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Pero las noches en que no venían los Hayward, ni Rocroy, ni Ghita, ni Georges Maillot, la esperaba yo solo. Las hojas de los árboles, la cúspide de la Tour Eiffel y la verja del jardín se recortaban en el cielo aún luminoso, antes de que la noche cayera definitivamente. Ella se despertaba; ponía un disco en el picú de su dormitorio y, mediante un sistema de acústica muy perfeccionado, la música se esparcía por todo el piso. Aparecía en albornoz de felpa blanca y se tumbaba en el sofá. La oscuridad me rodeaba sin que yo me tomara la molestia de encender la luz. El antiguo mozo de cuadra de patucos aterciopelados habría prendido alguna lámpara de haber pasado por allí, pero se limitaba a abrirme la puerta de la casa y luego, me olvidaba; de hecho, al principio, fui vagando por la hilera de cuartos en busca del salón.

Música de jazz, de rumba, de opereta, Los millones de Arlequín… En las noches templadas, nos sentábamos juntos en el escalón del jardín y la música llegaba hasta nosotros por la puerta acristalada entreabierta. De vez en cuando, se levantaba para cambiar el disco y volvía a sentarse tan cerca de mí que sentía el contacto de su frente contra mi hombro. Aunque para ella empezaba el día, el desfase horario no me molestaba. Me echaba mis buenas siestas en el hotel de la rué Troyon, para mantenerme despejado.

Y así nos daban las diez, a veces las once de la noche. Hora del solitario. Disponía las cartas en la alfombra y yo cogía un libro de la biblioteca. Novelas policíacas. Tratados de historia. Muchas obras de teatro que sus autores habían dedicado cariñosamente a Blin, llamándolo unas veces por su nombre de pila, otras por su apellido. Para Lucien. Para Blin. Anuario cronológico del «Turf» de 1934 a 1955, editado por «Établissements Chéri»: veintidós tomos encuadernados en azul noche. Y el ex libris blanco y verde, los colores de la Cuadra Blin, con las iniciales L. B. sobre cada volumen. Allí, en aquellos anaqueles, vi otro ejemplar de Cómo se hicieron ricos de Guttrie Schwill, aquel libro que leí, solo y abatido, en el Val de Gráce. Enseñé a Carmen la foto donde estaba con su marido y el jockey, pero se limitó a encogerse de hombros.

Había cientos y cientos de fotos y recuerdos de todo tipo en los cajones del mueble chino, pegado a la pared izquierda del salón. Cogía uno de esos cajones, vaciaba su contenido en el suelo y ante mí surgía, en un revoltijo, toda la juventud de Carmen con las fechas detrás de las fotos, y los nombres de los comparsas escritos en viejas agendas de Lucien Blin. A ella no le gustaba que curioseara en lo que llamaba «los archivos». Una noche, que me sorprendió hurgando en los cajones donde dormía su pasado envuelto en aromas de cuero y laca, me dijo que «iba a quemar todo eso». Al día siguiente había olvidado su decisión, pero yo me había llevado una foto de ella con veinte años, en bañador, ante los peñascos de Eden-Roc, para que, al menos, quedara algo de «todo eso»… No había cambiado prácticamente nada. En la foto de Eden-Roc llevaba un peinado distinto, con un mechón hacia atrás, por encima de la frente, pero el rostro seguía igual de terso, los ojos igual de claros, el cuerpo igual de esbelto. Tan solo el esplendor de su sonrisa se le había empañado.

A eso de las dos de la madrugada, el antiguo mozo de cuadra traía la bandeja del «almuerzo».

Pollo frío. Peladillas. Fruta. Zumo de naranja. Ella me quería enseñar a jugar al mah-jong, pero yo era un negado, y siempre los mismos discos dando vueltas en el picú. Aunque para esa gente fuera ya tiempo de crepúsculo —como me decía Rocroy en su carta— las melodías que sonaban con más frecuencia eran canciones de primavera: April in Paris, Some other Spring, Abril en Portugal… Con solo escucharlas me traslado a aquel ambiente de noches en vela, con la presencia de Carmen. También Georges Maillot silbaba los mismos estribillos lentos y tiernos, y me pregunto si esas canciones no habrían sido, para Carmen, para él, para otros componentes de aquel grupo del que ambos eran los únicos supervivientes, una especie de contraseña.

Después de «almorzar» se vestía y salíamos a dar un largo paseo. Era ese momento de la noche en donde solo pasa algún coche que otro, en que los semáforos se alternan en vano, ya en rojo, ya en verde. Caminábamos por el césped del Cours la Reine. Chaparrones. Olor a hojas y a tierra mojada. Al otro lado de la place de l’Alma, por la ribera del río, en la explanada del Palais de Tokyo, hablábamos en voz baja, por miedo a que el eco amplificara nuestras voces. La rué Fresnel y su jardín colgante. El Sena. L’allée aux Cygnes, por donde seguíamos hasta el puente de Grenelle. Y el regreso, por las escaleras de Passy y los jardines de Trocadéro.

Amanecía. El piar de los pájaros entraba en el salón. Hurel no había apagado las luces y un disco seguía girando en el picú. Cuando llegaba al final, el brazo del picú volvía a la mitad del disco y ese gesto de nadador pertinaz podía haber durado hasta el fin de los tiempos si yo no hubiese apretado la tecla. Las cartas de los solitarios yacían por la moqueta.

Una expresión de ansiedad furtiva pasaba por la mirada de Carmen y le contraía la boca; el mismo desasosiego que leía en su cara cuando Georges Maillot, los Hayward y yo la dejábamos en su casa, tras nuestras correrías nocturnas. Salía del coche y, bajo la marquesina del edificio, se volvía para saludarnos con la mano y siempre pensaba yo que ese gesto iba dirigido a mí. Entraría sola en el piso y pasaría por las habitaciones que eran un puro trastero: el mercado de las pulgas, como decía Georges Maillot. Éste me llevaba hasta la rué Troyon. Una vez llamé por teléfono a Carmen, desde mi habitación, para preguntarle si «todo iba bien» y si no quería que le hiciera compañía. Me contestó que «todo iba bien». Que muchas gracias. Y que durmiese, que a mi edad no debía pasar sueño.

A mi edad… Bueno, ahora tengo la edad que ella tenía entonces: treinta y nueve años. Y comprendo la desazón que se apoderaba de ella hacia las seis de la mañana. Y por qué se le había empañado la sonrisa, comparándola con la de la foto de Eden-Roc. Y por qué, aunque uno se tumbe en una cama y cierre los ojos, el sueño no viene a visitarnos.

El día se filtraba por las persianas de su cuarto.

Y se seguían oyendo los pájaros.

—Estos pájaros son tremendos… Acabarán conmigo…

De nuevo, la desazón en su mirada. A mí sin embargo, el canto de los pájaros me parecía una nana…

Estaba tumbada y acercaba su cara a la mía. Me miraba fijamente con sus ojos claros, en silencio. La contracción de la boca se le iba borrando, el rostro se le volvía tan terso, tan radiante como el de la chica de la foto de Eden-Roc, muy despacio, como algo que emergiese poco a poco —aroma de menta u hojas de nenúfar— hasta la superficie de las quietas aguas de un estanque.