LOS IDUS DE MARZO:
CÉSAR SALDRÁ

Jacinto Antón

«Caesar shall forth» «César saldrá». En esa escueta afirmación del propio Julio, esa corta frase de la tragedia de Shakespeare, se concentra todo el dramatismo de la pieza teatral, y también —el gran William era un buen lector de Plutarco— gran parte del carácter del personaje. César, pese a todas las advertencias, divinas y humanas, saldrá de casa, a la hora quinta, y se encaminará al pórtico de Pompeyo, donde estaba convocado el Senado. Son los idus de marzo; horribles signos de la naturaleza se han adjuntado a las pesadillas de Calpurnia, la mujer de César, y los ecos de la conspiración criminal para eliminar al dictador resuenan como truenos en los foros y las conciencias. Unas aves carroñeras persiguieron a un pájaro reyezuelo hasta la curia y allí lo despedazaron. César se soñó a sí mismo estrechando la mano de Júpiter. Una leona abortó en la calle. Hubo resplandores y fuegos en el cielo y las víctimas de los sacrificios carecían de corazón. «Cuídate de los idus de marzo», cuenta Suetonio que le dijo a César el arúspice Espurnia. «Un agorero le anunció aguardarle un gran peligro en el día del mes de marzo —el 15— que los romanos llamaban los idus», escribe Plutarco. «Beware the ides of March», repite por dos veces el adivino que interpela a César por la calle en el primer acto de la tragedia shakesperiana. Pero llegarán los idus, y César saldrá. ¿Por demostrar que no teme a nada ni a nadie? («Cowards die many times before their deaths; the valiant never taste of death but once», «Los cobardes mueren muchas veces; los valientes sólo una» —Julius Caesar, acto II, escena II—). ¿Porque está harto de la vida? ¿Porque, endiosado, cree que el destino le protege? ¿Porque sufre una enfermedad incurable y prefiere acabar bajo los puñales de los conspiradores antes que en una lenta agonía en la cama? Quién sabe. El caso es que César saldrá. Y los asesinos, los historiadores, los novelistas y los poetas tendrán su magnicidio.

Julio César: su nombre provoca un destello de emoción en nuestro espíritu; acaso nos acelera un instante el pulso. Pero ¿qué recordamos en realidad de él?: alguna imagen de Hollywood (véase al respecto ese utilísimo y ameno compendio del cine de romanos que es El peplum, la antigüedad en el cine, de Rafael De España —editorial Glénant—), una frase —«Tu quoque Brute»—, una línea de De bello gallico, el perfil de un busto de mármol, unas bromas de Indro Montanelli, una viñeta de Asterix… «Oh, poderoso César, tan bajo yaces», podemos deplorar con Marco Antonio, visto el panorama. «¿Han sido todas tus conquistas, glorias, triunfos, esperanzas, reducidos a tan pequeña medida?»

Otros césares ocupan hoy más espacio en nuestra memoria, sin duda injustamente: el tartamudo y micófilo Claudio, que tuvo la suerte de encender la imaginación del mejor Robert Graves entre los olivos que se precipitan al mar desde las laderas de Deià; el sensible Adriano, unido para siempre a la no menos sensible Yourcenar; el apóstata Juliano con el que se identificó el provocador Gore Vidal; el demoniacamente imprevisible Calígula, convertido por Camus en, como diría Conrad, uno de los nuestros; el omnipresente Nerón, encarnado en Peter Ustinov y reivindicado por Pierre Grimal; quizás hasta el dorado Heliogábalo, que sedujo a Artaud con sus extraños oropeles mentales.

Uno de los grandes logros de la fascinante novela de Thornton Wilder Los idus de marzo, es precisamente que nos incita a volver al personaje de Julio César, el césar seminal, y a retornarlo a su pedestal en nuestros recuerdos. De nuevo con el fiel Antonio podemos exclamar: «Here was a Caesar!, when comes such another?», «¡Aquí está el que fue César!, ¿cuándo habrá otro como él?».

