2

De vuelta al piso, me pongo a escribir en el sofá del salón, con las piernas dobladas y el bloc sobre las rodillas. He dejado el balcón abierto. Hace mucho calor. Da igual. Ahora que he decidido contar lo que pasó, tengo que sumirme en aquellos años lejanos.

Antes de convertirme en el novelista inglés Ambrose Guise, debuté en la vida en calidad de maletero. Sí. Maletero. El único oficio —obviando el de escritor— que he ejercido en mi vida.

Tenía veinte años y pasaba unos días de vacaciones en una estación de esquí de Alta Saboya, vacaciones que estaba a punto de interrumpir pues apenas me quedaba para pagar mi billete de vuelta. ¿Adónde? Eso lo ignoraba.

La nieve me había sorprendido en la carretera de Rochebrune, y como no se veía a más de un metro, me refugié en el hall del primer hotel que encontré. El hall estaba en penumbra debido a una avería eléctrica, y el conserje había puesto en el mostrador de la recepción una linterna con la que buscaba, en un casillero a sus espaldas, el correo o la llave de algún cliente. Era esa hora incierta que, en París, me resultaba tan familiar: va oscureciendo poco a poco, pero las farolas aún no se han encendido y las moles de los edificios se recortan en el cielo, como se recortaban, aquella tarde, las siluetas de los clientes que pasaban por el hall o permanecían inmóviles en los sillones de cuero. Y mientras escribo estas líneas, pienso: no, no fue casualidad que conociese a Carmen a esa hora. Si hay una hora especial del día capaz de evocarnos a alguien, para mí Carmen estará siempre asociada a ese momento delicado y penetrante del crepúsculo.

Me había sentado en una esquina, cerca de la recepción. Oí decir al conserje:

—Por supuesto, señora… De inmediato, señora… de inmediato… —con una solicitud que me sorprendió, muy distinta de los modales secos con que trataba a los demás clientes.

Cogió el teléfono.

—¿Oiga? ¿Está listo el coche de la señora Blin?…

Colgó.

—Ningún problema, señora Blin.

Entonces, mis ojos se posaron sobre aquella señora Blin que me daba la espalda y apoyaba el codo con indolencia en el mostrador de la recepción. La linterna del conserje le iluminaba el pelo rubio. Llevaba una chaqueta de piel beis. No era ni alta ni baja. Volvió ligeramente la cara hacia mí y, a la luz de la linterna, la noté preocupada. No parecía tener más de treinta y cinco años.

—Aún no he hallado una solución satisfactoria para su equipaje, señora —dijo el conserje.

—¿Y ahora qué hago?

El tono desesperado me sorprendió. ¿Qué drama estaría ligado a aquellas maletas?

—Antes de cuatro días no podrá ser, señora.

—Seguro que hará usted un pequeño esfuerzo por ayudarme.

—Me encantaría, señora. Pero es imposible.

—¿Imposible? ¿Por qué?

—He pensado incluso en llevárselas yo mismo a París. Pero no puedo ausentarme de aquí ni un minuto. Sobre todo ahora… Todo son problemas… Tenemos continuos cortes de luz y la calefacción no funciona desde esta mañana…

En efecto, hacía tal frío en el hall que los clientes llevaban puesto el abrigo o el traje de esquiar.

Algunos, incluso, se habían envuelto en mantas. Un botones iba poniendo velas en las mesas, mientras que el maítre, con una enorme bandeja en la mano, servía consumiciones.

—La calefacción de este hotel me trae sin cuidado. Lo único que me importa es mi equipaje…

—La entiendo perfectamente, señora.

—Así que resuélvame esto ya. Cuento con usted.

—Haré todo cuanto esté en mi mano, señora Blin.

Se había cruzado de brazos en el mostrador y levantaba la cabeza con aire meditativo. De modo que la esposa de Lucien Blin se hallaba a pocos metros de mí. Podía llegar hasta ella en una zancada, pero la distancia me parecía infranqueable. Iba a irse de la recepción y desaparecer, y yo me quedaría petrificado en mi sillón pensando en aquel viejo libro que descubrí en París, en la sala del Val de Gráce, cuando me hospitalizaron el otoño anterior. Un libro con pastas amarillo sucio sobre el que destacaban las letras rojo granate del título: Cómo se hicieron ricos, y en azul marino los nombres de personajes como Sir Basil Zaharoff o el Comodoro Drouilly. Uno de los capítulos estaba dedicado a Lucien Blin. Relataba su nacimiento en una lejana provincia, su llegada a París, su fulgurante ascenso, la cadena de hoteles, el circuito de salas de espectáculo, el criadero de caballos de Varaville; hablaba de su mujer, con la que se casó nada más acabar la guerra, y que podía ser su hija. Había incluso una foto de la señora de Lucien Blin, jovencísima, con el pelo rubio como ahora, posando entre Blin y un jockey de las cuadras de su marido, que acababa de ganar una carrera. Y de la muerte accidental de Blin, una noche, en la carretera de Varaville… El autor del libro utilizaba frases de novelas de aventuras: «Lucien Blin había llegado a la encrucijada de su vida. ¿Qué camino tomar?», o «El amor iba a tener a partir de entonces un lugar cada vez mayor en la vida de Lucien Blin», o «—¿Es su última palabra, Lucien Blin? —Sí, nunca revoco mis decisiones.». En el Val de Gráce me sentía demasiado cansado para leer buena literatura.

