos, y el triunfo final del líder deviene junto con el temor reverencial que se despierta en los hombres cuando sospechan, aunque nunca lo sepan con certeza, que a su líder le trae sin cuidado su aprobación: indiferente e hipócrita. «¡Cómo! —se dicen—. ¿Cómo? ¿Es posible que este hombre no albergue ese nido de víboras que todos llevamos dentro y que es a la vez nuestra tortura y nuestro deleite…, esa sed de alabanza, la necesidad de autojustificación, la afirmación de sí mismo, la crueldad, la envidia?» Mis días y mis noches se gastaron entre el silbar de esas serpientes. En un tiempo las oía en las mismas entrañas. Cómo llegué a obligarlas a callarse, no lo sé, aunque la respuesta a esa pregunta, como podría formularse a un Sócrates, supera en interés a todas las demás preguntas.

No creo que el odio que por mí sienten Marco Bruto, Catón y ese poeta tenga su origen en tales nidos de víboras. Es por sus ideas, que me odian, y por sus puntos de vista sobre el gobierno y la libertad. Aunque pudiera ponerlos en mi lugar y mostrarles el mundo extendido como sólo puede uno verlo desde aquí; aunque pudiera abrirme el cráneo y mostrarles la experiencia de mi existencia, tantos cientos de veces más cerca de los hombres y del gobierno que lo ha estado la suya; aunque pudiese leer con ellos línea tras línea los textos de los filósofos a los cuales se aferran, y la historia de los países de los cuales sacan sus ejemplos; ¡aun entonces no podría esperar que se desvaneciera la sombra de sus miradas! El primero y el último maestro de la vida es vivir y entregarse sin reservas y arriesgadamente al vivir; Aristóteles y Platón tienen mucho que decir a los hombres que saben esto; pero a los que se han obligado a actuar con cautela y se han enquistado en un sistema de ideas, los mismos maestros los inducen a error. Bruto y Catón repiten: «¡Libertad, libertad!», y viven para imponer a los demás una libertad que no se han concedido a sí mismos…, hombres austeros, hombres sin alegría, que gritan a quienes les rodean: «¡Sed alegres como lo somos nosotros; sed libres como lo somos nosotros!».

Catón no es educable. A Bruto le he enviado a la Galia Cisalpina como gobernador, para que aprenda. Octavio está a mi lado, viendo todo el tráfico del Estado; pronto le haré salir a la arena.

Pero ¿por qué ha de odiarme Catulo? ¿Pueden los poetas engendrar indignaciones con sentimientos adquiridos en los viejos libros de texto? ¿Son los grandes poetas estúpidos en todo cuanto no es poesía? ¿Pueden formar sus opiniones en las conversaciones de una mesa de juego o en los baños públicos?

Confieso, estimado amigo, que me asombra una flaqueza que siento despertarse en mí, una flaqueza delirante: ser comprendido por un hombre como Catulo, ser celebrado por su mano en versos que tardarían en olvidarse.

978. [Sobre un principio de la banca.]

979. [Sobre algunas actividades de conspiradores en Italia, que promueven la idea de asesinarlo. Véase nuestro LXI.]

980. ¿Recuerdas el lugar al que Escébola Cabeza Roja, nos pidió que fuéramos de caza con él, el verano en que volvimos de Grecia? La segunda cosecha de trigo se presenta allí muy bien. [Se trata de una indicación financiera, oblicuamente formulada para no poner sobre aviso a sus varios secretarios.]

981. [Sobre la pobreza de adjetivos que distinguen el color en la lengua griega.]

982. [Sobre una posible abolición de todas las observancias religiosas.] Anoche, mi noble amigo, hice algo que no había hecho desde hacía muchos años: escribí un edicto, lo volví a leer y lo hice pedazos. Me consentí una incertidumbre.

Estos últimos días he estado recibiendo absurdos informes sin precedentes de los desentrañadores de aves y los escuchadores de truenos. Por si era poco, los tribunales y el Senado han estado cerrados dos días porque un águila dejó caer algo no muy limpio en uno de sus vuelos sobre el Capitolio. Empecé a perder la paciencia. Me negué a dirigir el ritual de propiciación, a hacer la pantomima de la amedrentada autohumillación. Mi mujer e incluso mis criados me miraban de reojo. Cicerón se dignó aconsejarme que cumpliese con las expectativas de la superstición popular.

Anoche me senté y escribí el edicto que abolía el colegio de Augures y declaraba que en adelante no existirían días que debieran considerarse nefastos. Lo escribí dando a mi pueblo las razones de tal acción. ¿Cuándo he sido más feliz? ¿Qué placeres son mayores que los de la honradez? Escribía y las constelaciones se deslizaban frente a mi ventana. Dispersé el colegio de Vírgenes Vestales; casé a las hijas de nuestras casas principales y dieron hijos e hijas a Roma. Cerré las puertas de nuestros templos, de todos salvo los de Júpiter. Precipité a los dioses en el abismo de ignorancia y temor del que habían salido y en ese semimundo traidor en que la fantasía inventa mentiras consoladoras. Y por fin llegó el momento en que aparté a un lado lo que había hecho y empecé a escribir de nuevo para proclamar que ni siquiera Júpiter había existido nunca, que el hombre estaba solo en un mundo donde no se oían más voces que la suya, un mundo amigo o enemigo en función de lo que él mismo determinaba que fuera.

Y después de releer lo que había escrito, lo destruí.

Lo destruí no por las razones que Cicerón esgrime, esto es, no porque la ausencia de una religión de Estado haría surgir supersticiones en forma clandestina y originaría prácticas aún más bajas (cosa que ya está sucediendo); no porque una medida tan extensa rompería el orden social y hundiría a las gentes en la desesperación y desaliento asemejándolas a un rebaño en una tormenta de nieve. En cierto orden de reformas, las dislocaciones causadas por el cambio gradual son casi tan grandes como las que produce una alteración total y drástica. No, no fueron las posibles repercusiones del cambio las que detuvieron mi mano y mi voluntad; fue algo en y de mí mismo.

En mi fuero interno no estaba seguro de estar seguro.

¿Estoy seguro de que no hay una intención detrás de nuestra existencia y de que no existe un misterio en ninguna parte del universo? Creo que lo estoy. ¡Qué gozo, qué descanso si pudiésemos declararlo completamente convencidos! Si así fuera, yo podría desear vivir eternamente. ¡Qué aterrador y glorioso el papel del hombre si en verdad hubiese de crear sin guía y sin consuelo, sacándolo de sus propias entrañas, el sentido para su existencia y escribir las reglas por las cuales vive!

Tú y yo hace tiempo que hemos concluido que los dioses no existen. ¿Recuerdas el día en que finalmente nos pusimos de acuerdo sobre esta decisión y resolvimos explorar todas sus consecuencias, sentados en el acantilado en Creta, arrojando piedrecillas al mar, contando delfines? Hicimos voto de no consentir nunca a nuestra mente que albergase la menor duda al respecto. ¡Con qué juvenil ligereza de corazón concluimos que el alma se extinguía con la muerte! [Nuestra lengua no puede reproducir la fuerza de esta frase en el latín de César, donde la declinación misma expresa una amargura de renuncia y añoranza. El destinatario de la carta comprendió que César se refería a la muerte de su hija Julia, la mujer de Pompeyo, la más devastadora pérdida de su vida. Mamilio Turrino estaba con él cuando las noticias de su muerte llegaron al cuartel general de César en Bretaña.]

Pensaba no haberme relajado en el rigor de tales aserciones. Sólo hay un modo, sin embargo, de saber lo que se sabe y éste es arriesgar las propias convicciones en un acto, comprometerlas en una responsabilidad. Al redactar anoche el edicto y al prever las consecuencias que habían de seguirse, me sentí impulsado a examinarme más estrictamente. Arrostraría con el mayor agrado todas las consecuencias, con la certeza de que la verdad habría de fortificar en última instancia el mundo y a todos cuantos hay en él, pero sólo si yo tenía la certeza de estar en lo cierto.

Cierta vacilación detiene mi mano.

Tengo que estar seguro de que en ningún rincón de mi ser persiste la idea de que existe la posibilidad de una inteligencia en el Universo y detrás de él que influya en nuestras mentes y que dé forma a nuestras acciones. Si reconozco la posibilidad de un misterio semejante, todos los demás misterios vuelven a inundarnos: he aquí los dioses, que nos han enseñado lo que es excelente y que nos están vigilando; he aquí nuestras almas, que fueron infundidas en nosotros al nacer y que sobreviven a nuestra muerte; he aquí las recompensas y los castigos, que dan importancia al más íntimo de nuestros actos.

Sí, amigo mío, no estoy acostumbrado a la irresolución y estoy irresoluto. Sabes cuán poco dado soy a la reflexión; llego a cualquier juicio sin saber cómo e instantáneamente; no soy afecto a la especulación, y desde que tenía diecisiete años me he aproximado a la filosofía con impaciencia, como ejercicio de la mente tentador pero estéril, como un vuelo que aleja de las obligaciones del vivir inmediato.

A mi parecer, hay cuatro reinos en los cuales, con terror, veo en mi vida y en la vida que me rodea la posibilidad de este misterio:

Lo erótico. ¿No habremos justificado con demasiada facilidad todo lo que acompaña a los fuegos que pueblan el mundo? Lucrecio puede estar en lo cierto y todo nuestro mundo de burlas puede estar equivocado. Tengo la impresión de que toda mi vida he sabido, aunque me he negado a admitirlo, que todo, todo amor es uno, y que el mismo entendimiento con el cual formulo estas preguntas se despierta, se mantiene y se instruye únicamente por el amor.

La gran poesía. La poesía es verdaderamente el principal canal por el cual ha penetrado en el mundo todo cuanto debilita en mayor grado al hombre; allí encuentra sus fáciles consuelos y las mentiras que le hacen resignarse a la ignorancia y a la inercia. No me tengo por segundo de nadie en mi odio a toda poesía que no sea la mejor…, pero la gran poesía ¿es la realización culminante de los poderes del hombre o no es sino una voz que proviene de más allá del hombre?

En tercer lugar, un momento que acompaña a mi enfermedad y cuya insinuación de que existen un conocimiento y una felicidad más grandes me cuesta trabajo desechar. [Esta frase evidencia la confianza ilimitada que a César le merecía su correspondiente. César nunca permitió que se aludiese a sus ataques epilépticos.]

Y, finalmente, no puedo negar que a veces me doy cuenta de que mi vida y los servicios que he prestado a Roma parecen haber sido forjados por un poder que está más allá de mí mismo. Bien podría yo ser, amigo, el más irresponsable de los hombres, capaz desde hace mucho de haber traído sobre Roma todos los males que puede sufrir un Estado, pero por el hecho de que he sido el instrumento de una sabiduría más alta que me eligió por mis limitaciones y no por mi fuerza. Yo no reflexiono, y bien puede ser que esa instantánea operación de mi juicio no sea otra cosa que la presencia del daimon que llevo dentro, que es ajeno a mí, y que es el amor que los dioses profesan a Roma y el objeto de la adoración de mis soldados y de las oraciones matutinas del pueblo.

Hace unos cuantos días te escribí con arrogancia; decía que, como no respetaba la opinión de hombre alguno, no necesitaba consejos de nadie. Ahora acudo a ti en busca de consejo. Piensa en todas estas cosas para que me ofrezcas todas tus impresiones cuando nos veamos en abril.

Entre tanto, examino cuanto pasa fuera y dentro de mí, y particularmente el amor, la poesía y el destino. Y ahora veo que he estado haciendo estas preguntas toda mi vida, pero uno no sabe qué es lo que sabe, ni siquiera qué es lo que desea saber, hasta que le desafían y tiene que apostar en el juego. Ahora me desafían: Roma exige de mí un nuevo engrandecimiento. Me queda poco tiempo.

IX. CASIA, MUJER DE QUINTO LÉNTULO ESPINTER, DESDE SU VILLA EN CAPUA, A LA REVERENDA DONCELLA DOMITILA APPIA, PRIMA DE CLODIA, VIRGEN VESTAL.

10 de septiembre

En nombre de nuestra larga amistad, querida Domitila, siento que debo escribirte de inmediato acerca de una decisión que he tomado. Pienso pedir la exclusión de Claudilla [Clodia Púlquer] de los Misterios de la Buena Diosa.

Soy consciente de toda la gravedad de lo que voy a hacer.

Claudilla acaba de pasar en mi casa tres días en su viaje desde Baía a Roma, y han tenido lugar algunos acontecimientos que me creo obligada a referirte detalladamente.

