CAPÍTULO 19

Los dioses deciden por votación cómo matarnos

Volar ya era de por sí bastante malo para un hijo de Poseidón. Pero volar directamente al palacio de Zeus entre truenos y relámpagos todavía era peor.

Volamos en círculo sobre el centro de Manhattan, trazando una órbita alrededor del monte Olimpo. Yo sólo había estado allí una vez. Había subido en ascensor hasta la planta secreta número 600 del Empire State. Esta vez el Olimpo aún me deslumbró más.

En la penumbra del alba, las antorchas y hogueras hacían que los palacios construidos en la ladera reluciesen con veinte colores distintos, desde el rojo sangre hasta el índigo. Por lo visto, en el Olimpo nadie dormía nunca. Las tortuosas callejuelas se veían atestadas de semidioses, de espíritus de la naturaleza y diosecillos menores que iban y venían, unos caminando y otros conduciendo carros o llevados en sillas de mano por un par de cíclopes. El invierno no parecía existir allí. Percibí la fragancia de los jardines, inundados de jazmines, rosas y otras flores incluso más delicadas que no sabría nombrar. Desde muchas ventanas se derramaba el suave sonido de las liras y de las flautas de junco.

En la cima de la montaña se levantaba el mayor palacio de todos: la resplandeciente morada de los dioses.

Nuestros pegasos nos dejaron en el patio delantero, frente a unas enormes puertas de plata. Antes de que se me ocurriese llamar, las puertas se abrieron por sí solas.

«Buena suerte, jefe», me dijo Blackjack.

—Sí. —No sabía por qué, pero tenía un presentimiento funesto. Nunca había visto a todos los dioses juntos. Sabía que cualquiera de ellos podía pulverizarme y que a varios les encantaría hacerlo.

«Oiga, si no volviera, ¿puedo quedarme con su cabaña como establo?».

Miré al pegaso.

«Sólo era una idea —añadió—. Perdón».

Blackjack y sus amigos salieron volando. Durante un minuto, Thalia, Annabeth y yo permanecimos inmóviles, mirando el palacio, tal como habíamos permanecido los tres frente a Westover Hall al principio de aquella aventura (parecía que hiciera un millón de años).

Luego avanzamos juntos hacia la sala del trono.

* * *

Doce grandes tronos formaban una U alrededor de la hoguera central, igual que las cabañas en el campamento. En el techo relucían todas las constelaciones, incluso la más reciente: Zoë la cazadora, avanzando por los cielos con su arco.

Todos los asientos se hallaban ocupados. Los dioses y diosas medían unos cuatro metros de altura. Y te aseguro una cosa: si alguna vez vieses a una docena de seres todopoderosos e imponentes volviendo sus ojos hacia ti… Bueno, en ese caso, enfrentarte a una pandilla de monstruos te parecería un picnic.

—Bienvenidos, héroes —dijo Artemisa.

—¡Muuuu!

Sólo entonces vi a Grover y Bessie.

Había una esfera de agua suspendida en el centro de la estancia, junto a la zona de la hoguera. Bessie nadaba alegremente en su interior, agitando su cola de serpiente y asomando la cabeza por los lados y la base de la esfera. Parecía disfrutar aquella novedad de nadar en una burbuja mágica. Grover permanecía de rodillas ante el trono de Zeus, como si acabase de rendir cuentas. Pero nada más vernos, exclamó:

—¡Bravo! ¡Lo habéis conseguido!

Iba a correr a nuestro encuentro cuando recordó que le estaba dando la espalda a Zeus y levantó la vista para solicitar su permiso.

—Anda, ve —le dijo Zeus sin prestarle atención. El señor de los cielos miraba fijamente a Thalia.

Grover se acercó trotando. Ninguno de los dioses decía nada. El redoble de sus pezuñas en el suelo de mármol resonaba por toda la sala. Bessie chapoteó en su burbuja de agua y la hoguera chisporroteó.

