Qué raro oír hablar en francés. Al bajar del avión, siento un pellizco en el estómago. En la cola de la aduana, contemplo el pasaporte, que ahora es el mío, con sus dos leones dorados sobre fondo verde claro, emblema de mi país de adopción. Y pienso en aquel otro, con pastas acartonadas azul marino, que me expidieron hace tiempo, a mis catorce años, en nombre de la República Francesa.
Indico al taxista la dirección del hotel temiendo que me dé conversación porque he perdido la costumbre de expresarme en mi lengua materna. Pero permanece callado durante todo el trayecto.
Entramos en París por la Porte de Chaperret. Domingo, dos de la tarde. Avenidas desiertas bajo el sol de julio. Me pregunto si no estoy pasando por una ciudad fantasma, bombardeada, tras el éxodo de sus habitantes. Quizás las fachadas de los edificios esconden escombros. El taxi va cada vez más deprisa, como si tuviera el motor apagado y bajásemos en punto muerto la cuesta del boulevard Malesherbes.
En el hotel, las ventanas de mi habitación dan a la rué de Castiglione. Corro las cortinas de terciopelo y me duermo. Me despierto a las nueve de la noche.
Ceno en el comedor. Aunque aún es de día, los apliques de las paredes difunden una luz cruda. Una pareja de americanos ocupan una mesa junto a la mía: ella, rubia con gafas negras; él, embutido en una especie de esmoquin escocés. Se está fumando un puro y el sudor le corre por las sienes. Yo también tengo mucho calor. El maítre me saluda en inglés y le respondo en el mismo idioma. Por su actitud paternalista comprendo que me ha tomado por americano.
Afuera ha caído la noche; bochornosa, sin un soplo de brisa. Bajo los soportales de la rué de Castiglione me cruzo con turistas, americanos o japoneses. Hay varios autocares aparcados ante la verja del jardín de las Tuileries y, en el estribo de uno de ellos, un hombre rubio con uniforme de auxiliar de vuelo recibe a los pasajeros micrófono en mano. Habla deprisa, en un idioma gutural y en voz muy alta, interrumpiéndose con unas risotadas que parecen relinchos. Cierra la puerta y se sienta junto al conductor. El autocar sale hacia la place de la Concorde; un autocar celeste que lleva en un lateral, escrito en letras rojas: De grote reizen antwerpen[1].
Más allá, en la place des Pyramides, otros autocares. Un grupo de jóvenes con bolsas en bandolera de tela beis están tumbados bajo la estatua de Juana de Arco. Se pasan unas baguettes y una botella de Coca-Cola que vierten en vasos de cartón. Cuando llego a su altura, uno de ellos se levanta y me pregunta algo en alemán. Como no entiendo ese idioma, me encojo de hombros en señal de impotencia.
Me adentro en la avenida que corta el jardín hasta el puente Royal. Hay un furgón de policía parado y sin luces. Están metiendo en él a una sombra vestida de Peter Pan. Por los paseos y alrededor de las fuentes, varios hombres de pelo corto y bigote van y vienen, tiesos y enlunados. Sí: el lugar sigue frecuentado por el mismo tipo de gente de hace veinte años, aunque a la izquierda del arco de triunfo del Carrousel, tras los macizos de boj, ya no exista el urinario público. He llegado al Quai des Tuileries, pero no me atrevo a cruzar el Sena para pasearme yo solo, por la orilla izquierda, donde viví mi infancia.
Permanezco mucho rato en la acera, mirando el flujo de coches, el parpadeo de los semáforos y la mole oscura de la estación de Orsay, al otro lado del río. Al regresar, los soportales de la rué de Rivoli están desiertos. Nunca he padecido tanto calor de noche en París, lo que aumenta el sentimiento de irrealidad que experimento en medio de esta ciudad fantasma. ¿O soy yo el fantasma? Busco algo a qué aferrarme. La antigua perfumería panelada de la place des Pyramides es ahora una agencia de viajes. Han reformado la entrada y el hall del Saint-James et d’A Ibany. Lo demás sigue igual. Igual. Me lo repito en voz baja y a pesar de todo me siento flotar en esta ciudad. Ya no es la mía, se cierra cuando me aproximo a ella, como el escaparate enrejado de la rué de Castiglione, ante el que me he detenido y que apenas refleja mi imagen.
Varios taxis aparcados; pienso en tomar uno para dar un largo paseo por París y ver de nuevo los lugares que me eran familiares. Pero siento miedo: el de un convaleciente que no se atreve a hacer esfuerzos demasiado violentos los primeros días.
El conserje del hotel me saluda en inglés. Esta vez le respondo en francés, lo que parece sorprenderle. Me tiende la llave y un sobre celeste.
—Un mensaje telefónico, señor.
Abro las cortinas de terciopelo y las dos hojas del mirador. Hace más calor afuera que en la habitación. Desde el balcón se ve, a mano izquierda, la place Vendóme anegada de penumbras y, al fondo, las luces del boulevard des Capucines. De vez en cuando para un taxi; oigo el cerrar de las puertas y retazos de conversaciones en inglés o en italiano. De nuevo me apetece salir a dar un paseo, sin rumbo. En este mismo instante, alguien estará llegando por primera vez a París, emocionado e intrigado al pasar por unas calles y unas plazas que, esta noche, a mí se me antojan muertas.
Rasgo el sobre azul del mensaje. Yoko Tatsuké ha llamado al hotel durante mi ausencia: si quiero contactar con él, estará mañana, todo el día, en el Concorde-Lafayette de la Porte Maillot.
Me siento aliviado de que me haya citado tarde, para cenar, ya que la idea de cruzar París en pleno día, bajo un sol de justicia, me abruma. Al atardecer salgo a estirar las piernas por los soportales.
Entro en una librería inglesa de la rué de Rivoli. En la sección «detective-stories» veo uno de mis libros. O sea, que en París venden la serie Jarvis de Ambrose Guise. Como la foto del autor que ilustra la solapa del libro está muy oscura, pienso que nadie de los que me habían conocido antaño aquí, en Francia, se habrá percatado de que el tal Ambrose Guise soy yo.
Hojeo el libro con la sensación de haber abandonado a Ambrose Guise al otro lado del canal de la Mancha. Veinte años de mi vida quedan de pronto eliminados. Ambrose Guise deja de existir. He vuelto al punto de partida, entre el polvo y el calor parisinos.
De regreso al hotel, siento en el estómago un nudo de ansiedad: nunca se vuelve al punto de partida. ¿Habrá alguien que aún recuerde mi vida anterior, la de ese joven que vagabundeaba por las calles de París confundiéndose con ellas? ¿Quién podría reconocerlo en el escritor inglés de americana beis, Ambrose Guise, autor de los Jarvis? Subo a la habitación, corro las cortinas y me tumbo, cruzado en la cama. Echo una ojeada al periódico que habían pasado por debajo de la puerta durante mi ausencia. Hace tanto tiempo que no leo en francés que, de nuevo, la desazón se apodera de mí; una especie de titubeo, como si recuperase retazos de mí mismo tras una larga amnesia. Leyendo al azar veo, al final de una página, una sección con la lista de visitas guiadas para el día siguiente:
Pienso que si me siento demasiado solo en este París canicular, me queda el recurso de hacer alguna de esas excursiones. Pero ya es hora de ver a Tatsuké. Ha caído la noche y el taxi sube por los Champs-Élysées. Debí haberme ido a pie, mezclarme con la muchedumbre ociosa, entrar en el Café des Sports, en la avenue de la Grande-Armée, y dejarme mecer por las conversaciones de mozos de cuadra y mecánicos. Para reanudar poco a poco el contacto con París. Pero ¿con qué fin? Debo considerar esta ciudad como cualquier ciudad extranjera. El único motivo de mi presencia aquí es la cita que me ha concertado un japonés. Además, en cuanto el taxi toma el boulevard Gouvion-Saint-Cyr, me percato de que el Café des Sports ya no existe. En su lugar, han construido un edificio de cristal azuloso.
En la recepción del Concorde pregunto por el señor Yoko Tatsuké. Me espera en el «restaurante» del piso diecisiete. El ascensor sube en un silencio enguatado. Hall cubierto de moqueta naranja. Un rótulo de letras doradas recorre la pared de acero: «pizzeria panoramique flaminio», y una flecha indica la dirección que debe uno seguir. Invisibles altavoces difunden música de aeropuerto. El camarero de chaqueta burdeos me señala una mesa, al fondo, junto al ventanal.
Me hallo en presencia de un japonés distinguido, con traje gris. Se levanta y me saluda inclinando la cabeza. De vez en cuando se lleva una boquilla a los labios y me observa con una sonrisa que no sé si es irónica o amistosa. De fondo, la música de aeropuerto.
—Mr. Tatsuké, I presume —le digo.
—Pleased to meet you, Mr. Guise.[2]
Llega el camarero con la carta y el propio Tatsuké ordena en un francés impecable:
—Dos ensaladas Flaminio, dos pizzas sicilianas y una botella de chianti. Las ensaladas Flaminio bien aderezadas, por favor.
Luego, dirigiéndose a mí:
—You can trust me… It’s the best pizzeria in Paris… I am fed up with french cooking… I’d like something different for a change… You would surely prefer a french restaurant?
—Not at all.
—Yes… I was wrong… I should have taken you to a french restaurant… You probably are not used to french restaurants…[3]
Pronuncia esta última frase en tono de superioridad y desgana, como dirigiéndose a un vulgar turista a quien hubiese de enseñar «Paris By Night».
—¡Que no, de verdad, que me encantan las pizzas! —le espeto en francés, y después de tantos años me sale intacto el acento de mi pueblo natal: Boulogne-Billancourt.
La boquilla se le cae de las manos y la punta incandescente del cigarrillo empieza a quemar el mantel; pero su sorpresa es tal que no se da ni cuenta.
—Tenga, amigo, no sea que ardamos —le digo tendiéndole la boquilla.
Esta vez percibo una sombra de inquietud en su mirada.
—Habla… Habla usted muy bien francés…
—Y usted también…
Le sonrío amablemente. Parece halagado y empieza a relajarse.
—Trabajé cinco años en Francia, en una agencia de prensa —me dice—. ¿Y usted?
—Bueno, yo…
No encuentro las palabras y él respeta mi silencio. Nos traen las ensaladas Flaminio.
—You like it?[4] —me pregunta.
—Mucho. Me gustaría que siguiésemos hablando en francés.
—Como quiera.
Que yo hable correctamente francés parece desconcertarlo.
—Ha sido una idea estupenda haberme citado en París —le digo.
—¿No le ha causado mucha molestia?
—En absoluto.
—Mi editorial me suele mandar a París. Traducimos muchos libros franceses.
—Le agradezco que me permita hablar en francés.
Inclinándose hacia mí, me dice con voz suave:
—Qué menos, señor Guise… El francés es un idioma precioso…
La música ha cesado. Alrededor de una gran mesa, cerca de la entrada del restaurante, un grupo de japoneses, de pie, brindan levantando una y otra vez sus copas de champagne. Con esas gafas, esos cuerpos achaparrados y esos pelos rapados parecen de una raza distinta de la de Tatsuké.
—Los japoneses sienten debilidad por París —me dice pensativo, golpeando suavemente la boquilla contra el borde del cenicero—. Figúrese, señor Guise: cuando vivía aquí me casé con una parisina encantadora. Regentaba un instituto de belleza… Por desgracia, cuando tuve que regresar a Japón no quiso acompañarme… No he vuelto a verla. Aún sigue por aquí, entre todas estas luces…
A través de los cristales, con la cabeza inclinada, mira París, del que dominamos casi toda la orilla derecha; cerca de nuestra mesa, sobre un trípode, hay un catalejo, como en los parajes turísticos, pero éste funciona sin monedas. Tatsuké se pone a mirar por él haciéndolo girar sobre el soporte con amplios movimientos panorámicos, o desplazando el objetivo milímetro a milímetro, o bien manteniéndolo inmóvil durante mucho rato en un punto preciso. ¿Qué busca? ¿A su mujer? Yo no necesito tal instrumento. Unos cuantos puntos de referencia: la Tour Eiffel, el Sacré-Coeur, el Sena, me bastan para que desfile en mi mente la maraña, tan familiar, de calles y fachadas.
—Tome, señor Guise…
Me ofrece el trípode. Miro por el objetivo. Nunca he manejado un catalejo tan potente. Me detengo en un café de la place Pereire y distingo las cabezas de todos los clientes sentados en los veladores de la terraza y hasta la silueta de un perro apostado en la acera. Me deslizo por la brecha de la avenue de Wagram. Quizás pueda ver el tejado con pérgola del hotel de la rué Troyon donde viví antaño. Pero no. Desde la place des Ternes hasta l’Étoile, el fulgor de la avenue de Wagram es tal que los alrededores quedan anegados en un black-out[5].
—Con este catalejo se pasaría uno las horas muertas paseándose por París, ¿verdad señor Guise?
