8

A lo largo de la avenue du Nord, los tilos forman un embovedado de follaje tan denso como el de la Lichtentaler Allee, de Badén. Unifamiliares de piedra moleña. Muros sobre los que el sol recorta las sombras. En uno de ellos, el cartel medio despedazado de un cine de La Varenne.

Espero al borde de la acera, a la altura del 30 bis. Una tapia, tras la cual se adivina un jardín que casi esconde una casita oscura, con una galería en el primer piso. La puerta de madera, empotrada en la tapia, se entreabre y la chica se desliza por el resquicio; luego, cierra la puerta sin ruido. Viene hacia mí. Ya no lleva el impermeable de Ludo, sino un ligero vestido azul noche.

—¿Has tenido problemas para llegar aquí?

—No.

—¿Cómo has venido?

—En tren.

Hacía un día precioso. A esa hora, era el único pasajero del vagón. Iba a buscarla a un lugar de veraneo. Reuilly. Saint-Mandé. Vincennes. Biarritz. Joinville-le-Pont. Saint-Maur-des-Fossés. Baden-Baden.

—¿Quieres que vayamos a La Varenne?

La avenue du Nord hace curva y luego baja en suave pendiente hasta el Marne. ¿Se podrá bajar aún por aquella pendiente? Qué importa. No me siento con fuerzas para volver allí de peregrinación. Además, estoy seguro de que no queda nada de todo aquello: ni la avenue du Nord, ni los tilos, ni el garaje junto a la ribera, que se llamaba Garage des lies.

Caminamos junto al río. Después de unos cuantos cientos de metros, pasado el puente de Champigny, los edificios grises dejaban paso a unifamiliares y chalés cada vez más señoriales.

—Bueno, pues ya estamos en La Varenne —me anunció la chica, con voz grave, como se si tratara de un acontecimiento importante en nuestras vidas.

Y cuando lo pienso ahora, veo que se trataba de un acontecimiento importante. Por mucho que rebusco en la memoria, nunca mi llegada a un lugar me ha producido una impresión tan fuerte como la que sentí aquella tarde, al entrar en La Varenne-Saint-Hilaire con ella.

—¿Llevas mucho tiempo viviendo por aquí?

—Sí… desde que nací.

Cruzamos el puente de Chenneviéres y seguimos por la estrecha carretera que bordea el Marne. Los sauces llorones se inclinan sobre el agua verdosa y estancada. Barcas. Pontones medio podridos. Enrejados. Olor a lodo recocido por el sol. Regresamos al caer la tarde. Subimos por el Quai de La Varenne. Ella quiere compartir conmigo los encantos de su ciudad natal. Chalés. Vallas blancas. No me equivocaba cuando, en la estación de la Bastille, me imaginaba salir para un lugar de vacaciones.

—¿Pasas aquí las vacaciones? —le pregunté.

—Sí… para qué ir a otro sitio… esto es como la playa…

Barcos de recreo amarrados al embarcadero. A lo largo del Marne se suceden pontones de madera blanca. Allá, en la pequeña isla, entre los sauces, aparece un pórtico con balancines, cuerdas y anillas.

—Tienes razón… para qué ir a otro sitio…

Sobre un salvavidas colgado en uno de los pontones, una inscripción escrita en letras azul marino: «Playa fluvial de La Varenne». La chica me mira a los ojos:

—¿Quieres que alquilemos una habitación?

Un hotel algo apartado de la ribera, en la intersección de dos calles, con una terraza de gravilla, mesas de jardín y parasoles de rayas. Se llamaba Le Petit Ritz.

Oí un ruido entre sueños. Y aún me sigo preguntando si era el teléfono. O un disparo. O quizás ambos a la vez. No lograba abrir los ojos. Me pesaban muchísimo los párpados.

Sentí que me zarandeaban por los hombros. Entonces me desperté. Hurel, con su cara de jockey, inclinado sobre mí. Me había dormido en el sofá del salón.

—Lo llaman por teléfono…

Miré el reloj. Apenas las doce de la noche. Carmen no regresaría hasta el amanecer. Estaba en las afueras de París, con los Hayward, en casa de un tal Chatillon, otro miembro de su pandilla. Yo le había dicho que no la acompañaba porque estaba muy cansado.

—Lo esperan al teléfono —repitió Hurel.

