En medio de la oscuridad Sean caminaba con Dirk hacia los establos. Las nubes bajas que se extendían sobre el acantilado estaban encendidas de rojo por el sol, pero no se veía, y el viento pasaba entre las plantaciones haciendo gemir y agitar a los árboles.

—Viento del norte —gruñó Sean—. Lloverá antes de que anochezca.

—A Sun Dancer le encanta la lluvia —le contestó Dirk nervioso, y Sean lo miró.

—Dirk, si pierdes hoy… —comenzó a decir, pero Dirk lo interrumpió.

—No voy a perder. —Y otra vez como si fuera un voto—: No perderé.

—Si mostraras la misma determinación para otras cosas, las más importantes…

—¡Importantes! Papá, esto es importante. Es lo más importante que he hecho nunca. —Dirk se detuvo y miró a su padre. Lo agarró por la manga, colgándose de él—. Papá, estoy haciendo esto por ti, por ti, papá.

Sean miró a su hijo, y lo que vio en su cara, en esa hermosa cara, silenció la respuesta que iba a darle. «¿Dónde me equivoqué contigo? —se preguntó con el amor manchado de odio—. ¿Dónde has sacado esa sangre? ¿Por qué eres así? le preguntaban su orgullo y su desdén.

—Gracias —dijo secamente, liberó el brazo y caminó hacia los establos.

Absorto en su preocupación por Dirk, Sean había entrado al patio del establo antes de ver a Mbejane.

—Nkosi, te veo. —Mbejane se levantó solemnemente del taburete hecho a mano sobre el que estaba sentado.

—Yo también te veo. —Sean gritó de placer y luego se controló. Una demostración de emoción delante de personas inferiores turbaría a Mbejane—. ¿Estás bien? —le preguntó gravemente, y refrenó sus deseos de tocarle la hinchada dignidad del estómago, recordando que la abundante grasa y carne de Mbejane habían sido cuidadosamente cultivadas como señal de su prosperidad.

—Estoy bien —le aseguró Mbejane.

—Me da mucho placer que hayas venido.

—Nkosi, en un día de importancia está bien que estemos juntos como antes. —Y Mbejane se permitió sonreír por primera vez, una sonrisa que en segundos se convirtió en una mueca traviesa que Sean le devolvió. Tendría que haberse imaginado que Mbejane nunca se perdería ni una pelea, ni una cacería ni una carrera.

Mbejane se volvió hacia Dirk.

—Honrarnos hoy —le ordenó como si hablara con uno de sus hijos—. Tu padre y yo miraremos. —Colocó una inmensa mano negra sobre el hombro de Dirk como si lo bendijera y luego se volvió e hizo algunos gestos a los caballerizos con el espantamoscas.

—Traigan el caballo.

Dos de los muchachos la sacaron; los cascos resonaron sobre el pavimento del patio cuando caracoleó un poquito. Con la cabeza en alto moviendo hacia adelante y atrás las orejas, vio a Dirk y arrugó el terciopelo de sus ollares al relinchar.

—Hola, nena. —Dirk se le acercó. Al verlo la yegua volvió los ojos hasta mostrarlos blancos, y sus pequeñas orejas se pegaron contra su cuello—. Déjate de eso. —Dirk la retó, y ella mostró los dientes amenazadora y se le acercó con el cuello arqueado. Dirk le alcanzó la mano y ella se la tomó suavemente con los terribles dientes y se la mordisqueó con ternura. Luego, terminada la comedia, resopló, levantó las orejas y le mordisqueó el cuello y el pecho—. ¿Dónde está su manta? ¿Ya ha comido? Pongan la montura y las riendas.

Dirk disparó una serie de preguntas y órdenes a los caballerizos mientras acariciaba la cara de Sun Dancer con las suaves manos de un amante.

Tantas contradicciones en una sola persona. Sean miró a su hijo tristemente, sintiéndose oprimido como el amanecer caluroso. «¿Dónde me equivoqué?

—Nkosi, yo iré caminando con el caballo. —Mbejane sintió su humor y trató de cambiarlo.

—Será mejor que un hombre de tu posición venga conmigo en el coche —objetó Sean, y experimentó un gran placer al ver la rápida mirada que echó Mbejane al gran Rolls lustroso estacionado en el extremo del patio. «Tiene los ojos de un monstruo», pensó Mbejane, y rápidamente apartó la vista.

—Yo iré con el caballo y cuidaré de que no le pase nada —anunció.

—Como quieras —accedió Sean. La pequeña procesión marchó hacia Ladyburg: los dos caballerizos llevando a Sun Dancer con su manta a cuadros roja, y Mbejane siguiéndolo tranquilamente acompañado de sus hijos pequeños, que llevaban el banco tallado y las lanzas.

Dos horas más tarde Sean entraba con el Rolls al campo que comenzaba detrás de los corrales, mirando hacia adelante y aferrando el volante con las dos manos tan fuerte que los nudillos resaltaban blancos. Sean no oyó los saludos, ni vio la multitud de gala, ni los adornos hasta que el Rolls se detuvo de golpe en el campo y sus manos aflojaron la presión. Luego suspiró suavemente y los rígidos músculos de su cara se suavizaron hasta formar una mueca de triunfo.

—Bueno, lo conseguiremos —dijo como si no estuviera totalmente seguro.

—Lo has hecho muy bien, querido —la voz de Ruth también estaba un poquito temblorosa, y sacó la mano que protegía a Tormenta.

—Deberías dejarme conducir a mí, papá. Dirk estaba tumbado sobre la montura en el asiento trasero. Sean se volvió furioso contra él, pero Dirk era demasiado rápido. Abrió la puerta y en seguida lo absorbió la multitud que se había reunido alrededor del Rolls antes de que Sean pudiera reunir las palabras. Sean lo persiguió con una mirada amenazadora.

—Hola, Sean, me alegro de verte. —Dennis Petersen había abierto la puerta de Sean y éste inmediatamente compuso sus facciones en una sonrisa.

—Hola, Dennis. Buena reunión.

