CAPÍTULO 5

Hago una llamada submarina

Nunca había visto el Campamento Mestizo en invierno y la visión de la nieve me sorprendió.

El campamento dispone de un control climático de tipo mágico que es el último grito. Ninguna borrasca atraviesa sus límites a menos que el director en persona —el señor D— lo permita. Así pues, yo creía que haría sol y buena temperatura. Pero no: habían dejado que cayera una ligera nevada. La pista de carreras y los campos de fresas estaban llenos de hielo. Habían decorado las cabañas con lucecitas parpadeantes similares a las navideñas, salvo que parecían bolas de fuego de verdad. También brillaban luces en el bosque. Y lo más extraño de todo: se veía el resplandor de una hoguera en la ventana del desván de la Casa Grande, donde moraba el Oráculo apresado en un cuerpo momificado. Me pregunté si el espíritu de Delfos estaría asando malvaviscos o algo por el estilo.

—Uau —dijo Nico al bajarse del autobús—. ¿Eso es un muro de escalada?

—Así es —respondí.

—¿Cómo es que chorrea lava?

—Para ponerlo un poquito más difícil… Ven. Te voy a presentar a Quirón. Zoë, ¿tú conoces…?

—Conozco a Quirón —dijo, muy tiesa—. Dile que estaremos en la cabaña ocho. Cazadoras, seguidme.

—Os mostraré el camino —se ofreció Grover.

—Ya conocemos el camino.

—De verdad, no es ninguna molestia. Resulta bastante fácil perderse por aquí si no tienes…

Tropezó aparatosamente con una canoa, pero se levantó sin parar de hablar.

—… como mi viejo padre solía decir: ¡adelante!

Zoë puso los ojos en blanco, pero supongo que comprendió que no podría librarse de Grover. Las cazadoras cargaron con sus petates y arcos, y se encaminaron hacia las cabañas. Antes de seguirlas, Bianca se acercó a su hermano y le susurró algo al oído; lo miró esperando una respuesta, pero Nico frunció el entrecejo y se volvió.

—¡Cuidaos, guapas! —les gritó Apolo a las cazadoras. A mí me guiñó un ojo—. Tú, Percy, ándate con cuidado con esas profecías. Nos veremos pronto.

—¿Qué quieres decir?

En lugar de responder, se subió al autobús de un salto.

—¡Nos vemos, Thalia! —gritó—. ¡Y sé buena!

Le lanzó una sonrisa maliciosa, como si supiera algo que ella ignoraba. Luego cerró las puertas y arrancó. Tuve que protegerme con una mano mientras el carro del sol despegaba entre una oleada de calor. Cuando volví a mirar, el lago despedía una gran nube de vapor y un Maserati remontaba los bosques, cada vez más resplandeciente y más alto, hasta que se disolvió en un rayo de sol.

Nico seguía de mal humor. Me pregunté qué le habría dicho su hermana.

—¿Quién es Quirón? —me preguntó—. Esa figura no la tengo.

—Es nuestro director de actividades —le dije—. Es… bueno, ahora lo verás.

—Si no cae bien a esas cazadoras —refunfuñó él—, para mí ya tiene diez puntos. Vamos.

* * *

La segunda cosa que me sorprendió fue lo vacío que estaba el campamento. Yo sabía que la mayoría de los mestizos se entrenaban sólo en verano. Ahora únicamente quedaban los que pasaban allí todo el año: los que no tenían un hogar adónde ir o los que habrían sufrido demasiados ataques de los monstruos si hubieran abandonado el campamento. Pero incluso ese tipo de campistas parecían más bien escasos.

Charles Beckendorf, de la cabaña de Hefesto, avivaba la forja que había junto al arsenal. Los hermanos Stoll, Travis y Connor, de la cabaña de Hermes, estaban forzando la cerradura del almacén. Varios chicos de la cabaña de Ares se habían enzarzado con las ninfas del bosque en una batalla de bolas de nieve. Y nada más, prácticamente. Ni siquiera Clarisse, mi antigua rival de la cabaña de Ares, parecía andar por allí.