Yo miraba nervioso a mi padre, Poseidón. Iba vestido como la última vez que lo había visto: short de playa, una camisa hawaiana y sandalias. Tenía el rostro curtido y bronceado, la barba oscura y los ojos de un verde intenso. No sabía cómo le sentaría verme otra vez, pero en la comisura de sus labios parecía insinuarse una sonrisa. Me hizo un gesto con la cabeza, como diciendo «está todo bien».

Grover les dio aparatosos abrazos a Annabeth y Thalia. Luego me agarró de los hombros.

—¡Bessie y yo lo conseguimos, Percy! Pero has de convencerlos. ¡No pueden hacerlo!

—¿El qué? —dije.

—Héroes —empezó Artemisa.

La diosa bajó de su trono y, adoptando estatura humana, se convirtió en una chica de pelo castaño rojizo que se movía con desenvoltura entre los grandiosos olímpicos. Cuando se nos acercó con su reluciente túnica plateada, vi que su cara no delataba ninguna emoción. Parecía moverse en un halo de luz de luna.

—La asamblea ha sido informada de vuestras hazañas —nos dijo Artemisa—. Saben que el monte Othrys se está alzando en el oeste. Conocen el intento de Atlas de liberarse y el tamaño del ejército de Cronos. Hemos decidido por votación actuar.

Hubo algunos murmullos entre los dioses, como si no estuvieran muy conformes con el plan, pero nadie protestó.

—A las órdenes de mi señor Zeus —prosiguió Artemisa—, mi hermano Apolo y yo cazaremos a los monstruos más poderosos, para abatirlos antes de que puedan unirse a la causa de los titanes. La señora Atenea se encargará personalmente de que los demás titanes no escapen de sus diversas prisiones. El señor Poseidón ha obtenido permiso para desencadenar toda su furia contra el crucero Princesa Andrómeda y enviarlo al fondo del mar. Y en cuanto a vosotros, mis queridos héroes…

Se volvió hacia los otros inmortales.

—Estos mestizos han hecho un gran servicio al Olimpo. ¿Alguien de los presentes se atrevería a negarlo?

Miró en derredor a los asambleístas, examinando sus rostros uno por uno. Zeus llevaba su traje de raya diplomática. Tenía su barba negra perfectamente recortada y los ojos le chispeaban de energía. A su lado se sentaba una mujer muy guapa de pelo plateado trenzado sobre el hombro y un vestido multicolor como un plumaje de pavo real: la señora Hera.

A la derecha de Zeus estaba mi padre, Poseidón. Junto a él había un hombre enorme con una abrazadera de acero en la pierna, la cabeza deformada y la barba castaña y enmarañada, al que le salían llamas por los bigotes: el señor de las fraguas, Hefesto.

Hermes me guiñó un ojo. Esta vez iba con traje y no paraba de revisar los mensajes de su caduceo, que era también un teléfono móvil. Apolo se repantigaba en su trono de oro con sus gafas de sol. Tenía puestos los auriculares de su iPod, así que no sé si estaba escuchando siquiera, pero me miró y levantó los pulgares. Dioniso parecía aburrido y jugueteaba con una ramita de vid. Y Ares, bueno, estaba en su trono de cuero y metal cromado, mirándome con rostro ceñudo mientras afilaba su cuchillo.

Por el lado de las damas, junto a Hera había una diosa de pelo oscuro y túnica verde sentada en un trono de ramas de manzano entrelazadas: Deméter, la diosa de las cosechas. Luego venía una mujer muy hermosa de ojos grises con un elegante vestido blanco: sólo podía ser la madre de Annabeth, Atenea. A continuación estaba Afrodita, que me sonrió con aire de complicidad y logró que me sonrojase a mi pesar.

Todos los olímpicos reunidos, todo aquel poder en una sola estancia… Parecía un milagro que el palacio entero no volara por los aires.