—Todo el distrito —le aseguró Dennis cuando se estrecharon las manos y miraron satisfechos alrededor. Al menos había cincuenta carruajes desparramados al azar a lo largo de la cerca del corral. Una carreta abierta había sido arreglada como lugar de venta de refrescos con recipientes de plata con café y pilas de tortas. Cerca de los portones se estaba desarrollando una pelea de perros, y una bandada de chiquillos con ropas domingueras ya bastante deterioradas chillaba persiguiéndose por la multitud.

—¿Quién es el responsable de la decoración? —preguntó Sean, observando las banderas y ornamentos que flameaban desde los postes que marcaban la línea de llegada y desde la avenida demarcada por cuerdas que conducía a ella.

—La junta, lo votamos la semana pasada.

—Muy bonito. —Ahora Sean miraba hacia el potrero donde estaban los caballos. Una compacta barricada humana se agolpaba frente a la baranda, pero vio a Dirk pasar por encima y saltar al lado de Sun Dancer entre aplausos de los espectadores.

—Un hermoso muchacho. —Dennis también miraba a Dirk, pero en su voz había algo que añadía «pero me alegra que no sea hijo mío».

—Gracias. —El desafío de la voz de Sean fue captado por Dennis, quien rió irónicamente.

—Vale más que vayamos a donde están los otros jueces. Garrick espera. —Dennis hizo una señal con la cabeza hacia el carruaje más alejado y, si bien Sean había sido dolorosamente consciente de él, ahora lo miró por primera vez.

Michael estaba de pie observándolos junto con Pye, Erasmus y su padre. Alto y delgado, con las ajustadas botas de montar negras, y una camisa abierta de seda blanca acentuando el ancho de sus hombros, se encontraba apoyado contra la rueda. Ada y Anna se hallaban sentadas juntas en el asiento de atrás, y Sean sintió una punzada de rabia en el estómago al ver a Ada con ellos.

—Mamá —la saludó sin sonreír.

—Hola, Sean. —Y no pudo darse cuenta ni del tono de voz ni de su expresión. Era pena, ¿o quizá un involuntario rechazo? Durante un largo minuto los dos sostuvieron la mirada hasta que finalmente Sean tuvo que bajarla porque ahora, en lugar de rabioso, se sentía culpable. Pero no comprendía la causa de esa culpa, era solamente la triste acusación de los ojos de Ada la que se lo había producido.

—Anna. —Su saludo fue recibido con un movimiento de cabeza.

—Garry. —Sean trató de sonreír. Hizo un movimiento como para levantar la mano derecha, pero al hacerlo se dio cuenta de que le sería rechazada, porque la misma acusación que había leído en los ojos de Ada la encontraba ahora en los de Garry. Se volvió aliviado hacia Michael.

—Hola, Mike. ¿Sabes que hoy vas a morder el polvo?

—Voy a hacerte comer esas palabras sin sal. —Y los dos rieron a la vez, con tal obvia alegría de estar juntos que Anna se movió incómoda en el asiento y preguntó vivamente:

—¿No podemos terminar con esto, Ronny?

—Sí —accedió Ronny Pye—. Bueno, ¿dónde está Dirk? Tratemos de encontrarlo.

Dejaron a las mujeres juntas y se abrieron paso por entre la multitud hacia el corral donde se encontraba Dirk riendo con dos chicas que Sean reconoció como las hijas de uno de los capataces de la fábrica. Las dos miraban a Dirk y demostraban una adoración tan desvergonzada que Sean sintió una punzada de orgullo indulgente. Indiferente, Dirk se despidió de las muchachas y se acercó a reunirse con ellos.

—Todo listo, papá.

—Ya veo —gruñó Sean, y esperó que Dirk saludara a los hombres que lo acompañaban, pero Dirk no les prestó atención y solamente le dijo a Ronny Pye.

—Veamos.

—Bueno. Una carrera entre el caballo de Garry Courtney, Grey Weather y la yegua de Sean Courtney, Sun Dancer. Una carrera por el honor, sin que los dueños apuesten suma alguna. ¿Comprendido?

—Sí —dijo Sean.

Garry abrió la boca y luego la cerró firmemente y asintió. Transpiraba un poco. Desdobló el pañuelo y se secó la frente.

—La distancia aproximada es de ocho kilómetros alrededor de cuatro puntos. Los puntos son: primero, los postes que han sido levantados en este campo; segundo, el poste demarcatorio del límite nordeste de la granja Theunis Kraal. —Ronny señaló hacia la cumbre del acantilado que se encontraba encima de ellos, la ladera dorada por el sol y manchada de arbustos verde oscuro—. Tercero, el tanque número tres de la granja Mahobo Kloof, que pueden ver desde aquí por detrás de esos árboles. —El brazo de Ronny describió un largo arco por encima del acantilado y se detuvo apuntando a las cimas de un grupo de árboles del caucho—. ¿Los dos lo conocen?

—Sí —dijo Dirk, y Michael asintió.

—El punto cuarto y último es el mismo que el primero, aquí. —Señaló los dos postes en los que flameaban alegres banderas—. Se han colocado ayudantes en el límite de Theunis Kraal y en el tanque, asegúrense de pasar por el lado más alejado de ellos. Los jueces somos el señor Petersen, el señor Erasmus y yo. Toda disputa referente a la interpretación de las reglas será decidida por nosotros… —continuó Ronny, y Sean sintió que la agitación crecía desde su estómago y ya le estaba cosquilleando los brazos. Ahora se estaba apoderando de todos, incluso la voz de Ronny tenía un dejo de agitación. Aunque Sean no comprendía que la ansiedad zorruna de su cara venía de su seguridad de ser el único que ganaría con la carrera. Pero Garry lo comprendía, y sus ojos observaban hipnotizados los labios de Ronny.

—Entonces ya está —terminó Ronny, y les dijo a los jinetes—: Monten y traigan los caballos a la salida.

Los jueces se fueron y quedaron los cuatro Courtney.

—Sean… —Garry fue el primero en hablar, sus ojos estaban agobiados—. Creo que deberías saber… —pero no terminó.

—¿Qué? —preguntó bruscamente Sean, y el tono de su voz hizo enderezar a Garry. Los ojos cambiaron de forma y demostraron algo que Sean nunca hubiera pensado ver, orgullo.

