He vuelto andando desde el piso de Rocroy al hotel de la rué de Castiglione; por saber si mi mujer había llamado. El ambiente era más fresco que hasta ahora, la luz más suave y clara, sin calima; y me embargaba un tremendo sentimiento de vacío mientras caminaba por las avenidas desiertas y soleadas. Esa brisa acariciando las hojas de los plátanos y su rumor en el silencio…
—Ninguna llamada, señor… —me dice el conserje.
De nuevo, me ofrece una tarjeta roja, sonriente.
—Si está usted solo en París…
—Ya me ha dado varias veces esta tarjeta…
—Lo siento, señor… Nunca recuerdo las caras… Pero eso, en mi trabajo, es casi una virtud… una garantía de discreción…
Su voz suena tierna, como una sonrisa. Miro fijamente la tarjeta y el nombre: Hayward.
—Creo que conocí a un Hayward hace mucho tiempo…
—¿Quiere que llame en su nombre, señor?
—¿Está usted compinchado con Hayward para mandarle clientes?
—¡Por supuesto que no, señor! ¡No vaya usted a pensar…!
En la habitación, me siento en el borde de la cama. «Hayward. Alquiler de automóviles de lujo con chófer. Itinerarios turísticos. Paris By Night. 2, avenue Rodin. París (XVI). nro. 46-26».
Coincide con su antigua dirección. Marco el número.
—¿Dígame?… Agencia Hayward… —me anuncia una voz masculina.
¿Habrá cogido el teléfono en el salón? Recuerdo la amplia balconada del salón desde donde se subía, por una pequeña escalera de hierro, a la terraza del tejado.
—Llamo para alquilar un coche.
—¿Con chófer?
—Sí. Con chófer.
¿Estoy hablando con él o con algún empleado?
—¿Para cuándo, señor?
—Para hoy, a las nueve de la noche.
—¿Dirección?
—Hotel Lotti.
—¿Para cuánto tiempo?
—Dos horas como mucho. Para dar un paseo turístico por París.
—Muy bien. Pregunto por el señor…
—Guise. Ambrose Guise.
—Muy bien. Hasta esta noche, señor, en el Lotti, a las nueve.
Cuelga con brusquedad, sin darme tiempo de preguntarle si tenía el honor de hablar con el propio Philippe Hayward.
—El chófer lo espera en recepción, señor…
Pensé en ponerme mis viejas gafas de sol de hace veinte años, como homenaje a la sociedad de coches de alquiler Hayward, pero al final he optado por las de cristales de espejo; las que suelo llevar.
Es él. Con el rostro abotargado y el pelo cano. Lo reconozco por sus andares juveniles que aún conserva. Traje de alpaca azul marino. Corbata burdeos.
—Buenas, señor —me dice con la reserva y el tedio del hombre que vive por debajo de su condición. Pero quizás me equivoco y Hayward ha ejercido siempre el oficio de chófer, incluso en la época de Carmen. Recuerdo aquella visión fugaz, cuando lo sorprendí en uniforme de auxiliar de vuelo. Me mira con indiferencia. No, no parece haberme reconocido. Salimos. El calor esta noche es asfixiante. No corre ni un soplo de aire. El coche está aparcado en la confluencia de la rué de Castiglione y la rué Saint-Honoré. Un coche americano, de tamaño imponente. Negro.
—Espero que sea de su agrado, señor.
—Lo es.
Me abre la puerta y me siento en la parte derecha.
—¿A dónde desea que lo lleve?
—Pues… un simple paseo por París… Tour Eiffel… Invalides… Champs-Élysées… Pigalle…
—Muy bien, señor. ¿Por dónde quiere que empiece?
—Tour Eiffel…
Me he quitado las gafas.
Él me observa por el retrovisor.
—¿Conoce usted París?
—Llevo casi veinte años sin venir. ¿Ha cambiado mucho París en estos veinte años?
—Mucho.
De esa palabra brota un ápice de amargura. Si París ha cambiado mucho, Hayward huele igual que hace veinte años, olor que se me antoja anticuado: el del agua de colonia Acqua di Selva; recuerdo haber visto esos frascos verde oscuro en la repisa del baño de su casa, en la avenue Rodin.
—La que no ha cambiado es la Tour Eiffel… —me dice volviéndose ligeramente hacia mí.