La Casa Grande estaba decorada con bolas de fuego rojas y amarillas que calentaban el porche sin incendiarlo. Dentro, las llamas crepitaban en la chimenea. El aire olía a chocolate caliente. El señor D, director del campamento, y Quirón se entretenían jugando una partida de cartas en el salón.

Quirón llevaba la barba más desgreñada en invierno y algo más largo su pelo ensortijado. Ahora no tenía que adoptar la pose de profesor y supongo que podía permitirse una apariencia más informal. Llevaba un suéter lanudo con un estampado de pezuñas y se había puesto una manta en el regazo que casi tapaba del todo su silla de ruedas.

Nada más vernos, sonrió.

—¡Percy! ¡Thalia! Y éste debe de ser…

—Nico di Angelo —dije—. Él y su hermana son mestizos.

Quirón suspiró aliviado.

—Lo habéis logrado, entonces.

—Bueno…

Su sonrisa se congeló.

—¿Qué ocurre? ¿Y dónde está Annabeth?

—¡Por favor! —dijo el señor D con fastidio—. No me digáis que se ha perdido también.

Yo había intentado hacer caso omiso del señor D, pero era difícil ignorarlo con aquel chándal atigrado de color naranja y las zapatillas de deporte moradas (¡como si él hubiese corrido alguna vez en toda su vida inmortal!). Llevaba una corona de laurel ladeada sobre su oscuro pelo rizado. No creo que significara que había ganado la última mano a las cartas.

—¿A qué se refiere? —preguntó Thalia—. ¿Quién más se ha perdido?

En ese momento entró Grover, trotando y sonriendo con aire alelado. Tenía un ojo a la funerala y unas marcas rojas en la cara que parecían de una bofetada.

—¡Las cazadoras ya están instaladas! —anunció.

Quirón arrugó la frente.

—Las cazadoras, ¿eh? Tenemos mucho de que hablar, por lo que veo. —Le echó una mirada a Nico—. Grover, deberías llevar a nuestro joven amigo al estudio y ponerle nuestro documental de orientación.

—Pero… Ah, claro. Sí, señor.

—¿Un documental de orientación? —preguntó Nico—. ¿Será apto para menores? Porque Bianca es bastante estricta…

—Es para todos los públicos —aclaró Grover.

—¡Genial! —exclamó el chico mientras salían del salón.

—Y ahora —añadió Quirón dirigiéndose a nosotros—, tal vez deberíais tomar asiento y explicarnos la historia completa.

* * *

Cuando Thalia y yo concluimos nuestro relato, Quirón se volvió hacia el señor D.

—Tenemos que organizar un grupo para encontrar a Annabeth.

Thalia y yo levantamos enérgicamente la mano.

—¡Ni hablar! —soltó el señor D.

Empezamos a protestar, pero él alzó la mano. Tenía en su mirada ese fuego iracundo que indicaba que algo espantoso podía suceder si no cerrábamos el pico.

—Por lo que me habéis contado —dijo—, no hemos salido tan mal parados, después de todo. Hemos sufrido, sí, la pérdida lamentable de Annie Bell…

—Annabeth —dije con rabia. Había vivido en el campamento desde los siete años y, sin embargo, el señor D todavía pretendía aparentar que no conocía su nombre.

—Sí, está bien —dijo—. Pero habéis traído para reemplazarla a este crío latoso. Así pues, no creo que tenga sentido poner en peligro a otros mestizos en una absurda operación de rescate. Hay grandes posibilidades de que esa Annie esté muerta.

Quise estrangularlo. Era una injusticia que Zeus lo hubiera nombrado director del campamento para que dejase el alcohol y se desintoxicara durante cien años. Se suponía que era en castigo por su mal comportamiento en el Olimpo, pero había acabado convirtiéndose en un castigo para nosotros.

—Annabeth podría estar viva —dijo Quirón, aunque me di cuenta de que le costaba bastante mostrarse optimista. Él había criado a Annabeth durante todos los años que pasó en el campamento, antes de que volviera a intentar vivir con su padre y su madrastra—. Es una chica muy inteligente. Si nuestros enemigos la tienen en su poder, tratará de ganar tiempo. Tal vez simule incluso que está dispuesta a colaborar.

—Es cierto —dijo Thalia—. Luke la querrá viva.