Nos hemos quedado solos en el restaurante. Yo, abandonando el catalejo, contemplo París a través del ventanal. La ciudad me parece de pronto tan lejana como un planeta escudriñado desde un observatorio. Abajo, las luces, el bullicio, la noche asfixiante de julio; aquí, por el contrario, el frescor excesivo del aire acondicionado me produce escalofríos, y reinan la penumbra y el silencio apenas roto por el golpeteo que produce la boquilla de Tatsuké contra el cenicero.
—Señoras y señores, estamos sobrevolando París…
Imita la voz de un auxiliar de vuelo, pero la expresión de tristeza que adquiere su rostro me sorprende.
—Ahora, hablemos de negocios, señor Guise…
De un portafolios de cuero, al pie de su silla, extrae varios papeles.
—Éstos son los contratos que debe firmar… Texto japonés y traducción inglesa… Ya sabe de qué va… Podría firmar con los ojos cerrados…
Son tres asuntos distintos: la compra de los derechos de los Jarvis para unas fotonovelas y para una serie de televisión; por último, la comercialización de algunos episodios de los Jarvis en forma de juguetes, trajes y accesorios varios para los «Kamihira», unos grandes almacenes de Tokio.
—Le confieso, señor Guise, que no acabo de entender el entusiasmo de mis compatriotas japoneses por sus libros…
—Yo tampoco.
Me pone en la mano una pluma de platino. Firmo todas las páginas de los contratos. Luego, me tiende un cheque celeste con letras góticas rosas.
—Aquí tiene —me dice—. Por las tres operaciones le he conseguido ochenta mil libras de anticipo.
Doblo el cheque distraídamente. El mete los contratos en el portafolios y cierra la cremallera con gesto seco.
—Todo en orden, señor Guise. ¿Le parece bien?
—Usted considera que mi literatura es muy mala, ¿verdad?
—Lo suyo no es literatura, señor Guise. Es otra cosa.
—Totalmente de acuerdo con usted.
—¿Sí?
—Hace veinte años, cuando empecé a escribir la serie de los Jarvis, no pretendía hacer buena o mala literatura, sino simplemente hacer algo. El tiempo apremiaba.
—No hay nada deshonroso en ello, señor Guise. Sigue usted los pasos de Peter Cheyney y de Ian Fleming.
Me tiende una pitillera de oro con cierre de brillantes.
—No, gracias. No fumo desde que empecé a escribir.
—Pero ¿por qué habla usted tan bien el francés?
—Nací en Francia, donde viví hasta los veinte años. Luego, me marché y me puse a escribir en inglés.
—¿Y no le resultó difícil escribir en inglés?
—No, lo hablaba bien. Mi madre era inglesa. Vivió muchos años en París. Fue girl en varios music-halls.
—¿Su madre era… girl?
—Sí. Incluso una de las más bonitas de París…
No aparta los ojos de mí, con mirada entre inquieta y compasiva.
—Me alegro mucho de que me haya citado en mi ciudad natal —le digo.
—Hubiera sido más cómodo para usted mandarle a Londres por correo los contratos y el cheque…
—No, no… Necesitaba un pretexto para regresar a París… Hacía veinte años que no ponía los pies en París…
—¿Y por qué motivo se marchó usted de Francia?
Busco una máxima, una fórmula de tipo general que me permita eludir la pregunta.
—La vida es una sucesión de ciclos… Y de vez en cuando uno regresa a la casilla de salida. Desde que estoy en París tengo la impresión de que Ambrose Guise ha dejado de existir.
—¿Le queda familia en París?
—Nadie.
Duda un momento, como temiendo decir una tontería.
—O sea, que pretende hacer una peregrinación…
Pronuncia la frase en tono ceremonioso y me pregunto si no se estará burlando un poco de mí.
—Quizás me aporte ideas para un libro de recuerdos —le digo—. Un libro titulado «Jarvis en París».
—¿Qué número de Jarvis sería ése?
—El noveno.
—No sé si interesará a mis compatriotas japoneses tanto como los otros Jarvis, pero debería usted escribirlo. Personalmente, siempre me han gustado las autobiografías.
—Sería una especie de retrato del artista por sí mismo —le digo, intentando permanecer serio.
—Muy interesante, señor Guise.
—De escribir ese libro lo haría en francés, por supuesto.
—En ese caso, crea que seré uno de sus lectores más atentos —me dice inclinando levemente la cabeza con seca elegancia de samurái.
Consulta su reloj de pulsera.
—Medianoche… Voy a tener que dejarlo… Aún tengo que redactar un informe para mi editorial… y mi avión para Tokio sale a las siete de la mañana…
Cruzamos la sala vacía del restaurante. Nuestros pasos se hunden en la moqueta.
—Lo acompaño —me dice Tatsuké.
El ascensor se detiene en cada piso, las dos puertas se abren sobre idénticos rellanos con el mismo pasillo interminable. Cada vez, Tatsuké pulsa el botón de la planta baja, temiendo sin duda que volvamos a subir, yendo arriba y abajo hasta el fin de los tiempos. Pero por mucho que pulse el botón, el ascensor permanece inmóvil unos segundos esperando a clientes que no llegan. Y, de nuevo ante nosotros, el inacabable y huidizo pasillo desierto con su moqueta naranja, sus paredes de acero satinado, las puertas de las habitaciones lacadas en negro…
En la planta baja, dos grupos de turistas sentados en los sillones del hall: unas veinte alemanas cuarentonas y otros tantos japoneses, hombres, de la misma edad, vestidos con trajes oscuros. Se miran unos a otros con cierta inquietud, y todos llevan, colgada del cuello, una tarjeta con las letras C. M. impresas en rojo.
—¿Sabe lo que significa C. M.? —me pregunta Tatsuké—. «Contactos Mundiales». Es un organismo turístico que se encarga, durante el mes de julio, de poner en contacto a grupos de turistas en este hotel de París… El mismo número de hombres y de mujeres…
Me coge del brazo.
—Cada noche llegan a este hall dos nuevos grupos… Hombres y mujeres… Primero se observan… Luego, poco a poco, van rompiendo el hielo… Forman parejas… Fíjese… Tienen toda la noche para conocerse. He visto casos muy curiosos en el bar… Una forma original de entender el turismo, ¿no le parece?
Uno de los japoneses sale de su grupo dirigiéndose, muy ceremonioso, al de las alemanas, como si los suyos le hubiesen encargado una misión de plenipotenciario. A su vez, una de las alemanas avanza hacia él.
—¿Ve? Ya se ha iniciado el proceso… Cada hombre tiene la foto de su futura acompañante… y viceversa… Dentro de un rato ambos grupos se mezclarán. Y, fotos en mano, intentarán reconocerse…
Qué cosas pasan en París en el mes de julio, ¿verdad?
Me aprieta el brazo mientras me guía hasta la salida del hotel.
—¿Piensa quedarse algunos días por aquí? —me dice.
—No sé… Hace demasiado calor y me siento como uno de estos turistas…
De repente, me asusta quedarme solo pero no me atrevo a pedirle que se tome una última copa conmigo.
—Ojalá su regreso a París le inspire… Esa idea de escribir sus recuerdos es estupenda…
—Lo intentaré —digo con voz insegura.
Al salir del hotel, el calor me parece aún más sofocante. Me habría quedado gustoso en el frescor del aire acondicionado. Apenas puedo respirar.
—El problema —le digo— es que ya no conozco a nadie aquí.
—Entiendo cómo se siente… Desde que me dejó mi mujer, también me parece que París no es la misma ciudad que aquélla en la que viví…
Una fila de taxis espera delante del hotel. La perspectiva de regresar, solo, en uno de ellos, y meterme en mi habitación de la rué de Castiglione, me agobia tanto como el calor.
—Debería usted coger el avión mañana temprano… Como yo… No tiene sentido peregrinar por los lugares donde uno ha vivido… Yo, sin ir más lejos, siempre evito la rué des Mathurins: allí tenía mi mujer el instituto de belleza… Lo entiende, ¿verdad?
Abriendo la puerta de un taxi, me empuja con una leve presión de su mano contra mi hombro. Me dejo caer en el asiento.
—Me alegro de haberle entregado sus contratos personalmente… Pero váyase de París lo antes posible… En serio, creo que no le conviene quedarse aquí… Escriba otro Jarvis… Confío en usted, señor Guise…
Cierra la puerta. El taxi se detiene en el semáforo y contemplo a Tatsuké por la ventanilla. Está en la acera, muy tieso, con una mano en el bolsillo de la americana, el rostro impasible. Qué cosa tan extraña, hallarme en esta ciudad tras veinte años de ausencia, solo, en una tórrida noche de julio, con la mirada puesta en un japonés de traje claro.
En la recepción del hotel, el conserje, sonriente, me da la llave de mi habitación.
—Did you have a nice time, sir?[6]
—Puede usted hablarme en francés.
Por un momento parece extrañado, pero pronto vuelve la sonrisa. Me habrá tomado por belga, o suizo.
—¿Está usted solo en París?
—Sí.
—En tal caso… Puede que esto le interese…
Me tiende una cartulina roja, de un formato algo mayor que el de una tarjeta de visita.
—Si le apetecen los placeres nocturnos de París…
Envolviéndome en una sonrisa de connivencia, me mete la tarjeta en un bolsillo de la americana.
—Solo tiene que llamar por teléfono, señor…
En el ascensor, saco del bolsillo la tarjeta roja. Lleva escrito en letras negras:
Hayward.
Alquiler de automóviles de lujo con chófer.
Itinerarios turísticos. Paris By Night.
2, avenue Rodin. París (XVI). nro. 46-26
Por extraño que parezca, el nombre Hayward no me dice nada en un primer momento. Abro de par en par la ventana y decido llamar a mi mujer. Aún no es la una de la madrugada y ella se acuesta siempre muy tarde. Me contesta Bristow.
—La señora no ha regresado todavía. Ha ido al teatro con unos amigos.
—¿No lo habré despertado?
—No, señor. Estoy jugando al ajedrez con Miss Mynott. ¿Quiere usted hablar con Miss Mynott sobre los niños?
—Supongo que estarán durmiendo.
—Sí, señor, están durmiendo, pero vieron la televisión hasta las nueve y media y Miss Mynott y yo tuvimos la debilidad de… era una película de Walt Disney, señor. ¿Debo decirle a la señora que lo llame esta noche?
—No. La llamaré mañana. Espero que en Londres haga menos calor que en París…
—Es soportable.
—Me alegro.
—¿Debo ir a buscarlo a Heathrow el miércoles por la mañana, señor?
—No, me quedaré unos cuantos días más en París.
—Muy bien, señor.
—Que disfrute de su partida de ajedrez, Bristow.
—Gracias, señor.
Antes de quitarme la americana me vacío los bolsillos. Pasaporte, monedas, agenda… Despliego el cheque de Tatsuké. La cifra de ochenta mil libras y las letras góticas rosas sobre fondo celeste me parecen tan irreales como la voz de Bristow al teléfono. Y sin embargo, desde hace veinte años, desde que dejé París pensando no regresar jamás, todo se ha vuelto tan coherente, tan sólido, tan luminoso en mi vida… Sin zonas oscuras ni arenas movedizas… La serie de los Jarvis que empecé a escribir a mi llegada a Londres, en un triste cuartucho de Hammersmith, me ha convertido, a mis treinta y nueve años, en «un nuevo Ian Fleming», según Tatsuké. Todo me sonríe. Una encantadora esposa de belleza tan impresionante que mi editor se empeñó en poner su fotografía en la portada del primer Jarvis. Y aquella sugerente foto influyó mucho en el éxito del libro… Tres hijos preciosos, cuyo único defecto es ver demasiado la televisión; una casa en Londres, en la sombreada Rutland Gate; un chalet en Klosters; y ese viejo sueño que realicé el año pasado: comprar, en Monaco, la mansión de la baronesa Orczy cuya obra leía y releía en los tiempos difíciles de Hammersmith para familiarizarme con la lengua inglesa y extraer, de las aventuras de La Pimpinela escarlata, estímulo y voluntad para escribir mis Jarvis. Mi querida baronesa, en cierto modo mi madrina literaria, de la que soy sucesor en el número 19 de la avenue Costa, Montecarlo…
Me tumbo en la cama. Debido al calor evito hacer el menor gesto aunque, alargando el brazo hacia la mesita de noche, cojo mi viejo cuaderno. Lo pongo junto a la almohada. No me apetece abrirlo. Cubierta verde, bordes gastados, espiral, triángulo en el rincón izquierdo y, escrito sobre el vértice, «Clairefontaine». Un simple cuaderno escolar que compré por aquel entonces en una papelería de la avenue de Wagram, en el que fui apuntando direcciones, números de teléfono, a veces citas: uno de los pocos vestigios de mi vida anterior en París, junto con mi pasaporte francés caducado y una pitillera de cuero, ya inútil puesto que dejé de fumar.
Podría romper este cuaderno, página por página, pero el esfuerzo no merece la pena: hace tiempo que los números de teléfono apuntados no contestan. Entonces, ¿por qué quedarme en París, tumbado en una habitación de hotel, secándome con el puño de la camisa el sudor de la barbilla, que me chorrea por el cuello? Bastaría con tomar el primer avión de la mañana para volver al frescor de Rutland Gate…
Apago la lamparita de noche. La ventana está abierta y con la luz azul y fosforescente de la rué de Castiglione todos los objetos de la habitación se distinguen con claridad: armario de luna, sillón de terciopelo, mesa redonda, apliques en las paredes. Un reflejo en forma de enrejado se mueve por el techo.