Al llegar, nos colmó de carantoñas. Siempre ha pretendido que me quiere, que quiere a mi marido y a mis niños, y ha dado por sentado que nosotros la queremos; pero desde hace mucho tiempo sé que no ha querido a ninguna mujer, ni siquiera a su madre, ni tampoco a ningún hombre.

Como sabes, recibir en casa en calidad de huésped a Claudilla es lo mismo que recibir a un procónsul que vuelve de su provincia. Llega con tres amigos, diez criados y una escolta de doce jinetes.

Ahora bien, mi marido y yo hace mucho tiempo que sabemos lo mucho que a tu prima le repugna la contemplación de la felicidad ajena. En su presencia no podemos ni siquiera intercambiar miradas de mutua comprensión; no podemos acariciar a nuestros hijos; no podemos ni aludir a las mejoras que hemos hecho en la villa; no podemos deleitarnos con las obras de arte que mi marido ha coleccionado. Los dioses inmortales, sin embargo, nos han otorgado mucha felicidad y no somos hábiles en el disimulo, ni siquiera cuando las leyes de la hospitalidad nos aconsejan que nos mostremos descontentos y pendencieros.

Claudilla siempre está mejor al principio. El primer día se mostró amable con todos. Hasta mi marido reconoció que tiene una conversación brillante. Después de comer, jugamos a los «retratos» y ella hizo, a juicio de mi marido, la mejor descripción del dictador que pueda concebirse.

Puede que las cosas que te voy a contar no te decepcionen tanto como me decepcionan a mí; algunas puede que hasta te parezcan pequeñeces.

El segundo día decidió sembrar el caos a su alrededor. Que a mí me insultara, lo paso por alto; que pusiera de mal humor a mi marido me vuelve a llenar, en este momento, de rabia. Mi marido se interesa mucho por la genealogía y se siente muy orgulloso de las hazañas de la familia Léntulo Espinter. Claudilla empezó a burlarse de ella: «¡Ay, mi querido Quinto…!, no es posible que tú… unos cuantos intendentes de pueblo en las tierras de Etruria… pero no hay nadie que a estas alturas crea que Anco Marcio reparara una sola vez en ellos… familia respetable, desde luego, Quinto». Yo, por supuesto, no sé nada de todas esas cosas; ella se sabe de memoria el nombre del último primo de todo el mundo desde la guerra de Troya. Mentía a sabiendas para «envenenar» a mi marido, y lo consiguió.

Sin decirnos nada, había invitado al poeta Cayo Valerio Catulo a venir aquí a reunirse con ella. Nos alegramos de verlo, aunque hubiéramos preferido con mucho verlo a solas. Cuando está cerca de ella, tan pronto está en los cielos como en el infierno. En esta ocasión, estuvo en el infierno, y no tardamos en acompañarlo todos los demás.

Domitila, no pierdo el sueño por enterarme de qué visitas pueden recibir mis huéspedes en sus habitaciones; pero no me gusta darme cuenta de que han elegido mi casa como escenario de una cruel indignidad. Dado que tu prima invitó a Valerio Catulo a que se reuniese aquí con ella, yo supuse que miraba con buenos ojos un amor que ha sido ampliamente celebrado en versos que me parecen muy hermosos; pero, al parecer, no era así. Claudilla eligió mi casa no sólo para cerrar su puerta al poeta, sino para encerrarse con otro hombre, ese tal Vero, el poeta fracasado. A mi marido lo despertaron durante la noche ruidos en la cuadra, y allí estaba Catulo pidiendo que le prestasen un caballo para volverse inmediatamente a Roma. Estaba fuera de sí de rabia; intentaba disculparse, tartamudeaba, sollozaba. Por fin, mi marido lo llevó a nuestra antigua villa al otro lado del camino, y se quedó con él velándole hasta el amanecer.

Hasta una vestal, querida Domitila, puede comprender cuán vergonzoso, cuán denigrante para todo nuestro sexo ha sido el comportamiento de Claudilla…, ¡cuán despreciable! A la mañana siguiente hablé con ella del asunto. Me miró fríamente y me dijo: «Es muy sencillo, Casia. No consentiré que un hombre, ningún hombre, crea tener sobre mí derecho alguno. Soy una mujer completamente libre. Catulo insiste en que tiene derecho sobre mí. Tengo que demostrarle lo antes posible que no admito semejante pretensión. Eso es todo». No logré encontrar una respuesta en aquel momento, pero desde entonces se me han ocurrido mil. Tendría que haber obedecido a mi primer impulso y haberle pedido que saliera de mi casa inmediatamente.

Aquella tarde, cuando estábamos terminando de comer, entraron en el patio mis chiquillos con su preceptor para visitar los altares y rezar sus oraciones al ponerse el sol. Sabes lo devoto que es mi marido, rasgo que comparte toda nuestra gente. Claudilla empezó a burlarse en voz alta de la ceremonia de la sal y de las libaciones. No pude contenerme más. Me puse en pie y pedí a todos que saliesen del patio. Cuando nos quedamos a solas, le dije que reuniese a sus acompañantes y se marchase. Hay un albergue en la carretera a cuatro millas de distancia. Le dije que pediría que se la excluyese de los Misterios.

Me miró largo tiempo en silencio.

«Veo —le dije— que ni siquiera te das cuenta de la ofensa de que nos has hecho objeto. Si lo prefieres, puedes marcharte por la mañana». Y la dejé.

Por la mañana, estuvo muy correcta. Hasta pidió perdón a mi marido por las palabras que hubieran podido parecerle inadecuadas. Pero yo no he cambiado de idea.

X. CLODIA, CAMINO DE ROMA, A CÉSAR.

Desde el albergue en el poste miliario número 20, al sur de Roma.

10 de septiembre

[Esta carta está escrita en griego.]

Hijo de Rómulo, descendiente de Afrodita:

He recibido la expresión de tu desprecio y de lo profundamente que lamentas no poder estar presente en la comida de mi hermano. Al parecer, estás comprometido esa tarde con la comisión española. Eso me lo dices a mí, que sé ¿quién mejor? que César hace lo que quiere y que lo que quiere lo aceptan sin demora la comisión española y los temblorosos procónsules.

Hace tiempo me hiciste comprender con claridad que no volveré a verte a solas y que nunca entraré en tu casa.

Me desprecias.

Lo comprendo.

Pero tienes una responsabilidad para conmigo. Me hiciste ser lo que soy. Soy creación tuya. Tú, un monstruo, has hecho de mí un monstruo. Mi petición nada tiene que ver con el amor. Mucho más allá del amor, soy tu criatura. Para no importunarte con eso que llaman amor, he hecho lo que he hecho: me he embrutecido voluntariamente. Tú, que todo lo comprendes, a pesar de todas tus pretensiones de nobleza e integridad, comprendes esto. ¿O es que tu pública y ostentosa estupidez te impide saber las cosa que sabes?

¡Tigre! ¡Monstruo! ¡Tigre de Hircania!

Tienes una responsabilidad para conmigo.

Tienes una responsabilidad para conmigo.

Me enseñaste todo cuanto sé. Me enseñaste que el mundo no tiene sentido. Cuando dije… —eso lo recuerdas, y por qué te lo dije— que la vida era horrible, dijiste que no era así, que la vida no era ni horrible ni bella. Que el vivir no tenía ni carácter ni significado. Dijiste que «el universo no sabía que los hombres estaban viviendo en él».

No lo crees. Lo sé, sé que tienes que decirme una cosa más. Todo el mundo puede ver que te conduces como si algo, para ti, tuviese razón, tuviese sentido. ¿Qué es ello?

Podría soportar la vida si supiera que tú también eres desdichado; pero veo que no lo eres, y eso quiere decir que tienes algo más que decirme, que debes decirme.

¿Para qué vives? ¿Por qué trabajas? ¿Por qué sonríes? Un amigo —si puedo decir que tengo amigos— me ha descrito tu comportamiento en casa de Catón. Por lo visto estuviste amabilísimo, encantaste a los concurrentes, les hiciste reír, hablaste interminablemente con —¿quién podría creerlo?— Sempronia Metella. ¿Es posible que vivas para la vanidad? ¿Acaso te basta oír a la ciudad ahora y luego, más allá de la ciudad, a tus biógrafos futuros decir que eres magnánimo y encantador? Tu vida no solía ser una serie de posturas ante un espejo.

Cayo, Cayo, dime qué debo hacer. Dime qué debo saber. Por una sola vez, permite que te hable, permite que te escuche.

[Más tarde.]

No, no quiero ser injusta contigo, aunque tú lo eres conmigo.

No fuiste tú solo quien me hizo ser lo que ahora soy, aunque tú remataste la faena.

Fue aquella cosa monstruosa que la vida me hizo. Eres la única persona viva que conoce mi historia, y eso es una responsabilidad. También a ti la vida te hizo otra cosa parecida.

X-A. CÉSAR A CLODIA.

No a vuelta de correo, sino unos cuatro días después.

Mi mujer, mi tía y yo asistiremos a vuestra comida; no hables de ello hasta que recibas mi aceptación formal.

Me escribes acerca de cosas que te dije. O te engañas a ti misma o me mientes a mí, o te falla la memoria. Espero que, a raíz de la conversación de tus invitados —entre los que figuran, según me dicen, Cicerón y Catulo— se toquen algunos asuntos sobre los que has sabido pero has olvidado.

Sabes hasta qué punto admiro lo que fuiste. Su restauración, como otras muchas cosas, está en tus manos. Siempre me ha resultado difícil ser indulgente con los que se desprecian o se condenan a sí mismos.

XI. CÉSAR A POMPEYA.

13 de septiembre. Desde sus despachos, a las ocho de la mañana.

Espero, querida esposa, que habrás pensado en lo injusto de tus acusaciones de esta mañana. Te pido perdón por haber salido de casa sin responder a tu última pregunta.

Me duele mucho negarte algo. Me duele doblemente negarte la misma petición una y otra vez, volviendo a sacar a relucir razones que en ocasiones anteriores me aseguraste comprender, con las que estuviste de acuerdo y que aceptaste. Puesto que tales repeticiones son las que ponen a prueba mi paciencia y desmerecen tu inteligencia, permite que ponga unas cuantas por escrito.

No puedo hacer nada por tu primo. Los informes acerca de su crueldad y corrupción en la isla de Córcega los conoce más gente cada día. Puede llegar a ser un gran escándalo público; mis enemigos pueden llegar finalmente a hacerme responsable, y puede arrebatarme mucho tiempo que debería destinar a otras cosas. Como te he dicho, me sería posible darle cualquier puesto, dentro de lo razonable, en el ejército; no le nombraré para ningún puesto administrativo hasta que hayan pasado por lo menos cinco años.

Repito que es del todo inoportuno que asistas a las ceremonias del templo de Serapis. Sé que ocurren allí muchas cosas notables que no resultan fáciles de explicar, y sé que los ritos egipcios despiertan fuerte emoción y hacen sentirse a quienes a ellos asisten, como ellos y tú describís como «más felices» y «mejores». Créeme, esposa, los he estudiado muy de cerca. Esos cultos egipcios ofrecen peligros particulares para nuestras naturalezas romanas. Somos activos; creemos que hasta las decisiones más pequeñas de la vida diaria tienen importancia moral, que nuestra relación con los dioses está en relación estricta con nuestra conducta. He conocido mujeres de tu posición en Egipto. De vez en cuando, visitan sus templos para preparar sus almas a la inmortalidad después de la muerte; se retuercen en el suelo, aullando; hacen largos viajes imaginarios durante los cuales se están «lavando el alma» y pasando por sucesivos niveles de divinidad. Al día siguiente, vuelven a su casa y de nuevo son crueles con sus criados, desleales con sus maridos, avariciosas, ruidosas y pendencieras, autoindulgentes y totalmente indiferentes a la miseria en que vive la masa del pueblo de su país. Nosotros, los romanos, sabemos que nuestras almas están comprometidas en esta vida, y los viajes que hacen y los lavados que les damos no son otros que nuestros deberes, nuestras amistades y nuestros sufrimientos, si los tenemos.

Respecto a la comida de Clodia, te pido que te fíes de mi juicio. En los demás asuntos estoy dispuesto a darte explicaciones; podría hacerlo también en éste, pero esta carta es ya demasiado larga y ambos tenemos tareas más provechosas en que ocuparnos que recordar la historia de esa pareja. Podrían haber sido sobresalientes amigos del bien romano como lo fueron sus antepasados, en vez de haberse convertido en el hazmerreír del pueblo y en la consternación de los patriotas. Ellos lo saben muy bien. No esperan que aceptemos sus invitaciones.

