Sin conocerlo, siempre sentí gran simpatía hacia aquel Bernard Farmer a quien, según ella, me parecía tanto. Gracias a él, Carmen se fijó en mí. Más tarde, entre los cientos y cientos de fotografías polvorientas que dormían en la cómoda de su cuarto y en los cajones de un escritorio del salón, descubrí algunas fotos suyas. Por mucho que las examinara con lupa, no veía el menor parecido entre Farmer y yo. Un rubio de ojos muy claros. Apenas sí se distinguían sus manos.
Pregunté a Carmen donde estaba el parecido. Pero ella no quería ver las fotos.
—Te digo que se te parecía…
El tono no admitía replica. De todas las personas de su entorno, solo Rocroy había conocido a Farmer antes que ella, ya que la amistad entre Rocroy y Lucien Blin se remontaba a una época anterior a la boda de Blin y Carmen. Él sí que podía saber si Farmer se me parecía. Al preguntárselo, dudó unos instantes.
—¿Eso le ha dicho?
—Sí.
—Físicamente, no se le parecía en nada, pero sí entiendo lo que ella quiere decir con eso…
Estábamos Rocroy, Ghita y yo, esperando a Carmen en el salón. Eran las ocho de la tarde, en pleno mes de mayo, y Carmen seguía sin despertarse.
—Le recuerda usted a Farmer por… por razones ambientales, no sé si me entiende…
Yo no entendía en absoluto.
—Cuando conoció a Farmer tenía diecinueve años… Fue el primer hombre de su vida… Fue Farmer quien le presentó a Lucien Blin…
Se inclinó hacia mí y, en voz más baja:
—No sé… Usted le recuerda su propia juventud… Por eso lo asocia con Farmer… Sí… Así de simple…
Luego, se volvió hacia Ghita, sentada en el sofá.
—¿Verdad, Gyp?
Aquel «¿Verdad, Gyp?» que puntuaba tan a menudo su conversación, lo pronunciaba siempre de modo desenvuelto y mecánico, como quien deja caer, con el índice, la ceniza del cigarrillo.
Esta noche, el calor es tan agobiante en el piso de Rocroy que las gotas de sudor me chorrean de la barbilla y caen en el papel de cartas tamaño folio, sin rayas. A veces, una de esas gotas se mezcla con la tinta azul florida de una palabra, de modo que escribo con mi propio sudor. Farmer. Han pasado veinte años pero aún oigo la voz de Rocroy diciéndome: «El primer hombre de su vida». Y me gustaría que, esta noche, el tal Farmer fuera para mí algo más que el recuerdo de un rostro borroso en una foto. Después de todo, soy su hijo.
Leo las páginas mecanografiadas del dossier de Rocroy y su vieja agenda encuadernada en piel azul. Farmer, Bernard, Ralph alias «Michel», 179 rué de la Pompe. Prófugo. Poincaré 15-29.
Dejo encendidas todas las luces del piso, siguiendo la recomendación de Ghita. Salgo y camino en línea recta. Boulevard Haussmann, avenue Friedland, avenue Victor-Hugo. La noche sigue siendo tórrida y París está igual de vacío. Y yo sé que Farmer desapareció hace tiempo. Lo sé por Rocroy, que me había dado algunas informaciones sobre él. Fumaba opio y siempre iba a cuerpo, incluso en invierno, porque pensaba que los abrigos achaparran la figura. Tenía unos diez años más que Carmen y formaba parte de la pandilla de amigos heteróclitos que iban a la zaga de Lucien Blin.
A medida que me acerco a l’Étoile, voy viendo los autocares turísticos del barrio de las Tuileries. Y los mismos hombres con camisas de flores, las mismas mujeres con vestidos naranjas o verdes, bajando de los autocares. ¿Habrá alguien en París con quien aún se pueda hablar de Farmer? ¿O de ti, Carmen? La avenue Victor-Hugo está desierta. Muy pocas luces en las fachadas de los edificios pero, como ocurre ahora en casa de Ghita, las lámparas iluminan viviendas vacías.
En la intersección con la rué du Dome, procedente de una de las ventanas abiertas del Hotel du Bois, me llega una música con un volumen tan alto que, en el silencio y el calor, la sigo oyendo cien metros más lejos. Es una de esas canciones italianas que tanto le gustaban a Georges Maillot, y que siempre escuchaba cuando estaba deprimido o durante sus curas de desintoxicación. A menos que esa melodía resuene tan solo en mi cabeza.