Me precedió y yo no podía apartar la vista de sus patucos de terciopelo, tan silenciosos y etéreos que me parecía estar soñando. Cruzamos el salón y dos o tres habitaciones que servían de trastero y cuyas arañas me deslumbraron. Carmen quería que todas las luces del piso estuvieran encendidas a su regreso.

Cogí el teléfono en el office. Reconocí su voz, a pesar de que estaba algo alterada. Voz quebrada. ¿Dónde estaba? ¿En Saint-Maur-des-Fossés? No. En París. En la rué Rodin, donde los Hayward. Había sucedido algo tremendo. Se echó a llorar. Me pidió que me reuniera con ella enseguida.

Hurel estaba tieso, delante de mí, y me observaba con frialdad. Se me había olvidado la chaqueta en el salón. De nuevo, crucé la hilera de habitaciones con el presentimiento de que nunca más volvería allí, que todo aquello pertenecía ya al pasado. Y mi ansiedad me revelaba otras muchas cosas que no había querido ver. La madera que cubría las paredes estaba agrietada, ciertas manchas claras indicaban los lugares donde hubo cuadros, que Carmen había ido vendiendo. A la luz de las arañas, la moqueta se veía desgastada hasta la trama. Y Carmen envejecería sola en aquel gigantesco trastero de muebles y animales disecados, con ese antiguo mozo de cuadra de patucos aterciopelados que se mantenía inmóvil en el porche, espiándome, mientras yo corría en plena noche hasta la boca del metro.

La chica me abrió la puerta del piso. Llevaba el mismo vestido azul que en La Varenne y, por contraste con ese azul y el negro de sus cabellos, el cutis me pareció lívido. Me cogió del brazo y me llevó hasta el salón, iluminado tan solo por la luz de las dos vitrinas en las que Martine Hayward exponía su colección de abanicos.

—Ludo… Es Ludo…

Estaba tumbado detrás del sofá, al pie de una de las vitrinas, con su impermeable arcilla. La solapa levantada le tapaba media cara. En la sien, una mancha de sangre. Sangre también en el cuello del impermeable. Un impermeable ni demasiado grande ni demasiado corto. Exactamente de su talla.

—Fui yo… Se… Se me disparó solo…

Me apretaba el brazo y me miraba fijamente con sus ojos claros, empañados de lágrimas. Mantenía la boca entreabierta.

Me senté en el sofá y ella vino a sentarse a su vez. Por el suelo, ante nosotros, un pequeño revólver con la culata de nácar. Un revólver de señora. Más lejos, su funda de ante granate. Yo estaba tranquilo, como hacía mucho tiempo que no lo había estado.

Curiosamente, no me parecía un muerto de verdad. Ludo Fouquet… Todas aquellas luciérnagas, todos aquellos gusanos de luz, tenían tan poca consistencia que sus muertes… Recogí el revólver y lo metí en la funda que se cerraba con un broche. Y de esa funda de ante se desprendió el perfume algo denso de Martine Hayward. ¿Sería suyo?

Una de las vitrinas, la del fondo, estaba rota y una constelación de cristales hechos añicos se esparcía por la moqueta.

—Nos pegamos… Si yo no hubiera disparado lo habría hecho él, ¿sabes?…

Claro que lo sabía. Estaba a mi lado, temblorosa, con la cabeza gacha. Yo sabía que todo acabaría así.

—¿Te quedas conmigo? No irás a dejarme tirada, ¿verdad?

Me sentía aliviado. Carmen, Maillot, Rocroy, Ludo Fouquet, todos los demás… Aquello no podía seguir así.

Y ese desgraciado que intentaba controlar el movimiento vertiginoso de un sueño, repitiendo con obstinación de metrónomo: ta-ga-da… tagada… tagada… Un disparo y el ruido de cristales rotos habían detenido el tiovivo; ahora tocaba despertar.

La luz de la escalera se apagó. La chica me apretaba el brazo y bajamos a oscuras. No cogimos el ascensor por miedo a que nos oyeran en el portal y no tuviéramos forma de huir.

Abajo, sin pulsar el temporizador de la luz, busqué a tientas el botón de la puerta. Lo accioné con el pulgar varias veces pero el mecanismo no respondía. Ella intentó tirar de la puerta hacia sí. No había forma de abrirla. Pulsé el interruptor y una luz blanca nos envolvió. Me incliné sobre la cerradura para buscar el pestillo. Entonces, oí ruido a mis espaldas. La puerta acristalada de la portería se abrió. El portero apareció en el quicio. Un hombre moreno, de altura media, vestido con un pantalón de franela y una chaqueta de pijama a rayas.