—En tal caso —dijo el señor D—, me temo que deberá arreglárselas con su inteligencia y escapar por sus propios medios.

Me levanté airado de la mesa.

—Percy… —susurró Quirón, advirtiéndome. Yo ya sabía que con el señor D no podías meterte ni en broma. Aunque fueses un chico impulsivo aquejado de Trastorno Hiperactivo por Déficit de Atención (THDA) como yo, no te dejaba pasar ni una. Pero estaba tan furioso que me daba igual.

—Parece muy contento de haber perdido a otro campista —le dije—. ¡A usted le encantaría que desapareciéramos todos!

El señor D ahogó un bostezo.

—¿Tienes algún motivo para decir eso?

—Desde luego que sí —repliqué—. ¡Que lo enviasen aquí como castigo no significa que tenga que comportarse como un estúpido perezoso! Esta civilización también es la suya. Podría hacer un esfuerzo y ayudar un poco…

Durante un segundo se hizo el silencio absoluto, a excepción del crepitar del fuego. La luz se reflejaba en los ojos del señor D y le daba un aire siniestro. Abría la boca para decir algo (seguramente para soltar una maldición que me haría saltar en pedazos) cuando Nico irrumpió en el salón seguido de Grover.

—¡Qué pasada! —gritó señalando a Quirón—. ¡O sea, que eres un centauro!

Quirón logró esbozar una sonrisa nerviosa.

—Sí, señor Di Angelo, en efecto. Pero prefiero permanecer con mi forma humana, en esta silla de ruedas, al menos durante los primeros encuentros.

—¡Uau! —Nico miró al señor D—. ¿Y tú eres el tipo ese del vino? ¡Qué fuerte!

El señor D apartó los ojos de mí y le dirigió a Nico una mirada de odio.

—¿El tipo del vino?

—¿Dioniso, no? ¡Uau! Tengo tu figura.

—¿Mi figura?

—En mi juego Mitomagia. ¡También tengo tu cromo holográfico! ¡Y aunque sólo posees unos quinientos puntos de ataque y todo el mundo dice que tu cromo es el más flojo, a mí me parece que tus poderes molan un montón!

—Ah. —El señor D se había quedado estupefacto, perplejo de verdad, cosa que probablemente me salvó la vida—. Bueno… es gratificante saberlo.

—Percy —dijo Quirón rápidamente—, tú y Thalia ya podéis iros a las cabañas. Anunciad a todos los campistas que mañana por la noche jugaremos un partido de capturar-la-bandera.

—¿En serio? —pregunté—. Pero si no hay suficientes…

—Es una vieja tradición —repuso Quirón—. Un partido amistoso que se celebra siempre que nos visitan las cazadoras.

—Sí —musitó Thalia—. Muy amistoso, seguro.

Quirón señaló con la cabeza al señor D, que seguía escuchando con ceño las explicaciones de Nico sobre los puntos de defensa que los dioses tenían en su juego.

—Largaos ya —ordenó Quirón.

—Entendido. Venga, Percy —dijo Thalia, y me sacó de la Casa Grande antes de que Dioniso se acordase de que quería matarme.

* * *

—Ya tienes a Ares en tu contra —me recordó mientras caminábamos por la nieve hacia las cabañas—. ¿Es que quieres otro enemigo inmortal?

Thalia tenía razón. Durante mi primer verano en el campamento me había enredado en una trifulca con Ares, y desde entonces el dios de la guerra y todos sus hijos querían acabar conmigo. Así que no me hacía falta sacar de quicio también a Dioniso.

—Lo siento —dije—. No he podido evitarlo. Es demasiado injusto.

Se detuvo junto al arsenal y contempló la cima de la Colina Mestiza, al otro lado del valle. Su pino seguía allí, con el Vellocino de Oro reluciendo en la rama más baja. La magia del árbol continuaba protegiendo los límites del campamento, pero ya no extraía su poder del espíritu de Thalia.

—Percy, todo es injusto —murmuró—. A veces me gustaría…

No terminó la frase; su tono era tan triste que la compadecí. Con su pelo negro desgreñado y su ropa punk, además del viejo abrigo de algodón que se había echado sobre los hombros, parecía un cuervo enorme, completamente fuera de lugar en aquel paisaje tan blanco.