—En quince minutos tendrá aquí su taxi, señora.

—¿Y cuánto se tarda en llagar a Ginebra?

—Una hora… No se preocupe… El avión de París sale a las diez y cinco.

—Sí, pero aún no me ha resuelto lo de las maletas… Espero impaciente una solución…

—Me pone usted en un aprieto, señora Blin.

Para disimular su apuro, el conserje encendía y apagaba la linterna dispuesta sobre el mostrador. De no haberse producido aquella avería eléctrica… La penumbra facilitaba las cosas.

Me fui hasta el mostrador de la recepción. Me acerqué a la señora Blin.

—Señora…

Ella se volvió. El conserje levantó la cabeza.

—Perdone mi indiscreción… al parecer, tiene usted problemas con su equipaje… —me sorprendí a mí mismo por lo claras y sonoras que salían las palabras de mi boca—. Si puedo serle de alguna ayuda…

Ella cogió la linterna del mostrador y la dirigió hacia mi rostro.

—No nos conocemos…

El haz de luz me deslumbraba pero me esforcé en mantener los ojos abiertos.

—Regreso a París mañana… Si le parece, le puedo ayudar con su equipaje…

De nuevo, me sorprendió el tono categórico de mi frase, como si la hubiese pronunciado otra persona.

—¿Se haría usted cargo de llevarme el equipaje hasta París? —dijo la señora Blin con voz suave.

—Por supuesto, señora.

—Son al menos diez maletas… —dejó la linterna de pie en el mostrador de la recepción, para que nos alumbrara a ambos—. ¿Cómo se las va usted a arreglar para llevar diez maletas? ¿Viaja en tren?

—Sí, en el tren de la noche.

—Puedo reservar otro compartimento para el equipaje —propuso el conserje—. ¿A qué hora sale su tren, señor?

—Mañana, a las seis de la tarde.

Lo apuntaba en un papel.

—¿En qué clase?

—En segunda.

—Convendría que viajase en primera, señor. Me será más fácil reservar un compartimento de primera para el equipaje de la señora Blin.

—Como quiera.

Estaba dispuesto a hacer lo que fuese por la señora Blin.

—Y en París, ¿me llevará las maletas hasta casa?

—Claro… ningún problema…

—Jean, ¿cree que podemos confiar en él? —el conserje guardaba silencio, mirándome con frialdad—. Yo creo que sí…

Se había llevado un cigarrillo a los labios. Me rebusqué en los bolsillos y, por fortuna, encontré uno de esos mecheros baratos «bic». Se acercó a mí para encender el pitillo. Sentí el contacto de su hombro. Y su perfume.

—En fin, correré el riesgo.

—Conmigo no corre usted ningún riesgo…

De pronto sentí miedo de que cambiara de parecer.

—¿Es usted estudiante?

—No.

—¿No le parece un muchacho algo extraño?

—¿Extraño? ¿Por qué?

El conserje me miraba de hito en hito sin un ápice de amabilidad.

—El taxi la espera, señora.

Se dispuso a acompañarla, pero ella le tendió la mano.

—No… No se moleste… El señor me acompañará… Adiós, Jean…

—Adiós, señora… Y no se preocupe por su equipaje… Yo me encargaré de todo con el señor…

La señora Blin y yo salimos del hotel. La noche aún no había caído. Ya no nevaba. El taxi esperaba, con ruido de motor diesel.

—No volveré aquí en la vida —me dijo en tono de confidencia—. Ese chalet es deprimente.

—¿Qué chalet?

—El mío.

Me había cogido del brazo, ya que el sendero hasta la carretera estaba cubierto de nieve blanda en la que nos hundíamos al pisar.

Pidió al taxista lápiz y papel.

—Aquí tiene mi dirección y mi teléfono de París. Llámeme cuando llegue con el equipaje… Yo estaré en París esta misma noche… ¿Cómo se llama?

—Jean Dekker. Con dos kas…

Lo anotaba en el papel, que había partido en dos trozos. No apartaba sus ojos claros de mí, como si yo provocara en ella cierto interés o curiosidad, o más bien como si me encontrara un parecido con alguien.

Me sonreía tras el cristal del taxi. Seguí al coche con la mirada hasta que se perdió en la primera curva. Luego, como creía estar soñando, desplegué el papel y vi claramente escrito: «Carmen Blin. 42 bis, Cours Albert-Ier. Trocadéro 15-28».

Ya había luz en el hall del hotel. La linterna seguía en el mismo sitio, de pie en el mostrador de la recepción; el conserje había olvidado apagarla.

—¿Ya se ha puesto de acuerdo con la señora Blin?

—Sí… Sí… todo de acuerdo…

—Me saca usted de un apuro… A veces pide unas cosas tan complicadas…

—¿Hace mucho que la conoce?

—Desde siempre, señor. Llevo veinte años trabajando en los hoteles de su marido.

