Me cargo unas cuantas naves espaciales
Crucé el Mall pitando, sin atreverme a mirar atrás, y me metí disparado en el Museo del Aire y el Espacio. Me quité la gorra de invisibilidad en cuanto crucé la recepción.
La parte principal del museo era una sala gigantesca llena de cohetes y aviones colgados del techo. Por todo el perímetro discurrían tres galerías elevadas que permitían observar las piezas expuestas desde distintos niveles. No había mucha gente. Sólo algunas familias y un par de grupos de niños, seguramente de excursión escolar. Habría querido gritarles que echaran a correr, pero pensé que no lograría otra cosa que acabar detenido. Tenía que encontrar a Thalia, Grover y las cazadoras. En cualquier momento los tipos-esqueleto irrumpirían en el museo, y mucho me temía que no se decantarían por la visita guiada.
Tropecé con Thalia. Literalmente. Yo subía a toda velocidad por la rampa que llevaba a la galería más alta y choqué con ella con tal fuerza que la dejé sentada en una cápsula Apolo.
Grover dio un grito de sorpresa.
Antes de que pudiese recuperar el equilibrio, Zoë y Bianca me apuntaban ya con sus flechas (los arcos habían surgido como de la nada).
Cuando Zoë me reconoció, no pareció muy deseosa de bajar el arco.
—¡Tú! ¿Cómo osas presentarte aquí?
—¡Percy! —dijo Grover—. ¡Gracias a los dioses!
Zoë le lanzó una mirada fulminante y él se sonrojó.
—Bueno… eh… Cielos, se supone que no deberías estar aquí.
—Luke —dije, tratando de recobrar el aliento—. Está aquí.
La cólera en los ojos de Thalia se disolvió en el acto. Se llevó una mano a su pulsera de plata.
—¿Dónde?
Les conté lo del Museo de Historia Natural: la escena entre el doctor Espino, Luke y el General.
—¿El General está aquí? —Zoë parecía consternada—. Imposible. Mientes.
—¿Por qué iba a mentir? Escucha, no tenemos tiempo. Hay guerreros-esqueleto…
—¿Qué? —preguntó Thalia—. ¿Cuántos?
—Doce —dije—. Y algo más todavía: ese tipo, el General, ha dicho que había enviado a un «compañero de juegos» para distraeros. Un monstruo.
Thalia y Grover se miraron.
—Estábamos siguiéndole el rastro a Artemisa —dijo Grover—. Casi habría jurado que conducía aquí. Hay un intenso olor a monstruo. Debió de detenerse por aquí cuando buscaba a esa bestia misteriosa. Pero aún no hemos encontrado nada.
—Zoë —dijo Bianca, nerviosa—. Si es el General…
—¡No puede ser! —espetó Zoë—. Percy habrá visto un mensaje Iris o alguna clase de ilusión.
—Las ilusiones no resquebrajan un suelo de mármol —le dije.
Zoë respiró hondo, tratando de serenarse. Yo no sabía por qué se lo tomaba como algo personal, ni de qué conocía al General, pero supuse que no era momento de preguntar.
—Si eso de los guerreros-esqueleto es cierto —dijo por fin—, no hay tiempo para discutir. Son los peores, los más horribles… Debemos irnos ahora mismo.
—Buena idea —asentí.
—No me refería a ti, chico —agregó Zoë—. Tú no tomas parte en esta búsqueda.
—¡Eh, que estoy haciendo lo posible para salvaros!
—No deberías haber venido, Percy —dijo Thalia gravemente—. Pero ya que estás aquí… Venga. Volvamos a la furgoneta.
—Esa decisión no os corresponde a vos —replicó Zoë.
Thalia frunció el entrecejo.
—Tú no mandas aquí, Zoë. Y me da igual la edad que tengas. ¡Sigues siendo una mocosa engreída!
—Nunca has demostrado sensatez cuando se trata de chicos —refunfuñó Zoë—. ¡Nunca has sabido prescindir de ellos!
Thalia parecía a punto de abofetearla. Y entonces nos quedamos todos helados: se oyó un rugido tan atronador que pensé que había despegado uno de los cohetes.
Abajo, varias personas gritaban. Un niño pequeño chilló entusiasmado:
—¡Kitty!
Una cosa enorme saltó rampa arriba. Era del tamaño de un camión de mercancías, con uñas plateadas y un resplandeciente pelaje dorado. Yo había visto una vez a ese monstruo. Dos años atrás, lo había divisado brevemente desde un tren. Ahora, visto de cerca, parecía todavía más grande.
—El León de Nemea —dijo Thalia—. No os mováis.
El león rugió con tal fuerza que me puso los pelos de punta y casi me hizo la raya en medio. Sus colmillos relucían como el acero inoxidable.
—Separaos cuando dé la señal —dijo Zoë—. Intentad distraerlo.
—¿Hasta cuándo? —preguntó Grover.
—Hasta que se me ocurra una manera de matarlo. ¡Ya!
