CAPÍTULO 7

Todos me odian, salvo el caballo

Lo mínimo que podía haber hecho la momia era volver andando al desván por su cuenta.

Pero no. Nos tocó a Grover y a mí llevarla de vuelta. Y no creo que fuera por nuestra popularidad precisamente.

—¡Cuidado con la cabeza! —me advirtió Grover mientras subíamos las escaleras.

Demasiado tarde…

¡Paf! Le di un trompazo al rostro momificado contra el marco de la trampilla y se levantó una nube de polvo.

—¡Vaya, hombre! —La dejé en el suelo y miré a ver si había desperfectos—. ¿He roto algo?

—No sabría decirte —repuso Grover encogiéndose de hombros.

Volvimos a levantarla y la colocamos en su taburete, los dos sudando y resoplando. ¿Quién habría dicho que una momia podía pesar tanto?

En vista de lo ocurrido, parecía evidente que el Oráculo no iba a hablarme. Aun así, sentí un gran alivio cuando salimos del desván y cerramos la trampilla de un portazo.

—Menudo asco, chico —dijo Grover.

Intentaba tomarse las cosas a la ligera para animarme, pero no obstante me sentía muy abatido. Todo el mundo debía de estar indignado conmigo por haber perdido frente a las cazadoras. Y además, estaba el asunto de la nueva profecía del Oráculo. Era como si el espíritu de Delfos hubiese querido excluirme expresamente. No había hecho ni caso de mi pregunta y, en cambio, se había tomado la molestia de caminar un kilómetro para hablarle a Zoë. Por si fuera poco, no había dicho nada de Annabeth; ni siquiera nos había dado una pista.

—¿Qué crees que decidirá Quirón? —le pregunté a Grover.

—Ya me gustaría saberlo. —Desde la ventana del segundo piso, miró ensimismado las colinas ondulantes cubiertas de nieve—. Ojalá estuviese ahí fuera.

—¿Buscando a Annabeth?

Tardó un segundo en asimilar mi pregunta. Y entonces se sonrojó.

—Claro, sí. Eso también. Desde luego.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿En qué estabas pensando?

Pateó el suelo con sus pezuñas.

—En una cosa que dijo la mantícora. Eso del Gran Despertar. No puedo dejar de preguntarme… Si todos esos antiguos poderes están despertando, quizá no todos sean malos.

—Te refieres a Pan.

Me sentí un poco estúpido: había olvidado por completo la gran ambición de Grover. El dios de la naturaleza había desaparecido hacía dos mil años. Se rumoreaba que había muerto, pero los sátiros no lo creían y estaban decididos a encontrarlo. Llevaban siglos buscando en vano, y Grover estaba convencido de que sería él quien lo lograse. Este año, como Quirón había puesto a todos los sátiros en alerta roja para rastrear mestizos, Grover no había podido continuar su búsqueda. Y eso debía de tenerlo loco.

—He dejado que se enfríe el rastro —dijo—. Siento una inquietud permanente, como si me estuviera perdiendo algo importante. Él está ahí fuera, en alguna parte. Lo presiento.

Yo no sabía qué decir. Me habría gustado animarlo, pero no sabía cómo. Mi propio optimismo había quedado pisoteado en la nieve del bosque, junto con nuestras esperanzas de capturar la bandera y salir victoriosos.

Antes de que pudiera responder, Thalia subió las escaleras con gran estrépito. Ahora, oficialmente no me hablaba, pero miró a Grover y le dijo:

—Dile a Percy que mueva el culo y baje ya.

—¿Para qué? —pregunté.

—¿Ha dicho algo? —le preguntó Thalia a Grover.

—Eh… Pregunta para qué.

—Dioniso ha convocado un consejo de los líderes de cada cabaña para analizar la profecía —dijo—. Lo cual, lamentablemente, incluye a Percy.

* * *

El consejo se celebró alrededor de la mesa de ping pong, en la sala de juegos. Dioniso hizo una seña y surgieron bolsas de nachos y galletitas saladas y unas cuantas botellas de vino tinto. Quirón tuvo que recordarle que el vino iba contra las restricciones que le habían impuesto, y que la mayoría de nosotros éramos menores. El señor D suspiró. Chasqueó los dedos y el vino se transformó en Coca Diet. Nadie la probó tampoco.