—Es la mujer de Lucien Blin, ¿verdad?

—Por supuesto. ¿De quién si no?

—Perdone. Cuando Blin murió yo tenía diez años, no podía saber quién era.

—Por supuesto, señor… Por supuesto. Lo entiendo. Es usted tan joven…

—Tenía una Cuadra de carreras, ¿no?

—Chaqueta verde y casco blanco…

Me prometí no olvidar aquello: chaqueta verde, casco blanco. Desde entonces, mi mente siempre asoció esos dos colores con el pelo rubio de Carmen Blin.

Se inclinó hacia mí.

—Empecé a trabajar para Blin en Varaville… De mozo de cuadra… Ya ve, ha llovido desde entonces… Conocí a Blin antes de que se casara con ella…

Echaba miradas furtivas a derecha e izquierda. Como temiendo que alguien oyera sus palabras.

—Aprecio mucho a la señora… —me dijo en voz baja—. Mucho… Pero tras la muerte de Blin todo ha ido manga por hombro… Ella no tiene la culpa… es que no ha sabido llevar la Cuadra… ni tampoco lo demás… Cuando pienso que Varaville ya no existe y que ahora estoy aquí, en plena montaña, de conserje… ¡Qué le vamos a hacer!…

La piel arrugada se le ponía de color teja por causa de la emoción o la rabia. No me atrevía a hacerle más preguntas, temiendo despertar en él recuerdos demasiado dolorosos. Se irguió y lanzó un profundo suspiro.

—Entonces, reservo un compartimento para el equipaje de la señora Blin y una cama para usted… En el tren de mañana por la tarde… ¿no es así, señor?

—Sí… solo que… no tengo bastante dinero para…

—No se preocupe, señor… De eso se encargará la señora Blin…

Y, bruscamente, retomó su voz firme y esa cortesía algo distante propia de sus funciones.

La furgoneta se había detenido ante la puerta del hotel. Una furgoneta con toldo verde. El conductor esperaba, sentado en el estribo.

—¿Has cogido todas las maletas del chalet de Lucien Blin? —preguntó el conserje.

—Compruébalo tú mismo… compruébalo —dijo el conductor, un rubio de pelo rizado, con aspecto de antiguo monitor de esquí.

El conserje se sacó del bolsillo un papel. Se volvió hacia mí.

—La señora me llamó a medio día para darme una lista completa de su equipaje… Veamos primero las maletas del chalet…

Dirigió la luz de la linterna hacia el interior de la furgoneta.

—Un baúl… un gran bolso de viaje de cuero marrón… dos maletines de cocodrilo… cuatro maletas beis claro… una sombrerera…

Lo iba cotejando en la lista.

—Y además, las cuatro maletas de lona y cuero que dejó aquí…

Las habían agrupado en la recepción. Entre el conserje, el conductor y yo, las cargamos en la furgoneta.

El conserje me dio un sobre.

—Su billete de tren…

Me senté al lado del conductor. El conserje se subió al estribo.

—No sé cómo va a apañárselas en la estación de Saint-Gervais… No hay maleteros… ¿Le echarás una mano, Henri?

—Ya veremos —dijo el conductor.

—Buen viaje —dijo el conserje—. Y salude a la señora Blin de mi parte.

El conductor arrancó. Llevaba el volante con una mano y con la otra me ofrecía un paquete de cigarrillos.

—¿Esa señora viaja siempre con tanto equipaje?

—No sé.

Ciertamente, no sabía nada. Por aquella carretera de montaña me dirigía hacia lo desconocido.

El tren permaneció en la estación unos diez minutos. Sigo viendo, como en una fotografía, el andén desierto, la luz amarilla de la sala de espera a través de la puerta entreabierta. Y algo más lejos, las sombras del maletero y del conductor de la furgoneta, sentados en el carro portaequipajes. Fumando. Al bajar el cristal de la ventanilla, me llega el murmullo de sus voces.

Luego, despacio, el tren se pone en marcha. Aún es de día. Contemplo el paisaje. Montañas, aserraderos, torrentes, chalets, superficies blancas donde ya afloran hierbas y pedruscos. Había pasado varios años de mi adolescencia en un colegio de la zona y siempre que me marchaba de Alta Saboya se me hacía un nudo en el estómago. Sallanches. Cluses. Aix-les-Bains. El lago y los pontones abandonados. Y ha tenido que ser precisamente en Alta Saboya donde acabo de conocer a la señora de Lucien Blin. Pasillo desierto. Todo el vagón está vacío. Soy el único pasajero de este tren y me pregunto hacia qué destino me lleva. Entonces, abro la puerta corredera del compartimento y la cierro tras de mí. Levanto la cabeza y miro, una por una, a la luz del piloto, las maletas de Carmen.

Dormí muy poco. El tren pasaba a toda velocidad por las primeras estaciones suburbanas. No sentía el menor cansancio. Villeneuve-Saint-Georges. Maisons-Alfort. Al llegar a la estación de Lyon, pensé que mi vida iba a dar un giro y miré el reloj. Eran las siete y veinticinco de la mañana.

Llamé a dos maleteros. Tuvieron problemas con el baúl.