Dices que mis funcionarios están enriqueciéndose en todas partes a expensas del Estado. Esta mañana me ha sorprendido oírte decir semejante cosa. No creo, Pompeya querida, que sea papel de una mujer acusar a su marido de incompetencia o reprensible descuido basándose en los rumores que va recogiendo en la conversación general. Sería más conveniente que exigiese siempre una explicación de las acusaciones que afectan a su propio honor tanto como al de su marido. Si me das un ejemplo de tales irregularidades, yo te daré una respuesta. No podría ser corta, porque tendría que abrirte los ojos a las dificultades inherentes a administrar un mundo, al límite hasta donde hay que contemporizar con la codicia de los hombres capaces, al antagonismo que siempre está presente en los propios subordinados, a las diferencias que existen entre las tierras conquistadas y las que llevan ya largo tiempo incorporadas a la República, y a los métodos que uno emplea para ayudar a los hombres testarudos a hundirse en su propia ruina.

Tu frecuente acusación de que no te quiero no puede responderse repetidamente sin que ambos nos rebajemos. Ninguna cantidad de protestas podría convencerte de mi amor, si no te dieras cuenta de su existencia en cada instante de nuestra vida. Vuelvo a ti diariamente de mi trabajo con la más cariñosa expectación; paso contigo todo el tiempo que no está consagrado a mis deberes oficiales; la misma negativa a tus peticiones es prueba de cuánto me preocupan tu dignidad y tu mayor dicha.

Para terminar, me preguntas, Pompeya querida: «¿Es que no vamos a divertirnos nunca en nuestra vida?». Te pido que no me preguntes eso a la ligera. Todas las mujeres se casan inevitablemente con la posición en que se encuentran sus maridos. La mía no admite el ocio y la libertad de que muchos gozan; sin embargo, tu posición es envidiada por muchísimas mujeres. Hago lo que puedo para proporcionarte la mayor diversidad de distracciones, pero la situación no puede alterarse fácilmente.

XII. CORNELIO NEPOTE: LIBRO DE ANOTACIONES.

El gran historiador y biógrafo parece haber llevado cuenta de los acontecimientos de su tiempo, información recogida de las fuentes más diversas, como material para alguna obra futura.

La hermana de Cayo Oppio ha dicho a mi mujer que en una comida César discutió con Balbo, Hirtio y Oppio la posibilidad de trasladar el gobierno a Bizancio o a Troya. Roma: puerto inadecuado, inundaciones, condiciones climatológicas extremas, enfermedades originadas por el ya incorregible hacinamiento. ¿Posibilidad de una campaña en la India?

Comida una vez más con Catulo en el Club Emiliano de Juego de Damas y Natación. Compañía muy agradable, jóvenes nobles representantes de las casas más ilustres de Roma. Decepción al hacerles preguntas acerca de sus antepasados, por su ignorancia en lo que les conciernen y, me atrevo a añadir, su indiferencia.

Han elegido a Catulo para que sea su secretario honorario, me imagino que por cortés consideración a su pobreza. Así le han podido proporcionar un alojamiento agradable que da sobre el río.

Parece ser su consejero y confidente. Le traen sus querellas con sus padres, sus queridas y sus prestamistas. Tres veces durante la comida, la puerta del club se abrió de par en par y se precipitó por ella un socio alteradísimo que gritaba: «¿Dónde está Sirmio?» (este apodo parece provenir de su pabellón de verano en el lago de Garda). Ambos se retiraban a un rincón para una consulta en voz baja. Su popularidad no parece basarse, sin embargo, en ninguna indulgencia por su parte; es tan severo con ellos como sus padres y, aunque extremadamente licencioso en la conversación, es poco menos que austero en su vida e intenta inculcar en ellos el «clásico estilo romano». Es curioso.

Parece haber elegido sus mejores amigos entre los miembros menos cultivados o, como les llama cara a cara, los bárbaros. Uno de ellos me dijo que no habla nunca de literatura, excepto cuando está borracho.

Al parecer es a un tiempo más fuerte y más frágil de lo que aparenta. Por una parte puede vencer a casi cualquiera de los miembros del Club Emiliano de Juego de Damas y Natación en esas exhibiciones de vigor y equilibrio que surgen tan naturalmente al fin de las veladas de bebida: cruzar el techo de la habitación colgándose de viga en viga, o atravesar el Tíber a nado llevando un gato en alto con una mano, el gato maullando frenéticamente pero sin mojarse. Él fue quien robó el delfín de oro del tejado del Club de Remo Tiburtino que figura tan extensamente en la canción que escribió para su propia hermandad. Por otra parte, su salud es a todas luces frágil. Al parecer, sufre de algún achaque en el bazo o en los intestinos.

Sus amores con Clodia Púlquer. Sorprenden a todo el mundo. Investigar.

Marina, hermana de nuestro segundo cocinero, sirve en casa del dictador. Me ha dado toda clase de detalles. Hace bastante tiempo que no tiene ataques del mal sagrado. El dictador pasa todas las noches en casa con su mujer. A menudo se levanta a medianoche y va a su despacho, que da sobre el acantilado, y trabaja. Tiene allí una cama de campaña y a menudo se queda dormido al aire libre.

Marina niega que tenga accesos de ira. «Todo el mundo dice que se encoleriza, señor, pero debe de ser en el Senado y en los tribunales. Sólo lo he visto enfadarse tres veces en estos cinco años, y nunca con los sirvientes, aunque cometan errores tremendos. Mi señora se enfada a menudo y quiere que nos azoten, pero él no hace más que reírse. Todos temblamos como ratones en su presencia, señor, pero yo no sé por qué, puesto que es el más encantador de los amos. Me figuro que es porque siempre nos está mirando, y porque nos ve de veras. Las más de las veces le sonríen los ojos, como si supiera lo que es la vida de un sirviente y todo lo que hablamos en la cocina. Todos comprendemos muy bien al cocinero que se quitó la vida cuando se le incendió el fogón. Había invitados importantes y el mayordomo no quería ir a informar al dictador, así es que obligó al cocinero a que fuera a comunicárselo él mismo. El cocinero fue y le dijo que la comida se había echado a perder, y el dictador no hizo más que reírse y preguntar: “¿Tenemos dátiles y ensalada?”. Y el cocinero salió al jardín y se mató con el cuchillo de preparar la verdura. También se enojó mucho, ¡oh, fue terrible!…, cuando descubrió que Filemón, que era su amanuense favorito y había estado años con él, intentó envenenarlo. No fue como ira, fue como una carga, señor, justo como una carga. Todo el mundo recuerda que no quiso que lo torturasen, sino que mandó que lo matasen rápidamente. Y el jefe de policía estaba irritadísimo, porque quería darle tormento para saber quién había detrás de él. Pero lo que hizo fue peor que el tormento, creo yo. Nos hizo entrar a todos, alrededor de treinta, en la habitación, y durante un largo rato se estuvo mirando a Filemón en silencio y se hizo un silencio aterrador. Y luego habló sobre cómo todos estábamos juntos en el mundo y cómo empiezan a formarse pedacitos de confianza entre las personas, entre marido y mujer, y general y soldado, y amo y criado; y tengo la impresión que fue el peor reproche que nadie haya recibido nunca en el mundo, y mientras estaba hablando, dos de las chicas se desmayaron. Era como si hubiera un dios en la habitación, y después mi señora vomitó.

»Octavio ha venido de la escuela en Appolonio. Es un muchacho muy callado y nunca habla con nadie.

»Al secretario de Creta se le ha oído comentarle al secretario de Rímini que tal vez venga a Roma la reina de Egipto, es decir, Cleopatra, la bruja.

»Mi señora se tiene que aguantar. En cuanto ella llora se pone como fuera de sí. No lo entendemos, pues siempre tiene él la razón y ella nunca».

Cicerón a comer. Mucha coquetería; su vida ha terminado, la ingratitud del pueblo, etc. Refiriéndose a César: «César no es un hombre filosófico. Su vida ha sido un largo vuelo huyendo de la reflexión. Por fin ha aprendido a no exponer la pobreza de sus ideas generales; nunca permite que la conversación se desvíe hacia principios filosóficos. Los hombres como él temen hasta tal punto toda deliberación que se enorgullecen de practicar la decisión instantánea. Piensan que se salvan a sí mismos de la irresolución; en realidad, no hacen sino evitarse considerar todas las consecuencias de sus acciones. Además, de este modo pueden regocijarse en la ilusión de no haber cometido jamás un error, porque un acto sigue con tanta celeridad a otro que es imposible reconstruir el pasado y afirmar que una decisión alternativa hubiera sido mejor. Pueden pretender que cada acto les fue impuesto forzosamente por su propia urgencia y que cada decisión fue engendrada por la necesidad. Éste es el vicio de los jefes militares para quienes cada derrota es un triunfo y cada triunfo casi una derrota.

»César ha cultivado este culto de lo inmediato en todo cuanto ha hecho. Intenta eliminar toda fase intermedia entre el impulso y la ejecución. Lleva consigo un secretario adondequiera que va y dicta cartas, edictos, leyes en el momento en que se le ocurren. Del mismo modo, obedece a cualquier impulso de la naturaleza en el momento en que cobra conciencia de él. Come cuando tiene hambre y duerme cuando tiene sueño. Una y otra vez, en los más importantes consejos y en presencia de los cónsules y procónsules que han cruzado el mundo para conferenciar con él, ha dejado la reunión con una sonriente disculpa y se ha retirado brevemente a la habitación contigua. Pero de cuál de las llamadas de la naturaleza se trataba nunca pudimos saberlo; tal vez era dormir, comer un estofado, o abrazar a una de las tres queriditas que tiene siempre a mano. Diré en su favor que concede a los demás las mismas libertades que él se toma. Nunca olvidaré su consternación en una de esas reuniones cuando se enteró de que uno de los embajadores había renunciado a su comida y tenía hambre. Y, sin embargo —porque con ese hombre nunca se acaba—, en el sitio de Dyrrachium pasó hambre con sus soldados, negándose a aceptar las raciones que habían sido reservadas para los comandantes. Su desacostumbrada crueldad contra el enemigo una vez que se levantó el sitio fue, a mi parecer, meramente el efecto de la demorada irritación por el hambre que había pasado. Tales prácticas las eleva al grado de teorías, y así declara que negar que uno es un animal es reducirse a no ser más que hombre a medias».

A Cicerón no le agrada disertar sobre César durante mucho tiempo, pero no es contrario a retocar un autorretrato con rasgos del de César. Conseguí que continuara hablando del tema.

«Todo hombre necesita tener un público. Nuestros antepasados sentían que los dioses estaban vigilándolos; nuestros padres vivían para ser admirados por los hombres; para César no hay dioses y le es indiferente la opinión de su prójimo. Vive para la opinión de los que han de venir detrás de él. Sus biógrafos, Cornelio, sois su público. Sois el resorte principal de su vida. César está intentando vivir un gran libro; pero no es lo bastante artista para ver que el vivir y la composición literaria no pueden proporcionarse analogías mutuamente». Aquí, Cicerón empezó a reír estentóreamente. «Ha llegado tan lejos que ha introducido en la vida esa práctica inseparable del arte que es el borrar. Ha borrado su juventud. Oh, sí, lo ha hecho. Su juventud, como él piensa que fue, como todo el mundo cree que fue, es una pura creación de los últimos años. Y ahora está empezando a borrar la guerra de las Galias y las guerras civiles. Una vez revisé minuciosa y detalladamente cinco páginas de los Comentarios con mi hermano Quinto, que estuvo íntimamente asociado con César durante los acontecimientos que éste describe. No hay una sola mentira, desde luego; pero cada diez líneas la verdad empieza a dar gritos, echa a correr loca y desmelenada por los vericuetos de su templo. No se reconoce. “¡Puedo soportar las mentiras! —grita—. ¡No puedo sobrevivir a esta sofocante verosimilitud!”»

[Aquí sigue el pasaje en que Cicerón discute la posibilidad de que Marco Junio Bruto sea hijo de César. Se ofrece en el documento que abre el libro IV]

«… Nunca olvidéis que durante los veinte años más críticos de su vida César no tenía dinero. ¡César y el dinero! ¡César y el dinero! ¿Quién alcanzará a escribir alguna vez esa historia? En todos los mitos de los griegos no hay historia que la iguale, por muy fantástica que sea… Gastador sin ingresos y pródigo con el oro ajeno. No hay tiempo para profundizar ahora en ese tema, pero sí de cifrarlo en una sola frase: César nunca podría concebir que el dinero es dinero mientras éste se halle “en reposo”. Nunca podría pensar en él como salvaguardia contra el futuro, o como cosa de ostentación, como evidencia de la propia dignidad, o poder o influencia. Para César el dinero sólo es dinero en el momento en que está haciendo algo. César siente que el dinero es para los que saben hacer algo con él. Ahora bien, es evidente que los multimillonarios no saben qué hacer con su dinero, excepto estrecharlo contra su pecho o hacer ostentación del mismo; César, indiferente al dinero, actitud que es por supuesto en extremo impresionante, asombrosa y hasta terrorífica para los ricos, siempre encuentra muchísimo que hacer con el dinero. Siempre puede poner en movimiento el dinero ajeno. Puede, como por arte de magia, sacar el dinero de las cajas fuertes de sus amigos.