—No importa. —Garry se alejó hacia su caballo, y había cierta elasticidad en su paso y determinación en sus espaldas.

—Buena suerte, Mike. —Sean le dio un golpe en el brazo.

—Igualmente. —Michael iba a seguir a Garrick, luego se detuvo y volvió hacia donde estaba Sean—: Diga lo que diga cualquiera, Sean, yo sé que tú no lo has planeado —y se alejó.

«¿Qué demonios ha querido decir con eso», se preguntó Sean, pero Dirk interrumpió sus pensamientos.

—¿Por qué tenías que hacer eso, papá? —exigió.

—¿Qué? —Sean lo miró sin comprender.

—Desearle suerte. ¿Por qué desearle suerte? Yo soy el que monta para ti, no él. Yo soy tu hijo y no él.

Los dos jinetes se acercaron juntos a la salida, y la multitud zumbante de agitación fue con ellos.

Sean caminaba al lado de Sun Dancer; Dirk iba inclinado atentamente para escuchar lo que le decía.

—Ve tranquilo hasta el pantano, no la aprietes porque necesitará toda la fuerza para el barro. Michael ganará allí, ese caballo es fuerte de piernas, pero pesado. Síguelo y deja que él abra el camino. Cuando salgas del pantano podrás alcanzarlo y pasarlo en la loma, allí sí debes apretar. Debes llegar primero a la cima y seguir así hasta el tanque.

—Está bien, papá.

—Ahora bien, cuando comiences el descenso, quédate lejos de la plantación Van Essen, sobre tierra dura, para cortar el borde del pantano. Presiento que Mike bajará directamente y pasará por el medio, pero tú debes tomar la ruta más larga y utilizar la velocidad de Sun Dancer para ganarle a la fuerza de Grey Weather.

Habían llegado a la salida y la multitud se dispersó y extendió a lo largo de las cuerdas. Un túnel de gente enfrentaba a los dos jinetes, luego comenzaba el pantano con sus pastos engañosos que escondían el barro aglutinante. Más allá la gran llaga del acantilado. Una carrera larga. Una carrera dura.

—¿Están listos los dos? —preguntó Ronny Pye desde el costado—. Sean, por favor, deja libre el campo.

Sean puso la mano sobre la rodilla de Dirk.

—Vamos a ver lo que puedes hacer, hijo. —Y pasó por debajo de las cuerdas.

Sun Dancer saltaba nerviosa, apoyándose en las patas traseras y arrojando atrás la cabeza de modo que su crin relampagueaba como oro rojizo en el sol. Sudaba y se veían grandes manchones en los flancos. Michael hacía andar en círculos a Grey Weather, manteniéndolo en suave movimiento, inclinándose sobre él, dándole palmadas en el cuello y hablándole; el caballo doblaba las orejas orientándolas hacia atrás para escuchar.

—Todo el mundo en silencio, por favor. —Dennis usaba un megáfono y el zumbido de las voces descendió hasta un expectante murmullo—. Ahora ya están bajo las órdenes del juez de salida —les gritó a los jinetes—. Sepárense y caminen juntos.

Se alejaron de los postes y se acercaron juntos. Dirk tocó con la espuela a Sun Dancer y ésta saltó hacia atrás pegándole en la pierna a Michael.

—Mantén tu maldito animal bajo control —le gritó a Michael—. No me aprietes.

—¿Estás nervioso, Dirkie? —Michael obedientemente arreó su caballo.

«Maldito, te demostraré quién está nervioso. Sun Dancer cabeceó en protesta al tirar Dirk del freno.

—Giren, háganlos girar. —La voz de Dennis sonaba distorsionada por el megáfono.

Giraron en fila y comenzaron a acercarse. A veinte metros de la partida; dos caballos con el sol brillando sobre sus lustrosas pieles. Oro pálido y rojo oscuro. La multitud suspiró suavemente como el viento sobre la hierba.

A diez metros Sun Dancer tiraba hacia delante, alargando el paso, un poco malhumorada.

—Mantengan la línea. Manténganse juntos —les advirtió Dennis, y Dirk le dio un brusco tirón a la yegua. Las aletas de la nariz estaban blancas de tensión.

Michael se colocó a su lado, manteniendo las manos bajas. El gran caballo rojo levantaba las patas con el exagerado movimiento de un animal coartado.

Apresurándose juntos en los últimos cinco metros, con los jinetes agachados en las monturas, llegaron a la línea de salida.

—Ya —aulló Dennis, y «ya” corearon cien voces. Todavía en fila, sin separarse, cambiaron el paso por un medio galope ondulante y fácil. Tanto Dirk como Michael se levantaron un poco de sus estribos para evitar que se echaran a correr desenfrenados. A ochocientos metros estaba el pantano y detrás de él ocho kilómetros de montaña y suelo rocoso y duro, con espinos y zanjas. Siguieron a medio galope entre las hileras de gente que los azuzaba, y salieron del túnel hacia campo abierto.

La multitud se dispersó y se situó en diversos puntos estratégicos. Sean corrió con ellos, descolgando los prismáticos, riendo de excitación en medio de la confusión general de risas y gritos.

Ruth lo esperaba en el Rolls y la levantó por la cintura para subirla al capó.

—Sean, vas a rayar la pintura —protestó, y rió sujetándose el sombrero mientras hacía equilibrios sobre el redondo capó.

—Al demonio la pintura —rió Sean al trepar a su lado, y Ruth se aferró a él para no caer—. Allí están.

A lo lejos, cruzando el campo, los dos caballos corrían hacia el pantano verde brillante. Sean levantó y enfocó los prismáticos, y repentinamente los tuvo tan cerca que creyó oír los cascos. Grey Weather iba delante, forzando la marcha con sus enormes paletas sobresaliendo en cada paso, y Sun Dancer le seguía con el cuello arqueado por la presión del freno. Encima de ella Dirk estaba derecho, con los codos apretados a sus costados para dominarla.

—El pequeño salvaje está haciendo caso de mi consejo —gruñó Sean—. Yo ya esperaba verlo usar el látigo.

A través de la distancia que los separaba, Sean sintió como algo tangible el deseo de ganar de Dirk, lo advirtió en la forma de mantener los hombros, en las líneas rígidas de los brazos. Pero lo que no vio fueron las ásperas líneas de odio de la cara de Dirk al mirar la espalda de Michael.