—¿Se las llevamos a la parada de taxis?

—Sí… a la parada de taxis —dije con voz insegura.

Empujaban los carros, uno al lado del otro, y yo iba detrás adoptando su mismo paso solemne. Rebuscando en los bolsillos, reuní treinta francos y doscientos setenta céntimos. La tarde anterior, cuando el tren salía de Saint-Gervais, me di cuenta de que había perdido la cartera.

Estaban a punto de descargar el equipaje en la acera, junto a la parada de taxis.

—Perdonen… ¿No podrían dejarlas en un lugar más tranquilo? —balbucí.

Entonces siguieron empujando los carros a lo largo de la estación hasta la entrada del restaurante El Tren Azul. Bloquearon una hoja de la puerta con uno de los maletines de la señora Blin y dejaron el resto del equipaje cerca de la escalera que lleva al restaurante. Les pagué y, una vez solo, me senté en el baúl, que habían dejado en posición horizontal.

Solo me quedaban tres francos y sesenta y cinco céntimos en el bolsillo. Imposible acarrear todos aquellos bultos en el metro. Crucé el restaurante desierto. En la barra del fondo, un camarero con chaqueta blanca esperaba a los primeros clientes. Le pedí una ficha de teléfono y, en la cabina, busqué en el bolsillo interior de la chaqueta el papel con el teléfono de la señora Blin.

Mientras marcaba el nro. 15-28, el corazón me latía con fuerza. Me contestó una voz de hombre.

—¿La señora Blin, por favor?

—La Señora duerme.

Unos segundos de silencio. El hombre acabó por preguntar:

—¿De parte de quién?

—Se trata del equipaje de la señora Blin.

—¿El equipaje de la Señora? —su tono se dulcificó.

—Sí… El equipaje de la señora… No sé cómo llevarlo hasta su casa… No tengo coche… Estoy en la estación de Lyon…

—¿En la estación de Lyon?

—Sí. Con diez maletas y un baúl que la señora Blin me confió en la estación de esquí.

—Verá… No puedo despertar a la Señora…

—Entonces, ¿qué hago?

—Le mando dos coches, señor. Enseguida. Dos coches. ¿Me ha dicho usted en la estación de Lyon?

—Sí. Frente al restaurante El Tren Azul.

Dos grandes coches negros, de alquiler. Se detuvieron uno detrás del otro y los chóferes salieron, sincronizados, ambos vestidos con traje beis.

Les ayudé a cargar las maletas. Abatieron uno de los asientos traseros del coche más grande para colocar el baúl. Me admiraba la facilidad con la que movían aquellos bultos, como si no les costara el menor esfuerzo.

Me senté en el primer coche, al lado del conductor. Arrancó despacio; el otro nos seguía a pocos metros. En una placa, pegada en el parabrisas, se leía: «Chóferes de Francia».

Boulevard Diderot. Puente de Austerlitz. Eran las nueve de la mañana. Bajé la ventanilla. Un soplo de aire cálido con olor a hojas y a polvo penetró en el coche.

El chófer conducía con indolencia, llevando el volante con una sola mano. El otro chófer se pegaba tanto a nosotros que a veces los parachoques de los dos automóviles se juntaban.

Tomamos la ribera del Sena y pasamos ante la verja del Jardín Botánico. Unos cientos de metros hacia el interior, se elevaba la cúpula del hospital Val-de-Gráce donde, aquel otoño, estuve tres meses internado antes de liberarme definitivamente de mis obligaciones militares. Siete años de centros escolares, seis meses de cuartel y tres meses de Val-de-Gráce. A partir de entonces, nadie podría encerrarme en ningún sitio. Nadie. La vida empezaba para mi. Bajé del todo el cristal de la ventanilla y apoyé el codo en el borde. Los plátanos de la ribera ya estaban verdes, y pasábamos bajo el túnel de su follaje.

La circulación era fluida y el coche avanzaba sin que se oyera el ruido del motor. La radio estaba encendida en sordina y recuerdo que en el momento de llegar al puente de la Concorde, una orquesta interpretaba Abril en Portugal. Me dieron ganas de silbar la melodía. París, bajo aquel sol primaveral, me parecía una ciudad nueva, en la que entraba por primera vez, y el Quai d’Orsay, después de pasar Les Invalides, tenía aquella mañana un encanto mediterráneo, de vacaciones. Sí, íbamos por la Croisette o la Promenade des Anglais.

Cruzamos el puente de l’Alma con el otro coche a nuestro lado. Los dos chóferes se hacían señales. Luego, entraron en la rué Jean-Goujon y, al inicio de la misma, aparcaron uno detrás del otro, sobre la acera. Los tres bajamos. Las puertas de las dos limusinas negras se cerraron con un chasquido, como en las antiguas películas de gangsters. Un hombre con camisa blanca y pantalón azul marino esperaba de pie ante una puerta de doble hoja, de madera clara, que más parecía la entrada a una vivienda que a un edificio. Se acercó a nosotros. Era bajo, con aspecto de jockey retirado.

—¿Están todas las maletas?

Su tono perentorio me sorprendió. No nos hacía el menor caso. Solo le importaban las maletas.