Vamos por el Cours la Reine y cruzamos por el puente Alexandre III. Desde este puente hay una vista panorámica de todo el barrio de la orilla derecha, por donde me paseaba en otro tiempo con Carmen. Y aunque no dejo de pensar que centenares de turistas están sentados alrededor de las fuentes en los jardines de Trocadéro, que en la otra orilla los autocares multicolores surcan incansables la place de la Concorde, todo: el Grand Palais, las alturas de Passy, las riberas del Sena, pertenecen a una ciudad muerta. Muerta al menos para mí.
—Ahí tiene la Tour Eiffel…
Me inclino sobre la ventanilla bajada para contemplarla, pero me parece tan irreal, en esta noche tórrida, sí, tan irreal como Hayward con su pelo cano, convertido en chófer de alquiler.
—¿La ha visto ya? ¿Vamos al Sacré-Coeur?
Se toma demasiadas confianzas con un cliente que pretende visitar París con toda tranquilidad.
—No… no… Primero Les Invalides…
—Muy bien, señor.
¿Me habrá reconocido? Da media vuelta para tomar la ribera en el otro sentido. Se seca la frente con un pañuelo. Las ventanillas del coche están bajadas pero el calor es asfixiante. Más que en pleno día.
Se detiene junto a la explanada. La luz blanca de los proyectores ilumina la cúpula de Les Invalides dando al edificio la apariencia de un inmenso entrepaño en trampantojo. Experimento la misma sensación de irrealidad que ante la Tour Eiffel, e intento combatirla buscando en la memoria lo que, para mí, evoca esta explanada: la feria de mi niñez, con los tiovivos, las casetas de tiro, el tren del infierno… La instalaban aquí todos los años y mi madre me traía…
—¿Quiere ver Les Invalides más de cerca?
—No es necesario…
A mano izquierda, ante la terminal de Air France, los autocares de Orly descargan turistas y salen inmediatamente en busca de nueva carga. Turistas encorvados bajo bultos y gigantescas mochilas de armadura metálica, subiéndose a toda prisa en otros autocares que afluyen sin cesar. Se diría un transporte militar de tropas.
—¿Y ahora, señor? ¿A dónde lo llevo?
Me inclino hacia él, hasta casi rozarle el hombro con la barbilla.
El olor del Acqua di Selva incrementa mi aturdimiento. Le digo, articulando muy bien cada sílaba:
—Volvemos al hotel. Pero antes, quiero que se detenga un momento en la place de l’Alma, en un lugar que le indicaré.
De nuevo, da media vuelta; sigue la ribera del río y luego cruza por el puente de l’Alma.
Mucha gente en la terraza de Chez Francés. Los veladores invaden parte de la calzada. Un autocar celeste espera; en el lateral, escrito en grandes letras rojas: Paris-Vision.
—Párese ahí, a la derecha… al principio de la rué Jean-Goujon…
—¿Aquí?
—Sí.
Estamos frente a la entrada del edificio donde vivía Carmen.
Apaga el motor y se vuelve hacia mí.
Con los ojos muy abiertos me mira fijamente, con tanta atención que parece haber envejecido de pronto. A menos que sea la penumbra la que le demacra el rostro.
—Me pregunto si aún sigue viviendo alguien en ese piso…
Y le señalo las ventanas cerradas del piso de Carmen, las que dan a la rué Jean-Goujon.
—A lo mejor puede usted decírmelo…
No aparta los ojos de mí, inquieto, y mi desasosiego se acrecienta. Me dan ganas de preguntarle por su mujer. De evocar, incluso, ciertos detalles de los que me enteré en las veladas, algo peculiares, a las que el matrimonio nos invitaba, a Carmen y a mí. ¿Seguía teniendo Martine Hayward la peca en el lado izquierdo de la cintura?
—Quizás coincidimos aquí, hace mucho tiempo… En casa de una tal señora Blin, ¿verdad? —me dice en tono de conversación mundana.
—Sí… Creo que sí…
—Murió hace cinco años.
Murió. Sin saber por qué, el mofletudo rostro rosado de Tintín Carpentieri se me representa con tanta claridad que durante un momento no veo a Hayward acodado en el asiento, frente a mí, sino a Carpentieri en persona, hablándome.
—Llevaba mucho tiempo fuera de París. Al parecer se retiró a la Costa Azul.