»Pero ¿acaso su actitud no es algo más profundo que mera indiferencia? ¿No significa que no teme a nada, que no teme a este mundo que nos rodea, que no teme al futuro, ni siquiera a esa amenaza potencial a cuya sombra vive tanta gente? ¿Podría acaso gran parte del temor ser el recuerdo de terrores pasados y de una amenaza pasada? A un niño que nunca ha visto a quien cuida de él asustarse del trueno y del rayo no se le ocurre asustarse de ellos. La madre y la tía de César fueron mujeres muy notables. Terrores más grandes que el trueno y que el rayo no lograron descomponer sus facciones. Puedo figurarme que a través de todos los terrores de las proscripciones y las matanzas, huyendo en la noche a través del país incendiado, escondiéndose en cuevas, nunca consintieron que el chiquillo que estaba creciendo viese en ninguna de ellas otra cosa que confiada serenidad. ¿Podrá tratarse de eso, o quizá cala todavía más hondo? ¿Cree ser un dios descendiente del clan Julia, nacido de Venus… y, por consiguiente, estar fuera del alcance de los males de este mundo como también lo está de recibir satisfacción alguna de sus dones?

»Sea como sea, vivió todos aquellos años sin dinero propio, en aquella casucha entre la gente trabajadora, con Cornelia y su hijita; y, sin embargo, el patricio entre los patricios, luciendo una banda de púrpura tan ancha como la de Lúculo, llevándole la contra a Casio, llevándomela a mí… ¡Con él, no se acaba nunca!

»Pero, y aquí hay un punto sutil, a César le agrada enriquecer a otros. La acusación principal que ahora lanzan contra él sus enemigos es que permite a sus íntimos acumular fortunas desaforadas, y la mayoría de sus íntimos son unos bergantes. Mas ¿no es esto señal de que los desprecia, puesto que identifica la posesión y acumulación de dinero con la flaqueza, qué digo, con el miedo

Asinio Polión a comer. Habló de Catulo y de los amargos epigramas del poeta contra el dictador. «La cosa más extraña del mundo. En la conversación, el poeta defiende a César contra el constante desprecio de sus compañeros de club, mientras que en su obra da rienda suelta a su ilimitada virulencia». Hay que reparar en esto: Catulo, licenciosísimo en sus versos, es extraordinariamente correcto en su vida y en sus juicios sobre las vidas ajenas; al parecer, considera sus relaciones con Clodia Púlquer —relaciones que nunca menciona en la conversación— como un amor puro y exaltado que nadie puede confundir con los amores efímeros en que sus amigos están constantemente enredados. Sus epigramas contra el dictador, aunque superficialmente políticos, los formula siempre en términos obscenos. Su odio a César parece surtir de dos fuentes: su desaprobación de la notoria inmoralidad del dictador y su desaprobación del tipo de hombre de quienes el dictador se rodea y a quienes permite enriquecerse a costa del erario público. También es posible que tema tener en el dictador un rival en el afecto de Clodia Púlquer o que sienta celos, por decirlo de algún modo, retrospectivos.

XIII. CATULO A CLODIA.

14 de septiembre

Catulo escribió en los días 11 y 13 dos borradores para esta carta. No se los envió a Clodia, pero César los leyó entre otros papeles que fueron encontrados en el cuarto de Catulo y copiados para el dictador por su policía secreta. Estos borradores pueden encontrarse en el libro segundo como documento XXVIII.

No quiero que se me escatime conocimiento alguno de que este mundo es un lugar de noche y de horror.

La puerta que me cerraste en Capua vino a decírmelo.

Tú y tu César vinisteis al mundo para enseñarnos esto: tú, que el amor y la belleza de la forma son un engaño; él, que en el más extremo alcance del entendimiento sólo se encuentra la codicia del yo.

Siempre he sabido que te estabas ahogando. Me lo has dicho. Tus brazos y tu rostro aún forcejean sobre la superficie del agua. No puedo ahogarme contigo. La misma puerta que me cerraste fue una última llamada, porque la crueldad es el único grito que aún puedes lanzar.

No puedo ahogarme contigo, porque me queda una cosa que hacer. Aún puedo insultar a ese universo que nos insulta. Puedo insultarle haciendo algo bello. Y lo haré; y entonces, pondré fin a la larga crucifixión de la mente.

Claudilla, Claudilla, te estás ahogando. ¡Ay, si yo fuera sordo; ay, si no estuviera aquí para saber de esa lucha, para oír esos gritos!

XIII-A. CLODIA A CATULO.

A vuelta de correo, el mismo día

[En griego.]

Jabato…, verdad, todo verdad…, ¿cómo puedo hacer otra cosa que ser cruel contigo? Sopórtalo, súfrelo, pero no me dejes.

Te lo diré todo…, es mi último recurso… Prepárate para este horror: mi tío me violó cuando yo tenía doce años… ¿En qué o en quién puedo vengar esto? ¿Esto? En un huerto, a mediodía. Bajo un sol ardiente. Ahora, ya te lo he dicho todo.

Nadie puede ayudarme. No pido ayuda. Pido camaradería en el odio. No podría soportar en ti que no odiaras lo bastante.

Ven conmigo. Ven conmigo, jabato.

Pero ¿qué hay que decir?

Ven.

XIII-B. CATULO.

Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris.

Nescio, sed fieri sentio et excrucior.

(Amo y odio. Quizá preguntes cómo es esto posible.

No lo sé. Pero así lo siento. Y es mi cruz.)

XIV. ASINIO POLIÓN, EN NÁPOLES, A CÉSAR, EN ROMA.

18 de septiembre

Asinio Polión, que viaja en calidad de agente confidencial de César, responde a veinte preguntas que le ha dirigido el dictador.

Mi general:

[Siguen aquí varios miles de palabras concernientes a ciertos procedimientos altamente técnicos empleados por las grandes casas bancarias situadas en las proximidades de Nápoles; una respuesta igualmente larga respecto a ciertos problemas administrativos en Mauritania; luego, información sobre las fieras que iban a enviarse en barcos desde África para tomar parte en los juegos del festival en Roma.]

Pregunta 20: Motivo de la malquerencia de Cayo Valerio Catulo hacia el dictador y relato del asunto de los amores del poeta con la señora Clodia Púlquer.

He intentado varias veces, mi general, obtener del poeta una declaración clara de su antagonismo; pero, mi general, debes saber que Valerio es de naturaleza extremadamente compleja y contradictoria. Casi siempre es juicioso, paciente y bien templado. Aunque tiene apenas unos pocos años más que la mayoría de los miembros de nuestro Club Emiliano de Juego de Damas y Natación, hace tiempo que ocupa en él la posición de consejero y pacificador. Es, como decimos, «cabeza de la mesa». Sin embargo, hay tres asuntos que no puede discutir ni oír discutir sin que le acometa una violenta rabia. Muda el color, se le altera la voz, le saltan chispas de los ojos. Con frecuencia, lo he visto temblar. Estos asuntos son los malos poetas, el comportamiento liviano de las mujeres, y tú, mi general, y varios de los que están relacionados contigo. Ya he tenido ocasión de decirte mi general, que la mayoría de los miembros de nuestro club alardean de republicanismo. Y esto se hace aún más patente en los otros dos clubes que están exclusivamente formados por los patricios jóvenes, el Club de Remo Tiburtino y el Velas Rojas. No sucede así con el Cuarenta Pasos, que sigue estando excesivamente orgulloso de haber sido fundado por mi general. Las opiniones republicanas sostenidas por los primeros clubes no superan, sin embargo, el nivel de las conversaciones de sobremesa. Los jóvenes están muy mal informados sobre los asuntos de Estado, y no tienen suficiente interés para escuchar una explicación extensa acerca de ellos. Tampoco Valerio. Sus objeciones cambian de posición en posición; en un momento protesta contra el carácter privado de ciertos funcionarios, al momento siguiente invoca ciertos principios de teoría política; al siguiente, hace responsable a mi general de las actividades de unos rateros en los suburbios.

No puedo menos de pensar que su susceptibilidad irracional es un reflejo de la infeliz situación en que se encuentra respecto a Clodia Púlquer. Es en extremo desafortunado que entre todas las mujeres de Roma haya ido a enamorarse de ella. Cuando vino por primera vez a la ciudad hace ocho años ya era ella el hazmerreír del club, a pesar de que por aquel entonces su marido vivía aún. Y era el hazmerreír no precisamente por el número de sus amantes, sino por el curso invariable que seguía cualquier relación amorosa con ella. Ejerce su fascinación sobre un hombre con el fin de conocer sus flaquezas, a fin de llegar a torturarlo lo más intensa y certeramente posible. Por desdicha para ella, esto no lo hace muy bien. Tiene tanta prisa por alcanzar la fase en que se propone humillar al amante que la fascinación se esfuma con rapidez. Algunos miembros del club que se habían prometido encandilarse por lo menos durante seis meses, han vuelto al club a la mitad de la primera noche, y sin el manto.

El que Valerio pudiera amar a esta mujer con tal intensidad y durante tanto tiempo ha causado la consternación de cuantos lo conocen. Mi hermano, cuya amistad con el poeta es mucho más profunda de lo que yo puedo considerar la mía, dice que cuando habla de ella parece estar hablando de alguien a quien nunca hemos conocido. Estamos generalmente de acuerdo en que, junto con Volumnia, es la mujer más bella de la Colina, la más ingeniosa y la más inteligente, y que las diversiones, fiestas campestres y comidas que organiza no tienen parangón en Roma; pero Valerio habla a mi hermano de su cordura, de su bondad para con los desdichados, de la delicadeza de su simpatía, de la grandeza de su alma. La conozco desde hace muchos años, y me gusta su compañía; pero no puedo menos de darme cuenta de que odia hasta el aire que respira. Lo odia todo y a todos los que la rodean. La opinión general afirma que hay una excepción: su hermano Publio. Cornelio Nepote me expuso su teoría de que su campaña de venganza contra los hombres es una posible consecuencia de las incestuosas relaciones que acaso ha sostenido con su hermano. Pudiera ser, aunque yo no lo creo. Su actitud para con él es la de una madre exasperada y relativamente indiferente. La pasión o la reacción contra la pasión la hubieran exasperado aún más y la hubieran hecho más posesiva.

Mi admiración —de hecho, mi cariño— hacia el poeta es muy grande. Pocas cosas pudieran hacerme más feliz que verlo recobrado del desvarío que lo está torturando y verlo desechar los prejuicios pueriles e incoherentes que alberga contra ti, mi general.

La señora Clodia Púlquer me ha invitado a una comida a la cual, me dice, ha invitado tanto a ti, mi general, como al poeta. En un principio, la perspectiva me pareció poco halagüeña; pero, pensándolo mejor, parece ofrecer una ocasión peculiarmente propicia para despejar ciertos equívocos. Podría comprender muy bien, sin embargo, que no deseases asistir a la comida, mi general; en ese caso, espero me sea permitido, más tarde, organizar un encuentro con el poeta.

XIV-A. CORNELIO NEPOTE: LIBRO DE ANOTACIONES.

Encontré a Asinio Polión en las Termas. Sentados tomando el baño de vapor volvimos a hablar de los motivos del odio de Catulo a nuestro amo.

«No hay duda al respecto —dijo—. Todo tiene que ver con Clodia Púlquer. Ahora bien, que yo sepa, César nunca ha mostrado interés ninguno por ella. ¿Tú sabes algo?»

Respondí que no sabía nada, pero que no era muy probable que hubiera algo que saber.