El sonido de los cascos cambió de tono, ya no sonaba sobre tierra dura sino que se ahogaba al llegar al pantano. Ahora caían terrones de tierra húmeda de los cascos de Grey Weather y un trozo le pegó a Dirk en el pecho y estalló desparramando tierra sobre la blanca seda de su camisa. El paso de Sun Dancer se alteró al llegar a la tierra blanda.

—Tranquila, nena. Eh, tranquila —le susurró Dirk, y la contuvo con las rodillas para darle confianza. El pasto le rozaba los estribos, y delante Grey Weather salpicaba barro en la primera ciénaga, se zambulló en ella y salió al pantano. Los altos papiros lo envolvieron.

—El viejo tenía razón. —Dirk sonrió por primera vez. Michael abría el camino entre los juncos, aplastándolos para Dirk que lo seguía con la mitad de esfuerzo. Dos veces Grey Weather se hundió hasta el vientre en ciénagas de limo negro, retrocediendo y luchando para liberarse, y Dirk las sorteó.

Los dos caballos estaban brillantes de barro y sus jinetes empapados hasta la cintura y salpicados más arriba. El pantano hedía como una osamenta de animal, y el gas eructaba sordamente al pasar. Nubes de insectos los rodearon, un pájaro sakubula voló chillando ante la avalancha. Una de las hojas cortantes rozó la mejilla de Michael y un hilo de sangre corrió por su mandíbula limpiando el barro y goteando sobre su camisa.

Repentinamente el suelo cobró solidez y la alfombra de papiros se abrió en manchas cada vez menores hasta que quedó atrás, y Grey Weather los condujo hacia la primera ladera del acantilado. Ahora corría pesadamente, gruñendo a cada paso, mientras Sun Dancer se le acercaba.

—Ya estás acabado —le gritó Dirk a Michael al ponérsele al lado—. Te veré en la llegada. —Y se inclinó en la montura azuzando a Sun Dancer con látigo y espuela.

Sin atosigar a su caballo, Michael lo llevó hacia la derecha, dejándolo con la rienda suelta para que eligiera el camino por el que comenzar el primero de los muchos zigzags que lo llevarían a la cima.

En la empinada ladera, Dirk usó el látigo constantemente y Sun Dancer subió en una serie de saltos, soltando rocas debajo de los cascos. El sudor le había lavado el barro de las ancas y cada vez podía controlarse menos al caer a tierra. «Empuja, perra, empuja», le gritaba Dirk, y miraba hacia atrás angustiado por el tranquilo ascenso de Michael. Estaba doscientos metros más abajo y subía seguro. El movimiento de Dirk tomó a Sun Dancer desprevenida y cayó mal en el siguiente salto. Los cascos le fallaron y comenzó a derrumbarse. Dirk saltó de los estribos con las riendas aún en las manos. En el momento en que cayó hizo palanca para sostener a Sun Dancer, pero ella ya estaba de rodillas, deslizándose hacia atrás y arrastrando a Dirk en su caída hasta el nivel inferior.

Juntos trataron de incorporarse, y cuando finalmente estuvieron de pie la yegua temblaba de terror; el polvo y la hierba seca le cubrían las patas embarradas.

—Maldita seas, maldita seas, perra torpe —susurró Dirk pasando las manos por los jarretes para ver si había habido daño. Miró hacia atrás y vio que Michael estaba mucho más cerca—. Dios gritó, aferró las riendas de Sun Dancer y corrió por la ladera arrastrándola detrás de él. Dirk llegó a la cima con el sudor chorreándole la cara y empapándole la camisa. La saliva se le había secado hasta formar una espuma espesa y gomosa, y jadeaba fuertemente; pero se habían mantenido delante y Sun Dancer se había recuperado de su temblor. Se había recuperado lo suficiente para hacer cabriolas al montarla.

—Por aquí, Dirkie. —Los dos ayudantes que se encontraban sobre el montón de piedra que marcaban el límite de Theunis Kraal le hacían señas y gritaban para darle ánimo. Dirk le clavó las espuelas a Sun Dancer y se colocó otra vez en camino, galopando por el acantilado, pasando veloz al lado de los ayudantes y hacia el grupo de árboles del caucho situados a cinco kilómetros de distancia.

—Atrápalo, Mike, corre, hombre, corre —unos gritos débiles detrás de él, y Dirk supo sin mirar hacia atrás que Mike había llegado a la cima y lo perseguía. Continuó al galope lamentando el tiempo perdido en el ascenso y odiando a Sun Dancer y a Michael por ello. En ese punto tendría que llevarle cuatrocientos metros de ventaja y no cincuenta.

Ahora tenía delante la garganta por la que el Baboom Stroom bajaba del acantilado, con todo el costado tapado por arbustos verde oscuro. Dirk encontró el sendero y se desvió de la línea del horizonte dirigiéndose al vado corriente arriba. Sin hierba que los silenciaran, los cascos de Sun Dancer martilleaban a ritmo sostenido sobre la tierra aplastada del sendero, pero también percibía detrás el sonido de otros cascos como eco; Michael estaba en el sendero detrás de él. Dirk miró hacia atrás por debajo del brazo. Michael estaba tan cerca que distinguía las líneas de risa que surcaban las comisuras de sus labios, y la burla lo encendió de ira.

—Ya le enseñaré yo. Y Dirk comenzó a castigar nuevamente a Sun Dancer, haciendo crujir el látigo contra sus flancos y ancas, haciéndola avanzar con renovada energía. Bajó la empinada orilla del río y subió al blanco banco de arena, con la nariz de Grey Weather al nivel de su bota. En el agua color verde oscuro nadaron uno al lado de otro, mientras la corriente los arrastraba hacia las cataratas. Otra vez subieron a la montura cuando los caballos tocaron fondo y se abalanzaron salpicando hacia la orilla opuesta. Subieron a la arena con el agua chorreando de la ropa empapada, gritando agitados al correr en dirección al estrecho sendero que trepaba hacia la orilla opuesta. El primero en llegar sería el que se adelantara.