En Los idus de marzo, novela sobre los últimos meses de César, no aparecen, paradójicamente, los idus de marzo sino sólo como epílogo y en forma de un muy breve extracto de Las vidas de los doce Césares, de Suetonio: concretamente los cinco párrafos en que se explica el asesinato, el forcejeo con Casca, que le propina, hundiéndole la daga por debajo de la garganta («infra iugulum»), el primer golpe —serán en total, enumera el historiador, 23 puñaladas, entre ellas, la que más dolió, la de Bruto («Et tu Brute»)—. Ante la imposibilidad de defenderse de los conspiradores que le atacan por todas partes en un remolino vertiginoso y destelleante de acero, César se envuelve la cabeza en la túnica, informa Suetonio, «recogiendo al mismo tiempo los pliegues con la mano izquierda alrededor de los pies para que la parte inferior de su cuerpo quedase decorosamente cubierta en su caída» («quo honestius caderet etiam inferiore corporis parte velata»). Un detalle conmovedor en el que la verdad parece atravesar, relampagueante como las dagas, cualquier decoración de la historia: agonizando, convertido en un guiñapo de dolor, sajado hasta lo indecible, mientras su sangre asperja la estatua de Pompeyo y forma arroyos carmesí en el suelo de mármol de la curia, César siente pudor. El mundo antiguo se derrumba, los dioses apartan su rostro conmovidos, la Historia se detiene, pero César no será un cadáver indecoroso. Un hombre, sin duda, grande.

La novela de Thornton Wilder, publicada en 1948, abarca desde el verano del 45 antes de Cristo hasta la fecha fatídica del 15 de marzo, los idus, del año siguiente, el 44 a. C. Lo primero que llama la atención es que no se trata de una narración al uso, sino de un conjunto de cartas, unas más breves, otras más largas, con diferentes autores y destinatarios, que se van sucediendo y que componen una especie de collage del que ha de emerger el sentido de la historia. Recuerdo que cuando leí la obra por primera vez, en 1982, en la edición de Alianza, me sentí algo desconcertado ante la propuesta epistolar: estamos demasiado acostumbrados a los planteamientos convencionales a la hora de enfrentarnos a una novela histórica. Pero enseguida entra uno en el juego de Wilder y resulta muy estimulante que le traten como a un lector inteligente, capaz de ordenar las piezas que se le ofrecen y de reconstruir los acontecimientos a través de las voces corales que se reflejan en las cartas. En este procedimiento de presentar un abanico de testimonios, misivas y diarios del propio César, de otros personajes históricos (o no), textos apócrifos, documentos oficiales, versos e incluso grafitis, el autor hace gala, indudablemente, de su habilidad de dramaturgo.

Unas palabras sobre Thornton Wilder: nacido en Madison (Wisconsin, Estados Unidos) en 1897 y fallecido en 1975, novelista, autor de teatro, creció en China —donde su padre era cónsul—, se licenció en Yale, estudió arqueología en Roma, se doctoró en francés por Princeton y ejerció la cátedra de poesía en Harvard. Un hombre, como se ve, cosmopolita y de profunda y exquisita cultura, aspectos ambos que destacan en su creación. Wilder escribió best-séllers como El puente de San Luis Rey (historia también coral sobre las cinco víctimas del derrumbe de un puente en el Perú del siglo XVIII), su novela más popular, adaptada para el cine y televisión y por la que ganó el premio Pulitzer; y eficaces piezas de teatro, como Nuestra ciudad, con la que también logró un Pulitzer y que fue llevada a la gran pantalla por Sam Wood. Otra comedia suya, The Matchmaker se convirtió en un musical de enorme éxito en Broadway y Gene Kelly lo filmó con Barbra Streissand de protagonista; les sonará el título: Hello, Dolly! (1968). Se ha señalado que en general todas las obras de Wilder tratan sobre la existencia humana abordada desde una perspectiva de filosofía idealista. Se le ha criticado ese idealismo y también su «esnobismo» literario: ya se sabe que es difícil que a uno le traten bien si tiene éxito.

De Los idus de marzo —no me resisto a recomendarles la lectura del elogioso comentario sobre la novela que hace Carlos García Gual en ese libro imprescindible para todo amante de la novela histórica que es La antigüedad novelada (Anagrama)—, el propio Thornton Wilder hace unas advertencias previas: No pretende ser una reconstrucción histórica, sino una ficción, una conjetura, sobre personajes y hechos del período final de la República romana. El autor señala que se ha tomado licencias cronológicas, incluso resucitando a gente que ya estaba muerta al transcurrir los acontecimientos que se relatan. Esto último, que puede sonar alarmante, sólo ha de preocupar, y poco, a los especialistas: a los mortales comunes nos trae al pairo que Wilder conceda un puñado de años más de vida a Publio Clodio Púlquer —es cierto que no se los merece, menudo tipo—. Tampoco nos importa que atrase diecisiete años la profanación de los ritos de la Buena Diosa o que se invente documentación oficial. Curiosamente, las cosas menos verosímiles, que parecen totalmente creación del novelista, fruto de su más febril imaginación, son rigurosamente históricas: es cierto (lo cuenta Suetonio) que le regaló a Servilia, la madre de Bruto —su asesino y del que se ha dicho que era su hijo—, una perla impresionante valorada en la astronómica cantidad de seis millones de sestercios.