—He de decir —intervino Apolo, rompiendo el silencio— que estos chicos se han portado de maravilla. —Se aclaró la garganta y empezó a recitar—: «Héroes que ganan laureles…».

—Sí, de primera clase —lo interrumpió Hermes, al parecer deseoso de ahorrarse la poesía de Apolo—. ¿Todos a favor de que no los desintegremos?

Algunas cuantas manos se alzaron tímidamente: Deméter, Afrodita…

—Espera un segundo —gruñó Ares, y nos señaló a Thalia y a mí—. Esos dos son peligrosos. Sería mucho más seguro, ya que los tenemos aquí…

—Ares —lo cortó Poseidón—, son dignos héroes. Y no vamos a volar en pedazos a mi hijo.

—Ni a mi hija —rezongó Zeus—. Lo ha hecho muy bien.

Thalia se sonrojó y se concentró en el suelo de mármol. Sabía cómo se sentía. Yo apenas había hablado con mi padre, y mucho menos me había llevado un cumplido.

La diosa Atenea se aclaró la garganta.

—También yo estoy orgullosa de mi hija. Sin embargo, en el caso de los otros dos hay un riesgo de seguridad evidente.

—¡Madre! —exclamó Annabeth—. ¡Cómo puedes…!

Atenea la cortó con una mirada serena pero firme.

—Es una desgracia que mi padre Zeus y mi tío Poseidón rompieran su juramento de no tener más hijos. Sólo Hades mantuvo su palabra, cosa que encuentro irónica. Como sabemos por la Gran Profecía, los hijos de los tres dioses mayores (como Thalia y Percy) son peligrosos. Por muy majadero que sea, Ares tiene razón.

—¡Exacto! —dijo él—. Eh, un momento. ¿Cómo me has llamado?

Iba a incorporarse, pero una enredadera se le enrolló a la cintura como un cinturón de seguridad y lo obligó a sentarse de nuevo.

—¡Por favor, Ares! —resopló Dioniso—. Guárdate esos arrestos para más tarde.

Ares soltó una maldición y se arrancó la enredadera.

—¿Y tú quién eres para hablar, viejo borracho? ¿En serio deseas proteger a esos mocosos?

Dioniso nos miró con cansancio desde la altura de su trono.

—No es que sienta amor por ellos. ¿Realmente consideras, Atenea, que lo más seguro es destruirlos?

—Yo no me pronuncio —dijo Atenea—. Sólo señalo el peligro. Lo que haya que hacer, debe decidirlo la asamblea.

—Yo no les aplicaría ningún castigo —dijo Artemisa—, sino una recompensa. Si destruimos a unos héroes que nos han hecho un gran servicio, entonces no somos mejores que los titanes. Si ésta es la justicia del Olimpo, prefiero pasar sin ella.

—Cálmate, hermanita —dijo Apolo—. Has de relajarte, caramba.

—¡No me llames hermanita! Yo los recompensaría.

—Bueno —rezongó Zeus—. Tal vez. Pero al monstruo hay que destruirlo. ¿Estamos de acuerdo en eso?

Gestos de asentimiento.

Me costó unos segundos entender lo que estaban diciendo. Y entonces el corazón me dio un vuelco.

¿Bessie? ¿Queréis destruir a Bessie?

—¡Muuuuu!

Mi padre frunció el entrecejo.

—¿Has llamado Bessie al taurofidio?

—Padre —dije—, es sólo una criatura del mar. Una criatura realmente hermosa. No podéis destruirla.

Poseidón se removió, incómodo.

—Percy, el poder de ese monstruo es considerable. Si los titanes llegaran a capturarlo…

—No podéis, dioses —insistí. Miré a Zeus. Su sola presencia habría debido intimidarme, pero le sostuve la mirada—. Querer controlar las profecías nunca funciona, ¿no es cierto? Además, Bess… digo, el taurofidio es inocente. Matar a alguien así está mal. Tan mal… como que Cronos devorase a sus hijos sólo por algo que tal vez pudieran hacer. ¡Está mal!