«Pienso que no ha habido nada —continuó—. Era una chiquilla en los tiempos en que él andaba mariposeando por los salones. Seguro que no hubo nada entre ellos; pero por alguna razón Catulo, de eso sí estoy seguro, los asocia. Los epigramas contra el dictador son violentos, salvajes, pero están muy poco afilados. ¿Has observado que todos, sin excepción, están escritos en términos obscenos? Acusar a César de inmoralidad y de enriquecer a unos cuantos funcionarios, créeme, es como arrojar arena contra un vendaval. Hay algo pueril en todos ellos; lo único que no es pueril es que son inolvidables». Aquí, acercó la boca a mi oído: «Bien sabes mi admiración por nuestro amo. A pesar de ello, te digo que un hombre incapaz de formular una acusación más punzante, más picante contra él, es que aún no ha aprendido a reflexionar… No, no, creo que no cabe duda: Catulo se figura que tiene algún fundamento para sentir unos celos sexuales. —Movió las manos en el aire, y añadió—: Catulo es al mismo tiempo un hombre y un niño. Hay que verlo para creerlo. ¿Oíste lo que dijo Cicerón cuando leyó por primera vez los poemas de amor? ¿No? Pues dijo: “Este Catulo es el único hombre en Roma que se toma la pasión en serio; probablemente será el último”».

XV. CATULO A CLODIA.

20 de septiembre

Mi alma, alma de mi alma, vida de mi vida, he estado durmiendo el día entero.

¡Oh!, ser capaz de dormir hasta [el viernes]. Es un tormento estar despierto y no a tu lado; es morir de hambre estar dormido y no junto a ti. Al oscurecer salí con Attio…, otro tormento, estar pensando sólo en ti y no hablar de ti. Es medianoche. He escrito y he vuelto a escribir y he roto lo que he escrito. ¡Oh, cuán dulce, cuán salvaje es el amor!, ¿qué lengua podrá decirlo? ¿Por qué debo intentarlo? ¿Por qué he nacido para que los demonios me acucien para que hable de él?

Olvida, ¡ay!, olvida las cosas hirientes que nos hemos dicho. La pasión, que es nuestro gozo, es también nuestra furiosa enemiga. El que no podamos ser eternamente uno y totalmente uno es la venganza de los dioses. La rabia del alma es que hay un cuerpo y la rabia del cuerpo es que hay un alma. Pero ¡oh!, triunfemos donde tan pocos han triunfado. Quemémonos ambos en uno; y, ¡oh Claudillina!, borremos cuanto esté en poder del pasado; acabemos con ello. Créeme, ya no existe. Sé orgullosa; niégate a recordarlo; en nuestro poder está el ignorarlo. Resuelve todas las mañanas ser la nueva Claudilla de cada mañana.

Te beso para esconder de ti mis ojos. Te abrazo. Te beso. Te beso. Te beso.

XVI. POMPEYA A CLODIA.

21 de septiembre

Aquí hay una carta suya para ti. Es una carta perfectamente horrible y me avergüenzo de enviártela.

¡En fin! Así que, ya ves, puedo ir. Pero no me lo agradezcas a mí. ¿Por qué no le dijiste desde un principio que estaría ese poeta? A veces pienso que mi marido no piensa más que en la poesía. Casi todas las noches me lee versos en voz alta, en la cama. Anoche le tocó el turno a Lucrecio. Todo eran átomos y átomos y átomos. No lee los versos; se los sabe de memoria. ¡Ay, querida, es un hombre tan extraño! Esta semana, sencillamente, le adoro, pero es tan extraño. Clodiola, acabo de oír el apodo que le ha puesto Cicerón. ¿No te parece que es sencillamente desafiar a la muerte? En mi vida me he reído tanto. [Es difícil saber cuál de los apodos que Cicerón ideó para César convulsionó hasta tal punto a la mujer del dictador. Puede haber sido simplemente Dómine, o quizás alguno de los complicados compuestos de epítetos griegos: Autofidias, o el hombre que vivía como si estuviera dando forma a su propio monumento funerario; Estrangulador Benévolo, que refleja la perplejidad de sus contemporáneos ante la generosa concesión del perdón de Cesar a sus enemigos, y su incapacidad profundamente perturbadora de mostrar el menor rencor contra ellos; o «Aquí-no-hay-nadie-más-que-humo», frase de Aristófanes en Las Avispas, donde un hombre aprisionado en su casa por su hijo da esta respuesta cuando le descubren tratando de escapar por la chimenea.]

Me he probado el vestido. Es maravilloso. Voy a llevar la tiara etrusca y haré que cosan abalorios de oro en la falda, muy espesos abajo y desvaneciéndose gradualmente hasta que desaparezcan en la cintura. No sé si las leyes suntuarias lo permiten, pero no pienso preguntarlo.

¿Me viste hacerte la seña durante la danza el día de la Fundación? Cuando me tiro del lóbulo de la oreja derecha, es un mensaje para ti. Por supuesto, no me atrevo a volver la cabeza ni a la derecha ni a la izquierda. Hasta cuando está a dos millas de distancia, marchando una y otra vez arriba y abajo y gritando jerigonzas, sé que no me quita los ojos de encima.

Estoy estudiando mi papel en el ya sabes qué [los Misterios de la Buena Diosa]. Amorcito, no tengo memoria. ¡Todo ese lenguaje anticuado! Él me ayuda a aprenderlo. La señora presidenta dice que en cuanto supremo pontífice tiene derecho a conocer «alguna de sus partes». Las partes tremendas, por supuesto que no. ¿Piensas que alguna mujer se habrá atrevido a hablar de ellas a su marido? Supongo que no.

Oigo que tía Julia asistirá también a tu comida. Se quedará con nosotros. Esta vez, haré que me hable de los días de aquellas primeras guerras civiles cuando tuvieron que comer serpientes y renacuajos, y cuando ella y mi abuela mataron a no sé cuántos hombres. ¡Debe de sentirse una cosa muy rara al matar a un hombre!

Achuchones.

XVI-A. [Adjunta.] UNA CARTA DE CESAR A CLODIA.

El dictador envía sus respetos a la muy noble señora. El dictador ha diferido el compromiso que impedía su presencia y acepta la invitación del muy noble Publio Claudio Púlquer y de la muy noble señora. También pide permiso para invitar al comisario español y a la Diputación de Doce a su casa después de la comida.

El dictador cree haber entendido que el mimo griego Eros actuará ante los invitados de la muy noble señora. La representación de ese mimo es altamente artística. Sin embargo, me informan de que va acompañada de un considerable grado de obscenidad, particularmente en la composición llamada Afrodita y Hefesto. Es incorrecto que los generales y administradores de España y de los distritos más remotos de la República se lleven de vuelta a sus puestos la impresión de que las diversiones de la capital son de tal carácter. El dictador ruega a la muy noble señora que llame la atención del artista sobre esta observación del dictador.

El dictador da las gracias a la muy noble señora y le ruega que durante la primera parte de la velada deje a un lado el protocolo que se acostumbra a observar en su presencia.

XVII. CICERÓN, DESDE SU VILLA EN TUSCULUM, A ATTICO, EN GRECIA.

26 de septiembre

Sólo las musas, Pomponio mío, pueden consolarnos de la pérdida de cuanto hemos valorado. Nos hemos convertido en esclavos, pero hasta un esclavo puede cantar. He invertido el procedimiento de Odiseo: a fin de salvarse y salvar a sus camaradas de la destrucción se taponó los oídos para no oír a las sirenas; yo, en cambio, los abro a las musas para ahogar el estertor de la República y los apagados gemidos de la libertad.

No estoy de acuerdo contigo: acuso a un solo hombre de la estrangulación general.

El paciente al borde de la muerte llamó a su médico, el cual le devolvió todas sus facultades menos la voluntad y rápidamente le ató a él para que fuese su esclavo personal. Durante algún tiempo abrigué la esperanza de que el médico se regocijaría de la curación de su paciente y le devolvería el pleno ejercicio de su independencia. Esa esperanza ha menguado.

Así pues, cultivemos las musas; es una libertad que nadie puede arrebatarnos.

El médico mismo se toma interés por las melodías que surgen de este calabozo universal. Me envió una hoja con versos de ese Catulo de quien me hablas. Hace algún tiempo que conozco al joven en cuestión, e incluso se ha dirigido a mí en uno de sus poemas. Conozco ese poema desde hace un año, pero juro por los dioses que no estoy seguro de si me lo ha dedicado por admiración o por burla. Le estoy bastante agradecido porque no me llama alcahuete ni rapabolsas, calificativos juguetones a los que escapan pocos de sus amigos.

No comparto el entusiasmo sin límites de César. Muchos de esos poemas me inspiran no tanto una admiración como una debilidad. Los que están basados en modelos griegos podemos decir que son las traducciones más brillantes que hayamos visto hasta ahora. Cuando se alejan de los prototipos griegos, nos encontramos frente a algo muy extraño.

Esos poemas están en latín, pero no son romanos. Catulo viene de más allá de la frontera y nos prepara para esa adulteración de nuestra lengua y nuestras formas de pensamiento que inevitablemente nos han de abrumar. Los poemas de Clodia, y en particular los que conmemoran la muerte de su gorrión, no carecen de gracia, pero tienen su lado cómico. Me dicen que ya están garabateadas por las paredes de las Termas y que no hay vendedor sirio de salchichas que no se los haya aprendido de memoria. ¡El gorrión! Nos dicen que a menudo se posaba en el seno de Clodia, vía muy frecuentada…, a la que sólo ocasionalmente pueden acceder los pájaros. Bueno, vengan trenos anacreónticos sobre el tal pájaro y apasionadas exhortaciones a besos sin cuento…, pero ¿qué encuentro? Una transición rápida o, mejor dicho, una ausencia de transición, y estamos hablando de la muerte; y, ¡por Hércules!, los lugares comunes de la filosofía estoica están lindamente mezclados.

Soles occidere et redire possunt;

Nobis cum semel occidit brevis lux

Nox est perpetua una dormienda.

[Se ofrece una traducción en II-B.]

Esto es música alta y melancólica. Voy a hacer que la tallen en el muro de la pérgola que da a poniente… Pero ¿y el gorrión y los besos? Una desproporción indefendible une los principios y los finales de esos poemas. Eso no es ni griego ni romano. En la mente del poeta hay una corriente secreta de pensamiento, hay una asociación de ideas bajo la superficie de los versos que influye en el entendimiento del poeta. Es la muerte de Clodia, es la suya propia, lo que simboliza la del gorrión.

Si vamos a estar condenados a una poesía basada en soterradas corrientes de pensamiento, querido Pomponio, pronto estaremos a merced de una ininteligible parada entre nosotros mismos como modalidad de sensibilidad superior. Verdad es que nuestras mentes son un mercado donde el esclavo se roza con el sabio, o un jardín descuidado donde la mala hierba crece junto a las rosas. Un pensamiento trivial puede saltar en cualquier momento y asociarse con uno sublime, que a su vez puede ser ilustrado o interrumpido por el detalle más vulgar de la vida diaria. Eso es incoherencia; ése es el bárbaro que llevamos dentro, para liberarnos del cual han trabajado Homero y los grandes escritores durante seiscientos años.

Voy a encontrarme con ese poeta en una comida que organiza Clodia dentro de unos días. César estará allí. Me propongo dirigir la conversación de modo que vean clara esta verdad. Mantener las categorías es la salud no sólo de la literatura, sino del Estado.

XVIII. INFORME DE LA POLICÍA SECRETA DEL DICTADOR: REFERENTE A CAYO VALERIO CATULO.

22 de septiembre

Estos informes se entregaban a diario. Incluíanse en ellos cartas interceptadas, conversaciones suscitadas o escuchadas ocultamente, o relaciones de personas o actividades de personas cuyos nombres, muy a menudo, había confiado el dictador a la policía.

Sujeto 642: Cayo Valerio Catulo, hijo de Cayo, nieto de Tito; caballero de la región de Verona. Edad: 29. Reside en el Club Emiliano de Juego de Damas y Natación. Frecuenta: a Ficcino Mela; a los hermanos Polión; a Cornelio Nepote; a Lucio Calco; a Mamilio Torcuato; a Horbacio Cinna; a la señora Clodia Púlquer.

Los papeles que había en la habitación de este sujeto han sido examinados. Incluyen cartas familiares y personales y, en mucha cantidad, material de poesía.

El sujeto no muestra intereses políticos, y se supone que habrán de suspenderse las investigaciones acerca de él.

[Nota del dictador: «Las informaciones sobre el sujeto 642 deben continuar. Deberá entregarse lo antes posible copia de todos los documentos encontrados en el alojamiento del sujeto». Los siguientes papeles fueron, pues, presentados al dictador.]

XVIII-B. CLODIA A CATULO.

La primavera anterior

Tu padre ha asumido nuevas obligaciones en la ciudad. Está ocupado de la mañana a la noche. Las cosechas no han sido lo que se esperaba, a causa de las muchas tormentas. Ipsitha tuvo un catarro terrible, pero ya está mejor. Tus perros están bien. Víctor está ya bastante viejo. Se pasa el día durmiendo junto a la lumbre; ahora está a mis pies.