Puede que esta noche, según su costumbre, Carpentieri siga al coche fantasma de Georges Maillot. La place de l’Alma forma parte del itinerario. Podría pedir a Hayward que esperara el paso del Lancia blanco de Maillot y del coche de Carpentieri. Y que los siguiera a su vez. Avenue Montaigne. Rond-Point des Champs-Élysées. Y, de nuevo, avenue Montaigne. Puente Alexandre III…
—¿Quiere que lo lleve al hotel? —me pregunta Hayward.
—Será lo mejor.
Sí, un coche enorme, como éste. Lo conducía Hayward, como ahora. Pero aquella noche yo no iba solo en el asiento de atrás, sino entre Martine Hayward y la chica morena. Carmen iba delante, junto a Hayward. Y Ludo Fouquet, aquel tipo de pelo castaño, ojos azules e impermeable ligero de color arcilla también iba delante, en el lado de la puerta. Con el brazo izquierdo rodeaba los hombros de Carmen. Antes de arrancar, como solía hacer cuando la velada iba a prolongarse hasta muy tarde, Hayward me hizo la misma pregunta que ha salido de sus labios veinte años después:
—¿Quiere que lo lleve al hotel?
Pero no esperaba respuesta. Era una broma, una especie de ritual. Sabía muy bien que a mí no me gustaban aquellas veladas interminables de las que intentaba apartar a Carmen a toda costa.
—No. No. Se queda conmigo y no vas a llevarlo al hotel —dijo Carmen a Hayward. Por el tono de su voz y por aquel tuteo, me di cuenta de que había bebido más que de costumbre.
Hayward arrancó. Recorríamos la explanada de Les Invalides, en dirección al río. Hace un rato, cuando nos detuvimos más o menos en ese mismo sitio, se me pasó aquel detalle porque me cuesta creer que todo aquello ocurriera en esta misma ciudad. Salíamos de un local, a la vez restaurante y club nocturno, de la rué Fabert, la que rodea la explanada a mano derecha. Una enorme sala tapizada con terciopelo rojo. Cristales, espejos, techo lacado en negro. Todo bastante deteriorado. Orquesta cubana. Algunas parejas en la pista. El animador iba de mesa en mesa, o se inclinaba sobre el micrófono y repetía sin mucha convicción, moviendo la cabeza a modo de metrónomo:
«Tagada, Ta-ga-da».
Al parecer, esas tres sílabas eran para él como una contraseña que lanzaba a los clientes, su sello de calidad, su título de nobleza. Además, tagada brillaba en letras de neón verde en la fachada del local. Hacia medianoche, Hayward nos solía llevar al Tagada porque allí —según él— «se coincidía» con gente y se podían conseguir «números de teléfono».
Y aquella noche, «coincidimos» con el tipo del impermeable, que se llamaba Ludo Fouquet, y con la chica morena.
Con solo ver a Hayward conduciendo, manos en el volante, nuca y cuello tiesos, con solo oler el Acqua di Selva, se me vienen a la mente todos los detalles de aquella noche de hace veinte años.
Y esa sensación de ir flotando, a la deriva, que se experimenta dentro de un coche americano, sigue siendo la misma, ahora y entonces. Fouquet dijo:
—¿No les apetece tomar una copa en mi casa, en la rué de Ponthieu?
Apretaba con demasiada insistencia el hombro de Carmen.
—No —dijo Hayward—. Vayamos mejor a la mía…
—He citado a Jean Terrail en la rué de Ponthieu. ¿Qué hago?
—Dile que se pase por mi casa —contestó Hayward.
¿Por qué recuerdo, en este instante, el nombre de Jean Terrail? Cuerpo algo recio, cara redonda, uno de esos comparsas que seguían la estela de los Hayward durante aquellas noches en vela. Como Ludo Fouquet. Mario P. Un tal Sierra Dalle. Andrée Karvé que vivía en el 22 de la rué Washington y estuvo casada con un médico que todos ellos habían conocido y al que llamaban «el apuesto matasanos»; Roger Favart y su mujer, de cara pecosa y ojos grises…
Yo estaba mareado aquella noche, por el olor del Acqua di Selva, por la mano de Fouquet en el hombro de Carmen, y por el leve vaivén del coche americano: más que rodar por la calzada, me parecía que iba a la deriva sobre el agua. Apenas se oía el ruido del motor.
—Tengo que irme a casa —dijo la chica morena que estaba a mi izquierda.
—No… te quedas con nosotros —dijo Ludo Fouquet.