Zeus pareció considerar mis palabras. Sus ojos se posaron en su hija Thalia.

—¿Y qué hay del riesgo? —dijo—. Cronos sabe que si uno de vosotros dos sacrificase las entrañas de la bestia, tendría el poder de destruirnos. ¿Crees que podemos permitir que subsista semejante posibilidad? Tú, hija mía, cumplirás dieciséis mañana, tal como augura la profecía.

—Tenéis que confiar en ellos, señor —suplicó Annabeth alzando la voz—. Confiad en ellos.

Zeus torció el gesto y me dirigió una mirada severa.

—¿Confiar en un héroe?

—Annabeth tiene razón —dijo Artemisa—. Y ése es el motivo de que deba otorgarle mi recompensa a uno de ellos. Mi leal compañera Zoë Belladona se ha incorporado a las estrellas. Necesito una nueva lugarteniente. Y tengo intención de elegirla ahora. Pero antes, padre Zeus, debo hablarte en privado.

Zeus le hizo una seña para que se acercase. Se inclinó y escuchó lo que le decía al oído.

Me asaltó una sensación de pánico.

—Annabeth —dije entre susurros—. No lo hagas.

Ella frunció el entrecejo.

—¿El qué?

—Escucha, he de decirte una cosa. —Las palabras acudían atropelladamente a mis labios—. No podría soportarlo si… No quiero que tú…

—Percy —dijo ella—, pareces a punto de marearte.

Así era como me sentía. Quería seguir hablando, pero la lengua no me respondía. Se negaba a moverse por temor a las náuseas que me acechaban. Y entonces Artemisa se volvió.

—Voy a nombrar a una nueva lugarteniente —anunció—. Si ella accede.

—No —murmuré.

—Thalia, hija de Zeus —dijo Artemisa tendiéndole una mano—. ¿Te unirás a la Cacería?

Un silencio sobrecogedor inundó la estancia. Miré a Thalia sin dar crédito a lo que oía. Annabeth sonrió y le apretó la mano, como si lo hubiera esperado desde hacía mucho.

—Sí —respondió Thalia con firmeza.

Zeus se levantó con expresión preocupada.

—Hija mía, considéralo bien…

—Padre —dijo ella—. No cumpliré los dieciséis mañana. Nunca los cumpliré. No permitiré que la profecía se cumpla conmigo. Permaneceré con mi hermana Artemisa. Cronos no volverá a tentarme de nuevo.

Se arrodilló ante la diosa y empezó a pronunciar las palabras que yo recordaba del juramento de Bianca.

—Prometo seguir a la diosa Artemisa. Doy la espalda a la compañía de los hombres…

* * *

Tras el juramento, Thalia hizo una cosa que casi me sorprendió tanto como su promesa. Se me acercó, sonrió y me dio un gran abrazo ante toda la asamblea.

Yo me sonrojé.

Cuando se separó y me agarró de los hombros, le pregunté:

—¿No se supone que no puedes hacer estas cosas? Quiero decir, abrazar a un chico.

—Rindo honores a un amigo —me corrigió—. Debo unirme a la Cacería, Percy. No he tenido paz desde… desde que salí de la Colina Mestiza. Ahora, por fin siento que tengo un hogar. Pero tú eres un héroe. Y serás el héroe de la profecía.

—Estupendo —mascullé.

—Me siento orgullosa de ser tu amiga.

Abrazó a Annabeth, que hacía esfuerzos para contener las lágrimas. E incluso abrazó a Grover, que parecía a punto de desmayarse, como si acabaran de regalarle un vale de come-todo-lo-que-puedas en un restaurante de enchiladas.

Thalia se situó finalmente junto a Artemisa.

—Y ahora, el taurofidio —dijo la diosa.