Se abre Los idus de marzo con una nota oficial del maestro del colegio de augures dirigida a César —a la sazón pontífice máximo— en la que le da el parte de los resultados de los sacrificios del día: un ganso con hernia en el diafragma —mal asunto—, una paloma en condiciones deplorables por dentro —ay, ay—, vuelos de aves algo perturbadores (incertidumbre de un águila al aproximarse a la ciudad); no se ha oído ningún trueno en doce días. Seguidamente, una anotación oficial de César, que transparenta su fastidio, en el sentido de que no hacen falta tantos auspicios y de que, simplemente, habría que escoger dos o tres favorables y otros tantos desfavorables para utilizarlos en el Senado; Julio aprovecha para advertir que a los sacerdotes que participen con él en las ceremonias y cometan algún error se les mandará a servir en los nuevos templos de África y Bretaña, o sea, bien lejos, con climas duros. El tercer texto es un fragmento del diario epistolar del mismo César a su apreciado corresponsal Lucio Mamilio Turrino, supuesto conmilitón del general durante la guerra de las Galias mutilado espantosamente por los belgas y que vive retirado en Capri. César le escribe, como reflexionando en voz alta, sobre la opinión que le merecen los augurios: «superstición e insensatez». «Los generales nos vemos obligados a escrutar el cielo con los ojos de una gallina», deplora, y recuerda, divertido, el episodio en que él y el legado Asinio Polión intoxicaron a los pollos sagrados —asunto de gran actualidad, por cierto— para que presentaran auspicios favorables a las legiones que posibilitaran entrar en batalla (entraron y la ganaron, claro). El inicio, con esos tres textos, es muy iluminador de lo que vamos a encontrar en la obra: material muy variado, humor, Historia por supuesto, y en el centro de todo ello un César humanista, visionario, sorprendentemente moderno, que respeta sólo aparentemente la tradición pero que aspira a cambiar las cosas, a clausurar, por ejemplo, todos los templos, a «restituir los pájaros al mundo de los pájaros» —qué bella frase— y «los dioses al de los recuerdos infantiles». Un César al fin, a la altura de los novelescos Adriano, Claudio, Juliano. Un César digno de su retrato histórico. Un César en la cúspide de su poder, que ha aplastado a enemigos tan impresionantes como el magno Pompeyo, un César que ha extendido las fronteras de Roma, que ha reformado el calendario y que se sosiega con la lectura de Lucrecio mientras sueña con un mundo diferente y se interroga sobre el hombre, los dioses, la libertad, el amor, el destino y la muerte. Sí, realmente un César muy atractivo. Hasta feminista. ¿Real? Bueno, bueno, no olvidemos que estamos en una novela…

Los idus de marzo está dedicado a Lauro de Bosis, poeta romano patriota que luchó contra Mussolini, nos informa el propio Thornton Wilder, «y cuyo aeroplano, perseguido por los del Duce, se hundió en el mar Tirreno». En la novela, significativamente, tenemos un dictador —César, proclamado a perpetuidad como tal en el 45 a. C.—, y tenemos un poeta, Catulo, nada menos, que se opone a ese dictador, con actitudes y poemas. La antítesis parece servida. Pero, pese a lo que parece indicar la dedicatoria, Wilder no está interesado en presentar un conflicto entre libertad y tiranía. De hecho ningún personaje sale mejor parado de la novela, como ha quedado claro ya, que el propio dictador (Catulo, por ejemplo, pese a su maravillosa poesía, aparece como un ingenuo y su dependencia de su amada Clodia raya lo patético). Resulta imposible imaginarse a Mussolini acompañando a un poeta opositor en su lecho de muerte, prestándole su médico personal, recitándole como postrera consolación los versos de Edipo en Colona de Sófocles y colocándole piadosamente con sus propias manos, una vez fallecido, las preceptivas monedas sobre los párpados: todo eso lo hace César con Catulo. Thornton Wilder se lo inventa, por supuesto (no todo: es cierto que Julio perdonó al poeta por los versos en que le deshonraba a propósito de haber favorecido el enriquecimiento del prefecto Mammurra en la Galia), pero es conmovedor. Y coherente con su retrato del protagonista.