Inmóvil, con los ojos bien abiertos, me voy despojando del grueso caparazón de escritor inglés bajo el que llevo veinte años escondido. No moverse. Esperar a que finalice el descenso a través del tiempo, como quien salta en paracaídas. Tomar tierra en el París de antaño. Visitar las ruinas y rebuscar entre ellas los vestigios de uno mismo. Intentar responder a todas las preguntas que quedaron pendientes.
Oigo el chasquido de las puertas de los coches, las voces y las risas de la calle, los pasos resonando bajo los soportales. El cuaderno es una mancha clara a mi lado; más tarde lo hojearé. Una lista de fantasmas. Sí, pero ¿quién sabe? Algunos se siguen apareciendo en esta ciudad aletargada por el calor.
En la mesita de noche, la tarjeta roja que me dio el conserje. Ese nombre escrito en letras negras: Hayward, me recuerda algo. ¡Claro! Hayward…
Plegada en cuatro, entre la cubierta y la primera página del cuaderno, una carta que me envió Rocroy, por vía de mi editor, hace diez años. No la he vuelto a leer desde entonces:
Querido amigo. Soy un gran aficionado a la novela policíaca francesa, inglesa y americana, seguro que lo recuerda, y la otra tarde compré un libro de ese género: Jarvis who loves me, porque me llamó la atención la deliciosa mujer morena de la portada. Cuál no fue mi sorpresa al ver, en la solapa, la fotografía del autor, Ambrose Guise… Lo felicito. Es usted un ingrato. Me hubiese gustado recibir un ejemplar dedicado, pero al parecer no quiere que lo relacionen en modo alguno con aquel que conocí en París y que, por cierto, era un gran muchacho… Cuente con mi discreción; Jean Dekker dejó de existir y no tengo el honor de conocer a Ambrose Guise. Tranquilícese, nunca me interesó relacionarme con escritores; me conformo con leerlos, y espero impaciente su próxima obra. Aquí, hasta el momento, nadie sabe que se ha convertido usted en Ambrose Guise. Además, como dice un moralista francés, «solemos vivir a merced de ciertos silencios». Cuente con el mío.
Se mantiene usted, de principio a fin del libro, en el registro «policíaco» pero en ciertos pasajes se percibe que, afinando un poco más, podría llegar a escribir una obra realmente literaria. En todo caso, gracias por ayudar a las pobres gentes como yo a pasar las noches de insomnio, que ya es mucho.
Me parece que ha utilizado usted su propia experiencia para describir el submundo delictivo por el que boga el protagonista. Como el personaje del abogado suicida, cuyo guardarropa se compone de dos tipos de trajes: los azul marino y los de franela gris; y que recibe a sus clientes tumbado… No sabía que tales detalles provenientes de mi persona le habían llamado tanto la atención. Soy como la mayoría de los lectores que se han cruzado con algún escritor en su vida: tan presuntuosos que creemos reconocernos en sus libros…
No me cabe duda de que no le interesa —e incluso podría resultarle penoso— que le dé noticias de París y de las personas que frecuentó aquí antes de convertirse en Ambrose Guise. No se preocupe: todos aquellos que fueron testigos de sus inicios en la vida van a ir desapareciendo. Usted era muy joven cuando los conoció, y ellos estaban ya en el ocaso.
Aún no he decidido quitarme de en medio —como el abogado de su libro— pero si se me ocurre hacerlo algún día, será usted el primero en saberlo.
Mientras tanto, le deseo a Ambrose Guise todos los éxitos y mucha felicidad.
Rocroy
Pero nunca me dijo nada. Cinco años después, en Londres, en el quiosco de prensa cerca de Montpelier Square donde siempre echaba una ojeada a los periódicos franceses, leí en un diario de la tarde este artículo, que he encontrado dentro del sobre, con la carta:
Un antiguo abogado de los tribunales de París, Daniel de Rocroy, se quitó la vida anoche en su domicilio parisino. Daniel de Rocroy se inició en la abogacía en París, antes de la guerra, y fue presidente de la «Conferencia de Abogados». El afamado civilista defendió importantes causas. En 1969, De Rocroy fue apartado durante tres meses del Colegio de Abogados de París por extralimitarse en las reglas de la profesión. De Rocroy respondió a aquella sentencia con una carta de dimisión redactada en tales términos que la suspensión provisional se convirtió en inhabilitación definitiva.
En los años cincuenta se tildaba a Daniel de Rocroy de «bohemio de la abogacía», por su afección a la vida nocturna y su trato con los ambientes más diversos.
Empieza a clarear cuando salgo del hotel. Hace menos bochorno y hasta creo sentir la caricia de una leve brisa mientras camino bajo los soportales hasta la place de la Concorde. Permanezco inmóvil contemplando la plaza y los Champs-Élysées desiertos. Al cabo de un rato, vislumbro una mancha blanca que baja por el centro de la avenida: un ciclista. Va suelto de manos y viste ropa de tenis. Cruza la plaza sin verme, y desaparece por la ribera del Sena, al otro lado del puente. Él y yo somos los dos últimos habitantes de la ciudad.
Por la verja entreabierta me cuelo en el jardín de las Tuileries y espero en un banco del paseo central a que amanezca del todo. Ni un alma. Salvo las estatuas. Ningún otro ruido que el de la fuente y el piar de los pájaros sobre mi cabeza, entre los castaños de Indias. A lo lejos, emergiendo de la bruma, el kiosco de madera verde donde me compraba golosinas en tiempos de mi niñez está cerrado, quizás para siempre.
No me quito de la cabeza a Daniel de Rocroy. No respondí a su carta por lo lejano que me parecía ya entonces todo lo relacionado con mi vida en París. No quería recordar ni aquella vida ni a aquellas gentes. Incluso la muerte de Rocroy me dejó indiferente. Y ahora, pasados cinco años, me causa el dolor y el remordimiento de lo que quedó sin respuesta. Probablemente él hubiese sido el único en aclarar ciertas zonas oscuras. ¿Por qué no le hice, en su momento, todas las preguntas que no dejaba de plantearme a mí mismo?
Un jardinero coloca un aspersor en el césped; un jardinero negro, con camisa caqui y pantalón azul. Pone en marcha el aspersor, que empieza a girar de izquierda a derecha, regando la hierba, y volviendo luego al punto de partida con una sacudida nerviosa.
El jardinero rondará los sesenta años: el pelo cano resalta contra la piel negra. Cuanto más lo observo, más me convenzo de que es el mismo hombre de mis recuerdos: un jardinero, negro también, cortando el césped allá, a la derecha, cerca de la primera gran fuente según se entra a las Tuileries por la avenue du Général-Lemmonnier. Una mañana de mi infancia, en los jardines desiertos y soleados, como hoy. Ronroneo de la cortadora y olor a hierba. ¿Seguirá existiendo el teatro al aire libre, al otro lado de la avenida central, en aquella parte umbrosa del jardín donde los árboles forman un oquedal? ¿Y el león de bronce? ¿Y los caballitos de madera? ¿Y el busto bajo pórtico de Waldeck-Rousseau? ¿Y la balanza verde, a la entrada de la terraza que domina el Sena?
Me siento en una mesa del chiringuito situado entre el guiñol y el carrusel. El calor es tal que permanezco un buen rato a la sombra de los castaños de Indias antes de caminar a pleno sol hasta la escalera y la verja de la rué de Rivoli. Me parece pisar la arena ardiente de un desierto. Es un alivio llegar al frescor de los soportales.
Pido la guía telefónica al conserje del hotel. En la habitación, corro de nuevo las cortinas para protegerme del sol, y enciendo la lamparita de noche. Rocroy sigue apareciendo con su dirección de siempre, en el número 45 de la rué de Courcelles, pero a su nombre se ha añadido el de Wattier: De Rocroy-Wattier, 227-34-11. Nunca supe a ciencia cierta si Ghita Wattier era la secretaria o la asociada de Rocroy, o si les unían lazos más íntimos. ¿Su mujer? De un hombre como él se podía esperar cualquier cosa.
Con índice tembloroso marco el 227-34-11. Los timbrazos se suceden y al cabo de un rato descuelgan. Silencio.
—¿Oiga? ¿Podría hablar con… Ghita Wattier? —balbuceo.
—Al aparato.
Reconozco perfectamente su voz ronca. Respiro hondo.
—Le habla Jean Dekker… Pero quizás no me recuerde.
Hace tanto tiempo que no me presento con mi verdadero nombre que me parece el de otra persona.
—¿Jean Dekker? ¿Se refiere usted a Ambrose Guise?
Pronuncia la frase en un tono entre sorprendido y divertido.
—Sí… Ambrose Guise…
—¿Está usted en París?
—Sí… Y me gustaría mucho verla…
Silencio.
—¿Verme? Me va a encontrar cambiada…
—No creo…
—He leído sus libros, ¿sabe? A De Rocroy le gustaban mucho…
Siempre lo llamaba De Rocroy.
—Me escribió hace tiempo —le digo.
—Lo sé.
De nuevo, silencio.
—Entonces, ¿en serio quiere verme?
—En serio.
—Bueno, pues si puede, venga hoy mismo. Estaré todo el día en casa. ¿A qué hora le viene bien?
—¿Esta tarde?
—¿Esta tarde? Perfecto. Venga cuando quiera… Lo espero.
—¿A eso de las cinco? Me alegra mucho volver a verla.
—A mí también, Jean… o más bien señor Ambrose Guise.
¿Me equivoco, o hay un tono afectuoso en su voz?
Para evitar el sol, decido ir en metro. Me desconciertan un poco los torniquetes de acceso pero, fijándome en los demás pasajeros, introduzco el tique en la ranura.
En los pasillos, el mismo olor de hace veinte años. El tren se desliza en silencio. Ni ruido acompasado ni traqueteos que te hagan dar con el hombro en los cristales. Casi todas las estaciones han cambiado de aspecto. Quedan algunas, sin embargo, que parecen haber caído en el olvido, con sus pequeños azulejos, sus paneles publicitarios de marcos dorados y labrados, sus estrechos bancos de color vino. Quién sabe si esa gente lleva esperando veinte años, ahí sentada. Pero en la estación siguiente, se regresa a la actualidad.
Subo a pie la cuesta de la rué de Courcelles, por el lado de la sombra, acera izquierda, donde está el número 45. Ante el portalón siento cierto nerviosismo y me pongo a caminar a lo largo de la fachada que, en la intersección con la rué Monceau, termina en miradores semicirculares. Esta fachada compacta, con sus ventanales y sus balcones, me parece más luminosa: la habrán remozado durante mi ausencia. Los postigos de hierro, en el mirador del primer piso, están cerrados. Enfrente, la pagoda china. Solía contemplarla desde las ventanas del despacho de Rocroy, recortada sobre el cielo rosa del crepúsculo.
Entro en el portal, empujo la puerta acristalada del vestíbulo y consulto el panel con los números de todos los pisos y los nombres de sus ocupantes. Pero salvo «De Rocroy-Wattier», solo veo nombres de sociedades. En lugar de coger el ascensor, prefiero subir por la monumental escalera.
En el rellano del segundo piso dudo un momento, y luego recuerdo que la puerta de Rocroy era la de la izquierda. Llamo al timbre. Oigo pasos tras la puerta.
—¿Quién es?
—Jean Dekker.
La puerta se abre pero no veo a nadie; parece accionada a distancia por un sistema automático. Entro. Está oscuro. La puerta se cierra. La luz de una linterna me da en plena cara, deslumbrándome.
—Perdone, Jean, pero la luz no funciona en esta habitación.
Recuerdo un vestíbulo bastante amplio con las paredes pintadas en beis y una araña de techo.
—Por aquí, Jean…
Me coge del brazo y me guía por el vestíbulo, proyectando ante nosotros la luz de la linterna. Pasamos por una puerta entornada, de doble hoja y llegamos a la gran habitación semicircular, despacho de Rocroy. Las ventanas dan a la rué de Courcelles y a la rué Monceau. Pero los postigos interiores están cerrados y todas las cortinas echadas. La luz proviene de una lámpara de pie cerca de la biblioteca.
—He cerrado por el calor…
Un ventilador zumba sobre uno de los veladores. Ella está a unos pasos de mí, en la sombra, fuera del alcance de mi vista. Me vuelvo hacia ella.
—¿He cambiado?
Me lo pregunta con voz vacilante. Lleva un albornoz de felpa blanco y, alrededor del cuello, un fular azul marino que parece tapar alguna cicatriz. No, no ha cambiado: los mismos ojazos claros ligeramente saltones, el mismo pelo rubio, más corto que hace veinte años, las mismas cejas bien perfiladas…
—No ha cambiado en absoluto…
Se encoge de hombros.
—Eso me lo dice para halagarme. Siéntese…
Me señala una poltrona de terciopelo verde y, a su vez, se sienta en el borde del sofá donde solía tumbarse Rocroy.