—Rescataremos a Annabeth —prometí—. Aunque todavía no sepa cómo.

—Primero supe que habíamos perdido a Luke —dijo ella con la mirada extraviada—. Y ahora también a Annabeth…

—No pienses así.

—Tienes razón —dijo, irguiéndose—. Encontraremos la manera.

En la pista de baloncesto, varias cazadoras tiraban unas canastas. Una de ellas discutía con un chico de la cabaña de Ares. El chico ya tenía la mano en el pomo de su espada y ella daba la impresión de estar a punto de dejar la pelota para agarrar su arco.

—Yo me encargo de separarlos —dijo Thalia—. Tú pásate por las cabañas y avisa a todos del partido de capturar-la-bandera.

—De acuerdo. Deberías ser tú la capitana.

—No, no. Tú llevas más tiempo en el campamento. Tienes que ser tú.

—Podríamos ser… cocapitanes o algo así.

La idea pareció gustarle tan poco como a mí, pero asintió.

Cuando ya se iba hacia la pista de baloncesto, le dije:

—Oye, Thalia.

—¿Qué?

—Siento lo ocurrido en Westover. Debí haberos esperado.

—No importa, Percy. Yo habría hecho lo mismo seguramente. —Desplazó su peso de un pie a otro, como dudando—. ¿Sabes?, el otro día me preguntaste por mi madre y te mandé a freír espárragos. Es que… la estuve buscando después de estos siete años y me enteré de que había muerto en Los Angeles. Bebía mucho y hace dos años, al parecer, mientras conducía de noche… —Parpadeó y tragó saliva.

—Lo siento.

—Sí, bueno. No… no es que estuviésemos muy unidas. Yo me largué a los diez años de casa. Y los dos mejores años de mi vida fueron los que pasé con Luke y Annabeth yendo de un sitio para otro. Pero aun así…

—Por eso tenías problemas con el autobús solar.

Me miró, recelosa.

—¿Qué quieres decir?

—Que estabas toda rígida. Seguramente tenías presente a tu madre y no te apetecía ponerte al volante.

Enseguida me arrepentí de haberlo dicho. Su expresión se parecía peligrosamente a la que tenía Zeus la única vez que lo había visto enfurecerse. Como si en cualquier momento sus ojos fuesen a disparar un millón de voltios.

—Sí —murmuró—. Debe de haber sido eso.

Y se alejó lentamente hacia la pista, donde el chico de Ares y la cazadora estaban a punto de matarse con una espada y una pelota de baloncesto.

* * *

Las cabañas formaban la colección de edificios más estrafalaria que hayas visto en tu vida. La de Zeus y la de Hera, que eran las cabañas uno y dos, ambas con columnas blancas, se levantaban en el centro, flanqueadas por cinco cabañas de dioses a la izquierda y otras cinco de diosas a la derecha, de manera que entre todas dibujaban una U en torno a un prado verde con una barbacoa.

Las recorrí una a una, avisando a todo el mundo del partido del día siguiente. Encontré a un chico de Ares durmiendo la siesta y me dijo a gritos que me largara. Cuando le pregunté dónde andaba Clarisse, me respondió:

—Una operación de búsqueda de Quirón. ¡Alto secreto!

—Pero ¿está bien?

—No he tenido noticias desde hace un mes. Desaparecida en combate. Como te va a pasar a ti si no sales zumbando.

Decidí dejar que siguiera durmiendo.

Finalmente llegué a la cabaña tres, la de Poseidón: un edificio bajo y gris construido con rocas de mar llenas de caparazones y corales incrustados. Como siempre, en su interior no había nada, salvo mi camastro. Bueno, también había un cuerno de minotauro colgado en la pared junto a la almohada.

Saqué de mi mochila la gorra de béisbol de Annabeth y la dejé en la mesilla. Se la devolvería cuando la encontrase. Y la encontraría.