El señor D y Quirón —ahora en silla de ruedas— se sentaron en un extremo de la mesa. Zoë y Bianca di Angelo, convertida en su asistente personal o algo parecido, ocuparon el otro extremo. Thalia, Grover y yo nos situamos en el lado derecho y los demás líderes —Beckendorf, Silena Beauregard y los hermanos Stoll—, en el izquierdo. Se suponía que los chicos de Ares tenían que enviar también un representante, pero todos se habían roto algún miembro durante la captura de la bandera —cortesía de las cazadoras— y ahora reposaban en la enfermería.

Zoë abrió la reunión con una nota positiva:

—Esto no tiene sentido.

—¡Nachos! —exclamó Grover, y empezó a agarrar galletitas y pelotas de ping pong a dos manos, y a untarlas con salsa.

—No hay tiempo para charlas —prosiguió Zoë—. Nuestra diosa nos necesita. Las cazadoras hemos de partir de inmediato.

—¿Adónde? —preguntó Quirón.

—¡Al oeste! —dijo Bianca. Era asombroso lo mucho que había cambiado en unos pocos días con las cazadoras. Llevaba el pelo oscuro trenzado como Zoë y recogido de manera que ahora sí podías verle la cara. Tenía un puñado de pecas esparcidas en torno a la nariz, y sus ojos oscuros me recordaban vagamente a los de un personaje famoso, aunque no sabía cuál. Daba la impresión de haber hecho mucho ejercicio y su piel, como la de todas las cazadoras, brillaba levemente como si se hubiera duchado con luz de luna—. Ya has oído la profecía: «Cinco buscarán en el oeste a la diosa encadenada». Podemos elegir a cinco cazadoras y ponernos en marcha.

—Sí —asintió Zoë—. ¡La han tomado como rehén! Hemos de dar con ella y liberarla.

—Se te olvida algo, como de costumbre —dijo Thalia—. «Campistas y cazadoras prevalecen unidos». Se supone que tenemos que hacerlo entre todos.

—¡No! —exclamó Zoë—. Las cazadoras no han menester vuestra ayuda.

—No «necesitan», querrás decir —refunfuñó Thalia—. Lo del «menester» no se oye desde hace siglos. A ver si te pones al día.

Zoë vaciló, como si estuviera procesando la palabra correcta.

—No precisamos vuestro auxilio —dijo al fin.

Thalia puso los ojos en blanco.

—Olvídalo.

—Me temo que la profecía dice que sí necesitáis nuestra ayuda —terció Quirón—. Campistas y cazadoras deberán colaborar.

—¿Seguro? —musitó el señor D, removiendo la Coca Diet y husmeándola como si fuera un gran bouquet—. «Uno se perderá. Uno perecerá». Suena más bien desagradable, ¿no? ¿Y si fracasáis justamente por tratar de colaborar?

—Señor D —dijo Quirón, suspirando—, con el debido respeto, ¿de qué lado está usted?

Dioniso arqueó las cejas.

—Perdón, mi querido centauro. Sólo trataba de ser útil.

—Se supone que hemos de actuar juntos —se obstinó Thalia con tozudez—. A mí tampoco me gusta, Zoë, pero ya sabes cómo son las profecías. ¿Pretendes desafiar al Oráculo?

Zoë hizo una mueca desdeñosa, pero era evidente que Thalia acababa de anotarse un punto.

—No podemos retrasarnos —advirtió Quirón—. Hoy es domingo. El próximo viernes, veintiuno de diciembre, es el solsticio de invierno.

—¡Uf, qué alegría! —masculló Dioniso entre dientes—. Otra de esas aburridísimas reuniones anuales.

—Artemisa debe asistir al solsticio —observó Zoë—. Ella ha sido una de las voces que más han insistido dentro del consejo en la necesidad de actuar contra los secuaces de Cronos. Si no asiste, los dioses no decidirán nada. Perderemos otro año en los preparativos para la guerra.

—¿Insinúas, joven doncella, que a los dioses les cuesta actuar unidos? —preguntó el señor D.

—Sí, señor Dioniso.

Él asintió.

—Era sólo para asegurarme. Tienes razón, claro. Continuad.

—No puedo sino coincidir con Zoë —prosiguió Quirón—. La presencia de Artemisa en el Consejo de Invierno es crucial. Sólo tenemos una semana para encontrarla. Y lo que es más importante seguramente: también para encontrar al monstruo que ella quería cazar. Ahora tenemos que decidir quién participa en la búsqueda.