Sabemos por el agente de Cecinnio que no has estado bien. En tus cartas no nos hablas de esas cosas. Tu padre está angustiado. Sabes qué buen médico tenemos aquí y con cuánto esmero te atendería. Te rogamos que vengas.

Todo Verona se sabe de memoria tus poemas. ¿Por qué a nosotros no nos los envías nunca? La mujer de Cecinnio nos ha traído unos veinte. Es extraño que hayamos tenido que recibir de mano ajena el que escribiste sobre la muerte de tu amado hermano. Tu padre lo lleva siempre consigo a dondequiera que va. Es difícil hablar de él. Es muy hermoso.

Pido diariamente a los dioses inmortales que te protejan. Yo estoy bien. Escríbenos cuando puedas. 12 de agosto.

XVIII-B. CLODIA A CATULO.

La primavera anterior

Es demasiado agotador tener que habérselas con un chiquillo histérico.

No intentes volver a verme de nuevo.

A mí no se me habla de ese modo. No he roto promesas, porque no hice ninguna.

Viviré como me plazca.

XVIII-C. ALLIO A CATULO.

He aquí la llave. Nadie te molestará. Mi tío utiliza en algunas ocasión las habitaciones, pero se ha ido a Rávena. «¡Ay, Amor, gobernante de los dioses y de los hombres!»

XIX. CARTA ANÓNIMA [ESCRITA POR CLODIO PÚLQUER, PERO SIMULANDO SER UNA MUJER] A LA ESPOSA DE CÉSAR.

Se me ha informado, grande y noble señora, de que habéis aceptado una invitación para comer en casa de Clodio Púlquer mañana por la noche. No robaría el tiempo a quien ocupa con tal distinción puesto tan elevado si no dispusiera de informaciones que comunicarte imposibles de obtener en ninguna otra parte.

Es ésta una carta de advertencia que, creo, sabréis agradecer. Muy a mi pesar, sé que Clodio Púlquer consagra a vuestra persona un sentimiento que excede con mucho los límites de la admiración. Él, que hasta ahora no ha sabido nunca lo que es amar, que, ¡ay!, ha causado más sufrimiento que gozo a nuestro sexo, al fin ha sido humillado por ese dios que a nadie perdona. Es probable que nunca llegue a declararos su pasión; el respeto que le merece vuestro inmortal marido debe impedir que esto suceda, y lo impedirá; mas es posible que sus sentimientos rompan incluso las barreras del deber y el honor.

No intentéis averiguar quién soy. No puedo ocultar que uno de los motivos que me impulsan a escribir esta carta son los celos…, celos de que ejerzáis indisputable dominio sobre el corazón por el que en otro tiempo me creí amada. Poco después de haber escrito esta carta pondré fin a una existencia que ha perdido su razón de ser. Que estas postreras palabras os adviertan de que ni siquiera vuestra noble naturaleza sería capaz de reformar a alguien que ha disipado sus doradas promesas en insensato desorden; ni siquiera vos podéis rescatarlo de la influencia de esa mujer malvada, su hermana; ni siquiera vos podéis vengar los agravios que ha hecho a nuestro sexo. Cree que podéis volverle a la virtud y a la utilidad pública. Se engaña; ni siquiera vos, gran señora, podéis hacerlo.

XX. ABRA, DONCELLA DE LA ESPOSA DE CÉSAR, A CLODIA.

30 de septiembre

Los invitados saldrán de esta casa para vuestra comida a las tres. Mi señora y la señora anciana, en literas; él, a pie.

Él está de buen humor. Ella, llorando. Él me obligó a quitar del vestido los abalorios de oro. Leyes suntuarias.

He escuchado una conversación importante. Que mi señora me perdone. La señora anciana tuvo una larga charla con ella. Dijo que se os prohibirá [debajo, medio borrado: «excluirá»] de las ceremonias… Mi señora, muy enojada, gritó que él lo impediría. La señora anciana dijo que quizá sí o quizá no. Mi señora llora; quiere que la señora anciana lo evite. Mi señora va a hablar con él en persona; le ruega que no se haga tal cosa. Él está tranquilo y de buen humor, dice que no sabe nada de eso, y que es innecesario alarmarse.

Tengo que ir a peinar a mi señora. Me llevará una hora.

Mi señora me hace preguntas sobre vuestro hermano.

Mi respetuosa obediencia a vuestra señoría.

XX-A. LA MUJER DE CÉSAR, A CLODIA.

Una cosa terrible ha sucedido en el camino: cuando íbamos a vuestra comida, tres hombres saltaron el muro e intentaron matar a mi marido. No sé cuán malherido está. Todos nos hemos vuelto a casa. No sé qué vamos a hacer. ¡Desolada por perderme tu comida! ¡Abrazos!

XX-B. JEFE DE LA POLICÍA OFICIAL AL JEFE DE LA POLICÍA SECRETA.

Hemos detenido a doscientas veinticuatro personas que se encontraban cerca del lugar del ataque. Hemos iniciado los interrogatorios. Seis hombres, altamente sospechosos. Hemos empezado la tortura. Uno se quitó la vida antes de que empezásemos a interrogarle.

Se ha congregado una multitud delante de la casa de Publio Clodio Púlquer. Ha corrido el rumor de que el dictador se dirigía allí en calidad de invitado a una comida, y la tentativa de asesinato se atribuye a agentes de Clodio. La multitud ha empezado a tirar piedras contra la casa y hablan de prenderle fuego.

Unos cuantos sirvientes de la casa han intentado salir de ella por una puerta que da a la calleja Trivulciana, y han sido apaleados por la multitud.

[Más tarde.]

Multitudes delante de la casa, cada vez más amenazadoras.

Marco Tulio Cicerón estaba dentro de la casa, portando las insignias de primer cónsul. Lo escoltamos hasta su casa con un destacamento militar. La multitud le escupió, y le arrojaron unas cuantas piedras.

En el interior de la casa permanecen Clodia Púlquer, un joven que dijo llamarse Cayo Valerio Catulo y una sirvienta.

Asinio Polión era también uno de los invitados, pero se marchó inmediatamente en cuanto llegó la noticia del atentado y fue a casa del dictador. Como iba de uniforme, la multitud le dejó pasar y le aplaudió.

Publio Clodio Púlquer se escapó antes de que pudiéramos detenerlo.

[Más tarde.]

El dictador llegó súbitamente a la puerta de la casa, acompañado por Asinio Polión y seis guardias.

Fue objeto de una clamorosa ovación. Se dirigió a la multitud; les ordenó que regresaran todos a sus casas y diesen gracias a los dioses por haberle salvado. Les aseguró que no había motivo para sospechar que los habitantes de la casa hubieran tomado parte en el atentado contra su vida.

Cuando oyó hablar de ello, mandó que ninguno de los sospechosos fuese torturado hasta que él los hubiera visto y hubiera hablado con ellos.

Me ordenó que utilizara todos los medios a mi alcance para echar la zarpa a Clodio Púlquer, pero que lo tratara con respeto.

XXI. ASINIO POLIÓN A VIRGILIO Y A HORACIO.

Esta carta fue escrita unos quince años después de la precedente.

La gota y una mala conciencia, amigos míos, son enemigas del sueño; ambas me tuvieron despierto toda la pasada noche.

Hará unos diez días, en la mesa de nuestro amo [es decir, la del emperador César Augusto] se me requirió bruscamente para que refiriese los curiosos acontecimientos relacionados con la accidentada comida que Clodia Púlquer ofreciera al poeta Catulo, a Cicerón y al divino César durante el último año de la vida de éste. Afortunadamente para mí, vinieron a llamar al emperador cuando apenas había iniciado mi narración. A pesar de lo poco que había relatado, os habríais dado cuenta de que había trastabillado. Nuestro emperador es hombre tolerante, pero es dueño del mundo, un dios y sobrino de un dios. Como acostumbraba a decir su divino tío: los dictadores necesitan saber la verdad, pero nunca deben permitir que se les diga. De improviso, estaba apresuradamente adornando mi cuento para adaptarlo a los oídos de un emperador. Pero vosotros dos debéis saber la verdad, y esta noche espero, dictando el cuento, olvidar y apaciguar mis dos molestias.

Llevábamos algún tiempo esperando la llegada del dictador y de sus acompañantes. Fuera de la casa, Clodia había llenado las calles con sacerdotes y músicos, y se había reunido una gran multitud para verlo pasar. Fuimos los últimos en enterarnos de que alguien había atentado contra su vida. Desde el principio (y hasta la fecha) el pueblo de Roma ha creído que fueron los matones alquilados por Clodio Púlquer los que intentaron asesinar a su invitado.

Mientras aguardábamos, vimos que empezaban a caer piedras en el patio y que por encima de los muros tiraban haces de paja ardiendo que caían a nuestros pies. Por fin, unos cuantos servidores aterrados nos dieron la noticia. Clodia me permitió que acudiera a casa de César. Como iba de uniforme, pasé entre la multitud sin dificultad. Más tarde me enteré de que Cicerón se había dirigido a la multitud desde la puerta de la casa, recordándoles sus servicios a la República y pidiéndoles que se fuesen a sus casas; la multitud no se había dejado impresionar y se había mostrado hasta insolente, y que él había vuelto corriendo a la suya escapando con vida a duras penas; y varios criados que intentaron marcharse por la puerta del jardín fueron muertos a palos.

En mi camino hasta el Palatino, seguí el rastro de la sangre de César. Le encontré sentado en el atrio de su casa; estaban curándole las heridas. Los sirvientes estaban pálidos; su mujer, enloquecida; sólo él y su tía estaban tranquilos. Las dagas de los asesinos le habían hecho dos cortes profundos en el costado derecho que le llegaban desde el cuello a la cintura. El médico estaba lavando las heridas y cubriéndolas con musgo marino. César, sentado, bromeaba con impaciencia. Al acercarme a él, vi en sus ojos una expresión que únicamente había visto en ellos en los momentos de mayor peligro en las guerras: una mirada de expectante felicidad. Me llamó y me preguntó en voz queda cómo andaban las cosas en casa de Clodia. Se lo expliqué.

«Buen médico —dijo—, date prisa, date prisa».

De cuando en cuando, miembros de su policía secreta entraban para presentarle informes acerca de la búsqueda de sus agresores.

Por fin, el cirujano se apartó y dijo: «Señor, ahora la curación está en manos de la naturaleza. Os exige inmovilidad y sueño. ¿Tendrá el dictador la gentileza de beberse este calmante?».

César se puso en pie y dio varias vueltas por el atrio, atento a su estado, mirándome y sonriendo. «Buen médico —dijo al fin— te obedeceré dentro de dos horas; antes tengo que hacer un recado».

«¡Señor, señor!», gritó el médico.

Su mujer se arrojó a sus rodillas, chillando como Cytheris en una tragedia. Él la ayudó a incorporarse y la besó, y señaló hacia la puerta mirándome con gesto decidido. Allí reunió a unos cuantos guardias, mandó que su litera le siguiese y nos apresuramos a cruzar el Palatino. En un punto, se vio obligado a detenerse por dolor o por falta de fuerzas. Se apoyó en silencio contra la pared; con un ademán, me indicó que callase. Respiró unos instantes profundamente; luego, continuamos el camino. Cuando nos acercamos a casa de Clodia, vimos que a la policía le estaba costando trabajo dispersar a la multitud. Toda Roma estaba subiendo a la colina. Cuando el pueblo reconoció al dictador se elevó un clamor ensordecedor, y los congregados le abrieron paso. Caminaba poco a poco, sonriendo a derecha e izquierda y tocando los hombros de los que iban a su lado. Delante de la puerta de Clodia, se volvió, levantó la mano y esperó a que se hiciese el silencio.

«Romanos —dijo—, bendigan los dioses a Roma y a cuantos la aman. Protejan los dioses a Roma y a cuantos la aman. Vuestros enemigos han intentado quitarme la vida».

Abrió sus ropas y mostró las vendas del costado. Hubo un silencio lleno de horror, seguido por un griterío de pena y rabia. Continuó hablando tranquilamente:

«Pero aún estoy entre vosotros, capaz y listo para procurar vuestro bienestar. Los atacantes han sido detenidos. Cuando hayamos investigado el asunto a fondo, se os facilitará un informe de todo lo que ha sucedido. Volved a vuestros hogares; rodearos de vuestras mujeres y de vuestros hijos, dad gracias a los dioses y, luego, dormid bien. A cada padre de familia se le dará una medida de trigo para que él y los suyos puedan regocijarse conmigo y con los míos de este resultado feliz. Marchad tranquilos a vuestra casa, amigos, sin deteneros; porque el regocijo de un niño es ruidoso, pero el de un hombre es silencioso y contenido».