—Sí, están todas —dije—. Todas. Lo he comprobado.

Ante tanta diligencia, su rostro se iluminó con una sonrisa dirigida a mí. Quizás temía que, al ser yo tan joven, me hubiese tomado aquella misión a la ligera.

Abrió las dos hojas de la puerta. Un gran vestíbulo con losetas blancas y negras.

—Déjenlas aquí.

Entre los chóferes y yo las fuimos metiendo, una a una. Insistía en que las dispusiéramos contra la pared por orden de tamaño decreciente. Una vez concluido el trabajo, se sacó del bolsillo una vieja cartera de piel marrón y pagó a los chóferes dándoles a cada uno varios billetes que previamente había contado mojándose el índice.

Nos quedamos solos, él y yo, en medio del vestíbulo. No me atrevía a hacer el menor gesto ni a decir palabra alguna. Él recorría con la mirada la fila de maletas. Sin duda contándolas. Luego me miró. Tras unos segundos de silencio se puso firme y me comunicó en tono solemne:

—La Señora duerme.

Luego, se relajó. Cruzándose de brazos, volvió a sonreírme. No parecía el mismo hombre. Se acercó a mí y me dio unas palmaditas en el hombro.

—Gracias por haber hecho esto por la Señora… La Señora me ha hablado de usted… Me dijo que quería verlo…

—¿De verdad?

Pareció extrañado por la brusquedad de mi pregunta, pero cuando los dos chóferes se marcharon pensé que a mí también me despedirían y que nunca más tendría ocasión de ver a la señora de Lucien Blin.

—Venga…

Seguimos un pasillo estrecho y bastante oscuro; al fondo abrió una puerta y se hizo a un lado para dejarme pasar. Lo primero que me llamó la atención de aquella sala fueron las paredes paneladas, pintadas de color celeste con algunos desconchones, y las puertas acristaladas que daban al pequeño jardín.

—Puede esperar aquí…

Me indicaba un sofá de terciopelo azul, pegado a la pared. Me senté.

—¿Quiere beber algo?

—No, gracias.

—La Señora siempre se despierta tarde —me dijo con voz amable, como queriendo tranquilizarme de antemano y advertirme de que la espera sería larga—. ¿De verdad que no quiere tomar nada? ¿Un café? ¿Un zumo de naranja?

—No, gracias.

—Si cambia de opinión, pulse aquí.

Y me señaló en la pared un llamador dorado, a la derecha del sofá.

—Adiós, señor. Y tenga paciencia.

Desapareció por donde habíamos entrado, y la puerta se cerró despacio tras él, una puerta tan bien encastrada en la pared que pasaba desapercibida. Sobre todo porque, del lado del salón, no tenía pomo. ¿Habríamos recorrido antes algún pasillo secreto? Me prometí preguntárselo a la señora de Lucien Blin.

Permanecí mucho rato sentado en el sofá. A mi izquierda, un biombo chino. Sobre los veladores y la chimenea, ramos de flores amarillas y blancas. Mustias. Frente a mí, el sol iluminaba las puertas acristaladas con un reflejo irisado que envolvía la hierba y los macizos del jardín. Jardín que prolongaba la vivienda y, como tenía forma de proa, terminé por creer que me hallaba a bordo de un bajel.

Silencio denso. Me levanté y abrí una de las puertas acristaladas. Una corriente de aire levantó los visillos de gasa y salí afuera.

Había una tumbona naranja contra la alta verja negra que delimitaba el jardín. La puse en medio del césped y me senté. Hacía sol y oía el ruido lejano del tráfico, como un reflujo que viniese a golpear contra la verja. Me sentía a gusto y apoyé la nuca en el filo de la hamaca. Nubecillas primaverales flotaban en el cielo azul.

Luego, bajé la mirada. El salón, con sus tres puertas acristaladas, se adelantaba en semicírculo ante mí. A mano derecha, otras dos puertas acristaladas cuyos postigos interiores estaban cerrados. ¿Será el dormitorio de la señora Blin? Me hubiese gustado comprobar, mirando por las ranuras, si era en ese cuarto donde dormía. Entré en el salón. Sobre un velador, una pitillera y una caja de cerillas ya usada, con el nombre de un restaurante en el reverso. De nuevo, me senté en el sofá. El tabaco inglés me quemaba la garganta; iba siguiendo con la mirada las volutas de humo disipándose sobre mi cabeza. Los rayos de sol invadían la sala; luego, la luz se atenuaba bruscamente, como antes de una tormenta. Desde mi sitio se veía un trozo de cielo. El silencio y los cambios tan repentinos de luz me producían una leve —levísima— inquietud.

Hice varias idas y venidas del salón al jardín y del jardín al salón hasta mediodía, sin que nadie viniese a interrumpir mi espera. Abrí una de las puertas y pasé, de puntillas, a toda velocidad, por una hilera de habitaciones. Algunas estaban vacías. En otras, los muebles se hallaban apilados bajo lonetas. En días sucesivos me di cuenta de que todas las habitaciones de la vivienda estaban condenadas —salvo el dormitorio y el salón— y que las usaban como trasteros. Allí se amontonaban los objetos más diversos: sillas de montar y arneses, lámparas de araña, alfombras y muebles de las casas que habían pertenecido a Lucien Blin en Chantilly o en Cap d’antibes, y su colección de animales disecados entre los cuales se erguía una jirafa solitaria en medio del antiguo comedor.