—Tres y dos —dije.

Todos se volvieron hacia mí. Incluso Thalia olvidó su firme decisión de ignorarme.

—Se supone que han de ser cinco —razoné, algo cohibido—. Tres cazadoras y dos del Campamento Mestizo. Parece lo justo.

Thalia y Zoë se miraron.

—Bueno —dijo Thalia—. Tiene sentido.

Zoë soltó un gruñido.

—Yo preferiría llevarme a todas las cazadoras. Hemos de contar con una fuerza numerosa.

—Vais a seguir las huellas de la diosa —le recordó Quirón—. Tenéis que moveros deprisa. Es indudable que Artemisa detectó el rastro de ese extraño monstruo a medida que se iba desplazando hacia el oeste. Vosotras deberéis hacer lo mismo. La profecía lo dice bien claro: «El azote del Olimpo muestra la senda». ¿Qué os diría vuestra señora? «Demasiadas cazadoras borran el rastro». Un grupo reducido es lo ideal.

Zoë tomó una pala de ping pong y la estudió como si estuviera decidiendo a quién arrear primero.

—Ese monstruo, el azote del Olimpo… Llevo muchos años cazando junto a la señora Artemisa y, sin embargo, no sé de qué bestia podría tratarse.

Todo el mundo miró a Dioniso, imagino que porque era el único dios que había allí presente y porque se supone que los dioses saben de estas cosas. Él estaba hojeando una revista de vinos, pero levantó la vista cuando todos enmudecieron.

—A mí no me miréis. Yo soy un dios joven, ¿recordáis? No estoy al corriente de todos los monstruos antiguos y de esos titanes mohosos. Además, son nefastos como tema de conversación en un cóctel.

—Quirón —dije—, ¿tienes alguna idea?

Él frunció los labios.

—Tengo muchas ideas, pero ninguna agradable. Y ninguna acaba de tener sentido tampoco. Tifón, por ejemplo, podría encajar en esa descripción. Fue un verdadero azote del Olimpo. O el monstruo marino Ceto. Pero si uno de ellos hubiese despertado, lo sabríamos. Son monstruos del océano del tamaño de un rascacielos. Tu padre Poseidón ya habría dado la alarma. Me temo que ese monstruo sea más escurridizo. Tal vez más poderoso también.

—Ése es uno de los peligros que corréis —dijo Connor Stoll. (Me encantó lo de «corréis», en vez de «corremos»)—. Da la impresión de que al menos dos de esos cinco morirán.

—«Uno se perderá en la tierra sin lluvia» —añadió Beckendorf—. En vuestro lugar, yo me mantendría alejado del desierto.

Hubo un murmullo de aprobación.

—Y esto otro —terció Silena—: «A la maldición del titán uno resistirá». ¿Qué podría significar?

Reparé en que Quirón y Zoë se miraban nerviosos. Fuese lo que fuese lo que pensaran, no lo contaron.

—«Uno perecerá por mano paterna» —dijo Grover sin parar de engullir nachos y pelotas de ping pong—. ¿Cómo va a ser eso posible? ¿Qué padre sería capaz de tal cosa?

Se hizo un espeso silencio.

Miré a Thalia y me pregunté si estaría pensando lo mismo que yo. Años atrás, a Quirón le habían hecho una profecía sobre el próximo descendiente de los Tres Grandes —Zeus, Poseidón y Hades— que cumpliera los dieciséis años. Según la profecía, ese joven tomaría una decisión que salvaría o destruiría a los dioses para siempre. Por tal motivo, tras la Segunda Guerra Mundial los Tres Grandes habían jurado no tener más hijos. Pero, aun así, Thalia y yo habíamos nacido y ahora nos acercábamos a los dieciséis.

Recordé una conversación mantenida con Annabeth el año anterior. Yo le había preguntado por qué los dioses no me mataban si representaba un peligro en potencia. «A algunos dioses les gustaría matarte —me había contestado—. Pero temen ofender a Poseidón».

¿Podía uno de los olímpicos volverse contra su hijo mestizo? ¿No sería la solución más fácil para ellos permitir que muriera? Si había dos mestizos con motivos para preocuparse por ello, éramos Thalia y yo. Me pregunté si, a fin de cuentas, no tendría que haberle enviado a Poseidón aquella corbata con estampado de caracolas por el día del Padre.