—Hay poca luz aquí, pero es que no soporto el calor… ¿Se quedará en París mucho tiempo? —no deja de observarme entornando los ojos—. Usted tampoco ha cambiado… Sigue igual de joven… Pero claro, la oscuridad siempre favorece… —se sonríe—. ¿Quiere tomar algo? ¿Una naranjada? —inclinándose, coge un vaso de la bandeja de plata al pie del sofá, coloca el cuello de la botella sobre el borde del vaso y vierte un líquido naranja y burbujeante—. Tenga… ¿no le importará beber en el mismo vaso que yo?
—Al contrario.
—Tan encantador y educado como siempre…
Bebo un trago. Busco desesperadamente una frase para entablar conversación.
—¿Cómo es que me ha llamado?
—Estoy de paso en París… Llevaba veinte años sin venir…
—Ha hecho bien llamándome.
El tono serio de su voz me sorprende.
—De Rocroy lo apreciaba mucho… No se sorprendió cuando se publicaron sus primeros libros… Siempre pensó que terminaría usted por lanzarse a una actividad de ese tipo…
—Siento no haber tenido ocasión de volver a verlo.
Los rasgos de la cara se le crispan.
—Jean, tengo que decirle una cosa… Cuando decidió acabar, lo hizo en la más completa serenidad… —recalca estas últimas palabras como tratando de convencerme—. Sencillamente, pensó que había vivido su vida… Que había vivido todo lo que podía vivir… Del mejor modo posible… ¿Lo entiende usted?
—Lo entiendo.
—Había algo de japonés en él…
Me mira a los ojos, pero no sé si me ve. Ciertamente, Rocroy tenía algo de japonés, entendiendo por eso cierta impasibilidad, un modo de fumar, por ejemplo, muy particular, del que me hubiese gustado que me diera el secreto. Su indolente gesto de muñeca al tirar la ceniza…
—Es muy duro hablar de todo esto… Para entender a De Rocroy habría que pensar que no vivió una vida, sino varias a un tiempo.
—Creo que hay muchas cosas de él que nunca sabremos —le digo.
—Yo también lo creo… Me ha adivinado el pensamiento… Quizás porque ha bebido en mi vaso…
Echo un vistazo a mi alrededor. La habitación tampoco ha cambiado, con su revestimiento de madera verde claro, sus cortinajes de terciopelo burdeos, sus anaqueles empotrados en la madera, repletos de novelas policíacas: pastas amarillas de la colección Masque, Serie Negra, colecciones inglesas, americanas… Rocroy me las solía prestar y, por aquel entonces, ni se me habría ocurrido que una de mis obras llegaría a formar parte de su biblioteca… Aunque él llamaba a esta habitación «mi despacho» no había mesa de despacho. Recibía a sus clientes de pie, o tumbado en el sofá. Y cuando lo hacía de pie, era siempre en el quicio de la puerta acristalada del mirador, la que da a la rué de Courcelles y a la rué Rembrandt, desde donde se ve la pagoda china…
—Hablábamos a veces de usted… Leía sus libros… Le hubiese gustado volver a verlo, pero pensaba que usted tenía su propia vida y no quería molestarlo… ¿Me permite?…
Se sirve naranjada en mi vaso. Su rostro, terso a la luz de la lámpara, no aparenta más de treinta años. Un rayo de sol se cuela por una estrecha abertura de las cortinas dibujando una mancha rubia en el borde del albornoz.
—Él quería confiarle algunos documentos que le habrían interesado mucho…
Si no recuerdo mal ella no era realmente su secretaria, pero él la mantenía al corriente de su trabajo e incluso le encargaba asuntos confidenciales. Ella, por su parte, lo veneraba. Recuerdo haber oído a Rocroy, en más de una ocasión, hablando por teléfono con su voz decaída: «Háblelo con Gyp… Trate usted de este asunto con Gyp… De eso se encargará Gyp…». Gyp era el apelativo afectuoso que él le daba.
—Antes de que se me olvide, venga conmigo…
Levantándose, me coge del brazo. Camina descalza por la moqueta gris y observo que lleva pintadas las uñas de los pies y de las manos en un color granate que contrasta con la felpa blanca del albornoz, con sus cabellos rubios y sus ojos claros. Abre una puerta y entramos en un cuarto con las paredes del mismo verde claro del salón y una cama de matrimonio sin hacer.
—Perdone el desorden, pero como vivo sola…
En la cabecera, colgada de la pared, una foto de Rocroy. Ya la conocía, porque en una ocasión me dedicó otra igual: de medio perfil, el contorno perfecto, el mentón bien dibujado, con la mano derecha sobre el respaldo de una silla. Más que un abogado, parecía un artista de cine. El mismo Rocroy, cuando me la regaló, me comentó que sus colegas veían con malos ojos ese tipo de fotos, pero que la vida sería muy monótona si siempre fuésemos serios.
—Es una foto muy buena —digo.
—Es mi preferida…
Abre una puerta en el otro extremo del cuarto y enciende una lámpara. Entramos en una habitación de tamaño medio, con las paredes cubiertas de expedientes. Otros están apilados sobre la chimenea de mármol gris. Los repasa uno a uno y al final coge un archivador beis.
—Aquí está… Mire…
Escrito en el archivador, con la letra grande de Rocroy: «Para Jean Dekker, si llega el caso».
—No tengo palabras… —le digo.
Ella permanece inmóvil en medio de la habitación.
—Son sus archivos… Los guardé aquí…
De nuevo, cruzamos el dormitorio para llegar al gran despacho semicircular. Yo llevo el archivador en la mano.
—De Rocroy me solía decir que, al ser usted escritor de novela policíaca, esto le podía interesar… Se enterará de muchas cosas…
—¿De muchas cosas?
—Sí, de muchas cosas sobre las personas que conoció aquí… Pero le dejo el placer de descubrirlo usted mismo… Para mí, el pasado es pasado, y no quiero volver a él…
Sentada en el borde del sofá, llena el vaso con naranjada y me lo ofrece.
—De Rocroy quería mandarle a usted este dossier, pero no se atrevió a hacerlo a la editorial de Londres…
Aunque ardo en deseos de ver esos documentos, no me parece correcto abrir el archivador aquí, delante de ella.
—Decía que, de todos nosotros, usted fue el único que supo salir adelante…
—Muy amable por su parte.
—¿Se quedará mucho tiempo en París?
—Unos días.
—¿Se aloja en un hotel?
—Sí.
—Mañana salgo para la costa vasca. Estaré dos semanas en casa de mi hermana. Le puedo dejar las llaves del piso…
—No, no hace falta…
—Sí, sí, le voy a dar las llaves del piso. Se puede quedar aquí hasta mi regreso… A decir verdad, no me gusta dejar la casa sola…
Presiento que no debo contradecirla.
—Estará usted bien aquí… Conoce perfectamente el piso… Y no me cabe duda de que a De Rocroy le habría gustado…
Me mira fijamente, en silencio. Sus ojos claros se le empañan y una lágrima rueda hasta la comisura de los labios. Me levanto y me siento en el sofá, a su lado. De perfil, aún parece más joven. ¿Habrá vivido aletargada o en hibernación durante estos últimos veinte años?
—Intento olvidar el pasado… Pero hoy, con usted…
Se seca los ojos con el cuello del albornoz y el gesto le descubre los senos. Se vuelve hacia mí y parece no darse cuenta de que el albornoz se le ha abierto y que está medio desnuda.
—No hay que volver al pasado —le digo—. Perdóneme, Gyp…
Acerca su cara a la mía.
—¡Se acuerda de que él me llamaba «Gyp»!
Al salir del edificio ya es de noche. Miro de nuevo la pagoda cuyo rojo ocre resalta sobre el azul oscuro del cielo. Más abajo, al cruzar el boulevard Haussmann desierto, un ciclista me adelanta y baja, sin pedalear, la cuesta de la rué de Courcelles.
El calor sigue siendo sofocante y enseguida echo de menos el piso del que acabo de salir. Pero mañana, si me apetece… palpo la llave en el bolsillo.
En el Rond-Point des Champs-Élysées me detengo un instante ante la fuente. Varios turistas están sentados en sillas de hierro, alrededor del agua. Yo soy tan extranjero en la ciudad como ellos. Nada me retiene aquí. Mi vida es ajena a estas calles, a estas fachadas. Los recuerdos que brotan al azar de una encrucijada o de un número de teléfono pertenecen a la vida de otro. Además, ¿los lugares siguen siendo los mismos? Por ejemplo, esta glorieta, por la que paseé una noche con Rocroy, ¿es la misma glorieta? Esta noche la veo distinta, y el surtidor me provoca una gran sensación de vacío.
Entro en los jardines y, al pasar, echo una ojeada al Cupido de bronce, en la cima del Pavillon de l’Élysée. Todas las ventanas están a oscuras. Uno de esos palacetes abandonados, que apenas se entrevén tras la verja oxidada y la vegetación de un parque. El Cupido, allá arriba, brillando en la oscuridad a la luz de la luna, tiene algo fúnebre e inquietante que me hiela la sangre y, a la vez, me fascina. Lo veo como un vestigio del París en que había vivido.
Llego a orillas de la place de la Concorde, recorrida con lentitud de coche fúnebre por varios autocares turísticos de vivos colores. Las farolas y las fuentes luminosas me deslumbran. A la derecha, unas sombras se deslizan por la balaustrada de las Tuileries: el bateau-mouche cuyos proyectores traspasan el follaje arbóreo, al otro lado de la avenue des Champs-Élysées, y yo estoy solo, en medio de un espectáculo de luz y sonido organizado en una ciudad muerta. ¿De verdad hay pasajeros dentro de los autocares y a bordo del bateau-mouche?
Un rayo ilumina el cielo allá, sobre las Tuileries, precediendo al ruido sordo de un trueno lejano. Meto el archivador de Ghita Wattier entre la americana y la camisa y permanezco sentado en un banco, esperando las primeras gotas de lluvia.
En la recepción del hotel, el conserje me da un sobre azul. Es un mensaje de mi mujer, que ha llamado esta tarde. Ha decidido adelantar su viaje a Klosters con los niños. Saldrá mañana y me pide que vaya allí directamente.
—Señor…
El conserje me dirige de nuevo una sonrisa de connivencia.
—Si está usted solo en París…
Me pone en la mano la misma tarjeta roja de la noche anterior.
—Con esto, todo es posible… Puede satisfacer cualquier deseo… Basta con llamar por teléfono…
Echo una ojeada a la tarjeta. El nombre de Hayward sigue escrito en letras negras. Hayward.
Abro las dos hojas de la ventana y me siento en el balcón. La lluvia cae con fuerza, como una lluvia monzónica. Un autocar morado y verde se ha detenido junto a la acera opuesta al hotel y reconozco la inscripción en el lateral: De grote reizen antwerpen. Un momento después, los pasajeros bajan y la lluvia parece sobreexcitarlos cada vez más. Al final, hacen un corro en mitad de la calle. Cantan a coro una canción de sonoridad gutural. Algunos se quitan la camisa de flores, se la atan a la cintura y siguen dando vueltas, con el torso desnudo, bajo la lluvia. Después, micrófono en mano, el hombre rubio con traje de auxiliar de vuelo aparece en el estribo del autocar. Les lanza un relincho: contritos y hechos una sopa, se suben al autocar que se aleja despacio, hacia la Opera. Deja de llover. Con el frescor que sube de la calle, me siento a gusto por primera vez desde mi llegada.
El archivador beis contiene una carpeta de papel celeste y dentro de ésta un centenar de folios de papel calco, mecanografiados, sujetos por clips oxidados. Los ojeo rápidamente y me saltan a la vista nombres de personas conocidas. «Se enterará usted de muchas cosas», me ha dicho Ghita Wattier. No lo pongo en duda. Leeré estos folios con el mayor interés. Tengo todo el tiempo del mundo. Dejo el archivador en la mesita de noche.
Una farola brilla en cada soportal. Las cuento una a una, como un rosario. Varias luces se reflejan en los adoquines mojados de la rué de Castiglione y en el gran charco que ha formado la lluvia, enfrente, a la altura de la farmacia inglesa. Reflejos verdes y rojos de los semáforos, de las farolas, del anuncio luminoso de la farmacia, aún abierta a esta hora tardía. Y yo esperando, como si algo fuese a emerger del charco y de los adoquines. Nenúfares. Sapos. Hojas de una antigua agenda. Hojas muertas. Un centenar de hojas de papel calco. Clips oxidados.
Mi mujer entenderá que no vaya enseguida a Klosters. Ella lo entiende todo.
Hacia las cinco de la tarde salgo del hotel con el dossier bajo el brazo. El calor es tan asfixiante como ayer pero, según el periódico, lloverá de nuevo al caer la noche y tal perspectiva me anima.
Bajo los soportales, me pregunto por qué decidí alojarme en un hotel de la rué de Castiglione. Pensándolo bien, la razón es muy sencilla: temía tanto mi reencuentro con París que elegí un lugar neutral, una especie de zona franca, de concesión internacional, donde no corriera el riesgo de oír hablar francés, donde fuese un turista más. Y ciertamente me tranquiliza ver tanto autocar, tanto cartel «Duty free shop» en los escaparates de las perfumerías repletas de japoneses con camisas de flores. Sí, estoy en el extranjero. Sin embargo, a medida que mis pasos me llevan al piso de la rué de Courcelles, París vuelve a ser, poco a poco, mi ciudad.