—Ese chico sigue siendo un peligro —advirtió Dioniso—. La bestia constituye la tentación de un gran poder. Incluso si le perdonamos la vida al chico…

—No —recorrí con la vista el semicírculo de los dioses—. Por favor, dejad con vida al taurofidio. Mi padre puede ocultarlo bajo el mar o conservarlo aquí, en el Olimpo, en un acuario. Pero tenéis que protegerlo.

—¿Y por qué deberíamos confiar en ti? —intervino Hefesto con voz resonante.

—Sólo tengo catorce años —dije—. Si la profecía habla de mí, aún faltan dos.

—Dos años para que Cronos pueda engañarte —terció Atenea—. Pueden cambiar muchas cosas en dos años, mi joven héroe.

—¡Madre! —gritó Annabeth, exasperada.

—Es sólo la verdad, niña. Es una mala estrategia mantener vivo al animal. O al chico.

Mi padre se incorporó.

—No permitiré que sea destruida una criatura del mar, siempre que pueda evitarlo. Y puedo evitarlo. —Extendió una mano y apareció un tridente en ella. Un mango de bronce de seis metros rematado con tres puntas aguzadas en las que reverberaba una luz azulada—. Yo respondo del chico y de la seguridad del taurofidio.

—¡No te lo llevarás al fondo del mar! —Zeus se levantó de golpe—. No voy a dejar en tu poder semejante baza.

—¡Hermano, por favor! —suspiró Poseidón.

El rayo maestro de Zeus apareció en su mano: un mástil de electricidad que inundó la estancia de olor a ozono.

—Muy bien —dijo Poseidón—. Construiré aquí un acuario para la criatura. Hefesto puede echarme una mano. Aquí estará a salvo. La protegeremos con todos nuestros poderes. El chico no nos traicionará. Respondo de ello con mi honor.

Zeus reflexionó.

—¿Todos a favor?

Para mi sorpresa, se alzaron muchas manos. Dioniso se abstuvo. También Ares y Atenea. Pero los demás…

—Hay mayoría —decretó Zeus—. Así pues, ya que no vamos a destruir a estos héroes… me figuro que deberíamos honrarlos. ¡Que dé comienzo la celebración triunfal!

* * *

Existen las fiestas normales y también las fiestas monstruo. Y luego están las fiestas olímpicas. Si alguna vez tienes ocasión de elegir, quédate con la olímpica.

Las nueve musas se ocupaban de la música, y advertí que sonaba lo que tú querías que sonara: los dioses oían clásica y los jóvenes semidioses hip-hop o lo que les apeteciera. Todo en una sola banda sonora. Sin discusiones ni peleas para cambiar de emisora. Sólo peticiones para que subieran el volumen.

Dioniso iba de aquí para allá creando de la nada puestos de refrescos y siempre del brazo de una mujer muy guapa: su esposa Ariadna. Lo veía contento por primera vez. Había fuentes de oro de las que manaban néctar y ambrosía, y también bandejas repletas de canapés para mortales. Las copas doradas se llenaban de la bebida que querías. Grover trotaba por allí con un plato repleto de latas y enchiladas, y con una copa llena de café, a la cual le susurraba una y otra vez: «¡Pan! ¡Pan!», como si fuese un conjuro.

Los dioses se acercaban a felicitarme. Por fortuna, se habían reducido a estatura humana para no andar pisoteando a los invitados. Hermes se puso a charlar conmigo, y se lo veía tan alegre que me resultaba horrible la perspectiva de contarle lo ocurrido con el menos favorito de sus hijos, es decir, Luke. Pero antes de que pudiera armarme de valor, recibió una llamada en su caduceo móvil y se alejó.

Apolo me dijo que podía conducir su carro solar cuando quisiera, y que si me hacían falta unas lecciones de tiro al arco…

—Gracias —le dije—. A decir verdad, no soy muy bueno con el arco.