—Habrá muertes —sentenció Quirón—. Eso lo sabemos.

—¡Fantástico! —exclamó Dioniso de repente. Todos lo miramos. Él levantó la vista de las páginas de la Revista de Catadores con aire inocente—. Es que hay un nuevo lanzamiento de pinot noir. No me hagáis caso.

—Percy tiene razón —prosiguió Silena Beauregard—. Deberían ir dos campistas.

—Ya veo —dijo Zoë con sarcasmo—. Y supongo que tú vas a ofrecerte voluntaria.

Silena se sonrojó.

—Yo con las cazadoras no voy a ninguna parte. ¡A mí no me mires!

—¿Una hija de Afrodita que no desea que la miren? —se mofó Zoë—. ¿Qué diría vuestra madre?

Silena hizo ademán de levantarse, pero los hermanos Stoll la hicieron sentarse de nuevo.

—Basta ya —dijo Beckendorf, que era muy corpulento y tenía una voz resonante. No hablaba mucho, pero la gente tendía a escucharlo cuando lo hacía—. Empecemos por las cazadoras. ¿Quiénes seréis las tres?

Zoë se puso en pie.

—Yo iré, por supuesto, y me llevaré a Febe. Es nuestra mejor rastreadora.

—¿Es esa chica grandota, la que disfruta dando porrazos en la cabeza? —preguntó Travis Stoll con cautela.

Zoë asintió.

—¿La que me clavó dos flechas en el casco? —añadió Connor.

—Sí —replicó Zoë—. ¿Por qué?

—No, por nada —dijo Travis—. Es que tenemos una camiseta del almacén para ella. —Sacó una camiseta plateada donde se leía: «Artemisa, diosa de la luna-Tour de Caza de otoño 2002», y a continuación una larga lista de parques naturales—. Es un artículo de coleccionista. Le gustó mucho cuando la vio. ¿Quieres dársela tú?

Yo sabía que los Stoll tramaban algo. Siempre están igual. Pero me figuro que Zoë no los conocía tanto, porque dio un suspiro y se guardó la camiseta.

—Como iba diciendo, me llevaré a Febe conmigo. Y me gustaría que Bianca viniese también.

Bianca se quedó patidifusa.

—¿Yo? Pero… si soy nueva. No serviría para nada.

—Lo harás muy bien —insistió Zoë—. No hay senda más provechosa para probarse una a sí misma.

Bianca cerró la boca. Yo la compadecí. Me acordaba de mi primera búsqueda cuando tenía doce años. Había tenido todo el tiempo la sensación de no estar preparado. Quizá me sentía honrado, pero también algo resentido y muerto de miedo. Imaginé que esos mismos sentimientos eran los que le rondaban ahora a Bianca.

—¿Y del campamento? —preguntó Quirón. Nuestras miradas se encontraron, pero yo no sabía qué estaba pensando.

—¡Yo! —Grover se puso en pie tan bruscamente que chocó con la mesa. Se sacudió del regazo las migas de las galletas y los restos de las pelotas de ping pong—. ¡Estoy dispuesto a todo con tal de ayudar a Annabeth!

Zoë arrugó la nariz.

—Creo que no, sátiro. Tú ni siquiera eres un mestizo.

—Pero es un campista —terció Thalia—. Posee el instinto de un sátiro y también la magia de los bosques. ¿Ya sabes tocar una canción de rastreo, Grover?

—¡Por supuesto!

Zoë vaciló. Yo no sabía qué era una canción de rastreo, pero, por lo visto, ella lo consideraba algo útil.

—Muy bien —dijo Zoë—. ¿Y el segundo campista?

—Iré yo. —Thalia se levantó y miró alrededor, como desafiando cualquier objeción por anticipado.

En fin, sé que mis dotes matemáticas no son óptimas, pero caí en la cuenta de que habíamos llegado a cinco y yo no estaba en el grupo.

—Eh, eh, alto ahí —dije—. Yo también quiero ir.

Thalia permaneció en silencio. Quirón seguía estudiándome con ojos tristes.

—¡Oh! —exclamó Grover, advirtiendo de pronto el problema—. ¡Claro! Se me había olvidado. Percy tiene que ir. Yo no pretendía… Me quedaré aquí. Percy irá en mi lugar.

—No puede —refunfuñó Zoë—. Es un chico. No voy a permitir que mis cazadoras viajen con un chico.

—Has viajado hasta aquí conmigo —le recordé.