Giro la llave en la cerradura. Al cerrar la puerta, siento que me interno en el pasado por el olor a cuero tan característico del piso de Rocroy, por la oscuridad y el frescor del vestíbulo, que contrastan con el sol de justicia del exterior. Es como bajar bruscamente al fondo de un pozo o lo que llaman en aeronáutica «una turbulencia». Camino a tientas, con los dos brazos extendidos, hasta que mis manos chocan con una de las hojas de la puerta. Algunos rayos de sol traspasan las cortinas del gran despacho semicircular. Enciendo una de las lámparas. Ghita Wattier había olvidado apagar la luz de su cuarto y la de la habitación con los archivos de Rocroy.
Dudo unos instantes. ¿Abrir las cortinas, los postigos y las ventanas? ¿Dejarlos cerrados? En la habitación del archivo compruebo si el «mecanismo secreto» —como decía Rocroy— sigue funcionando. Recuerdo dónde se hallaba el botón. En la pared de la izquierda, abajo, cerca de un enchufe. Lo pulso. Un entrepaño de estanterías se desliza lentamente dejando una abertura de apenas un metro, que franqueo. A pesar de la oscuridad, encuentro el interruptor y surge la luz de una bombilla desnuda colgada del techo. El vestíbulo de losetas blancas y negras no ha cambiado, con sus paredes grises y la barandilla de hierro forjado que marca el inicio de la escalera. Ésta desciende hasta una habitación en la planta baja que debió ser antaño una tienda cuya entrada, de cristales esmerilados, da a la rué Monceau; pero Rocroy condenó el acceso mediante una reja exterior que ya estaba oxidada hace veinte años.
Entro en la habitación contigua. En el techo, la única bombilla de la lámpara parpadea, envolviendo el espacio en una luz incierta. Todo sigue igual: la cama con cabecero enguatado de satén celeste, las cortinas blancas, la mesita de noche y la lamparita. No resisto la tentación de abrir la puerta del baño. La luz no se enciende. En la penumbra distingo la bañera, el espejo de doble hoja móvil y el lavabo. Sobre la repisa, una brocha y una máquina de afeitar de modelo antiguo. Intento recordar si habían sido mías.
Me tumbo en la cama, como hace veinte años. Pasé en este cuarto mis últimos días en París. Rocroy me dio cobijo cuando le conté lo sucedido… Y una noche me acompañó a la estación de Saint-Lazare. A modo de viático me dio cinco mil francos que quise devolverle más tarde, cuando empecé a ganar dinero con mis libros. Pero él no los habría aceptado; además, todo aquello me parecía tan lejano… Como de otra vida… Fue él quien pensó en Inglaterra. En el andén me deseó «buena suerte». Hasta Le Havre viajé de pie: los trenes iban de bote en bote, pues aquella tarde se iniciaban las vacaciones de julio.
Abro el cajón de la mesita. Unas gafas de sol mías. Se me olvidaron aquí cuando me marché. Limpio los cristales cubiertos de polvo, me las pongo y voy hasta el espejo colgado de la pared. Quiero verme con estas gafas de sol, verme como hace veinte años.
Ya de noche, abro los balcones y los postigos del gran despacho semicircular. Enfrente, la pagoda refulge con brillo fosforescente. Ha caído un chaparrón y ha refrescado. Me tumbo en el sofá para hojear los informes. Quiero entrar en el tema muy despacio. Estas hojas de papel calco contienen una parte de mi vida y debo acostumbrarme a la descripción fría de las personas que frecuenté, a los hechos en los que me vi involucrado y a ciertos detalles que hasta ahora ignoro…
Suena el teléfono. Me levanto y busco por el despacho. Luego, corro hasta el cuarto de Ghita Wattier y, siguiendo el cable, descubro el aparato bajo la mesita.
—¿Oiga? ¿Es usted, Jean?
Reconozco enseguida la voz de Ghita.
—Sí… ¿Cómo va todo?
—Estoy en Biarritz… con mi hermana… ¿Se ha instalado ya en el piso?
—Sí. Pero le prometo dejárselo en orden…
—No se preocupe…
—Solo vendré durante el día… por el calor…
—Quédese a dormir… No me gusta dejar el piso solo…
—En ese caso, de acuerdo… Me quedaré a dormir…
—Perfecto… ¿No se aburre usted mucho?
—¡Qué va!… He encontrado las gafas de sol que me dejé hace veinte años… en el cuarto secreto…
Se echa a reír.
—Llevo siglos sin entrar en esa parte de la casa. Debe de haber una cantidad de polvo…
—A pesar de todo, el mecanismo sigue funcionando…
De nuevo, su risa.
—¿Ya ha leído el dossier?
—Aún no. Me da un poco de miedo.
—Léalo. Y dígame qué le parece. Volveré a llamar mañana a la misma hora. Adiós, querido Jean…
—Adiós Gyp.
Voy, pasillo adelante, hasta la cocina. La han pintado de blanco. La ventana, que da al patio, está entornada. Abajo, Rocroy tenía un garaje, y me pregunto si el Sunbeam aún sigue allí. Abro la nevera: hay botellas de naranjada. Cojo una. De regreso al despacho semicircular, localizo en los anaqueles de la biblioteca tres libros míos, los tres primeros Jarvis. Eso me tranquiliza porque estoy empezando a dudar de quién soy en realidad. Tendría que llamar a mi mujer para asegurarme; pero Klosters me parece tan lejano en el espacio y en el tiempo… Ha dejado de llover y la pagoda se refleja en la acera de la rué de Courcelles. Vuelvo a tumbarme en el sofá y hojeo el dossier, leyendo al azar algunos folios de papel calco.
Rocroy había escrito en letras mayúsculas el nombre de Bernard Farmer en una de las carpetillas de papel celeste. Dentro, una hoja mecanografiada: 24 de mayo de 1945.
Año 1945, 24 de mayo.
Nos, Marcel Galy, comisario Principal.
Prosiguiendo nuestra información contra Farmer, Bernard, Ralph, alias «Michel», 179 rué de la Pompe, París (XVI), prófugo:
Hacemos constar que se presenta la señorita Chauviére, Carmen Yvette, nacida el 4 de agosto de 1925 en París (10), artista, con domicilio en el número 40 de la rué La Rochefoucauld, París (9), a quien damos lectura de nuestra comisión rogatoria y a quien hacemos prestar juramento de decir toda la verdad y solo la verdad. La antedicha declara:
Conocí al señor Bernard Farmer en septiembre de 1943, en el cabaret «L’Etincelle», 9 rué Mansart, París (IX). Me habían contratado de bailarina para la revista que se representaba en dicho local.
Más tarde tuve con el señor Bernard Farmer una relación sentimental que terminó en agosto de 1944, fecha en que se marchó de París.
Ignoraba por completo las actividades del señor Farmer. Veía que manejaba importantes sumas de dinero pero nunca le pregunté por su procedencia. Uno de sus amigos, que él mismo me había presentado, el señor Lucien Blin, me comentó que el Señor Bernard Farmer había ejercido los más diversos oficios en Francia y en Inglaterra. El señor Bernard Farmer me había dicho que poseía una galería de arte en París y que comerciaba con cuadros y muebles antiguos.
Yo sabía que tenía unas oficinas en el 76 de los Champs-Elysées, encima de los soportales del Lido porque, a veces, me citaba allí. Pero no sé si era un local dedicado al mercado negro. Siempre estaba él solo y el lugar parecía desmantelado.
En resumen, mi relación con el señor Farmer fue únicamente sentimental y no puedo decirles nada sobre sus actividades.
Otra carpetilla celeste llevaba mi nombre: Jean Dekker, con la misma letra apresurada de Rocroy. Dentro, varios folios mecanografiados: 5 julio 1965.
NOTA
Policía judicial Brigada antivicio
Jean Dekker
Nacido el 25 de julio de 1945 en Boulogne-Billancourt (Seine).
Domicilio: Desde el 11 de abril de 1965, Hotel
Triumph, 1 bis rué Troyon, París (17).
Se han encontrado dos fichas de hotel a nombre de Jean Dekker, cumplimentadas por él en el mes de junio pasado:
El 7 de junio de 1965: Hotel-Restaurante «Le Petit Ritz», 68 avenue du 11 Novembre, La Varenne-Saint-Hilaire (Seine-et-Marne).
El 28 de junio de 1965: Hotel Malakoff, 3 avenue Raymond-Poincaré, París (16), donde indicó que su domicilio habitual era el número 2 de la avenue Rodin, París (XVI).
Tanto en el «Petit Ritz» como en el hotel Malakoff iba acompañado por una joven de unos veinte años, de estatura media, morena, ojos claros, cuya descripción coincide con la efectuada en su declaración por el señor Deniau, portero del 2 de la avenue Kodin, París (XVI).
Hasta la fecha, dicha joven no ha sido identificada.
En otro folio:
Cota 29: Posición de los casquillos.
Se han encontrado los tres casquillos correspondientes a las tres balas disparadas.
Uno de ellos fue hallado en el suelo entre la boquilla de fumar, caída cerca del brazo derecho de Ludovic Fouquet, y el sillón.
Los otros dos estaban en el sillón, incrustados entre el cabezal y el reposabrazos izquierdo.
A propósito de las hipótesis sobre el modo en que se perpetró el asesinato del señor Ludovic Fouquet, una declaración, la del señor Rosen, inquilino del tercer piso del número 2 de la avenue Rodin es interesante.
De la sucesión de ruidos que oyó, se puede deducir que hubo un primer disparo que derribó al señor Ludovic Fouquet; luego, tras un breve lapso de tiempo, otros dos disparos. En este sentido, dicho testigo dice en su declaración:
«Hacia las once de la noche, oí un golpe bastante fuerte, como si tirasen un mueble por el suelo, al que siguieron, unos diez segundos después, dos golpes más secos y apagados.
»Ambos golpes se oyeron muy próximos uno del otro e, inmediatamente después, pude determinar que procedían del piso de los Hayward.
»No di ninguna importancia a aquellos tres golpes. A la mañana siguiente, cuando supe lo ocurrido en casa de los Hayward, pensé…».
Salgo del piso a eso de las diez de la noche, en busca de un restaurante o una cafetería y al pasar ante la pagoda comprendo por qué resalta tanto en la oscuridad, por qué me parece fosforescente. Varios proyectores de cine, colocados al fondo de la rué Rembrandt, la iluminan. Subo por la rué de Monceau hasta la intersección con la avenue de Messine donde aún hay un café abierto. Oigo un guirigay de voces. Muchos clientes llenan las mesas de la terraza, que inundan media acera. Me siento en el interior, junto a la ventana.
El camarero viene a tomarme nota.
—Dos sándwiches y un café. Hay mucha gente aquí esta noche…
—Un equipo de cine… Están rodando por el barrio…
Y me dice, con voz admirativa, el nombre del director.
—¿Es famoso?
Me mira con ojos sorprendidos y una sonrisa algo despectiva.
—Por supuesto que es famoso…
—Perdone, pero es que llevo mucho tiempo fuera de Francia…
Me arrepiento enseguida de haberle hecho tal confidencia. Miro a través del cristal a toda aquella gente apretujada. Supongo que el director debe de ser ese moreno, de aspecto bastante joven, con una barba que le come media cara y ojos negros, socarrones. Se muerde la uña del pulgar. Lo rodean media docena de personas que parecen tenerle muchísimo respeto y se beben las escasas palabras que pronuncia con el pulgar entre los dientes. A su lado, una mujer rubia de rasgos delicados y frente voluntariosa que me recuerda… ¡Claro! De niña trabajó en una película de éxito, cuando yo también era un niño de su misma edad. Y ahora, sin solución de continuidad, me la encuentro convertida en cuarentona, como si el tiempo nos hubiese aplastado a ambos en unos segundos. Les están sirviendo ensaladas y agua mineral. El director, por su parte, se bebe un café tras otro. Un segundo grupo se mantiene algo apartado, en las mesas que marcan la linde con la acera: los técnicos, probablemente. Estoy a punto de adormilarme con el murmullo de las voces cuando detengo la mirada en un rostro que me resulta familiar: un rubio de nariz respingona y mentón abotargado, solo en una mesa, fumando un purito. ¿Dónde lo había visto antes? Estamos a pocos centímetros el uno del otro, separados por el cristal. Él mueve la cabeza y, a su vez, me mira. Al poco, esboza una sonrisa algo incómoda, se levanta, entra en el café y se dirige a mi mesa:
—Perdone… Soy Robert Carpentieri…
Habla con la voz cascada de los fumadores. O quizás esté afónico. De cerca, parece rondar los cuarenta y cinco años, a pesar de sus ojos azules, el tupé de pelo rubio y la nariz respingona. Se inclina levemente, con las dos manos apoyadas en el respaldo de la silla vacía frente a mí. Yo me callo, porque no quiero decirle mi nombre.
—Creo que nos conocemos.
Tira de la silla hacia él y se sienta.