—Es que yo trabajo… Me levanto muy temprano…
—Pues así no tendrás que levantarte… No duermas esta noche… A tu edad no pasa nada…
A tu edad… Ciertamente, todos ellos eran mayores que nosotros dos. Y sus palabras: «me levanto muy temprano» sonaban raro en aquel coche americano flotante. No podía imaginarme a los Hayward, a Fouquet y a todos los demás, a la luz del día. Se disipaban con las primeras claras del alba. ¿Qué podía hacer Ludo Fouquet de día? ¿Y Jean Terrail? ¿Y Mario P.? ¿Y Favart? ¿Y su mujer de ojos grises? Solo los veía de noche, como si ya, por entonces, fuesen meros fantasmas.
La chica se inclinó hacia Hayward apoyando la mano en mi rodilla. Olía a lavanda.
—Déjeme en la estación de la Bastille. Aún puedo coger el último tren.
—No le hagas caso, Philippe —dijo Fouquet—. Se queda con nosotros…
—Sí… sí… Se queda con nosotros —repitió Carmen como un autómata.
Luego, volviéndose hacia mí:
—Convéncela para que se quede… Es guapa, ¿verdad? ¿Te gusta?
La chica me miró y se encogió de hombros.
—Bájese en el próximo semáforo… —le dije en voz baja.
—No… No… No puedo… Ese tío es un animal…
Y me señalaba a Ludo Fouquet.
—Si me bajo del coche es capaz de darme una paliza…
—¿Qué le estás diciendo? —preguntó Fouquet.
—Nada.
—Tonterías… Solo le estarás diciendo tonterías…
Me resultaba insufrible ver los dedos de Fouquet tamborileando suavemente el hombro de Carmen, subiendo cuello arriba… Martine Hayward encendió un cigarrillo y casi rozándome con la cara me dijo al oído:
—¿Se queda con nosotros?
Presionaba su pierna contra la mía. También ella había bebido, como Carmen. Como Ludo Fouquet. Tan solo Hayward permanecía sobrio durante aquellas noches interminables. No era del todo un fantasma y, al parecer, él sí que tenía una vida diurna. Pero ¿por cuánto tiempo aún?
A través de los cristales, una luz blanca que provenía de los focos de la terraza, dejaba el fondo del salón en un charco de sombra. Y Carmen permanecía en ese charco oscuro, tumbada en uno de los sofás. Ludo Fouquet, sentado en el suelo, sujetaba el auricular del teléfono entre la mejilla y el hombro.
—Qué raro… No consigo dar con Jean Terrail…
—Deja en paz ajean Terrail —dijo Hayward.
—No, hombre… Nos puede traer a gente interesante…
—¿Pongo música? —preguntó Martine Hayward.
Se había desnudado y llevaba un albornoz de felpa naranja.
—Sí… pon música —dijo Fouquet—. Algo excitante… Una voz de mujer… Una negra…
Hayward llenaba los vasos con una bebida de reflejos ambarinos y le daba uno a Carmen, otro a Ludo Fouquet, otro a Martine. No me atrevía a calcular la cantidad de alcohol que se habían bebido entre los tres desde el inicio de la velada.
—Ya sí que me tengo que ir —dijo la chica.
Estaba de pie, ante Ludo Fouquet que, en cuclillas, sin soltar el teléfono, se bebió la copa de un trago.
—Pues ya te estás largando…
—Gracias.
¿Iría a levantarse y propinarle una bofetada? No. Volvía a marcar un número.
—Me buscaré a otra en tu lugar. No te creas que me será difícil… Chicas como tú las hay a montones…
Pero ella no lo escuchaba. Dándole la espalda, se iba hacia el vestíbulo.
Allá, en el charco de sombra, Philippe Hayward se había sentado, apoyando la espalda en el sofá donde descansaba Carmen; ella le pasaba una mano distraída por el pelo.
—Yo también me voy —dije—. Estoy rendido…
Carmen me miraba con ojos muy abiertos, surcados por una expresión de desconcierto, pero en esos instantes no podía hacer nada por ella. Absolutamente nada. Se hundía en el charco de sombra. Se habría negado a seguirme.
—Bueno, pues espérame en casa —farfulló—. Espérame… ¿eh?… espérame…
Rebusqué en su bolso, que se había caído al suelo con la mitad de su contenido, para coger la llave del piso.
Cuando terminé de bajar las escaleras se apagó la luz. Anduve a tientas hasta la puerta. Enseguida sentí una presencia. Pasé la mano por la pared buscando el interruptor. Al final, lo encontré. La chica estaba en la puerta. Se volvió hacia mí.