—Eso fue una situación de emergencia, por un corto trayecto y siguiendo instrucciones de la diosa. Pero no voy a cruzar el país desafiando multitud de peligros en compañía de un chico.

—¿Y Grover? —pregunté.

Ella meneó la cabeza.

—El no cuenta. Es un sátiro. No es un chico, técnicamente.

—¡Eh, eh! —protestó Grover.

—Tengo que ir —insistí—. He de participar en esta búsqueda.

—¿Por qué? —replicó Zoë—. ¿Por vuestra estimada Annabeth?

Noté que me ruborizaba. No soportaba que todos me estuvieran mirando.

—¡No! O sea… en parte sí. Sencillamente, siento que debo ir.

Nadie se alzó en mi defensa. El señor D, aún con su revista, parecía aburrirse. Silena, los hermanos Stoll y Beckendorf no levantaban la vista de la mesa. Bianca me dirigió una mirada compasiva.

—No —se empecinó Zoë—. Insisto. Me llevaré a un sátiro si es necesario, pero no a un héroe varón.

Quirón soltó un suspiro.

—La búsqueda se emprende por Artemisa. Las cazadoras tienen derecho a aprobar o vetar a sus acompañantes.

Los oídos me zumbaban cuando volví a sentarme. Sabía que Grover y algunos más me observaban compadecidos, pero yo no podía mirarlos a los ojos. Permanecí allí sentado hasta que Quirón dio por terminado el consejo.

—Que así sea —concluyó—. Thalia y Grover irán con Zoë, Bianca y Febe. Saldréis al amanecer. Y que los dioses —miró a Dioniso—, incluidos los presentes, espero, os acompañen.

* * *

No me presenté a cenar aquella noche, lo cual fue un error, porque Quirón y Grover vinieron luego a buscarme.

—¡Lo siento, Percy! —dijo Grover, sentándose en la cama a mi lado—. No sabía que ellas… que tú… ¡De verdad!

Comenzó a gimotear y pensé que si no lo animaba un poco, o bien se pondría a sollozar a gritos o bien empezaría a mordisquear mi colchón. Tiene tendencia a comerse los objetos domésticos cuando está disgustado.

—No importa —mentí—. De verdad. Está todo bien.

Le temblaba el labio.

—Ni siquiera pensaba… Estaba tan concentrado en la idea de ayudar a Artemisa. Pero prometo que buscaré a Annabeth por todas partes. Si me es posible encontrarla, la encontraré.

Asentí y procuré no prestar atención al cráter que sentía abrirse en mi pecho.

—Grover —dijo Quirón—, ¿me dejas hablar un momento con Percy?

—Claro —repuso.

Quirón aguardó.

—Ah —dijo Grover—. Solos, quieres decir. Por supuesto, Quirón. —Me miró desconsolado—. ¿Lo ves? Nadie necesita a una cabra.

Salió trotando al tiempo que se limpiaba la nariz con la manga.

Quirón suspiró y flexionó sus patas de caballo.

—Percy, yo no pretendo comprender las profecías.

—Ya. Quizá porque no tienen ningún sentido.

Él observó la fuente que gorgoteaba en el rincón.

—Thalia no habría sido la persona que yo hubiese elegido en primer lugar. Es demasiado impetuosa, actúa sin pensar. Se muestra demasiado segura de sí misma.

—¿Me habrías elegido a mí?

—Sinceramente, no. Tú y Thalia sois muy parecidos.

—Muchas gracias.

Él sonrió.

—La diferencia estriba en que tú estás menos seguro de ti mismo. Lo cual puede ser bueno o malo. Pero de una cosa estoy seguro: los dos juntos seríais una combinación peligrosa.

—Sabríamos controlarlo.

—¿Como esta noche en el arroyo?

No respondí. Me había pillado.

—Quizá lo mejor sea que vuelvas con tu madre para pasar las vacaciones —añadió—. Si te necesitamos, te llamaremos.

—Ya —dije—. Quizá sí.

Saqué del bolsillo a Contracorriente y lo dejé en la mesilla. Por lo visto, no tendría que usarlo para nada, salvo para escribir felicitaciones de Navidad.

Al ver el bolígrafo, Quirón hizo una mueca.

—No me extraña que Zoë no quiera tenerte cerca. Al menos mientras lleves esa arma encima.