Destapé a Contracorriente y rodé hacia la izquierda. Silbaron varias flechas y Grover se puso a gorjear un agudo pío-pío con sus flautas. Zoë y Bianca treparon por la cápsula Apolo. Le disparaban flechas incendiarias al monstruo, pero todas se partían contra su pelaje metálico sin hacerle nada. El león le asestó un golpe a la cápsula, ladeándola, y las cazadoras salieron despedidas. Grover cambió de tercio y se puso a tocar una melodía frenética. El león se volvió hacia él, pero Thalia se interpuso en su camino con la Egida y la fiera retrocedió rugiendo.
—¡¡Grrrrrr!!
—¡Atrás! —gritó Thalia—. ¡Atrás!
El león gruñó y dio un zarpazo al aire, pero continuó reculando como si el escudo fuera un fuego abrasador.
Por un momento creí que Thalia lo tenía controlado, pero entonces vi que el león se agazapaba con todos los músculos en tensión. Yo había visto muchas peleas de gatos en los callejones que había cerca de nuestro apartamento en Nueva York. Sabía que estaba a punto de saltar.
—¡¡Eeeh!! —grité con todas mi fuerzas.
No sé en qué estaría pensando, pero arremetí contra la bestia. Lo único que quería era alejarla de mis amigos. Le di un mandoble en el flanco con mi espada, un golpe que debería haberlo hecho picadillo, pero la hoja se estrelló contra su pelaje con un ruido metálico y sólo le arrancó un puñado de chispas.
El león me dio un zarpazo y me desgarró un buen trozo de abrigo. Retrocedí contra la barandilla y, cuando cargó contra mí, no tuve más remedio que volverme y saltar.
Caí en el ala de un antiguo avión plateado, que se balanceó y no me lanzó por muy poco al suelo, tres pisos más abajo.
Una flecha me pasó silbando junto a la cabeza. El león también saltó y aterrizó sobre el avión. Los cables que lo sostenían empezaron a gemir.
La fiera se abalanzó sobre mí, así que sin pensarlo me dejé caer sobre la siguiente pieza: un extraño artilugio espacial con aspas de helicóptero. Levanté la vista y vi al león rugiendo con las fauces abiertas. Tenía la lengua y la garganta rojas.
Ése es el blanco, pensé. Su pelaje era del todo invulnerable, pero si lograba herirle en la boca… El único problema era que se movía demasiado deprisa. Entre sus garras y sus colmillos, no podría acercarme lo bastante sin quedar cortadito en lonchas.
—¡Zoë! —grité—. ¡Apuntadle a la boca!
El monstruo saltó. Una flecha silbó a su lado sin acertarle. Me dejé caer en lo alto de la pieza que había expuesta en la planta baja: una reproducción inmensa del globo terráqueo. Me deslicé por territorio ruso y, a la altura del ecuador, salté.
El León de Nemea dio un rugido e intentó mantener el equilibrio sobre la nave espacial, pero pesaba demasiado. Uno de los cables se partió. Mientras la nave empezaba a balancearse como un péndulo, el león cayó de un salto sobre el Polo Norte.
—¡Grover! —grité—. ¡Despeja la zona!
Varios grupos de niños corrían dando gritos de pánico. Grover trató de reunirlos en un rincón, lejos del monstruo. El otro cable de la nave se partió entonces y ésta se desplomó al suelo con gran estruendo. Thalia saltó desde la barandilla de la segunda planta y cayó al otro lado del globo terráqueo. El león nos miró desde el Polo Norte, tratando de decidir a cuál de los dos destrozaba primero.
Zoë y Bianca estaban arriba, con los arcos listos, pero tenían que moverse continuamente para buscar un buen ángulo.
—¡No tenemos un disparo claro! —gritó Zoë—. ¡Hacedle abrir la boca otra vez!
El león gruñó desde lo alto del globo terráqueo.
Miré a ambos lados. Una alternativa. Necesitaba…
¡La tienda de regalos! Me había venido el recuerdo de mi visita al museo cuando era niño y de una cosa que le hice comprar a mi madre (aunque luego me arrepentí). Si todavía la vendieran…
—Thalia —dije—, mantenlo distraído.
Ella asintió.
Lo apuntó con su lanza y un arco eléctrico azul salió disparado de la punta y fue a darle al león en la cola.
—¡Grrrrr!
El animal giró y saltó hacia ella. Thalia se hizo a un lado, sosteniendo la Égida para mantenerlo a raya, mientras yo corría hacia la tienda de regalos.
—¡No es momento para souvenirs, chico! —gritó Zoë.
Irrumpí en la tienda, derribando montones de camisetas y saltando por encima de mesas abarrotadas de planetas fosforescentes y cacharros espaciales. La dependienta no protestó. Estaba muy ocupada escondiéndose detrás de la caja.
¡Allí estaban! En la pared del fondo: aquellos relucientes paquetes plateados. Había estantes enteros con los tipos más variados. Recogí todos los que pude y salí corriendo.
Zoë y Bianca seguían rociando al monstruo con una lluvia de flechas. Pero no servía de nada. El león se cuidaba mucho de no abrir la boca en exceso. Trataba de darle un mordisco a Thalia o de arañarla con sus garras, pero mantenía los ojos apenas entreabiertos para protegerse.
