—Carmen es más bien del tipo cigarra —me decía Rocroy.
Lo había vendido todo, salvo la pequeña sala de cine de Buttes-Chaumont, olvidada en la lista junto con el chalet de Alta Saboya. Tras la desaparición de Blin, Carmen pudo conservar, durante dos o tres años, la Cuadra y el criadero de Varaville, gracias a los consejos de un jockey con quien estuvo compartiendo su vida. Y luego, uno tras otro, jockey, caballos y criadero, se esfumaron. Por su parte, Rocroy hacía todo lo posible para que no acabara como yo, en la calle.
Una mañana me propuso visitar el criadero. Me sorprendió. Creía que ya no existía.
—Sí… Aún me queda una parte…
Nos fuimos en el coche de Hurel, el antiguo mozo de cuadra. Conducía con precaución el viejo Frégate negro, como si hubiese perdido la costumbre. No calzaba los escarpines de terciopelo sino botas de montar, limpias y relucientes. Cogimos la autopista del Oeste. Cerca de Versalles, nos desviamos por una carretera bordeada de plátanos y nos detuvimos ante un portalón de madera blanca, con la pintura descascarillada. Una cadena cerraba las dos hojas y, sobre una de ellas pude leer un rótulo con letras negras casi borradas: criadero de Varaville. Más arriba un buzón algo arqueado, quizás por el óxido.
—Puede que haya correo —me dijo Carmen con voz seca—. Deberías echar un vistazo… A lo mejor te interesa…
Se esforzaba en bromear, preguntándose quizás si con esta visita no se estaba poniendo a prueba. Entre tanto, Hurel había abierto el buzón con la llave del coche.
—No hay correo, Señora.
Luego, desató la cadena y de una patada abrió una de las hojas del portalón. Una avenida se abría ante nosotros, invadida por zarzas y maleza.
—¿Cree que podremos andar por ahí? —preguntó Carmen.
—Claro que sí, Señora.
Nos iba abriendo paso a través de matorrales y hierbas altas. A veces, el trazado de la avenida se perdía bajo una vegetación que nos sofocaba a los tres. Avanzábamos como podíamos por aquella selva virgen, hasta que la avenida aparecía de nuevo a los diez metros. Llegamos ante un gran edificio con vigas de madera vista. Las dos alas estaban dedicadas a las cuadras. Un pináculo coronaba el cuerpo central, con un reloj cuyas agujas marcaban eternamente las cinco y media.
—No se le habrán olvidado las llaves.
—No, Señora.
Hurel intentaba abrir la puerta de madera del cuerpo central sin conseguirlo. La llave se había atascado en la cerradura.
—No se puede abrir, Señora. Está muy oxidada. Si quiere, fuerzo la puerta.
—Déjelo.
—No, voy a intentarlo, Señora.
Retrocedió y tomando un impulso brutal dio un tremendo golpe con el hombro; la puerta cedió.
—¿Lo ve, Señora?… Ahora la cerradura sí que está hecha polvo…
Carmen y yo entramos. Un olor a moho se me agarró a la garganta nada más penetrar en aquella enorme habitación panelada. Carmen abrió el postigo de una ventana y la luz desveló una chimenea monumental donde se descomponían algunos leños. En la pared de la izquierda, un marco. Lo descolgó y limpió con su pañuelo el polvo amarillento que cubría el cristal. La foto de un jockey con una dedicatoria: «Para el jefe Lucien Blin. Con afecto F. Hobson». El tal Fred Hobson, yo lo sabía por Rocroy, era el jockey que había vivido con Carmen tras la muerte de Blin y del que se comentaba, en ciertos círculos ya muy diezmados, que incluso en vida del marido «montaba» a la «encantadora esposa de Lucien Blin».