No comprendí a qué se refería. Entonces recordé algo que me había dicho mucho tiempo atrás, cuando me entregó aquella espada mágica: «Tiene una larga y trágica historia que no hace falta contar».

Iba a preguntarle por aquella historia, cuando él sacó un dracma de oro de su alforja y me lo lanzó.

—Llama a tu madre —dijo—. Avísala de que irás a casa por la mañana. Ah, y por si te interesa… Estuve a punto de ofrecerme yo mismo como voluntario. Habría ido de no ser por el último verso: «Uno perecerá por mano paterna».

No hacía falta que me lo aclarase. Sabía que su padre era Cronos, el malvado señor de los titanes. Aquel verso habría encajado perfectamente si Quirón hubiera participado en la búsqueda. A Cronos no le importaba nadie, ni siquiera sus propios hijos.

—Quirón, tú sabes en qué consiste esta maldición del titán, ¿verdad?

Su rostro se ensombreció. Hizo una garra con tres dedos sobre su corazón y la desplazó hacia fuera, como si apartara algo de sí: un gesto antiguo para ahuyentar los males.

—Esperemos que la profecía no signifique lo que pienso. Bien, Percy, buenas noches. Ya llegará tu hora. De eso estoy convencido. No hace falta precipitarse.

Había dicho «tu hora», igual que hace la gente cuando se refiere a «tu muerte». No sabía si lo había dicho en ese sentido, pero viendo su expresión preferí no preguntar.

* * *

Permanecí junto a la fuente de agua salada, manoseando la moneda que Quirón me había dado y tratando de imaginar qué iba a decirle a mamá. La verdad era que no me apetecía oír a otro adulto explicándome que no hacer nada era lo mejor que podía hacer. Pero, por otra parte, pensé que mi madre se merecía que la pusiera al corriente de todo.

Finalmente, respiré hondo y arrojé la moneda.

—Oh, diosa, acepta mi ofrenda.

La niebla tembló. Con la luz del baño bastaba para formar un tenue arco iris.

—Muéstrame a Sally Jackson —pedí—. En el Upper East Side, Manhattan.

Entonces en la niebla se dibujó una escena inesperada. Mi madre estaba sentada a la mesa de la cocina con… con un tipo. Y se desgañitaban de risa. Había un montón de libros de texto entre los dos. El hombre tendría, no sé, treinta y pico. Llevaba el pelo entrecano bastante largo y vestía chaqueta marrón y camiseta negra. Tenía pinta de actor: la clase de tipo que interpreta a un agente secreto en la tele.

Me quedé demasiado estupefacto para articular palabra. Por suerte, ellos estaban muy ocupados riéndose para reparar en el mensaje Iris.

—Eres la monda, Sally —dijo el tipo—. ¿Quieres más vino?

—Uy, no debería. Sírvete tú si quieres.

—Antes será mejor que vaya al cuarto de baño. ¿Puedo?

—Al fondo del pasillo —le indicó ella, conteniendo la risa.

El actorcillo sonrió, se levantó y salió de la cocina.

—¡Mamá! —dije.

Ella dio un respingo tan brusco que poco le faltó para derribar los libros. Finalmente, me vio.

—¡Percy, cariño! ¿Va todo bien?

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.

Ella pestañeó.

—Los deberes —contestó. Y entonces pareció comprender mi expresión—. Ah, cariño… Es Paul, digo… el señor Blofis. Está en mi taller de escritura.

—¿El señor Besugoflis?

—Blofis. Volverá en un minuto. Cuéntame qué pasa.

Siempre que ocurría algo, ella lo adivinaba en el acto. Le conté lo de Annabeth. También lo demás, claro, pero sobre todo le hablé de Annabeth.

Mi madre contuvo las lágrimas, y lo hizo por mí.

—Oh, Percy…

—Ya. Y todos me dicen que no puedo hacer nada. Así que voy a volver a casa.

Ella empezó a juguetear con el lápiz.

—Percy, por muchas ganas que tenga de verte —dijo con un suspiro, como arrepintiéndose ya de lo que me estaba diciendo—, por mucho que desee que permanezcas a salvo, quiero que comprendas una cosa: has de hacer lo que tú creas que debes hacer.

Me la quedé mirando.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno… ¿de verdad crees, en el fondo de tu corazón, que tienes que ayudar a salvarla? ¿Crees que eso es lo que debes hacer? Porque si una cosa sé de ti, Percy, es que tu corazón no se equivoca. Escúchalo.