Me quité el reloj de pulsera y activé el escudo. Chirriando ruidosamente, se desplegó en espiral. Las espinas del doctor Espino habían abollado la superficie de bronce en una docena de puntos. Una de las hendiduras impedía que el escudo se abriera del todo, de manera que parecía una pizza sin un par de porciones. Las bellas imágenes que mi hermano había grabado estaban deformadas. Sobre el dibujo en que aparecíamos Annabeth y yo luchando con la Hidra, daba la impresión de que un meteorito hubiese abierto un cráter en mi cabeza. Colgué el escudo de su gancho, junto al cuerno de minotauro, pero ahora me resultaba doloroso mirarlo. Quizá Beckendorf, de la cabaña de Hefesto, fuese capaz de arreglármelo. Era el mejor herrero del campamento. Se lo pediría durante la cena.

Estaba contemplando aún el escudo cuando oí un ruido extraño, una especie de gorgoteo, y me di cuenta entonces de que había algo nuevo al fondo de la cabaña: una alberca de roca de mar con un surtidor esculpido en el centro que parecía una cabeza de pez. De su boca salía un chorro de agua salada, y debía de estar caliente porque, en aquel frío aire invernal, despedía vapor como una sauna. Servía para caldear toda la cabaña y la inundaba de aroma a mar.

Me acerqué. No había ninguna nota, claro, pero sabía que sólo podía ser un regalo de Poseidón.

Contemplé el agua y dije:

—Gracias, padre.

La superficie se rizó de ondas. Al fondo de la alberca distinguí el brillo de una docena de dracmas de oro. Entonces comprendí el sentido de aquella fuente. Era un recordatorio para que siguiese en contacto con mi familia.

Abrí la ventana más cercana y el sol invernal formó un arco iris con el vapor. Saqué una moneda del agua caliente.

—Iris, diosa del arco multicolor —dije—, acepta mi ofrenda.

Lancé la moneda a través del vapor y desapareció. Entonces advertí que no había decidido con quién hablar primero.

¿Con mi madre? Eso sería propio de un «buen hijo». Pero ella no estaría preocupada por mí. Ya se había acostumbrado a que desapareciera durante días e incluso durante semanas.

¿Con mi padre? Había pasado mucho, casi dos años, desde la última vez que hablé con él. Pero ¿era posible enviarle un mensaje Iris a un dios? Nunca lo había probado. ¿Les irritaría, les sacaría de quicio como una llamada de venta telefónica?

Titubeé y me decidí por fin.

—Muéstrame a Tyson —dije—. En las fraguas de los cíclopes.

La niebla tembló un instante y enseguida apareció la imagen de mi hermanastro. Estaba rodeado de fuego por todas partes, lo cual habría resultado alarmante si no hubiese sido un cíclope. Inclinado sobre el yunque, golpeaba con un martillo la hoja incandescente de una espada. Las chispas y las llamas se arremolinaban a su alrededor. Detrás de él, había una ventana con marco de mármol por la que solamente se veía agua azul oscuro: el fondo del océano.

—¡Tyson! —grité.

Al principio no me oyó a causa del estrépito del martillo y el fragor de las llamas.

—¡¡¡Tyson!!!

Se dio media vuelta y su único ojo se abrió de par en par mientras contraía el rostro en una sonrisa torcida.

—¡Percy!

Dejó caer la hoja de la espada y corrió hacia mí, tratando de abrazarme. La visión se emborronó y me eché hacia atrás instintivamente.

—Tyson, es un mensaje Iris. No estoy ahí de verdad.

—Ah. —Se situó otra vez en mi campo visual, un poco avergonzado—. Sí, ya lo sabía.

—¿Cómo estás? ¿Qué tal va el trabajo?

Su ojo se iluminó.

—¡Me encanta el trabajo! ¡Mira! —Recogió la hoja al rojo vivo con las manos desnudas—. ¡La he hecho yo!

—Es una pasada.

—He puesto mi nombre. Aquí.

—Impresionante. Escucha, ¿hablas mucho con papá?

Su sonrisa se desvaneció.

—No mucho. Está muy ocupado. Le preocupa la guerra.

—¿Qué quieres decir?

Tyson suspiró y sacó la hoja de la espada por la ventana, provocando una nube de burbujas. Cuando la metió dentro otra vez, el metal ya se había enfriado.