Finalmente, llegué al hall de suelo blanco y negro, donde las maletas seguían colocadas en orden decreciente. Cuando abría la puerta de la calle, sentí la presión de una mano en mi hombro y me volví. El hombre que nos había recibido a los dos chóferes y a mí, me sonreía, aunque su rostro revelaba gran preocupación.

—¿No irá a marcharse, verdad?

¿Me habría seguido sin que yo me diera cuenta? ¿Me estuvo vigilando desde el principio? Su mano se aferraba cada vez con más fuerza a mi hombro.

—Debe esperar a que la Señora se despierte.

Un punto de amenaza se adivinaba en su voz. Tendió hacia mí su carilla sañuda de jockey, rostro infantil momificado por el tiempo.

—Solo quería tomar un poco el aire.

—¿En serio?

—Sí… Iba… a comprar un periódico.

Aflojó la presión de la mano.

—Bueno, pero no tarde mucho. Con la Señora nunca se sabe. Puede despertarse de un momento a otro.

En la calle, respiré profundamente. Creí que no me iba a dejar salir.

En la place de l’Alma, no había ni una mesa libre en las soleadas terrazas de los cafés. Caminé al azar, cruzándome con grupos de hombres y mujeres: ellos —si no recuerdo mal— con trajes claros; ellas, con vestidos de gasa o muselina. Por la avenue Montaigne, un vientecillo agitaba las hojas de los árboles: bajo tan fresca brisa me parecía estar paseando por una playa.

Con paso lento, subí y bajé la avenue des Champs-Élysées. Estuve un rato deambulando por los soportales del Lido y me metí en Sinfonía. Caminé horas y horas sin darme cuenta. Debí patearme todas las calles del barrio. Solo recuerdo los momentos en que me sorprendieron los chaparrones. El primero, en los jardines de los Champs-Élysées, cerca del restaurante Le Doyen, donde pude resguardarme en el viejo kiosco de música. El segundo, a la altura del cine Biarritz. Y, de nuevo, el sol se reflejaba en las aceras mojadas.

A primeras horas de la tarde, el cielo volvió a cubrirse. Yo estaba bajo los árboles de la glorieta cuando noté las primeras gotas de lluvia, pero proseguí mi camino bordeando los edificios de la avenue Montaigne. Soplaba un viento atlántico y se me antojó que al final de la avenida me toparía con el mar. Sobre mi cabeza planeaban las gaviotas. En la place de l’Alma, el aguacero se intensificó y me senté en una de las pocas mesas libres de la terraza acristalada de Chez Francis. El camarero vino a tomarme nota. No me quedaba ni un céntimo en el bolsillo.

—Estoy esperando a alguien.

Y, en cierto modo, era verdad que esperaba a alguien. Al otro lado de la plaza, la verja del jardincillo brillaba bajo la lluvia. A lo mejor a esa hora ya estaba despierta. Solo tenía que andar unos pasos y llamar al timbre. Pero preferí mantener unos minutos más mi vida en suspense, en la terraza de aquel café, entre el guirigay de conversaciones y los reflejos de la lluvia en cristales y acera. Esperé a que cayera la noche y se encendieran las farolas. Y supongo que me habría quedado mucho rato en aquella mesa, aletargado, si el camarero no se hubiese acercado a mí:

—¿Sigue usted esperando a alguien?

El tono de su voz era tan irónico que me levanté. Afuera, ya no llovía. Me detuve ante el quiosco y elegí un periódico. Era el pretexto que había dado antes para que me dejasen salir del piso, y no quería que me tomaran por mentiroso.

Un timbre muy raro. Muy sordo. Como una prolongada nota de órgano. El hombre vino a abrirme, vestido esta vez con chaqueta blanca, pantalón negro y guantes blancos, con aspecto de camarero de compañía marítima listo para servir la cena del comandante.

—La Señora sigue durmiendo.

Parecía aliviado por mi regreso. Como si hubiese temido que desapareciera para siempre.

—Mejor será que espere usted en el salón.

De nuevo, me apretaba el hombro con el pulgar y el índice, alejándome de la puerta de entrada con una presión sostenida.

—Por aquí… Venga… Venga…

Su tono era el de un jockey hablando a un potro recalcitrante, de reacciones imprevisibles. Pasamos por el mismo pasillo estrecho de antes y, en el salón, me indicó el mismo sofá. Me senté en el extremo izquierdo, como la primera vez. A partir de entonces, mi vida sería una ensoñación en la que esperaría, hasta el fin de los tiempos, el despertar de la Señora. Y aquella espera consistiría en pasearme los días enteros por las calles del barrio y en regresar al mismo salón, como a un turno de guardia, para que el mismo mayordomo con cara de jockey me dijera invariablemente: «La Señora duerme».

Me señaló la revista sobre mis rodillas.