Se quedó un momento mientras muchos se acercaron a apoyar la frente sobre sus manos.

Entramos en la casa. Clodia, de pie en el atrio, se disponía a recibirle en el lugar en que hubiera debido hallarse su hermano. Catulo estaba a unos cuantos pasos detrás de ella, erguido y malhumorado. César los saludó ceremoniosamente, y les rogó que disculpasen la ausencia de su mujer y de su tía. En voz baja, Clodia pidió disculpas a su vez por la ausencia de su hermano.

«Recorreremos los altares», dijo César. Y lo hizo con esa mezcla de serenidad y gravedad que ponía en el cumplimiento de todo rito. Después de una mirada sonriente a Catulo, añadió la colecta para el Sol Poniente, como acostumbra a hacerse en los hogares al norte del Po. Luego, de repente, se comportó con extrema frivolidad. Había encontrado a una sirvienta acurrucada detrás de un altar. La tomó juguetonamente de una oreja y la llevó a la cocina. «A buen seguro —dijo— no se habrá echado a perder toda la comida. Puedes prepararnos un plato y, mientras acabas de hacerlo, empezaremos a beber. Asinio, tú llenarás nuestras copas. Ya veo, Clodia, que has preparado un banquete a la griega. Charlaremos mientras comemos, pues la concurrencia es muy selecta y no han de faltarnos asuntos que discutir». Al llegar a este punto se puso en la cabeza la guirnalda, diciendo: «Yo seré [en griego] Rey del Banquete. Elegiré el tema, recompensaré a los discretos e impondré multas a los estúpidos».

Intenté acomodarme a su buen humor, pero Clodia no podía articular palabra, y durante algún tiempo permaneció pálida y temblorosa. Catulo estuvo reclinado y con la mirada gacha hasta que hubo bebido varias copas de vino. César seguía hablando animadamente a Clodia acerca de las leyes suntuarias, y a Catulo acerca de sus planes para contener las inundaciones del Po. Finalmente, cuando se retiraron las mesas, César se levantó, hizo la libación, y anunció el tema de nuestro debate: ¿es la gran poesía obra tan sólo de la mente de los hombres, o acaso, como muchos pretenden, el dictado de los dioses? «Antes de empezar —sugirió—, que cada uno de nosotros recite algunos versos que acierte a recordar sobre el tema en cuestión». Se inclinó hacia mí. Yo recité el «¡Oh, amor, que gobiernas a los dioses y a los hombres!» [de la comedia de Eurípides, ahora perdida: La Andrómeda]; Clodia hizo lo propio con la «Invocación a la estrella matutina», de Safo [también perdida]. Catulo recitó con ritmo pausado el principio del poema de Lucrecio. Hubo un silencio prolongado mientras esperábamos que César tomase la voz y comprendí que estaba luchando con las lágrimas que tantas veces le sobrecogían. Después de beber un buen sorbo de su copa, recitó, con afectada negligencia, algunos versos de Anacreonte.

Me tocó en suerte el primer discurso. Como bien sabéis, me siento más cómodo en la casa de cambio y en los consejos de guerra que en estas academias. Me alegré de recordar las lecciones de mi pedagogo y repetí los lugares comunes de las escuelas, que la poesía, como el amor, verdaderamente emana de los dioses, y que ambos van acompañados de un estado de posesión que se consideraba umversalmente más que humano; que el perdurar de los grandes versos era en sí mismo señal de un origen sobrehumano, porque todas las obras que hace un hombre se destruyen por el abrumador paso del tiempo, mientras que los versos de Homero sobreviven a los monumentos que describen y son tan eternos como los dioses que los inspiran. Dije muchas necedades, pero ninguna que no se haya dicho ya millares de veces.

Cuando hube terminado, Clodia se levantó, se arregló los pliegues del vestido y saludó al Rey. Mi opinión acerca de Clodia nunca había sido más dura que la de la mayoría de nuestros conciudadanos. La conocía desde hacía muchos años, aunque nunca había estado entre aquellos de quienes ha dicho Cicerón: «Sólo sus amigos más queridos están capacitados para detestarla verdaderamente». Jamás, sin embargo, tuve ocasión de admirarla tanto como en aquella noche. Su casa estaba en desorden; tenía buenos motivos para creer que su hermano había muerto y que sobre ella misma pesaba la sospecha de haber planeado o, al menos, haber sabido de antemano del atentado contra la vida del dictador. En aquel momento, el comportamiento de César debía antojársele inexplicable. Estaba pálida, pero serena; su famosa belleza parecía haberse realzado con los peligros que acababa de correr, y el discurso que pronunció fue tan ordenado y tan bien argumentado que al terminar casi me había arrastrado a compartir su opinión. Empezó diciendo que aceptaba por adelantado todas las multas que el Rey quisiera imponerle, porque sabía que las cosas que pensaba decir habían de ser desfavorablemente recibidas por sus contertulios.

«Si fuera verdad, ¡oh Rey! —comenzó—, que la poesía viene a nosotros como dictado de los dioses, verdaderamente seríamos doblemente miserables… Por un lado, porque somos seres humanos; y por el otro, porque sabríamos que los dioses desean que permanezcamos siempre niños, ignorantes y esclavos engañados, ya que es la poesía la que confiere a la vida un rostro más bello de lo que la vida podría pretender; es la más seductora de las mentiras y la más traidora de las consejeras».

Ni el sol ni la condición humana permiten que se los mire fijamente; al primero, tenemos que mirarlo a través de gemas; a la segunda, a través de la poesía. Sin poesía, los hombres marcharían a la batalla, las novias entrarían en el matrimonio, las mujeres se convertirían en madres, los hombres enterrarían a sus muertos y ellos mismos morirían; mas, ebrios de poesía, todos esos hombres y mujeres corren hacia esas ocasiones con no sé qué esperanzas ilimitadas. Los soldados adquieren gloria, las novias se llaman a sí mismas Penélopes, las madres conciben héroes para el Estado, y los muertos se hunden en los brazos de la madre Tierra que los dio a luz y viven para siempre en la memoria de quienes tras ellos quedan. A través de la poesía, a todos los hombres se les ha dicho que nos encaminamos a una Edad de Oro, y sobrellevan los males que conocen con la esperanza de que ha de llegar un mundo más feliz que regocije a sus descendientes. Mas es muy cierto que no habrá Edad de Oro, y que no puede crearse ningún gobierno capaz de proporcionar a cada hombre aquello que le haga feliz, porque la discordia está en el corazón del mundo y presente en cada una de sus partes. Es ciertísimo que todo hombre odia a los que están situados por encima de él; que los hombres están tan dispuestos a abandonar la propiedad que tienen como lo está un león a dejarse arrancar el alimento que lleva entre los dientes; que todo cuanto un hombre desea realizar ha de llevarlo a cabo en esta vida, porque no hay otra; y que ese amor, del cual los poetas hacen tan bello espectáculo, no es sino el deseo de ser amado y la necesidad, en los desiertos de la vida, de ser el centro fijo de la atención de otro; y que la justicia es el freno de las codicias que están en conflicto. Pero éstas son cosas que nadie dice. Hasta el Estado se gobierna en el lenguaje de la poesía. Entre ellos, los que nos gobiernan llaman con razón a la ciudadanía «fiera peligrosa» y «monstruo de muchas cabezas»; mas, desde las tribunas electorales, bien custodiados por guardias armados, ¿en qué términos se dirigen a los turbulentos votantes? ¿No son entonces los votantes «los amigos de la República» y los «dignos descendientes de sus nobles padres»? Los empleos públicos en Roma se adquieren por sobornos en una mano y las amenazas en la otra; y en la boca, citas de Ennio.

»Muchos dirán que la gran virtud de la poesía consiste en que civiliza a los hombres y fija los patrones por los cuales han de aspirar a vivir, y que, por consiguiente, los dioses están dando con ella leyes para sus hijos. Es del todo evidente, sin embargo, que ello no es así, porque la poesía ejerce sobre los hombres la misma influencia que toda adulación: adormece los resortes de la acción; roba a los hombres el deseo de merecer tal elogio. A primera vista parece no ser más que una puerilidad, una ayuda a la flaqueza y un consuelo en la desgracia. ¡Pero no! Es un mal. Debilita la debilidad y redobla la desgracia.

»¿Quiénes son los poetas que han añadido estos nuevos descontentos a los eternos descontentos del hombre? Son unos pocos, que se renuevan generación tras generación. La observación popular hizo ya mucho tiempo atrás el retrato del poeta: son ineptos en todos los asuntos prácticos; su distracción les hace frecuentemente ridículos; son impacientes, se exasperan con facilidad, y están sujetos a toda suerte de pasiones excesivas. El desdén de Pericles hacia Sófocles en cuanto gobernador de la ciudad no es sino la otra mitad del cuento de Menandro atravesando el ágora con un pie calzado con una sandalia y el otro descalzo. Estos rasgos que todo el mundo conoce, muchos los interpretan como indicios de que los poetas están ocupados en verdades que están más allá de la apariencia, y que su contemplación de tales verdades es como la locura de una sabiduría donada por los dioses. Para mí, hay otra explicación. Creo que en la infancia todos los poetas han recibido de la vida alguna profunda herida o mortificación que para siempre les hace temerosos de todas las situaciones de la existencia humana. En su odio y en su desconfianza, se sienten arrastrados a edificar con la imaginación un mundo distinto. El mundo de los poetas es creación no de visiones más profundas, sino de anhelos más urgentes. La poesía es un lenguaje aparte dentro del lenguaje, inventado para describir una existencia que nunca ha sido y nunca será, y tan seductoras son sus imágenes que llevan a todos los hombres a tomar parte en ellas y a verse muy otros de lo que son. Considero que esto lo confirma el hecho de que hasta cuando los poetas escriben versos para proclamar su desdén por la vida, describiendo en ellos todo su evidente absurdo, lo hacen de tal modo que sus lectores se sienten elevados, porque los términos de la condena del poeta presuponen un orden más justo, por el cual somos juzgados y el cual es posible alcanzar.

»Éstos son, pues, los hombres a quienes algunos llaman portavoces de los dioses. Afirmo que si los dioses existen puedo figurármelos crueles o insensibles o incomprensibles, indiferentes o atentos a los hombres, pero no puedo imaginármelos ocupados en el pueril juego de ilusionar a los hombres sobre su estado sirviéndose de los poetas. Los poetas son seres humanos, lo mismo que nosotros, pero están enfermos y sufren. Poseen un consuelo: sus sueños febriles. Pero a vivir en un mundo despierto hemos de aprender de una vida despierta».

Cuando hubo terminado, Clodia volvió a saludar al Rey y, cediendo la guirnalda a Catulo, se sentó. César elogió largamente su discurso, y sin la ironía que Sócrates empleara en ocasiones parecidas. Su sensación de deleite parecía haber aumentado; me indicó que volviese a llenar las copas, y cuando hubimos bebido dio la palabra a Catulo. Durante la primera parte del discurso de Clodia, el poeta había continuado sentado y con los ojos bajos, mas poco a poco su aspecto había ido cambiando, y desde el momento en que se puso en pie y colocó la guirnalda sobre su cabeza todos se dieron cuenta de que estaba profundamente comprometido, fuese por ira o por interés, con el asunto de que se trataba.

[Existen muchas versiones de la llamada «Alcestiada de Catulo». La que César envió como asiento número 996 de su diario-carta a Lucio Mamilio Turrino se ha sustituido aquí por el relato más breve de Asinio Polión.]

Todo niño sabe, ¡oh Rey! que Alcestes, esposa de Admeto, rey de Tesalia, fue el patrón oro de todas las mujeres. De muchacha, sin embargo, no quería ni pensar en casarse. La corroía una duda, precisamente la misma que se ha situado hoy ante nosotros. Deseaba, antes que su vida terminase, haber encontrado algunas respuestas válidas a las preguntas más importantes que pueden hacerse. Deseaba tener la completa seguridad de que los dioses existían, y de que estaban pendientes de ella; de que los impulsos de su corazón estaban guiados por ellos y de que ellos conocían las cosas buenas y malas que pudieran acaecerle, y, de algún modo, las habían ordenado para sus propios propósitos. Miraba a su alrededor y veía poca probabilidad de aprender tales cosas si había de pasar la vida como reina, esposa y madre. Tenía el corazón colmado por una ambición: ser sacerdotisa de Apolo en Delfos. Había oído decir que allí se vivía en la presencia misma del dios; que allí se recibían sus mensajes a diario; que allí podía alcanzarse la verdad.