—Abre el camino, yo voy adelante, abre el camino —gritó furioso Dirk.

—Abre tu propio camino —le gritó Michael riendo.

—Desgraciado. —Dirk usó rodillas y riendas para que Sun Dancer empujara a Michael, tratando de hacerlo correr.

—Eso no —le advirtió Michael.

—Desgraciado, ya te enseñaré yo.

Ahora iban pegados. Dirk se sentó y dobló el pie, colocando la punta de la bota debajo del empeine del pie de Michael. Con un repentino y maligno tirón de la pierna le soltó el pie del estribo y lo empujó. Al sentir que iba a caer, Michael se agarró desesperado al pomo de la silla, arrastrándola con él, y haciéndola resbalar por el costado de Grey Weather, el peso obligó al caballo a detenerse y salir del camino. Michael cayó sobre su hombro a la arena y rodó con las rodillas encogidas.

—Ahí tienes gritó desafiante Dirk, y subió a la orilla entrando otra vez en campo abierto. Detrás de él, en el lecho del río, Michael se puso de pie, con la ropa cubierta de arena blanca, y corrió detrás de Grey Weather que trotaba hacia el agua con la montura colgándole del vientre.

—El pequeño cerdo asqueroso, por Dios, si Sean lo supiera… —Michael agarró al caballo antes de que empezara a beber, volvió a colocar la montura en su lugar y ajustó la cincha—. No puedo dejarlo ganar. No puedo dejarlo ganar. —Saltó sobre Grey Weather y lo espoleó hacia la orilla—. No puedo dejarlo ganar.

Doscientos metros más adelante, la camisa de Dirk era un globo blanco contra el pasto marrón. Al rodear el tanque y enfilar a Sun Dancer hacia el tramo final, uno de los ayudantes le gritó:

—¿Qué le ha pasado a Michael?

—Se ha caído al río —gritó Dirk—. Está acabado. Y su voz sonaba triunfante.

—Va delante, Dirk va delante —Sean estaba sobre el Rolls con los prismáticos apuntando al grupo de árboles; fue el primero en distinguir la pequeña figura del jinete al aparecer sobre la cima del acantilado.

—¿Dónde está Michael? —preguntó Ruth.

—No puede estar muy atrás —musitó Sean, y esperó ansiosamente que apareciera. Se había enfurecido al ver a Dirk castigando continuamente a Sun Dancer mientras subía al acantilado, y lo había maldecido en voz alta. Luego le había estado gritando «muévete, condenado» durante la carrera por el acantilado en la que Michael avanzaba firme y le sacaba ventaja. Luego los dos jinetes habían girado, saliendo de la vista, para cruzar el Baboom Stroom, y no habían vuelto a aparecer hasta ahora que lo hacía Dirk.

—El muy idiota está cabalgando demasiado abierto. Le dije que cruzara el borde del pantano, no que lo rodeara completamente.

—¿Dónde está Michael? —repitió Ruth. Sean giró los prismáticos hacia atrás y recorrió la cima con muestras de preocupación.

—No aparece, debe de haber tenido problemas. —¿Estará bien? ¿No se habrá hecho daño?

¿Cómo quieres que lo sepa? —la ansiedad irritaba a Sean, pero en seguida se arrepintió y rodeó la cintura de Ruth con su brazo—. Se puede cuidar solo, no hay necesidad de vigilarlo.

Ahora Dirk iba muy adelantado bajando la ladera y dejando un delgado hilo de polvo, porque Sun Dancer se deslizaba sobre las ancas la mayor parte del tiempo.

—¿Todavía no hay señales de Michael? —Ruth se movió inquieta a su lado.

—No, todavía no —gruñó Sean—. Dirk puede darse el lujo de rodear el pantano, lleva una delantera de cuatrocientos metros.

Repentinamente un suspiro de alivio agitó a la multitud como una ráfaga de viento sobre un campo de trigo.

—Allí está.

—Baja la ladera.

—No va a poder ganar a menos que vuele.

Sean pasó los prismáticos de Dirk a Michael y volvió a Dirk, estimando velocidades y posiciones, tomando en cuenta el retraso de Michael en el pantano, pero también la distancia adicional que tenía que cubrir Dirk.

—Va a ser reñido —dijo en voz alta—. Dirk tiene un poquito de ventaja, pero va a ser reñido.

Ada no lo creía así. Dirk iba delante y Dirk iba a ganar. Miró a Garrick. Estaba a unos cien metros, junto a la llegada, pero incluso a esa distancia era imposible no ver la caída de sus hombros y el aire de aflicción que lo rodeaba como un aura de derrota. Los cascos de Sun Dancer estaban destrozando su vida.

Imposible soportarlo un momento más. Ada saltó del carruaje y corrió por entre la multitud hacia donde Sean se erigía como un triunfal coloso sobre el capó del Rolls.

—Sean —gritó, y tiró la pierna de su pantalón.

—¿Mamá? —se volvió vagamente a mirarla.

—Necesito hablarte —gritó por encima del sonido de la multitud, que crecía por la ansiedad.

Ahora no. Están llegando, ven aquí arriba donde puedas ver.

—Debo hablarte ahora. Baja inmediatamente. —Su tono lo impresionó, durante un momento vaciló y miró la carrera. Luego se encogió de hombros resignado y saltó a su lado.

¿Qué pasa? Por favor, date prisa que no quiero perder…

—Me doy prisa. —Sean nunca había visto una furia tan fría en ella—. Quiero decirte que no pensaba ver el día en que no pudiera sentir por ti más que desprecio. Inconsciente has sido varias veces, pero nunca despiadado.

—Mamá, yo estaba sorprendido.

—Escúchame. Te has dedicado a destruir a tu hermano y lo has conseguido. Bien, espero que estés satisfecho. Ahora tienes Theunis Kraal. Disfrútala, Sean. Duerme bien de noche.

—Theunis Kraal. ¿Qué quieres decir? —le gritó en medio de su confusión—. Yo no he hecho ninguna apuesta.

—Ah, ¿no? —dijo con sorna Ada—. Por supuesto que no, dejaste que Ronny Pye lo hiciera por ti.

—¿Pye? ¿Y él qué tiene que ver?