Doy una vuelta a la place Victor-Hugo, secándome el sudor de la frente con el puño de la manga. Rué de Sontay. El 179 de la rué de la Pompe. De modo que aquí era donde vivía Farmer…
Contemplo la fachada del edificio. ¿Una vivienda en el último piso? Allí esperaba a Carmen. Poincaré 15-29. Luego marcaré ese número que ya no existe, pegando con fuerza el auricular a mi oído. Por el momento, estoy de nuevo en la acera de la place Victor-Hugo, mientras que un autocar azul y amarillo se detiene y descarga a un montón de japoneses con sus máquinas de fotos en bandolera. Forman un grupo compacto y permanecen unos instantes inmóviles y solemnes. ¿Y si uno de ellos se saliera de la fila, cruzara la plaza con una corona de flores bajo el brazo y la depositara ante un invisible monumento fúnebre? ¿Y si yo siguiera caminando por la avenue Raymond-Poincaré, que se inicia al otro lado de la plaza? Yendo por la acera de la derecha, acabaría por detenerme en el número 3. Hotel Malakoff. Sí. Debería hacer esa peregrinación. En ese Hotel Malakoff fue donde pasé mi última noche en París, hace veinte años, tras el asesinato de Fouquet.
Los japoneses se sientan en las mesas del café Scossa y oigo sus susurros y el murmullo de la fuente. Intento imaginarme a Farmer doblando la esquina, bajo una cálida lluvia de junio, sin impermeable. Y a Carmen con diecinueve años, saliendo de la boca del metro a la hora del toque de queda, para reunirse con él. Las fachadas, las aceras, la fuente, son las mismas y estoy seguro de que por entonces, algunos veranos en París debían ser tan tórridos como los de ahora. Por mucho que me lo pregunte, no sé por qué esta noche he encallado, solo, en esta ciudad indiferente donde no queda nada de nosotros.
Pero ya en aquellos años no quedaba gran cosa de lo que Rocroy llamaba «la época de Lucien Blin». Ciertas frases se repetían en su conversación: «A Lucien no le hubiese gustado, ¿verdad Gyp?». «Eso le hubiese hecho mucha gracia a Lucien…». A veces, en tono de discreto reproche, se dirigía a Carmen: «¿De verdad cree que Lucien habría estado de acuerdo?». O: «A Lucien le daría mucha pena verla así…». Carmen no respondía. Agachaba la cabeza. Por mi parte, los ojos se me iban a la gran foto enmarcada en cuero granate, sobre la cómoda del salón: Lucien Blin, Carmen y el jockey, la misma foto que ilustraba el capítulo del libro de Guttrie Schwill: Cómo se hicieron ricos.
De los miembros de la «banda» de Lucien Blin solo vivían Rocroy y Georges Maillot. Carmen se acordaba de casi todos ellos, pero Rocroy era el único que podía haber sido el historiógrafo de los amigos de Blin y del grupo de múltiples ramificaciones que lo formaban por aquel entonces y que, a lo largo de los años se iría modificando, como el juego de cristales de un caleidoscopio. Durante veinte años, hasta la muerte de Blin, Rocroy fue uno de sus abogados, pero sobre todo su amigo más íntimo. Veinte años no es poco. Casi un cuarto de siglo. Aquellos veinte años tuvieron para Rocroy un sabor y una importancia incomparables. Fueron «la época» de Lucien.
Me hablaba de ello a menudo. Yo era un oyente atento y educado. Me apreciaba mucho por mi juventud. Quizás me veía como un hijo a quien transmitir todos sus recuerdos de la «época de Lucien» y su experiencia de la vida.
Un día fui a buscarlo a su casa de la rué de Courcelles para ir juntos al piso de Carmen; como siempre, disponíamos de todo el tiempo del mundo antes de que se despertara. Rocroy estaba tumbado en el sofá, Ghita Wattier contestaba al teléfono y, cada vez que éste sonaba, movía el índice con gesto negativo para que ella dijera que había salido.
—Enamorado de Carmen, ¿eh? —me preguntó bruscamente.
Debí sonrojarme o encogerme de hombros. Entonces, con suave voz paternal, me hizo una serie de consideraciones que, si no recuerdo mal, eran similares a los términos utilizados en su carta: «Todos los que han sido testigos de sus inicios en la vida van a ir desapareciendo. Usted los ha conocido siendo muy joven, cuando ellos se hallan ya en el crepúsculo…».
Luego, volvió la cabeza:
—Dale un bloc, Gyp… y un bolígrafo…
Ghita me alargó un pequeño bloc amarillo. El propio Rocroy sacó un bolígrafo del bolsillo interior de su americana.
—Tome nota, muchacho.