—Veo que tiene usted lectura.

La vigilancia de aquel hombre me sacaba de quicio.

—Dígame —le pregunté—, ¿la señora Blin está haciendo una cura de sueño?

Se quedó unos instantes estupefacto y me echó una mirada glacial.

—En absoluto… La Señora duerme muy poco, de modo que necesita recuperarse. Cuando consigue dormir, suele hacerlo durante todo el día.

—¿Doce horas?

Debió tomarlo por otra insolencia. La puerta del pasillo se cerró con brusquedad tras él y, de nuevo, me quedé solo. Hojeé la revista, pero todos los artículos y las fotos pertenecían a un mundo que iba a parecerme cada vez más lejano si permanecía en aquel salón con paredes de madera azul celeste. ¿Qué obligaciones me retenían allí? Cuando los dos chóferes cargaron las maletas en la estación de Lyon, tenía que haberme perdido por las calles de París.

La revista cayó a mis pies. Habían cerrado los postigos interiores de las puertas acristaladas y el salón estaba aún más silencioso que por la mañana. A mi izquierda, la lámpara de pantalla rosa proyectaba una luz suave sobre el gran biombo, del que no podía apartar la vista, y por el que se iba deslizando un cisne. Eternamente.

Noté que me sacudían el hombro. No sabía dónde estaba. Pero reconocí su rostro de jockey, su túnica blanca y sus guantes blancos. Y la madera celeste del salón.

—La Señora lo espera.

Me había recostado sobre el respaldo del sofá. Miré el reloj. Las diez y media de la noche. Al final, yo también me había dormido. Me cogió por el brazo y me ayudó a levantarme. Después, con pequeños gestos precisos, alisó el hueco que había quedado en el sofá. Lo seguí a través de la sarta de habitaciones vacías, todas ellas —o quizás me lo pareció, debido a mi agotamiento— iluminadas por una luz cruda, casi blanca. Tropecé en una alfombra enrollada. Me sujetó in extremis.

—Parece que está usted cansado. Le hubiera venido bien darse una ducha.

—¿Una ducha?

—Sí. Si lo hubiera despertado un poco antes, habría tenido tiempo de ducharse.

Llamó con los nudillos a una puerta de doble hoja, pero nadie contestó. Se oía música tras la puerta. La entreabrió muy despacio.

—Señora…

Ninguna respuesta.

Abrió del todo la hoja. La luz cruda de las otras habitaciones me había deslumbrado y el cuarto me pareció oscuro.

—Me ha dicho que lo traiga aquí… Espérela… Debe de estar en el cuarto de baño…

Me metió en la estancia. Después, fue reculando imperceptiblemente, y cerró la puerta.

La música venía de un transistor negro, sobre un velador de mármol. Por las puertas acristaladas, entreabiertas, veía la hierba y los macizos del jardín, donde brillaba una media luna.

Me senté en un taburete forrado con tela de flores bordadas, y miré a mi alrededor. Una lámpara, al fondo, envolvía la habitación en una luz amarilla y velada. Sobre la mesita de noche, entre un desorden de medicamentos, periódicos y libros, ardía una gruesa vela enfundada en cristal; debía ser la que difundía por todo el cuarto aquel aroma a ámbar. Una enorme cama con dosel, pero un dosel muy particular, aéreo, con el cielo circular, parecía una barquilla de globo aerostático o un insecto gigante. Al lado de la cama, en el suelo, un colchón con sábanas arrugadas.

—¿Está usted ahí?

La voz salía del fondo de la habitación, detrás de una puerta entornada.

—Sí, señora.

—No me llame señora. Perdóneme por haberlo hecho esperar.

—No importa.

—¿Tiene hambre?

—No.

—¿Cómo que no?… Ahora mismo le traerán algo de cenar.

Al forzar un poco la voz para que yo pudiese oírla en la distancia, se le notaba un leve, casi imperceptible acento arrabalero.

—¿Le gusta esa melodía?

Largo quejido de saxofón. Sí, conocía esa música. Relajada, apacible, como en un sueño: era Abril en Portugal.

Apareció en el quicio de la puerta. Descalza, con el pelo rubio despeinado. Llevaba un albornoz de felpa blanco. Me levanté.

—No… No… No se mueva…

Mi presencia allí parecía resultarle de lo más natural. Movió en la mesita de noche varias cajas, libros y la vela, y cogió un paquete de tabaco empezado y un mechero. Luego, se sentó en el colchón.

—¿Fuma?

—No, gracias.

Me miraba con insistencia. Sobre todo las manos.

—¿No le ha dado muchos problemas mi equipaje?

—En absoluto.

—Ha sido muy amable por su parte… Siento recibirlo tan tarde… Pero intento dormir de día… De noche, me es imposible… No consigo dormir en esa cama… Demasiado alta…

Muy serio, asentí con la cabeza. Resultaba extraño verla allí, sobre un colchón, al pie de aquella cama con dosel.

—Debe tener hambre… Enseguida le traerán algo…

¿Quién? ¿El hombre con cara de jockey?

—No, gracias… no es necesario…

—Por supuesto que sí… Quiero que coma usted algo… Lo compartiremos… No está cómodo en ese taburete… Venga aquí.

