Inicié mi vida con una salida en falso. Iba a escribir: una mala salida. Pero no, sin lugar a dudas fue una salida en falso. Podría incluso negar que viví todo aquello. Casi todos los testigos han desaparecido, salvo Ghita cuyos recuerdos son confusos, supongo. ¿Quién iba a demostrar lo contrario, salvo algún maníaco que hurgase en viejos informes policiales en busca de mi nombre? Algunas mujeres, para rejuvenecerse, ocultan cinco años de su existencia. De modo que tres meses… Sin embargo, hoy sé que esa salida en falso dio una tonalidad particular a mi vida, que se convirtió en su base sensible.
Abril, mayo, junio. En los archivos de la brigada antivicio hay rastro de mi estancia, aquella primavera, en el Motel Triumph, habitación 17. La 15 era la de Albert Valentín. Georges Maillot, cuando venía a París, ocupaba la habitación 14, a la altura de la mía, al otro lado del pasillo. Rocroy me había confiado que Maillot venía a París para sus curas de desintoxicación y que llevaba mucho tiempo drogándose. Tenía cinco años más que Carmen. Ghita, por su parte, tenía treinta y tres años; Carmen, treinta y nueve, los mismos que yo ahora. Los Hayward eran unos años más jóvenes. Rocroy era de la generación de Lucien Blin. Nació en 1909. Blin, en 1906. Necesito estas precisiones, me aferró a estas fechas porque aquella primavera pasó tan deprisa que solo me dejó imágenes fugitivas. No tuve tiempo de hacerles todas las preguntas, de conocer a cada uno en profundidad, de clavar la mirada en sus rostros.
Georges Maillot. ¿Por qué ese hombre que a primera vista parecía sano, fuerte, exuberante, estaba tan emponzoñado por dentro? Rancio poso neurasténico, según la expresión de Rocroy refiriéndose a Carmen. Recuerdo las risotadas de Maillot, sus ojos azules, su físico de «gladiador» como a él le gustaba decir para burlarse de sí mismo. También recuerdo los alaridos que lanzaba algunas noches en la habitación 14 del hotel de la rué Troyon. No podía dejar la bebida durante las curas de desintoxicación, y la mezcla de alcohol y sedantes le producía tremendos calambres en el estómago. Pero no perdía el buen humor. A la mañana siguiente me decía: «No lo he dejado dormir ¿verdad? La próxima vez habrá que amordazarme».
Un domingo de mayo, por la tarde, Maillot y yo alquilamos dos bicicletas. Habíamos visto que varias calles del barrio estaban en cuesta y Maillot quería subirlas y bajarlas en bici para hacer ejercicio. La noche anterior confeccionamos la lista:
Avenue Carnot
Rue Anatole-de-la-Forge
Rue de Arc-de-Triomphe
Avenue Mac-Mahon
«Costará mucho subir pero luego, ya verá… un placer, bajar…».
Y se echo a reír con una de esas risotadas tan suyas; lo único, pensaba yo, que se mantendrá intacto en su persona hasta el final.
Ciertamente, resultaba muy agradable bajar por las calles desiertas sin pedalear, bajo el sol de primavera. Aquella noche cenamos con Rocroy, los tres solos, en la terraza de un restaurante del barrio. Hablaron de Carmen. Y del pasado. Rocroy se las había ingeniado para que a Carmen no le faltara dinero, y había conseguido, desde hacía unos meses, enderezar su economía «catastrófica». Ella ya no jugaba, que no era poco. Rocroy la había convencido para que firmara una «autoprohibición de entrada» en los casinos.
—Apúntate un tanto, Daniel —dijo Maillot.
Desde la muerte de Blin, «todo» se había ido degradando. En tan solo diez años… Y cuando Rocroy decía «todo», me parecía que no se refería solo a la situación financiera de Carmen, sino a sí mismo, a Maillot, a París, a las cosas en general. Con Blin, el mundo mantenía su coherencia, otorgaba a cada uno de ellos un centro de gravedad, un denominador común, incluso una razón de ser… Blin había sido como el imán que reúne la escobina de hierro.
—¿Y tu tratamiento? —preguntó Rocroy a Maillot.
—Ni bien ni mal… Desde que me casé con Doris parece que voy por otro camino. Además siempre me gustó vivir en Roma.
Se volvió hacia mí.
—Tendría usted que ir a Roma… Le encantaría esa ciudad…
—Puede que me equivoque —dijo Rocroy—, pero me parece que Roma es un lugar de retiro… Fíjate en todos esos tipos que acaban su vida en Roma…
Citó los nombres de algunos actores franceses que, como Maillot, se habían establecido en aquella ciudad en los últimos diez años.
—La verdad es que nunca los veo… Solo me relaciono con los amigos de Doris… Y sí, puede que tengas razón… pero eso no es aplicable a él…
Y me señalaba con el dedo.
—A su edad, da igual estar en Roma o en París… Es lo de menos… Tener veinte años en Roma o en París…
Un muchacho rubio entrado en carnes se reunió con nosotros al acabar la cena y se sentó a nuestra mesa para tomar café. Maillot nos lo presentó, pero no oí su nombre. Ahora caigo en que era Tintín Carpentieri.
—¿Te has traído el coche del garaje?
—Sí.
—¿Qué le pasaba?
—Un problema de frenos…
Él y Carpentieri se levantaron.
—Voy a Orly, a buscar a Doris…
Me dio una palmadita cariñosa en el hombro.
—Nos veremos mañana en el hotel, desayunando… Y si a Doris no le importa, podemos darnos otra vuelta en bici…
Los vi subirse al coche. Carpentieri se puso al volante y arrancó de estampida. Rocroy y yo permanecimos unos instantes silenciosos, en nuestra mesa.
—Creo —me dijo Rocroy— que debería usted aceptar su invitación e ir a Roma un día de éstos… Georges es tan amable…
Según él, Georges y Carmen habían vivido una fugaz «aventura», cuando Carmen tenía veinticinco años.
—Lucien hizo la vista gorda… Conocía muy bien a Carmen… Sabía soltarle la brida cuando era preciso… Era hombre de caballos…
Rocroy me propuso que lo acompañara hasta su casa, en la rué de Courcelles, dando un paseo. Había que aprovechar aquella preciosa noche primaveral. Mientras caminábamos, me hablaba como de padre a hijo. Le preocupaba mucho mi porvenir. Curiosamente, Maillot tenía mi misma edad cuando él lo conoció, en 1939, en la Costa Azul. Tampoco Maillot sabía a qué iba a dedicarse en la vida. En Cannes, conoció a una mujer mayor que él, una mujer del tipo de Carmen, una tal Rolande Renard. El muchacho le cayó bien. Y esa Rolande Renard era, a su vez, amiga de Rocroy y de Lucien Blin… Ya ve usted, Jean, que el mundo es un pañuelo…
Pero la solución no está en las Carmen Blin y las Rolande Renard. Rocroy aconsejó a Maillot que se fuera a París, que se matriculara en un curso de arte dramático. Y a mí, ¿qué me gustaba? Los libros. Bueno, ¿por qué no intentaba lanzarme al mundo literario? ¿Eh?
Había que fijarse una meta en la vida. Si no… Yo lo escuchaba distraído. Estaba en esa edad en que los consejos no sirven de nada y las personas que los dan parecen pronunciar frases inútiles.
Una meta en la vida… Aquella noche la brisa era tibia, las luces de la avenue des Champs-Élysées brillaban como nunca lo hicieron después y, más abajo, en los jardines, las flores de los castaños me caían sobre los hombros.