Y me dictó un montón de detalles: nombres, fechas, calles, que yo iba anotando en las hojas del bloc amarillo. Perdí el bloc, pero no tiene mayor importancia: a esa edad, no es preciso apuntar nada de lo que te dicen. Queda grabado en la mente, de forma indeleble. De por vida.
¿Tenía el presentimiento de que en un futuro yo escribiría algo sobre aquella época, sobre todas aquellas personas que me rodeaban? ¿Le manifesté que, con el tiempo, me gustaría escribir? Creo que no. ¿Hablábamos ambos de literatura? Por supuesto. Me prestaba sus novelas policíacas y gracias a él descubrí, en revoltillo, a Earl Biggers, a Rufus King, a Phillips Oppenhein, a Saint-Bonnet, a Dornford Yates, y a tantos otros, cuyas obras siguen ordenadas en su biblioteca. Con las mías.
Mi querido Rocroy, este libro es como una carta dirigida a usted. Una carta muy tardía. Nunca tendrá ocasión de leerla. Tan solo Ghita… Los demás han desaparecido. De todas formas, ni a Carmen ni a Georges Maillot les gustaba leer. Lo comentamos en cierta ocasión, y usted me explicó muy amablemente que hay dos clases de personas: los que escriben los libros y aquellos sobre los que se escriben los libros y que no necesitan leerlos. Los viven. ¿No era así, Rocroy? ¿Estoy en lo cierto? Carmen y Georges pertenecían a la segunda clase.
A finales de julio cumpliré treinta y nueve años y espero terminar mi libro para esa fecha. Debería dedicárselo a usted, Rocroy. Y a Carmen, y a Maillot, que fueron testigos de mis inicios en la vida, como usted decía.
Le prometo que el día de mi cumpleaños estaré solo en París. Se lo debo. A usted y a todos. Solo, en esta ciudad asfixiante que ya no es la mía y que hoy ha alcanzado los 35o. Esa noche me sentaré en la terraza de Chez Francis, entre turistas alemanes y japoneses. Y contemplaré la verja del jardín de Carmen, al otro lado de la plaza. La última vez que pasé por allí, en el coche de Tintín Carpentieri, los postigos del piso estaban cerrados para siempre. Brindaré a su salud, Rocroy. A la de Georges. Y a la de Carmen. Un simple zumo. De naranja o de pomelo. Por desgracia, no me sabrá igual que aquellos que nos servía el mayordomo con cara de jockey y patucos-escarpines de terciopelo negro en el salón de Carmen, a partir de las seis de la tarde, mientras esperábamos a que se despertase.
Querido Rocroy, me buscó usted una habitación en el hotel de la rué Troyon, donde paraba Maillot cuando venía a París. En ese hotel vivía un hombre encantador, un viejo amigo suyo y de Maillot, que también formó parte de la pandilla de Lucien Blin: el cineasta Albert Valentín. Me encontraba en familia.
Desde el hotel, iba andando hasta el piso de Carmen por la avenue Marceau. Siempre llegaba yo el primero. Luego llegaba usted, solo o con Ghita. Hurel, el mayordomo con cara de jockey, pronunciaba la misma frase en tono confidencial:
—La Señora sigue durmiendo.
Y yo admiraba la suavidad con que se deslizaban sus escarpines de terciopelo negro.
—Se los pone —me dijo usted imitando la voz del mayordomo— para no despertar a la Señora.
Quería proteger su sueño a toda costa. Parecía decepcionado siempre que se despertaba. No le gustábamos mucho ni usted, ni Georges Maillot, ni yo, ni los Hayward, ni los demás. Perturbábamos el sueño de su Señora.
Cuando Georges Maillot estaba en París, llegaba después de nosotros, hacia las siete de la tarde. En cuanto entraba al salón, gritaba con voz de trueno:
—¿Sigue durmiendo la Señora?
Y el mayordomo, con la cara encendida, murmuraba:
—Más bajo, por favor.
Y, como si fuésemos individuos peligrosos, cerraba rápidamente la puerta. Una tarde, Maillot comprobó que, por fuera, echaba la llave.
—Teme que vaya a despertar a Carmen. Debería hacerlo por su bien… Es una pena que se pase durmiendo un día tan espléndido como el de hoy.
A usted, Rocroy, le hizo gracia el comentario y soltó una risita sardónica.
—¡No me digas, Georges, que ahora vas a darnos consejos de higiene!
—Claro. ¿Por qué no?