César, Catulo… Clodia Púlquer es otro de los personajes principales de este drama epistolar. La vamos conociendo por las cartas que entrecruzan otros: Cicerón le explica a un amigo que versos de una «desenfrenada obscenidad» sobre la joven aparecen en las paredes de todos los baños y retretes de la ciudad… «Desenfrenada obscenidad», vaya, el término estremece si uno recuerda que en los grafitis romanos figuran frases como, con perdón, «Chúpamelo, Metelo» (leyenda acreditada por los más distinguidos epigrafistas en la colección de inscripciones murales pompeyanas). El propio César ofrece, en la novela, datos sobre Clodia en una carta muy interesante sobre el papel de las mujeres de la aristocracia en la sociedad de Roma. Julia Marcia, viuda del gran Mario y tía de César, añade informaciones, y la patricia Sempronia Metela, difamaciones: ¿envenenó Clodia a su marido? ¿Tiene relaciones ilícitas con su hermano, Publio Clodio Púlquer? Es indudable que tiene amigos de los bajos fondos, incluso, ¡horror!, gladiadores, bebe con ellos, baila con ellos… ¿Es prudente que se la siga manteniendo en el selecto club de las mujeres que participan en las ceremonias de la Buena Diosa? En todo caso, por pendón que sea Clodia, su hermano la supera con creces: hasta sedujo a una virgen vestal, todo un récord, y lo veremos ligarse a la mujer de César, Pompeya —César la repudiará—, y, por ella, introducirse en las ceremonias de la Buena Diosa —suprema infamia, sacrilegio—, disfrazado de mujer. Uno de los mensajes más reveladores de la personalidad de Clodio es el que, en la novela, le envía a su hermana por respuesta a una misiva: el mensajero ha sido adiestrado para lanzar una blasfemia ante la destinataria. Como se ve la antigüedad clásica revive verdaderamente en las páginas de Los idus de marzo

La polifonía va creciendo a medida que avanzamos en la novela: sentado, mientras lee, uno casi puede oír las voces; les otorga un timbre, un propósito, y distribuye sus simpatías entre los distintos personajes. La inmensa mayoría son históricos (Clodia y Clodio, por supuesto, con todos sus vicios); otros parece que no, pero hay que ir con cuidado: incluso la doncella de Pompeya, Abra, existió de verdad. Durante la lectura, abrimos misivas, como si rasgáramos los sellos y nos sumergimos ávidos en las opiniones, los secretos y las vidas de otros: seres de un templo lejano pero que nos resultan impresionantemente cercanos. Descubrimos el amor de Clodia por César y el horrible secreto de ella que ambos comparten. Asistimos a los conflictos matrimoniales del dictador, tan banales. Esas peleas de hogar, que rozan el culebrón («mi marido no me atiende en la cama; se limita a leer filosofía presocrática», se queja a una amiga Pompeya), se mezclan con consideraciones de alta política, con los bellísimos versos de Catulo —«Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris. /Nescio, sed fieri sentio et excrucior» («Odio y amo. Quizá preguntes cómo es esto posible. /No lo sé. Pero así lo siento. Y es mi cruz»)—, o con apuntes del gran historiador Cornelio Nepote, que, por ejemplo, recoge, divertido, el juicio de Cicerón sobre el libro de César acerca de la guerra de las Galias: «La verdad puede sobrevivir a la mentira, pero no a esta verosimilitud asfixiante» (Thornton Wilder, fino intelectual, ya lo hemos dicho)…

En resumen, que la lectura de Los idus de marzo, lo verán, es un pasatiempo delicioso. Y apasionante. Si luego, al acabarla, se quedan con ganas de César, lo que auguro que sucederá, yo les recomiendo que corran a Plutarco y, sobre todo, a Suetonio, para practicar el divertido juego de averiguar qué es verdad y qué es inventado en la novela. En Suetonio encontrarán cosas tan interesantes como que César casi se mata en un triunfo al rompérsele el eje de su carro, que perdonó el pago de alquiler de un año a todo el pueblo de Roma, que se perdió antes de llegar al Rubicón y que, a la vista de los trucos sucios con que consiguió vencer a los galos, algunos senadores, en nombre del fair play, llegaron a proponer que fuera entregado a los enemigos (cosa, apunta el historiador, conforme a los usos romanos).