=Todo tiene que ver. Te ayudó a planearlo. Te ayudó a que provocaras a Garry y se metiera en esta estupidez. El tiene la hipoteca de Theunis Kraal.

—Pero… —lentamente la inmensidad del hecho cobró forma en la mente de Sean.

—Le inutilizaste la pierna, ahora llévate Theunis Kraal, pero pagarás perdiendo mi cariño. —Lo miró fijo a los ojos, pero el dolor le tapaba—. Adiós, Sean, nunca volveremos a hablar. —Y se fue lentamente. Caminaba como una anciana, como una cansada y desgastada anciana.

Sean comprendió y comenzó a correr hacia la meta. Se abrió paso entre la gente como un tiburón entre un banco de sardinas. Por encima de sus cabezas vio a los jinetes galopando por el campo.

Dirk iba delante, de pie en los estribos para castigar a Sun Dancer con el látigo. Llevaba el pelo negro alborotado por el viento, y la camisa sucia de barro. Debajo de él la yegua danzaba sobre cascos voladores y el sonar de los cascos repiqueteaba sobre el creciente rugido de la multitud. Su cuerpo estaba negro y lustroso de sudor y la espuma se le escapaba de la boca abierta formando un encaje blanco sobre su pecho y flancos.

Cincuenta metros más atrás avanzaba inútilmente el caballo; Michael lo azuzaba con las espuelas, desesperado. La cara de Michael estaba contorsionada en la angustia de la desesperación. Grey Weather estaba acabado, sus patas flojas de cansancio y su aliento rugiendo ásperamente con cada paso.

Sean se abrió camino entre los cuerpos que rodeaban la meta. Llegó a la primera fila y apartó a dos mujeres. Luego se detuvo y pasó por debajo de las sogas.

Sun Dancer estaba casi encima de él, sus cascos redoblaban con fuerza creciente, y con la cabeza asentía a cada paso.

—Dirk, detenla —gritó Sean.

—Papá, papá. Sal del camino… —le gritó Dirk, pero Sean saltó a detenerlo—. Papá.

Sean estaba frente a él, agachado y con los brazos extendidos. Demasiado cerca para apartar a Sun Dancer, demasiado tarde para detenerla.

—Salta, nena, salta —gritó Dirk, y empujó al caballo con las rodillas, sintiéndola levantar las patas delanteras contra el pecho e impulsarse hacia delante en una elevada parábola. Pero también sintió la pesadez de su cuerpo exhausto y supo que no podría saltar la cabeza de Sean.

Durante un doloroso momento Sun Dancer se levantó del suelo, con el grito horrorizado de la gente cuando sus patas delanteras golpearon a Sean y ella giró en el aire, cayendo. Arrojó a Dirk, mientras las tiras de los estribos se partían como si fueran latigazos. Luego los tres quedaron tirados sobre la hierba, y los espantados gritos de las mujeres llenaron el aire.

Sun Dancer luchaba por levantarse con una pata delantera colgando suelta desde la rodilla, relinchando por el dolor de un hueso roto.

Sean, de espaldas, con la cabeza inclinada a un lado y la sangre manándole de la mejilla destrozada y metiéndosele en la nariz y la boca, impidiéndole respirar.

Dirk, con la piel arrancada en los codos y una mejilla, se arrastró hacia Sean, se arrodilló a su lado, levantó las manos cerradas y lo golpeó con las dos, salpicando sangre mientras golpeaba el pecho y la floja cara inconsciente de su padre.

—¿Por qué lo has hecho? Oh Dios, te odio. —Sorpresa, odio y desesperación, todo unido—. Por tu culpa. Tú me has hecho parar. Tú me has hecho parar.

Michael detuvo a Grey Weather, saltó de la montura y corrió hacia ellos; sujetó los brazos de Dirk y lo arrastró peleando con él.

—Déjalo, desgraciado.

—No me dejó ganar. Me detuvo. Lo odio. Lo mataré.

La multitud avanzaba, pasando por encima de las cuerdas; dos hombres ayudaban a Michael a sujetar a Dirk y el resto rodeaba el cuerpo de Sean.

Gritos y preguntas.

—¿Dónde está el doctor Fraser?

—Dios, está herido.

—Busquen un arma. Agarren al caballo.

¿Y las apuestas?

—No lo toquen. Esperen…

—Hay que enderezarle el brazo. —Busquen un arma. Por el amor de Dios, un arma. Luego un silencio repentino, las filas se abren silenciosamente y Ruth se acerca a Sean corriendo, y Mbejane detrás de ella.

—Sean. —Se arrodilló a su lado torpe en medio de su embarazo—. Sean —dijo nuevamente, y los hombres que los rodeaban no le querían mirar la cara.

—Mbejane, tráelo al coche —susurró.

Mbejane dejó caer la piel de mono de sus hombros y se plantó delante de Sean, levantándolo. Los grandes músculos negros de su pecho y brazos se hincharon y se puso de pie con las piernas abiertas para sostenerlo.

—El brazo, Nkosikazi.

Ruth arregló el brazo colgante sobre el pecho de Sean.

—Tráelo —repitió, y juntos pasaron entre la multitud. La cabeza de Sean rodaba contra el hombro de Mbejane como la de un niño dormido. Mbejane dejó a Sean suavemente sobre el asiento trasero con la cabeza sobre la falda de Ruth.

—¿Nos llevarías, Michael, por favor? —Ruth lo miró cuando se detuvo al lado del Rolls—. Llévanos a la calle Protea.

El automóvil se bamboleó por el campo entre el grupo de ansiosos espectadores, luego se dirigió al camino principal y enfiló hacia Ladyburg.

Mientras a su alrededor la gente se dispersaba lentamente hacia sus coches, Dirk se quedó solo mirando desaparecer el Rolls en medio del polvo levantado por sus ruedas.

La reacción lo fue invadiendo en oleadas que le hacían temblar las piernas y provocaban en su estómago una sensación de náusea. La raspadura de la grava sobre la piel de la cara le ardía como ácido.

—Más vale que vayas a que el doctor Fraser te ponga algo en la cara. —Dennis Petersen se detuvo a su lado, desde el carruaje llevando un pesado revólver.