—¿Me estás diciendo… que vaya?

Ella frunció los labios.

—Lo que digo es que… bien, que ya eres mayor para que te diga lo que tienes que hacer. Lo que digo es que te apoyaré incluso si decides hacer algo que entrañe peligro. Oh, no puedo creer que esté diciéndote esto…

—Mamá…

Se oyó la cisterna del lavabo.

—No tengo mucho tiempo —se apresuró a decir—. Percy, decidas lo que decidas, te quiero. Y sé que harás lo mejor para Annabeth.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Porque ella haría lo mismo por ti.

Dicho lo cual, se despidió de mí con la mano mientras la niebla se disolvía, dejándome con una última imagen de su nuevo amigo, el señor Besugoflis, que regresaba sonriente.

* * *

No recuerdo cuándo me dormí, pero sí recuerdo el sueño. Me encontraba otra vez en la cueva. El techo se cernía muy bajo sobre mi cabeza. Annabeth permanecía arrodillada bajo el peso de una masa oscura que parecía un enorme montón de rocas. Estaba demasiado cansada para pedir socorro. Le temblaban las piernas. En cualquier momento se le agotarían las fuerzas y el techo de la caverna se desplomaría sobre ella.

—¿Cómo sigue nuestra invitada mortal? —retumbaba una voz masculina.

No era Cronos. La voz de Cronos era chirriante y metálica como un cuchillo arañando una pared de piedra. Yo la había oído muchas veces en sueños mofándose de mí. No: esta voz era más grave, como el sonido de un bajo. Y tan potente que hacía vibrar el suelo.

Luke surgía de las tinieblas. Se acercaba corriendo a Annabeth y se arrodillaba a su lado. Luego se volvía hacia la voz.

—Se le están acabando las fuerzas. Hemos de darnos prisa.

El muy hipócrita. Como si le importase lo que fuera a pasarle.

La voz emitía una breve risotada. Era alguien que se ocultaba en las sombras, en el límite de mi campo visual. Una mano rechoncha empujaba a una chica hacia la luz. Era Artemisa, con las manos y los pies atados con cadenas de bronce celestial.

Yo sofocaba un grito. Tenía su vestido plateado hecho jirones, y la cara y los brazos llenos de cortes. Sangraba icor, la sangre dorada de los dioses.

—Ya has oído al chico —decía la voz de las tinieblas—. ¡Decídete!

Los ojos de Artemisa destellaban de cólera. Yo no entendía por qué no hacía estallar las cadenas o desaparecía sin más. Pero por lo visto no podía. Quizá se lo impedían las cadenas, o un efecto mágico de aquel lugar siniestro.

La diosa miraba a Annabeth y su ira se transformaba al instante en angustia e indignación.

—¿Cómo te atreves a torturar así a una doncella? —preguntaba con un sollozo.

—Morirá muy pronto —decía Luke—. Pero tú puedes salvarla.

Annabeth soltaba un débil gemido de protesta. Yo sentía como si estuvieran retorciéndome el corazón y haciéndole un nudo. Quería correr a ayudarla, pero no podía moverme.

—Desátame las manos —pedía Artemisa.

Luke sacaba su espada, Backbiter, y cortaba los grilletes de la diosa de un solo golpe.

Artemisa corría hacia Annabeth y tomaba sobre sí la carga de sus hombros. Mientras Annabeth se desplomaba como un fardo y se quedaba tiritando en el suelo, la diosa se tambaleaba, tratando de sostener el peso de aquellas negras rocas.

El hombre de las tinieblas se echaba a reír entre dientes.

—Eres tan previsible como fácil de vencer, Artemisa.

—Me tomaste por sorpresa —decía ella, tensándose bajo su carga—. No volverá a suceder.

—Desde luego que no —replicaba él—. ¡Te hemos retirado de circulación para siempre! Sabía que no podrías resistir la tentación de ayudar a una joven doncella. Es tu especialidad, al fin y al cabo, querida.

Artemisa profería un quejido.

—Tú no conoces la compasión, maldito puerco.

—En eso —respondía el hombre— estamos de acuerdo. Luke, ya puedes matar a la chica.

—¡No! —gritaba Artemisa.

Luke titubeaba.

—Aún puede sernos útil, señor. Como cebo.

—¡Bah! ¿Lo crees de veras?