Se cuenta de ella que decía que mujeres y madres había muchas; que para ellas no existía nada más importante que la buena o mala voluntad de sus maridos; que el sol no salía sino para sus hijos, a los cuales estaban ligadas por ese amor furioso que las tigras sienten por sus cachorros; que veían pasar los años, enteramente ocupados por los innumerables deberes que conlleva organizar un hogar, lo mismo que ocupaban sus mentes los temores y orgullos y goces de sus posesiones; y que, finalmente, las tendían para el eterno descanso, sin saber más de por qué habían vivido y sufrido que los animales de las colinas. Sentía que había que obtener más de la vida que ser el instrumento de sus fuerzas, y que ese más podría obtenerse en Delfos. Las sacerdotisas de Apolo, por otra parte, eran llamadas por el dios, y para ella, a pesar de sus oraciones y sacrificios, no llegaba ningún llamamiento. Se le pasaban los días esperando un mensaje e intentando leer la voluntad del dios en signos y presagios.

Ahora bien, Alcestes era la más sabia y la más hermosa de las hijas del rey Pelias. Todos los héroes de Grecia pidieron su mano; pero el rey, deseando conservarla a su lado, impuso a los pretendientes una tarea casi imposible. Declaró que daría en matrimonio a Alcestes sólo al hombre que, unciendo juntos un león y un jabalí, consiguiese hacerles dar la vuelta en torno a las murallas de la ciudad. Pasaba año tras año, y uno tras otro todos los pretendientes fracasaban en el intento. Peleo, que había de ser el padre de Aquiles, fracasó, así como el sagaz Néstor. Fracasó Laertes, padre de Ulises, y fracasó Jasón, el poderoso jefe de los Argonautas. Leones y jabalíes se arrojaban furiosos unos sobre otros y a los conductores les costaba trabajo salir con vida. Y el rey se reía y se divertía, mientras la princesa interpretaba aquellos fracasos como señal de que el dios la tenía destinada a permanecer virgen y a servirle en Delfos.

Finalmente, como es bien sabido, Admeto, rey de Tesalia, bajó de sus montañas. Condujo el león y el jabalí como si fuesen mansos bueyes en torno a la ciudad y ganó la mano de la princesa Alcestes. Con amor y alegría se la llevó a su palacio y se hicieron grandes preparativos para la boda.

Alcestes no estaba aún preparada, sin embargo, para ser esposa y madre. Día tras día, con una especie de temor, sentía que iba queriendo a Admeto cada vez más; pero continuaba esperando el llamamiento de Apolo, y con un pretexto y otro iba demorando el día de la boda.

Admeto tuvo paciencia algún tiempo y soportó aquellas demoras, pero al fin no pudo contener más su ardor. Pidió a Alcestes que le diese una explicación para su renuencia, y en respuesta ella le dijo cuanto estaba pensando. Admeto era hombre piadoso y devoto, pero hacía tiempo que había dejado de mirar fuera de sí mismo para buscar consuelo o ayuda en los dioses. En una ocasión de su vida, sin embargo, había sentido lo muy cerca que estaban de sus propios intereses, y se apresuró a informar de ello a su amada.

«Alcestes —le dijo—, no sigas buscando una señal de Apolo referente a tu matrimonio porque ya te la ha dado claramente. Sólo Él te ha traído aquí, como verás por lo que voy a contarte:

»Antes de volver a Iolcos para enfrentarme a la prueba, caí enfermo, nada extraño dado que mi gran amor estaba en guerra con mi desesperación ante el temor de fracasar en el empeño de uncir el león con el jabalí. Durante tres días con sus noches, estuve a las puertas de la muerte. Me cuidaba Aglaia, que había sido mi niñera, y la de mi padre antes que yo existiese. Ella fue quien me dijo que en mi delirio durante la tercera noche se dio cuenta de que Apolo estaba presente en mi entendimiento y se ocupaba en enseñarme el modo de uncir juntos a un león y un jabalí. Aglaia está aquí ahora; no tienes sino que preguntárselo».

«Admeto —dijo Alcestes—, muchas son las historias sobre dioses en los delirios de los mancebos y los cuentos de las viejas niñeras. Precisamente relatos de esa índole son los que han aumentado la confusión en que viven todos los hombres. ¡No! Admeto, permíteme que vaya a Delfos. Aun cuando no haya sido elegida para sacerdotisa, siempre puedo ser una sirvienta. Puedo servir a las servidoras de Apolo y limpiar las gradas y los pavimentos de su casa».

Admeto no comprendía su angustia, pero estaba a punto de concederle con tristeza el permiso que pedía cuando se interrumpió su conversación. Les anunciaron que un visitante había llegado al palacio, un anciano ciego que resultó ser Tiresias, el sacerdote de Apolo en Delfos. Asombrados, Admeto y Alcestes salieron a recibirle. Cuando estuvieron cerca, clamó en voz muy alta:

«Traigo un mensaje para la casa de Admeto, rey de Tesalia. Tengo prisa por darlo y volver al lugar de donde he venido. Es voluntad de Júpiter que Apolo viva en la tierra como hombre entre los hombres por espacio de un año. Y Apolo ha elegido vivir como pastor de Admeto. He entregado mi mensaje».

Admeto dio un paso adelante, y preguntó: «¿Quieres decir, Tiresias, que Apolo va a estar aquí todos los días, todos los días…?».

«Al otro lado de las puertas —gritó Tiresias— hay cinco pastores. Uno de ellos es Apolo. No intentes conocer cuál es él. Señálale sus tareas; obra justamente, y no me hagas más preguntas, pues carezco de respuestas».

Con estas palabras y sin señal alguna de reverencia, llamó a los pastores para que entrasen en el patio, y él siguió su camino. Los cinco pastores, que lentamente entraron en el patio, eran como todos los pastores; estaban cubiertos de polvo tras el largo camino, y muy avergonzados ante la intensa mirada que los examinaba. El rey Admeto apenas podía encontrar voz con que hablarles; les dio la bienvenida y ordenó que les mostrasen su alojamiento y les diesen de comer. Durante el resto del día, reinó el silencio en Feras. Todos los habitantes sabían que a su país le había sido otorgado un gran honor, pero es difícil estar a un mismo tiempo intrigado y contento.

Hacia el fin de aquel día, cuando aparecían las primeras estrellas, Alcestes salió del palacio y fue al lugar en que los pastores estaban sentados alrededor de la lumbre. Se quedó en pie en el límite mismo de la luz de la hoguera y suplicó a Apolo que le hablase en persona, que saliese de esa oscuridad en que los dioses se deleitan, que diese respuesta a las preguntas que constituían su propia existencia. Su ruego no fue breve. Los asombrados pastores al pronto guardaron respetuoso silencio; luego empezaron a pasarse de mano en mano la bota de vino, gruñendo. Por fin el más bajo de todos, se limpió la boca con el revés de la mano y dijo:

«Princesa, si hay un dios aquí, no sé quién es. Treinta días hemos caminado a través de toda Grecia. Hemos bebido de la misma bota, hemos alargado la mano al mismo plato y hemos dormido junto a la misma lumbre. Si hubiera un dios entre nosotros, ¿no habríamos de conocerle? Sin embargo, señora, esto os digo: éstos no son pastores corrientes. Ese que está ahí dormido… no hay mal que no cure, sean mordeduras de sierpe o huesos quebrados. Cuando hace cinco días me caí en una cantera, seguro que era hombre muerto, pero ese mozo se inclinó sobre mí y dijo no sé qué abracadabra, y aquí estoy sano y bueno. Pero de sobra sé que no es un dios, princesa, porque en un pueblo había un chiquillo con el gañote atascado, princesa; se había puesto morado y se le partía a uno el corazón de verlo. Este individuo quería dormir. No quiso cruzar el camino para ir a verlo. ¿Es eso un dios? Y ese otro que está ahí a su lado… ¡Eh, tú! ¿No puedes dejar de beber mientras la princesa te está mirando?… Pues éste no pierde nunca el camino. En la noche más negra conoce el norte y el sur. Pero bien sé que no es el dios del Sol. Y el pelirrojo tampoco es un pastor corriente. Hace milagros y maravillas. Vuelve del revés el orden de la naturaleza. Es un inventor».

Con estas palabras el pastor se acercó a su compañero pelirrojo y empezó a despertarlo a puntapiés: «¡Despierta, despierta! Enseña a la princesa algunas maravillas». El durmiente se movió y gruñó. Súbitamente, en lo alto, procedentes de las distantes colinas, se oyeron voces que llamaban: «¡Alcestes, Alcestes!». Entonces el hombre dio media vuelta y volvió a quedarse dormido. De nuevo el otro lo despertó a puntapiés. «¡Haz más! ¡Haz más! ¡Haz caer agua desde las copas de los árboles! ¡Haz las bolas de fuego!» El hombre rezongó una blasfemia. Bolas de fuego empezaron a correr por el campo. Se subían a los árboles y estallaban; subían sobre las cabezas de los otros pastores; jugueteaban graciosamente como animalejos. Por fin, la cañada volvió a sumirse en la oscuridad. «Éstas son cosas que ningún otro hombre puede hacer, pero juraría, princesa, que no es un dios. Una de las razones es que ninguna de sus maravillas tiene sentido. Nos asombramos, y después de asombrarnos, nos desilusionamos. En los primeros días del viaje, le pedíamos más y más maravillas porque nos divertían; pero al final nos cansamos, y, a decir verdad, nos daba vergüenza, y a él le daba vergüenza haberlas hecho, porque sus trucos no tenían relación con nada que estuviera fuera de nosotros. ¿Se avergonzaría un dios de sus maravillas? ¿Se preguntaría qué significaban?

»Ya ves, princesa», concluyó, alargando los brazos, como si hubiera terminado la respuesta a su plegaria. Pero Alcestes no se conformaba con tan paladina despedida. Señaló al cuarto pastor.

«¿Ése? Tampoco es un pastor corriente. Es nuestro cantor. Cuando tañe la lira y canta, los leones suspenden el salto que iban a dar, y se quedan parados en el aire. Es verdad que, a veces, he dicho para mi: “¡Este hombre seguro que es un dios!”. Es capaz de llenaros hasta el borde de alegría o de pena en ocasiones en que no tenéis motivo de alegraros ni de apenaros. Puede hacer el recuerdo del amor más tierno que el amor mismo. Sus maravillas son más grandes que las de nuestro curandero, nuestro caminante en la noche o nuestro hacedor de milagros. Pero lo he vigilado… Princesa, sus maravillas nos hacen más efecto a nosotros que a él. Pronto rechaza la canción que ha cantado. A nosotros es capaz de transportarnos una vez y otra vez, y otra vez, pero no a él. Pierde la ilusión por la cosa que ha hecho, y se enfrasca en hacer otra. Eso basta para asegurarme de que no es un dios, ni siquiera un mensajero de los dioses, porque los dioses no pueden llegar a despreciar su obra.

»¿Y yo? ¿Qué hago yo? Lo que ahora estoy haciendo. Me interesa investigar acerca de la naturaleza de los dioses…, si existen y por qué caminos podemos encontrarlos. Podemos figurarnos…»

[Aquí la narración se interrumpía; volvemos a la carta de Asinio Polión.]

En este momento, el dictador se puso en pie, murmurando: «Continúa, amigo mío». Y empezó a cruzar la habitación. Catulo repitió: «Podemos figurarnos…», pero apenas había pronunciado las palabras cuando César cayó al suelo con una convulsión de la enfermedad sagrada. En su forcejeo, se arrancó las vendas del costado y pronto el suelo estuvo teñido con trazas de su sangre. Yo había presenciado antes aquellos ataques. Hice una bola con los pliegues de sus vestiduras y se la coloqué entre los dientes. Indiqué a Catulo que me ayudase a enderezar el cuerpo del enfermo, y Clodia trajo cuantas ropas pudo hallar a mano para calentarlo. Pronto cesó su parloteo y cayó en un profundo sueño. Lo vigilamos durante algún tiempo y luego lo colocamos en su litera, y el poeta y yo lo acompañamos a su casa.

Tales fueron los acontecimientos del convite dos veces interrumpido de Clodia. Mis dos amigos habían de morir antes de que concluyese el año. El poeta que había visto aquella grandeza humillada en locura no volvió a escribir epigramas contra él. Mi amo no hizo nunca alusión a su enfermedad, pero varias veces me recordó la «feliz ocasión» en que habíamos comido con Clodia y Catulo.

Ha llegado el alba mientras estaba dictando estas palabras. Mi dolor se ha olvidado o se ha aplacado, y he pagado una deuda que tenía pendiente con mis amigos.