Y subraya también Suetonio que César se depilaba, lo que para los romanos era signo de afeminamiento: hay que recordar —Thornton Wilder pasa de puntillas sobre el tema— que al gran Julio se le reprochó haber tenido una relación impropia, por usar el lenguaje de hoy, con Nicomedes IV Filopator, rey de Bitinia, que usó a César, de joven, como «mozo de placer» (en el lenguaje de ayer). El asunto fue muy comentado en la antigüedad. De todas formas, esas y otras relaciones masculinas no impedían a César, por lo visto, ser un gran seductor de mujeres («mujer de todos los maridos, marido de todas las mujeres», le recriminó en un discurso Curión padre). «Romanos, vigilad a vuestras mujeres: os traemos al adúltero calvo; en la Galia te gastaste en putas el oro que aquí tomaste prestado», le cantaban sus veteranos durante la ceremonia de triunfo sobre los galos, según recoge Suetonio. En cambio era parco en el vino, y Marco Catón dijo de él, con evidente sorna, que fue el único hombre que se dedicó a subvertir el Estado sin darse a la bebida. Wilder prefiere mostrar un César más allá del asunto de los placeres, más sentimental que sensual. Es cierto que se trata del último César, un hombre ya maduro y seguramente de vuelta de todo.

¿De todo? Bueno, bueno: ahí está Cleopatra. La reina de Egipto hace su irrupción fulgurante en la novela en el Libro Segundo. Vaya personaje. «Era una muchacha notable. A los veinte años ya conocía la capacidad de carga de cada uno de los muelles principales del Nilo» —escribe César en Los idus de marzo—. «Debe de haberse convertido en una mujer aún más notable. Conversaremos… Y la conversación volverá a ser con ella un placer». Veremos que el placer no se derivará sólo de la dialéctica: César atravesará un último momento de locura juvenil («pellizco a la diosa y la diosa chilla»), E incluso llegará a probar remedios de magia egipcia para su calvicie —es cierto que le atormentaba la falta de pelo y que por eso agradeció que le dejaran llevar corona de laurel—, lo que le producirá una notable irritación del cuero cabelludo; nadie se atreverá a comentarle al dictador el ridículo enrojecimiento, excepto una mujer de la limpieza. «Pienso seriamente en hacerla senadora», bromea César en la novela. Y de nuevo el lector piensa que si César no fue así es que la Historia no tiene corazón.

Cleopatra, pues, llega a Roma y son muy divertidas las misivas en que la reina trata de saltarse a la torera todas las normas de la República para aparecer de la manera más esplendorosa posible (como monarca y mujer) en la capital del mundo; al final le gana la partida a César, aunque éste consigue que no enseñe excesivamente el busto: ¿cómo no pensar en la cinematográfica entrada triunfal de la Cleopatra de Elizabet Taylor (Mankiewicz, 1963), con esfinge dorada incluida? Las consideraciones epistolares de César sobre la reina del Nilo constituyen una de las bazas más jugosas de Los idus de marzo. Pese a todos los encantos, apunta Julio, Cleopatra —«Mme. Cocodrilo», la denomina con cariño— no deja de ser «embustera, intrigante, y una asesina sin escrúpulos», lo que se ajusta mucho al verdadero perfil histórico. En sus cartas, la reina pide calefacción, una solicitud que añade verosimilitud y cercanía al relato, como las aportan también los distintos comentarios de la sociedad romana sobre la reina (impagable el de Cicerón, que se queja en una carta a su hermano de que la reina le haya regalado un gato de esmeraldas, teniendo tantos manuscritos la Biblioteca de Alejandría…).

Todo este aspecto amable no oculta en la novela un lado muy amargo —Cleopatra tendrá un primer asunto con Marco Antonio, triunviro reflejado, por cierto, muy negativamente: borracho y peleón, y ni siquiera escribe—, y una dimensión trágica. Por no hablar del eco más siniestro de la dictadura evidenciado en los informes del jefe de la policía («hemos empezado la tortura de los sospechosos»). No es un juego galante lo que se libra en Roma en el crepúsculo de la República, y en el entrecruzar de algunas cartas y en la proliferación de anónimos y octavillas conspiradoras resuena como un leit motiv el chirriante canto de los afiladores de puñales. En cuanto a Bruto, tan bien tratado en general por sus contemporáneos y por la posteridad, no sale bien parado en cambio en Los idus de marzo (y no es un juego de palabras). Resulta profundamente antipático. Y una cosa le coloca sobre todo a años luz de César: carece del más mínimo sentido del humor.

«Si yo no fuera César, sería el asesino de César», reflexiona en una carta ya en la etapa final del libro el protagonista, mientras el círculo de los tiranicidas se cierra y los rumores le acusan de querer trasladar la capital hacia el este, de preparar una campaña contra la India —la última contra los partos— y, sobre todo, de querer reinstaurar la monarquía. «La ciudad retiene el aliento», apunta Cornelio Nepote. «César acaba de salir», escribe Calpurnia en la última carta.

Corran, corran en pos de César.