—Sí, General. Vendrán a buscarla. Estoy seguro.

El hombre de las tinieblas hacía una pausa.

—En ese caso, las dracaenae pueden encargarse de vigilarla. Suponiendo que no muera de sus heridas, puedes mantenerla viva hasta el solsticio de invierno. Después, si nuestro sacrificio sale como hemos previsto, su vida será insignificante. Las vidas de todos los mortales serán insignificantes.

Luke recogía el cuerpo desfallecido de Annabeth y se lo llevaba en brazos.

—Nunca encontraréis al monstruo que estáis buscando —decía Artemisa—. Vuestro plan fracasará.

—No tienes ni la menor idea, mi joven diosa —respondía el hombre—. Ahora mismo, tus queridas cazadoras salen en tu busca. Ellas vienen sin saberlo a hacerme el juego. Y ahora, si nos disculpas, tenemos un largo viaje por delante. Hemos de prepararles un buen recibimiento a tus cazadoras y asegurarnos de que su búsqueda es… un auténtico reto.

Su carcajada resonaba en la oscuridad, haciendo temblar el suelo como si el techo entero de la caverna fuera a venirse abajo.

Desperté con un sobresalto, seguro de haber oído unos golpes.

Miré alrededor. Fuera aún estaba oscuro. La fuente de agua salada continuaba gorgoteando. No se oía nada más, salvo el chillido de una lechuza en el bosque y el murmullo apagado de las olas en la playa. A la luz de la luna, vi sobre la mesita de noche la gorra de los Yankees de Annabeth. La miré un instante. Y entonces volvió a sonar: ¡Pom! ¡Pom!

Alguien (o algo) aporreaba la puerta.

Eché mano de Contracorriente y salté de la cama.

—¿Sí? —dije.

¡Pom! ¡Pom!

Me acerqué sigilosamente a la puerta, destapé el bolígrafo, abrí de golpe y… me encontré cara a cara con un pegaso negro.

«¡Cuidado, jefe!». Su voz resonó en mi mente mientras sus cascos retrocedían ante el brillo de mi espada. «¡No quiero convertirme en un pincho de carne!».

Extendió alarmado sus alas negras y la ráfaga de aire me echó hacia atrás.

¡Blackjack! —exclamé con alivio, aunque algo enfadado—. ¡Estamos en plena noche!

Blackjack —resopló.

«De eso nada, jefe. Son las cinco. ¿Para qué sigue durmiendo todavía?».

—¿Cuántas veces he de decírtelo? No me llames jefe.

«Como quiera, jefe. Usted manda. Usted es la autoridad suprema».

Me restregué los ojos y procuré que el pegaso no me leyera el pensamiento. Ese es el problema de ser hijo de Poseidón: como él creó a los caballos con la espuma del mar, yo entiendo a casi todas las criaturas ecuestres, pero ellas también me entienden a mí. Y a veces, como en el caso de Blackjack, tienen tendencia a adoptarme.

Blackjack había estado cautivo en el barco de Luke hasta el verano pasado, cuando organizamos un pequeño motín que le permitió escapar. Yo tuve poco que ver en el asunto, la verdad, pero él me atribuyó todo el mérito de su liberación.

Blackjack —dije—, se supone que has de permanecer en el establo.

«Ya, los establos. ¿Usted ha visto a Quirón en los establos?».

—Eh… pues no.

«Ahí tiene. Escuche, tenemos a otro amiguito del mar que necesita su ayuda».

—¿Otra vez?

«Sí. Les he dicho a los hipocampos que vendría a buscarlo».

Empecé a refunfuñar. Cada vez que me encontraba cerca de la playa, los hipocampos querían que los ayudara a resolver sus problemas. Y los tenían a montones. Una ballena varada, una marsopa atrapada en unas redes, una sirena con un padrastro en el dedo… Cualquier cosa. Y enseguida me llamaban para que bajara al fondo a echar una mano.

—Está bien —contesté—, ya voy.

«Es usted el mejor, jefe».

—¡Y no me llames jefe!

Blackjack soltó un suave relincho. Tal vez era una risa.

Eché un vistazo a mi cama, aún calentita. El escudo de bronce seguía colgado de la pared, abollado e inservible. Y en la mesilla reposaba la gorra de los Yankees de Annabeth. Obedeciendo a un impulso, me la metí en el bolsillo. Supongo que presentía que no iba a regresar en mucho tiempo.