Me senté a su lado, en el borde del colchón.

—¡Qué curioso!… Cuando lo vi por primera vez me recordó usted a un amigo de mi marido… Un hombre al que yo quería mucho… Un inglés… ¿Es usted su hijo?… Bernard Farmer… ¿No será usted hijo de Bernard Farmer?

Me miraba fijamente a la cara, pero yo notaba que a través de mí, era Bernard Farmer quien se le aparecía de súbito.

—Cuando conocí a mi marido, ambos eran inseparables…

Podía oler su perfume. El cinturón del albornoz le apretaba con fuerza la cintura.

—Las personas que uno conoce a los veinte años siempre dejan huella… Los dos hombres que más me han impresionado en la vida fueron mi marido y Bernard Farmer…

—¿En serio?

Yo debía parecer solemne y cautivado. Ella sonrió.

—Lo estoy aburriendo con estas cosas…

—No, en absoluto.

—Al verlo por primera vez en el hall del hotel, pensé que Farmer, a su edad, debía ser igualito a usted…

Y, de nuevo, su mirada se detuvo en mis manos.

Puso la bandeja en el velador sin extrañarse de vernos sentados en el colchón. No lo había oído entrar en el cuarto. ¿Cómo podía andar sin hacer el menor ruido? Calzaba escarpines negros de aspecto muy flexible, que bien podían ser patucos; tan ligeros que apenas rozaban el suelo.

—¿A qué hora desea la Señora que la despierte mañana?

—Mañana no me despiertes.

—Buenas noches, Señora.

Se mantenía muy tieso ante nosotros y el negro de los escarpines contrastaba con la blancura de chaqueta y guantes. Luego, caminando hacia atrás con una cierta prestancia militar, se coló por la puerta entornada y, antes de cerrarla, nos hizo —o puede que solo a la señora Blin— un leve saludo con la cabeza.

Sándwiches de pan de molde. Tostadas. Mermelada. Huevos pasados por agua. Macedonia de frutas. Dos vasos de zumo de naranja.

—¿Quizás habría preferido una comida en condiciones?

—No. En absoluto.

Se sirvió macedonia. Unas pocas cucharaditas.

Y bebió un trago de zumo.

—Cada vez como menos.

Me daba apuro comerme el sándwich a bocados delante de ella.

—Y cada vez tengo más problemas para dormir… ¿Y usted? ¿Duerme bien?

Hizo la pregunta con anhelante curiosidad.

—Yo sí… muy bien…

—¿Se comerá todos los sándwiches y toda la macedonia?

—Sí.

—Yo también, a su edad, comía de todo y dormía diez horas seguidas en el suelo.

¿Qué edad tendría? Ahora que he encontrado en el dossier de Rocroy su fecha de nacimiento, deduzco que treinta y nueve años. Pero a mí me parecía más joven.

—Coma con las manos…

Yo prefería comer la macedonia con un tenedor, aunque al parecer ella seguía muy interesada en mis manos. ¿Por qué las observaba con tanta insistencia? ¿Quizás porque mis uñas le parecían sucias? Ciertamente, estaba hecho un asco. Llevaba cuarenta y ocho horas sin lavarme, ni peinarme, ni afeitarme. Había pasado la noche en el tren.

—Disculpe. Parezco un mendigo…

—Si le apetece, luego puede darse un baño… Le puedo dejar incluso un albornoz y una bata… Enséñeme las manos…

Me puse colorado. Sin embargo, tuve el valor de mirarla a los ojos.

—¿Qué les pasa a mis manos?

Acercándose a mí, me cogió la mano izquierda. Le dio la vuelta.

—Son idénticas a las de Bernard Farmer. Está claro que debe usted ser hijo de Bernard Farmer…

Su rostro estaba muy cerca del mío. Su boca rozó mi sien.

—¿Es usted su hijo, verdad?

—Si le hace ilusión…

La vela proyectaba en la pared una sombra triangular. Ella movía el dial del transistor y acabó por sintonizar una melodía muy lenta, interpretada a la cítara. Dejó el transistor en el suelo.

—¿Te gusta esta música?

—Sí.

—Siempre pongo música para intentar dormir.

El sonido de la cítara se alejaba, entre un murmullo de cascadas y susurros misteriosos; luego, volvía; y, de nuevo, se debilitaba como llevado por el viento.

Ella se había dormido sobre mi hombro. Y yo también, poco a poco, me iba amodorrando. Pero permanecí mucho tiempo con los ojos abiertos, escuchando el ligero soplo de su respiración. Puse la mejilla contra su pelo para cerciorarme de que aquello no era un sueño. La vela seguía encendida y me pregunté si no debería apagarla. Por una de las puertas acristaladas, una corriente de aire traía hasta mí el rumor de París. Afuera, al otro lado de la verja que rodeaba el jardín, la place de l’Alma y la terraza del café donde había esperado, tras la larga caminata de la tarde. Me fundía en aquella ciudad, me sentía hoja de árbol, reflejo de la lluvia en las aceras, rumor de voces, partícula de polvo entre los millones de partículas que cubrían las calles.