—En ese caso, debe de hacer unos veinte años —le digo—. No he puesto los pies en París en todo ese tiempo…
—¿Veinte años?
—Más o menos.
Su mirada se pierde en el vacío. Intenta recordar algo. Con todas sus fuerzas.
—Puede que nos hayamos visto con Georges Maillot. ¿Usted conoció a… Georges Maillot?
Pronuncia ese nombre en un susurro, como una contraseña.
—Cierto —le digo—. Nos conocimos por Georges Maillot.
Un retrato me viene a la mente, una fotografía en claroscuro, como la de Rocroy en el cuarto de Ghita. Una foto que Maillot me había dedicado. Pero, a diferencia de la de Rocroy, solo se le veía el rostro. En aquel entonces, ya no se llevaba lo de dedicar a los amigos la foto de uno, pero lo mismo fui yo quien se la pidió.
—¿Veía usted a menudo a Georges Maillot? —me pregunta.
—Bastante. ¿Y usted?
—Todos los días.
—¿En aquel tiempo, no era usted su… secretario?
No me atrevo a decir «chófer». Sin embargo, cuanto más lo observo, más clara veo la imagen de este rubio gordinflón conduciendo el coche de Maillot.
—Bueno, su secretario… y también su chófer…
¡He dado en el clavo! El sonríe.
—Incluso era amigo suyo… No pensaba yo hablar esta noche de Georges…
Me contempla con una especie de asombro respetuoso.
—¿Y lleva usted veinte años… ausente?
¿Me toma por un fantasma? ¿O por alguien recién salido de la cárcel tras cumplir una larga condena? Para tranquilizarlo, señalo con amplio gesto a todas esas personas, sentadas en las mesas de la terraza.
—Más de uno habrá conocido a Georges Maillot, ¿no?
Se encoge de hombros.
—¡Qué va!… Aún llevaban pañales cuando Georges hacía cine… Yo soy el mayor de todo el equipo…
—¿Usted trabaja… con ellos?
—Sí… ahora soy regidor…
Pero veo que no le apetece hablar de eso. Con solo pronunciar el nombre de Georges Maillot, el presente ha dejado de existir para él. Se bebe mis palabras.
—Y usted, ¿cómo conoció a Georges?
Yo no estoy dispuesto a ir por ahí contando mi vida.
—¿Qué cómo conocí a Georges?
Busco, a modo de respuesta, una verdad a medias. Quiero tantear el terreno y ver en qué anzuelo pica.
—Lo conocí por medio de una persona que le indujo a hacer una de sus primeras películas… Albert Valentín…
—¿El que vivía en el hotel de la rué Troyon? Allí se alojaba Georges cuando venía a París…
De modo que conoció a Valentín… Lo que al parecer no sabe es que yo también me alojaba en el mismo hotel. Quizás me vio dos o tres veces con Maillot, y era buen fisonomista. Si sabe tan pocas cosas sobre mí, no seré yo quien le dé más detalles. Como decía Albert Valentín, uno nunca debe mostrar sus cartas.
—¿Así que sigue usted trabajando en el cine? —le pregunto.
Se encoge de hombros.
—Hay que ganarse la vida…
Señalo la mesa donde reina el director. Cada dos por tres, un miembro del equipo se inclina sobre él, muy deferente, pero él sigue mordiéndose la uña del pulgar, con displicencia.
—¿Es buen director?
—Bueno o malo, me da igual… Me limito a hacer mi trabajo…
—Y usted, ¿cómo conoció a Maillot?
Se le ilumina la cara.
—En un plato… en 1955… Estaba rodando su última película… Yo tenía dieciocho años y era attrezzista…
—Cuando yo lo conocí, llevaba ya mucho tiempo sin hacer cine…
—En realidad, nunca le gustó. Hizo cine por casualidad, pero nunca le gustó…
Y mirando hacia las mesas de la terraza:
—Él no tenía nada en común con estos directores de pacotilla…
Por mucho que lo observo, por mucho que escudriño en mis recuerdos, solo me queda una imagen de él: al volante del coche de Maillot. Y una fugaz reminiscencia: me parece que Maillot lo llamaba con un remoquete.
—Recuerdo que a usted lo llamaba… —me aventuro.
—Tintín. Entonces yo estaba mucho más delgado… Me parecía a Tintín…
¡Claro! Maillot asomado a la ventana del hotel, en la rué Troyon, llamando a Tintín con su voz grave. Tintín… Allí, frente a mí, causándome el mismo malestar que esa niñita que he reconocido hace un rato en la terraza, transformada por arte de magia en cuarentona. Un Tintín envejecido, muchísimo más gordo.
—Me obligaba a llevar pantalones de golf…
Y por mi cumpleaños me regaló un fox-terrier… Desde entonces, en este oficio, me llaman Tintín Carpentieri…
Me viene a la mente, como una oleada de perfume, lo guasón que era Maillot. Tener a Tintín por secretario era muy suyo.
—Tengo que volver al tajo —me dice, suspirando.
Afuera, en la terraza, el director se ha levantado y consulta un grueso dossier mordiéndose la uña del índice. La antigua niñita, dócil, está a su lado.
Una vez más, se inclina hacia mí.
—Tenemos que vernos de nuevo como sea. Usted apreciaba mucho a Maillot, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Pues he de decirle una cosa muy importante… Pero ahora no puedo…
Aprieta los labios, como queriendo retener el raudal de una confidencia. Al final se decide, con un movimiento seco de barbilla.
—Mire… Maillot no ha muerto… No ha muerto… Cree que estoy loco, ¿verdad? Le digo que Maillot no ha muerto. Ahora no tengo tiempo, pero podíamos quedar…
—Vale.
—Mañana… a las doce y media de la noche… en este mismo café… Si llego tarde, espéreme… Estamos rodando en la calle, muy cerca de aquí…
—Vale.
—Ya le explicaré con tranquilidad…
Se levanta, me da la mano, y sale apresurado del bar. Se une al grupo que rodea al director, aunque se mantiene a cierta distancia. Me quedo solo en el local. En ese momento creo oír, tan leve como el chisporroteo de los fluorescentes, la risa de Georges Maillot sobre mi cabeza. Y me imagino al otro con veinte años menos, tupé rubio y pantalón de golf, llevando de la correa a un fox-terrier.
Cuando regreso al piso, me pongo a hojear el dossier para ver si mencionan a Tintín. En la página 12 figura la declaración —muy breve— que prestó con fecha de julio de 1965:
… Robert Carpentieri, nacido el 7 de junio de 1938 en París (10), técnico de cine, con domicilio en el 5 bis de la rué Brunel, París (17)… Declara:
Conocí al señor Georges Maillot en abril de 1955 durante el rodaje de su última película. A partir de esa fecha, mantuve una relación de amistad con él. Le presté servicios ocasionales de chófer y secretario, y lo acompañé a Roma en 1960 con motivo de su boda con la señorita Piestri.
Conocí a algunos de sus amigos, pero en muy raras ocasiones coincidí con la señora Carmen Blin. Sí sabía que el señor Maillot la conocía desde hacía tiempo. Acompañé en dos o tres ocasiones al señor Maillot al domicilio de la señora Carmen Blin, en el Cours Albert-Ier.
Nunca vi al matrimonio Hayward, ni al señor Ludovic Fouquet. Ignoraba que el señor Maillot los conociese. Nunca me habló de ellos.
El señor Maillot solo tenía un conocido que viviese en el hotel Triumph, 1 bis rué Troyon, París (17): el señor Albert Valentín, cineasta. El nombre de Jean Dekker no me dice nada. No recuerdo que el señor Maillot mencionara su nombre en mi presencia.
Firmado…
De modo que mi nombre no le decía nada… Puede que Tintín supiera más de lo que dijo pero, en cualquier caso, era un mero comparsa, una de esas siluetas que apenas se distinguen a lo lejos, en el paisaje de un cuadro.
Cierro el dossier. Una corriente de aire se cuela por el balcón entornado, agitando las cortinas.
La perspectiva de pasar la noche en este piso, leyendo el dossier, es superior a mis fuerzas. Decido volver al hotel, pero no me apetece ir andando, como la noche anterior, cruzando esta ciudad muerta. Así que llamo a un radio-taxi.
Me siento aliviado al entrar en la habitación del hotel, como suele ocurrirles a los turistas que visitan París. Palpo mi pasaporte inglés en el bolsillo interior de la americana. Salgo de una pesadilla. ¿Tintín existe de veras? Lo que sí existe es este dossier y las llaves del piso de la rué de Courcelles, pero podría hacerlos desaparecer para siempre. Y no quedaría ningún indicio. Ninguno. Mañana temprano podría irme a Klosters, tan tranquilo.
Pienso en llamar a mi mujer pero ya es muy tarde. Además, temo que mi voz suene rara y que ella se preocupe. ¿Hallaría las palabras en inglés para describirle el salón semicircular, la pagoda y mi encuentro con «Tintín»? Más vale quedarse ciertas cosas para uno mismo.
Pongo sobre el escritorio mis viejas gafas de sol, que de pronto me dan miedo, como las pruebas de convicción de un crimen que acabase de perpetrar.
Me tumbo en la cama sin desnudarme y enciendo la radio. Muy despacio, voy buscando en el dial la BBC. Necesito oír hablar inglés para autoconvencerme de que soy Ambrose Guise, escritor inglés, regresando de un paseo por Hampstead Heath, en el atardecer de un tedioso letargo dominical.
Los veo desde la ventana. Por tercera vez, la chica sube despacio las escaleras. Cuando llega a la marquesina llama a la puerta con los nudillos. Ésta se abre y un hombre con esmoquin blanco y pelo cano cortado a cepillo, permanece inmóvil en el quicio de la puerta.
—¿Puedo verlo? —pregunta la chica, nerviosa.
—La está esperando.
Entonces, el hombre de esmoquin blanco hace un amplio gesto con el brazo izquierdo, indicándole que entre. Ella tiene un movimiento de retroceso.
—¿Está usted seguro de que me espera?
Y, en ese momento, el director grita: «¡Corten!», y todo vuelve a empezar. Sus voces suenan en la noche, como amplificadas por altavoces. La parte inferior de la pagoda está muy iluminada. Forman un grupo de sombras, apiñadas junto al director, y yo intento en vano distinguir entre ellas la de Tintín Carpentieri.
He apagado la luz del despacho semicircular por miedo a que él sí pueda verme desde abajo. Quizás sepa que este piso era de Rocroy y si me ve en el balcón, ciertos detalles del pasado pueden volverle a la memoria como, por ejemplo, la existencia de un tal Jean Dekker. Anoche, sin embargo, no me hizo ninguna pregunta concreta. Le bastó con recordar vagamente mi cara. En el fondo, lo único que le importaba era hablar con alguien de Georges Maillot.
La muerte de Maillot ocurrió unos meses antes que la de Rocroy, y también me enteré en Londres, en el kiosco cerca de Montpelier Square donde solía hojear la prensa francesa. Un suelto de apenas quince líneas. Ni siquiera habían puesto su foto. Y tampoco era necesario. Hacía mucho tiempo que Maillot había dejado el cine. Se desplomó en una acera de la avenue Montaigne, a las tres de la madrugada, «saliendo de un bar», según el artículo. Un transeúnte acudió a levantarlo y llamó a una ambulancia. En aquel momento, esos dos muertos casi simultáneos no me inspiraron ningún pensamiento en particular. Ni tampoco la frase de disculpa que Maillot tuvo la fuerza de murmurar a quien lo había ayudado: «¡Ay, amigo mío, me estoy haciendo viejo!».
Las doce y media de la noche. Abajo, han apagado los proyectores y cargan el material en un camión aparcado un poco más allá, en la rué de Courcelles. Espero otros diez minutos y bajo por la escalera. No quiero que Tintín Carpentieri me vea salir del edificio. Entreabro el portalón y salgo a la calle. El grupo está ahora ante la entrada de la pagoda, dándome la espalda. Cruzo la calle con paso ligero y, ya en la acera, adopto el paso tranquilo de un viandante.
Está sentado en la misma mesa de anoche. Lleva una camisa celeste, con las mangas subidas. Tiene la cara empapada en sudor. Me sonríe. Me siento frente a él.
—Qué calor… Y con las dos cervezas que me he tomado ya…
Se saca un pañuelo para enjugarse la frente.
—Temía que no viniera… ¿Vive usted lejos?
—En un hotel de la rué de Castiglione.
—Cuánto me alegra verlo… ¿Quiere tomar algo?
Y, volviéndose, busca con la mirada al camarero. En vano. No hay nadie en la barra. Estamos los dos solos en el café.
—Creo que se han olvidado de nosotros, pero no importa…
El calor, el silencio, el café desierto, la luz blanca que los fluorescentes vierten sobre nosotros… ¿Estaré soñando?
—¿Quiere un trago de mi cerveza?
Me señala la jarra medio vacía con expresión inquieta, como queriendo retenerme a toda costa, no fuera a dejarlo plantado.
—No, gracias.
—¿Un cigarrillo?
—No, gracias.