—¡Tonterías! ¡Imagínate hacer prácticas de tiro desde el carro mientras sobrevuelas todo el país! ¡No hay nada más divertido!

Yo me excusé y me deslicé entre la multitud que bailaba en los patios del palacio. Buscaba a Annabeth. La última vez que la había visto estaba bailando con un diosecillo menor.

Entonces oí una voz a mis espaldas.

—Confío en que no me falles.

Me volví y vi a Poseidón sonriendo.

—Padre… Hola.

—Hola, Percy. Has estado muy bien.

Aquel elogio me hizo sentir incómodo. Era agradable, claro, pero él se había arriesgado mucho al proclamar que respondía de mí. Le habría resultado mucho más fácil dejar que los demás me desintegraran.

—No os fallaré —le prometí.

Él asintió. No me resultaba fácil detectar las emociones de los dioses, pero me pregunté si albergaba ciertas dudas.

—Tu amigo Luke…

—No es mi amigo —lo interrumpí groseramente—. Perdón.

—Tu antiguo amigo Luke —corrigió— hizo promesas parecidas en su momento. Era el orgullo y la alegría de Hermes. Que no se te olvide, Percy. Incluso los más valientes pueden caer.

—Él sufrió una tremenda caída —asentí—. Ha muerto.

Poseidón meneó la cabeza.

—No, Percy. No es así.

Lo miré desconcertado.

—¿Cómo?

—Creo que Annabeth ya te lo ha dicho. Luke sigue vivo. Lo he visto. Su barco está zarpando ahora mismo de San Francisco con los restos de Cronos. Se batirá en retirada y reagrupará sus fuerzas antes de volver a la carga contra ti. Yo haré todo lo posible para destruir su barco con tormentas, pero él ha establecido una alianza con mis enemigos, los antiguos espíritus del océano. Y ellos lucharán para protegerlo.

—Pero ¿cómo es posible que siga vivo? ¡Esa caída tendría que haberlo matado!

Poseidón parecía preocupado.

—No lo sé, Percy, pero cuídate de él. Ahora es más peligroso que nunca. El ataúd de oro sigue en sus manos, y cada vez cobra más vigor.

—¿Y Atlas? ¿Qué va a impedirle escapar de nuevo? ¿No podría obligar a algún gigante a cargar con el peso del cielo?

Mi padre resopló burlón.

—Si fuese tan fácil, ya habría escapado hace mucho. No, hijo mío. La maldición del cielo sólo puede imponerse a un titán, a uno de los hijos de Gaya y Urano. Cualquier otro debe aceptar la carga por su libre voluntad. Y sólo un héroe, alguien con la fuerza suficiente, un corazón sincero y un gran valor, haría algo parecido. Ningún miembro del ejército de Cronos se atrevería a cargar con ese peso, ni siquiera so pena de muerte.

—Luke lo hizo —dije—. Liberó a Atlas, engañó a Annabeth para que lo salvase y luego la utilizó para que Artemisa tomara sobre sí el peso del cielo.

—Ya. Luke es… un caso interesante.

Me dio la impresión de que quería extenderse más, pero justo en ese momento Bessie empezó a mugir en el otro lado del patio. Algunos semidioses se habían puesto a jugar con su esfera de agua y la empujaban alegremente de un lado para otro por encima de las cabezas de la multitud.

—Será mejor que me ocupe de eso —rezongó Poseidón—. No podemos permitir que se vayan pasando el taurofidio como si fuese una pelota de playa. Sé bueno, hijo. Tal vez no podamos hablar durante algún tiempo.

Y desapareció sin más.

Me disponía a seguir buscando entre la gente cuando oí otra voz, esta vez de mujer.

—Tu padre asume un gran riesgo, ¿sabes?

La mujer de ojos grises era tan parecida a Annabeth que poco me faltó para confundirme.

—Atenea.