El mayordomo aparecía de nuevo con una bandeja de zumos y nos servía de uno en uno. Cada cuarto de hora volvía con más zumos: mango, piña, uva, plátano… A instancias de Georges Maillot los mezclaba, con manos ágiles, como las de un barman de gran hotel. Nos preguntaba si deseábamos el «cóctel de la Señora». ¿No se quedaría usted, Rocroy, con la receta de aquel cóctel de frutas? Recuerdo que era a base de pomelo. Lo demás… Cóctel de la Señora. Estas palabras me encogen el alma.
Manchas de sol iluminaban las paredes, los muebles y la moqueta del salón. Las tardes eran radiantes y cálidas aquella primavera. Maillot abría uno de los balcones y, con los vasos en la mano, nos sentábamos en el gran peldaño de piedra. Una hilera de tulipanes blancos rodeaba el césped. Un arbusto de alheña, contra la verja, exhalaba un perfume de verano y niñez. Maillot cogía un puñado de guijarros y los iba lanzando contra los postigos cerrados del dormitorio de Carmen, o la llamaba a voces. Todo en vano. Entonces, se tumbaba en el césped con los brazos en cruz.
—¡Y pensar que en aquella época se levantaba siempre a las siete de la mañana…!
¿A qué «época» se refería? ¿A la de Lucien?
Rocroy se sacaba del bolsillo de la chaqueta el diario Cote Desfossés y, desplegándolo, se sumía en su lectura. Ghita, que permanecía en el salón, fumaba plácidamente.
—Daniel… Me gustaría saber tu opinión —dijo Georges Maillot a Rocroy.
Pensamos que se trataría de algún tema serio, uno de esos consejos que pueden cambiar el rumbo de una vida.
—¿Se sigue uno divirtiendo en París, Daniel?
Mascaba una brizna de hierba y, con los brazos cruzados bajo la nuca, parecía seguir con la mirada el huir infinito de las nubes.
—No —respondía Rocroy sin apartar la vista del Cote Desfossés. Ya nadie se divierte en París.
—Eso mismo pensaba yo.
Por mi parte, no entendía nada de lo que decían. Tras la verja, el viento acariciaba las hojas de los castaños, los pisos superiores de la place de l’Alma y la cúspide de la Tour Eiffel, en la otra orilla del Sena. Por aquel entonces, París era una ciudad que se ajustaba a los latidos de mi corazón. Mi vida solo podía inscribirse entre sus calles. Me bastaba con pasearme por París, solo y sin rumbo, para ser feliz.
Maillot bajaba el estor de loneta naranja sobre las puertas acristaladas del salón. Era alto y atlético. Con algo de romano en la frente, la nariz y las cejas; y en su indolencia. Sin rastro de vejez, sin una arruga que desvelara en él la menor aflicción. Hacía diez años que no trabajaba, cansado de interpretar papeles de joven as del deporte, y hasta de gladiador en una de sus últimas películas rodadas en Roma. Él valía mucho más. Le interesaban los muebles y los objetos de arte. Rocroy y Carmen me habían comentado que Maillot era un hombre muy refinado.
—Ghita, ¿es cierto que ya no se divierte uno en París?
La joven se había reunido con nosotros en el jardín, y Maillot estaba a su lado, sentado en el escalón de piedra lisa.
—¡Que sí, créeme! —suspiraba Rocroy— Gyp te dirá lo mismo… París ya no es París…
Sacándose un lápiz del bolsillo interior de la americana, escribía en el margen del periódico. O quizás hacía un crucigrama.
—Siendo así —decía Maillot—, he hecho bien en irme a Roma.
—Has hecho muy bien.
—En París me siento como un fantasma —decía Maillot.
Levantando los brazos, lanzaba un largo lamento de espectro. Y ahora, mientras escribo estas líneas, pienso que sus presencias en casa de Carmen, aquellas tardes, tenían algo de fantasmal; como si esperasen a alguien que nunca vendría, o se entregasen a un rito en recuerdo de un pasado ya extinto.
Hacia las siete, el mayordomo nos servía un aperitivo. Ya no eran zumos. Bebidas alcohólicas. Entonces, llegaban los Hayward.
No habían conocido la «época de Lucien». Ambos, de unos treinta años. Hacían buena pareja: él, una especie de Laurence Olivier algo achaparrado; ella, de pelo castaño y ojos verdes, con una elegancia lánguida. Vivían en un pisito cerca del Bois, en la avenue Rodin. Según creí entender, Philippe Hayward «llevaba unos garajes en París», y Martine Hayward, de muy joven, había sido maniquí de un modisto inglés que ellos llamaban «El Capitán». Pero una noche en que ella nos llevó a su casa y esperábamos al marido, sorprendí a Hayward colándose en el piso vestido con uniforme de auxiliar de vuelo de una compañía aérea. Momentos después entró en el salón con traje civil. Aquella breve visión me dejó perplejo. Presentí, desde el principio, que esa pareja malvivía y que no eran trigo limpio. El tono de voz algo ronco de Hayward, que intentaba corregir mediante una falsa entonación mundana, no me inspiraba confianza. Carmen, por su parte, no podía vivir sin ellos. Eran muy divertidos, decía. En aquellas interminables veladas que prolongaban hasta las cinco de la mañana, siempre le hacían descubrir «lugares nuevos». Y para agradecerles su papel de peces piloto del pequeño grupo que formábamos —aunque digo formábamos, siempre me sentí al margen, y hasta me pregunto si se podía hablar de «grupo» refiriéndose a nosotros— les hacía regalos suntuosos.