Los fluorescentes le hacen reflejos en la cara rosa, el tupé rubio dorado y la camisa celeste. Demasiados colores chillones. Sigo el recorrido de las gotas de sudor que le bajan por la cara hasta el borde del mentón y luego caen sobre la mesa. Enciende un cigarrillo.
—¿Cómo se llama la película que están rodando?
Duda unos instantes.
—¿El título?… ¡Ah, sí!… Cita en julio…
—¿No había ya una película que se llamaba así?…
—Sí, pero no se enteran de nada… Les queda tanto por aprender… El director ni siquiera ha oído hablar de Georges Maillot…
Aspira una fuerte calada y se acerca a mí.
—Lo que quería decirle anoche es muy importante… Maillot no ha muerto…
Pronuncia estas últimas palabras con voz lenta. Suelta el humo, que envuelve nuestras cabezas en una nube.
—En serio… Esta misma noche verá usted a Maillot…
De pronto, sus palabras me asustan.
—Le va a causar una gran impresión… A mí también, la primera vez… No ha cambiado casi nada…
Aprieto los puños para darme valor y, con el tono del que habla a un loco y no quiere enfadarlo:
—Y dígame… ¿dónde está?
—En París. Muy cerca de aquí. Lo va a ver enseguida.
—¿Y está usted seguro de que es él?
—Por supuesto. De otro modo, no me atrevería a decírselo. Con esas cosas no se bromea. Sobre todo yo… Aborrezco las historias de fantasmas y de mesas giratorias…
Al pronunciar estas palabras parece tranquilo y templado. Incluso me sonríe.
—Necesito contárselo a alguien que haya conocido a Maillot…
Su voz es cada vez más baja, casi un susurro. Por mi parte, cuando me subo en su coche, siento una inquietud que va creciendo a medida que nos acercamos a un destino para mí desconocido. Toma las curvas sin miramiento y se salta los semáforos…
Esperamos, sentados en una de las pocas mesas de un bar estrecho al principio de la rué Vignon. Carpentieri ha elegido la silla más próxima a la ventana. Acecha el paso de alguien en la calle.
—Siempre ocurre entre la una y cuarto y la una y media de la madrugada —me dice.
El reloj, colgado en la pared de enfrente, señala la una y veintitrés.
—Si ve usted que se detiene un Lancia Flaminia blanco…
Va al mostrador a comprar un paquete de cigarrillos. Yo casi no recuerdo cómo son los Flaminia, pero poco importa. El color blanco se ve muy bien de noche.
Nada más regresar a la mesa, un coche blanco se detiene a la altura del café, junto a la acera de enfrente.
—Es él… es él… —murmura Carpentieri.
Me empuja fuera del café. El corazón me late con fuerza porque pienso que vamos a cruzar la calle para acercarnos al conductor del Lancia. ¿Cómo reaccionaré, si de verdad nos hallamos ante Georges Maillot? Pero me lleva hasta la intersección de la calle con el boulevard de la Madeleine, donde tiene aparcado su coche. Me abre la puerta.
—Suba.
Estamos el uno junto al otro. Carpentieri al volante. El sudor le sigue chorreando barbilla abajo.
—¿Ve? Se queda parado ahí…
Delante nuestro, a unos diez metros, las luces traseras del Lancia me deslumbran.
—No sé qué espera… Una noche, invitó a subir a una muchacha que salía del café…
—Quizás la esté esperando…
—Quizás.
—¿Y nunca sale del coche?
—Aquí no.
Tres chicas que hacen la calle un poco más arriba se acercan al Lancia y dan vueltas a su alrededor, despacio, como un corro infantil.
—¿Y usted nunca ha intentado hablarle?
—Nunca.
—¿Por qué?
No me contesta. Enciende la radio con gesto seco y hasta nosotros llega una música de orquesta, algo distorsionada por un chisporroteo de parásitos.
—¿Y vamos a esperar aquí?
—Sí, esperaremos aquí.
Se seca la barbilla con el puño y me ofrece el paquete de tabaco.
—No, gracias.
—A mí tampoco me apetece fumar.
Las chicas se apartan del coche.
—Ya está. Se va a poner de nuevo en marcha…
Carpentieri espera a que el Lancia doble la esquina de la rué de Séze y arranca el coche.
—Lo vamos a perder —le digo.
—No… no… Me sé el itinerario de memoria…
El Lancia entra en el boulevard Malesherbes y va reduciendo la velocidad.
—A veces casi se detiene —me dice Carpentieri—. Entonces, lo adelanto y lo espero en el cruce siguiente.
El bulevar está desierto, como el día en que llegué del aeropuerto y crucé París por primera vez en veinte años. Y ese Lancia blanco que circula a lo largo de las fachadas oscuras me produce el mismo sentimiento de desolación que sentí esa tarde. Ahora está pasando por el boulevard Courcelles.
—Algunas veces se detiene junto a esa acera… cerca de la verja del parque Monceau… No sé si lo hará hoy…
Pero no. Prosigue su camino por la avenue Wagram.
—La primera vez, casi lo pierdo aquí, por el semáforo… Pero ya no me preocupa… Nunca cambia el itinerario…
Estamos casi a la altura de la rué Troyon. ¿Entrará el Lancia y se detendrá en el número 1 bis, delante del hotel? Nos veríamos en el hall, Georges Maillot, Albert Valentín y yo. Y todo empezaría de nuevo. Como antes. Pero deja atrás la rué Troyon. Llegamos a l’Étoile.
—Aquí puede que dé varias vueltas a la plaza —me dice Carpentieri—. Ármese de paciencia… Una noche di catorce vueltas tras él…
Se mantiene a una distancia de unos veinte metros del Lancia, como temiendo llamar la atención del conductor. A esa hora, tan solo él y nosotros circulamos por la place de l’Étoile. Acabo por preguntarme si hay alguien al volante de ese Lancia, ya que, por mucho que me fijo, no logro ver la sombra de hombre alguno.
—¿Está usted seguro de que va en ese coche?
—Por supuesto.
A mí me parece más bien un Lancia fantasma que nunca dejará de circular por este París nocturno y muerto.
—Mire, tenemos suerte. Solo ha dado una vuelta.
El Lancia empieza a bajar por la avenue d’Iéna.
—¿Y todas las noches hace lo mismo?
—No. A veces desaparece durante unos quince días.
—¿Lo sigue usted todas las noches?
—Casi todas. Intento faltar lo menos posible a la cita.
Pronuncia la palabra «cita» con una voz triste que halla eco en mí. Pienso en el título de la película que están rodando: Cita en julio. Estamos en julio. Hace calor. La gente está de vacaciones. Han pasado veinte años y yo surco, en una noche de verano, esta ciudad ausente. Yo también, sin saberlo, he venido a París para una cita en julio.
—Pero ¿cómo sabe que se trata realmente de Maillot?
Se encoje de hombros.
—¿Quiere comprobarlo?
Pisa de improviso el acelerador y adelantamos al Lancia para detenernos un poco más lejos, junto a la place des États-Unis.
—Ahora, preste atención… Pasará a nuestro lado… Circula bastante despacio… Le dará tiempo a ver…
Pego la frente al cristal.
—Sobre todo, fíjese bien…
Un perfil pasa a unos centímetros de mí. Un perfil regular que podía ser el de Georges Maillot, pero con un casco de pelo cano. Lleva un impermeable blanco con el cuello levantado. Luego, el Lancia sigue bajando la avenida, delante de nosotros.
—¿Y bien? ¿Lo ha reconocido? —me pregunta Carpentieri.
—Sí —no quiero decepcionarlo—. Sin embargo, Georges no tenía el pelo blanco.
—No lo tenía. Pero ahora…
Lanza un suspiro.
—Lo mismo me ocurre a mí… ¡No me diga que aún me parezco a Tintín!
Retomamos nuestra andadura. Otro coche nos está siguiendo a su vez. Luego, otro. Y un tercero. Sí, va formándose un cortejo para no se sabe qué funeral o qué peregrinación.
—¿Qué le hace tanta gracia?
—Nada.
El Lancia va por la avenue du Président-Wilson.
—Suele pararse aquí… Ante la verja de Galliera…
Pero no. El Lancia prosigue su camino.
—Tiene usted suerte… Esta noche no se para en ningún sitio…
Rodea la place d’Iéna y toma la avenue Pierre-Ier-de-Serbie. Pasamos delante de Calvados donde Carmen me llevaba a menudo, a eso de las cuatro de la madrugada. Le daba miedo volver a su casa y allí encontrábamos gente que, como ella, no quería irse a dormir. Fue en Calvados donde una noche Carmen me presentó a Rubirosa. Allí, donde conocí a los Hayward y me llamó la atención —cosa extraña— la belleza y la distinción de aquella pareja. Allí iban a nuestra mesa, cada vez en mayor número, junto a la orquesta mexicana, Mario P, Sierra Dalle, Ludo Fouquet, Favart, Andrée Karvé y tantos otros, y yo temía que Carmen me ignorara, que se olvidara de mí con toda aquella gente y que la perdiera para siempre…
—¿En qué piensa? —me pregunta Carpentieri.
—En nada.
Pienso que tras ese coche blanco, estamos haciendo el mismo recorrido que yo hacía a pie, al amanecer, cuando la acompañaba desde Calvados hasta su casa. Avenue Georges V. Place de l’Alma. No me ha dado tiempo a ver las ventanas que dan a la rué Jean-Goujon, tan solo he visto la verja que delimita el jardincillo, en la proa del edificio. No hay luz. Debe hacer mucho tiempo que Carmen abandonó el lugar. ¿Qué habrá sido de ella? No me atrevo a preguntárselo a Tintín. Además, según su testimonio, no conoció muy bien a Carmen. A pesar de todo lo intento y, tras aclararme la garganta:
—Maillot tenía una amiga que vivía en ese piso de la planta baja, tras la verja…
—¿Ah, sí?
—¿Usted no la conocía?
—No.
Estaba seguro que me respondería eso. Nadie contesta a las preguntas importantes. Pero qué más da: ya averiguaré por mis propios medios lo que ha sido de Carmen. No, no necesito a este pelele para saberlo.
—Maillot conocía a tantas mujeres… —me dice—. Al final, perdí la cuenta de quién era quién.
Subimos por la avenue Montaigne, tras el Lancia.
—Dijeron en la prensa que murió en la avenue Montaigne —le digo.
—Eso es lo que dijeron… Pero no es verdad…
Tintín se ha detenido al final de la avenida, a la altura del antiguo garaje. El Lancia se aleja lentamente de nosotros, cruza la glorieta y se adentra en la avenue Matignon.
—Va usted a perderlo —le digo.
—Luego retoma la avenue Montaigne en el otro sentido… Podemos esperarlo aquí…
—Estoy cansado. Quiero volver al hotel.
—No nos irá a dejar en la estacada…
Me mira, con expresión de ansiedad.
Es cierto. No los puedo dejar en la estacada. Ya que me he metido en harina, no puedo dar marcha atrás. Y esa cabeza gorda y mofletuda, esos ojos inquietos, me dan pena.
—¿Cuántas noches más piensa seguirlo?
—No sé… Soy insomne… Así que no me importa.
—Pero alguna vez tendrá usted que armarse de valor y hablarle…
—Lo intenté —me dice con voz sorda.
De nuevo, alza su rostro arrugado hacia mí.
—No oye… Está completamente tieso al volante… como de madera… Muy derecho… con la cabeza alta… Un auténtico sonámbulo…
Abre la guantera.
—Una noche que se había parado delante de Galliera, salí del coche y le hice fotos. Con una Instamatic… Si quiere verlas…
Encendiendo la luz del techo, me da dos fotos.
En ellas solo se distingue la puerta blanca del automóvil y, enmarcado por la ventanilla, el cuello levantado del impermeable. Todo lo demás está negro.
—No me sirvió de mucho —me dice.
El Lancia aparece de nuevo por la avenue Montaigne; avanza hacia nosotros. Carpentieri espera un momento antes de dar media vuelta.
—¿Lo vamos a seguir aún mucho rato?
—No… no se preocupe… Acabaremos enseguida…
Lo dice en tono afectado, como si yo hubiese proferido un sacrilegio.
—Entiendo que esto pueda ser cargante para alguien que no fuera un íntimo de Georges Maillot.
—Yo sí lo era.
—No tanto como yo.
Prefiero no contestar.
Place de l’Alma. No me puedo resistir a echar de nuevo un vistazo al piso de Carmen. Todo sigue apagado. La placita con su banco, la verja, las ventanas, el edificio de piedra. Tan solo las hojas del árbol, en el jardín, brillan con reflejos verdes. Recuerdo la primera vez que entré allí. Yo venía de la estación de Lyon. La travesía de París en primavera y aquella impresión, que nunca más sentí después, de que la vida empezaba para mí…
Pasamos por el Cours Albert-Ier; luego, por el Cours la Reine. El Lancia blanco circula por el centro de la calzada, pero poco importa: no viene ningún coche en sentido contrario. El Cours la Reine es un amplio paseo que no se sabe dónde acaba. ¿En el mar?
A la altura de la estatua del rey Alberto I, el Lancia da media vuelta. Césped rodeado de plátanos. Algunas noches venía aquí, a pasear con Carmen. O solo. Me asomaba al parapeto para contemplar el puerto de París y los barcos anclados.