Procuré no parecer resentido por su modo de referirse a mí ante la Asamblea. Aunque me temo que no disimulaba demasiado bien.

Ella sonrió secamente.

—No me juzgues con dureza, mestizo. La sabiduría no siempre es popular. Pero yo he dicho la verdad. Eres peligroso.

—¿Vos nunca asumís riesgos?

Ella asintió.

—Tal vez aciertes en eso. No digo que no puedas resultar útil. Sin embargo… tu defecto fatídico podría causar nuestra destrucción y también la tuya.

Se me hizo un nudo en la garganta. Un año atrás, Annabeth y yo habíamos hablado de «defectos fatídicos». Cada héroe tenía uno. El suyo, me dijo, era el orgullo. Ella se creía capaz de cualquier cosa… Como sostener el mundo, por ejemplo. O salvar a Luke. En cambio, yo no sabía cuál era el mío.

Atenea casi parecía compadecerse de mí.

—Cronos conoce tu defecto, aunque tú lo ignores. El sabe estudiar a sus enemigos. Piensa, Percy. ¿Cómo ha hecho para manipularte? Primero, te arrebató a tu madre. Luego a tu mejor amigo, Grover. Ahora a mi hija, Annabeth. —Hizo una pausa, con aire de reproche—. En los tres casos tus personas queridas fueron utilizadas para atraerte a la trampa que Cronos te había tendido. Tu defecto fatídico es la lealtad personal, Percy. Tú nunca comprendes cuándo ha llegado la hora de cortar por lo sano. Por salvar a un amigo, sacrificarías al mundo entero. En el héroe de la profecía, eso puede ser muy, muy peligroso.

Apreté los puños.

—Eso no es un defecto. Simplemente porque quiero ayudar a mis amigos…

—Los defectos más peligrosos son los que resultan buenos con moderación —dijo ella—. El mal es fácil de combatir. La falta de sabiduría… mucho más difícil.

Yo se lo habría discutido, pero me resultaba imposible. Atenea era condenadamente sagaz.

—Confío en que acabe siendo una sabia decisión la que ha tomado la asamblea —prosiguió Atenea—. Pero yo permaneceré alerta, Percy Jackson. No apruebo tu amistad con mi hija. No creo que sea conveniente para ninguno de los dos. Y si tu lealtad llegase a flaquear…

Me clavó su fría mirada gris y comprendí que podía llegar a ser una terrible enemiga: cien veces peor que Ares o Dioniso, e incluso que mi padre. Atenea nunca cejaría. No se precipitaría ni cometería una estupidez por el hecho de odiarte, y si había planeado matarte, no fallaría.

—¡Percy! —gritó Annabeth, que se acercaba corriendo. Se detuvo en seco cuando vio con quién estaba hablando.

—Ah… madre.

—Te dejo —me dijo Atenea—. Por ahora.

Dio media vuelta y caminó entre la muchedumbre, que le iba abriendo paso como si sostuviera la Égida.

* * *

—¿Te ha hecho pasar un mal rato? —me preguntó Annabeth.

—No. Está… todo bien.

Ella me examinó con preocupación. Tocó el mechón gris que me había salido en el pelo y que era idéntico al suyo: un doloroso recuerdo por haber sostenido la carga de Atlas. Quería decirle muchas cosas, pero Atenea me había arrebatado toda la seguridad en mí mismo. Me sentía como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago.

«No apruebo tu amistad con mi hija».

—Bueno —dijo Annabeth—, ¿qué querías decirme antes?

Seguía sonando la música. La gente bailaba en las calles.

—Eh… —balbucí— bien, estaba pensando que en Westover Hall nos interrumpieron. O sea que… creo que te debo un baile.

Ella sonrió lentamente.

—Muy bien, sesos de alga.

La tomé de la mano. No sé qué oirían los demás, pero para mí sonaba como una canción lenta: un poco triste quizá, pero un poco esperanzadora también.