—No veía… No podía abrir…
Salimos los dos y en el patio del edificio levanté la cabeza hacia el piso de los Hayward, que los focos de la terraza iluminaban como un plato de cine.
—Qué gente tan rara —le dije.
—Sí. Sobre todo Ludo…
—¿Hace mucho tiempo que lo conoce?
—Bueno… desde hace un mes… Íbamos por la rué de la Tour. Tenía el pelo oscuro, una media melena, hasta los hombros; ojos claros algo rasgados, tez pálida. Llevaba un impermeable demasiado grande que se apretaba contra el pecho.
—Es el impermeable de Ludo… Se lo he birlado al salir. No me apetece mojarme…
En efecto, reconocí el color arcilla. Contrastaba con su pelo negro.
—Y usted, ¿lleva mucho tiempo saliendo con ellos?
—Bueno, yo soy amigo de la mujer…
—¿De la rubia?
—Sí.
Mientras estábamos en el piso había caído un chaparrón, porque la acera brillaba y a veces esquivábamos algunos charcos.
—¿Trabaja usted? —le pregunté.
—Sí… en una perfumería de la rué de Ponthieu. Allí me echó el ojo Ludo… Va mucho a un hotel que hay en esa calle, con sus amigos… El Paris-Mondain.
Los Hayward nos habían llevado allí una noche. Para «coincidir» con gente. La entrada, el hall y el bar estaban sumidos en una luz verde, que tornaba aún más espectrales las caras de toda aquella gente. Andrée Karvé, Vette Favart, Sierra Dalle. Y Mario P., el «contralto», que se jactaba de su amistad con el actor Roland Toutain, y cuya broma favorita consistía, cuando estaba en el bar, en exhibir en un platito su sexo erguido diciendo: «que lo tenía así de tieso las veinticuatro horas del día…».
—Pero ¿por qué sigue usted viendo a ese tipo? —le dije.
—No puedo dejarlo… Me sacó de un apuro prestándome mil francos.
Levantó la cara hacia mí.
—¿Usted estudia?
—No.
Parecía muy joven envuelta en el impermeable de Ludo. Como una cría que juega a ponerse zapatos de tacón y camina dando traspiés.
—¿Cuántos años tiene? —le pregunté.
—Veinte.
Yo también. Nacimos con un día de diferencia. Esas casualidades no son frecuentes.
Tomamos la avenue Henri-Martin, luego la avenue Georges-Mandel hasta Trocadéro. Los árboles del talud y las hojas, al otro lado de la verja negra de los edificios, estaban chorreando de agua. Del jardín de un palacete en demolición, en la esquina de una calle, subía un aroma a madreselva. Ella se levantó la manga del impermeable de Ludo para consultar su reloj.
—Aún puedo coger el último tren.
—¿Dónde vive?
—En Saint-Maur. ¿Lo conoce?
—No.
Por la zona este de París, yo nunca había ido más allá del Bois de Vincennes.
—Coja un taxi. Tengo dinero…
Me rebañé el bolsillo. Treinta francos podían ser suficientes para ir en taxi hasta Saint-Maur.
—Muchas gracias. Mañana se lo devuelvo. Podría venir a verme… Mañana por la tarde libro…
Ni un taxi en la parada de Trocadéro. Caminamos hasta la place de l’Alma. Se me hacía raro pasear por el barrio con alguien que no fuese Carmen. Al inicio de la avenue Montaigne, un g-j rojo y negro esperaba.
—¿Y usted, vive lejos? —me preguntó.
—No, ahí. En la planta baja.
Y le indiqué el piso de Carmen, al otro lado de la plaza.
—¿La casa del jardín?
—Sí.
Pareció sorprendida. Luego, se subió al taxi.
—Venga a verme mañana a Saint-Maur… Voy a darle mi dirección.
Pidió al taxista papel y bolígrafo. Escribía con aplicación, apoyando el papel en una rodilla.
—Hasta mañana. Y gracias. Venga a buscarme a las dos y media. Espéreme en la calle…
Me sonrió, cerró la puerta y, a través de la ventanilla bajada agitó, a modo de despedida, la manga del impermeable de Ludo, demasiado grande para ella.
¿En qué calle de Saint-Maur debía esperarla al día siguiente, a las dos y media de la tarde? Consulté el papel: 30 bis, avenue du Nord.