En el momento de marcharnos, el mayordomo se mantenía muy tieso en el vestíbulo, apoyado en la pared del fondo, y nos echaba miradas glaciales.
—¿A qué hora regresará esta noche la Señora? —preguntaba invariablemente, como si nos reprochara que, al final, implicáramos a Carmen en alguna aventura peligrosa y no pudiera volver a casa.
—Muy tarde, no me espere.
—De ninguna manera. Esperaré a la Señora.
Y yo notaba en esa frase un desafío hacia nosotros.
—Ese tío parece quererte mucho —decía Maillot—. Pero lleva unos patucos…
—Hace mucho que lo conozco. Era uno de los mozos de cuadra de Lucien.
Yo pensaba en el conserje de La Késidence, el hotel de Alta Saboya, donde vi a Carmen por primera vez. Él también había trabajado en el criadero de caballos que Lucien Blin tenía en Varaville. El mundo estaba lleno de antiguos mozos de cuadra convertidos en ángeles de la guarda de Carmen.
Ella se subía en el coche de los Hayward; Rocroy, Ghita y yo en el de Georges Maillot. Los Hayward ya habían pensado dónde íbamos a cenar y Maillot los seguía a pocos metros de distancia. En los semáforos, los dos coches se juntaban y Carmen me saludaba con la mano.
Después de cenar, había que tomarse una copa en algún sitio, y luego una segunda en otro lugar, y otra más. Guiados por los Hayward. Solo había que seguir su coche por las calles de París. Semáforos en verde. Semáforos en rojo. Y la mano de Carmen saludando. Conforme avanzaba la noche, me parecía que ese gesto era una llamada de socorro. Me daban ganas de salir del coche de Maillot, abrir la puerta del de los Hayward, sacar a Carmen y llevármela conmigo.
—¿Falta mucho aún para irnos a dormir? —preguntaba Ghita.
Ella y yo íbamos en el asiento trasero.
—No podemos dejar tirada a Carmen —decía Rocroy.
A veces, Maillot venía a París con su mujer italiana, mucho más joven que él. Nos acompañaba en nuestras andanzas nocturnas pero, al igual que Ghita, pronto daba muestras de cansancio.
—¿Puedo volver al hotel, Georges? —preguntaba con voz tímida.
—Por supuesto, cariño… por supuesto…
—No estoy acostumbrada… me caigo de sueño… Despídeme de tus amigos.
Tenía una educación exquisita y hablaba francés sin acento. Rocroy me había comentado que su familia pertenecía a la alta nobleza romana, y que se prendó de Maillot a los diecinueve años.
—¿Quieres que te deje en el hotel, cariño? —proponía Maillot.
Entonces, Ghita se animaba:
—Yo también estoy rendida. No puedo más…
—Bueno… será mejor que vuelvas a casa —decía Rocroy.
—Déjanos en una parada de taxis. Llevaré primero a Doris a su hotel.
Maillot detenía el coche y dejábamos que se fueran. Luego, daba un brusco acelerón, o se saltaba un semáforo para alcanzar al coche de los Hayward. El corazón me latía con fuerza. ¿Y si los otros se nos habían escapado? Temía no volver a ver a Carmen nunca más.
—Se han rajado las dos —decía Maillot—. ¿Y usted, Jean, aún aguanta o también lo dejo en algún sitio?
Se burlaba de mí sin maldad. Sabía que yo estaba enamorado de Carmen.
—Bueno —suspiraba Maillot—, ya sí que somos los últimos de Filipinas.
Él y Maillot parecían resignados y un tanto melancólicos por ser «los últimos de Filipinas». Ante nosotros, el coche de los Hayward indicaba el camino a seguir. Semáforos en verde. Semáforos en rojo.
Yo estaba enamorado de esa mujer que me saludaba, o me lanzaba una llamada de socorro con la mano, sin entender aún lo que Rocroy insinuaba con lo de «los últimos de Filipinas».