—¿Qué estáis haciendo?

Lo preguntó con brutalidad. Sin duda creía haber sorprendido a unos ladrones. Una idea me pasó por la cabeza. No éramos ladrones, como nuestra actitud podía dar a entender. Era algo mucho peor.

—La puerta no funciona —balbucí.

—Lo sé.

Se acercó a nosotros. Nos miraba a ambos de hito en hito.

—¿De dónde venís?

—De casa del señor Hayward —dije.

—Por lo que sé, se fueron ayer…

La chica estaba lívida. Me apretaba el brazo. Temí que se desvaneciera.

—Nos invitó a quedarnos en su casa…

—¿Os invitó?

—Sí.

Nos seguía mirando fijamente con sus ojillos negros.

—Bueno, si sois invitados del señor Hayward…

Pronunció la frase en tono de desprecio irónico. Los Hayward no debían caerle bien. Demasiadas idas y venidas en su casa, supongo.

Se dirigió hacia la puerta. Por un momento creí que iba a plantarse ante ella e impedirnos la salida. Pero no. Sin dejar de mirarnos, accionó el pestillo.

Entreabrió la puerta dejando una estrecha abertura para que saliéramos. Antes de que nos coláramos por el resquicio, uno tras otro, nos volvió a mirar con tal insistencia que pensé si no querría grabarse en la memoria nuestros rasgos con la mayor precisión posible. Sí, no me cabía duda de que había oído los disparos.

Ella se aferraba a mi brazo y de vez en cuando sufría temblores nerviosos. Dimos la vuelta a la place du Trocadéro. Uno de los cafés estaba aún abierto y nos sentamos en un velador de la terraza. A lo lejos, gente saliendo del teatro Chaillot, en grupos que venían hacia nosotros. También ellos se sentaban en los veladores cercanos, entre un barullo de conversaciones. Varios autocares turísticos brillaban en la linde de la explanada.

Pedí dos kirs. Luego, otros dos. Y dos más. La chica estaba ya menos pálida y no temblaba. Intenté tranquilizarla. Aún nos quedaban unos instantes de respiro. Nadie podría encontrarnos, en la terraza de este café, un sábado por la noche, en pleno mes de junio, entre turistas y gentes que salían del teatro. Pero ¿dónde pasar la noche? Al salir del café, me fijé en la placa negra de un hotel, al principio de la avenue Raymond-Poincaré, a mano izquierda. Sobre la placa negra brillaba «Hotel Malakoff» en letras doradas.

En la recepción, el portero de noche no nos pidió la documentación, pero sí me dio una ficha para que la rellenara. Yo no quería que me viera azorado, así que escribí mi verdadero nombre: Jean Dekker, y mi verdadera fecha de nacimiento: 25 de julio de 1945. Incluso el lugar exacto de mi nacimiento: Boulogne-Billancourt. En el apartado dirección, dudé un instante y escribí: 2, avenue Rodin. París (XVI). Pero hoy me pregunto si no lo hice adrede.

No se durmió hasta el alba. Me pidió que dejara encendida la lamparita de noche. Con la mejilla izquierda apoyada en la almohada y el brazo izquierdo replegado, se abrazaba el hombro con la mano, en un gesto de protección. La contemplé durante mucho rato para no olvidar su rostro. Una muchacha de veinte años. De estatura media. Morena. Olor a lavanda. Hasta ahora, no ha sido identificada.

Apagué la lamparita. Con los zapatos en la mano, me deslicé de puntillas fuera de la habitación. Cerré la puerta muy despacio y en el pasillo me até los zapatos.

Cuando llegué a la place du Trocadéro estaba saliendo el sol. Era el inicio del verano. Por un momento, tuve la tentación de cruzar la explanada del Palais Chaillot para contemplar por última vez la Tour Eiffel y, allá abajo, los árboles frondosos, los tejados, el Sena, los puentes…

Pero no. Jean Dekker ya no tenía cabida en esa ciudad: la brigada antivicio no tardaría en dar con la ficha del hotel. Tenía que abandonar a ese hermano gemelo y marcharme lo antes posible de París, donde transcurrieron mi infancia, mi adolescencia y los primeros años de mi juventud. Hay momentos en la vida —me decía para darme ánimos— en que uno debe cambiar de naturaleza…

Suena el teléfono en el despacho de Rocroy, justo cuando termino de escribir estas líneas.