—Sí —dijo tontamente Dirk, y Dennis se fue hacia donde dos nativos sostenían a Sun Dancer. Se mantenía entre los dos insegura, sobre tres patas pero quieta, con la cabeza colgando.

Dennis apoyó el cañón del arma sobre su frente y, ante el impacto, la yegua retrocedió violentamente y cayó, temblorosa. Sus patas se estiraron en una última convulsión y quedó quieta.

Dirk, que lo observaba, tembló también y se agachó para descargar su náusea sobre la hierba. Era de un gusto acre y muy caliente. Se limpió la boca con la palma de la mano y comenzó a caminar, sin dirección, a ciegas, desde el campo hacia el acantilado.

Como una marcha, su mente se acompasaba al ritmo de sus piernas, repitiendo:

«No me quiere. No me quiere. Y luego salvajemente:

«Espero que muera. Espero que muera.

—Por favor, que se muera —dijo Anna Courtney suavemente, y Garry de pie debajo de su asiento del carruaje no la escuchó. Estaba con los hombros caídos, y la cabeza echada hacia adelante, pensando, con los brazos colgando y las manos abriéndose y cerrándose lentamente, luego levantó una de ellas y se apretó los dedos contra los párpados cerrados.

—Voy a verlo. Dios me ampare pero voy a verlo.

—No. Te lo prohíbo. Déjalo. Que sufra como sufrí yo. —Lentamente, asombrado, Garry sacudió la cabeza.

—Debo hacerlo. Ha pasado demasiado tiempo. Debo ir. Quiera Dios que no sea demasiado tarde.

—Que se muera. —Repentinamente Anna ya no pudo resistir más y dejó salir el odio durante tanto tiempo contenido.

Se levantó del asiento gritando:

—Muere. Maldito seas. Muere. —Y Garry se apartó la mano de los ojos mirándola alarmado.

—Cálmate, querida.

—Muere. Muere. —La cara se le había llenado de manchas como ardientes lunares rojos y la voz se le ahogaba como si la estuvieran estrangulando. Garry se sentó a su lado y la abrazó protector.

—Sal de aquí. No me toques —le gritó, luchando por desasirse—. Por culpa tuya lo perdí. Era tan alto, tan fuerte. Era mío, y por…

—Anna, Anna, por favor, no. —Trató de calmar su ataque—. Por favor, querida, basta.

—Por ti, inválido arrastrado. Por ti. —Y repentinamente salió, como el pus de una llama—. Pero me he vengado, yo también te lo he quitado a ti y ahora está muerto. Nunca lo tendrás —rió, satisfecha con su maldad demente.

—Anna, basta.

—Esa noche, ¿te acuerdas de esa noche? ¿Alguno de los dos podrá olvidarla nunca? Yo lo quería, lo quería, fuerte como un toro, encima de mí, lo quería en celo como antes. Le rogué. Le supliqué, pero por tu culpa, por su pequeño y débil hermanito inválido. Cristo, cómo lo odié. —Volvió a reír, un aullido de dolor y odio—. Me destrocé la ropa y me mordí los labios, como había querido que él hiciera. Cuando tú llegaste, quería que tú… pero tú, había olvidado que eras medio hombre. Quería que lo mataras. Que lo mataras.

Pálido, tanto que la transpiración de su rostro brillaba como agua sobre mármol blanco, Garry se apartó espantado.

—Todo este tiempo, yo he creído… te había creído… —Y casi se cae del carruaje. Tuvo que agarrarse al mismo un segundo para enderezarse—. Todo este tiempo desperdiciado. —Luego se bajó del coche y comenzó a correr, con la pierna enferma saltando y rebotando detrás de él.

—¿Quieres que te lleve, Garry? —Dennis Petersen se puso a su lado y le gritó desde su coche.

—Sí, por favor. —Garry se agarró a la barandilla y se subió al lado de Dennis—. Llévame con él, por favor, lo más rápido que puedas.

Silenciosa, desierta, la enorme casa se agazapaba sobre ella, oscura, con las persianas cerradas para que no entrara el sol, rumiante e inmensa, oliendo a musgo, como si alguna vieja pasión hubiera muerto entre sus paredes.

Anna estaba sola en la enorme habitación del centro y gritaba su nombre:

—Theunis Kraal.

Y las gruesas paredes de piedra ahogaban el sonido de su locura.

—Está muerto. ¿Me oyen? Yo se lo he quitado a todos. —Y gritó con risa triunfante, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas—. Yo he ganado. ¿Me oyen? Yo he ganado —y su pena distorsionó la risa.

Levantó la gran lámpara de vidrio y la arrojó contra la pared, la lámpara estalló y la parafina se desparramó: reluciendo sobre las paredes y empapando las alfombras.

—Theunis Kraal, escúchame. También te odio a ti. Lo odio a él. Los odio a todos, a todos.

Corrió por la habitación, destrozando los cuadros enmarcados en dorado y estrellándolos hasta que los vidrios destellaron como pequeñas joyas en la penumbra; con una silla rompió el frente de una vitrina y destrozó la porcelana y cristalería que había dentro; barrió los libros de los estantes y arrojó las páginas al aire.

—Odio —gritaba—. Odio. —Y la enorme casa esperaba en silencio, exhausta con las emociones, vieja, triste y sabia—. Los odio, a todos. —Corrió al pasillo, atravesando la cocina hacia la despensa. En el último estante había un bidón de alcohol de metilato y jadeó tratando de quitarle la tapa. Esta saltó, el líquido se derramó y corrió por los costados, y Anna apretó el bidón sobre el pecho y fue dando traspiés hasta la cocina. Se le derramó sobre la ropa, empapándola y formando una laguna que se extendía sobre el suelo de piedra.

»Odio —rió, y se tambaleó perdiendo el equilibrio, todavía aferrando el bidón cayó contra la cocina. El metal caliente chamuscó su ropa y quemó la carne de sus caderas, pero no lo sintió. Sus faldas empapadas pasaron por encima de la lumbre y una pequeña llamita prendió fuego y creció. Cuando Anna corrió hacia la casa, una cola encendida la perseguía.

De vuelta en la habitación central, derramó el contenido del bidón sobre los libros y las alfombras, riendo al arrancar las largas cortinas de terciopelo.