—Tengo que llevarme esta foto a casa —dijo Carmen en tono cansado—. Era un amigo…
En la repisa de la chimenea, montones de folletos que parecían programas de teatro. El grueso papel satinado los había protegido del tiempo, aunque las tapas de la mayoría estaban llenas de manchas pardas y de agujeritos, como roídas por los insectos. Cogí el que estaba menos estropeado. En la tapa pude leer:
CRIADERO DE VARAVILLE
1947
LUCIEN BLIN
Carmen, por su parte, seguía limpiando el polvo del marco con el pañuelo.
En la primera página del folleto, decía: «para el señor Lucien Blin». Y debajo una lista de nombres:
Potros nacidos en 1947 - Foals
Potrancas nacidas en 1947 - Foals
Luego, en las páginas siguientes:
Para el señor Lucien Blin
Potros nacidos en 1946 - Yearlings
Potrancas nacidas en 1946 - Yearlings
En total, unos cuarenta. Guardé durante muchos años aquel «programa» y, en mis momentos de ocio, me fui aprendiendo de memoria el nombre de los caballos: Ortolan, Brumoso, Pozo de amor, El Crío, Príncipe rosa, Scaramouche, Clodoche, Fuente dulce, Viento del norte, Noche loca, Col del Avaris, Papoum, Arabian, Girl, Dulcita, Hada persa, Estambul, Señorita de Saint-Ahon, París-Norte, Billy of Spain… Me hubiese gustado que Hurel me contara cosas de cada uno de ellos. Él los había conocido. Pero nunca me atreví a pedirle nada.
Debió hacer un gesto demasiado brusco y el cristal del marco se rompió. Dejó el marco en el suelo, boca abajo.
—¡No importa! Es mejor que se quede aquí.
Se había cortado en el dedo índice con el cristal, y sangraba un poco.
Le dije que era una pena dejar aquí esa foto, que se estropearía. Fui quitando los trozos de vidrio y saqué la foto del marco. Pero en cuanto se la di, la rompió. Gesto poco amable hacia Fred Hobson.
Salimos y cerró la puerta. Se apoyó en la balaustrada del porche.
—¿Te gustaría vivir aquí? Preguntaré a Rocroy si lo pueden acondicionar…
Ante nosotros se extendía el parque abandonado, tan denso como una selva virgen. Poco a poco irá avanzando hacia la casa y acabará por tragársela. La hierba y el musgo ya inundaban el porche, y el follaje se salía por las puertas renegridas de los establos, como si los árboles hubiesen crecido en el interior. Por mucho que escrutaba aquel amasijo de vegetación, ya no veía el camino que habíamos seguido antes.
—Nunca quise vender esta parte del criadero… Por Lucien y por Fred…
¿Habría muerto también el tal Fred?
—Tendría que remozar todo esto… No lo puedo dejar así…
A lo lejos, Hurel intentaba quitar las malas hierbas con una laya. Heroico, obstinado como un niño que pretendiera limpiar de dunas Las Landas con una palita de playa.
—Debe darle mucha lástima ver el criadero en estas condiciones…
Carmen tenía la mirada perdida en otra parte. Sin duda veía las avenidas bien cuidadas, el césped, las cercas blancas, el ir y venir de los mozos de cuadra, a Fred Hobson entrenando, a Hurel metiendo en la cuadra a Billy of Spain, todo lo que daba sentido a su vida, todo lo que aún existía en tiempos de Lucien.
Una cuerda colgaba a la entrada del porche. Le pregunté para qué servía. La usaban para izar la «bandera». ¿La bandera? Sí, ésta: verde y blanca, los colores de la Cuadra. La izaban cada vez que un caballo del criadero ganaba una carrera.
Tiré de la cuerda. Chirrido de polea. Cuando noté cierta resistencia, até la cuerda a la balaustrada del porche. Quería comprobar si la bandera llegaba a lo alto del asta.
Arriba, la brisa la ondeaba suavemente, a pesar de un desgarrón en el lado verde. El blanco estaba amarillento. Pero ¿qué importaba? Era lo menos que podía hacer: izar la bandera por última vez como homenaje a los jockeys, monitores, mozos de cuadra desaparecidos, y a la juventud de Carmen.