—Algunos antiguos espíritus del mar están dando problemas. Egeón. Océano. Esos tipos.

Sabía de qué hablaba, más o menos. Se refería a los inmortales que regían los mares en la época de los titanes, antes de que los olímpicos se impusieran. El hecho de que ahora reaparecieran, precisamente cuando Cronos, el señor de los titanes, y sus aliados iban recobrando fuerzas, era muy mala señal.

—¿Puedo hacer alguna cosa? —le pregunté.

Tyson meneó la cabeza tristemente.

—Estamos armando a las sirenas. Necesitan mil espadas más para mañana. —Miró la hoja que tenía en las manos y volvió a suspirar—. Los antiguos espíritus protegen al barco malo.

—¿El Princesa Andrómeda? —dije—. ¿El barco de Luke?

—Sí. Ellos lo vuelven más difícil de localizar. Lo protegen de las tormentas de papá. De no ser por ellos, ya lo habría aplastado.

—Eso estaría bien.

Tyson pareció animarse, como si se le hubiera ocurrido otra cosa.

—¿Y Annabeth? —preguntó—. ¿Está ahí?

—Bueno… —Sentí que el alma se me caía a los pies. Tyson creía que Annabeth era la cosa más guay de este mundo desde la invención de la mantequilla de cacahuete (que lo volvía loco), y a mí me faltaba valor para decirle que había desaparecido. Se pondría a llorar de tal modo que acabaría apagando la fragua—. No está aquí ahora mismo.

—¡Dile hola de mi parte! —Sonrió de oreja a oreja—. ¡Hola, Annabeth!

—Está bien —dije, tragándome el nudo que se me había hecho en la garganta—. Así lo haré.

—Y no te preocupes por el barco malo. Se está alejando.

—¿Qué quieres decir?

—¡El canal de Panamá! Eso está muy lejos.

Arrugué el entrecejo. ¿Por qué habría llevado Luke su crucero infestado de demonios hasta allá abajo? La última vez que lo vimos iba bordeando la costa Este mientras reclutaba mestizos y entrenaba a su monstruoso ejército.

—Bien —respondí, aunque no me había tranquilizado—. Es una buena noticia, imagino.

En el interior de la fragua resonó el bramido de una voz ronca que no logré identificar. Tyson dio un paso atrás.

—He de volver al trabajo. Si no, el jefe se pondrá furioso. ¡Buena suerte, hermano!

—Bueno. Dile a papá…

Antes de que pudiera terminar, la visión tembló y empezó a desvanecerse. Me encontré otra vez en mi cabaña, ahora más solo que nunca.

* * *

Durante la cena me sentí abatido. Es decir, la comida era excelente, como siempre. Un menú a base de barbacoa, pizza y soda a discreción nunca falla. Las antorchas y los braseros mantenían caldeado el pabellón, situado a la intemperie. Pero teníamos que sentarnos con nuestros compañeros de cabaña, lo cual significaba que yo estaba solo en la mesa de Poseidón y Thalia estaba sola en la de Zeus, pero no podíamos sentarnos juntos. Normas del campamento. Al menos, las cabañas de Hefesto, Ares y Hermes contaban con unos cuantos campistas. Nico se había sentado con los hermanos Stoll, porque los nuevos tenían que quedarse en la cabaña de Hermes mientras no se supiera quiénes eran sus progenitores olímpicos. Los Stoll intentaban convencer a Nico de que el póquer era más divertido que la Mitomagia, y recé por que no tuviese ningún dinero que perder.

La única mesa donde parecían pasárselo bien era la de Artemisa. Las cazadoras bebían y comían y no paraban de reírse como una familia feliz. Zoë ocupaba la cabecera, con aires de mamá clueca. Ella no se reía tanto como las demás, pero sonreía de vez en cuando. Su diadema plateada de lugarteniente relucía entre sus trenzas oscuras.

Me parecía mucho más guapa cuando sonreía. Bianca daba la impresión de divertirse muchísimo. Se había empeñado en aprender a echar un pulso con una de las cazadoras, la que se había peleado en la pista de baloncesto con un chico de Ares. La otra la derrotaba una y otra vez, pero a ella no parecía importarle.