—Hola, Jean… Soy Ghita… ¿Se encuentra bien?

—Sí… muy bien, Ghita.

—Le noto la voz rara… ¿No lo habré despertado?

—No, no, Ghita… En absoluto…

—Regreso a París pasado mañana. Espero tener el placer de volver a verlo. ¿Todo bien por casa?

—Sí. De nuevo le agradezco su hospitalidad.

—No tiene importancia, Jean.

—Salgo a finales de semana para Klosters, con mi familia.

—Es una lástima. Podría quedarse más tiempo en París… De todas formas, nos vemos pasado mañana…

—Será un placer, Ghita.

Respiré hondo.

—Oiga, Ghita…

—¿Sí?

—Quizás me reproche usted que esté revolviendo el pasado pero… ¿cómo podría encontrar el rastro de…?

—¿El rastro de qué?

—Nada, Ghita. Son… todas esas cosas de hace veinte años que se me vienen a la cabeza…

—Eso no es bueno, Jean…

Un momento de silencio.

—¿No ha encontrado nada interesante en el dossier de De Rocroy?

—Claro que sí, Ghita…

—Mire, querido Jean. ¿Sabe lo que me decía una y otra vez De Rocroy?

—¿Qué?

—Me decía que todo lo que uno busca está en los listines telefónicos. Pero hay que saber utilizarlos.

He encontrado su nombre entre las páginas del viejo cuaderno, en el trozo de papel donde ella lo escribió, con su dirección en Saint-Maur. Y el mismo nombre aparece en el listín de este año: 76, boulevard Sérurier, París (XIX), 208-76-68. No hay otro nombre como ése. Está claro que Rocroy tenía razón. Conocía bien la vida.

Las nueve de la mañana. Aunque brilla el sol y el cielo está raso, la temperatura aún no es agobiante. No hay calima. El gran edificio color teja del 76 del boulevard Sérurier, se destaca sobre el verde del parque, cuyo césped baja hasta el cinturón periférico.

Hay un café abierto, mucho más allá, en el mismo bulevar y, por quinta vez, marco el 208-76-68. Pero nadie contesta. Salgo del café. El bulevar está desierto. A lo lejos, hacia las afueras, un edificio ocre —una iglesia sin duda— se alza en medio de un solar. Me siento en un banco, donde termina la pendiente del boulevard Sérurier. Pienso en Maillot, que me decía: «Costará mucho subir pero luego, ya verá… un placer, bajar…». Avenue Carnot. Rué Anatole-de-la-Forge. Rué de l’Arc-de-Triom-phe. Avenue Mac-Mahon. Boulevard Sérurier. La avenue du Nord también bajaba en suave pendiente. Hasta el Marne.

Y de pronto, veo una silueta que baja por la cuesta del boulevard Sérurier, con una maleta metálica, cuyos reflejos me hacen guiñar los ojos. ¿Un espejismo? Se va acercando. Es ella. Reconozco sus andares indolentes. Lleva un impermeable, pero esta vez no es el de Ludo. Verde esmeralda.

Casi ha llegado a mi altura. Me levanto. Estamos los dos solos en el bulevar perdido, abrumado de sol y silencio. Le propongo llevarle la maleta.

—Gracias.

—¿Vuelve de vacaciones?

—Sí. El problema es que la parada de metro me pilla lejos de casa.

Caminamos juntos hacia el edificio de ladrillo del 76, boulevard Sérurier. No hablamos. Empieza a hacer mucho calor; ella, sin embargo, no se quita el impermeable. No ha cambiado casi nada en estos veinte años. El mismo pelo negro, con un peinado algo más corto. Ojos azules. Altura media. Tez pálida…

—¿Dónde ha estado?

—En el sur.

—No está muy morena, para venir del sur.

Viene de mucho más lejos. Carmen, Rocroy, La Varenne-Saint-Hilaire. París. Todas aquellas calles en cuesta… La maleta no pesa mucho. La miro a hurtadillas. Una gran cicatriz le surca la frente. Quizás la huella del tiempo. O el rastro que deja alguno de esos accidentes que te hacen perder la memoria de por vida. A partir de este momento, yo tampoco quiero acordarme de nada.