Thalia lo hostigó con su lanza y retrocedió enseguida. El león la estaba arrinconando.
—¡Percy —gritó—, si piensas hacer algo…!
El monstruo dio un rugido y la barrió de un zarpazo inesperado como si fuese un muñeco, mandándola por los aires contra un cohete de la serie Titán. Thalia se dio un buen golpe en la cabeza y quedó atontada en el suelo.
—¡Eh, tú! —le grité al león. Estaba demasiado lejos para alcanzarlo, de modo que me arriesgué y le arrojé mi espada como si fuera un puñal. Le rebotó en un flanco, pero al menos sirvió para captar su atención. Se volvió hacia mí gruñendo.
Sólo había una manera de acercarse lo bastante. Me lancé al ataque y, cuando el animal se disponía a saltar, le embutí entre las fauces una bolsa de comida espacial: una buena ración de helado de fresa liofilizado, envuelto en celofán.
El león abrió los ojos de par en par y empezó a sufrir arcadas, como un gato atragantado con una bola de pelo.
No era de extrañar. A mí me había pasado lo mismo de niño, una vez que intenté tragarme aquella comida espacial. Una cosa sencillamente asquerosa.
—¡Zoë, prepárate! —ordené.
La gente gritaba a mis espaldas. Grover tocaba otra canción espantosa con sus flautas.
Me aparté del león como pude. Ahora ya había logrado tragarse el paquete y me miraba con odio reconcentrado.
—¡Hora del aperitivo! —chillé.
Cometió el error de soltarme un rugido, así que le lancé otro bocado de fresa espacial al gaznate. Por suerte, aunque el béisbol no era precisamente mi debilidad, yo siempre había sido un lanzador bastante bueno. Antes de que el león dejara de sufrir arcadas, le colé otros dos sabores distintos de helado y una ración de espaguetis liofilizados.
Los ojos se le salían de las órbitas. Abrió la boca del todo y se alzó sobre sus patas traseras, tratando de evitarme.
—¡Ahora! —grité.
De inmediato, las flechas cruzaron sus fauces: dos, cuatro, seis. La bestia se retorció enloquecida, dio una vuelta sobre sí misma, cayó hacia atrás y se quedó inmóvil.
Las alarmas aullaban por doquier en el museo; la gente salía en manada por las puertas de emergencia y los guardias de seguridad corrían de un lado para otro, muertos de pánico, aunque sin entender qué sucedía.
Grover se arrodilló junto a Thalia y la ayudó a levantarse. Parecía estar bien, sólo algo aturdida. Zoë y Bianca saltaron desde la galería y aterrizaron a mi lado.
Zoë me observó con cautela.
—Interesante… estrategia.
—Bueno, ha funcionado.
No me lo discutió.
El león había empezado a derretirse, como sucede a veces con los monstruos muertos, hasta que finalmente no quedó nada en el suelo salvo su reluciente pelaje, reducido al tamaño de un león normal.
—Agárrala —me dijo Zoë.
Me quedé mirándola.
—¿La piel del león? ¿No será una violación de los derechos de los animales o algo así?
—Es un botín de guerra —contestó muy solemne—. Os lo habéis ganado con todo derecho.
—Pero lo has matado tú.
Ella meneó la cabeza, casi sonriendo.
—Si la fiera ha caído, ha sido por vuestro sandwich espacial. A cada cual lo suyo, Percy Jackson. Quedaos con el pellejo.
Lo recogí del suelo. Para mi sorpresa, era muy ligero. Suave y blando también. No parecía en absoluto capaz de detener una estocada. Mientras lo contemplaba, se fue transformando hasta convertirse en un abrigo largo marrón dorado.
—No es que sea mi estilo exactamente —murmuré.
—Tenemos que salir de aquí —terció Grover—. Los guardias de seguridad no van a seguir alelados toda la vida.
Por primera vez reparé en el hecho asombroso de que los guardias no se nos hubieran echado encima para detenernos. Corrían en todas direcciones, salvo en la nuestra, como enloquecidos buscando alguna cosa. Algunos chocaban contra las paredes o entre ellos.
—¿Tú los has dejado así?
Asintió, algo avergonzado.
—Una cancioncilla de confusión. Siempre funciona. Pero sólo unos minutos.
—Los guardias de seguridad no son lo peor —dijo Zoë—. Mirad.
A través de las puertas de cristal del museo, vimos a un grupo de hombres cruzando el césped de la entrada. Hombres grises con uniforme de camuflaje. Aún estaban demasiado lejos para verles los ojos, pero yo ya sentía sus miradas clavadas en mí.
—Idos —dije—. Me persiguen a mí. Yo los distraeré.
—No —dijo Zoë—. Vamos juntos.
La miré.
—Pero si dijiste…
—Ahora formas parte de esta búsqueda —repuso a regañadientes—. No es que me guste, pero el destino no puede modificarse. Tú eres el quinto miembro del grupo. Y no dejamos a nadie atrás.