Cuando terminamos de comer, Quirón hizo el brindis habitual dedicado a los dioses y dio la bienvenida formal a las cazadoras de Artemisa. Los aplausos que sonaron no parecían muy entusiastas. Luego anunció el partido de capturar-la-bandera que se celebraría en su honor al día siguiente por la noche, lo cual tuvo una acogida mucho más calurosa.

Después desfilamos hacia las cabañas. En invierno se apagaban las luces muy temprano. Yo estaba exhausto y me quedé dormido enseguida. Ésa fue la parte buena. La mala fue que tuve una pesadilla. E incluso para lo que yo estaba acostumbrado, era una pesadilla de campeonato.

* * *

Annabeth estaba en una oscura ladera cubierta de niebla. Parecía casi el inframundo, porque yo sentía claustrofobia en el acto. No veía el cielo sobre mi cabeza: sólo una pesada oscuridad, como si estuviese en el interior de una cueva.

Annabeth subía trabajosamente la colina. Había antiguas columnas griegas de mármol esparcidas aquí y allá, como si un enorme edificio hubiese saltado por los aires.

—Espino —gritaba Annabeth—. ¿Dónde estás? ¿Para qué me has traído aquí?

Cruzaba un muro en ruinas y llegaba a la cima.

Jadeaba.

Y allí estaba Luke. Sufriendo tremendos dolores.

Se había desplomado en el suelo de roca y trataba de incorporarse. La negrura a su alrededor parecía más espesa, como un remolino de niebla girando ávidamente. Tenía la ropa hecha jirones y la cara llena de rasguños y empapada de sudor.

—¡Annabeth! —gritaba—. ¡Ayúdame! ¡Por favor!

Ella corría a socorrerlo.

Yo quería gritar: «¡Es un traidor! ¡No te fíes de él!». Pero mi voz no sonaba en el sueño.

Annabeth tenía lágrimas en los ojos. Extendía la mano, como si quisiera acariciarle la cara, pero en el último segundo vacilaba.

—¿Qué ha pasado? —le preguntaba a Luke.

—Me han dejado aquí —gemía él—. Por favor. Me está matando.

Yo no acababa de ver qué le ocurría. Parecía forcejear con una maldición invisible, como si la niebla estuviera estrangulándolo.

—¿Por qué habría de confiar en ti? —le preguntaba Annabeth con voz dolida.

—No tienes motivos para hacerlo —respondía Luke—. Me he portado horriblemente contigo. Pero si no me ayudas, moriré.

«Déjalo morir», quería chillar yo. Luke había tratado de matarnos a sangre fría demasiadas veces. No se merecía nada, ni la menor ayuda de Annabeth.

Entonces la oscuridad que se cernía sobre él empezaba a desmoronarse, como el techo de una cueva durante un terremoto. Caían trozos enormes de roca. Annabeth se adelantaba justo cuando se abría una grieta y se venía abajo el techo entero. Y lograba sostenerlo, no sé cómo. Impedía con sus propias fuerzas que todas aquellas toneladas de roca se derrumbaran sobre ambos. Era increíble. Ella no habría sido capaz de hacer algo así.

Luke rodaba, libre de todo aquel peso.

—Gracias —lograba decir, jadeando.

—Ayúdame a sostenerlo —gemía Annabeth.

Él recobraba el aliento. Tenía la cara cubierta de mugre y sudor. Se levantaba, tambaleante.

—Sabía que podía contar contigo —decía, y echaba a caminar mientras la bóveda temblorosa amenazaba con aplastar a Annabeth.

—¡¡¡Ayúdame!!!

—No te preocupes —decía Luke—. Tu ayuda está en camino. Todo entra dentro del plan. Entretanto, procura no morirte.

El techo de oscuridad empezaba a desmoronarse otra vez, oprimiéndola contra el suelo.

* * *

Me erguí de golpe en la cama, con las uñas clavadas en las sábanas. No se oía nada, salvo el gorgoteo de la fuente de agua salada. Era un poco más tarde de medianoche, según el reloj de mi mesilla.

Sólo había sido un sueño, sí, pero yo tenía dos cosas muy claras: que Annabeth corría un espantoso peligro y que Luke era el culpable.