—Nuestra última vuelta —me dice Tintín con voz lúgubre.
Tomamos, tras el Lancia, el puente Alexandre III, pero Tintín se detiene en mitad del puente y apaga el motor. El Lancia se aleja y su carrocería blanca desaparece al girar por el Quai d’Orsay.
—Ya está… se acabó…
—¿Nunca lo ha seguido más allá?
—Sí… Va por la ribera del Sena hasta el puente Garigliano… En la Porte de Saint-Cloud coge la autopista del Oeste… Y luego, circula durante una hora más o menos… Después da media vuelta en dirección a París… Así se pasa horas y horas…
—¿Y no sabe dónde vive?
—Creo que en algún lugar entre Saint-Cloud y Suresnes… en el Val d’Or… Siempre se me pierde en el Val d’Or…
La cabeza se le desploma.
—¿No le apetece tomar un poco el aire? —le pregunto.
—Sí.
Salimos del coche y apoyo los codos en el parapeto del puente. De pronto siento un gran vacío. Echo de menos el Lancia blanco.
Siempre me gustó la vista que hay desde aquí. A la derecha, el Trocadéro y los edificios escalonados de Passy, tras los cuales me imaginaba parques en desnivel y chalés antiguos. Y por el otro lado, las luces de la Concorde. Y el Sena, con sus reflejos rojos y plateados. Ha refrescado, se respira mejor. Una de las farolas del parapeto, de bronce verdoso, ilumina la cara de Carpentieri, de pie a mi lado. Cara que, bajo la luz amarilla, se me antoja más abotargada y arrugada que antes. Tiene los labios apretados con expresión de disgusto y las cejas fruncidas como si fuese a llorar. Permanece en silencio. No precisa darme explicaciones. Lo entiendo muy bien. Debe ser tremendo, a cierta edad, parecerse a Tintín.
Se detiene en la rué de Rivoli. Le estrecho la mano.
—Podemos vernos otro día —le digo.
—Por qué no… Seguiremos rodando la película quince días más, en el mismo sitio… Ya sabe dónde encontrarme…
—Incluso podríamos seguir otra vez al Lancia…
Enseguida me arrepiento de haberlo dicho con cierta ironía.
—Como quiera —me responde en tono seco—. Yo, de momento, voy todas las noches tras el coche de Maillot… No tengo otra cosa que hacer…
—Hasta pronto.
—Hasta pronto. Si no me encuentra en el rodaje, deje una nota a nombre de Tintín Carpentieri.
Arranca y sale a toda velocidad. Ni siquiera me ha preguntado mi nombre ni mi dirección.
En los soportales hay un café abierto. Me siento en la barra. Ya es de día y la calima envuelve la calle y el jardín de las Tuileries. Tengo sed. Pido un botellín de agua mineral.
Aún no noto el cansancio. Como un viajero que acaba de llegar a su destino, extrañado de no sentir los vaivenes del tren.
En el hotel, decido esperar a que den las diez para llamar a mi mujer, pero me tumbo en la cama, vestido, y me duermo. No me despierto hasta la tarde. Empapado en sudor. Pido el 011324 de Klosters. Me coge el teléfono Miss Mynott.
—Los niños se han ido de campo con su mamá, señor.
—¿Todo bien?
—Todo bien. Los niños están en plena forma.
—¿Y mi mujer?
—La señora está perfectamente. ¿Debo darle algún recado de su parte?
—Dígale que la llamaré esta noche.
—Muy bien, señor.
—No sé si tiene el teléfono de mi hotel, pero de todas formas, la llamaré yo.
—Lo que sí debe saber es que de noche los niños ya no ven la televisión.
—Me alegro.
—Yo también.
—¿Y qué tiempo hace por ahí?
—Sol.
—¿No hace demasiado calor?
—No… bastante fresco.
—Pues es una suerte. Adiós, Miss Mynott.
—Adiós, señor.
Cuelgo el auricular y ese simple gesto me sume en un malestar pasajero. Al hallarme tan lejos del frescor de Klosters, me parece estar chapoteando en aguas calentonas y corrompidas.
Por mucho que hojeo el dossier, no hallo ninguna declaración de Georges Maillot. Sin embargo, en la página 21 doy con una «nota» referida a él.
9 de julio de 1965
Señor Maillot, Georges Louis, nacido el 21 de julio de 1920, en París (X), casado el 12 de mayo de 1960 en Roma (Italia) con María Giovanna Piestri, nacida el 15 de septiembre de 1935 en Roma (Italia).
Domiciliado desde 1960 en la dirección siguiente: Ara Coeli 5 (Roma) - (Italia).
El señor Maillot, durante sus frecuentes estancias en París, se aloja en el hotel Triumph, 1 bis rué Troyon, París (17).
En 1941, el señor Georges Maillot inició su carrera cinematográfica en París. Con anterioridad, había ejercido distintos «trabajos de subsistencia» en la Costa Azul. Rodó varias películas en Francia y en Italia, pero abandonó el cine en los años 50.
A partir de esa fecha, se cree que sus ingresos provienen del corretaje de muebles antiguos y obras de arte. Su mujer posee una gran fortuna en Italia.
El señor Maillot conoció en 1945 a la señora Carmen Blin, que aún no se había casado con el señor Lucien Blin y se llamaba entonces Carmen Chauviére.
Suele visitarla en su domicilio del Cours Albert-Ier. Conoce muy bien a Fouquet, Jean T., Favart, Mario P., la señora Karvé, Philippe y Martine Hayward, todos ellos amigos de la señora Carmen Blin.
En el hotel Triumph sito en el 1 bis de la rué Troyon, también se alojaba el llamado Jean Dekker a quien Maillot conocía muy bien y que era un íntimo de la señora C. Blin.
Ya no están rodando la escena de la entrada a la pagoda, sino que todos se han ido al final de la rué Rembrandt, y los proyectores iluminan la verja del parque Monceau. Me acerco a ellos sin llamar la atención. El hombre de pelo cano cortado a cepillo se apoya en la verja gritando:
—¡Héléne… Héléne…! ¡Héléne!…
Mientras, una sombra procedente del parque llega hasta la zona iluminada: un japonés muy alto, con impermeable azul marino y hombreras doradas. Se dirige hacia el hombre de pelo cano cortado a cepillo hasta que solo los separa la verja.
—Héléne ya no está aquí —dice el japonés, silabeando en tono recitativo—. No la llame porque no vendrá…
—¡Hijo de puta!
El insulto suena como un disparo. Entonces, el director levanta un brazo y vuelta a empezar.
Aprovechando una interrupción entre dos tomas, me cuelo en el grupo pero a nadie parece sorprenderle mi presencia, como si fuera uno más del equipo. No me atrevo a abordar al director que está aquí, a mi lado, mordiéndose las uñas pensativo. Una mujer morena de pelo corto consulta un dossier anotando algo, a lápiz, en algunas páginas. Me dirijo a ella:
—Vengo a ver a Tintín Carpentieri —farfullo—. ¿Está aquí?
—¿Tintín? No… No está…
—¿Y dónde puedo encontrarlo?
—Pregúntele a Caro…
Me indica con gesto impreciso a un hombrecillo moreno de cara redonda a quien los proyectores iluminan con violencia las gafas con montura de concha y las zapatillas azul marino. Va llamando a todos los que pasan por su lado. ¿Dando órdenes? ¿Consejos?
Le doy un toque en el hombro.
—¿Sabe dónde está Tintín Carpentieri?
—¿Carpentieri? Lleva tres días sin venir.
—¿Por qué?
—¡Pregúnteselo a él!
—Yo creía que trabajaba aquí todos los días…
—Mire, a veces me paso de bueno… Le di una última oportunidad… Pero está visto que con tipos como Carpentieri no hay nada que hacer…
Me quedo pasmado y como soy bastante alto y él me llega al pecho, da unos pasos hacia atrás para ganar campo visual y echarme una mirada poco amable.
—Si es usted amigo de Carpentieri, dígale esto de mi parte: está quemado del todo… del-to-do. Nadie lo contratará… Le voy a hacer una publicidad estupenda…
—¿Quizás pueda usted darme su número de teléfono?
—Búsquelo en la guía…
Así de tajante. Con un gesto, me indica que me aparte. Y no me vuelve a prestar atención.
Cruzo la rué de Courcelles y regreso al piso de Ghita Wattier. Había dejado las luces encendidas y las ventanas abiertas, siguiendo su recomendación. El calor ha invadido el lugar que, la primera vez, me pareció fresco como una cueva. Busco por todas las habitaciones una guía telefónica y la encuentro en el cuarto donde Ghita había ordenado los archivos de Rocroy.
Carpentieri Robert, 5 bis rué Brunel. 762-32-49. Es la misma dirección que aparece en el dossier.
Y en París no debe de haber otro Robert Carpentieri.
Marco el número. Un chasquido. Y una voz de mujer, de esas que anuncian en los aeropuertos las llegadas y las salidas:
—«El número que solicita no corresponde a ningún abonado».
Por supuesto, puedo pedirle de nuevo al hombrecillo gordo de abajo el teléfono exacto de Tintín.
Y si me castiga con su desprecio, pedírselo a otro miembro del equipo. También puedo presentarme en el número 5 bis de la rué Brunel. Pero sé de antemano que no haré nada de eso, y que me conformaré con oír la voz suave y fría, repitiendo hasta el infinito: «El número que solicita no corresponde a ningún abonado».
Para alguien como yo, es importante oír tales cosas. Me pone en marcha la imaginación.
Apago la luz y me tumbo en el sofá del salón. De vez en cuando, un coche frena bruscamente en el semáforo de la rué de Courcelles, y arranca luego a toda velocidad. Después, el silencio.
Miro las sombras del techo, como hacía en la habitación del hotel Triumph, sobre las siete de la tarde. Tenía veinte años, estaba tumbado, con los ojos abiertos, preguntándome qué rumbo tomaría mi vida. Más tarde, en la habitación de Hammersmith donde empecé a escribir mi primer libro, veía las mismas sombras en el techo. Esta noche no dormiré. Hace demasiado calor, y este silencio… Al cerrar los ojos, un coche blanco me da vueltas por la cabeza. Blanquísimo entre calles y fachadas negras.
Falta poco para que amanezca. Me sentiré aliviado cuando el sol borre las sombras del techo. Los primeros rayos se posan ya sobre los listones del parqué, sobre los libros de la biblioteca de Rocroy. Me sosiega ver estas hileras de libros brillando con el sol. Y la pagoda, enfrente, ocre entre la bruma azul. Y París, a esta hora temprana de una mañana de julio. Sé lo que tengo que hacer. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?
Y me parece natural marcar el 011324 de Klosters en este piso de Rocroy, tan asociado, no obstante, a una parte ya muy lejana de mi vida. Sí, natural. Quizás debido al sol que esta mañana entra a raudales en la habitación. O a la decisión que he tomado. Me siento liberado. ¿Y si pasado y presente terminan por fundirse? ¿Por qué no va a haber, entre los aparentemente diversos episodios de una vida, una unidad secreta, un perfume dominante?
—La señora duerme.
Reconozco la voz adormilada de Miss Mynott.
—¿La he despertado, Miss?
—No… no… en absoluto, señor.
—¿Cómo están los niños?
—Muy bien, señor. Tienen un aspecto fantástico.
—¿Y mi mujer?
—Como siempre, encantada de estar en Klosters.
—¿No se aburre mucho?
—No… no… Sale con los amigos de ustedes. Están todos por aquí. Mr. Irwin Shaw vendrá hoy a comer.
—Salúdelo de mi parte.
Shaw es el único colega con el que mantengo una relación de amistad.
—Dígale a mi mujer que me quedaré unos quince días en París. Y que le escribiré una carta explicándole todo.
—Es una pena, señor. Hace un tiempo magnífico en Klosters… Y los niños le echan de menos.
—No se preocupe. Estaré allí dentro de quince días.
—No me preocupo, señor…
Al salir del cuarto de Ghita Wattier me topo con mi propio rostro en un espejo. Llevo varios días sin afeitarme. A mí qué más me da acabar pareciendo un mendigo. Si en Klosters el tiempo es magnífico, yo tengo que descender a un pozo para buscar algo, a tientas, entre aguas negras.
Salgo y bajo por la rué de Courcelles. El sol quema pero, lejos de agobiarme, me da fuerzas. Me tomo un café en una terraza desierta del boulevard Haussmann. Por suerte, encuentro enseguida una papelería. Compro tres blocs de papel de cartas tamaño folio, sin rayas. Y un simple rotulador azul florida.
París, 9 de julio
Querida Katy.
Prefiero enviarte estas líneas a llamarte por teléfono. Quizás nunca debí citar a ese japonés en París… Pero en realidad era solo un pretexto: después de tantos años quería regresar a esta ciudad que fue tan importante para mí, y verla por última vez… Me quedaré aún quince días, el tiempo necesario para escribir todo lo que París me evoca, lo que fueron mis inicios en la vida… No te pongas triste, mi querida Katy. Besos. Besa también a los niños de mi parte. Saluda a Irwin Shaw.
Te quiero
Ambrose