No notó las llamas que la seguían hasta que sus enaguas ardieron quemándole las piernas. Entonces gritó otra vez por la angustia de su carne y su mente torturadas. Dejó caer el bidón de metal que estalló cubriéndola de una llama azul líquida, convirtiendo su cara, su pelo y todo su cuerpo en una antorcha humana, una antorcha que cayó, se revolcó y murió antes de que las llamas llegaran al techo de Theunis Kraal.

Se miraron a través del combés del navío, y la luz brillante arrojó sus sombras a lo largo de las sucias planchas del puente. Dos hombres jóvenes y altos, los dos con cabello oscuro y tostados por el sol, los dos con la gran nariz de los Courtney, los dos enfurecidos. Desde la toldilla tres de los tripulantes árabes miraban con suave curiosidad.

—Así que no vendrás a casa? —preguntó Michael—. Vas a seguir con esta chiquillada.

—¿Para qué quieres que vaya?

—¿Yo? Dios, si nunca volviera a verte sería todavía mejor. Ladyburg será un pueblo mejor sin ti.

—¿Entonces para qué has venido?

—Tu padre me lo pidió.

—¿Y por qué no ha venido él? —La amargura de Dirk hizo eco a su voz.

—Todavía está enfermo. Está herido en la cabeza.

—Si me quisiera podría haber venido.

—Me envió a mí, ¿no?

—Pero ¿por qué quiso que tú ganaras? ¿Por qué me detuvo?

—Escúchame, Dirk, todavía eres joven y hay cosas que no entiendes.

—¿Que no las entiendo? —Y Dirk echó la cabeza hacia atrás y rió con rencor—. Oh, si, yo comprendo perfectamente. Más vale que salgas de este barco, estamos a punto de zarpar.

—Escucha, Dirk…

—Vete. Vuelve con él, puedes quedarte con mi parte.

—Dirk, escúchame. Dijo que si no querías volver, tenía que darte esto —del bolsillo interior de su chaqueta Michael sacó un sobre y se lo ofreció.

—¿Qué es?

—No lo sé, pero espero que sea dinero.

Dirk se acercó lentamente y tomó el sobre.

—¿Tienes algún mensaje para él? preguntó Michael, y cuando Dirk sacudió la cabeza se volvió y saltó al dique de madera. Inmediatamente un bullicio estalló detrás de él al soltar las amarras la tripulación árabe.

De pie en el borde del dique, Michael miró el redondo barquichuelo alejarse sobre las aguas de la bahía de Durban. Percibía el hedor de sus bodegas, los costados estaban manchados con excremento humano, y la única vela que se levantaba lentamente al tiempo que la tripulación izaba el botalón de teca estaba manchada y llena de parches como un cubrecama.

El viento la alcanzó y el vientre preñado de la vela sobresaltó, aceleró y se abalanzó por las aguas color verde sucio, hacia la desembocadura, donde la marea baja rompía en lánguidas olas blancas.

Los dos hermanos se miraron a través de la brecha que se agrandaba. Ninguno levantó un brazo o sonrió. El barco se alejaba. La cara de Dirk era una mancha pequeña y marrón sobre el blanco de su traje tropical, repentinamente se oyó la voz.

—Dile… —ahogada por la distancia—, dile… —Y el resto se perdió en el viento, con el suave suspirar de las olitas debajo del muelle.

Debajo de donde estaban sentados al borde del acantilado, las paredes de Theunis Kraal sobresalían como lápidas oscurecidas por el humo que marcaran la tumba del odio.

—Sería hora de comenzar a construir —gruñó Sean—. No puedes quedarte para siempre en la calle Protea.

—No —Garry hizo una pausa antes de continuar—: He elegido el nuevo lugar para la casa, allá, detrás del pozo número dos.

Los dos apartaron la mirada de las ruinas sin techo, y volvieron a quedar en silencio hasta que Garry preguntó:

—Quisiera que miraras los planos. No será tan grande como la vieja casa ahora que solamente estamos Michael y yo. ¿Podrías…?

—Bueno —cortó rápido Sean—. ¿Por qué no los llevas a Lion Kop mañana por la noche? Ruth querrá que te quedes a cenar.

—Encantado.

—Ven temprano —dijo Sean, y comenzó a levantarse de la roca en la que estaba sentado. Se movía pesada y torpemente, y Garry saltó para ayudarlo. Sean odiaba la lentitud de su cuerpo enfermo que no terminaba de curarse y hubiera rechazado las ansiosas manos de Garry, pero vio la expresión de la cara de su hermano y se sometió dócilmente—. Ayúdame en la parte más peligrosa, por favor —dijo en tono áspero.

Uno al lado del otro, con el brazo de Sean sobre el hombro de Garry, se acercaron a donde los esperaba el coche.

Pesadamente, Sean trepó y se acomodó en el asiento de cuero acolchado.

—Gracias. —Tomó las riendas y le sonrió a Garry; Garry se sonrojó de placer y miró hacia las infinitas hileras de jóvenes acacias que cubrían las colinas de Theunis Kraal.

—Tiene buen aspecto, ¿no?

—Tú y Michael habéis hecho maravillas allí —asintió Sean, aún sonriendo.

—Courtney Hermanos e Hijo —suavemente Garry dijo el nombre de la nueva compañía que había surgido de las tierras de Theunis Kraal y Lion Kop—. Ahora finalmente es como debió haber sido hace mucho tiempo.

—Hasta mañana, Garry. —Sean sacudió las riendas y el coche avanzó, bamboleándose gentilmente sobre la desnivelada superficie del nuevo camino.

—Hasta mañana, Sean —gritó Garry detrás de él, y observó el coche hasta que lo perdió de vista entre los bloques de acacias oscuras y maduras. Luego caminó hasta su caballo y montó. Se quedó un rato mirando los lejanos grupos de trabajadores zulúes cantando mientras trabajaban. Vio a Michael entre ellos a caballo, deteniéndose de vez en cuando para darles prisa en su trabajo.

Garry comenzó a sonreír. La sonrisa ablandó las líneas de sus ojos. Tocó al caballo con las espuelas y marchó a medio galope hacia donde estaba Michael.